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lo que supuso la plaga de peste bubónica de Londres, durante la segunda mitad del siglo
XVII. Concretamente, me refiero a Diario del año de la peste, publicado varios años
más tarde de los hechos que se presentan en la obra. Defoe, realizando una exhaustiva
labor periodística de recopilación de datos estadísticas e incluso testimonios reales,
pretende dar a conocer (desde una perspectiva novelística y ficticia) las desastrosas
calamidades que tuvo que vivir la población londinense mientras la epidemia gobernaba
sobre sus calles entre 1664 y 1666. Y, si bien el autor atestiguó las calamidades
plasmadas cuando solamente tenía cinco años, nada le impidió escribir con la
rigurosidad objetiva de un periodista comprometido aquello que a tan temprana edad
sufrió él y su familia.
A finales del 1664, un cometa sobrevoló el cielo londinense como si de un mal presagio
se tratase; y así lo concibió la población del momento, como un aviso divino que trataba
de alarmar de un futuro desolador. Y, curiosamente, la mentalidad religiosa del
momento acertó, pues en ese año comenzaron a detectarse los primeros casos oficiales
de La peste. Dicha enfermedad tuvo sus orígenes ya con anterioridad en Crimea, en el
1347. Durante los siguientes años, las muertes no pararon de crecer, hasta llevarse por
delante entre un 30 y un 60 % de la población europea. A Londres llegó a través de los
barcos mercantes de Ámsterdam.
El tipo de mal del que se habla es la peste bubónica que, a causa de la bacteria llamada
Yersinia pestis, provoca la formación de ganglios o pupas que se inflaman, hasta
culminar en los famosos bubones mencionados tantas veces. Estos bubones no contaban
con una cura sencilla ni, por supuesto, conocida en el momento. Fruto del
desconocimiento médico y de la inexistencia de otros medios efectivos, muchas veces
se llevaban a cabo verdaderas aberraciones que no hacían más que empeorar el estado
de dichos bubones. Los médicos recurrían a métodos tales como las sangrías, la
explotación descontrolada de los bubones, la aplicación de cataplasma para calmar las
dolencias, entre otros (L. 66: los médicos aplicaban fuertes emplastos astringentes, o
cataplasmas, para hacerlos estallar). En las calles también se quemaban los cadáveres
y las ropas de los infectados con el fin de tratar de frenar los contagios. Sin embargo, la
mayoría de las medidas que se tomaban eran de carácter preventivo, y no directamente
curativo. Se aconsejó a los habitantes que aumentaran sus hábitos de higiene, porque fue
la falta de la misma la que empeoró los síntomas de la peste. Otra medida,
probablemente la más polémica, fue el aislamiento de la población (la clausura de
casas fe considerada en un primer momento una medida muy cruel y anticristiana). Las
deficiencias del alcantarillado fueron otro de los factores decisivos para la propagación
de la enfermedad. En resumen; el contexto carente de salubridad fue determinante en la
transmisión del mal.
Otro tipo de medidas muy utilizado tenía que ver sobre todo con creencias místicas, o de
poca calidad científica. Estas creencias, como es de esperar, no habrían tenido éxito si
no fuese por la precariedad de las infraestructuras médicas que no lograban frenar la
epidemia. Se extendió el uso de colgantes ahuyentadores, inciensos curativos, y visitas a
diferentes medicastros.
Por fortuna, los contagios fueron descendiendo a medida que el clima se enfrió junto al
invierno (Día a día aumentaban los signos de una mejora. La mayoría de los enfermos
se restablecieron, y la ciudad comenzó a recuperar su salud).