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Table of Contents
Datos del libro
SUDOR
LOS RATONES
SÓTANO
GRINGOS
BALADA
INFORMACIÓN SOBRE EL NEGRO ESCLAVO
MUSEO
SEXO
DIVERSIONES
RELIGIÓN
SUDOR
CRISIS
K. T. ESPERO
INQUILINOS
INMIGRANTES
BODEGA
PAYASOS
NOMBRES SIN APELLIDO
68. LADEIRA DO PELOURINHO
ESCALERA
MULTITUD

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SUDOR
Las novelas de Jorge Amado se distinguen por su cálida
humanidad, su original humor y la riqueza de personajes,
peripecias y ambientes de sus historias. Con SUDOR, el
popular escritor brasileño inició su extensa serie de
novelas que tienen como escenario el mundo popular de la
ciudad de Bahía: vagabundos, mendigos, mujeres de la
vida, obreros, vendedores ambulantes, lavanderas y un
abigarrado conjunto de personajes marginales animan el
colorido panorama urbano con sus luchas, sus
sufrimientos y sus esperanzas cotidianas.

Traductor: Dos Santos, Estela


Autor: Amado, Jorge
ISBN: 9789500340564
Generado con: QualityEbook v0.64

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SUDOR
JORGE AMADO

Traducción de Estela Dos Santos


SÉPTIMA EDICIÓN
Editorial Losada, S. A. Buenos Aires
Título original: Cacau - Suor
7ª edición: septiembre 1994
© Jorge Amado © Editorial Losada S. A. Moreno 3362,
Buenos Aires, 1973
ISBN: 950-03-4056-9

Para
Mamá y Matilde

A
Alberto Passos Guimarães,
Clóvis Amorim,
Carlos Echenique Júnior,
Dias da Costa,
Edison Carneiro
y Santa Rosa.

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LOS RATONES

1
SIN demostrar ninguna señal de miedo, los ratones
pasaban entre los hombres parados al pie de la oscura
escalera. Que si era oscura de día, de⁻ noche se agrandaba
como una enredadera creciendo por el interior del tronco
de un árbol. Había un olor a muerto, un olor a ropa sucia,
que los hombres no sentían. Tampoco notaban los ratones
que subían y bajaban y desaparecían en la oscuridad en
competitivas carreras.
Colorado y pequeñito, uno de los hombres se limpiaba
con la manga de la camisa el sudor de la cara, mientras el
otro, negro y gigantesco, lo dejaba brillar en su frente de
carbón. El tercero, cuyos dientes salidos le daban aspecto
de perro salvaje, tenía la camisa pegada al cuerpo y
masticaba un cigarrillo apagado.
Habían venido de la Ciudad Baja y después de subir a la
Ladeira do Tabuão habían vencido la Ladeira do Pelourinho
y ahí estaban, parados, ante la gran escalera.
—Esa escalera convierte a cualquiera en un
tuberculoso —dijo el Colorado.
El negro suspiró sonriente. El de los dientes salidos le
respondió:
—¿Pretendés un ascensor, Chico?
—Estaría bien.
El negro miró asombrado:
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—Ese ratón es tan gordo que no puede correr…
—No sé donde consiguen la comida para engordar…
Chico se pasó la mano por la frente otra vez, rezongó
algo en voz baja y pisó el primer escalón. Los otros lo
siguieron. Augusto tiró al suelo el cigarrillo inútil. Y
comenzaron la ascensión, la cabeza echada hacia adelante,
encorvados.
El ratón gordo espiaba desde abajo.
Desde el tercer piso bajaba una muchacha de vestido
azul. Se recostó contra el pasamanos para dejarlos pasar. Y
descendió como una sombra entre la oscuridad y los
ratones.
Y entonces, de pronto, los hombres sintieron el olor a
muerto y encontraron repelentes a los ratones.

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Visto desde la calle el edificio no parecía tan grande. Nadie
daría nada por él. Es verdad que las ventanas se veían
hasta el cuarto piso. Tal vez fuera por la pintura pálida que
daba, esa impresión de enormidad. Parecía un viejo
caserón, como los otros, cercano a la Ladeira do Pelourinho
colonial, ostentando ralos azulejos. Sin embargo, era
inmenso. Cuatro pisos, un sótano, un inquilinato en el
fondo, la taberna de Fernandes a la calle y detrás del
inquilinato una panadería árabe clandestina. 116
habitaciones, más de 600 personas. Un mundo. Un mundo
fétido, sin higiene y sin moral, con ratones, palabrotas y
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gente. Obreros, soldados, árabes de hablar enrevesado,
ladrones, putas, costureras, changadores, gente de todos
los colores, de todos los lugares, con todos los trajes,
llenaban el caserón. Tomaban cachapa en la taberna de
Fernandes y salivaban en la escalera y a veces, hasta
meaban. Los únicos inquilinos que no pagaban eran los
ratones. Una negra vieja vendía acarajé y munguzá en la
puerta.
Desde el cuarto piso, en ocasiones, venía un sonido de
guitarras y los árabes conversaban en el silencio de las
piezas sin iluminación eléctrica.
Las mujeres del tercer piso discutían con las del
segundo y se oían palabras descomedidas.
Por la mañana salían casi todos los varones. El vocerío
de las mujeres aumentaba. Lavaban la ropa. Ruidos de
máquinas de coser. La tos de una tuberculosa en el sótano.
Los varones volvían por la tarde, cansados. La escalera los
iba devorando uno por uno.

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SÓTANO

1
—¡QUÉ calor!
En el sótano el sol no aparecía. Los agujeros en las
paredes no lo dejaban pasar. Sin embargo, el calor
denunciaba su presencia. En un rincón de la pieza, sobre
un fogón a carbón, hervía una olla de barro. Llegaban voces
de la pieza vecina.
Doña Risoleta levantó los ojos de la costura y se sacó
los anteojos atados con un hilo rosa. Observó el vestido y
suspiró. Iba a decir algo, pero no encontró la palabra
adecuada y se quedó con la mano levantada, balanceando
los anteojos.
—Ahora ella ya no podrá enojarse, Dindinha1.
—Siempre se enoja. Nunca está conforme. ¿Qué se va a
hacer?
Linda observó el fogón, estiró la cabeza y suspiró. No
corría una gota de aire. Bajó los ojos, triste.
—Dindinha, ¿se fijó que esos porotos parecen
amarillos?
—¿Amarillos, nena? Propiamente…
Golpearon a la puerta. Golpes suaves, de quien no
espera consentimiento para entrar. Julieta apareció en
enagua.
—Ando así por el calor.

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Se sentó, en la cama con las piernas abiertas,
escandalosas. Observó el fogón, tocó el vestido.
—¿Qué olor a queso, eh, Linda?
Como no hubo respuesta, continuó:
—También, en esa porquería hay gente de todo tipo …
¿Se fijó en la vecina del fondo, doña Risoleta? Caga en papel
de diario para no esperar que se desocupe la letrina. Le
juro que ni se limpia el culo. Y nunca bajó para darse un
baño…
—Es una mujer muy trabajadora.
—¡Puede ser! Total, para alimentar al malandrín del
hijo… Un hombre de dieciocho años, gordo como un
animal… Un haragán… que se pasa el día entero siguiendo
a las chicas del Tabuáo o dándole a la botella. Sólo aparece
en la casa para comer o pedir plata… ¡Qué calor, la pucha!
Se hacía viento con la enagua.
—¿Y ese vestido, eh, doña Risoleta? Usted debería
mandarla al infierno a esa española… Fea como una
jararaca2 y quiere vestirse de jovencita. Seguro que anda
por meterle los cuernos a don León… ¿Cuánto le cobra?
—Treinta mil reis³ por dos. Es el alquiler de un mes.
Julieta recorrió la pieza con los ojos.
—¡Linda habitación! Pero este olor a queso… —largó
un silbido—Treinta mil reis. Yo, si un día me consigo un
tipo con plata, me largo. Quiero comida, casa y seguridad.
Era cerca del mediodía y el calor aumentaba. Doña
Risoleta bajó los ojos sobre la costura. Linda tomó agua y

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se pasó un trapo por la frente mojada. Arriba de la cama
estaba colgado un cuadro con su primera comunión.
—Le eché el ojo a un español lleno de dólares… Si
agarra, me voy con él.
Linda la aconsejó:
—¿Para qué, Julieta? Si te podés casar…
—¿Casarme? ¿Para pasar hambre, loca? Ya estoy
cansada. Si me pasara el resto de mi vida comiendo no me
pagan los ayunos que aguanté. Solamente a vos se te
ocurre el casamiento. ¿Qué esperás? ¿Un muchacho rico,
con automóvil, no es cierto?
Linda no le respondió.
—No. te enojes. No te lo digo para mal. Vos leés novelas
y te quedás pensando tonterías. Vos te merecés un buen
casamiento, te lo merecés. Pero es tan difícil… En todo
caso… Yo sí que no lo espero.
La iglesia de San Francisco dio lás doce.
—¿Vamos a comer?
—Gracias, doña. Me voy a mi pieza.
Doña Risoleta sacó la olla del fogón. El calor sofocaba.
Desde la puerta, Julieta se dio vuelta:
—¡El olor a queso es de aquí afuera!
Un hombre salía de la letrina, abrochándose la
bragueta. Le sonrió a Julieta.

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Comenzaron a masticar los porotos duros y los pedazos de
carne seca.
—Esto te rompe los dientes…
Con el cuchillo de mango roto agarró una garrapata de
entre los porotos. Miró el plato con asco.

3
Se sacó el vestido, miró embelesada el cuadro de su
primera comunión y abrió Muchacho rubio de Macedo3 El
calor bochornoso pesaba como acero.. Se fue metiendo en
el mundo del libro. Lo dejó y se quedó mirando la sábana,
pensando cosas. Una chinche subía por su pierna blanca y
bien torneada. La apretó con la uña y la negra sangre le
dejó una pequeña mancha en la piel. Sin embargo, a ella le
pareció enorme y empezó a llorar despacito apretada
contra la cabecera de la cama. Se acordó de Julieta.
Doña Risoleta pedaleaba en su máquina de coser. La
tuberculosa tosía desde otra pieza. Alguien abría la puerta
de la letrina. Se oyó la voz de Julieta:
—Cierre esa puerta. Hay un olor a pis.
El sol estallaba en las tejas.

4
El tiempo bochornoso dolía como golpes de manos
huesudas. Invadía el sótano y las personas. Linda se estiró
en la cama, abriendo las piernas. Un muelle deseo de cosas
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desconocidas la envolvía. El monótono ruido de la máquina
de coser que marchaba bajo ios incansables, pies de doña
Risoleta la adormecía. Dejó el libro y observó a la madrina.
La encontró rara, muy delgada. Sólo entonces reparó en
cómo había adelgazado; estaba reseca, empequeñecida. La
cara chupada, los ojos cansados, casi cerrados debajo de
los anteojos. Parecía hecha de nervios; pero de nervios
inútiles, incapaces de cualquier movimiento. Con la cabeza
caída sobre la máquina, se le veían los cabellos blancos que
ya empezaban á sobrepasar a los negros como un pequeño
partido político que, esforzadamente, va ganando adeptos.
Una gota de sudor le corrió por la nariz y la hizo
estremecer. Las moscas volaban por la pieza posándose
cada tanto para retomar el vuelo. Como un dios, el sol
estaba presente e invisible. Doña Risoleta no paraba de
pedalear incansablemente, acompañada por la triste
mirada de Linda que se fue adormeciendo mientras un
muchacho rico, al verla pasar, se apasionaba con ella, la
desposaba en un día maravilloso de tibio sol, una fila de
automóviles, ella de velo y guirnalda, con el vestido hecho
por la madrina, que llevaba uno azul de seda, y después los
tres vivían felices, en una casita llena de muebles y
bibelots, tomo los del palacete del doctor Valadares.
El sueño se rompió en la marcha nupcial cuando resonó
la tos de la tuberculosa, repercutiendo en los nervios
gastados de doña Risoleta que, estremecida, paró su
pedaleo. Cuando volvió a la costura, ya no sonaba la
marcha nupcial sino un fox oído por la radio, en el
comedor, una noche de lluvia.
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El calor dificultaba la respiración y encharcaba la frente
de Linda.

5
El gato se lo pasaba espiando junto a la puerta. Si el calor
era muy fuerte, bajaba los escalones sin importarle los
ratones que escapaban. Entonces se echaba en el pasto de
los fondos, cerca de las lavanderas. Rodaba por el pasto,
jugaba con pelotas de papel y se aguantaba las patadas de
las mujeres cuando les ensuciaba la ropa tendida para el
blanqueo. Cuando el sol caía y comenzaban a encenderse
las luces, volvía al sótano, entraba a la pieza por el agujero
de la puerta y esperaba, atento a los pasos.
Cuando llegaba Severino, alzaba las patas sobre sus
pantalones y se fregaba contra sus piernas. El zapatero
dejaba el folleto sobre la cama estrecha y lo tomaba en
brazos.
—¡Zug!
Se lo ponía encima. Zug ronroneaba contento. Se
enroscaba todo, raspando con sus uñas finas las manos
callosas del hombre que le rascaba la barriga. Jugaban, el
gato agarrado a las manos, mordiéndolas y arañándolas.
—Zug, negro, vamos a comer.
El pelo negro de Zug se erizaba y la cola se henchía.
Severino abría un pequeño paquete:
—Te traje jamón.

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El gato, a los saltitos, daba vueltas alrededor de su amo
y maullaba, hasta conseguir el pedazo de jamón.
Después de la comida, Severino encendía la vela y abría
el folleto de propaganda anarquista. Leía hasta que la luz
de la vela amenazaba apagarse.
Entonces agarraba al gato y lo llevaba hasta el agujero
que servía de ventana. Observaba la ciudad colonial.
—Zug, hay que destruir todo esto. Todo está mal hecho.
—Zug le lamía la nariz.
—Sos un burgués indecente, Zug.
Tenía unos ojos tiernos de niño y una voz pausada, muy
calmosa, con acento español. Muchas canas a pesar de sus
cuarenta años. Alto y anguloso, con una bella y fuerte
cabeza, donde una vena cortaba la frente con un tajo azul
en alto relieve.
—Los curas… los ricos… todos… Destruir…
Se sacó la camisa manchada de grasa negra y los
pantalones viejos de casimir con remiendos en las rodillas.
Acomodó a Zug a los pies de la cama y se acostó. Del resto
de vela se desprendía un olor nauseabundo.

6
El frasco de brillantina costaba quinientos reis en los
negocios de la Baixa dos Sapateiros. Prefería no tomar su
cortado con pan en el Bar Elegante antes que dejar de
comprar la brillantina. Metió el dedo y sacó un poco de
jalea que se pasó por el pelo negro y lacio. Alisado con el
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peine, quedó brillante. Relucía. Se miró orgulloso en el
pequeño espejo colgado debajo del retrato de su madre.
Anduvo de un lado para otro, mirando el violín, el espejo.
El olor barato de la brillantina lavaba la suciedad de la
pieza. En el retrato, los ojos de la vieja parecían seguirlo.
“Carlos Franga e Reis… Gran concierto… El gran violinista
brasileño tocará hoy en París… Las entradas están
agotadas desde hace una semana…”
Los ojos del retrato sonreían orgullosos. Pasó adelante.
“El concierto de Carlos Franga e Reis lo consagró
definitivamente. Lo más chic de París se reunió para oír al
mágico violín que vino de América del Sur para asombrar a
Europa…”
Como un alumno de geografía y de gloria, fue viajando.
Paris… Berlín… Viena y los valses… Aclamaciones. Roma.
Las multitudes esperándolo en la estación… Atenas.
Estados Unidos. Muchachas que piden autógrafos. Pasa por
encima de las pequeñas republiquetas y llega a Río. Allá va,
junto con el presidente de la República que vino a recibirlo,
a él, a la gloria de la patria. Flores. Multitud de mujeres.
Concierto en el teatro Municipal, de frac y con discursos.
Invitaciones insistentes para ir a Buenos Aires. Carlos ve
lágrimas en los ojos del retrato, pero las- lágrimas están en
sus ojos. Un lejano reloj da las seis. Se levanta. Levanta el
violín, las partituras, y marcha al Café Madrid, donde forma
parte de la orquesta de jazz.
Las sombras cayeron sobre el retrato y el frasco de
brillantina.

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7
Nair entró elegantísima. Sus finos aromas llenaron la pieza.
Echó su cartera sobre la cama. Julieta corrió a abrirla.
—¿Nada más que cincuenta mil reis?
—Ese tipo es pura cáscara.
—Y con tanta pinta…
—Yo te lo dije. No valía la pena. Hace dos meses que
anda amolando.
—¿No dijo que te iba a dar un collar?
—Un collar, una pulsera de oro, qué sé yo. Yo estaba
ansiosa. Fui hoy. Sabés que desde que se fue el coronel
Miguel las cosas me andan mal. Y el miserable me llevó a la
casa de Antonia…
—¡Qué desastres -
—Dije que tenía sed'. Pidió una cerveza. Y después me
dio cincuenta mil reis.
Lo imitaba rabiosa:
“—Otra vez te voy a dar más… Hoy no traje dinero…”
¡Otra vez una mierda!
—¡Qué idiota!
—Y roñoso, hermanita.
Se lavaba la cara en la palangana…
—Aquí andan sospechando…
—¿Y a mí qué me importa? Yo me gano la vida. Que se
vayan a la mierda. Dejé el trabajo porque no quise
acostarme con el patrón. No conseguí otro. ¿Iba a dejar-
que vos y Julia se muriesen de hambre? Doy lo que me
16
pertenece… Andan trompudos porque tengo dos vestidos
elegantes, porque uso polvo y perfume. ¿Y ésas no se
andan refregando ahí, por la escalera? ¡Son unas putas
todas!
—¡Claro! Sacando a doña Risoleta y a Linda, todas las
otras no valen un pedo…
—Y esa Linda va a terminar mal. Es una haragana de
marca mayor. No la ayuda para nada a esa pobre solterona.
Un día, vas a ver…
—¡Hablá bajo!
—¡Bah! Qué me importa, yo no tengo nada que ver con
eso. —Se ponía polvo.
—¿Me das la comida, Julieta?
—¿Adónde vas?
—A una fiesta con Oscar y unos amigos suyos en
Amarilina.
—¡Cómo me gustaría ir!
—¡Caliate la boca, maldita! ¿Te querés arruinar vos
también?
—¡Eh! ¿Me estás criando para casarme como doña
Risoleta a Linda? ¡Chau mi plata!
—Por lo menos por Julia, nena. Después que ella se
case, vos podés hacer lo que quieras. Pero si te hacés puta
ahora, le vas a arruinar el futuro a la chiquita…
—Eh… los regalos que le hace el novio ni me los
muestra… Buena pieza es ésa.
Nair dejó de empolvarse:
—¿Dónde está?
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—Salió con el novio. Fue a hacer compras para el ajuar.
Voy a la letrina.
—¿En enagua?
—¿Y qué hay?
Nair dejó la polvera y gritó hacia la pieza vecina:
—¡Doña Risoleta! ¡Eh, doña Risoleta!
—¿Qué hay, Nair?
—¿Me puede prestar una aguja y un poco de hilo?
—Cómo no.
—Un momentino solamente. Es para coser un bretel
que se me soltó…

8
Había una sala común con la palangana donde se lavaban
la cara. En un rincón, la letrina, llena de pedazos de diarios
y de agua amarilla que corría por el piso.
Vera abrió la canilla y haciendo un hueco con sus
manos tomó agua.
—El agua está tibia.
Saludó a doña Risoleta.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, Vera. ¿Cómo está su hermana?
—Igual, doña Risoleta. Con la tos y el catarro…
—¿Y qué dice el médico?
Vera bajó la cara avergonzada.
—Hace un mes que no viene… no tengo plata…
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Doña Risoleta se quedó con la boca abierta y sin
pronunciar palabra. No sabía qué decir.
—Y la farmacia… está todo tan caro… sólo Dios sabe…
—Si yo pudiera, hija… Pero las cosas están cada vez
peor…
—Muchas gracias, doña Risoleta. Yo sé que usted…
Se limpió los ojos con el vestido. Se metió casi
corriendo en su pieza, pero todos oyeron los sollozos,
porque el sótano era chico, de piezas estrechas, sin
ventanas, sin electricidad.

19
GRINGOS

1
HIZO un movimiento con el cuerpo y la valija llena de
bagatelas cayó encima de la cama. La llevaba colgada de
sus hombros donde dos correas de cuero medio colorado
dejaban marcas que al principio fueron sangrientas. Ahora
no. Hacía veinte años que hacía aquella vida y se admiraba
cuando oía elogiar a hombres que sabían cinco idiomas,
porque él hablaba ocho, desde el hebreo de las oraciones
de Jehová hasta el chino de las tabernas de Shanghai.
Hacía puchos años que había vendido bagatelas de esa
clase en Polonia. Lo metieron preso por revolucionario en
Rusia, antes de la gran Revolución. Cruzó Alemania de
punta a punta, agitó a los obreros franceses durante la
primera guerra mundial. Había visto florecer al Japón y
envejecer a la China, cargando siempre su baúl de
pequeñas cosas que hacían la alegría de las mujeres y de
los niños, y de folletos que incitaban a huelgas obreras.
También conocía Norteamérica, donde vio a los
ciudadanos sufridos y a los ciudadanos millonarios. Vendió
xarapis mejicanos en Río de Janeiro. Pensó en el Nuevo
Mundo, en abandonar su valija cansada y dejar de caminar.
Amontonó los últimos libros en un rincón y armó un
pequeño negocio de bolsas. Pero nuevos libros le llevaron
las ganancias y frustrado y perseguido, cargó de nuevo su
valija al hombro y en la tercera de un barco de Lloyd había
20
llegado hacía un mes a Bahía, con sesenta años, otras
tantas cárceles, un cargamento de adornos baratos, sedas'
falsas, muñecas y minúsculos automóviles, letras de la
Internacional y manifiestos revolucionarios.
Y allá estaba, en el cuarto piso del número 68 de la
Ladeira do Pelourinho, en aquel mundo de hombres de
diferentes y lejanas patrias, donde solamente él los
entendía a todos, porque sólo él no tenía patria, ni ley, ni
dios. Lo que sí tenía era un gran amor por las criaturas
miserables del edificio, y su cara menuda, flaquísima para
su nariz enorme, se contraía cuando corrían al verlo por la
escalera al grito de “que viene el judío”… Y se rió (los
vecinos encontraron su risa cínica) el día que Cipriano, un
negrito sucio de ojos inteligentes, le largó la frase que su
madre le había-enseñado:
—El señor Isaac vendió a Nuestro Señor…
El señor Isaac compró la amistad de Cipriano con un
revólver de chocolate y ahora charlaban en la pieza del
judío, donde todo era provisional, desde el inquilino hasta
el olor a ajo.

9
Apenas pisaba los primeros escalones, resonaba el ruido
de sus tamangos metiendo un ruido de todos los diablos.
Tenía unos pantalones de casimir gastados en las
rodillas, con remiendos en las nalgas y camisa de liencillo a
cuadritos, con la falda fuera del pantalón. La pechera
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desabrochada dejaba ver el pecho peludo y las mangas
arremangadas hasta arriba del codo mostraban los brazos
grasientos.
Tendría unos diecinueve años, pero la barba apenas le
apuntaba en la ancha mandíbula. El pelo sobre la cara,
enemigo de peines y de peluqueros, le cubría las orejas.
Entre los dedos de uñas sucias, un cigarrillo.
Toufik andaba mirando el suelo, el pensamiento lejos,
en la Ladeira do Tabuao, en la pieza de Anita.
Los tamangos golpeaban con fuerza sobre el piso del
sótano; Julieta se despertó.
—¡Deje dormir a la gente!
—¿Quiete dormir conmigo?
—¡Vaya a dormir con su madre!
Toufik llegó a la pieza del fondo donde vivía con su
madre. Empujó la puerta que sólo estaba recostada y
observó la oscuridad. Poco a poco fue distinguiendo las
cosas. La madre dormía en una cama estrecha de una
plaza. Un montón de ropa sucia en un rincón. El fogón
apagado también dormía. Entró y comenzó a desvestirse
silbando. Cuando estuvo desnudo sintió el calor y el mal
olor. Se puso la nariz debajo del sobaco y se rió. Sacudió a
la vieja:
—¡Salga de ahí!
Ella no se despertó. Toufik la empujó con violencia. La
vieja se pasó la mano por los ojos y trató de entender.
Después, sin una protesta, se levantó. Se extendió encima
de la ropa sucia. Miró al hijo que silbaba.
22
—¡Qué quiere, vieja!
—¿Estás borracho de nuevo?
—¿Y a usted qué le importa, porquería'
Ella rezongó cosas incomprensibles en árabe. Toufik le
gritó:
—¡Cállese o le rompo los dientes!
—Soy tu madre.
La tuberculosa tosió.
Alguien protestó:
—Silencio que hay gente enferma.
—¡Andá a gritarle al obispo!
Se dio vuelta hacia la madre que lloraba cuando pedía
para el hijo la cólera de Alá o de Mahoma.
—Termine con eso, burra, si no quiere cobrar.
La vieja se encogió sobre la ropa sucia. En el silencio de
la pieza, al rato se oían los ronquidos de Toufik y los
murmullos de la vieja:
—¡Mal hijo! ¡Miserable!
Al caer un aguacero, como las tejas eran viejas y las
goteras incontables, la árabe se levantó y buscó entre la
ropa sucia una colcha gruesa. Lavaba para las casas ricas y
a veces aparecían colchas de valor. Con una de ellas y sin
hacer ruido, tapó al hijo. Toufik se despertó y la agarró. Le
besó los cabellos.
—Échese aquí, vieja.
—No, no alcanza para, los dos.
—Sí que alcanza. Acuéstese.

23
Y abrazados se pidieron perdón entre besos. Al fin se
adormecieron y por la puerta abierta se entreveía el
cuerpo desnudo de Toufik donde Anita había dejado las
marcas de sus dientes afilados de prostituta cariñosa.

