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El pozo

Juan Sebastián Ronchetti

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Era el mediodía y el barrio a esa hora estaba desierto. Habíamos decidido buscar el
escondite que Ojeda tenía debajo de las vías del Roca. –Si mi viejo llega a enterarse
nos mata -dijo Cury. Caminamos los dos atrás del Chueco porque siempre
andábamos así, siguiéndole los pasos, aunque caminara torcido. Bordeamos los
monoblocks por la calle que llamábamos Ruta 2 y salimos a la esquina de Alsina y
Cordero. Mientras pasábamos por la cancha de Independiente, paramos un rato
bajo la galería de la tribuna alta y tomamos agua de un pico que había en el piso
debajo de una tapa de Obras Sanitarias. También nos mojamos la cabeza y la cara.
El sol estaba inaguantable. Antes de seguir, Cury, que era de Racing, como yo, se
bajó la bragueta e hizo pis contra las boleterías de la Doble Visera gritando contra
todos los del rojo. –Callate, mufa –contestó el Chueco enseguida y le tiró una piña
que a mí me pareció en broma pero que a Cury no le gustó. Me di cuenta de que
podían agarrarse en serio y me metí.

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Termínenla -les grité. Seguimos camino hasta el final de la calle donde había un
portón que nos llevaba a los terrenos del ferrocarril. La puerta estaba abierta. El
descampado era enorme. Apenas pasamos vimos la casa de madera abandonada y
dijimos que otro día íbamos a volver a explorarla pero que no debíamos desviarnos
del plan. La bocina del tren que pasó hacia estación Avellaneda nos impulsó a
correr. Las primeras vías eran las del tren de carga, donde había vagones parados.
Algunos estaban llenos de sal gruesa y la mayoría de girasol. El Chueco me pidió
que le hiciera pata, se subió al que tenía pipas y nos dio un puñado a cada uno. –
Sigamos -dijo. Caminamos hasta el terraplén, subimos la barranca y empezamos a
buscar a lo largo de la vía. No sabíamos cuánto tiempo teníamos antes de que
pasara de nuevo el tren y tratamos de apurarnos. Cury buscó en una parte donde
los yuyos y las cañas estaban muy crecidos. Con el Chueco fuimos por el lado de los
Siete Puentes. Al rato Cury nos llamó. –Miren -dijo y señaló un lugar donde había
muchas piedras entre los durmientes. Empezamos a sacarlas y encontramos debajo
unas maderas que las sostenían. Cuando casi habíamos terminado de removerlas
no supimos qué hacer. –¿Y ahora qué? -preguntó Cury que siempre esperaba la
orden del Chueco

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–Entramos -dijo. Sacó la última tabla y dejó el pozo al descubierto. Era profundo,
pero no muy ancho, un poco menos que el ancho de la vía. Lo que sí era bastante
largo: ocupaba la distancia entre cuatro durmientes. Había lugar suficiente para los
tres. Para mí era más grande que el baño de casa y eso que mamá siempre decía
que teníamos un baño enorme. Apenas entramos, nos juntamos y nos dimos un
abrazo como hacen los equipos antes de salir a la cancha. Cury y yo nos sentamos
cada uno en una punta, enfrentados y el Chueco se acostó en el medio del pozo y
puso las manos atrás de la cabeza. –Desde acá voy a verlo bien -dijo. Después de
unos minutos me quería ir, recién ahí adentro comprendí que nos iba a pasar el
tren por arriba, pero traté de bancármela y no dije nada. El tiempo no pasaba más,
me comí los girasoles que tenía en el bolsillo, pero apenas podía tragar. Calculaba la
distancia entre mi cara y el riel y pensaba a qué velocidad vendría el tren, si haría
chispas, si produciría calor, si arrastraría las piedras. –¿Viene muy rápido? -
pregunté. –Volando -contestó Cury. Después hablamos de fútbol, del descenso de
Racing; hablamos de Analía, la hermana de Tato, que para Cury era un camión;
también de Alfonsín y de Herminio. Yo los escuchaba, mientras hundía las uñas en
la tierra y escarbaba. Era una forma de pasar el tiempo y tranquilizarme.
Pero duró poco.

