Está en la página 1de 204

Aidan Chambers

Postales desde tierra de nadie

Traducción de Leticia Jiménez Buil

2
Título original: Postcards From No Man's Land

Este libro apareció por primera vez en su versión original en The Bodley Head Children's Books
© Aidan Chambers, 1999
Primera edición; mayo de 2001
© de la traducción: Leticia Jiménez Buil, 2001
© de esta edición: Muchnik Editores, S.A.,
Peu de la Creu, 4 08001 Barcelona
e-mail: correu@grup62.com
internet: http;/www.muchnik.com
ISBN: 84-7669-478-4
Depósito legal: B-18.909-2001
Impreso en Novagráfik, S.L., Pol. Ind. Foinvasa, Vivaldi 5, 08110 Monteada i Reixac
Impreso en España - Printed in Spain
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático,
ni su transmisión en cualquier otra forma o por cualquier otro medio, sea éste electrónico, mecánico,
reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Digitalización y corrección por Antiguo.

3
POSTAL

Amsterdam es una ciudad vieja ocupada por jóvenes.


SARAH TODD

Sin saber muy bien por dónde seguir, se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Pero cambió
de opinión con respecto a coger el tranvía hacia la estación de tren, porque no estaba preparado
para volver a Haarlem, y continuó andando junto al canal, el Prisengracht. Estaba todavía
demasiado crispado por lo que acababa de ver para darse cuenta de dónde andaba y demasiado
preocupado para preguntarse adonde iba.
Unos diez minutos más tarde volvió en sí cuando oyó el estruendo de un tranvía al pasar. De
repente quería estar en medio de la muchedumbre, quería sentir los empujones y la presión de la
gente, quería ruido, ajetreo y distracción, quería que alguien le sacara de sus pensamientos (las
últimas veinticuatro horas habían sido muy agitadas) quería tomarse algo en una terraza turística
y mirar pasar a la gente. Y, aunque no podía reconocerlo en ese momento, quería vivir una
aventura.
Le picaba la piel y temblaba, sin saber por qué, y aunque una fina lluvia había bañado el día, la
temperatura de mediados de septiembre era suave y él estaba sudando ligeramente con el anorak,
que deseaba no haberse puesto, pero sus amplios bolsillos le eran muy útiles para llevar el
dinero, las direcciones, la guía de conversación, el plano y esa clase de cosas que necesitaba o
podía necesitar para pasar un día solo en un país extranjero.
Al decidir girar a la derecha y cruzar el canal por el puente, de pronto se encontró en un gran
espacio abierto, dominado por la voluminosa fachada de un teatro, donde convergían muchas
calles y tranvías. Leidsepleín. A un lado del teatro, orientado hacia el resto de la explanada como
un auditorio se orienta al escenario, había una pequeña plaza atestada de mesas atendidas por
camareros que entraban y salían a toda prisa de cafés doselados como pájaros que salen de sus
casitas.
Decidió sentarse a una mesa lo más cerca posible del teatro, en la tercera fila, y esperó.
Y esperó. Pero no llegaba nadie. ¿Qué tenía que hacer? Tú eres el puñetero cliente, su trabajo es
servirte, no seas pelele, imponte. Eso le diría su padre. La timidez, su timidez estranguladora, no
le dejaba hablar. Así que no hizo nada, pero daba igual porque allí había mucho que mirar.
Acompañado por la música de fondo que tocaba un trío en medio de la plaza; dos muchachos
más o menos de su edad, uno blanco al violín y otro negro que tocaba una especie de silbato, y
una chica rellenita, que era el centro de atención. Estaba sentada en un cubo de basura del revés y
golpeaba desenfrenadamente un par de bongos, con su melena rubia al viento, los ojos cerrados,
los brazos morenos y deliciosamente desnudos, las manos golpeteando como en un borrón, los
regordetes pechos vivos bajo un top negro sin tirantes y con unas gruesas medias blancas de
lycra que agarraban los gastados tambores que él de repente se imaginó como unas apetecibles
nalgas. Quizá las suyas. ¡Hola! ¿De dónde venía eso? Antes, de eso, ni rastro; por lo menos no
en él.
Se cambió de asiento y sonrió secretamente. El placer de descubrirse a uno mismo.
«Espero atentamente al camarero pero el camarero no me atiende», canturreó para sí al ritmo de
los bongos. Hasta que un brazo vestido de cuero puso un lánguido dedo ante sus ojos. La cara de
una chica sonriente, expectante, más deslumbrante que la de los tambores con forma de trasero.