3
Aquel era el día de su aniversario, el 17 de diciembre.
¿Cuántos años? Nadie lo sabía, excepto, tal vez, aquella
viejita que había quedado en una aldea de Polonia. Ni ella
se acordaba. No debía ser muy joven.’ La cabellera ya rio
era negra. Los pechos fláccidos se reducían a dos pieles.
Las piernas blandas y llenas de várices. Un cuadro de
Nuestra Señora colgado en la pared junto a un irrigador.
Postales encima de una mesita. El novio había quedado en
la aldea. Era un hermoso muchacho que vivía en el campo
y la besaba en las fiestas. Cuando el rufián la trajo
(¿cuántos años hacía? Tal vez treinta…) a bordo conoció a
un millonario argentino. No supo cuánto le había pagado
por su virginidad. Hizo la peregrinación completa por los
prostíbulos de América latina. Conocía a fondo toda la
profesión. Recordó sus tiempos de gloria. Su carrera, en
moneda nacional, era quinientos mil reis en Buenos Aires.
Después, trescientos. En Santiago volvió a los quinientos.
Cantaba canciones picarescas en los cabarets con su voz
varonil y sus ojos claros de campesina. En Cuba, cien mil
reis y millonarios americanos. Cien mil reis en Río de
Janeiro y pensiones de lujo. Cinco años después, sifilítica y
24
borracha, se entregaba a los marineros en el Mangue por
cinco mil reis y rubios alemanes añoraban su lejana tierra.
En Bahía había empezado cobrando veinte mil reis y
ahora estaba de nuevo en los cinco, oculta en el babélico
edificio. A las diez de la noche salía a la calle a la caza de un
hombre que le pagaría el almuerzo del día siguiente. Sólo a
la noche, cuando se aprestaba a salir, se acordó de la fecha,
17 de diciembre, y de su cumpleaños. En la aldea (¿por qué
se acordaría de la aldea?) había fiesta. Bailaban en su casa.
Las amigas traían regalos y el novio le enviaba besos. Ella
cantaba con su voz varonil.
Se tiró en la cama y fue evocando aquellas fiestas con
los ojos perdidos. Su madre sonreía feliz. Los dos
hermanos la querían. ¡Qué bienestar tan sereno había!
Con voz mortecina empezó a cantar una olvidada
canción. Pero pensó en el día siguiente. Se arregló con gran
acopio de polvo ordinario. Y salió.
A la hora volvió acompañada por un negro viejo, de
cuello duro y anillo al dedo, muy conversador:
—¿Cuál es su nacionalidad?
—Francesa —mintió.
—¿No tiene la enfermedad?
—¡Oh, querido! ¡Qué ocurrencia!
—Bueno… yo soy profesor, y en mi posición…
—No tenga miedo, querido…
Apagó la lámpara.
Cuando el negro salió, ella estrujó el billete. Al principio
sus pensamientos fueron vagos y diluidos, pero en seguida
25
la imagen del día del cumpleaños y del hogar distante
aparecieron muy nítidos ante sus ojos. Entonces se
arrodilló frente al cuadro y pidió perdón por sus pecados.
Después reflexionó. No tenía ninguna culpa. Era lo que
habían hecho de ella. Buscó en su alma una señal de
rebeldía y como no la encontró, se acostó en la cama y se
durmió.

26
BALADA

1
DENTRO de las piezas habían surgido otras piezas, con
paredes de tablas, no siempre bien ajustadas, los agujeros
tapados con pedazos de papel o de género. La española que
había alquilado el cuarto piso transformó las veinte piezas
y tres salas en cuarenta y nueve compartimientos que le
rendían un buen alquiler.
Los tres hombres atravesaron toda la casa. En el
comedor saludaron a doña Luisa, la propietaria, que elegía
porotos. Empujaron la puerta de la última pieza y entraron.
El negro se sentó encima del colchón y en seguida notó el
agujero tapado.
—Mirá, Chico, la madama tapó el observatorio…
—¡Puta de mierda! ¡Desconfió!
—Nos perdimos la película.
El de los dientes salidos se burló:
—Ustedes son unos idiotas. ¿De qué vale espiar a una
vieja si no te la podés montar?
El Colorado no estuvo de acuerdo:
—¡Vieja un carajo! Está bien comible… y con el hambre
que tengo…
El de los dientes salidos se había sacado la ropa y
esperaba inútilmente una brisa que lo refrescara.
—¡Qué calor!
—Aquí por lo menos te acostás…
27
—¿Qué calor de mierda hizo hoy, eh? Las bolsas
parecían de fuego…
Trabajaban en las dársenas cargando y descargando
barcos que iban y venían de puertos ni siquiera
sospechados… Vivían juntos en la estrecha pieza y dormían
apretados sobre el único colchón que tenían. A pesar del
calor, no pensaron en bañarse. Se desparramaron por el
piso, tratando de respirar.
—No le podemos ver más las gambas a esa pretenciosa.
—Dejá a la vieja en paz, Henrique.
El negro se calló y el de los dientes salidos dio
explicaciones:
—Me enteré de que es espiritista. Todos los días va a
las reuniones para encontrarse con el espíritu del hijo que
se le murió en un accidente. Era chofer… Y la vieja…
El silencio duró algunos segundos hasta que el
Colorado habló:
—Yo ni me acuerdo de mi madre. Me crié en los
muelles, con el viejo, de pocas palabras y de mano pesada.
Todavía me acuerdo… Puta mierda que me dieron…
Augusto hizo rechinar los dientes:
—Y yo, entonces… Mi mamá era sirvienta en una casa.
Y mi papá hijo único… Un día se la comió…
—¿Se casaron?
—¿Dónde viste que un patrón se casara con la
sirvienta? Sólo en las películas… Echaron a la sirvienta a la
calle. Cuando yo nací estaba juntada con un carrero. Yo
tomaba como un grande. Al tipo le gustaba el vino y murió
28
en un accidente. La vieja se murió un mes después, creo
que de…
Iba a decir “cachaça”, pero se echó atrás:
—… No sé de qué…
—¡Qué cosa más triste!
El negro miró por la ventana negra de la cocina. Desde
las otras piezas se veía su musculatura y el gigante negro
se sonrió.
—Lo mío fue más alegre…
—¿Vos no fuiste esclavo, no?
—No. Y mi padre tampoco. Pero mi abuelo sí. Lo conocí
al viejo… Tenía las marcas en las costillas… Tenía más de
cien años cuando se murió…
—Con permiso.
Era Isaac. Siempre aparecía con manifiestos en los
bolsillos. Y se quedó encantado, oyendo la historia, de la
infancia del negro liberto.

2
En realidad, Henrique sólo se acordaba de tres cosas y a
partir de los siete años. Lo que más recordaba era la calle.
El edificio amarillo quedaba junto a su casa pequeñísima.
Una puerta estrecha y una enorme y anchísima ventana, al
comienzo de la calle de los Quince Misterios. Entre la
ventana y la puerta, alguien había escrito un número uno
con tinta roja que el tiempo había desgastado. La verdad es
que el número uno le correspondía al edificio que también
29
lo tenía indicado sobre una placa reluciente. Al edificio de
ventanas, muchachas y flores iban el cartero y los jóvenes.
La casa de Henrique, en cambio, no tenía existencia legal,
por así decirlo, era un simple agregado de la calle. Desde
allí se veía la diagonal de los Ramos de Queiroz y hacia el
fondo la Baixa dos Sapateiros, hormigueante de gente y de
coches. Debajo del humilde número uno de su casa habían
garabateado una palabrota que el padre siempre prometía
borrar y jamás borró. Fue el paso del tiempo quien
cumplió ese propósito. En la actualidad, aquel edificio se
convirtió en un entrepiso con una quitanda4 abajo, bien
provista de bananas y naranjas, pero igual quedó otra
mitad de la planta baja pintada de amarillo, ya verdoso,
con sus ventanas, muchachas y flores, y sigue atrayendo a
los jóvenes y sigue teniendo el número uno. Sin embargo,
para los chicos de la calle de los Quince Misterios, el
número uno pertenecía a la casa pequeña. Negritos sucios,
mulatitos sinvergüenzas, corrían calle abajo, se trenzaban
en peleas a veces sangrientas, recibían palizas
monumentales, robaban fruta en los mostradores y metían
las narices en los grandes pechos de las negras que les
sonreían con los dientes afuera, amigables. Llevaban una
linda vida en la suciedad de la calle y hacían mandados
para ganarse unos centavos. Se creían libres, sin escuela y
sin primera comunión, sin zapatos de goma y sin baño
diario, con su vida no siempre alimentada pero
compensada con las diversiones.

30
El primero de los hechos que Henrique recordaba era
la burla que le habían armado a Angelo, el gordo vecino del
edificio amarillo.
Ahora Henrique le tenía pena. Lo había visto unos días
antes. Estaba gordísimo, era comerciante, y cargaba
paquetes de todos los tamaños y de todos los colores.
Tenía una mujer flaca y una chorrera de hijos.
—Pobre, pobre tipo… Nadie puede pensar en él sin
reírse… Si hasta me parece que la mujer le pega y los hijos
aplauden. El pobre Angelo, ese infeliz de tipo, nacido para
hacer reír a su costa…
Y Henrique se reía, se reía a carcajadas, aunque quería
tener pena, quería tener lástima de su suerte y no podía.
No tiene un centavo, duerme a la intemperie, vagabundea a
la noche, a veces hace changas en las dársenas, pero se
siente superior al pobre Angelo, libre, dueño del mundo,
señor del aire, amigo de los gatos vagabundos y de las
sombras de los árboles. Mientras el otro es esclavo de su
negocio, de su mujer y de sus hijos. ¿Quién sabe si el abuelo
de Henrique no fue esclavo de su abuelo? … Pero el nieto
no es esclavo de nadie.
La burla fue así. Angelo debía andar por los nueve o
diez años. El padre era rico, dueño del edificio amarillo, del
almacén de secos e molhados5 y de un enorme paraguas
ceniciento que no abandonaba nunca. Angelo era gordo y
caminaba despacito, casi haciendo equilibrio. Sonreía
siempre con una permanente sonrisa de aprobación. Tenía
una piel tan blanca y colorada que se parecía a la de la

31
señora rica y mal hablada que vivía en el veintidós y tenía
un cachorro de raza.
Apenas se mudó al edificio amarillo, Angelo trató de
hacerse amigo de los chicos de la calle, pero eran terribles,
acostumbrados a caídas y palizas y muy adelantados en
asuntos sexuales. Le hicieron propuestas sucias y lo
amenazaban porque Angelo no podía correr como ellos ni
acompañarlos en los robos de bananas y sapoti6. Además,
cuando espiaban los pechos de las negras, él no lo hacía y
una vez que fueron a ver cómo meaba una negra en un
baldío de la Baixa dos Sapateiros, Angelo se les puso por
delante —fue su único acto de coraje— y dijo que eso era
pecado. Jesuino, un mulatito fino de cara de sagüí7, diablo
como él solo, le soltó abiertamente:
—¡Vos no sos hombre! Ya me dijeron que das…
Angelo lloró y enrojeció. El grupo fue a ver mear a la
negra y el pobre gordo se separó de ellos definitivamente,
para alegría de su familia. Mucho tiempo después supieron
que Angelo se aguantaba golpes por andar en tan mala
compañía.
A pesar de eso le hicieron burlas.
Fue un domingo de mucho sol, cuando Angelo volvía de
tomar su primera comunión. Venía con el padre, que no
largaba el paraguas, la madre, muy gorda también, y tres
hermanas en edad de noviar, lindamente vestidas y
enruladas. Los chicos estaban arriba de la ladera. Angelo
estaba radiante, con las manos juntas y apretadas. En el
medio de la calle pisó una cáscara de banana, resbaló y se
fue al suelo, ensuciándose la ropa blanca. El vocerío
32
explotó. Henrique no sabía cuánto tiempo gritaron, pero
según parece, Angelo no lloró por la caída sino por las
burlas.
—Mi papá me quiso pegar, pero mamá no lo dejó.
Discutieron fuerte. Papá respetaba a los blancos, mamá los
odiaba…

3
Henrique también se acordaba, con la voz cortada por las
carcajadas sonoras y satisfechas, de la primera vez que
había visto orinar a una negra.
La cosa le quedó en la memoria por lo pintoresca. Un
día discutían sobre la conformación de las personas. Había
nacido una hermana de José Gogó y todos fueron a la casa
en fiesta a conocer a la beba. Miraron bien sus partes
vergonzantes y juntando lo que vieron con lo que habían
oído decir a muchachos mayores, se pusieron de acuerdo
respecto de la diferencia entre el hombre y la mujer.
Quedaba por saber cómo orinaba una mujer. Discutieron
varios días sin llegar a una conclusión satisfactoria.
Finalmente, un día Henrique, Baldo y el mulato Jesuíno
fueron a observar a las negras que meaban en el arenal. La
víctima escogida fue una vieja loca que pedía limosna
cantando. La siguieron por las calles y las laderas. La mujer
cantaba mezcolanzas de rezos y coplas picarescas. Por fin,
después de una larga caminata, se dirigió al arenal. Y ellos
detrás. La vieja llegó y lo primero que hizo fue oler el suelo.
33
Después, con un dedo, trazó un círculo y bailó ardededor.
Ellos espiaban escondidos y amedrentados. La vieja se
levantó el vestido sin dejar de bailar. En seguida se levantó
la camisa y con gran ceremonial (parecía una misa
cantada) dio tres pasos al frente y dos atrás, colocándose
en el medio del círculo. Entonces dejó de cantar. Oyeron un
ruido y vieron el charco de agua. Terminada la operación,
la vieja se retiró en silencio y los chicos se precipitaron al
lugar del sacrificio. Quedaron idiotizados. El círculo,
rodeaba perfectamente el charco maloliente. Ni -una gota
afuera. Observaron todo cuidadosamente y fueron en
busca de los compañeros. Henrique nunca había discutido
tan seriamente como aquel día. Manejaban variadas
versiones sobre el asunto. ¿Por qué las mujeres orinaban
dentro de un círculo después de cantar y de bailar?
Finalmente aceptaron la opinión de Baldo:
—Si no hicieran eso el diablo les entraría al cuerpo. De
esa manera, el diablo queda prisionero en el círculo y ellas
le orinan encima.
Estaban enloquecidos por ver mear a otra mujer. Se lo
pasaban escondidos detrás del arenal. Por fin, apareció una
negrita que orinó sin cantar ni rezar. Baldo explicó que ésa
ya tenía al diablo metido adentro. Pero la explicación no
sirvió, porque las otras que siguieron a la negrita tampoco
bailaron. Estaban sin saber qué pensar cuando apareció un
hombre con una mujer y en vez de orinar como todo el
mundo, lo hicieron abrazados y gimiendo. Entonces el
misterio los dominó por completo y quedaron
obsesionados en el arenal.
34
4
El tercer suceso fue con Morena. Ahora Morena era un
pedazo de mujer, una hembra para un macho de valía.
Henrique juraba que ya en aquel tiempo, apenas de ocho
años, Morena era el pecado. La cabellera lisa y los ojos
rasgados, que parecían llenos de agua, el diablo estaba en
esos ojos invitándolo a hacer cosas prohibidas.
Había otras. Francisca, la hija de doña Rosa, que era
muy linda, Lilita y Rosinha. Pero él solamente veía a
Morena. Ellas andaban con los chicos, los acompañaban en
sus correrías, también robaban frutas. A veces, ellos les
miraban las piernas o se las tocaban. Una vez, Henrique le
pegó a Jesuíno porque el mulato quiso tocarle las piernas a
Morena. Después las tocó él. Y una noche, en la oscuridad,
fueron a orinar al arenal. Pensaron que debía ser lindo
(aunque no sabían en realidad qué sería lo lindo). Lo
bueno es que orinó en las mismas piernas de Morena y
entonces le dijo:
—Ahora sos mi mujer. Me tenés que obedecer.
Y así empezó el noviazgo. Podría haber dicho que fue
una noche de luna, en el banco de un jardín, con flores y
otras cosas ingenuas. Lo que le agradaría a mucha gente.
Pero no fue así, era una tontería decirlo.
Isaac le dijo que tenía razón, pero que asimismo,
prendidos en el arenal, eran líricos e ingenuos. El judío
escuchaba al negro imaginativo y alegre con los ojos
brillantes, como un extranjero escucha una canción de su
país natal.
35
Henrique y Morena comenzaron abrazándose y
mordisqueándose en el arenal. Morena… Muchacha bonita
de la calle de los Quince Misterios… Le besaba los labios y
en los juegos en barra ella era su mujer. Podía haber sido
así. Hasta sería lindo. Pero lo que, a ellos les gustaba era
apretujarse y Henrique le buscaba los pechos todavía
inexistentes debajo del vestido.

36
INFORMACIÓN SOBRE EL NEGRO ESCLAVO

1
—DOS tostones8, tía.
La negra llenó la taza con mingau de puba9.
—Está bien, hijo.
Ocupaba casi toda la puerta con latas de querosene
llenas de mingau y de munguzá y el mostrador adornado
con dibujos y cubierto con un mantel blanco tejido, debajo
del cual los acarajés y las moquetas de aratu10 se
arrimaban a la olla de barro con la salsa de pimienta. La
negra se quedaba allí hasta la madrugada, cuando los
últimos negros y mulatos ya se habían acostado y la ciudad
dormía, cerradas las ventanas coloniales, silenciosas las
campanas de las innumerables iglesias. La cabeza motuda
ya estaba blanca y ella sabía viejas historias viejas como las
iglesias, historias de la esclavitud, de ioiôs11 y de iaiás12 de
esclavos y de mucamas. Por eso, los muchachos negros se
le acercaban. No los seducía con sus pechos que aparecían
por debajo de la camisa desabrochada, pechos que en otros
tiempos habían sido duros, pero ahora se balanceaban
junto con los collares y los amuletos que llevaba colgados
del cuello. Se sentaban alrededor de su amplia pollera de
percal para oír las antiguas historias de la vieja.
Trabajadores del puerto, carreros, obreros. A veces
algunos estudiantes se detenían también, pero en seguida
se iban, porque sus padres eran ricos y no quería
37
acordarse de que sus abuelos habían sido esclavos. Ahora
ellos tenían otros esclavos negros, mulatos y blancos en las
vastas fazendas de tabaco, de cacao, de ganado, o en los
alambiques de cachaça.

2
El mendigo bajaba la ladera con el paso lento, arrastrando
el pie voluminoso, envuelto en harapos, apoyado en el
bastón que había comprado en la feria de Agua-de-
Meninos. Los pelos le caían sobre la cara, grises, nadie sabía
si de vejez o de sufrimientos. En una de sus manos la caja
de queso donde rebotaban las limosnas. El diario de la
tarde enrollado debajo del brazo. Se paró junto a la negra.
Ella también vivía en el 68, en la Ládeira do Pelourinho y
como los ratones, era un inquilino gratuito. Dormía debajo
de la escalera, envuelto en una manta roñosa que desde
hacía dos años lo acompañaba sin haber tocado nunca el
agua salvo cuando se mojaba en los charcos de pis. Tenía
agujeros hechos por los dientes de los ratones.
El mendigo le dio las buenas noches a la negra, se
arrastró debajo de la lámpara que iluminaba la casa vecina
y empezó a leer el diario. Pasó las noticias políticas que no
le interesaban. Leyó los telegramas de Río y la información
policial.
Se levantó y volvió al 68, donde un grupo de negros y
mulatos con guitarras y camisa con cuello duro, con flores

38
detrás de las orejas, conversaba con la bahiana, tomando
mingau o comiendo acarajé.
—Buenas noches…
—Buenas noches, Cabaça.
Cabaça se sentó estirando las piernas. El pie debajo del
haz de luz dejaba ver sus heridas. Se rascaba las piernas
silenciosamente.
Un mulato preguntó:
—¿Y las noticias?
—No hay nada. Una huelga de los obreros de la
compañía de tranvías de Río.
—Es lo que deberíamos hacer aquí, en Bahía…
—Eso… Romperles la cara a esos hijos de puta de los
norteamericanos.
El mendigo se volvió hacia la negra:
—Disculpe el hijo de puta, doña.
La negra se rió y Cabaça siguió:
—Pero estos gallegos de aquí no son hombres…
Él había sido chofer de tranvía y se había lastimado el
pie una vez, en un accidente. Después ya no pudo trabajar
y lo despidieron. Tal vez por falta de médico, quizá por
otro motivo, la enfermedad le inutilizó el pie obligándolo a
mendigar. Primero reclamó contra la compañía. Después
abandonó sus intentos. Cuando conversaba con Isaac
volvía a protestar contra la compañía.
—Ustedes tienen que ir a hablar con Isaac.
—Ahora don Álvaro Lima está trabajando en las
oficinas…
39
—¿Quién es Álvaro Lima?
—Un buen compañero. Me parece que vive por aquí…
Dos soldados que bajaban la ladera dieron las buenas
noches y subieron por la escalera. Vivían en el primer piso.
Las conversaciones cesaron. Los negros también dieron las
buenas noches y se fueron.
El mendigo tomó un vaso de munguzá y compró un
acarajé exigiendo que le echara más pimienta. Todas las
noches hacía lo mismo.

3
Extendió el diario en el suelo y se echó encima. Había un
charco de pis delante. Cabaça ni se fijó, ya estaba
acostumbrado. Comenzó a silbar bajito, de un modo
especial. Los ratones corrían en la oscuridad de la escalera
y él dedicaba su atención a oír el ruido que hacían. Al rato
oyó un ruido familiar. Silbó más alto, hasta que un ratón
gordo se le acercó.
—Buenas noches, Pelado.
Pasó sus manos por el lomo del animal que era
realmente pelado de tan gordo, con unos bigotes grandes
que parecían de gato.
Cabaça cortó el acarajé en pequeños pedazos que el
ratón empezó a comer vorazmente. Le acarició el lomo un
largo rato hasta que el ratón dio muestras de impaciencia.
—Vaya a dormir, Pelado.

40
El ratón disparó por la escalera. Cabaça se envolvió en
la manta y se durmió, sin oír los pasos de los hombres que
subían, de las mujeres que entraban.

4
El negro Henrique mostró los dientes en una sonrisa
inmensa y le gritó a la negrita que pasaba ligera:
—¡Ángel que me mandó el Señor do Bonfim!
—Ángel su madre…
—… que te parió, ricura!
Tomó la taza de las manos de la negra vieja y se la tomó
en dos tragos.
—¿Todavía está caliente, hijo? Es un resto…
—Está bien, doña. Eche más.
Cuando terminó, dijo:
—¿Se acuerda de esas historias que sabe contar, doña?
—¿Qué historias?
—Esas historias de la esclavitud.
—¿Qué tienen?
—Que usted se las va olvidar todas…
—¿Cuándo?
—El día que seamos dueños de todo esto…
—¿Dueños de qué?
—De todo esto… De Bahía… del Brasil…
—¿Cómo es eso, hijo?

41
—Dueños de los' tranvías… de las casas… de la
comida…
—¿Cuando será eso, hijo?
—Cuando la gente no quiera ser más esclava de los
ricos, doña, cuando terminemos con ellos…
—¿Quién va a hacer ese lío grande para que los ricos se
queden todos pobres?
—Los pobres, doña.
—¡Ah! ¡Ya sé! Cabaça y ese gringo viejo se lo pasan
hablando de esas cosas. Recién estaban charlando aquí.
Pero eso no va a ocurrir, hijo.
—¿Por qué?
—El negro es esclavo. El negro no pelea contra el
blanco. El blanco es su amo. Yo supe de un negro que quiso
pelear con un blanco. Fue hace mucho tiempo…
—El negro es liberto, doña.
—Ya sé. Fue la Princesa Isabel, en el tiempo del
Emperador. Pero el negro sigue respetando al blanco…
—Ahora lo van a libertar de una vez…
Arriba de la ladera, un negro borracho cantaba las
coplas del esclavo:

Xiquexique é pau de espinho,


umburuna é pau de abeia.
Gravata de boi é canga,
paletó de negro é peia…13

La negra se sonrió:
42
—¿Lo ve?
—Sí. La gente va a libertar al negro.
La negra estaba arreglando el mostrador. Henrique la
ayudó a poner las latas encima. Ella le preguntó:
—¿Sabe cuál es la mejor cosa del mundo?
—¿Cuál es, doña?
—Adivine.
—La mujer…
—No.
—La cachaca…
—No.
—La feijoada…
—¿Sabe qué es? El caballo. Si no hubiese caballos el
blanco se montaba al negro…

43
MUSEO

1
CUANDO la turberculosa tosió allá arriba, Sebastiana abrió
la boca y largó ruidos miedosos.
El de los dientes salidos que apareció, el pecho
desnudo, chorreando sudor, preguntó:
—¿Qué pasa, Sebastiana?
Como la sordomuda no lo podía oír, dibujó un ademán
interrogativo en el aire. Ella respondió por el mismo
proceso, señalando el sótano, colocando la mano derecha
sobre el pecho y produciendo ruidos con la boca. Después
largó unos gruñidos nerviosos como de ahogado o de
cristiana asustada por el cuco. Quien la viera diría que
lloraba, pero el de los dientes salidos sabía que se estaba
riendo, que la enfermedad de aquella otra le causaba
satisfacción. Y gesticulando le preguntó si no le causaba
pena. Sebastiana movió la cabeza diciendo que no, que no,
violentamente. Abrió los brazos queriendo abarcar toda la
casa, se agarró los pechos e imitó la tos de la tuberculosa,
sonriendo, haciendo comprender al de los dientes salidos
que si la casa entera se volviese tuberculosa, ella tendría
una gran alegría.
El de los dientes salidos sonrió y pellizcó la mejilla de la
mujer. Ella emitió gruñidos de ahogado, pero con la mano
le dijo que no quería que él se volviese tuberculoso.