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Lo de tranquilizarme digo. Apenas unos minutos, hasta que toqué algo sólido,
rígido, pero no era una piedra, de eso estaba seguro. Saqué un poco más de tierra y
sentí en mis dedos lo que claramente era una bolsa de nylon. Los pibes seguían en
otra. –¿Para qué tiene tu papá un escondite? -le pregunté de repente a Cury,
mientras pensaba si debía compartir el hallazgo. Pero no hubo tiempo. Cury me iba
a contestar cuando comenzamos a sentir la vibración y, en un instante, el ruido era
ensordecedor. El tren venía a toda velocidad. La tierra se nos metía en los ojos. Las
piedras repiqueteaban en las vías. Los durmientes se movían y las ruedas
golpeaban al pasar por el pozo y era como si pegaran en nuestras cabezas. Durante
unos segundos pensé que estaba en el mismísimo infierno. Pero al final el ruido
empezó a menguar. El tren ya había pasado por arriba nuestro. Los pibes salieron
gritando y comenzaron a tirarle piedras a la formación que se alejaba.
Yo me asomé entre los durmientes para ver el último vagón que iba camino a
Sarandí, pero me quedé un poco más en el pozo, todavía me duraba la conmoción,
me tiré en el piso y traté de tranquilizarme. Apenas había recuperado la respiración
cuando reconocí la voz de Ojeda. –¡Qué hacen acá! -gritó, parado sobre una vía. No
sé cómo supo que estábamos ahí, pero el viejo nos encontró. –Dejen todo como
estaba -dijo. Agarramos las tablas y las piedras y dejamos todo como antes. Cury
estaba rojo. El Chueco empezó a silbar. Yo me guardé una piedra engrasada en el
bolsillo. Bajamos el terraplén y caminamos hacia el barrio. Los pibes se
adelantaron. Antes de llegar, lo alcancé a Ojeda y le pedí que no les contara nada a
mis padres.

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–Por favor -le insistí. Lo miré y abrí la boca como para volver a hablar, estaba
pensando en lo que escondía en el pozo, en preguntarle, pero no pude decir
palabra, creo que esos segundos mi cara me delató. Ojeda no dijo nada y siguió
caminando en silencio hasta el monoblock. Con los pibes ni nos despedimos. Yo
subí rápido los dos pisos hasta mi casa. Entré, me tiré en la cama, miré la piedra, la
acerqué a mi nariz y respiré hondo. La escuché llegar a mi mamá. Me apuré a
guardar la piedra en mi cajón y hundí la cabeza en la almohada.

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Tardé unos días en aparecer, pero en algún momento iba a tener que bajar, eso lo
sabía, acababan de terminar las clases y no me iba a quedar todo diciembre, ni todo
el verano encerrado en el departamento. Estaba asustado, pero sobre todo no
quería cruzarme con Ojeda. Lo que nunca pensé es que apenas bajara lo iba a ver y
menos que me iba a decir lo que me dijo. –Nosotros tenemos un secreto -dijo y
siguió mirando para afuera por una de las ventanas del palier. Me habré puesto
pálido porque enseguida cambió de tono. –No te preocupes.

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– ¿No le va a decir a mis viejos? –No, no es eso. – ¿Qué dice Ojeda? –Al pozo no vas
a ir más solo, ya lo juraste. –Sí, claro. –Confío en vos. – ¿Me puedo ir entonces? –Es
por lo otro Juan. Nunca me había llamado por mi nombre, siempre me decía pichón
o cuando me veía con mi mamá, me decía jefecito, pero nunca Juan. –Los secretos
tienen reglas. –Yo no hice nada, se lo juro. –No jures más que parecés un cura. –
¿Qué dice Ojeda?- repetí-. Me está mareando. –Vas a venir conmigo al pozo, eso
digo. – ¿Quiere que devuelva la piedra? – ¡Dejá de hacerte el pavo! Era verdad, me
estaba haciendo el pavo, pero no me había dado cuenta, era mi cabeza, digamos, la
que se estaba haciendo la que no entendía, porque en ningún momento pensé en
la bolsa que había descubierto en el pozo. – ¿Ahora le parece? -le pregunté. –
¿Ahora qué?
– ¿Ahora quiere que vayamos? –Sí, eso había pensado. Salimos por la puerta de
atrás del palier, la que daba a la playa de estacionamiento para que no nos viera
nadie, en realidad, para que no nos vieran Cury y el Chueco que estaban jugando
adelante.