4
Al caer en la cuenta de que estaba señalando el asiento vacío que había a su lado, él se apretujó
para dejarla pasar, con un delicioso y hechizante rastro a cuero gastado y vaqueros tibios.
Se sentó y estiró las piernas, bastante largas en proporción (porque no era alta), por debajo de la
mesa, y al hacerlo rozaron las de él. Más, más, suplicaba una voz en su interior. Su pelo negro,
corto y alborotado, le hacía parecer un muchacho, aún más su pálida tez sin maquillaje, la amplia
cazadora de piel negra sobre camiseta blanca y los vaqueros negros ajustados.
Le dio las gracias con una sonrisa.
—¿Británico?
—Inglés.
—Ah, vale, ya entiendo. Me alegro de ser de Holanda.
Buscó una excusa para la pedante desgracia que algunos (su padre y su hermana Penélope, alias
Poppy) clasificaban como el tic de los aburridos con mente demasiado cerrada, y añadió:
—Quería decir que no soy ni gales ni irlandés ni escocés.
—Y yo me alegro de no ser de Flandes ni de Frisia. No es que tenga nada en contra de ellos
pero... —Miró a la mesa—, ¿te han servido ya?
—No.
Miró hacia atrás, así, eso es. Levantó perezosamente una mano de dedos larguísimos, cuya
sensualidad para un fanático de las manos como él era suficiente para provocarle un trauma
sexual. La tranquilidad de ella intimidaba a la temblorosa confianza de él, lo que estimulaba su
deseo. Además, algo le resultaba inquietante, algo que la distinguía de las demás y que él no
sabía identificar.
—¿De vacaciones? —preguntó, y vacaciones sonó va-casionesh.
¿Defectos del habla o algo que venía importado del holandés? De todas maneras, le gustaba.
—Más o menos —mintió, por no tener que contarle toda la historia.
—¿Tienes ganas de hablar?
En su voz había una nota profunda que le añadía incentivo.
—Sí, sí, claro.
Llegó un camarero al que le habló en holandés. Y el camarero a él: —Meneer?
—Una Coca-Cola, gracias.
—¿No quieres una cerveza? —dijo ella—. Prueba una buena cerveza holandesa.
Casi nunca bebía cerveza, salvo cuando estuvo en Roma.
—Vale, una cerveza.
—¿Trapista? —pensó que decía el camarero, pero se supuso que se equivocaba.
Ella asintió y el camarero se fue.
De pronto él se sintió como un imbécil allí sentado junto a ella con el anorak puesto, así que se
levantó, se lo quitó y lo colocó en el respaldo de la silla. Y entonces fue su pierna la que le dio
un ligero golpe a ella al sentarse. ¿Se atrevía? ¿Y ella? ¿Qué haría? No se le daba muy bien ligar.
No por no querer, sino por miedo al rechazo. Y no le gustaba nada lo que él veía como cacería
sexual, un deporte sangriento cuya brutalidad le resultaba ofensiva cuando observaba a otros en
plena acción lujuriosa. Un reparo del que su padre se burlaba y veía como prueba de su
debilidad.
Tantas ganas tenía de mirarla que, nervioso por evitar que se diera cuenta, se forzó a mirar hacia
la plaza, donde el trío del bongo recogía sus cosas, a los modernos anuncios y a los tan

