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Eran dos seres que compartían todos sus gustos y aficiones, pero lo que
más les complacía era llevar a cabo acciones que desencadenaran en el
bien social.
Nadie pudo imaginar la tragedia que estaba por sufrir aquella pareja. Y
es que Elizabeth (así se llamaba la mujer del matrimonio) enfermó
repentinamente y luego de luchar varios meses contra una desconocida
enfermedad, murió.
Luego de varios años Jozef murió y fue sepultado por la propia gente del
cementerio al lado de su esposa. Por último, los sepultureros decidieron
colocar por siempre una silla, como un fiel recordatorio de que el amor
verdadero (y sobretodo eterno) existe.
Esa primera vez huyó aterrorizado y juró dejar para siempre ese trabajo,
aunque le significara los ingresos para mantener a su familia. Es que la
vio claramente. Una mujer vestida de blanco, con el cabello suelto y
largo, estaba sentada en una pequeña silla verde que había sido
colocada en par y que adornaba una de las tumbas del cementerio.
Estaba impasible, transparente, como que el tiempo y las inclemencias
del clima, ya no fueran sus preocupaciones. Al llegar a su aposento,
agitado y bañado en sudor frío, prefirió pensar que había sido una
pesadilla, al final de cuentas necesita ganarse el pan de cada día. Pero
para él, lo que sucedió cada una de las noches posteriores, le hizo ver
que aquello estaba más allá de un mal sueño. Dejó de tener miedo
cuando, al atardecer de un día, encontró a un hombre orando frente a la
tumba. Él fue quien le contó que detrás de lo que parecía una historia de
fantasmas, se encontraba la devoción y el amor de un hombre.
Por eso, el guardián del cementerio esa noche, sin abandonar el respeto
por el más allá, hizo su acostumbrado paseo hasta la tumba de las sillas
y aunque ya no pudo divisar a la mujer del vestido blanco, sí pudo
escuchar la hermosa melodía y el murmullo de voces masculinas, que se
unían en una amalgama sonora que desafiaba al tiempo y al espacio.