44
Desde el tercer piso bajaba la muchacha de azul. El de
los dientes salidos pensó que, a pesar de que era muy
linda, no tenía nada más que aquel vestido. Como le miró
los ojos, le pareció que lloraba. Se apretó contra el'
pasamanos para hacerle lugar. La sordomuda se arrinconó
contra la pared. Cuando la muchacha de azul pasó,
Sebastiana hizo un gran esfuerzo y se rió lentamente, con
aquella risa horrible de condenada. La muchacha de azul
siguió bajando sin darse vuelta. El de los dientes salidos
apretó el brazo de la sordomuda hasta arrancarle lágrimas
a sus ojos malignos. Ella se escapó haciendo un gesto
obsceno con la lengua. El de los dientes salidos pensó:
—Está puteando a mi madre…
De un salto subió los escalones que lo separaban de
Sebastiana y le gritó la pregunta en el oído. Lo entendió y
con la cara iluminada dijo que sí. El de los dientes salidos
levantó la mano pero volvió a bajarla al mirar a la
sordomuda. Era una negrita raquítica, con la mota
blanqueada, los ojos malignos de demonio, ojos que
hablaban más que todas las lenguas del 68.
Nuevamente la tuberculosa tosió en el sótano, una tos
dolorida y agonizante que estremecía la casa entera y puso
de punta los nervios del hombre.
—Me estoy pareciendo a una mujer —sonrió.
Pero se estremeció de nuevo y el sudor le corría por la
espina dorsal. La sordomuda pretendía reír y soltaba
sonidos espantosos, lamentos horribles, bárbaros. El de los
dientes salidos se largó escaleras arriba, el cuerpo
tembloroso como enfermo de malaria.
45
2
La máquina le había cortado los dos brazos. Uno por vez.
Cuando perdió el primero por un descuido, el dueño de la
fábrica por lástima le dio otro puesto, en otra máquina, con
un salario menor y con menos peligro. Un nuevo descuido
y el otro brazo también alimentó a la máquina. El patrón le
expresó su pena pero no le dio ningún otro puesto. Le
daban más pena sus riquezas que costaban tanto trabajo
para acumularse, y además, le explicaba a su conciencia
cristiana, que el obrero era un descuidado, un pícaro que
había quedado así porque quiso. La conciencia aceptó la
disculpa como buena y continuó viviendo en paz. Lo peor
es que los obreros no quisieron aceptarlo. Intentaron una
huelga, que dio como resultado la prisión y el despido de
nueve obreros. El patrón quedó amedrentado y el día que
los huelguistas volvieron al trabajo tuvo un gesto de
generosidad. Dijo que le iba a dar doscientos mil reis al
lisiado.
Había quedado horrible, muy colorado, con la cabeza
calva, con aquellos muñones por brazos. Cabaça
garantizaba que Artur haría una buena suma mendigando,
pero era muy orgulloso para pedir. No pasó hambre
porque los compañeros de la fábrica lo llevaban a comer a
sus casas. Rodó así mucho tiempo. Y un día consiguió
trabajo con un vendedor callejero que se entusiasmó con
su aspecto. Se fue a vivir con el vendedor a una pieza del
68, donde dormían los tres. El tercer habitante era una
inofensiva cobra que bailaba y comía ratones. De los tres,
46
era la que dormía con más comodidad, extendida en el
cajón con tapa de alambre. El vendedor armaba trampas
en la escalera para conseguir la comida de la cobra.
Silencioso, humillado, odiando a los hombres que tenían
automóviles y esclavos, Artur se pasaba el tiempo libre
oyendo al judío. Antes había escuchado al anarquista
español, pero no lo había satisfecho. También odiaba el
polvo blanco y la tinta colorada que le pasaban por la cara
cuando iba a trabajar, pero era amigo del vendedor, un
joven de veintidós años, pálido y enfermo, que dividía con
él las ganancias y todavía ayudaba a sus hermanas que
eran costureras.
Cuando Artur pasaba por las calles, cargando la cobra
en el cuello como un extraño collar, la cara pintada, los
muñones desnudos, los chicos gritaban:
—¡Muñón!
—¡Manco!
El éxito era certero. Un montón de desocupados
rodeaba a los vendedores, aplaudían a la cobra,
abucheaban al lisiado y algunos compraban el jabón para
las heridas y la piedra para lavar los platos.
Y a la noche, cuando Artur volvía a la casa, alto, pelado,
blanco y sin brazos, se les aparecía a las parejas de
enamorados en la oscuridad de la escalera, como un
fantasma escapado del infierno. Y se asustaban.

3
47
Los chicos que vivían en la Ladeira do Pelourinho se
aventuraban por la Baixa dos Sapateiros y gritaban cuando
Artur aparecía con sus muñones, pero eso no era nada
comparado con el griterío que armaban cuando aparecía
arriba de la montaña aquel hombrecito flaco, de ojos
hundidos, cara esmirriada, pantalones de casimir, saco de
brin caqui, zapatones a lo Carlitos, camisa engrasada de la
cual sólo restaba la pechera que conservaba
orgullosamente sin ningún agujero, cuello duro de donde
colgaba un pedazo de corbata colorada y sombrero azul
violento en la cabeza. En el brazo se balanceaba un
paraguas roto, su arma contra los chicos.
Apenas lo divisaban corrían hacia él a los gritos:
—¡Vamos a caparlo!
El grito penetraba en las casas y las ventanas se
llenaban de muchachas como en día de procesión,
muchachas que reían y se pellizcaban. Los hombres
también reían. Los policías se paraban para mirar. La
chiquillada —blancos, negros, mulatos, árabes,
españoles— cercaba al hombre, que enarbolaba el
paraguas sobre el círculo.
—¡Vamos a caparlo!
A pesar del paraguas, el círculo se cerraba. Los chicos
bajaban y subían en grupos, salían de cada callejón, de
cada puerta, a los gritos.
—¡Vamos a caparlo!
El hombrecito revoleaba el paraguas y gritaba
ofendido:
48
—¡Vayan a joder a su madre, hijos de puta! ¡Miserables!
¡Cornudos! ¡Vayan a joder a su madre!
La chiquillada apretaba el círculo:
—¡Vamos a caparlo!
—¡Yo tengo nombre, maricas! ¡Me llamo Ricardo
Bittencourt Viana! ¡Vayan a capar a su madre!
Los chicos contestaban:
—¡Vamos a caparlo!
En las ventanas, las muchachas se reían. Los hombres
se reían. Los policías, parados, se reían. El juego duraba
hasta que el hombrecito, tomando coraje y blandiendo el
paraguas, se abría paso entre los chicos, precipitándose
ladera abajo y metiéndose por la escalera del 68, todavía
seguido por el griterío:
—¡Vamos a caparlo!
Las piedras le golpeaban las piernas y la espalda.
—¡Vayan a capar a su madre!

4
Los primeros gritos los oía en la plaza de los estudiantes de
Medicina. La cruzaba, receloso de la escena diaria y
entraba en la calle. A veces sucedía que los chicos estaban
abajo, corriendo por la Ladeira do Tabuão y entonces podía
hacer un trecho de camino en libertad. Algunos días hasta
llegaba a la puerta del 68 sin que lo hubieran notado. Pero,
en general, apenas pisaba la calle, un chiquillo daba la
alarma:
49
—¡Vamos a caparlo!
Desde lo alto de la calle, veía subir a los chicos. Al
principio le admiraba que hubiese tantos chicos en los
alrededores. Cien tal vez, quizá doscientos. Venían
subiendo. Pensaba en volverse, pero los estudiantes de
Medicina azuzaban a los chicos y le cerraban la calle.
Entonces se enfurecía blandiendo el paraguas. Se sentiría
feliz si pudiese matar a un chico. Cuando alguno moría de
paludismo, en el silencio de su pieza, se sentía contento.
Particularmente le tenía rabia a uno. Era un hijo de árabe,
apodado Zébedeu, que una tarde le acertó con una piedra
en la cabeza. “Vamos a caparlo” lo veía subir comandando
a los chicos. Y cuando levantaba el paraguas imaginaba
venganzas horribles. Quería verlo morir quemado, el
cuerpo gordo envuelto en llamas. Y trataba de dar con el
paraguas en Zébedeu, gritando:
—¡Gringo! ¡Gringo hijo de puta!
A medida que el círculo se cerraba, su rabia iba
creciendo. Con ganas de matar y de llorar. Miraba a los
policías impasibles. Los odiaba.
—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! Este país ni policía
tiene…
De repente se ponía como loco, y blandiendo el
paraguas, atravesaba entre los chicos corriendo.
—¡Vamos a caparlo!
—¡Vayan a capar a la puta que los parió!
Cuando llegaba a su pieza, recostaba el paraguas en un
rincón, ponía el sombrero sobre un perchero, se sacaba el
50
saco que doblaba cuidadosamente sobre la cama,' y se iba a
arreglar la valija, una vieja valija de cuero, su tesoro y su
pasión, que acomodaba veinte veces por día, sacando las
pocas cosas que tenía, cambiándolas de lugar, incansable,
feliz, olvidado de los chicos y de su apodo.

51
SEXO

1
LOS hombres que sudaban todo el día en los muelles, en la
conducción de los carros, saltando por los estribos de los
tranvías para cobrar los pasajes, no siempre tenían plata
para comer, cuanto menos para pagarse una mujer. En
realidad, en la Ladeira do Tabuão y do Pelourinho ellas no
eran muy caras. Las había desde cinco mil reis (las más
aristocráticas) hasta mil quinientos reis, las negritas sucias
y las polacas septuagenarias. No le tenían miedo a las
enfermedades de la calle. Al contrario, el negro Henrique
decía:
—Para ser hombre hay que tomar cachaba, dormir en
la celda y tener gonorrea…
Y casi todos tenían gonorreas crónicas, con las que
estaban acostumbrados como a los ratones de la escalera y
al olor a sudor que llenaba el edificio. Pero, cuando no
había plata, cuando escaseaba el trabajo, se espaciaban las
idas a la Ladeira do Tabuão, idas tumultuosas que
acababan en peleas y en la comisaría, o en farras de
cachaça, guitarra y canciones. Y entonces se revolcaban en
las tablas de la cama, en las esteras y en los colchones.
Sentían el sudor que escurría, el calor de la noche pesada.
El sueño tardaba en llegar, y cuando venía, arrastraba
sueños de mujeres blancas, de placeres sexuales que al

52
despertarse, los dejaban con la cabeza dolorida y la
imaginación perdida, fuera de la realidad.
Esas noches salían a la caza de mujeres, porque
después de las diez de la noche, las mujeres de la vida
buscaban hombres que les pagasen la comida del día
siguiente.
En el 68 había muchas putas y muchos hombres
necesitados de mujer. Los hombres sabían que ellas no
dormían con ninguno gratis y también sabían que ellos no
podían pagarles la comida del día siguiente.
Salían entonces a la conquista de cocineras y mucamas,
dispuestos a pelear con los policías donjuanescos. Y si
después de larga caminata por la ciudad, descubrían a una
mestiza que consentía, bajaban hasta el arenal del puerto,
porque ellas no querían subir hasta las piezas del 68 para
no desprestigiarse.
A veces, los hombres que volvían sin haber conseguido
nada, se encontraban en la escalera con mujeres que nada
habían conseguido. Se daban las buenas noches y si algún
hambriento invitaba a la mujer planeando un calote14 ella
se rehusaba sin dejar de sonreír, lo que aún los excitaba
más.
Le dirigían bromas al mendigo que dormía:
—Usted sí que está bien, Cabaça… Se monta a esa rata…

53
El alemán se llamaba Franz y había sido sacristán en un
convento. El negro, apodado Medonho, vendía frutas.
Franz vivía en el tercer piso y Medonho en el
conventillo del fondo.
Cuando la necesidad de mujer era muy grande y no se
encontraban coperas, los hombres recurrían a ellos,
algunos con enojo, otros sonrientes. Explicaban:
—Estoy muy atrasado…
Franz que ganaba bien enseñando piano a las niñas de
los alrededores, no era una presa fácil. Había que
conquistarlo, enamorarlo durante días y noches, para
tener acceso a su pieza limpia, donde siempre había frutas,
tarjetas postales y cuadros de santos, como en una pieza de
prostituta. La única diferencia consistía en que Franz les
pagaba a los hombres que lo frecuentaban. Lo malo es que
le gustaba hacerse amigo y sólo quería entregarse a uno.
Lloraba cuando lo abandonaban. A los hombres eso no les
gustaba. El negocio de amigarse con un hombre no era
cosa para ellos. Una vez, cuando andaban muy atrasados,
pasaba. Pero amigarse … Sólo cuando andaban sin trabajo
y el hambre golpeaba a la puerta y la encargada del piso
amenazaba con el desalojo, el infeliz empezaba a seguir a
Franz, a enamorarlo como si fuera una rubia alemana
enrulada como las que aparecían en las películas.
Medonho era más liberal. Desde cierta hora en
adelante, su pieza estaba abierta para todos aquellos que
tenían carencia de dinero y de mujer.

54
Y aunque era sucio y feo, de labios gruesos y nariz
chata, algunos lo elogiaban.
Después ofrecía feijoada y vino a los admiradores y
cantaba sambas y marchas de moda. Ni daba ni recibía
dinero. Sentía rabia hacia Franz, “alemán puerco que hace
porquerías.”
Tal vez por eso, cuando Medonho pasaba con su
canasta de frutas (tenía una clientela fija), los hombres
sentados a la puerta del 68 no hacían ni decían ninguna
picardía. En cambio, si pasaba el alemán, vestido de
casimir azul, traje viejo pero limpio, le silbaban y gritaban:
—¡Marica! ¡Marica!

3
En el 55 había un pederasta, Machadinho, que llevaba
trajes blancos de brin, pero como pertenecía a otro
edificio, los hombres del 68 no se metían con él.

4
Una noche, cuando Cosme llegó de vuelta de su caminata
inútil en busca de mujer, se recostó en la escalera. Pasaba
ya la medianoche y la negra que vendía acarajé se
preparaba para irse. Cosme le dio un poco de conversación
y se quedó allí sin fuerzas para subir.
Una mujer venía caminando lentamente. Tampoco
había encontrado nada y ahora pensaba en la cama donde
55
descansaría. Al día siguiente, para comer, le pediría cinco
mil reis prestados a la francesa del segundo piso, que esta
noche se había conseguido un coronel platudo.
Cosme la saludó:
—Buenas noches…
Ella le contestó y fue subiendo. Cosme la siguió. No se
veían en la oscuridad, pero la mujer oía los pasos del
hombre.
—Voy a dormir con usted…
Ella sabía que él no tenía plata:
—No, hijo. Yo estoy cansada …
—Pero usted no encontró ningún hombre…
—¿Y eso qué tiene?
—Yo le pago…
Ella se rió sin maldad:
—Tiene plata. ¡No me diga!… Sin trabajo…
—Cállese. Le digo que le pago.
—Déjeme…
Él pensó en agarrarla ahí mismo, en voltearla y
satisfacerse. Era fuerte y ella no se resistiría. Levantó los
brazos, pero en seguida los bajó.
—Váyase… váyase… Yo le iba a hacer el calote…
La mujer guardó la navaja en la media y con voz triste
le preguntó:
—¿Hace mucho que no consigue mujer?
—Dos meses.
—¿Está seco, eh?
—Sí.
56
Bajó la cabeza y continuó:
—Pero, váyase… todavía me da más ganas…
Y yo…
—… es capaz de levantarme a pulso, ¿eh?
—Usted se está riendo de mí… Buenas noches.
Ella lo retuvo. Le pasó la mano por la cara.
—Mirá, pibe. Te dejo… Pero solamente hoy. Aquí en la
escalera. Porque si vas a mi pieza todos van a querer ir
gratis. Como saben que no tenés plata…
Se levantó la pollera y se recostó.

5
Toufik se extendió en la cama. Pensó que Anita viajaba y lo
dejaba sin mujer. Sus diecinueve años viciosos reclamaban
una mujer con urgencia. El calor de la noche no lo dejaba
dormir y lo excitaba. Se levantó y mojó la cabeza en la
pileta de agua del sótano. Escupió y se volvió. Observó que
la madre tenía las piernas al aire. Primero se asombró.
Después ya no pensó en eso y se echó junto a la vieja. Se
acostó sobre las piernas desnudas, como lo hacía
diariamente, pero esa noche no .durmió, fregándose en la
madre que roncaba.

57
Cuando les faltaba mujer, los hombres se embrutecían.
Agarraban negritas y las violaban. Algunos caían en la
comisaría por ese motivo.
Sin embargo, los negros continuaban siendo delicados
y hasta líricos. El negro Henrique tenía sus maneras
personales de conquistar mulatas.
El reloj daba las once cuando, en la oscuridad de la
Catedral, encontró a una mucama:
—¿Dónde va, ricura?
Ella siguió altiva, sin contestar. El negro la siguió
bamboleando el cuerpo y haciendo chistes. La mulata,
impasible. Entonces, él se aproximó y le reprochó:
—No seas orgullosa… Mamá también era orgullosa y
papá se casó con ella…
La mulata sonrió y se detuvo. Conversaron de cosas
indiferentes.
—¿Vamos a dormir sin soñar?
Y descendieron hacia el arenal del puerto.

58
DIVERSIONES

1
LOS grandes cines estaban cerrados para ellos. También
los paseos en automóvil y las bebidas finas. Les quedaba el
Olimpia, en la Baixa dos Sapateiros, donde pasaban
películas sonoras junto con otras viejísimas. A ellos no les
importaba. Como los niños, aquellos hombres sudados
amaban las cintas de cow boys, en las cuales
invariablemente, el “muchacho” vencía al bandido en la
conquista de la “muchacha” y del oro del oeste americano.
Acompañaban la serie con comentarios y discusiones.
La imaginación de los trabajadores, especialmente la de
los negros, aceptaba sin protestar, sin analizar, las
aventuras absurdas, las huidas de la realidad de las
películas en serie.
Cuando los niños blancos ya dudaban de aquellos
excesos de fuerza y de aquellas coincidencias exageradas,
los negros adultos todavía sonreían crédulos y si alguien
expresaba una duda en voz alta, ellos discutían, afirmaban
que eso era posible, contaban historias que lo
confirmaban:
—¿Usted no conoció a Justino? Un negro que mataba a
un buey de un puñetazo… ¡Paró a un automóvil con una
pierna!
—¿Y no se la rompió?

59
—No señor… Se la torció un poquito, solamente… Pero
el automóvil se quedó parado como un animal, mirándolo
con unos ojos…
El negro no se callaba más. Los demás oían entre
emocionados y sonrientes. Y si el narrador se detenía,
cansado, otro negro que hasta esa noche desconocía a
Justino, pero cuya imaginación estaba a punto de estallar,
tomaba la palabra y seguía con la historia.
—¿Y ustedes no saben lo que hizo en el circo? Fue en
seguida que se torció la pierna en el asunto del automóvil.
Un circo grandote vino a Barbalho. Un circo de gran carpa,
con payasos y fieras como el que más. Tenía cinco leones,
una cobra enorme y un yacaré. Tigres, un mundo de
bichos. Yo todavía era chiquito y andaba detrás del payaso
para entrar gratis…
Tomaba aliento, miraba a los oyentes, sonreía:
—El día del estreno estaba todo iluminado. El gallinero
estaba repleto. La banda tocaba, la gente gritaba. En los
palcos había gente rica. Hicieron todo eso de los payasos
que se caen, de la equilibrista en el alambre, del chino que
come fuego… Después armaron una jaula grandota.
Metieron a todas las fieras adentro. El domador era un tipo
colorado como Chico, entró y jugó con ellas. Dieron vueltas
alrededor de la jaula. .Y ahí metieron adentro de la jaula a
un león que daba miedo. Grande como un elefante. Cada
diente como un dedo mío. Una señora hasta se desmayó
cuando rugió… El domador se puso a contar que aquel león
era el rey de las selvas del África y que recién lo habían
cazado. Que se había comido a un domador que entró
60
adentro de la jaula. Que nadie lo había podido domar. El
dueño del circo le daba dos contos al que quisiera entrar
ahí. El león hasta se reía…
La gente estaba como viendo una serie. El narrador se
detuvo para gozar mejor del efecto.
—… todo el mundo se quedó callado. El león se reía. El
domador temblaba. Fue entonces que Justino desde el
gallinero gritó que iba a entrar. Yo estaba a su lado. Lo
agarraron, no lo querían dejar, pero volteó a cuatro con un
brazo, saltó en medio de la arena, abrió la puerta y entró
en la jaula…
—¿Sin armas?
—Sin armas… Era un animal… Entró y cuando el león le
saltó encima, lo agarró por el pescuezo y apretó… Todo el
mundo estaba de pie. Y él apretaba, apretaba… El león
sacudió el cuerpo y echó la lengua afuera … Cuando lo
soltó, le lamió los pies…
—¿Y los dos contos?
—¡Ah! Los dos contos…
Y entonces venía otra historia, que se continuaba en
otra, interminablemente. Cuando la rueda se deshacía,
todos creían en las patrañas, incluso sus narradores,

2
El día miércoles las mujeres apresuraban el trabajo y
cantaban alegres, como en día de fiesta. Realmente, era un
día de fiesta el miércoles. El Olimpia daba un programa,
61
gratis para las damas, que podía no ser muy escogido pero
era extenso —treinta y ocho partes—. Una ensalada de
películas, con un poco de todo. Películas viejísimas,
propiedad del cine que las exhibía semanalmente esos
días.
Las mujeres se reían, olvidadas de que la semana
anterior se habían reído de la misma comedia. Cintas de
cow boys, dramones americanos, episodios de las series.
Ellas no tenían otra diversión, además de las
procesiones. Y los miércoles terminaban temprano con el
trabajo, pues la sección comenzaba a las seis y no querían
perderse nada. Marchaban al cine llenando las calles,
riendo, con los trajes más vistosos. Algunas arrastraban
bandadas de hijos, que corrían haciendo apuestas por las
calles sin oír los gritos de las madres y las palabrotas de los
padres. Gozaban de los apretujones de la entrada y las
muchachas conseguían enamorados.
Cualquier otra persona sentiría las chinches, las pulgas,
el calor, el sudor y el olor a catinga del cine. Ellas no.
Tenían todo eso en el 68 y estaban acostumbradas.

3
Al día siguiente se despertaban a las cinco de la mañana,
como siempre … Y en el trabajo, lavando la ropa,
remendando los vestidos, planchando las camisas, se
acordaban de las películas de la víspera, se deleitaban con
los comentarios; las más jóvenes soñaban novios ricos con
62
un dejo de. amargura, ellas que odiaban la vida cotidiana
con mucho trabajo y poca comida. Más allá existía otra
vida. La vida de los grandes automóviles y de los hermosos
vestidos.
Esa vida que sólo conocían a través del cine. Pero
cuando alguna se entregaba a un muchacho rico no la
envidiaban. Sabían que la felicidad duraba poco tiempo.
Que volvería al poco tiempo y entonces ya no sabría lavar
ropa. Que saldría a buscar hombres después de las diez de
la noche y que tomaría cachaça hasta que la Asistencia
Pública se la llevase.

4
Otra diversión del edificio y de la calle era la Asistencia
Pública. Le tenían miedo. Cuando bajaba la ladera era para
llevarse a alguno que difícilmente habría de volver. Cuando
oían la sirena abriéndose camino corrían hacia las
ventanas y abandonaban el trabajo por unos instantes. Si la
ambulancia se detenía ante una puerta corrían a la calle,
limpiándose las manos en las polleras y se le acercaban,
preguntando, comentando.
—¿Quién fue?
—Una puta.
—¿De qué murió?
—Todavía no se murió, pero está muy mal…
—¿De qué?
—La enfermedad- Dicen que un cáncer…
63
Una portuguesa gorda daba explicaciones:
—Esa gente siempre termina así.
—¡No hable! ¡La pobre se ganaba la vida!
—Yo tengo derecho de hablar lo que me da la gana…
—Como si usted no se mandase las suyas…
—Se las mandará su madre…
Otra decía:
—Si yo tengo un enfermo no lo saco de casa. Si tiene
que morir que muera entre los suyos, no entre extraños…
—Muy bien dicho, comadre. Pero a veces falta para los
remedios. Y en la Asistencia le dan…
—¿Le dan? ¡Un cuerno le dan! ¡Pregúntele a Raimunda!
—buscaron a la mulatita que se puso a dar explicaciones:
—Estuve veinte días allí… No me morí por milagro…
¡Pasé un hambre! ¿Remedios? Lo que tienen son
enfermeros para toquetearla a una apenas se mejora…
La enferma salía en la camilla.
—Dicen que tiene un cáncer aquí… —y ponía la mano
en el estómago de la vecina.
—Ahí va…ahí va …
En el conventillo del fondo, cuando había casamiento o
bautismo, se hacían grandes fiestas con guitarreada y
cachaça. Fiestas que de vez en cuanto terminaban en
peleas, cuchilladas y policía.
Sin embargo eso no era frecuente. Sólo cuando alguno
tomaba de más y molestaba a una mujer con hombre. En
general, bailaban la noche entera obreros y policías, un
montón de hombres y unas pocas mujeres. Acordeones,
64
guitarras, refranes y vino. Por un momento se olvidaban
del trabajo pesado, de la explotación que sufrían, del
hambre que los esperaba. Los qué estaban sin trabajo
ahogaban las penas en la cachaça y si se les antojaba,
gritaban su rabia contra los patrones. Hasta los policías los
apoyaban.

6
Al principio también eran parte de la diversión los
discursos que jóvenes imberbes pronunciaban ante las
puertas de las fábricas y en los muelles portuarios.
Desconfiaban de esos jóvenes como desconfiaban de los
caudillos electorales que los alistaban para votar por los
candidatos a diputado del gobierno. Pero cuando los
obreros empezaron a decir “camaradas” y a contar sus
vidas, sus sufrimientos y sus ideas, les prestaron más
atención. Y ahora los oían. Ya no era una diversión el grito
de “¡Proletarios del mundo, uníos!”
Grito que podría llevarlos a la cárcel, hacer que los
torturasen y los deportaran, pero que podría hacer
explotar las cárceles y terminar con las torturas y con las
deportaciones.