5
conocidos iconos internacionales: Burger King, Pepsi, Heineken, que adornaban / contaminaban
las fachadas holandesas más altas.
Ella le rescató al preguntarle:
—¿Tu primera vez en Holanda? —Lo que le permitió volverla a mirar. —Sí, llegué ayer.
—Y ¿qué tal? ¿Te gusta? Holanda, me refiero, no este sitio —dijo, mirando la plaza con un gesto
de desprecio—. Una trampa para los turistas, la verdad.
—Tú no eres turista.
Sonrió con resignación.
—No, yo... ¿cómo se dice en inglés?... estaba pasada y me apeteció tomar algo.
—Pasabas por aquí. Estar pasada de rosca significa estar loca.
Ahora una risita irónica.
—No, espero que no sea para tanto.
—A mí me pareces bastante cuerda.
Hizo un histriónico gesto de alivio.
—¡Gracias a Dios! —Y le tendió la mano—. A propósito, me llamo Ton.
—Jack —dijo, disfrutando del breve contacto, nada que ver con un apretón de manos a la
inglesa: más rápido y ligero, un beso de manos más que un abrazo.
—¿Jacques?
—Si quieres...
—A mí me gusta Jacques.
El camarero volvió y descargó dos grandes vasos de cerveza castaña. Jacob se giró desde su
asiento para coger el dinero de su anorak, pero para cuando había conseguido bajar la cremallera
de su bolsillo más seguro, sacar el monedero y pescar un billete, Ton ya había pagado y el
camarero ya se había ido.
—Oye, no puedo permitirlo —protestó sin mucha convicción, porque le había gustado que ella
pagara y porque eso significaba que él le debía una (prefirió no hacer juegos de palabras) y así la
reunión se prolongaría.
—Tu primera vez aquí. Yo invito.
—Pero...
—La próxima vez te toca. Así que habría una próxima vez.
—Bueno... —Se metió el monedero en el bolsillo y alzó su vaso—. Gracias.
—Proost.
—Prost —imitó.
Bebieron.
—¿Te gusta?
—¡Es bastante fuerte! ¿De verdad se llama Trapista?
—Claro. Hecha por monjes. Tiene que ser pura, ¿no? Se rieron.
—¿Has venido con alguien?
—No, solo.
—¿Y te quedas en un hotel?
—No, con otra gente, cerca de Haarlem.
—Muy bien, ¿no?
6
—Sí —mintió Jacob, y para evitar seguir con el tema, dio otro sorbo de la recia cerveza, que
encontraba incluso peor que cualquier otra que hubiera probado. Ya la sentía cuajar en su
estómago. Ton se la estaba bebiendo a grandes tragos.
—¿Ya conoces Amsterdam?
—No, para serte sincero, ni siquiera sé dónde estoy ahora.
—¿No tienes un mapa?
—Sí, sí.
—Te voy a enseñar dónde estamos.
Durante los diez minutos siguientes Ton le orientó, intentó explicarle cómo funcionaban los
tranvías y marcó con el bolígrafo de Jacob la ubicación de los lugares que creyó de interés para
él.
—Piensa que la parte vieja es como una telaraña, con la estación de tren en el centro y los
canales, semicírculos, y las calles que los cruzan... ¿cuerdas?
—¿Hilos?
—Hilos que los conectan.
—Yo lo veo más parecido a un laberinto.
—Sí, puede que eso también.
—Es fácil quedar atrapado en una y perderse en el otro.
Estudiando el mapa que había hecho que se acercaran sus cabezas y sus cuerpos, hombro con
hombro, Ton le dio un leve codazo y con su juguetona sonrisa a un palmo, le dijo:
—Jacques, eres un pesimista.
El le devolvió la sonrisa, atrapado por sus ojos verdes, deseando besarla en toda la boca, pero se
limitó a decir:
—Eso es típico, que como mujer pienses en una tela de araña y que yo como hombre piense en
un laberinto, ¿no crees?
—Pero, bueno...
—¿Qué?
—Nada.
Quería que continuara, asombrado por su reacción.
—Tendré que irme pronto —dijo, apartándose.
—¿De verdad? Lo siento.
Terminó lo que le quedaba de cerveza.
—No, debo irme.
El le dijo a toda prisa:
—¿Podemos vernos otra vez? Quiero decir, ¿te apetecería?
—¿Estás seguro? —dijo mirándolo con cara de póquer.
—Sí, estoy seguro. ¿Y tú?
Sonrió de nuevo, pero las comisuras de sus labios cayeron.
—Te doy mi número. Llámame si alguna vez te apetece.
Buscó en un bolsillo, sacó una caja de cerillas y cogió el bolígrafo de encima de la mesa.
Mientras ella escribía, él plegaba el mapa (¿por qué es siempre tan difícil volver a plegar un
mapa?) y lo guardaba en el gran bolsillo delantero del anorak.

