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En febrero de 1867, seis niñas y seis niños acudían por primera vez al Colegio de
San Gregorio, en la Ciudad de México, para iniciar un ciclo escolar que haría
historia en la nación. Esa docena de alumnos representaba la primera generación
de la Escuela de Sordomudos, la primera en su tipo en el país.
La propuesta cayó en tierra fértil porque, seis años atrás, Benito Juárez y su
ministro de Justicia, Ignacio Ramírez, habían promulgado una ley que buscaba
establecer la Institución de Escuelas Públicas para sordomudos. El segundo golpe
de fortuna ocurrió, ya durante el Segundo Imperio mexicano, con el interés
demostrado por la emperatriz Carlota y la posterior aprobación de la iniciativa
del maestro sordo.
El derecho a comunicarse
Si bien la comunicación por señas es tan antigua como la humanidad, las lenguas
basadas en esta forma de expresión han tenido que tomar un camino intrincado y
muy prolongado para ser admitidas como un derecho en la educación y en todos
los ámbitos de participación social y cultural, así como para reforzar la identidad
lingüística de las comunidades de personas sordas y de todos los usuarios de
estos sistemas de signos.
Ente los avances más recientes en favor de los usuarios de las lenguas de señas
en nuestro país, en noviembre de 2021, el Congreso mexicano aprobó una
reforma a la Ley General para la Inclusión de las Personas con
Discapacidad que establece que Secretaría de Salud promoverá la formación e
incorporación de personal médico capacitado en la Lengua de Señas Mexicana y
que la Secretaría de Educación Pública impulsará un modelo de educación que
incluya el español, a la Lengua de Señas Mexicana y a las lenguas indígenas,
según el contexto cultural.
Está profundamente equivocado quien piense que las lenguas de señas se reducen
a una mera traducción de lo que otros hablan. En el universo de los sistemas de
comunicación y de expresión, este, el de las señas, tiene vida propia, gracia única
y una fuerza tan evidente que sobra describirla.
Es una forma de expresión que trasciende a las manos para involucrar gestos y
movimientos corporales diversos, que agudiza la mirada y pone la atención a flor
de piel, que obliga a mirar a los ojos y a deletrear la boca.
Los seis niños y las seis niñas que asistieron al Colegio de San Gregorio el siglo
antepasado se han multiplicado casi exponencialmente. Sin embargo, aunque
mucho se ha avanzado en estos objetivos, la deuda histórica con las poblaciones
que utilizan estos códigos no ha sido saldada. El camino para el reconocimiento
de su identidad y para la integración de sus lenguas aún es largo y algo sinuoso.