65
RELIGIÓN

1
EL cartero subió protestando. Se ponía furioso cuando
aparecía una carta para los habitantes del 68. Había mucha
gente y debía buscar al dueño por todos los pisos. Nombres
que no recordaba porque no se repetían. Ese, por ejemplo,
era la primera vez que aparecía —Doña Risoleta Silva,
Ladeira do Pelourinho, 68, Bahía— y ya había preguntado
en el primero y en el segundo piso. En el tercero le dijeron
que era en el sótano, evitando que fuera al cuarto. Tuvo
que detenerse para tomar aire. Y siguió andando y
rezongando. Cuando alcanzó la puerta ni pudo gritar
“¡Correo!” con voz entonada. Llamó a Julieta que salía de la
letrina y le preguntó:
—¿Vive acá doña Risoleta Silva?
—Sí, vive acá, ¿por qué?
—Hay una carta para ella…
—i Doña Risoleta! ¡Doña Risoleta!
—¿Qué hay?
—Hay una carta para usted.

2
El ruido de la máquina paró. Doña Risoleta y Linda
aparecieron en la puerta de la pieza, sorprendidas. El
66
cartero descansaba recostado en la escalera y miraba a
Julieta.
—¿Una carta para mí?
—Para doña Risoleta Silva. ¿Es usted?
—Sí, señor.
—Entonces tome.
Pensó: “Esta gente nunca recibe cartas…” y mirando
por última vez las piernas de Julieta, dio las buenas tardes
y se fue.
Era verdad, nunca recibían cartas. Una que otra de
parientes olvidados comunicando nacimientos y
bautismos, casamientos y muertes. Y la carta servía para el
sótano entero. La feliz persona que la había recibido
contaba la historia de aquellos parientes sin omitir detalle,
volviendo atrás cuando se olvidaba de algo.
Por eso, doña Risoleta, no se asombró cuando se vio
rodeada por todas las mujeres del sótano. Lo que
asombraba era la carta. ¿De quién sería? Mientras iba para
la pieza seguida por las vecinas, estudiaba la letra.
—Parece letra de Malaquías…
—¿Quién es?
—Mi hermano que murió hace veinte años…
Se quedó con los ojos absortos recordando al hermano,
pero Linda se impacientó:
—Lo mejor es abrirla, Dindinha… Así sabemos…
—Claro —la apoyó Juüeta.
Abierto el sobre, Linda leyó:

67
PRO IGLESIA
NUESTRA SEÑORA DEL BRASIL

Por última vez golpeo las puertas de vuestro generoso


corazón, pidiendo y rogando un óbolo para terminar las
obras de la Iglesia de N. S. del Brasil. Para arribar a ese
ideal, se requieren doscientas personas que contribuyan
con doscientos mil reis en diez cuotas de veinte mil reis y
cincuenta personas que contribuyan con cien mil reis en
diez cuotas de cien mil reis.
Sería muy grato para mí que Vuestra Excelencia fuera
uno de esos contribuyentes.
La Virgen Santísima conceda a Vuestra Excelencia la
gracia que más desee en retribución a vuestro óbolo.
Siervo en Cristo
PADRE SOLANO DALVA

Se quedaron calladas, emocionadas. Doña Risoleta bajó


la cabeza y le faltaron las palabras. Linda habló con
vanidad:
—¡Qué prestigio! ¿Eh, Dindinha? Solamente doscientas
cincuenta personas. Seguro que el padre Solano eligió a
dedo. Y se acordó de usted, ¿eh?
Julieta replicó:
—Lo que es yo, si se hubiera acordado de mí, lo
mandaba a la mierda. Son unos ladrones. Quieren la plata
de los otros para engordar ellos. Linda puso una expresión

68
de enojo, pero Julieta continuó, haciendo como que no la
veía:
—La pobre de doña Risoleta trabaja como un esclavo, a
fin de mes casi no puede pagar la basura de esta pieza, y
ahora, ustedes que comen el pan del diablo y lo llevan en
las tripas, se ponen contentas porque ese ladrón las eligió
para robarlas… ¡Hay que tener orgullo de ser idiotas!
—Puede ser… Pero nadie te pidió consejo. Haga el favor
de no meterse conmigo.
:—Ah, por mí… Si usted quiere que le roben… Por mí…
Vos sos una haragana, que matás a esa pobre vieja…
—¡Salí de acá!
Las demás disfrutaban con la escena. Doña Risoleta iba
a decir algo, pero se quedó callada, con la mano en el aire.
Y como la tuberculosa tosió en la pieza vecina, tuvo un
estremecimiento y dejó caer la carta. Se quedó pensando
que podría ser una de las cincuenta personas que daban
cien mil reís en cuotas mensuales de diez mil y que pediría
“la gracia que más deseaba”, un novio rico y bueno para
Linda…
Volvió a la máquina de coser y trabajó hasta las dos de
la mañana. Le dolían los ojos por la luz de la vela y las
piernas, bañadas en sudor, estaban duras de tanto darle al
pedal. Hasta le parecía que volvía a sentir su viejo
reumatismo. Se estaba acostando cuando la tuberculosa
tosió.
Se acordó con un temblor de que estaba juntando un
poco de plata para hacerle un préstamo a Vera ese fin de
69
mes. Así vendría el médico y quizá la enferma dejara de
toser.
Pero la Iglesia de Nuestra Señora… La tuberculosa…
Nuestra Señora… Las piernas doloridas y el»ardor de los
ojos no le permitían conciliar el sueño. Además, la cama
era de una plaza y ella dormía del lado de la pared para
que Linda no sintiera tanto el calor.

3
La negra se quedó sentada en el escalón. El miedo le abrió
los ojos. ¿Sería por ella? No tenía enemigos, no le robaba el
marido a ninguna, estaba demasiado vieja para ser
codiciada. De cualquier manera no pasaría sobre el
paquete. Se quedó sentada esperando.
La casa empezó a despertarse. Algunos se lavaban la
cara en la pileta del sótano. La tienda dé Fernandes abría
sus puertas, los hombres aparecían sobre la escalera.
Toufik se le acercó:
—Buen día, doña María.
—Buen día, blanco.
—¿No baja?
Ella estiró el dedo señalando el paquete de papel de
diario. Toufik silbó.
—¡La pucha! Una brujería. ¿Para quién será?
También el árabe creía. ¿A quién no dominaba aquella
religión bárbara de los negros?

70
A los pocos minutos el grupo había engrosado.
Hombres y mujeres rodeaban el paquete incapaces de
pasar el escalón donde lo habían colocado.
El zapatero español bajaba. Pasó entre la gente sin
curiosidad y ya pisaba el escalón fatídico, cuando alguien
lo agarró de la manga de la camisa.
—Va a pisar la brujería…
—¿Eh? ¿Ustedes no bajan por eso?
Metió el pie en el paquete deshaciéndolo. Los otros
miraban espantados.
—¡Qué embrujo fuerte! Es para matar a una mujer que
le quitó el marido a otra…
—¡Sí, es eso!
—Es para Nair, la loquita esa del sótano.
Harina con aceite de dendé. Plumas de gallina negra.
Cuatro monedas de mil reis y cuatro vintéms15. Pelos que
parecían de sobaco o de mota de negro. Unos calzones de
mujer.
—¡Qué brujería!
Miraron compadecidos al español. La cólera de Ogum y
de los otros Orixa-lá16 caerían sobre él sin ninguna duda.
El anarquista preguntó:
—¿Quién quiere los cuatro mil reis?
Y como nadie los quiso, juntó las monedas y se las
metió en el bolsillo.
Fueron pasando de a poco. Los restos de la brujería se
incorporaron a las basuras de la escalera.

71
4
Cuando un automóvil agarró a Nair en la calle Chile y la
llevaron a la Asistencia con las costillas rotas, la negra
recordó:
—Yo dije que aquel embrujo era para ella…
Se hizo la señal de la cruz y rezongó:
—Ese gringo pagano que pateó el paquete va a tener un
mal fin. Patear un embrujo… Dios me libre.
Y se persignó de nuevo…

5
Ruth se apoyó sobre la mesita y leyó dos veces. Puso la
tapa debajo del tintero para que el resto desparramado de
tinta, se inclinara sobre un costado del frasco. Ató una
pluma estropeada a un lápiz e improvisó una lapicera. Se
dobló sobre el papel (había comprado un cuaderno en el
negocio de Fernandes por quinientos reis) y comenzó a
escribir con dificultad. Apenas había aprendido las
primeras letras y ningún trabajo le resultaba más penoso
que ése… pero .¿qué le iba a hacer? Sudaba como un
changador de puerto y la pluma crujía mientras ella
trataba de hacer la

“COPIA DE LA CADENA DE SAN ANTONIO

72
Continúe esta cadena y mándela a 13 personas
inteligentes y de buenas cualidades. Esta cadena fue
iniciada en Francia por un militar de origen americano y
debe andar por el mundo para llegar a los devotos de San
Antonio. Si fuera posible, veinticuatro horas después de
recibir esta carta, debe hacer la primera copia y enviarla a
una persona de su amistad. No rompa esta cadena. Si la
cumple, San Antonio atenderá todas sus necesidades. Para
que el glorioso San Antonio de Padua le conceda grandes
milagros, rece trece credos por día, haga trece copias como
ésta (una por día) y mándelas a personas de su amistad.
Puede ser traducida a cualquier idioma. Pídale a San
Antonio una gracia por día que le será concedida. Después
de los trece credos, diga las siguientes jaculatorias:
San Antonio de Padua, ten piedad de nosotros.
San Antonio de Padua, ruega a Dios por nosotros.
San Antonio de Padua, protégenos.”

73
SUDOR

1
EL médico salió apurado. La mujer lo agarró por la manga
del saco, toda pálida, seguida por una escalerita de hijos.
—Doctor, por sus hijos, dígame si mi marido se va a
salvar.
El médico tomó su sombrero y observó a los chiquillos.
Seis.
—¿Cuántos años tiene el mayor?
—¿Mi Joaquín se va a morir, doctor?
—No… Se va a poner bien, no tenga miedo… ¿Cuántos
años tiene este chico?
—Juan… Se llama Juan por el abuelo… Tiene diez años.
—Desarrollo de seis años…
La mujer no entendió.
—El menor tiene ocho meses.
—Y otro en puerta, ¿no?
Ella bajó los ojos avergonzada. El hombre gemía en la
pieza.
—Vuelvo esta tarde. Compre los remedios.
Ya salía, pero se dio vuelta y llamó a la mujer:
—¿Tiene plata para los remedios?
—Siempre tengo plata guardada de los lavados de ropa.
—Está bien. Vuelvo esta tarde.

74
Fue bajando entre innumerables y sucias criaturas. Se
sentía incómodo entre aquellas barrigas hinchadas,
repletas de parásitos, aquellas bocas pequeñas, de dientes
cariados, vestidos con restos de pantalones y camisas de
los mayores. Pensó en las instituciones de caridad, de
protección a la infancia, en la campaña contra el
analfabetismo.

2
La puerta estaba taponada.
El negro Henrique, Chico, el de los dientes salidos,
Álvaro Lima, Artur, el vendedor, y otros más volvían
irrespirable la atmósfera. El de los dientes salidos contó las
novedades:
—El doctor dijo que Joaquín quedará ciego, que no se
muere, pero…
—Sería mejor que se muriese.
—Tiene seis hijos.
—¡Pobre, la mujer! Se va a reventar lavando ropa.
Alimentar siete bocas…
—¡Puta mierda!
Álvaro Lima preguntó:
—¿Ustedes saben cómo fue la cosa?
Un compañero de Joaquín lo contó en voz alta, como
diciendo un discurso:
—Trabajaba en lo de García, de peón de albañil.
Estábamos haciendo una casa para un doctor que quería
75
que la cosa fuera rápida. Joaquín estaba en el andamio
apilando los ladrillos que Zé Maozinha le tiraba desde
abajo. Es un trabajo casi divertido. Apenas se larga un
ladrillo ya viene el otro. Y hay que andar ligero.
La concurrencia crecía. Los hombres se apretaban ante
la puerta. Había otros sentados en la vereda.
—El doctor fue a ver los trabajos. Dijo que estaban muy
atrasados. Nos trató de haraganes y de ladrones… Que le
estábamos robando la plata, que no trabajábamos. Yo lo
hubiera querido ver arriba atajando los ladrillos…
—¡Explotadores!
—Ordenó que se apurasen las cosas. Zé Maozinha que
estaba tirando los ladrillos, le dio más rápido… Joaquín se
embrolló, el ladrillo le pegó en la frente, se le llenaron los
ojos de polvo y se cayó del andamio… ¡Qué golpe! Parecía
una bolsa…
Los otros estaban silenciosos, observando. Había
manos crispadas. El hombre continuó:
—Como la Asistencia demoraba, lo pusieron en un
camión y lo trajeron a la casa. Después apareció la policía.
Se llevaron preso a Zé Maozinha ¡el pobre!
—¿Y el doctor?
—Agarró su auto y se fue…
—¡Hijo de puta!
Álvaro Lima se puso de pie y habló:
—¡Camaradas! Hay que acabar con la explotación.
Nosotros somos muchos, pobres, sucios, sin comida y sin
casa, vivimos en piezas miserables. Explotados por los
76
ricos que son pocos… Todos debemos unirnos para
defendernos… Para hacer la revolución de los obreros. Los
obreros se deben unir alrededor de su partido para
terminar con la explotación… y con los gobiernos podridos
y ladrones… Hay que conseguir un gobierno de obreros y
de campesinos… Miren el caso de Joaquín.
Porque el doctor quería que le construyeran la casa
rápido, un hombre está ciego, otro está preso…
—Y los hijos…
—Los hijos en la miseria…, ¡Abajo la explotación!

3
El médico volvió varias veces. La farmacia se llevó los
restos de dinero. Los vecinos les daban de comer a los
chicos. Al cabo de un mes, Joaquín se murió: El de los
dientes salidos hizo una suscripción para pagar el entierro
que muchos siguieron a pie. La mujer se agarró al cajón,
pero tuvo que dejarlo para atender a sus hijos que le
pedían comida. Solamente el mayor, raquítico, la barriga
hinchada y los ojos fijos, parecía entender.
Una mujer quiso saber de qué había muerto. El
Colorado le contestó:
—Lo mató un ricacho.
—¿Y por qué?
—Porque estaba nervioso.
El chico mayor agarró al Colorado:
—¿Quién mató a mi papá?
77
—Los ricos…
Los ojos del chico brillaban.
La viuda lloraba dando de mamar al bebé de ocho
meses.

4
Rodeada siempre por las criaturas, empezó a descuidar su
trabajo. La clientela se fue raleando. Las patronas se
quejaban de la desaparición de pañuelos y de medias, de
botones arrancados. Y le vino el paludismo que la volteó en
la cama.
Cuando se dio cuenta de quecos vecinos ya no podían
ayudarla, a pesar de la fiebre, se levantó y recorrió los
barrios ricos cargando al hijo de ocho meses y portando el
siguiente petitorio redactado por “Vamos a taparlo”:

¡Mis queridos hermanos!


Llena de dolor vengo bajo el objetivo presente a pedir a
mis distinguidos Héroes Brasileños, una obra de vuestra
caridad para auxiliar con alguna ayuda a una pobre viuda
que tiene seis hijos. Sin trabajo, sin dinero, pasando
hambre. Viene a pediros por el amor de Dios, por el amor
de vuestros padres e hijos, no dejen de ayudar en lo que
puedan.
Aceptamos ropas.
Dios os favorezca.

78
Algunos le daban monedas, otros le decían “hoy no
tengo”. Ella siempre respondía:
—Dios ayude a todos los de esta casa.
Estaba ante una casa de la Barra, un palacete con
mangos al frente y bancos en el jardín. La sirvienta le tomó
el petitorio. La mujer se sentó ante la puerta del garaje
para darle el pecho al bebé. Oyó risas y ruido de cubiertos
adentro. Ella todavía no había almorzado, sudaba y los pies
estaban doloridos por la caminata. Dentro de la casa, las
carcajadas se redoblaban. Alguien dijo:
—Qué divertido… Cuántos errores gramaticales. La voz
de una mujer reprochó:
—¡Deja ese papel, Jerónimo! ¡Debe de estar lleno de
microbios!
La sirvienta le trajo el papel de vuelta. Se disculpó:
—La patrona dice que hoy no tiene. Vuelva otro día.
Ya iba a levantarse cuando se abrió el portón del garaje
y apareció un automóvil con una pareja. La mujer dio un
salto. El chofer le gritó:
—¡Salí de ahí, trasto!
La pareja miró con desconfianza.
—¿Qué hace aquí?
—Yo soy la mujer que vino a pedir… Ya me iba…
La esposa murmuró:
—A lo mejor es una ladrona…
La mujer la escuchó:
—Ladrona no, señora.
—¡Cállese la boca!
79
—Ladrona no, señor. Mi marido murió porque un
ricacho estaba apurado. Yo estoy enferma, pero no
necesito su plata maldita.
—Salga de ahí, si no quiere que llame a la policía.
—¡Llame a quien quiera! Los ladrones son ustedes que
se hacen ricos con nuestro sudor. ¡Ladrones! ¡Ese
automóvil se lo compraron con el sudor de mi marido!
El hombre dio una orden al chofer y el automóvil partió
silencioso por el asfalto. La mujer todavía les gritó:
—¡Ladrones!
Apretó al hijo contra su pecho y siguió su camino.

5
Artur metió a la cobra dentro del cajón y se le sentó
encima. El vendedor se sacó el saco blanco, lo colocó sobre
la cama y entre las baratijas de una caja, buscó una aguja y
un carretel de hilo. Agarró la aguja con la mano izquierda y
con la derecha trató de enhebrar el hilo en el invisible
agujero. Artur se levantó y se fue a lavar la cara todavía
blanqueada de polvo y manchada de rojo. Cuando volvió, el
vendedor zurcía la gastada manga del saco. La cobra
echaba la lengua afuera del enrejado.
—Usted tiene que buscarse una mujer.
El vendedor se asombró:
—¿Le parece? Con las cosas que se ven… Nunca se vio
nada igual. La gente de aquí pasa hambre…
—Menos Genoveva —y señaló a la cobra.
80
—Mientras haya ratones podrá engordar.
—Nosotros vamos a terminar con ella…
—¿Cómo?
—Comiéndonos los ratones.
Largó el saco:
—¿Cuánto hicimos hoy?
—Casi nada. Vendimos tres frascos de Limpia- todo y
dos jabones. Y trabajamos toda la tarde…
—No alcanza para comer.
—La cosa va mal…
—Hay que esperar a que mejore.
Artur caminó por la pieza;
—¡Mejorar! ¡Va a mejorar! ¡Cuando venga la
revolución!
—¿De qué está hablando?
—De la revolución de los obreros… Mire esto. Vea lo
que los obreros hicieron en Rusia.
El vendedor agarró el libro y comenzó a hojearlo. La
noche había caído y ni pensaban en comer. Habían
almorzado y una comida bastaba. Solamente la cobra
Genoveva cenaba. El vendedor bajó la escalera para ver si
alguno había caído en la trampera. Trajo un ratón gordo,
pelado y bonito.
Artur comentó:
—Éste daría un bife para chuparse los dedos…
Se dio vuelta y terminó:
—Me voy a casar el día que encuentre una mujer que
coma ratones…
81
El vendedor soltó al ratón que corrió hacia un rincón
asustado. La cobra no se movió.
—Genoveva no tiene apetito.
Al rato oyeron unos chillidos dolientes.
—Genoveva decidió cenar…
El vendedor confesó:
—¡Hambre, qué hambre que tengo! Deme doscientos
reis que voy a comprar un poco de mingan.
Bajó las escaleras. Artur subió al cuarto piso y entró en
la pieza de Álvaro Lima donde éste conversaba con otros
cinco hombres.

6
Un hombre bajaba a su lado. Buscó conversación cuando
llegaron a la puerta. Tenía un aliento caliente que golpeaba
la cara del vendedor de productos domésticos. En la noche
bochornosa y sin viento, el hombre parecía tener frío y
llevaba las manos metidas en los bolsillos del saco. Los ojos
apagados, muy abiertos y el mentón puntiagudo.
—¿Usted vive aquí?
—Sí. En el tercer piso.
—Todo está caro…
—¿Caro? Sí… Pero no se encuentra nada más barato…
—¿En ninguna parte?
El mentón parecía más afilado al interrogar afligido al
vendedor. Sus ojos se fijaron en la cara del otro. Repitió la
pregunta:
82
—¿No se encuentra nada más barato? Todo está caro…
—¿Se fijó en el sótano?
—Está todo ocupado…
Se quedó mirando la calle donde el aire parado, pesaba.
Mientras tanto él temblaba. Sacó las manos de los bolsillos
y las frotó una con otra. De repente dijo:
—Usted sabe… Todo está tan caro … Ya debo dos meses
de alquiler. Vivo en la calle de los Capitanes. A la patrona el
marido le pega y se venga persiguiéndonos a todos. Yo
estoy con mi mujer, una sergipana, María Clara. Y dos
hijos… Terminarán pidiendo limosna…
Se detuvo cansado, escupió, se encasquetó el sombrero
en la cabeza y siguió:
—Yo trabajaba en la fábrica Aurora, pero quebró. Hace
tres meses que no trabajo… Mi mujer empezó a lavar
ropa… pero no aguanta. Me tengo que mudar hoy, ¿sabe?
Pero todo es tan caro… Y quieren plata adelantada …
¿Cómo voy a hacer?
Se metió las manos en los bolsillos.
—¿En esa casa de al lado no habrá piezas?
—Me parece que no. ¿Por qué no va al conventillo, aquí
en el fondo?
—Ya fui. Estaba lleno.
Miró en silencio la calle. Escupió y refregó el salivazo
con el zapato. El vendedor jugaba con sus doscientos reís.
Pensó en ofrecérselos al hombre. Pero era tan poco… El
hombre se levantó las solapas del saco, le echó una última
ojeada a la escalera y se despidió:
83
—Bueno… Disculpe ¿eh? y buenas noches…
Se quedó un momento indeciso, sin saber si subir o
bajar la ladera. Por fin se decidió y se fue ladera arriba.
Desde lejos, el vendedor todavía lo vio estremecerse, el
mentón muy afilado. . Y le parecía distinguir su voz
cansada y sentir su aliento caliente. Con las manos hizo un
gesto de desaliento. Y en la noche bochornosa, también él
empezó a sentir frío.

7
La italiana que alquilaba las piezas del segundo piso se
vestía con unas ropas inmensas que la cubrían desde el
cuello hasta los pies y casi las arrastraba por el suelo.
El negro Henrique al divisarla decía:
—Esa es solterona por vocación…
Ella pasaba muy esbelta, los zapatos negros, los
anteojos con aros de oro, sin saludar. Usaba dentadura
postiza, y sólo Fernandes, el de la tienda, le merecía un
buenas noches. Cuando Cabaça estaba en la puerta, dejaba
caer una moneda de cien reis en el plato del ciego.
—Dios la ayude, hija de puta, ojalá se reviente un día en
la escalera…
La negra que vendía mingan se reía a más no poder,
pero la italiana no lo oía, ya estaba lejos, en camino del
culto espiritista que frecuentaba. Era una médium famosa
y cuando el espíritu la poseía, decían que bailaba, que
cantaba canciones picantes en su idioma y hacía gestos
84
impúdicos. Era el instrumento preferido de curas zafados y
mujeres pervertidas que contaban los pecados de sus vidas
para conseguir el perdón. Los escasos espíritus puros que
descendían sobre ella, al caer en tal lugar, se mezclaban
con los impuros que siempre los dominaban. Por eso, las
sesiones de la calle de San Miguel eran muy frecuentadas y
la italiana comenzaba a tener aureola de santa.
El negro Henrique se mofaba:
—Esa vieja es una histérica. Lo que necesita es un
hombre…
Y se reía en la cara de los creyentes.

8
La italiana golpeaba en la puerta de la pieza con los
nudillos de los dedos. Los golpes sonaban imperiosos,
como órdenes. La puerta tardaba en abrirse. La mujer
repitió los golpes acompañándolos con gritos:
—¡Don Juan! ¡Don Juan!
De adentro respondieron:
—Ya va…
La italiana conservaba las manos detrás de la espalda y
una sonrisa en los labios cuando se abrió la puerta y
apareció una cara con la barba crecida de varios días.
—Su cuenta. Hoy es 18. Venció el día 5.
El hombre se pasó la mano por la barba y agarró el
papel donde los números brillaban.

85
—Va a tener paciencia, señora. ¿No puede esperar
hasta este fin de semana? Tengo una promesa de trabajo…
La sonrisa desapareció de los labios resecos de la
solterona que se apretaron dándole al rostro una
expresión de maldad:
—Ya esperé mucho, don Juan. Desde el cinco. Y usted
con ese cantito todos los días. Esperar, esperar— ¡Per la
Madonna! ¿Yo acaso no tengo que pagar? ¡No tengo qué
comer! No puedo esperar más… No soy la madre de la
humanidad…
Sólo decía no, pero ese no sonaba trágicamente. Un
bebé lloró en la pieza. El hombre se rascó la barba y
explicó:
—Usted sabe… Mi mujer tuvo el chico la semana
pasada… Hubo gastos … Por eso no le pagué…
Y me quedé sin trabajo…
—¿Y yo qué tengo que ver con eso? ¿Para qué tiene
hijos? ¿Yo tengo la culpa? Quiero la pieza. Trate de
mudarse, si no le tiro esos trastos a la calle… ¡No espero
más!
Salió tiesa, con su vestido muy almidonado. El hombre
cerró la puerta, se tapó la cara con las manos para no ver a
su mujer que lloraba al lado del crío, y murmuró para sí:
—¡Yo soy capaz de hacer una desgracia!