7
Mientras se volvía, Ton le cogió de la mano y sujetándola firmemente por debajo de la mesa, con
su inexpresiva cara junto a la de él, le dijo:
—Me gustaría volverte a ver. Te enseñaré algunos sitios a los que los turistas nunca van. Te lo
digo de verdad. Pero, ya sabes, ha sido un encuentro tan breve. A lo mejor te das cuenta de que
has cometido un error.
—No, yo...
Dos acciones simultáneas le quitaron el habla. Los labios de Ton posándose sobre los suyos
dejando el fantasma de un beso. Y la mano de ella apretando la de él contra su entrepierna, donde
sintió la turgencia de un juego compacto de pene y pelotas.
En medio del aturdimiento subsiguiente fue consciente de que Ton se levantaba y decía «mi
tranvía» y de que él se levantaba para que ella (él) pudiera pasar, y de que ella (él) decía algo
como buenas coshash y de que ella (él) se deslizaba entre la muchedumbre y se subía al tranvía,
y de que ella (él) se despedía con la mano mientras se cerraba la puerta, sonaba la campana y el
tranvía se iba. Sólo entonces recuperó el habla y, mientras levantaba una mano imponente, se
oyó decir:
—¡Oye! ¡Te has llevado mi bolígrafo!
¿Te has llevado mi bolígrafo? Miró hacia la mesa y comprobó que efectivamente ella (él) se lo
había llevado. Pero al lado de su vaso de cerveza vacío había una caja de cerillas. Mientras sus
acciones aún se adelantaban a sus propios pensamientos, cogió la caja, le dio la vuelta, por
delante, por detrás. Nada. Estaba a punto de levantar la solapa cuando el borde de la silla se le
clavó en la parte de detrás de las rodillas y se desplomó en su asiento. Se volvió instintivamente
y vio volar su anorak por delante de su cara, en manos de un joven esquelético, con una gorra de
béisbol del revés, de un rojo brillante que marcaba su recorrido entre la multitud como si de un
faro se tratase.
Soltó un profundo grito:
—¡Eh! ¡Eso es mío! ¡Ven aquí!
Luchó por mover los pies, se cayó sobre la mesa tirando los vasos al suelo al intentar perseguir al
ladrón. Este, tras parar en medio de la plaza, se subió sobre la papelera volcada, antes ocupada
por la chica del bongo, y se quedó allí un rato hasta asegurarse de que su víctima le había
localizado, con una sonrisa burlona que aumentó la furia de Jacob. Era como si quisiera que le
persiguiera.
—¡Párenlo! —gritaba Jacob, señalando mientras pasaba a toda velocidad entre el gentío.
Pero la gente se limitaba a mirarlo con sorpresa y hacía todo lo posible por apartarse de su
camino.
En cuanto Jacob estaba a tres o cuatro metros de él, el ladrón desaparecía de nuevo, esta vez en
la esquina de una calle estrecha llena de bares, cafeterías y tiendas de souvenirs. Gorra Roja era
tan veloz y parecía tener tanta práctica que enseguida ponía distancia entre él y Jacob, que estaba
sólo a dos pasos cuando su presa giró bruscamente hacia la izquierda. Al llegar allí, Jacob lo vio
a treinta metros al final de una callejuela, sujetando el anorak, sin dejar ninguna duda de que
estaba esperando a que Jacob lo alcanzara antes de volverse a escapar por otro callejón paralelo
al primero.
Y así continuó la persecución: al final de la otra calle, que empalmaba con un canal, hasta la
parte más alta del canal, a la izquierda al llegar a un puente, luego otra vez a la izquierda a través
de una callejuela llena de casas, a la izquierda y a la derecha otra vez y al final a la izquierda
hasta una amplia calle comercial con carriles de tranvías en el centro. Gorra Roja siguió, ágil
como un galgo, mientras que Jacob tenía dificultades para seguir debido al flato y a la falta de
aire. En un puente sobre uno de los canales principales, Gorra Roja atravesó la calle a toda