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– ¿Estás apurado? –No, para nada. –Aflojá, entonces. Creo que de los nervios había
salido casi corriendo y además Ojeda caminaba despacio, nunca le había prestado
demasiada atención, pero parecía más viejo de lo que realmente era. Aunque no
debía ser mucho más grande que mi papá, todo parecía costarle el doble.
Caminamos en silencio hasta el portón que dividía el barrio de las vías. Ojeda
parecía estar juntando fuerzas para hablar. – ¿Sabés que trabajo en el tren, no? –Sí,
me contó Cury. –Soy maquinista. Es difícil, hace unos años que me mandaron al
tren de carga. Pero antes llevaba pasajeros, el tren es muy grande y viaja mucha
gente, y uno es responsable por la gente. A Ojeda se le quebró la voz en la última
frase y me dio vergüenza mirarlo. –De eso se trata, entendés, Juan, de la
responsabilidad. Le dije que sí, aunque no entendí del todo a qué se refería. Volvió
a quedarse callado. Llegamos al pozo. Me dijo que bajara primero y me dio la mano
para ayudarme. –Este pozo ya no hace falta, se terminó. Ojeda me señaló el lugar
donde me había sentado con los pibes el otro día. Me debo haber puesto colorado,
porque no necesitó aclararme nada.
–Sacala dale. – ¿Le parece? –Sí, dale. Tiré del nudo de la bolsa pero no pude ni
moverla. Ojeda se levantó. La cara le había cambiado, estaba sonriendo. Entre los
dos terminamos de desenterrar la bolsa. Me pidió que la abriera. Estaba llena de
libros y revistas.

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Empezó a sacar. Había de todo. Algunos yo los conocía de la biblioteca de casa,
pero otros ni los había escuchado nombrar y eso que a mí me gustaba mucho leer.
Ojeda estaba entusiasmado. –Los guardé acá, era peligroso tenerlos en casa, pero
no los iba a quemar. Hay cosas de otros compañeros también. Uno se siente
responsable por los compañeros -dijo y ahora sí me animé a mirarlo. –Tu papá me
dijo un día que él no iba a quemar los libros ni a esconderlos. Tuvo suerte. Ahora se
terminó, pero igual no hay que descuidarse. Las cosas van a quedarse acá, por el
momento, pero quiero que algunos los tengas vos. A mi hijo no le importan.
No entendía por qué a mí, por qué me quería dar esos libros tan importantes, por
qué me confiaba su secreto. –Vamos a tener algunas reglas. Te vas a ir llevando los
libros de a uno o de a dos y a medida que los vayas leyendo venimos a buscar más,
podés elegir o yo te aconsejo. –Prefiero elegir -le dije. –Como quieras pero la regla
más importante es que por ahora nadie, ni siquiera mi hijo debe saber de esto.

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Le dije que no le iba a fallar. Sonó raro escucharme, pero me parecieron las
palabras justas para ese momento. Me sentí orgulloso. Elegí dos libros. Por los
títulos pensé que iban a ser los más divertidos, El juguete rabioso fue el primero y
Mascaró, el cazador americano, el segundo. –Seguro son de superhéroes. –Ya
veremos. Tu mamá me contó que leés muy rápido. –Pero ella no me cree y me pide
que le cuente. –Entonces, cuando termines me vas a contar. –No sea así, Ojeda -le
dije. Salimos del pozo y lo volvimos a tapar. Me puse los libros debajo de la remera
y los ajusté con el elástico del pantalón. Me resultó obvio que no podía llegar al
monoblock con los libros en la mano. No sé si me pareció a mí, pero la vuelta la
hicimos más rápido. Estaba ansioso por llegar y Ojeda no me pidió que fuera más
lento. En el camino hablamos de fútbol. También era de Racing, como yo, pero no
estaba triste por el descenso, me dijo que no me preocupe, que las cosas a veces
pasan por una razón. –No nos derrotaron -me dijo-, ya vas a ver. En la puerta del
monoblock nos despedimos, Ojeda se quedó abajo y yo subí, feliz, guardando bajo
mi remera, aquellos libros y aquel secreto.

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