86
No encontró pieza para mudarse ni dinero para darle a la
italiana. Ahora entraba tarde, cuando ella ya dormía. Se
quedaba por las calles, recogiendo cigarrillos de unos y
monedas de otros para llevarle comida a su mujer. Para
ella la vida era un infierno. Cada vez que iba al baño la
italiana le gritaba:
—¡Múdese! ¡Múdese! ¡Vaya a lavarse a otro lugar! No le
daba agua. Para lavar al bebé debía ir a buscar agua al
conventillo del fondo donde las mujeres lavaban ropa.
Después fue la letrina. La italiana se divertía
persiguiéndola. Apenas la divisaba, cerraba el retrete y
escondía la llave. La pieza tenía una suciedad increíble.
Juan se rascaba la barba crecida, desanimado.
Un día, al entrar, ya era más de medianoche, la italiana
lo esperaba. Se arrimó a la pared para pasar.
—Buenas noches.
—No esperaba encontrarme, ¿eh? O paga la pieza o lo
pongo de patitas en la calle. Mañana llamo a la policía…
—Pero…
—No hay peros… ¿Me va a hablar de un trabajo? Se la
pasa tomando de noche y durmiendo de día… No
mantengo vagos… ¡A la calle! ¡A la calle!
—Pero mi mujer…
—¡Su mujer! ¡Su mujer me enroña la pieza! ¡No sabe
hacer nada! Ni siquiera lavar ropa… ¿Por qué no se busca
un hombre? A lo mejor para eso sirve.
Juan la miró con ojos desorbitados. Ya no vio nada más.
Con el golpe, la mujer cayó dando unos grititos débiles.
87
Cuando vio que las manos del hombre se acercaban a su
cuello, se echó a correr por la escalera pidiendo socorro.
Juan dejó caer los brazos, se rascó la barba y se metió en su
pieza a esperar a la policía.
El comisario le dio toda la razón a la italiana y los
diarios hicieron lo mismo. Uno hasta publicó su retrato
tomado en Milán a los dieciocho años. Juan fue a la cárcel y
sus muebles —una silla, un ropero y una cama— quedaron
confiscados en pago del alquiler.

88
CRISIS

1
TIRÓ el violín encima de la cama. El cuaderno de sambas
cayó al suelo con las hojas dobladas. No se movió. ¿Qué le
importaba? Llegó hasta el agujero de la ventana y se quedó
mirando los negros tejados de la ciudad vieja. Las laderas
eran los brazos de la ciudad tendidos hacia el cielo. Allí
abajo, en el centro de la ladera empedrada, quedaba el
pelourinho17 puesto por los colonizadores portugueses.
Ahora, el pelourinho había desaparecido, pero la ladera que
tomó su nombre era como un pelourinho también. Todos
los que vivían allí llevaban una vida estrecha, sin pan, sin
trabajo. Se acordó de Álvaro Lima. El agitador le había
dicho que las cosas no mejorarían mientras los obreros no
mandaran en el país. Escuchó sus proyectos de huelgas,
«de elecciones. Un grupo de hombres sucios y sudados
subía la ladera. Por primera vez el violinista comprendió
cómo sería la revuelta de esos hombres explotados. El día
que ellos descubrieran…
'Abandonó la ventana y se acercó a la cama. La noche
caía y ni se acordó de encender la vela. Sacó el violín de su
caja, pasó los finos dedos por las cuerdas, articulando un
sonido que golpeó en sus oídos como la queja de los
hombres sudados. Caminó hasta el espejo, se alisó el pelo.
Miró el retrato que colgaba sobre el espejo. Como el
crepúsculo, su madre parecía más vieja, más acabada,
89
desanimada de todo. Se acordó de los viajes gloriosos que
su imaginación hacía delante del espejo y del retrato…
Apartó los otros pensamientos y trató de viajar. París…
¿Por qué sería que los diarios hablaban poco de él? Berlín…
Las muchachas no le venían a pedir autógrafos. Viena… La
multitud ya no lo esperaba más… ¿Por qué sería? ¿La
multitud estaría dedicada a una revolución? Su gira no
tuvo éxito. Volvió á la realidad con el corazón acongojado,
con la tristeza de los viejos artistas olvidados por el
público. El retrato de su madre desaparecía en las
tinieblas. Un olor a moho invadía la pieza al llegar la noche.
El frasco de brillantina estaba vacío.
Anduvo por la pieza sin querer pensar. Abrió la puerta
y salió en dirección a la escalera, se volvió. La tuberculosa
tosía en la pieza del fondo. Era una tos débil, casi sin
fuerzas. Vera salió corriendo de la pieza para llenar un
vaso con agua. El violinista la saludó. Ella le respondió
cosas incomprensibles:
—Mi hermana… mi hermana…
—¿Cómo?
Pero ya se había ido, porque la tuberculosa volvió a
toser haciendo callar a la máquina de doña Risoleta. El
violinista oyó la voz de Julieta:
—i Pobre! Está en las últimas…
Se volvió al silencio pesado de su pieza. Ahora oía los
pasos de los hombres que subían. Agarró el violín y lo
acarició con los dedos. Nuevamente se le escapó un sonido
quejoso. Sólo entonces recordó lo sucedido aquella tarde.

90
El gerente del café Madrid lo había llamado para decirle
que, debido a la crisis, la casa había resuelto despedir a un
violinista. Y como el otro, aunque no tocaba tan bien, tenía
más antigüedad, lo sacrificaban a él. Apresuradamente le
hizo las cuentas, le pagó su saldo de cuarenta y ocho mil
reis y con la mano le palmeó la espalda diciéndole, a
manera de consolación:
—Usted encuentra trabajo fácilmente, muchacho.
Se quedó atontado por unos minutos. Recién en la calle
se repuso. Iría a buscar trabajo a un cafetín cualquiera. No
sería difícil. Entonces encontró a Borges, un viejo que fue
su profesor y tocaba en un cine. Casi no lo reconoció, tan
cambiado y viejo estaba. Había perdido aquel aire solemne,
aquel andar seguro.
Y el bigote, su grande y hermoso bigote blanco, estaba
caído sobre los labios, dándole un aire de trágica
humillación.
—¡Usted!
—¡Profesor Borges!
El viejo le contó su vida. Con la llegada del cine parlante
había perdido el empleo que ejercía desde los quince años.
Había tocado unos días en un café, pero lo reemplazaron
con una radio. Y para que la familia no pasara hambre,
vendía apuestas para el bicho18. Detestaba ese trabajo,
pero debía hacerlo. Debió sacar —eso era lo que más le
dolía— a Isaura del Conservatorio cuando cursaba el sexto
año. Terminó diciendo:

91
—Usted todavía tiene suerte. Está empleado. No pierda
ese empleo… Porque otro no va a encontrar…
—Ya lo perdí…
—¿Qué me está diciendo?

2
La noche llenaba el cuarto. Oía conversaciones desde las
piezas vecinas. Las mujeres iban a buscar agua a la pileta.
Una palabra dicha en voz alta en la oscuridad de la pieza:
crisis. Allá abajo, en la habitación de Álvaro Lima, los
obreros discutían y hacían proyectos. El violinista se sentía
unido a aquel obrero mecánico de las oficinas del Circular
que se gastaba el sueldo en libros y la existencia en la
política. Pensó que si los obreros llegaran a entender que
la crisis sólo existía para ellos y no para los ricos, las cosas
cambiarían.
Sus pies tropezaron con el cuaderno de sambas Lo
agarró con odio y lo rompió. Sambas… foxtrots… Tal vez ya
se había olvidado de sus músicas queridas. Encendió la
vela, tomó el violín y comenzó a ejecutar la Elégie de
Massenet. Con alegría sintió que no la había olvidado. No
vio nada más. Los sonidos llenaron de electricidad el
sótano alejando el olor a pis.
Cuando terminó, ya se acababa el pedazo de vela, pero
todavía vio al grupo de hombres y mujeres, sucios, rotosos,
sudados, que conmovidos lo aplaudían con fuerza. Quiso
decir algo pero no pudo. Un nudo le cerraba la garganta. Se
92
quedó moviendo las manos como los niños prodigios que
recitan Mis ocho años.

3
Como el diario traía muchas noticias políticas, sólo le
dedicó una media columna con el retrato del muerto, en
necrológicas. El título en grandes letras, decía:

COBARDE, COMO ESTABA SIN TRABAJO AHORCÓSE

Y en seguida venía la noticia:

Los habitantes del edificio N968 en la Ladeiro do


Pelourinho se despertaron esta mañana con la noticia de
que un hombre se había ahorcado en una habitación del
tercer piso.
Se trataba de Manuel de Tal, portugués, obrero, que
hace meses fue despedido de la Fábrica Ribeiro.
Hallándose sin trabajo y debiendo tres meses de alquiler,
se ahorcó en los tirantes de su cuarto con una sábana. El
desdichado suicida contaba 54 años y desde hacía
dieciocho residía en el Brasil. No deja parientes.
Este es un caso más de cobardía ante la vida. Porque
perdió un empleo, prefirió desertar, sin esforzarse en
conseguir otro. Porque con orgullo lo decimos, si hay un
país donde la situación del obrero es de absoluto bienestar,

93
ese país es el Brasil, donde no falta trabajo para los que no
son haraganes.

El periodista se olvidó de decir que Manuel de Tal


había buscado trabajo por toda la ciudad y que los
patrones le respondían con una palabra repetida: crisis.
Que el obrero no comía desde hacía dos días, que lo iban a
echar de su pieza, etcétera, y otras cosas asimismo sin
importancia para el periodista provinciano que hacía
versos y debía ir a entrevistar al financista Rómulo Ribeiro
que partía para Europa en viaje de esparcimiento.

4
Como había sentido un dolor más violento en las piernas,
doña Risoleta detuvo la máquina y observó a través del
agujero. Las últimas estrellas se apagaban con miedo de la
mañana que se aproximaba. Dejó el vestido casi terminado,
se sacó los anteojos y murmuró con cierta vergüenza de sí
misma:
—Mañana lo termino…
Cuando se sacaba la ropa y se ponía el camisón,
meditaba en cómo hacer para que Linda se diera vuelta
dejándole una parte de la cama de una plaza, sin
despertarla. Se detuvo observando a su ahijada. Linda
había cambiado últimamente. No había dejado que
auxiliase a la Iglesia de Nuestra Señora del Brasil,
prefiriendo que le diera el dinero a la tuberculosa, había
94
hecho las paces con Julieta y había abandonado sus
novelas, cambiándolas por otros libros raros que el negro
Henrique y el judío viejo le habían prestado. Y hablaba de
trabajar, de coser. Doña Risoleta no podía comprender un
cambio tan rápido y completo. Había criado a su ahijada
con mimos de niña rica. Mientras pudieron vivieron en una
casita en el Tororó, con comida buena y una buena escuela.
Las cosas habían cambiado, se había tenido que poner a
coser para vivir. Anduvieron de la ceca a la meca hasta
recalar en el sótano del 68. Sin embargo, conservaba una
costumbre, la de que Linda no debía trabajar. Soñaba con
un novio rico para su ahijada. Le hacía promesas a los
santos poderosos y tenía esperanza en que él Señor del
Bomfin atendería sus deseos. Ahora, Linda misma
arruinaba sus planes con esas ideas de trabajar. No se
explicaba el cambio de su ahijada y se afligía. El dolor de
las piernas creció. Empujó a Linda suavemente y se acostó.

5
—¡Julieta!
—¿Qué hay, querida?
—Dindinha…
Se quedó mirando a la otra con los ojos abiertos, fijos,
con un espanto enorme. Era la primera vez que pasaba eso.
Solía despertarse para tomar el café que doña Risoleta le
preparaba a la mañana temprano. La madrina era muy
madrugadora desde antiguo. Sin embargo, esa mañana ella
95
fue la primera en levantarse. Doña Risoleta estaba con las
piernas contraídas, incapaces de cualquier movimiento y
ardía en fiebre. La máquina de coser, parada, llenaba el
cuarto con un silencio no habitual. Linda se quedó como
loca. Julieta y Julia fueron a la pieza, donde la enferma
parecía pedir disculpas por no trabajar.
—¿Qué es esto, doña Risoleta?
—¡No sé, hija! Debe ser una pavada… Mañana ya estaré
bien… Lo peor es el vestido de doña Virginia. Lo tengo que
entregar hoy.
Julieta se ofreció:
—Por eso no se preocupe. Yo se lo termino.
Se volvió hacia Linda que estaba atontada al pie de la
cama:
—Anda a buscar al médico» Yo me quedo terminando
el vestido.
—No sé cómo agradecerle…
—Pero, si no es nada…

6
Se quedó con las piernas contraídas. El resto de plata se
fue con los remedios. Linda intentó coser, pero no tenía
habilidad para hacerlo. Un día vendieron la máquina y con
eso comieron un mes. Linda buscaba trabajo por todas
partes. Quería ser cajera de un negocio, o camarera de un
bar. Pero la palabra repetida en todas partes, crisis, se
había vuelto su pesadilla. Julieta la ayudó. Primero con
96
dinero, después con alimentos. Pero a los vecinos las cosas
también les andaban mal. Apenas les alcanzaba para
comer… Y un día Linda no tuvo nada para echar en la olla.
Y le dio vergüenza recurrir a Julieta otra vez. Doña Risoleta
observaba, desde la silla hamaca, con el mirar tímido de
quien se siente culpable. Linda la abrazó, riendo,
queriendo alegrarla, pero la tuberculosa tosió allá dentro y
Linda se estremeció entera, con el mismo nerviosismo de
la madrina.

7
Álvaro Lima subió las escaleras lentamente. Saludó a la
muchacha de azul que bajaba silenciosa, recostada a la
pared. Un grupo de hombres, al pie de la escalera,
suspendió la conversación y le abrió paso. El negro
Henrique comentó:
—Lloró de nuevo…
Álvaro Lima encontró a la sordomuda en el tercer piso.
Se detuvo, jugueteó con la mujer. Ella se rió con sus ojos
diabólicos. Álvaro Lima gritó:
—¿Qué desgracia pasó?
Ella movió la cabeza, se sentó en la escalera, puso las
piernas rígidas. Aproximó la mano a la boca y la masticó.
Después, con la cabeza dijo que no… Y se rió con su risa de
escarnio.
Álvaro Lima no la entendió.
—¿De qué diablos se ríe?
97
Sebastiana no lo oyó y siguió riéndose, los ojos
pequeños centelleantes de gozo, de pura alegría, porque lo
que estaba diciendo era que la inquilina del sótano no
tenía qué comer.

8
El de los dientes salidos le explicó a Álvaro Lima los gestos
de la sordomuda. Y puso dos mil reis para la colecta que
improvisó el agitador.
Al principio Linda no quería aceptarlo, pero Álvaro
Lima le dijo que era un préstamo y que lo debía pagar
cuando tuviera plata. Vio un libro encima de la cama. Un
volumen sobre la situación de la mujer en Rusia.
—¿Está leyendo eso?
—Isaac me lo prestó.
—¿Le gusta?
Ella se quedó en silencio. Álvaro Lima la miró muy
serio.
—Yo la había tomado por una muchachita haragana,
pero ahora usted anda por el buen camino…
Doña Risoleta observaba desde su silla sin entender.
Después se pusieron a conversar más largamente.
Álvaro Lima le explicaba cosas que muchas veces Linda no
advertía. Sin embargo, sentía los hechos de todos los días
que la conscientizaban mejor que las palabras del agitador.
A Linda le gustaba Álvaro Lima y ni siquiera se asombraba
de que nunca le dirigiera un galanteo.
98
9
La valija con los jabones para la piel y los frascos de
Limpiatodo descansaban encima del cajón de la cobra.
Artur, extendido en la cama, con uno de sus codos raspaba
la pared y pensaba en la inutilidad de la valija. Nunca
vendían nada. En los últimos días ni siquiera habían salido.
Gastaban la suela de los zapatos y se quedaban roncos, sin
vender un solo jabón, un solo frasco de Limpiatodo. El
hambre en perspectiva. Cabaça, el mendigo que dormía
bajo la escalera, ya lo había invitado a que se decidiera de
una ves a mendigar como socios.
—Usted parece un fantasma con esos muñones. Y los
ricos le tienen miedo a las almas en pena…
El vendedor entró y se quedó esperando la pregunta de
Artur. Pero éste, hundido en un profundo desánimo, no le
preguntó nada.
—Lo que es hoy, hombre, me fue mejor…
—No diga.
—Sí. Encontré trabajo para los dos.
Artur se levantó:
—¡Cuénteme!
—Vamos a publicitar a la Casa das Fazendas.
Y le explicó que el propietario quería hacer una
campaña publicitaria que llamase la atención. “Cosas que
hagan reír… Un casamiento de tabaréus19, por ejemplo…” Y
tuvo razón. La pareja recorría las calles de la ciudad
publicitando a la Casa das Fazendas.
99
—Yo haré de novio, usted de padrino. La casa nos da el
género para hacernos ropa. Sólo nos falta la novia. Tiene
que ser una chica linda. Si no, no aceptan.
Artur recorrió la pieza:
—¿Conoce a la muchacha del sótano? ¿La que está
buscando trabajo?
—¿La ahijada de aquella solterona que cosía? Sí, es
linda. Pero no sirve. Parece ignorante…
—Es una buena chica. Yo soy garante…
—Entonces háblele. Diez mil reis por día… Pero no creo
que acepte… porque…
Se quedó un rato en silencio:
—… porque ese casamiento va a ser muy ridículo. Es
cosa de payasos.
—Bueno, pero el que necesita…

10
Linda se encontraba terriblemente ridícula. Aquel
sombrero que le orlaba la cabeza con flores y lirios
colgantes, el vestido de percal, todo la sofocaba. Las
mejillas pintadas de rojo, los ojos bajos de vergüenza.
Sentía que no tenía habilidad, quería desistir, no servía
para esas cosas. Le parecía que todo el llanto del mundo se
había venido a vivir a su garganta. Los sonidos de los
instrumentos de los cuatro músicos que los acompañaban
resonaban en su cabeza. El vendedor vestía un viejo frac,
pantalones hasta la mitad de la pantorrilla, sombrero de
100
paja. Artur con flores atadas a los muñones y la calva
pintada de colorado, decía chistes que hacían reír a la
gente, mientras intercalaba anuncios de la Casa das
Fazendas. Detrás de ellos, dos hombres portaban un
inmenso cartel:

CASA DAS FAZENDAS

Surtido completó en sedas

¡NOVIAS!
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CASA DAS FAZENDAS

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CASA DAS FAZENDAS

EL MAYOR STOCK. LOS MEJORES PRECIOS

Linda tenía éxito. Avergonzada, triste, a los transeúntes


les parecía que representaba perfectamente su papel. Se
reían. Le hacían chistes. Ella seguía muda, con los ojos
bajos. Alguien comentó:
—Es el tipo de la tabaroa…20
—¿Quién es?
—Debe ser alguna actriz.
Los viejos y los estudiantes, les decían graciosas
inmoralidades. En la calle Chile sintió que la pellizcaban.
101
Los sollozos casi le salieron de la garganta. Sin embargo, al
terminar la caminata la vergüenza había desaparecido,
dejando lugar a un odio sordo que le transformaba los ojos.
Linda ya no soñó nunca más con casamientos. Nunca más
fue a la iglesia. Y comenzó a trabajar de vendedora
publicitaria, callada, seria, sintiéndose hermana da toda
aquella gente que vivía en el 68, los obreros, los árabes
vagabundos, los enfermos, las costureras, las prostitutas.

102
K. T. ESPERO

1
EL letrero con el nombre del conventillo tenía letras
desiguales azules y rojas, unas más altas y otras más bajas.
Quien entraba lo vela colgado en la galería del primer piso.
Sin embargo, poca gente sabía que en los fondos del 68
había un conventillo. El oscuro corredor de entrada
quedaba debajo de la escalera y también era utilizado por
la familia de Fernandes que vivía en la planta baja del
edificio, detrás del negocio. A veces, cuando alguien llegaba
tarde, tropezaba con Cabaça o metía los pies en un charco.
En el corredor los hombres meaban y los gatos y perros
defecaban. El negro Henrique lo llamaba “Galería de la
roña”.
Dos pisos con dieciséis casas. Casas, según constaba en
el recibo mensual presentado por el propietario del 68.

Recibí de la señora Ricardina de Tal la suma de treinta


mil reis correspondientes a un mes de alquiler de la casa 16
de la Avenida K. T. Espero en la Ladeira do Pelourinho,
número 68.

Solamente el propietario llamaba casa a aquello. Sus


habitantes decían “mi agujero”. Y tenían razón. Las piezas
eran todas de igual tamaño, ocho abajo, ocho encima de las
primeras,, las paredes de madera, los techos de cinc.
103
Cuando daba el sol parecía que el conventillo se iba a
incendiar. Entonces nadie podía soportar esas piezas
sofocantes, una sala, un cuarto y un simulacro de cocina,
donde, sobre cuatro piedras, se apoyaba la olla de porotos.
Algunos tenían viejas cocinas compradas a gitanos
ladrones. Al frente del conventillo, un patio de cemento
con un tanque de agua servía de taller para las lavanderas,
de parque de diversiones para los chicos y de lecho nupcial
para los líricos gatos y para los perros sinvergüenzas que
las mujeres echaban a pedradas mientras los hombres se
reían. En aquel patio se ganaba la vida la mayor parte de
los habitantes del K. T. Espero, ya que casi toda la
población del conventillo estaba formada por lavanderas y
planchadoras que ayudaban a sus maridos obreros a
sostener la casa, aportando muchas veces la mayor parte.
Todavía había un terreno al que generosamente llamaban
quinta, donde un pimiento dominaba solitario. Atrás, un
pequeño galpón parecido a la cúpula de una iglesia, donde
funcionaba la panadería árabe, con óptima clientela. No
siempre el patio estaba a entera disposición de las
mujeres. Dos veces el propietario lo había alquilado a
grupos de inmigrantes que extendían allí sus esteras para
comer rapadura21 y dormir, mientras esperaban el barco
que los conduciría a la esclavitud de las plantaciones de
cacao de Ilhéus, Belmonte y Canavieiras. Como no valía la
pena protestar, las lavanderas tendían la ropa en la galería,
en las salas y los cuartos, secando el resto a fuerza de
plancha caliente, lo que les llevaba un gasto mayor de
carbón.
104
2
Dos Reis dio vuelta la cabeza y el atado de ropa cayó al
piso. Se sentó en el tanque de querosene, estiró las piernas
cansadas y desató el nudo del pañuelo que envolvía las
otras cosas.
El conventillo estaba silencioso. Era lunes. Los hombres
salían temprano para el trabajo, las mujeres corrían a las
casas de sus clientes recogiendo la ropa sucia que
devolverían el sábado, lavada y planchada.
Comenzó a separar la ropa, cliente por cliente,
marcando cada una para que después no la obligaran a
pagar camisas de seda o toallas de baño.
El -marido se movió en el otro cuarto, la llamó:
—¡Dos Reis! ¡Dos Reis!
—¿Qué hay?
—¿Ya llegaste?
—Todavía no… —contestó riéndose.
El hombre apareció en la sala vestido sólo con una
camisa que apenas le cubría el ombligo. Abrazó a su mujer.
—¿Pudiste con este peso?
Ella le miró las piernas peludas:
—¡Vaya a ponerse los pantalones! ¡Y lávese la cara!
Tiene los ojos llenos de lagaña…
—Mingan del alma, mi amor…
Se echó encima de la ropa y agarró a Dos Reis que reía
como una perdida.
—¡Ay! ¡Que me caigo!
105
—Cáigase en su macho…
Se quedaron abrazados, sin sentir el olor que se
desprendía de la ropa sucia.
—¡Que está la puerta abierta!
—¿Y qué hay?
El loro de doña Ricardina soltó una carcajada que
repercutió en todo el conventillo.
En un hilo de voz, Dos Reis le dijo:
—¿Estás mirando, bestia?

3
El marido le dio un beso de despedida y salió. El loro de
doña Ricardina gritó:
—¡Tobaréu!
Dos Reis llegó hasta la baranda y con un ademán le dijo
adiós al hombre que.se iba.
Como trabajaba en los diques sólo volvería a la mañana
siguiente. Un barco alemán entraría al mediodía y sería
descargado durante la tarde y la noche. Dos Reis
imaginaba a su marido levantando los bultos que el
guinche descargaba desde la proa. Volvía negro de carbón,
la ropa sudada, con un olor que no se parecía a ningún
otro.
Dos Reis le dijo un día:
—Estás oliendo a cachaça podrida…
—¿Oliste alguna vez cachaça podrida?