8
velocidad y pasó otro bloque antes de adentrarse en otra callejuela a la derecha, donde había
principalmente casas, con alguna que otra tienda o galería de arte, un tramo bastante largo con
poca gente y pocos vehículos para evitar que Jacob se aproximara. Sintiendo que se le acababan
las fuerzas, puso todos sus esfuerzos en hacer un sprint desesperado, y casi alcanzó a su presa al
llegar al final de la calle. Pero Gorra Roja huyó rápidamente hacia la derecha siguiendo el
recorrido de otro canal y, con una facilidad sobrecogedora, se esfumó.
Sin resuello y con el pulso acelerado, Jacob no tenía nada que hacer, así que, para recuperarse, se
aferró al tronco de un árbol situado junto al canal mientras observaba, con una rabia que le hacía
saltar las lágrimas, cómo Gorra Roja se detenía sobre otro puente a unos cien metros para decirle
adiós con la mano antes de desaparecer por (¡increíble!) otro canal que confluía con el canal
donde Jacob trataba de recobrar el aliento. Estaba claro que Gorra Roja le había estado tomando
el pelo. Pero ¿por qué? No tenía ningún sentido.
Un poco de cerveza amarga le subió por la garganta y la vació en el canal. Dio gracias a Dios de
que no hubiera nadie por allí que pudiera presenciar su humillación. El canal estaba desierto.
Pero tampoco había nadie a quien preguntarle dónde estaba.
Empezó a caer una lluvia débil y deprimente. El lo agradeció y aprovechó para lavarse la cara y
enjuagarse la boca. Entonces se dio cuenta de que con sólo los vaqueros y la sudadera en poco
tiempo estaría empapado. Tampoco veía ningún sitio donde refugiarse excepto un extraño
edificio de madera, el Kort (¿un restaurante?), en un gran solar al otro lado del agua, y podía
hacerse a la idea de cómo lo recibirían, sin dinero y con ese aspecto tan deplorable.
¿Qué hacer? Sin saber dónde estaba, no sabía ni qué camino escoger.
El estómago le dio un vuelco al sentir un pánico incipiente.
Por su naturaleza, al encontrarse en un aprieto, tendía a actuar antes que a quedarse quieto, a
avanzar y no a retroceder; por eso, respiró hondo, tragó saliva, eructó y caminó penosamente
hasta el cruce del canal. Este, a juzgar por su amplitud comparado con el resto y por las
imponentes casas a sus orillas, debía de ser uno de los principales. Buscó un cartel y lo encontró
en el edificio de la esquina entre la primera y la segunda planta: Prinsengracht.
—¡Sí!
En toda Holanda, por no decir en Amsterdam, sólo había una dirección que se sabía de memoria:
el 263 de Prinsengracht. La casa donde Ana Frank y su familia se escondieron de los nazis
durante la segunda guerra mundial, la casa en cuyo anexo escribió su famoso Diario, uno de sus
libros favoritos, la casa que ya no era una casa sino un museo, y la casa de la que esa misma
mañana se había marchado angustiado por lo que allí había visto.
Incluso confuso como estaba sabía que si seguía recto a lo largo del canal llegaría al 263, donde
quizá los empleados le ayudarían. O un visitante. Había muchísimos cuando él estuvo, la
mayoría jóvenes de su edad, con mochila, de habla inglesa. Había tenido que hacer mucha cola
hasta que logró entrar.
Su estómago se relajó.
La casa de la esquina no tenía número; el siguiente era el 1045, el siguiente el 1043. Iba bien.
Caminó a paso ligero. Pero la lluvia era cada vez más abundante, así que cuando llegara al 263
estaría calado hasta los huesos. Pero quizá no durara mucho y consiguiera hacerlo descansando
sólo una vez en caso de encontrar un lugar donde guarecerse. No había nada que le sirviera hasta
que vino una casa, con un pórtico en la entrada y un angosto paso de seis escaleras de piedra que
conducían a una pesada puerta de madera. Por lo menos se podía sentar protegido de la lluvia.
Tras haber dado un par de vueltas en el último escalón, como un perro del Jurásico
inspeccionando su refugio, tras sentarse y secarse el pelo con el pañuelo para detener el goteo del
agua por el cuello y después de dejarlo secar en el pomo de la puerta, se preguntó si tenía algo
más en los bolsillos de sus vaqueros que pudiera resultarle útil. Un peine en el bolsillo trasero,

9
como de costumbre. Le dio un repaso a su pelo antes de volvérselo a meter en el bolsillo. Nada
en el delantero derecho, donde tenía el pañuelo. Delantero izquierdo: la caja de cerillas. Casi se
le olvida. Ni siquiera recordaba haberla puesto allí.
La volvió a examinar. Nada por fuera. Abrió la solapa. Dentro, en lugar del esperado desfile de
cerillas de cartón, un círculo de plástico rosa arrugado asomaba del bolsillo de donde las cerillas
tendrían que haber estado. Había sacado el objeto de su sitio antes de darse cuenta de que era un
preservativo. Sólo entonces leyó lo que Ton había garabateado con letras alargadas en la parte
interior de la solapa: una hilera de números de un teléfono bajo los que se leía:

