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Rebrote onírico

Unas nubes se agrupan aturdiendo Montecaseros casi Villaguay. Un poste de tres luces
automatiza el tránsito donde autos y personas se cruzan velozmente sin tocarse cómo
hacen las hormigas.

Una dimensión más abajo un gurí de pantalón roto pide –una ayuda por favor una ayudita
dios lo va a bendecir–.

En la vereda de enfrente estaba su madre imitando al guacho sin ningún rasgo de carisma.

Había un caja de zapatos donde el gurisito guardaba los billetes que se le caían a la gente
por torpeza o simple muestra de desprecio.

Al lado del poste de tres luces que ordenaba el tránsito había otro poste con capa corte
Batman de marca P.E.R automatizado para la esquina (el poste con capa estaba todavía
más duro).

Unos gurises sin agujeros en sus pantalones, solo remeras blancas planchadas egresadas
de la Salle, atraviesan rápido llevándose la caja de zapatos, manoteando entre ellos los
billetes arrugados que había adentro. Corriendo a carcajadas desaparecen doblando por
San Martín.

El guri queda tieso hasta que la madre cruza la calle para revolcarlo a tiros de los pelos por
toda la vereda rota de un centro bajo dos postes con autos y personas que se cruzan
velozmente sin tocarse cómo hacen las hormigas.

Al guri le arde un moretón que le hace pestañear el ojito derecho, se saca la gorrita para
que depositen ahí la plata hasta poder conseguir otra caja de zapatos.

–Una ayuda por favor una ayudita dios lo va a bendecir–

Lagrimea pestañeando hasta ver qué en cada pestañeo se le aparecía otro mundo, ahí,
paralelo como urgente. Se imaginó varios postes de dos metros como de madera
puntiaguda marrón piel; eran inmensos con manchas rojas provenientes de gurises de la
Salle crucificados.

Sigue pestañeando hasta que el moretón de la mejilla se hace gélido cómo escombro filoso.

Le arde un rebrote onírico.

Los postes puntiagudos con gurisitos de la Salle crucificados brillan con sus ojitos muertos,
sus remeras blancas siguen planchadas ensangrentadas como sus labiecitos torcidos sobre
el centro de una ronda de pantaloncitos rotos al coro de –una ayuda por favor una ayudita
dios lo va a bendecir– vocifera una tribu en miniatura; todos en cuero con sus limpiavidrios
como cruces gigantes atornillando un firme compás sobre sus pechitos lúdicos oscuros.
Un viento aturde otro segundo, levanta la capa del poste más duro de la esquina. Alguien le
está hundiendo un billete de diez pesos en la gorrita que decidió tener siempre en la mano.
El guri trata de no pestañear.

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