106
Dos Reis le tenía un miedo supersticioso a los guinches
con sus cabos de acero y sus poleas de hierro. Más de un
hombre había muerto bajo aquellos monstruos negros y
cada vez que el marido salía para su trabajo, el corazón de
la mujer se contraía, un escalofrío le recorría las carnes
morenas. Se pasaba la tarde inquieta, esperando la triste
noticia de la muerte de su hombre bajo la máquina. Y
trabajaba nerviosa, respondiendo equivocadamente a las
preguntas de sus compañeras. Sólo se calmaba cuando el
marido entraba portando aquel olor que le impregnaba la
ropa y el cuerpo. Pero igual lo toqueteaba. Él se sonreía de
sus recelos, ella tenía la certeza de que ocurriría una
desgracia y le rogaba que dejase ese trabajo para tener un
poco de sosiego.
—No seas tonta, Dos Reis, no me pasará nada.
—Pero yo tengo miedo…
—Conseguir trabajo ahora es muy difícil…
—Y si aparece algún trabajo en otra cosa, ¿dejás el
puerto?
El hombre decía que sí:
—Si consigo, lo dejo.
—Yo sería tan feliz…
—Usted es una tonta…
Y al día siguiente allá se iba de vuelta a descargar los
barcos de nombres extranjeros que apenas podía
pronunciar. Dos Reis se quedaba afligida, nerviosa, corría
hasta la puerta del 68 apenas oía la sirena de la Asistencia.
Pero correr se le hacía difícil con su barriga de siete meses.
107
4
Cantaban mientras refregaban el jabón sobre las camisas,
mientras retorcían las prendas, mientras le echaban
patchuli22 al agua de enjuague para darle olor a la ropa.
Algunos clientes no querían el patchuli, decían que olía a
negro.
Las mujeres del sótano y las de los otros pisos que
también trabajaban de lavanderas, se unían a las diez
lavanderas del K. T. Espero. Cuando no cantaban,
conversaban con-enorme gasto de quejas y risas. Mulatas,
portuguesas, árabes, viejas y jóvenes, comentaban la vida
de los clientes, sabían todo lo que sucedía en el edificio, se
lamentaban unas a otras, maldecían la vida y, juntas, iban a
las secciones gratuitas del Olimpia. Para lavar se
arremangaban los vestidos o se ponían pantalones viejos
de sus maridos. Envejecían rápido bajo el sol que las
castigaba duramente en las tardes de verano.
Aunque decían que la vieja árabe del sótano, la que
tenía más clientes, estaba amancebada con su hijo y lavaba
la mugre de la ropa pero la juntaba en su cuerpo, que Dos
Reis era una pancada; que Josefa se acostaba con los
hombres a los que le lavaba, que a Victoria el marido le
pegaba y otras cosas por el estilo, existía entre ellas una
solidaridad que les hacía prestarse jabón cuando alguna no
tenía dinero para comprarlo, o prestarse clientes cuando
alguna no tenía trabajo. Ayudaban hasta a la vieja María,
aunque todas le tenían antipatía. Sabían que no les

108
devolvería la atención. La vieja invocaba pestes contra los
chicos, hijos de las otras, que pisaban la ropa tendida al sol.

5
En realidad, la vieja María muy pocas veces pedía ayuda.
Su clientela era de las más grandes. Les lavaba a una
cantidad de estudiantes que llenaban las pensiones del
Terreiro y de la calle del Obispo. Con ellos tenía una
humildad llena de zalamerías.
Los trataba de manera completamente distinta de la
empleada con las lavanderas y sus hijos. A las mujeres no
les gustaba lavarle la ropa a los estudiantes, conocidos
como tramposos y morosos en el pago. Preferían trabajar
para las dueñas de casa, para las madres de familia que
regateaban pero pagaban.
En cambio, la vieja María les lavaba sólo a los
estudiantes y conseguía que le pagaran sin atrasos. Ella
nunca iba a cobrar. Mandaba a su hija, Celuta, chiquilina de
trece años, resignada, con los brazos marcados por los
golpes y arañazos de la madre. Sus piernas y sus pequeños
senos, en cambio, no guardaban rastros de los toqueteos
de los estudiantes, Ni sus labios sentían ningún sabor de
los besos y mordiscos. Al comienzo se le habían hinchado.
Tardó en acostumbrarse al extraño método que su madre
usaba para recibir los pagos. Sin embargo, a fuerza de
golpes y de tiempo se resignó y alcanzó una indiferencia
total. Su única alegría era hacer vestidos para una muñeca
109
sin brazos que “Vamos a caparlo" le había dado. Sabía que
le estaba reservada la misma suerte que a su hermana,
tempranamente deshonrada por un estudiante en vísperas
de graduarse (decían que la vieja le había sacado
quinientos mil reís al padre del joven, para que no
provocara un’ escándalo) y que más tarde, después de
rodar por los brazos de otros clientes, había terminado en
la Ladeira do Tabuão con un hijito recién nacido y las
maldiciones de la vieja María. Celuta se resignaba, pero en
realidad, ni pensaba en lo que le sucedería. Sí pensaba en
librarse de las palizas de su madre que, aunque era vieja y
flaca, tenía la fuerza de un hombre.

6
Victoria trabajaba sin parar lavando una montaña de ropa.
Les pedía trabajo a los demás y sus brazos 110 se detenían
refregando el jabón envuelto en hojas de melón salvaje. Ni
se fijó que Josefa hacía un comentario.
—Parece que el señor Luciano caga en los calzoncillos…
No hay jabón que alcance…
—¡Eh! ¡Eso no es nada! Si usted le lavara al doctor
Pires… ¡Qué gente más puerca! ¡Cambiar las sábanas de la
cama cada quince días! ¡Una porquería!
Y la conversación se prolongaba sobre la casa de los
clientes, sobre sus riquezas, sobre sus lujos. Victoria no las
oía. Solamente abría la boca para echar a un gato que
pasaba sobre una toalla extendida al sol.
110
—¡Afuera, gato! —y lo amenazó con un zapato.
La semana pasada el marido había llegado borracho y
la sacó de la tabla de planchar para acostarse con ella.
Victoria se resistió, tenía mucha ropa para preparar. Él se
enojó, le dio algún cachetazo. Cuando volvió con los ojos
hinchados de llorar y la pollera arrugada, la plancha había
quemado la camisa de seda del doctor Almeida.
La patrona estimó el daño en cincuenta y cinco mil reis.

7
Aunque los días de calor el conventillo parecía un "horno,
sus habitantes los preferían a los días de lluvia. Porque el
agua entraba por los agujeros del techo e inundaba las
piezas, Y el viento silbaba en las paredes de madera.
Asqueroso con el sol, era un desastre con la lluvia.
Protestaban ante el dueño, el señor Samara, que les
contestaba:
—¿Dónde van a encontrar algo mejor por treinta mil
reis?
Joaquín Zarolho se compró un loro al que le enseñó a
decir:
—Acá te espero, acá te espero…
—¿A quién, lorito?
—Al señor Samara… Al señor Samara…
—¿Para qué lorito?
—Para vivir aquí, para vivir aquí…

111
Pero Joaquín Zarolho estuvo poco tiempo en el
conventillo. Un día lo llevaron preso por malandrín y
nunca más se habló de él.

112
INQUILINOS

1
MUCHOS inquilinos del 68 al mudarse dejaban detrás de sí
un rastro de leyendas, de esas historias que los padres
cuentan a sus hijos y se desparraman por las calles
cercanas.
Uno de ellos fue el negro Temístocles. Cuando se fue, su
equipaje consistía en unos fetiches africanos y material
para hacer brujerías. Las madres contaban que en el
tiempo del negro Temístocles, gente importante de la
ciudad subía las escaleras llenas de ratones para
consultarlo. Temístocles no salía de su pieza, salvo para ir
al retrete. Un muchacho le compraba los porotos y la carne
seca que el negro preparaba en el fogón de la pieza. Se
decía que los clientes ricos le llevaban de regalo frutas
finas y dulces de alto precio. El día de la mudanza, todos
los habitantes del edificio se juntaron en la escalera para
verlo pasar. Las historias decían que había nacido en África
hacía más de cien años y que había sido esclavo en Santo
Tomé.
La inquilina del segundo piso —Dulce se acordaba
perfectamente— le contó la historia del negro después de
decirle que esa pieza tenía tradiciones. Una pieza que daba
suerte, La última inquilina había sido una francesa de
mediana edad que en su decadencia había desembocado en
la calle del Baixo. Allí parecía haber recuperado la
113
juventud. No le faltaban hombres y era puntual con el
alquiler.
—Y al fin, se consiguió un coronel del interior, un
viudo, que se la llevó y terminaron casándose. Ahora es
una señora rica.
Mientras terminaba de acomodar la valija, Dulce
pensaba que con ella todo había sido muy diferente. No
siempre conseguía un hombre, estaba atrasada en el
alquiler y preparaba su mudanza. Bajaba a la vez dos
calles, la de Pelourinho y la del Tabuão, donde quedaba su
nueva casa. La Ladeira do Tabuão era la última etapa. De
allí, el cementerio o el hospital.
—Dulce todavía no había cumplido veinte años.
La prisión del zapatero español había sorprendido a los
habitantes del 68. Hasta pensaron que se había vuelto loco.
Sólo los que habían conversado con él comprendieron el
hecho que provocó su encarcelamiento y posteriormente
su deportación.
Muy retraído, con su gato y sus bromas, no gozaba de
las simpatías de la casa pero tampoco lo odiaban.
Vagamente sabían que era anarquista y que no creía en
Dios. Inquilino antiguo, vivía en una pieza del sótano desde
hacía seis años sin que nadie lo molestase a pesar de sus
doctrinas. En esos años se habló muy poco de él. Sólo una
vez había golpeado a un inglés que pateó a un perro
leproso en plena calle. Pero esa vez no le pasó nada. La
gente e incluso los policías, se habían puesto de su lado y
se marchó tranquilo. Habían pasado tres años de esa paliza
y ya no se hablaba de ella, cuando el zapatero volvió a ser
114
objeto de las charlas de las lavanderas y de los hombres
que volvían del trabajo. Y en esta ocasión, el zapatero
español no tuvo a la gente y a los policías de su lado. Se
quedaron asombrados y sin comprender. Sólo los hombres
que se reunían en la pieza de Álvaro Lima y el viejo judío
apoyaron la actitud del anarquista y se la explicaban a los
otros en la puerta del 68.

2
En el primer momento la cosa fue un gran escándalo. Nadie
entendía por qué el español, en silencio, había apedreado
la pantalla del cine en uno de los momentos de mayor
dramatismo de la película.
Daban una película americana sobre la revolución rusa.
Los revolucionarios quemaban palacios; destruían casas,
mataban a montones de personas, descabezaban a algunos,
mutilaban a criaturas y provocaban lágrimas en las
mujeres que asistían al espectáculo.
El español le decía a su vecino de asiento:
—¡No fue así! ¡No fue así!
Gritó. Nadie lo oyó. Entonces se retiró antes de que
terminara, pero al día siguiente volvió con los bolsillos
llenos de piedras. Y en el momento justo en que, causando
escalofríos a las mujeres, él marinero rojo suspendía el
sable sobre una criaturita de meses que reía inocente, las
piedras comenzaron a llover rompiendo la pantalla. Se
encendieron las luces. En la primera fila, un hombre de
115
hermosa cabeza gris, una vena azul cortándole la frente,
decía con voz serena.
—Esto es una infamia. Las cosas no pasaron así.
La policía se lo llevó.

3
La negra vieja que vendía acarajé, mingau, cus-cuz23 y
munguzá a la puerta del edificio notaba el crecimiento
diario de la herida en el pie de Cabaça. Comenzaba a subir
por la pierna y de nada valían las cataplasmas de barro que
el mendigo se ponía. Cada día la enfermedad se extendía
más. Casi no podía andar y cuando pisaba, el dolor se
reflejaba en la crispación del rostro. Al principio las
limosnas aumentaron, pero la pierna comenzó a despedir
un olor que apartaba a la gente. Desesperado, a veces se
metía las uñas sucias en la carne viva y podrida de la
herida. Los dedos salían ensangrentados. La negra vieja
avisó a la Asistencia que una mañana nublada se llevó a
Cabaça a pesar de sus gritos de protesta. Esa noche el
ratón pelado esperó inútilmente el silbido del mendigo.
Llegó hasta la planta baja a oler la manta abandonada.
Cabaça no estaba con el carajé sin pimienta. Y como en las
noches siguientes tampoco se oyó el silbido, el ratón
pelado borró al mendigo de su memoria.

4
116
Dormía en el paseo de la Sed, donde las nubes sustituían a
las estrellas del cielo. No estaba contento. Pero ¿qué le
quedaba sino resignarse con su cama de diarios? Las
limosnas que recogía no le alcanzaban para alquilar una
pieza y no conocía ningún rincón de escalera donde poder
dormir. Decía palabrotas e imprecaciones diversas para
que no lloviera, al ver el cielo sombrío, el viento que
levantaba el polvo de las calles estrechas. Y desesperaba de
encontrar un lugar mejor para su sueño. ¿Dónde había una
puerta abandonada, un rincón donde extender el diario?
En el centro de la ciudad se levantaban nuevas casas de
departamentos, rascacielos de diez pisos que humillaban a
los edificios coloniales, pero los rascacielos tenían porteros
vestidos de azul, con botones de general, que no permitían
siquiera aproximarse a los mendigos para recoger una
moneda.
Zefa, una viuda que pedía limosna acompañada de
cuatro hijos raquíticos, le decía que no se desanimara. Que
un día encontraría un lugar para descansar de su trajín. Él
pensaba que lo mejor era amigarse y vivir juntos en el
rancho de ella, en la lejana Ciudad de Paja. Donde dormían
cinco, podían dormir seis, y además, los dos juntos
ocuparían el lugar de uno solo. No se lo decía por timidez,
las palabras se le embrollaban en la garganta. Zefa no era
una belleza, no tenía rostro de santa inmaculada que se
entristece con una proposición de amancebamiento. Sin
embargo, había cierta angustia en sus ojos, algo que el
mendigo no sabía qué era, ni por qué existía, y que lo
intimidaba, obligándolo a mirarse las manos sucias y las
117
muletas. Se sentía inferior a Zefa, muy lejos de ella,
imposibilitado de alcanzarla. La buscaba todos los días en
la calle Chile, donde ella mendigaba mostrando sus hijos a
los transeúntes.
—Tenga pena de estos chicos sin padre…
Cierta mañana, sorpresivamente, Zefa se le apareció en
la calle de la Sed.
—¿Alguna novedad, Zefa?
—Encontré una puerta para que usted duerma.
—¿Adonde?
—En la Ladeira do Pelourinho. No sé el número, pero es
el edificio más grande de la calle, pintado de rosa,
descascarado.
—¿Y dejan dormir allí?
—¿Por qué no?
—Si dejaran ya habría alguno.
—Había. Cabaça estaba… ¿No conoció a Cabaça? Un
viejo con una pierna lastimada. La Asistencia se Jo llevó
ayer. La escalera no tiene ocupante ahora.
—Usted…
Iba a agradecerle, pero ella no lo dejó:
—Trate de ir hoy mismo, antes que se lo ocupen,

5
Esa noche se acercó a saludar a la negra vendedora de
mingau.
—Buenas noches.
118
—Buenas noches, blanco.
Se sentó al lado de la bahiana, en el portal, y se quedó
en silencio, sin saber cómo empezar. Con la muleta
golpeaba el cemento de la vereda. La mujer notó su
molestia y le preguntó:
—¿Quiere tomar algo?
—Dos tostones de mingau de puba.
Mientras agarraba el vaso se resolvió:
—¿Aquí dormía un mendigo, no?
—Era Cabaça… Está en la Asistencia ahora, muy mal…
—¿Y a él no le importaría?
—¿No le importaría qué?
—No. Yo hablaba de otra cosa. ¿Al dueño de la casa no
Je importaba que él durmiera acá?
—¿Al señor Samara? Si no viene por aquí… ¿Usted
quiere el sitio, si no me equivoco?
—Sí… Eso es, si no hay otro…
—Si lo quiere ocúpelo en seguida, sino se viene otro.
Apareció un cliente al que vendió una moqueca de
aratu24.
—No sé cómo se puede dormir aquí… Hay más ratones
y basura…
—Yo dormía en el paseo de la Sed y era peor. Cuando
llovía…
—Cabaça dejó una manta. Si no se la llevaron ahí debe
estar, abajo de la escalera.
Se quedó callada mirando las estrellas y después siguió:

119
—A mí me gustaba Cabaça. Tenías unas cosas de loco.
Se arreglaba en la escalera. Hasta criaba un ratón…
—¿Un ratón?
—Sí… ¿Le parece raro? A mí también… Es la primera
vez que veo criar un ratón… Un animal tan asqueroso…
Todos los santos días Cabaça compraba un carajé para
darle al ratón.
Hizo un gesto con la mano como queriendo abarcar el
tiempo,
—De hoy, fresco… Mire que yo conozco historias… Pero
eso de criar un ratón sólo se lo vi a Cabaça…
El mendigo buscó doscientos reis para pagar el mingau,
pero la negra no los agarró-
—No. Usted va a ser cliente. Hoy es gratis…
—Muchas gracias.
Entró. Vio la manta, extendió el diario, se echó sobre él
y se cubrió con la manta. Esa noche casi no durmió con el
olor a pis y el ruido que hacían los ratones. Pero se
acostumbró en seguida.

6
Raquítico, con los ojos hinchados, no tenía la barriga
crecida como los chicos del 68, pero en compensación los
huesos se le asomaban debajo de la piel amarilla. Fumaba
cigarrillos baratos, iba a ver las películas en serie, se
burlaba de ‘‘‘Vamos a caparlo”, integraba la patota de
Zébedeu cuando armaban líos en el cine. Su éxito entre los
120
muchachos se debía a su capacidad para hacer
morisquetas con la cara y ejercicios con el cuerpo. Como
ningún otro conseguía enroscarse juntando la cabeza con
los pies. Daba saltos mortales que impresionaban a sus
compañeros y sumaba a esas cualidades la de ser el mejor
atacante del Chuta Forte F. C. que disputaba el campeonato
en plena calle con una pelota de trapo. Se enorgullecía de
ser el segundo, detrás de Zébedeu en el odio de “Vamos a
caparlo”, que decía de él:
—Ese es tan atorrante que ni siendo hijo de ricos
andaría calzado…
Soñaba con ser artista de circo, el muchacho del
trapecio que entra vestido con una casaca y se va sacando
la ropa delante del público hasta quedar en malla. Se veía
subiendo por la escalera de cuerdas hasta alcanzar el
trapecio más alto de donde se tiraría en un salto mortal
hasta el otro trapecio. Antes de saltar, el director del circo
pediría un minuto de silencio a los músicos y a la gente,
porque un centímetro mal calculado podría provocar la
muerte del célebre trapecista. Después vendrían los
aplausos, las muchachas agitando sus pañuelos en el
picadero. Les decía a sus compañeros que un día se iría con
un circo y que si volvía no lo iban a reconocer. Se habría
transformado en un guapo y famoso muchacho.
—Ustedes van a ver.
Los otros le contestaban:
—Nos gustaría entrar gratis en tu circo….

121
—Y pidan… pueden pedir. Ya van a ver. Ustedes me
piden las entradas a mí y yo se las consigo…
—¡Salí de ahí, moscón! Si sólo de imaginarlo te pones
estúpido…
—¿Quién hace esto como yo?
Echaba las manos hacia arriba y se iba doblando
lentamente hasta tocarse los talones.
—Yo también lo hago.
—A ver, hacelo, a ver…
Se doblaba más aún metiendo la cabeza entre las
piernas. De pronto la madre le gritaba:
—¡José, sinvergüenza, te voy a matar a golpes! ¡Vaya
para adentro, mocoso!

7
Tenía pasión por ese hijo, el único de un matrimonio
desgraciado. También ella hacía proyectos, lo veía doctor y
pronunciando discursos. Se enojaba con las malandanzas
de José, reacio a la lectura, vagabundeando por las calles,
siempre con el cigarrillo en la boca. No tenía plata para
pagarle una escuela particular y tampoco para comprarle
zapatos y enviarlo a la escuela pública. Sabía lo que había
pasado con la hija de Ivone que había ido descalza a la
escuela. La maestra le había dicho tantas cosas que la
chiquilla volvió a su casa llorando. Ivone no le fue a romper
la cara a la maestra. ¿Qué ganaría con eso? Hijo de pobre…

122
Como Ivone, ella y las demás madres se conformaban.
¿Qué iban a hacer? Y soltaban a los hijos por las laderas.
Muy pronto ellos se acostumbraban a los pequeños robos y
a tomar cachaça. Algunos se volvían ladrones. Ellas decían:
—Era su sino…
Fatalistas, dejaban que las cosas corrieran. Es verdad
que de noche lloraban y un odio sordo les golpeaba el
corazón.

8
José amaneció sin poder caminar. Le había salido una
várice enorme en una ingle.
—‘Esto es lo que se gana con esos saltos y esos juegos
de la pelota…
Consultó con los vecinos.
—Lo mejor es encargar oraciones. Dicen que doña
Ricardina reza muy bien.
Hacia las ocho de la noche doña Ricardina llegó con un
ramo de mastruço25 en la mano. Hizo levantar al enfermo,
le pasó el mastruço por la frente, rezó en alta voz y terminó
llevándolo detrás de la puerta.
—Mire la luna.
—No puedo verla con el techo.
—No la erre. Mire hacia el cielo donde está ella.
Y le mandó repetir:

A bêngão, dindinha Lua


123
esta íngua é muito má.
Tome ela pra você
me ajuda a me curá26.

Repitieron tres veces la oración. Doña Ricardina le


avisó:
—Ahora póngase aceite dulce con ese mastruço en el
lugar de la maldición. Y déjelo tres días en la cama.
Recibió diez tostones por el rezo y se fue rezongando
oraciones.

9
Doña Risoleta le avisó a Linda cuando entró, mientras
señalaba la pieza de las vecinas con el dedo:
—El médico dijo que a lo mejor no pasa de hoy.
—Ah, voy a ver si Verá precisa algo.
La paralítica le aconsejó:
—Cuidado, hija. Esa enfermedad es muy contagiosa.
De puro miedo no pronunciaba su nombre. Se oyó una
tos prolongada. Los nervios que aún le quedaban a doña
Risoleta la hicieron hamacarse en su silla. Linda se sentó
desanimada.
—¡Qué cosa horrible! No tengo coraje para ir…
Otro acceso de tos desde el cuarto del fondo la sacudió.
—¡Qué cosa más triste!
—¡Ahora tose tanto, la pobre! Es de nunca acabar… Ya
vino el cura, esta tarde. La pobrecita, ni pecado tiene…
124
La tuberculosa tosía bajito. Doña Risoleta cruzó sus
manos en un rezo. Linda apretó la almohada en sus oídos.
Julieta empujó la puerta.
—¿Se puede entrar?
Se sentó en la silla agujereada y habló de la
tuberculosa.
—Está muy mal… Es mejor que se muera en seguida…
Al final, ¿de qué le vale vivir sufriendo?
Linda buscó otra conversación:
—¿Y Julia?
—Se casa el ocho. Está que revienta de orgullo porque
se casa con un empleado de Banco. Como si la plata diera la
felicidad… En todo caso, ella sabrá… Se está haciendo el
ajuar …
Como la tuberculosa volvió a toser, filosofó:
—Unas se preparan el ajuar, otras la mortaja.
Revolvió algunos libros.
—¿Qué novela estás leyendo?
—No es una novela. Es un libro serio.
—¡Ah!

10
Por la mañana, Vera, los ojos hinchados, trajo la noticia.
Doña Risoleta, sin querer y sin saber por qué, sintió un
gran alivio. La muerte de la tuberculosa la libró de una
tortura. Se avergonzó pensando que era un pecado. Pero,
por más que hiciera, no conseguía entristecerse o sentir
125
pena. Rezó un rosario por la salvación de esa alma. No
comprendía por qué se sentía más calmada, con los nervios
aliviados.
Mientras tanto, en el sótano pareció faltar el
acostumbrado ruido de la tos de la tuberculosa. Era como
si se hubieran silenciado todos los ruidos y sin aquella tos
doliente, el silencio se extendía por las piezas y por la sala.

11
Después que se llevaron el cajón, el chofer del segundo
piso le explicaba al de los dientes salidos:
—La tuberculosis es una enfermedad de clase. Si un
pobre tiene tuberculosis, no puede curarse…
La sordomuda se reía en la escalera con esa risa suya
que parecía un llanto y hasta daba miedo. Y hacía doloridos
gestos de alegría.
El de los dientes salidos escupió:
—¡Qué miseria!

12
La muchacha de azul parecía desconocer todo lo que
pasaba en el edificio. Continuaba bajando las escaleras
como una sombra entre los hombres sudados. En cambio,
para Linda, cada uno de aquellos sucesos tenían una
significación y le enseñaban más que los libros que leía la
noche entera.
126
INMIGRANTES

1
LA sequía los empujaba para el Sur, en la tercera clase del
Santarem, donde también viajaban soldados. Después que
desembarcaron los pasajeros de primera, ellos saltaron
con sus atados, las mujeres ¡levando a las criaturas. El negó
Henrique que cargaba una bolsa de cacao en el galpón
número 6, le. dijo al Colorado:
—¡Mirá cuántos hambrientos!
—La cosa anda brava por allá… El sol quemó todo …
Hombres amarillos de caras chupadas. Mujeres flacas,
dobladas como viejas. La vejez entre ellas no se medía por
la edad sino por el número de hijos.
Los changadores pararon, mirando esa leva humana
que se apretujaba en grupos, desorientada.
—¡Cuánta gente!
—Cada grupo es una familia.
—¡No me digas!
—¡Claro!
Los que tenían un poco de dinero preguntaban por
pensiones baratas y hacia ellas se marchaban con sus
atados y sus familias. Pero un grupo de unas treinta
personas se quedó.
—Ésos no tienen donde caerse muertos…
—Ni un centavo…

127
Tras conversar, el grupo pareció elegir un jefe a quien
le entregaron las monedas que pudieron rascar de los
bolsillos con sus manos flacas. El negro Henrique y el
Colorado se les acercaron. El jefe anunció:
—Noventa mil reis…
Sabían que sólo tendrían barco para el sur de la
provincia dentro de los tres días. El jefe preguntó:
—Señor, ¿usted sabe de un lugar donde podamos
dormir estos tres días por noventa mil reis?
—¿Tanta gente? No sé…
El Colorado dijo:
—¿A lo mejor en el patio de la casa?
—A lo mejor… —aceptó Henrique—. El señor Samara
ya le alquiló a gente así hace cosa de dos años…
—Es capaz…
El jefe tenía más cara de gitano que de cearense.
Colorado, más alto que Henrique, con saco de casimir y un
pañuelo de color en el cuello.
El Colorado les dijo:
—Conozco una casa donde a lo mejor se pueden
quedar… Bah, no es una casa, es un patio de cemento en la
Ladeira do Pelourinho… Pero mientras no llueva —miraba
el cielo— y esté fresco.
Les indicó el escritorio del señor Samara. Los
inmigrantes le agradecieron y se marcharon con sus
pequeños atados al hombro, arrastrándolos como si
pesaran kilos. Algunas mujeres llevaban los baúles y otras
a sus críos. Una chica de unos doce años tiraba de la mano
128
de un hermanito de tres años y en los brazos cargaba a
otro de seis meses que lloraba. La madre había muerto en
Ceará.
El negro Henrique se quedó mirándolos hasta que
desaparecieron por detrás de las casas de la Ciudad Baja.
Puso una mano sobre el hombro del Colorado:
—Pobre gente… Creen que en el Sur se van a
enriquecer…
El Colorado levantó una bolsa de sesenta kilos:
—Una mierda… ¡Pobre gente!
El señor Samara pidió cuarenta mil reis por día por el
alquiler del patio. Le ofrecieron treinta.
—Bueno, ¡bah! Acepto porque ustedes están en mala
situación y no quiero dejar de hacer una caridad… ¡Pero no
me ensucien el patio!
Al jefe no le gustó nada eso de la caridad, pero se calló
la boca. Pagó el día adelantado y conforme le indicó un
albañil, subieron por la Ladeira do Tabuão.