PREPÁRATE
NIETS IN AMSTERDAM IS WAT HET LIJKT

10
GEERTRUI

Paracaídas cayendo de un cielo totalmente azul como confeti. Mi recuerdo más nítido de su
llegada.
Sábado 17 de septiembre de 1944.
—Muy buen tiempo para volar —dijo papá—. Habrá más bombardeos.
Todos los aeroplanos británicos habían bombardeado los alrededores. La Resistencia había
saboteado la línea de ferrocarril de Arnhem el sábado y las autoridades alemanas habían
anunciado que si los inculpados no se entregaban antes del mediodía del domingo, fusilarían a
unos cuantos de los nuestros. Todo el mundo estaba muy tenso, tan pronto esperanzado como
abatido. Sabíamos que los aliados habían alcanzado la frontera holandesa. La gente estaba segura
de que pronto llegarían. Pero los soldados alemanes estaban muy activos y muchos, más que
nunca, se alojaban en el pueblo.
«¿Estáis preparados para sacrificarlo todo por la libertad?», nos preguntaba nuestro periódico
clandestino, De Zwarte Owroep, y nos decía: «Tened preparada una bolsa con ropa interior,
comida y vuestros objetos de valor». Mamá nos había cosido dinero a la ropa. Papá me había
enseñado qué hacer si las cosas se ponían aún peor y nos separaban. Se refería, por supuesto, a si
le mataban.
Yo acababa de cumplir diecinueve y ese domingo por la mañana tendría que haber ido a misa
con mis padres. Pero mi hermano Henk y su amigo Dirk Wesseling estaban escondidos en el
campo con la familia de Dirk, en su granja, porque no querían que los enviaran a un campo de
trabajo alemán, adonde muchos jóvenes tenían que ir. Yo estaba muy preocupada por él. Aquella
mañana, muy temprano, me arriesgué y, desobedeciendo a mi padre, fui en bicicleta hasta la
granja de Dirk desde nuestra casa en Oosterbeek.
A mi regreso, oí los aviones y vi los paracaídas.
—¡Oh! ¡Mira! —exclamé, aunque nadie podía oírme—. ¡Mira qué bonito!
Y entonces regresé a casa a toda prisa, repitiendo para mis adentros una y otra vez «¡Los
Tommies han llegado! ¡Ya están aquí los ingleses! ¡Liberación! ¡Liberación!».
Papá tenía razón. Había habido más bombardeos durante mi ausencia. Esta vez la línea
ferroviaria próxima a nuestra casa. Las casas situadas a lo largo de la vía tenían los cristales de
las ventanas hechos añicos. Y los proyectiles habían destruido el armamento antiaéreo que los
alemanes tenían en el prado y habían matado a unos cuantos soldados y herido a otros tantos.
Cuando llegué a nuestra calle, los alemanes ya estaban alineados, preparados para retirarse. Los
camiones se los estaban llevando cuando entré en casa, donde papá me esperaba preocupado,
convencido de que me habían matado. Mamá, más tranquila que nunca, estaba ocupada bajando
comida al sótano. Pero yo sabía que no estaba tan tranquila como aparentaba. Entre viaje y viaje
se paraba al final de las escaleras y se limpiaba las gafas con brío. Siempre lo hacía cuando
estaba alterada. Me detuve ante ella al bajar un montón de mantas y le di un beso.
—Cuatro años, he esperado este día durante cuatro años.
Admiré a mi madre y la quise con todo mi corazón, lo que sólo ocurrió en ese momento, que se
convirtió, después de todo lo ocurrido, en la última vez que compartimos un instante relajado
hasta que todo se terminó muchas semanas después.
Yo había hecho dos o tres viajes al sótano cuando escuché a un soldado alemán corriendo por allí
cerca y gritando Die Englander, die Englander! Yo quería salir y echar un vistazo, pero papá no
me dejó, dijo que los soldados amedrentados eran los más peligrosos y que teníamos que esperar
dentro. Nos acurrucamos en la entrada, detrás de la puerta delantera, los tres, mamá, papá y yo,

