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UNAS PALABRAS

Le pregunté a mi madre como era cuando nací. Me dijo que como estábamos solas todo el
día, ya que mi padre trabajaba, todo el tiempo que yo estaba despierta ella me hablaba. Le
parecía que no hablarme era ignorar a una persona que estaba compartiendo con ella,
como si fuera una amiga que llegó a tomar el té.

A los 8 meses empecé a hablar. Frases enteras, según dicen. No sabía sentarme sola, pero
despatarrada en el cochecito iba indicando que había que esperar a cruzar la calle cuando
el muñequito estaba en rojo o anunciaba el avistamiento de la luna en el cielo.

Mi primer libro fue un diccionario. Un libraco grandote de tapa verde-agua y páginas de


papel, bastante inapropiado para mis deditos de 2 años, pero siempre fui muy cuidadosa
con los libros. Las letras eran dibujos grandes de distintos personajes que tomaban la forma
de cada una de ellas y luego desfilaban varias palabras que comenzaban con la letra que
regía cada sección. No sabía leer, pero recitaba casi de memoria esos dibujos.

Aprendí a leer y a escribir bastante pronto. En inglés y en castellano a la vez. Recitaba


todos mis libritos enteros, que me aprendía de memoria de tanto pedir que me los leyeran.
Imploraba que me contaran historias a la hora de dormir, mientras yo armaba las imágenes
en mi cabeza y preguntaba detalles que el cuentacuentos tenía que improvisar en el
momento.

Comencé a escribir cuentos. Diarios. Canciones. Pensamientos sueltos. Ideas


fragmentadas que derramaban de mi cerebro adolescente y sufriente estallado de
dramatismo. Por suerte la adolescencia pasa, verdad? Y ya no se desborda el cuerpo de
emoción tan a menudo. O quizás sí, pero se encausa. Un río sin márgenes, al fin y al cabo,
no es más que un charco.

Yo soy de las palabras. Siempre fui de las palabras.


Soy su hija. Soy su obra. Soy su destrucción y reorganizadora.
Las palabras pueden darte asilo y contención. Pueden acunarte. Pueden derrotarte. Pueden
crear mundos imaginarios y reales. Pueden viajar al pasado y al futuro. Pueden prender la
luz en sótanos oscuros y crear barandas sobre los precipicios mas pronunciados o generar
abismos descomunales.

Con todas sus virtudes y sus falencias. Es la mejor herramienta que tenemos para siquiera
intentar rozar la mente de un otro. Aunque ni siquiera se toquen. Aunque, al igual que en el
tacto, la sensación sea meramente los electrones de una y otra repeliendose entre sí.

Gracias por leer.


Maria.

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