3
El jefe iba adelante mirando los números. En el 68 se paró.
Las ventanas se llenaron de curiosos.
—Son gitanos.
—No, son hambrientos.
El jefe se dirigió a la mujer que estaba a la puerta.
—¿La señora me puede indicar si es aquí donde tienen
un patio? Porque nosotros alquilamos un patio…
129
La mujer miraba fijo al hombre, con los ojos chiquitos y
risueños. Después se rió tan alto que el hombre reculó. El
señor Fernandes apareció detrás del mostrador de su
negocio.
—No le haga caso. Es sordomuda y chiflada de la
cabeza. ¿Qué quieren?
El cearense repitió su pregunta.
—¡Ah, sí! Es aquí nomás. Entren por ese corredor. Es al
fondo, en el T. K. Espero…
Cuando la gente desapareció por el oscuro corredor, el
señor Fernandes murmuró:
—Las lavanderas van a estar mal…
Y como la sordomuda seguía riéndose, y señalando a la
chiquilina que llevaba a los dos hermanitos, le gritó:
—¡Cállese la boca, hija de puta!

4
De mala gana, las lavanderas recogieron la ropa extendida
y el piso de cemento apareció mojado. Los hambrientos
descolgaron sus atados, desataron las esteras. Como no
podían armar las redes, las usarían de mantas. Tomaban
agua de la canilla en grandes tragos.. Algunos se echaron
en el pasto húmedo, tapándose la cara con el rústico
sombrero de paja. Había una variedad de pañuelos. Unos
colorados, otros blancos con flores, atados al cuello en
reemplazo de la corbata o en las muñecas. Las mujeres
llevaban anudada en una punta del pañuelo su plata. Las
130
madres daban pedazos de pan y de rapadura a los
chiquillos. Los chicos del K. T. Espero habían traído a todos
sus compinches de la cuadra para observar a los
inmigrantes. Se quedaron a la puerta del corredor,
empujándose unos a otros, pellizcándose para ver mejor.
—¡Dejame el culo que no soy marica!
—Sos una masita…
—¡Miren a esa mujer dándole la teta al hijo!
—¿Adonde?
—Ahí.
—Yo también quiero chupar…
—Chúpame el pito…
—Yo te meto el brazo.
Uno de los hambrientos descubrió la panadería.
—Miren, una panadería…
—Voy a comprar pan fresco.
Volvió con un raro pan árabe en forma de máte.
—Qué cosa más desabrida…
—Es pan de gringo…
—Dicen que ellos comen las hojas de la uva…
—Dicen que en Alemania comen los nidos de los
pajaritos —explicó un flacucho.
—Vaya a contárselo a otro…
—¿Y qué? ¿Acaso los indios no comen a la gente?
—La gente no es como los nidos de pajaritos…
—¿Qué es mejor?
—Pruebe de los dos a ver.

131
Aparecieron varias guitarras. Cantaron côcos de su
tierra distante y payadas de cantores célebres. Las
lavanderas se olvidaron de su enojo y se aproximaron.

… eu fiz tanto estrepolia


que os reis mandou me chamá
pra casá com sua fía.
O dote qu’êle me dava
Oropa, Franga e Bahía…

Una joven bailaba los pasos leves de coco. Los hombres


batían las palmas. La voz del cearense seguía:

e eu disse que não quería…

Las lavanderas se aproximaban cada vez más. Al fin,


Victoria ya no resistió y se puso a bailar. Un acordeón
tocado por hábiles manos, completó la orquesta. El hombre
que lo tocaba bailaba al mismo tiempo, el acordeón
estiraba y encogía la música como si acompañara la danza
del hombre.

…, o dote qu’êle me dava


Oropa, Franga e Bahía…

Los hambrientos y las lavanderas bailaban olvidados


de todo. De pronto, la música se paró para volver a
comenzar en seguida:
132
Olha o côco das Alagoas!
Olha o côco das Alagoas!

Y se quebraban, el cuerpo doblado en contorsiones, los


ojos vivaces, los dedos ágiles en las cuerdas. Olvidados de
la esclavitud de la que venían, sin pensar en la esclavitud
hacia la que marchaban.

Olha o côco das Alagoas!27

5
La chiquilla de doce años abrigaba al hermanito. Con los
ojos seguía al otro que se había soltado de su mano y corría
por el pasto. El padre, un robusto vaquero, había vomitado
durante todo el viaje y todavía estaba amarillo, tirado
sobre el suelo.
—Todavía tengo arcadas…
—Ni parece vivo…
—Soy hombre para pisar la tierra no para balancearme
en el agua.
¡Nunca más!
El crío lloraba y buscaba en el pecho de la hermana
unos senos que todavía no habían crecido. Una cearense de
pechos vastos, parida hacía pocos meses, se ofreció:
—Le puede dar de mamar.

133
Y así se había alimentado. Con la lecha de una y de otra.
La chiquilla agradecía con los ojos, unos ojos serios de
señora. El crío chupaba del seno prestado, vorazmente.
Después se durmió en medio del ruido de las guitarras. La
chiquilla corrió tras del hermano más grande, lo llevó junto
a ella y se quedó sentada al lado del hermanito el resto del
día, sin correr con otros chicos, sin reírse, cambiando
escasas palabras con el padre.

6
El enfermo tomó la dosis de quinina y le sonrió al
enfermero improvisado.
—Apenas me mejore y gane un poco de plata, me
vuelvo a Ceará…
—¿Nostalgias?
—¡No me hable!
Había embarcado enfermo. Los otros decían que la
enfermedad mejoraría con el cambio de clima. Pero
continuaba agarrada a él, cada día con fiebre más alta. En
el delirio veía la tierra seca esperando la lluvia, el ganado
muerto, la huida de los hombres. Quería volver. Tenía
miedo de las tierras del sur, de ese cacao tan mentado que
había enriquecido a tantos. Oía las historias pero no las
creía. Apenas tuviera para el pasaje volvería, aunque la
sequía no se hubiera terminado.
No volvió.

134
Murió tres días después, cuando avistaba los cocoteros
de Ilhéus a bordo del Maraú. Le envolvieron el cuerpo con
una lona negra. Los otros no hablaron más de la vuelta. Se
desparramaron por las plantaciones donde no se
enriquecieron. Los hijos fueron educados para
cangaceiros28 por los coroneles. Olvidaron las historias del
Padre Cícero, y aprendieron las historias de Lampião.
También se olvidaron de que habían venido para hacerse
ricos. Ahora pensaban en las deudas fantásticas que tenían
con sus patrones.

135
BODEGA

1
—¡UN trago!
—No vale la pena…
Los hombres se recostaban sobre el mostrador o se
sentaban sobre los cajones de jabón. Hacia las seis de la
tarde de cada día, el negocio de Fernandes se llenaba.
—¿Quiere cachaba o no quiere?
Levantaba la botella con raíces dentro del alcohol.
—¡Métale! ¡Un trago, compañero!
—No vale la pena…
—Una pizca…
—No mata el hambre.
El de camisa a rayas rojas y mangas cortas largó un
silbido entre sus dientes cariados. Dio un trago, puso mala
cara y escupió. Las piedras del piso estaban rosadas.
Todavía no habían encendido las lámparas.
—¡La cobra de ese vendedor se escapó ayer y las
mujeres hicieron un chillerío padre!
—Pero esa cobra no tiene veneno.
—¿Leyó el diario de ayer?
—¿Por qué?
—Una familia del sertón comió una cobra…
—¡Moqueca de cobra! A lo mejor es rico…
—Cállese.
136
El otro bajó la cabeza:
—Otro trago, Fernandes.
—…se estaban escapando de la sequía y de Lampião…
—jEpa! ¡Cabra29 maldito!
—i Cállese!
—Vamos, Fernandes…
—… comieron la cobra, se murieron todos…
—La cobra es indigesta…
—…el padre, la madre y seis hijos…
Un salivazo espeso. Desde el mostrador se veía la
oscura escalera.
—Muchas cobras de aquí son capaces de comer
ratones… con el hambre que tienen…
Tenía un tic rarísimo. Arrugaba a la vez los labios, la
nariz y un ojo. Quedaba con una expresión angustiosa.
—¡Santa María de los Dolores!
—Dicen que en la guerra…
Miraba al militar que se limpiaba el polvo de las
polainas con el sable.
—¿No es cierto, sargento? Dicen que en la guerra
comen ratones…
El militar haciéndose el importante:
—Eso es cosa de alemanes…
—Entonces.
El negro se sacó el palito de la oreja para oír mejor.
—Hasta carne humana comían. El hambre fue
tremenda…

137
—Si dan ganas de vomitar… —y fruncía los labios, la
nariz y un ojo.
—No sé por qué, paisano…
El militar miraba con desprecio.
—Caña, Fernandes…
—No le ofrece a los amigos…
—¡A sus órdenes! Lo que es mío es de mis amigos…
—Como estaba diciendo…
Se volvieron hacia el militar.
—… el paisano no está preparado… Pero nosotros, los
militares… Puede venir la guerra… Apenas la Argentina se
mueva…
—¿No vio lo del Paraguay?
—Mi abuelo fue voluntario… Perdió un brazo.
La voz de Álvaro Lima venía desde la oscuridad de la
escalera:
—¿Y ya no pudo trabajar, no?
—Así es…
El militar se asombró:
—Pero es un héroe de la Patria.
—Era, ¿Porque se murió de hambre, no?
—Casi… Murió pidiendo limosna.
El de la camisa a rayas terminó de enrollar un
cigarrillo:
—Es mejor ser bandido…
—Pero la Patria… El Brasil…
Desde la oscuridad su voz parecía más fuerte, más
dominadora:
138
—La guerra sólo le da beneficios a los que mandan.
Ellos se enriquecen… Los ricos se hacen más ricos
vendiendo provisiones…
—¡Bien dicho!
—Si todo el mundo pensara así, el Brasil
desaparecería…
—Claro, ellos piensan en el Brasil… Quieren la plata. En
la guerra los que mueren son los soldados… los matan sus
camaradas… otros soldados para servir a los intereses de
los ricos.
El militar buscó replicarle. Pero estaba solo y oía los
pasos del otro subiendo la escalera. Metió el sable en la
vaina y prosiguió:
—Pero sólo los alemanes comían ratones…
Un hombre entró. Se destacaba su barba muy crecida.
—El difunto era más gordo.
Se recostó sobre el mostrador y pidió:
—Un pan de doscientos reis.
Buscó las monedas por todos los bolsillos. Los otros lo
oyeron murmurar:
—Pero, se me habrán perdido…
Los encontró. Masticó el pan allí mismo con grandes
mordiscones.
—Hasta parece hombre de bien.
En la puerta se paró, iba a volver, pero tuvo vergüenza,
se metió las manos en los bolsillos y bajó la ladera.
Entonces se acordaron de que llevaba un brillante en el
dedo.
139
—Si empeña eso…
—¡Cállese! Quién sabe por qué no lo larga…
—Esas cosas de mujeres son un aseo…
—¿Quién habló de mujeres aquí?
—¡Eh! Nadie habló…
Fernandes hacía las cuentas. El de la camisa a rayas
preguntó:
—¿Cuánto le debo?
—Mil doscientos…
—Póngalo en la cuenta…
Fernandes lo apuntó en una pizarra que colgaba de la
estantería con esta inscripción:

MAÑANA
SE
FÍA

—Ese mañana no llega nunca.


—Otro trago para acabar…
—Mil cuatrocientos…
El hombre tenía una bufanda colorada. Se tomó su
cachaça y buscó conversación:
—Buenas tardes…
—Buenas noches…
—¡Es lo mismo! Ya dieron las seis…
Depositó el vaso. Convidó:
—¿Se sirven?
El viento le levantaba la bufanda.
140
—¿Sabe si hay alguna pieza vacía en este edificio?
El del capote informó:
—Hay una. Vivía un ladrón de carteras que la policía se
llevó…
—Ahora está para alquilar…
—Cualquiera de nosotros puede robar…
—Es cuestión de hambre…
—Mientras yo pueda trabajar.
—¿Y si no tiene trabajo?
—Yo no robo…
—La ocasión hace al ladrón, hombre…
—Será…
—¿No vio al viejo Jerónimo?
—¿Otro trago?
—No vale la pena…
—…honrado como no hay dos. Pero cuando vio que la
mujer se le moría de hambre…
—Así es…
—Le dieron cinco años… Los jueces no pasan hambre…
El de la bufanda observaba asombrado.
—Y el fiscal encima le dijo cada cosa. Claro, como iba
con un policía de cada lado. Porque lo que es coraje, el
viejo tenía…
Un viejo con un organito montado en cuatro ruedas
hacía sonar viejas músicas para los chicos de la calle. Se
quedaron callados oyéndolo. Fernandes contaba las
monedas. La música entraba por la oscuridad del negocio.

141
Un viento más fuerte trajo el olor a pis de la escalera. El de
la camisa a rayas pagó y con la voz apagada dijo:
—Yo ya maté a un hombre… Allá en el Amazonas… Y
por causa del hambre…
El de la bufanda se empequeñeció en un rincón: —Le
pasa a cualquiera…
La música del organito se detuvo. Fernandes comenzó a
cerrar las puertas. En voz alta, tanto que lo oyó la
muchacha de azul que subía la escalera, dijo:
—La charla es gratis…

142
PAYASOS

1
NO. No fue en uno de esos grandes circos que recorren las
capitales del mundo con jaulas, artistas y payasos que
hablan varias lenguas. Circos que tienen barcos propios y
exóticos animales, jirafas e hipopótamos. Nada de eso. Fue
un pequeño circo de pueblo cuya mayor atracción era un
viejo que se emborrachaba con cerveza. Circo que cuando
llegaba a Bahía levantaba la carpa en un barrio bien
apartado del centro de la ciudad. Es verdad que se llamaba
“Gran Circo Europeo”. Pero era un cirquito brasileño que
recorría las ciudades del interior repartiendo papeles
amarillos que relataban ruidosos éxitos en Río de Janeiro,
en Porto Alegre, en Maceió, en Oeiras. Muchos creían que
Oeiras era una gran ciudad de Europa…
A pesar de eso, Laudelino vivía desde hacía diez años
con la nostalgia del circo. Desde el día que en Juázeiro, la
compañía se disolvió y vendió el oso y la carpa para pagar
los pasajes. Laudelino se volvió triste. En esos diez años
vivió en el edificio. Y en su pieza se veían viejas fotografías,
sucias y rotas, en las que aparecía irreconocible, vestido
con bombachas verdes, la cara pintada de blanco, con
dibujos en la frente. En aquella época era el payaso Jujuba,
encanto de los chicos y los grandes de los pueblos perdidos
del interior. Decía chistes, hacía cabriolas, enarbolando
siempre aquel bastón que ahora colgaba de su cama.
143
Extrañaba mucho las representaciones. Siempre
representaba el primer papel masculino.
Cuántos éxitos… Se acordaba de los carteles:

HOY — GRAN CIRCO EUROPEO — HOY


Extraordinaria función. Nuevas atracciones. El oso
amaestrado. Lili y sus novedades en el trapecio. La
escalera de la muerte. Hércules levantando 200 kilos.
Y la emocionante pantomima “Los dos sargentos”,
con el extraordinario Jujuba.

Cuando salía al picadero estallaban los aplausos. En “La


toma de la Bastilla” había hecho llorar a todo el mundo. Era
su éxito mayor. Cuando agarraba al conde por el cuello
gritándole “¡Traidor!”, la platea se ponía de pie.
Todo estaba tan lejano… diez años ya… Metido en ese
edificio sólo le quedaba la alegría de contar sus glorias
pasadas. Desde la noche en que recitó un monólogo en una
fiesta que había ofrecido Fernandes, lo llamaban el
“artista”. Las mujeres decían:
—En el cuarto piso vive un artista. El señor Laudelino.
Trabajó en un circo…
Y Laudelino, después de contarle sus glorias a los
hombres reunidos en la escalera, se encerraba en su pieza,
se ponía las bombachas verdes y declamaba, repetía
bromas viejísimas y veía al público de las aldeas visitadas.
Al volver a la realidad de su pieza maloliente, lloraba como

144
había llorado el día en que el público de Oeiras lo llevó en
andas triunfales.

2
Decían que había quedado así desde que la hija había
muerto tuberculosa en una ciudad del sertón. Había
estudiado farmacia siendo muy joven, con la esperanza de
hacer después el ciclo médico. Pero todo se dio en contra
de sus deseos. La muerte del padre, un sastre que lo
ayudaba para que estudiara, el precio de los libros, todo. Se
ganaba la vida enseñando física, química e historia natural.
Se casó. La mujer era flaca, él lo veía. Fueron felices dos
años, con una felicidad completa. No faltaban flores en la
casa donde la risa doliente de la mujer agregaba tonos
melancólicos. Sus cursos eran muy concurridos, había
echado fama de buen profesor y los alumnos lo respetaban.
Lo encontraban muy correcto, con su larga cabellera y sus
anteojos de gruesos vidrios a causa de la miopía. Algunos
alumnos no pagaban. Él no los estimaba menos. En una
ocasión los muchachos le hicieron una demostración con
discursos y licores.
A los dos años murió la mujer dejándole una pequeña
hija que ya traía en la sangre la dolencia de la madre.
Quince años después el médico le dijo que si no la quería
perder debía llevarla al clima del sertón. Otavio cerró su
escuela, se buscó un puesto de maestro primario en
Bonfim y se marchó.
145
La muchacha siguió enferma a despecho del clima y los
remedios. Otavio enseñaba las primeras letras en la
escuela pública. Los niños lo amaban como lo habían
amado los muchachos. La maestra anterior, a pesar de las
prohibiciones usaba una palmeta incansable. El nuevo
maestro no; usaba una sonrisa buena y con su aire cansado
parecía venir de una larga carrera.
Llevaban tres años haciendo esa vida. La hija murió.
Apenas había adelgazado con la enfermedad. Tosía poco.
Murió silenciosamente, como hija de maestro público.
Otavio no lloró. Pero quedó con aquel aire sonámbulo que
conservaría para el resto de su vida. Enseñó muchos años
más en la ciudad. Pero no sonrió más. De pronto se
olvidaba de todo y se quedaba mirando por la ventana
hacia el cielo distante. Los chicos decían:
—El maestro está loco.
Por fin lo despidieron. Volvió a Bahía y después de
rodar por varias pensiones donde se reían de él, se alojó en
el tercer piso del 68. Comenzó a hablar solo, fabricaba
objetos de madera en su pieza.
Cierto día, un diario publicó su retrato con una larga
nota. Aparecía también la foto de un rara aparato. El
maestro había descubierto el motor continuo, según
declaraba. El periodista contaba toda su vida, recordando
los tiempos áureos y terminaba lamentando la locura que
“se había posesionado de su cerebro tan brillante y
fecundo”.
A Otavio le preocupó muy poco lo que decía el diario. A
la noche le explicó al de los dientes salidos el engranaje de
146
su invento, las piezas que le faltaban, la revolución que
causaría en el mundo industrial y científico. Hablaba con el
de los dientes salidos pero miraba a lo lejos, hacia las
estrellas, como si les hablase a ellas o a alguien que
estuviera por aquellos lados.
Terminó diciendo que el aparato se llamaría Helena.
—Es un nombre muy lindo, ¿no le parece, señor?
—Sí…
—Es el nombre de mi mujer y de mi hija…
Ahora, antes de dormir, el de los dientes salidos oye sus
pasos en la pieza, pasos rítmicos y cadenciosos, cinco hacia
adelante, pausa, cinco hacia atrás…

147
NOMBRES SIN APELLIDO

1
MUJERES sin apellido. Marías de nacionalidades diversas.
Algunas casadas, con maridos que tampoco tenían
apellidos; solteras otras, flacas o gordas, enfermas o sanas,
con un solo vínculo, la pobreza en que vivían.
Algunas tenían dos nombres: María da Paz, María da
Conceição, María da Encarnação, María dos Anjos, María do
Espirito Santo. Otras tenían apellido: María Cotó, María da
Sandalia, María Doceira, María Visgo de Jaca, María
Machadão. La mayor parte, sin embargo, era solamente,
María de Tal, hijas de Antonio o Manuel de Tal, casadas con
Cosme o Jesuino de Tal.
Mujeres que vendían frutas, lavaban ropa, trabajaban
en las fábricas, cosían, vendían su cuerpo. Mujeres sin
apellido, mujeres del 68 en la Ladeira do Pelourinho o de
otros edificios iguales, para las cuales nunca un poeta hizo
un soneto, mujeres que simbolizaban la humanidad
proletaria que se mueve en las laderas y calles oscuras.
Tuvieron una frase anónima:
—Gente sin nombre… Gente sin padre… Hijas de puta…

2
—¿Quién iba a decirle eso a María Cabaçu? ¿Quién tendría
coraje?
148
Aún hoy el edificio se acordaba de su fama. En la
escalera se cuentan las historias que había dejado tras su
paso.
Desapareció tal como había aparecido hacía algunos
años, sin que se supiera de dónde venía, sin que se supiera
adonde iba.
Valiente como un cabo de policía. Alta y fuerte como
pocos hombres en el edificio, el pelo lacio, las nalgas
inmensas.
Atraía las miradas con los contoneos de su cuerpo
fuerte, aunque casi no tenía pechos y su nariz era chata
como la de un boxeador.
Nunca abandonaba un puñal que le había quitado a un
“valiente” en Río Grande do Sul. Decía que había andado
por Acre y por Bolivia y cuando se emborrachaba hablaba
en castellano, un castellano que Fernandes no entendía en
absoluto. Decían:
—Ésa sí que es brava…
El mismo día en que alquiló la pieza, armó un lío a un
inquilino por el uso del retrete. Hubo chismes, las
lavanderas conversaron sobre la nueva inquilina al día
siguiente.
Al principio se encontró bien. Pero los hombres no la
visitaban más de una vez. Era difícil de contentar en el
pago y echó a algunos clientes. Uno de ellos casi se liga una
puñalada. Otro día, un agente de policía rodó por la
escalera mientras allá arriba, María Cabaçu se reía a
carcajadas estruendosas algo infantiles. Corrieron
149
leyendas sobre ella, compareció ante la policía, armó líos
diversos. La locataria del piso vivía afligida por sacársela
de encima. Pero le faltaba coraje para hablarle a María
Cabaçu de desalojo. Antonio Joaquín le había caído en
gracia a la valentona y lo hacía sufrir como todos los
diablos.
Es verdad que ella lo alimentaba, pero el pobre andaba
con la cara marcada. Terminó escapándose sin dejar
rastros. Entonces María Cabaçu se inclinó por el Colorado
que le hurtó el cuerpo para evitarse líos.
Quien terminó con aquella fama fue un jovencito
raquítico.
Había aparecido en el 68 con su carita de chino, sus
ojos mortecinos, sus brazos flacos. Después supieron que
era cearense y que trabajaba en un restaurante.
Una noche se mudó y a la siguiente se fue a dormir con
María Cabaçu. A la mañana le dio los clásicos cinco mil reís.
María Cabaçu le sonrió:
—Son veinte mil…
—Las mujeres de veinte mil reis están en la Pensión
Monte Cario.
—Saque la platita, blanco, si no…
—¿Si no qué?
Ella le mostró el puñal. Si los inquilinos no hubieran
oído el escándalo y alguno de ellos asistido al final de la
escena, no lo hubieran creído. El paliducho le sacó el puñal
y le dejó la cara chorreando sangre de tantas bofetadas.
El Colorado después le dijo:
150
—¿Usted sabe a quién golpeó?
—A esa negra de arriba… Se hizo la viva…
—María Cabaçu…
Le contó todo lo que el otro ignoraba. El paliducho se
ponía cada vez más amarillo de miedo. Después
desapareció. María Cabaçu lo buscó por todas partes, pero
no para vengarse, lo que quería era amigarse. Y como no lo
encontró, preparó su valija de cartón y se fue de Bahía, con
nostalgias de aquel hombre flaco que le había golpeado. Le
debía tres meses a la patrona. No le pagó.