11
pero no tuvimos que esperar mucho para escuchar a los hombres ir en dirección de Arnhem y el
sonido de voces que no hablaban ni en alemán ni en holandés. Nos habíamos sentado millones de
veces alrededor de la radio, escuchando las noticias de la BBC en secreto. Papá y yo incluso
habíamos practicado nuestro inglés juntos para asegurarnos de que entenderíamos lo suficiente
para cuando por fin se presentaran los libertadores. Aun así, escuchar hablar inglés al otro lado
de nuestra puerta nos causó mucha impresión. No entendíamos sus palabras. Lo reconocimos por
el sonido, tan distinto del alemán y el holandés. Papá me susurró en inglés que eso era «música
para sus oídos», una expresión de la lista de frases hechas que habíamos practicado juntos. Nos
reímos como dos chiquillos antes de una fiesta muy esperada.
—¡Vaya pareja! —exclamó mamá—. Comportaos.
Mamá había sido maestra y siempre era muy correcta, incluso cuando estábamos solos. Pero
también era un juego, le gustaba fingir que papá y yo éramos niños revoltosos.
Y entonces hubo una explosión de pólvora, un ruido sordo contra nuestra puerta, como si alguien
hubiera tirado un par de sacos de patatas, y después, silencio. Los tres nos abrazamos con fuerza.
No pasó nada durante una eternidad. Entonces oímos la voz de un hombre. Lo que dijo nos
sorprendió tanto que todavía lo recuerdo: «Dios mío, Jacko, me muero de sed». Estaba tan
pegado a nuestra pared que todos dimos un brinco. Me llevó un momento comprender esas
palabras, pero, cuando lo hice, me precipité hacia la cocina, cogí una jarra y un vaso y corrí de
vuelta a la puerta.
—Ten cuidado, ten cuidado —murmuraba mamá.
Papá me sujetó, abrió una rendija en la puerta y miró a través de ella. Cuando vio a los dos
soldados ingleses allí, abrió la puerta de un empujón y extendió los brazos en señal de
bienvenida. Pero en lugar de decirles algo, no conseguimos articular palabra. Los soldados
estaban tan asombrados por nuestra aparición como nosotros por su llegada. Se dieron la vuelta,
con las armas preparadas para disparar. Pero vieron a papá con los brazos abiertos, a mamá con
su expresión severa pero sonriente y a mí con una estúpida sonrisa de oreja a oreja y con una
jarra de agua en una mano y un vaso en la otra, y el que había hablado antes dijo:
—Esto sí que es buen servicio.
Lo que hizo que papá recuperara el habla y dijera con su mejor inglés:
—Bienvenidos a Holanda. Bienvenidos a Ooster-beek. Bienvenidos a nuestro hogar.
Nos reímos y hubo apretones de manos entre todos menos yo, que tenía las manos ocupadas. Así
que llené el vaso cuando acabaron con el protocolo y se lo ofrecí al soldado que aún no había
hablado, que dijo:
—Gracias, señorita, es usted un ángel misericordioso.
Sus ojos me estremecieron. Mientras bebían nos presentamos. Ellos se llamaban Max Cordwell y
Jacob Todd.
En aquel momento ya habían abierto las puertas de las casas de nuestra calle y la gente había
salido, llevando flores, comida y bebida y ondeando cintas anaranjadas e incluso banderas
holandesas, que estaban estrictamente verboten por los alemanes. La gente también se besaba y
se abrazaba.
Cuando ya habían bebido, los soldados les preguntaron a qué distancia se encontraba Arnhem.
—A cinco kilómetros —les respondió papá.
Mientras tanto, se acercó un jeep, del que salió un oficial y gritó una orden.
—Lo sentimos, nos tenemos que marchar —dijo Max.
—Viel meces —dijo papá, olvidando su inglés.
—Succes! —repitió mamá.

12
—Adiós, señorita —dijo Jacob—. Y gracias por el agua.
Cuando se dispusieron a marchar, un miembro de nuestros voluntarios para la prevención de
ataques aéreos apareció en nuestra calle gritando:
—¡Todo el mundo adentro! ¡Venga, todos adentro! Todavía hay peligro.
Los soldados se marcharon. Papá cerró la puerta. Mamá empezó a limpiarse las gafas con más
brío que nunca. Y fue entonces cuando me di cuenta de que yo no había dicho ni una palabra.
—¡Papá! —dije sin saber si reír o llorar—. Ni siquiera les he dicho hallo!
Papá y mamá me miraron como si me hubiera vuelto loca. Entonces a papá le dio un ataque de
risa y mamá nos abrazó y empezó a dar vueltas sin parar diciendo «Vrij, vrij, vrij! ¡libres, libres,
libres!» hasta que estuvimos demasiado mareados como para tenernos en pie. Creo que nunca he
estado más exaltada que entonces, ni antes ni después.
Y todo esto lo recuerdo con tanta claridad que incluso ahora se me saltan las lágrimas al
recordarlo.
Al día siguiente, un lunes, muchos soldados británicos más llegaron en paracaídas y en avionetas
sin motor. Nosotros contemplábamos los aeroplanos sobrevolar Wolfheze. Y como el día
anterior, paracaídas marrones, verdes y azules cubrían el cielo. Un espectáculo estremecedor.
Pero para entonces, algunos de los soldados que habían pasado por allí el domingo ya estaban de
vuelta, cansados y sucios, y colocaron las armas en el prado cercano a la iglesia, armas que
habían estado disparando sin cesar todo el camino desde Arnhem. Mamá preparó bocadillos, y se
los llevamos porque ellos casi no tenían comida. Se pusieron muy contentos al ver lo que ellos
llamaban «la segunda reemplazo» que traía nuevos camaradas y provisiones.
—Enseguida terminará todo, ¡ya verás qué pronto se retirarán los alemanes!
Explicaron que tenían órdenes de hacerse con el control del puente de Arnhem de manera que la
compañía principal, que venía de Nijmegen, pudiera cruzar el río y cortar el avance del ejército
alemán que ocupaba Holanda. Según ellos, eso ayudaría a que la guerra finalizara muy pronto.
Los soldados ingleses eran muy alegres y jocosos, se gastaban bromas los unos a los otros y a mí
también, y se perdían por los bocadillos. Tan distintos de los alemanes. Claro, nosotros
estábamos muy contentos de verlos, eso marcaba la diferencia. Suponía tal alivio que a nadie le
importaba ya que nos hubieran cortado el gas o la luz ni que nuestro bonito pueblo hubiera sido
arrasado por bombas y obuses. Según papá, ése era «el precio de la libertad». Papá estaba
impaciente, quería ayudar pero no sabía cómo. Los voluntarios para la prevención de ataques
aéreos seguían aconsejándonos que permaneciéramos dentro de casa. Aún era demasiado pronto
para creernos a salvo. En el campo al norte del pueblo, donde la lucha continuaba, todavía había
soldados alemanes. Y la Resistencia informaba de que la lucha en la zona del puente de Arnhem
era encarnizada.
Por la noche, un vecino nos dijo que estaban acondicionando el Hotel Schoonoord de
Utrechtseweg, situado en la esquina del principal cruce del pueblo (uno de nuestros mejores
hoteles hasta que los alemanes lo tomaron), con el fin de convertirlo en hospital militar para
atender a los soldados británicos heridos, y que necesitaban voluntarios. Ya llegaban los
primeros heridos. Yo quería ir pero papá me lo impidió. Hoy en día, supongo que no se lo habría
consultado, pero entonces la vida era distinta. Una chica de mí edad hacía lo que le decían sus
padres, y aunque supliqué, papá se negó en redondo. Desde la noche anterior, él no estaba tan
optimista como mamá y yo.
—¿Por qué han vuelto los soldados? —preguntó papá—. ¿Por qué han colocado las armas en el
prado? Y ¿por qué ahora necesitan convertir el hotel en hospital si la compañía principal estará
aquí mañana, como dicen los artilleros? ¿Por qué hacen todo eso si todo va bien?