3
Era una viejita de cabellos blancos y andar dificultoso.
Todos los meses, en la gran empresa comercial, recibía los
ciento cincuenta mil reís que le mantenían la existencia. El
dinero se lo mandaban los hijos del coronel Lima. El patrón
no se había casado nunca con ella, pero había sido igual
que un marido durante años. Desde que doña María
Ricardina Leite Lima había muerto, el coronel había traído
a María, la mucama que conservaba algunos restos de
belleza, para reemplazar a la esposa en la cama y junto a
los hijos. Cuando el coronel murió, los hijos se fueron a
otras tierras pero dejaron en la empresa una orden de
pago mensual de ciento cincuenta mil reis. Le alcanzaban.
Sus gastos eran muy reducidos. Sesenta mil reis de comida,
treinta mil reis de alquiler, quinientos reís por semana
para el folletín que le vendía un judío: Abandonada en la
151
noche de bodas, una novela sensacional que la hacía llorar.
También lloraba al contar a las lavanderas las gracias de
sus nenes, como llamaba a los hijos del coronel Lima.
Esperaba verlos antes de morir y para conseguirlo
mandaba decir misas en la iglesia de los jesuitas con el
dinero que le quedaba. Guardaba mechas de cabellos
rubios y retratos amarillentos por el tiempo, de los hijos
adoptivos.
Todas las mañanas, lloviera o hiciera sol, se jugaba un
tostón al bicho después que doña Ricardina le estudiaba el
sueño.
—¿Soñó con nubes? Seguro sale el yacaré…
—¿Por qué?
—Porque la nube es agua… Y el yacaré vive en el agua…

4
No se acordaba ni de su padre ni de su madre. Y del
orfelinato no se quería acordar. En los tiempos en que
estuvo internada, usaban un método impresionante para
librarse de las mayores, dada la superpoblación de la casa.
Depositaban doscientos mil reis para cada niña recogida y
cuando llegaban a los quince o dieciséis años las exhibían
en la escalinata que daba al jardín para que los
portugueses y los mulatos eligieran aquella con la que se
querían casar. Antes habían hecho un pequeño ajuar de
algodón y esperaban ese casamiento como una liberación.
Que no lo era, generalmente. Los portugueses buscaban los
152
doscientos mil reis más que una esposa. Con María del
Espíritu Santo había sucedido así. El portugués de largos
bigotes se entusiasmó con su gesto humilde y la eligió. Se
casaron en la capilla del orfelinato. Esa noche, medio
borracho, la violó brutalmente. Esa misma semana recibió
la primera paliza y si él no la hubiese abandonado un mes
después, ella se hubiera escapado. De los doscientos mil
reis no tuvo noticias. Anduvo perdida una noche entera.
Rondó el orfelinato pero no tuvo coraje para golpear a su
puerta. A la madrugada la recogió un vendedor de cocaína
que le tuvo lástima.
Vivió con él mucho tiempo. Esquelético, de manos
temblorosas, silencioso y delicado, no la molestaba. Quizá
hasta la amaba. Pero amaba más a la cocaína que le vendía
a mujeres enviciadas y aspiraba él mismo.
Como la policía de Río lo perseguía, se vino con María
del Espíritu Santo a Bahía, ciudad donde la clientela era
escasa, por lo que tuvo que ampliar el negocio vendiendo
también fotografías y libros pornográficos. A María del
Espíritu Santo nunca le ofreció cocaína.
Cuando las cosas empeoraron más y se mudaron al 68,
ella le pidió un poco. Se le formaron unas grandes ojeras y
comenzaron a temblarle las manos- Una noche lo tomaron
preso in fraganti. Ella lo reemplazó esperando su turno
para ir también a la cárcel. A la noche rezaba las mismas
oraciones del orfelinato pero ya no creía en nada fuera del
polvo blanco que la hacía olvidar.

153
5
De poca gente del 68 los inquilinos sabían los apellidos.
Algunos apenas tenían nombres. La muchacha de azul ni
siquiera tenía nombre para ellos pero se imaginaban que
debería tener uno muy lindo y un apellido solemne.

154
68. LADEIRA DO PELOURINHO

1
EL violento sol del día veraniego derramaba un calor
sofocante en el edificio. Desde las piezas se oía el ruido que
hacían las lavanderas golpeando la ropa en el patio. Hacía
tanto calor que las mujeres no cantaban.
Desde su pieza, el negro Henrique veía el cielo azul
claro con pedazos de nubes blancas y el mar verde, que se
perdía lejos de sus ojos. Le dijo al de los dientes salidos:
—Cualquier día me engancho como marinero… Voy a
conocer el mundo … Ando con ganas de ver otros lugares …
—¿Alguna vez saliste de Bahía?
—Todavía no.
El Colorado se rió, pero el de- los dientes salidos se
pasó la mano por la nariz y dijo:
—No sé qué será. A veces pienso en irme… en ver otra
gente… Como Isaac…
—Y no llueve…
—Hablando de la lluvia, ¡casi me olvido, hombre! Ayer
se armó un lío en el café… ¡la pucha!
El Colorado se interesó:
—¿Qué pasó?
El negro miró el cielo y el mar como si se despidiera y
se volvió hacia el compañero:
—Yo estaba lo más tranquilo tomando un trago en el
café Formoso. Apareció un borracho, empezó a hacerme
155
bromas. Lo mandé a la mierda. Un tipo que no tenía nada
que ver con la cosa se metió a defender a esa cuba. No te la
cuento. Le di una patada en la boca del estómago y se cayó.
Yo me escapé.
Como el Colorado lo miraba incrédulo, dijo:
—La prueba es que ni pagué la cachaba…
Se dio vuelta hacia el mar y lo observó con afecto…
como a un amigo que no veía desde hacía mucho tiempo.
—¡Ah, mar! Alguna vez te voy a navegar….

2
Con el calor de la tarde, el edificio del número 68 de la
Ladeira do Pelourinho parecía dormir. Su sueño era leve,
cualquier mosca que se posase sobre esa fiera de más .de
mil brazos sería suficiente para hacerla despertar y esos
innumerables brazos podrían destruir, rabiosos, a aquel
que arruinase su sueño.

3
A la tardecita, los dos “mata mosquitos” llegaron al sótano.
Y verificaron que por tercera vez habían roto el cartel
colocado en la puerta de la letrina. El cartel decía bien
clarito:

156
“El morador o responsable será militado si se
encontraran focos de mosquitos, o se descuidase la
conservación de este aviso, según el decreto”

Se miraron uno al otro. Todo indicaba que el mulato


gordo dominaba a su colega, un “matamosquito” flaco, de
elegantes bigotes.
—Es la tercera vez…
—¿Qué hacemos?
250
—Cumplir con nuestro deber… Aplicar la multa…
Salieron de la letrina. En la sala del sótano no habia
nadie.
—¿Quién será el locatario?
—Habrá que preguntar.
—¿A quién?
—Vamos a llamar a una de esas piezas.
No fue necesario. Toufik llegaba. El “mata mosquito” le
preguntó:
—¿Quién es el locatario del sótano?
El árabe miró asombrado alrededor.
El flaco le preguntó:
—¿Perdió algo?
—No. Estoy buscando al perro a quien le habló su
amigo. Ni siquiera pide por favor…
—Discúlpeme, pero rompieron de nuevo el aviso.

157
—¿Y yo qué tengo que ver? Aquí en el sótano no hay
locatario. En los otros pisos sí. Nosotros le pagamos al
señor Samara.
—¡Ah! ¡Muchas gracias!
El árabe se marchó a su pieza. El mulato gordo dijo:
—No le di unos golpes a ese muchachón sólo porque un
funcionario de Salud Pública no puede dar mal ejemplo.
El otro estuvo de acuerdo.
—Vamos a darle el parte al jefe.

4
La multa fue para el señor Samara que se negó a pagarla.
¡Que resolvieran eso con los inquilinos! ¡Que la pagaran
entre todos! Los inquilinos se negaron a pagar. La cosa
empezó a complicarse. El mulato gordo le dijo al médico
que el retrete era un foco de mosquitos. El médico
entonces convocó al señor Samara y con los dos “mata
mosquitos” fueron al edificio. Apenas llegaron a la escalera
ya la noticia circulaba por los diferentes pisos. Hombres y
mujeres se apretujaban ante la entrada del sótano. Allá
dentro los inquilinos discutían con el médico y con el
propietario.
—’¡Yo no tengo la culpa de esta inmundicia! ¡Ustedes
ensucian todo porque son unos roñosos!
—¡Roñosa será su madre! —gritó una voz anónima.
El señor Samara quiso enfrentar al valiente:
—¿Quién fue ese perro?
158
Entre los hombres se levantó un murmullo. El señor
Samara reculó. El médico acababa de examinar la letrina y
duplicó la multa. Una multa por haber roto el cartel y otra
por los mosquitos. Presentó los recibos al propietario.
—¡Cóbrele a esos canallas!
—’¡Canalla será la puta que te parió!
El señor Samara se puso rojo. El médico se dio vuelta,
autoritario, hacia los inquilinos:
—¡Terminen con esto! Hagan una colecta y paguen.
—¡Váyase a cobrar al infierno!
—¿Así responden?
Una muchacha se adelantó y se acercó al médico. Era
Julieta, con los pies descalzos y un vestido de seda de Nair.
—Yo se lo voy a„ explicar bien claro. Esto es una
inmundicia. El señor Samara no se preocupa, a él sólo le
importa la plata.
—¡Muy bien!
—Nosotros trabajamos todo el día. A' la noche
limpiamos las piezas.
—¿Quién tiene tiempo de limpiar la letrina?
El señor Samara preguntó:
—¿Así que usted trabaja? ¡Una putita como usted!
Julieta se dirigió al árabe. La masa de hombres y
mujeres retrocedió. El médico que evidentemente apoyaba
al propietario, intervino:
—¡Calma! ¡Calma!

159
La escalera estaba repleta. Nadie se fijó que la
muchacha de azul salía, indiferente a todo, para la calle.
Nadie se dio cuenta de que iba llorando.
La discusión del sótano concentraba toda la atención
de la gente. El médico habló protegido por los dos “mata
mosquitos”:
—¡Yo no tengo nada que ver con eso! ¡Si no pagan las
multas clausuro la letrina!
Durante mucho tiempo las mujeres hablaron del
incidente del sótano. Aunque el señor Samara pagó las
multas siguieron comentando la discusión. Se admiraban
de que en medio de aquella cantidad de gente, todos de
razas diferentes, sin más unión que la escalera del 68, no
se oyese una sola voz discordante, una sola voz que
apoyase al propietario.
—¡Cóbrele al señor Samara!
La gente se acercaba. Los cuatro hombres retrocedían
hacia la escalera.
—¿Acaso yo rompí el cartel? ¿Acaso yo eché los
mosquitos en la letrina?
—El señor tiene razón —afirmó el médico—. Ustedes
tienen que pagar.
—¡Oblíguenos!— gritó una voz.
—¡Claro que los obligo! ¡Voy a llamar a la policía!
—¡Llámela, hijo de puta!
El señor Samara levantó una mano en gesto de total
generosidad y declaró:

160
—¡Está bien!,.. ¡Terminemos con esta discusión! ¡Yo
pago!
Más allá de las peleas, de la indiferencia por la vida de
los otros, de los comentarios malévolos, había entre ellos
una solidaridad de clase de la cual no se podía dudar desde
el incidente del sótano.
Una prueba mejor de la existencia de ese sentimiento,
la tuvo el edificio cuando se dio la huelga.
Parece que la pelea con el propietario y el médico de
Salud Pública acabó con los recelos de los inquilinos.
Comprendieron que no era tan difícil rebelarse. El
propietario dejó de ser un tabú.
El número 68 de la Ladeira do Pelourinho ya no dormía.
Se había despertado de pronto, sus mil y tantos brazos
estaban inquietos y sus seiscientas bocas no demorarían
en rugir.

161
ESCALERA

1
EL Colorado abrió la boca en un bostezo de aburrimiento,
pero la mujer gorda del segundo piso lo agarró de la manga
del viejo saco de casimir.
—¿Qué hay?
Estaban al pie de la escalera y el sol del medio día
agrisaba la oscuridad porque algunos rayos llegaban a los
primeros escalones.
La puta levantó la mano con que se sostenía la fofa
barriga y señaló hacia el primer piso. Al principio, el
Colorado solamente vio la tela de araña que estaba a la
altura de su frente y pensó que no valía la pena levantar la
cabeza para ver una cosa tan requeteconocida como era
una araña comiéndose a una mosca.
Pero como la mujer le había llamado la atención siguió
mirando y hasta se interesó. La araña se acercaba
cautelosamente a la mosca, dando vueltas alrededor de su
prisionera, serena, calculadora, sin prisa. De pronto dio un
salto y cayó encima de la mosca. El Colorado bajó la cabeza
y miró a la mujer:
—¡Qué hábil!
Pero se quedó sorprendido. La puta no miraba la tela
de araña. Tenía la vista fija en la puerta del primer piso y
sonreía con una gran ternura. El Colorado siguió la vista de
la mujer y encontró a la pareja allá arriba.
162
El hombre estaba descalzo y su ropa sucia de cal
denunciaba su profesión de albañil. La mujer no parecía
mulata, tanta era la palidez de su rostro. El cabello le caía
por la cara, mojado aún del baño. Se despedía del hombre
que había terminado su almuerzo y volvía al trabajo,
apretándolo entre sus brazos. Sin embargo quedaban
apartados, porque entre los dos estaba la barriga grávida
de la mujer, salida para adelante, ridícula. Pero a causa de
aquella barriga ridícula el hombre miraba a la mujer con
unos ojos tan cariñosos y conservaba las manos calientes
en el rostro húmedo de su compañera acariciándolo
suavemente.
La puta le dijo al Colorado:
—Es el primer hijo…
El Colorado sintió una angustia repentina pero se
dominó y mira a la prostituta sonriente. Ella seguía
espiando a la pareja.
—Me recuerda a mi hijito.
—¿Usted tuvo un hijo?
—Se murió a los -cuatro años… Era una hermosura.
El Colorado se preguntó a sí mismo cómo quedaría
aquella gordura embarazada. Se sonrió.
¿Y habría algún hombre que acariciase con amor las
mejillas pintadas de esa puta?
Se sonrió de nuevo. Durante un largo minuto consideró
las arrugas de la mujer y casi tuvo un acceso de risa. Pero
por la cara de la gorda y cansada prostituta corrían las
lágrimas.
163
El Colorado dejó de mirarla y observó a la pareja, pero
eso lo perturbó y volvió a mirar a la prostituta.
Las lágrimas seguían corriendo por su cara que fue
embelleciéndose ante los ojos nublados del Colorado. Al fin
la encontraba tan linda que hasta le parecía delgada. Y el
Colorado, en un gesto de infinita compasión, extendió los
dedos hasta tocar la cabellera de la mujer y trató de decirle
palabras que no conocía…

2
El maestro Otavio le pidió a Linda que lo esperase y subió
el resto de la escalera de tres en tres escalones. La
sordomuda se le acercó. Desde lejos hacía señas
mostrando el clavel. Pero el maestro desapareció y
entonces ella le dio la flor a Linda. La muchacha acarició a
la sordomuda que le sonrió.
—¿Quién le dio este clavel, Sebastiana?
Con una multitud de gestos le explicó que lo había
robado para regalárselo. La muchacha le alisó la mota.
Sebastiana reía en silencio sin sus acostumbrados
gruñidos.
El maestro Otavio bajaba con las piezas de su invento.
Al verlo, Sebastiana largó carcajadas horrorosas mientras
hacía girar un dedo en la sien. Otavio se detuvo y Linda
obligó a la sordomuda a callarse, Después la abrazó
sonriendo y ella se fue feliz, parando a todos los que

164
encontraba para decirles que la hermosa muchacha del
sótano la había abrazado.

3
Otavio exhibió sus piezas una a una. Explicaba su
funcionamiento detalle por detalle, Linda lo animaba,
elogiando el aparato. Pero él no la oía. Su mirada se dirigía
hacia el pedazo de cielo que se veía desde ese lugar de la
escalera. Por fin, se dio vuelta hacia la muchacha.
—No lo creen… Los hombres nunca creen… Pero un
día, ya lo verán… Todavía voy a alcanzar la gloria … El
inventor del motor continuo.
Acercó su cabeza a Linda.
—Voy a ser muy rico… Vamos a ser muy ricos… ¿No
quiere ser socia mía?
No esperó la respuesta.
—Usted se parece a mi hija,.. Dígame… —su voz era
inquieta—, ¿usted cree que yo estoy loco?
—En absoluto…
—Lo dicen por ahí, pero no lo crea… Es envidia… Como
descubrí el motor continuo … ¿No vio aquel diario? Pero no
le crea…
—No. Yo no les creo.
—A los grandes hombres siempre los llaman locos…
Pero si mi hija y mi esposa vivieran las cosas serían
diferentes…
Miraba el pedazo de cielo:
165
—Teníamos una casita… Pero ellas eran demasiado
buenas para vivir en este mundo… ¿Usted cree en Dios?
No se extrañó de la respuesta de Linda.
—No…
—¿Por qué se las llevó Dios? Él sabía muy bien la falta
que me hacían… Y yo creía en Dios … Es verdad que
inventé el motor continuo … Pero mi hija y mi mujer… Era
otra cosa, ¿no le parece?
Empezó a juntar las piezas del aparato. Sólo cuando los
hombres fueron deteniéndose, Linda se dio cuenta de que
el maestro Otavio estaba vestido de frac, un frac ceniciento
de tan viejo y que no llevaba corbata.

4
Los hombres se pararon para conversar un poquito. Álvaro
Lima le dijo a Linda:
—Es para el fin de la semana…
El de los dientes salidos sonrió. Hablaban de la
proyectada huelga de los obreros de la compañía de
tranvías. El negro Henrique se recostó en el pasamanos:
—Un día vamos a hacer una en las dársenas…
—¿Pero no te ibas a embarcar, negro? —se rió el
Colorado.
—Éste no cree que un día me voy a embarcar…
De la escalera salieron hacia el movimiento de la calle.
Toufik gritaba en el sótano. La voz de Fernandes en el
negocio. Los pasos de italiana en el segundo piso. La
166
muchacha de azul que salía. El canto de las lavanderas que
empezaban a dejar el trabajo.
La noche aumentaba la oscuridad de la escalera.
El judío Isaac se acercó al grupo. Le explicó a Linda:
—¿Se da cuenta? Nosotros hicimos otra escalera en la
casa.
—¿Cómo? —el Colorado no entendía.
—Sí. La escalera era la única cosa que unía a los
inquilinos. Ahora hay otra, la solidaridad que nosotros
despertamos…
—Trabajo silencioso…
Linda sonrió. Oía todos los ruidos
—Es verdad. Hay otra escalera.
El judío concluyó:
—Hoy ya no son inquilinos, hombres o mujeres. Son
una multitud…
Como era día de sección gratuita en el Olimpia la casa
era todo movimiento y al rato se llenaría la escalera.
Oyeron la voz de Julieta en el sótano:
—Apúrate, si no, llegamos tarde…
Linda volvió a decir:
—Otra escalera… Tiene razón.

167
MULTITUD

1
NO habían cesado las charlas sobre el incidente del sótano
cuando estalló el asunto de la huelga. Esta vez el edificio
actuó en conjunto, como si los inquilinos fueran piezas de
una máquina.
Parece extraño que todo el 68 se viera envuelto en las
consecuencias de la huelga, siendo un problema particular
de los obreros de la compañía de tranvías.
El paro se había fijado para un sábado. Álvaro Lima y
otros agitadores estaban satisfechos con el trabajo
realizado. No sólo paralizarían el tránsito de los ¡tranvías,
sino que también pararían las oficinas dé la empresa
dejando a la ciudad sin luz. Los obreros reclamaban un
aumento de salarios. El plan estaba bien desarrollado y la
totalidad de los obreros se había adherido.
Creían que las adhesiones se extenderían a los
ferroviarios, a los choferes y a los obreros de varias
fábricas.
Pero dos días antes del señalado para la huelga
comenzaron a circular rumores alarmantes. Se decía que
los líderes habían sido denunciados, noticia que se
confirmó porque algunos cayeron presos. La huelga
parecía fracasar.

168
2
La policía dio una batida en el 68. El comisario le dijo al
señor Samara que desconfiaban de que allí funcionaba una
célula de un partido extremista. El señor Samara puso el
grito en el cielo. Esa era una broma de mal gusto…
El de los dientes salidos, el Colorado, Isaac y varios más
que no tenían nada que ver con la cuestión fueron a parar a
la cárcel. El negro Henrique se escapó porque en el
momento de la batida estaba amando líricamente a una
negrita en los arenales del puerto.
En la pieza del judío se encontraron panfletos
revolucionarios y libros de Lenin. El señor Samara se
llevaba las manos a la cabeza diciendo que el edificio
estaba contaminado.
Álvaro Lima, a quien la policía buscaba activamente, se
escondió en el cuarto de Linda. Desde su silla de lisiada,
doña Risoleta encontraba la cosa muy divertida. Un
hombre en el cuarto de dos solteras…
Pero no dijo nada por miedo a disgustar a su ahijada. A
la noche no dormía desconfiando de que pasara algo entre
Linda y el agitador. El resultado de su observación llegó a
sorprenderla. El hombre dormía en el suelo de un solo
tirón sin preocuparse por la muchacha que soñaba en la
cama. Doña Risoleta rezaba padrenuestros para que todo
terminase bien.

3
169
Había numerosos presos entre los obreros. De la compañía
de tranvías, inquilinos del 68 y del 77. Entonces se
organizaron comisiones para la liberación de los
huelguistas. Un diario opositor al gobierno publicó un
artículo sobre “la indebida prisión de obreros pacíficos y
honestos”.
Quizá por el sabor de la novedad fue que el 68 se
precipitó por la escalera asustando a los ratones que huían
espantados.
Hombres y mujeres se unieron a la multitud que llenó
la Ladeira do Pelourinho para protestar contra la prisión de
los obreros.
Brazos en alto. Los muñones de Artur y los brazos
negros de Henrique. La sordomuda que andaba de un lado
para otro se divertía intensamente. La multitud se
balanceaba como azotada por el viento. La voz de Julieta:
—¡Ladrones! ¡Ladrones!
La multitud la apoyaba a los gritos.
Subido a un cajón, los cabellos despeinados, Álvaro
Lima hablaba:
—… nuestros camaradas presos y golpeados… Tiraron
volantes. Muchachas en las ventanas. Hasta parecía una
fiesta. La cara flaca del vendedor de productos domésticos.
Se oían gritos en árabe. Otros en español. Fernandes había
cerrado el negocio. La cabellera bien alisada del violinista y
la barba a medio crecer de Toufik. Todo el 68 estaba allí.
Habían descendido las escaleras como un solo hombre.

170
La represión vino por el Terreiro, subiendo la Baixa dos
Sapateiros. La primera bala se perdió entre las piedras de
la calle. La multitud no escapó. La segunda derrumbó a la
sordomuda que soltó un horrible ruido de maldición.
Alvaro Lima gritó:
—Proletarios de todo el mundo…
La bala le dio en la frente y cayó sobre Linda. La
muchacha sintió la sangre en la cara y en el vestido. Pero
no tuvo miedo, ni se movió.
Entonces la multitud avanzó hacia la policía, con los
brazos levantados.

5
Con el viento de la noche vino de la escalera un olor a ropa
sucia, un olor a muerto que esta vez sintieron hombres y
mujeres.

6
Un día, cuando ya había llegado el invierno con sus lluvias
continuas y sus fríos vientos, invierno de largas noches (en
el conventillo un perro ladraba dolorosamente, los gatos se
encelaban en las tejas del sótano), Linda se encontró en la
escalera con la muchacha de azul, que todavía llevaba el
mismo vestido, pero no tenía en la cara señales de llorar.
Se paró frente a Linda y le dijo:

171
—Disculpe, pero estoy tan contenta… Caleule, me voy a
casar con mi patrón … La alta sociedad … Perdóneme, pero
se lo tenía que decir a alguien… Le deseo una felicidad
igual…
Linda la miró en los ojos suavemente, con el brazo
apretó el paquete de volantes que llevaba debajo de la capa
y bajó la escalera donde los ratones indiferentes iban y
venían en competitivas carreras.

Ladeira do Pelourinho (Bahía), 1928


Río de Janeiro, 1934

172
NOTAS
1 Dindinha: madrina (brasileñismo).
2 Jararaca: cobra muy venenosa.
3 Joaquín Manuel de Macedo (1820-1882): popular

novelista brasileño, autor de innumerables folletines.


4 Quitanda; local donde se venden desde frutas y aves

hasta, pastelería.
5 Almacén de secos e molhados: almacén donde se

venden alimentos secos (porotos, trigo, arroz) y mojados


(bebidas).
6 Sapoti: fruta tropical.
7 Sagüí: género de pequeños macacos de cola larga y

peluda.
8 Tostón: tostáo: antigua moneda brasileña equivalente

a cien reis. Igual a diez centavos.


9 Mingau de puba: harina de trigo, tapioca o maíz

puesta en agua para ablandarse o fermentarse.


10 Moquetas de aratu: guisado de cangrejo.
11 Ioiôs: tratamiento dado por los esclavos a sus amos.
12 Iaiás: tratamiento dado por los esclavos a sus amas.
13 Los cactus tienen espinas,

y los laureles abejas.


El yugo es para el buey,
para el negro las cadenas.
14 Calote: contraer una deuda a sabiendas, de que no se

la pagará.
15 Vintem: moneda de cobre equivalente a veinte reis.

173
16 Orixá: divinidad del culto jejé-nagó; orixa-lá: el
mayor de los Orixá; Ogum: orixá que preside la guerra.
17 Pelourinho: empedrado.
18 Bicho: quiniela que se juega con el sorteo de la lotería

y en la cual cada número está representado por un animal.


19 Tabaréu: persona rústica, del interior del país.
20 Tabaroa: femenino de tabaréu.
21 Rapadura: dulce hecho con miel de caña.
22 Patchuli: planta aromática de la que se extrae un

perfume.
23 Cuscuz: especie de bollo hecho con harina de maíz o

de arroz y cocido al vapor.


24 Moqueca de aratu: guisado de cangrejo con coca,

pimienta y aceite de dendé.


25 Mastrugo: planta medicinal.
26 Bendición, madrina luna,

esta várice es muy mala.


Llévesela con usted
ayúdeme a curarla.
27 Hice tanta barahúnda

que el rey me mandó llamar


a casarme con su hija.
La dote que él me daba
Europa, Francia y Bahía.
Yo dije que no quería
……………………..
Vea el coco de Alagoas
……………………..
174
28 Cangaceiro: bandolero del sertón o tierras desérticas.
29 Cabra: nombre que designa por igual al mulato y a la

persona de mala reputación, malandra, valentón, etcétera.

175

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