13
—Ya sabes que una batalla no es ningún juego de reglas definidas al que puedes jugar
conociendo todos los detalles —le dijo mamá—. Es un asunto complicado e impredecible, sube
y baja como la marea y las personas sufren siempre algún daño.
—Puede que tengas razón, pero hasta que no sepamos quién sube y quién baja con la marea y en
qué lado de la playa está nuestra casa, nuestra hija se queda en casa con nosotros.
Continuó diciendo que si no era bastante que su hijo estuviera por allá en alguna parte, sin que
nadie supiera si estaba vivo o muerto, que cómo iba a dejar que su hija arriesgara su vida
también. ¿Acaso mamá quería una vejez sin hijos? ¿Quién los iba a cuidar entonces?
Cuando papá tomaba una determinación así y se ponía tan pesimista, mamá prefería no llevarle
la contraria. Así que me quedé en casa con Soooji, mi osito de cuando era pequeña, al que podía
cuidar mientras veía pasar a los soldados por la ventana de mi cuarto. Cada vez que disparaban,
la onda expansiva sacudía nuestra casa haciendo vibrar los cristales.
Aquella noche, por segunda vez, dormimos con la ropa puesta, o más bien lo intentamos. Los
ruidos de la contienda parecían rodearnos. Y después de un rato, pasaron más tropas con jeeps y
orugas por el final de nuestra calle.

El martes de madrugada, sobre las seis, oímos un gran estruendo. Los soldados de artillería
venían a por agua y nos advertían de que los alemanes probablemente contraatacarían y que
debíamos ir con cuidado. Tenían razón. En el prado empezaron a estallar proyectiles y más tarde
incluso cerca de casa. Por primera vez nos refugiamos en el sótano. El ataque no duró mucho
pero apagó un poco la confianza, incluso la de mamá.
Sin embargo, no tuvimos mucho tiempo para darle vueltas al asunto. Casi tan pronto como
cesaron los bombardeos, oímos un tumulto en el piso de arriba. Cuando nos acercamos, vimos a
dos soldados en la sala sujetando a otro, que sangraba abundantemente por una herida en el
costado. Nos quedamos más que sorprendidos al ver a esos tres hombres, que parecían ocupar
toda la habitación, con sus ropas de combate cubiertas de suciedad y montones de utensilios y
armas que hacían ruido al entrechocar; estaban allí entre nuestros mejores muebles, con las botas
llenas de barro y uno de ellos derramando sangre por todas partes.
En cierto modo supongo que, hasta ese momento, la guerra, la contienda, había estado fuera,
ajena a nosotros.
Ahora de repente se encontraba justo dentro de nuestro hogar. Papá y yo los miramos desde la
entrada como petrificados. Mamá no. Ella siempre sabía reaccionar en los momentos críticos.
Sacaba lo mejor de ella. Una vez la vi actuar cuando un oficial alemán vino a inspeccionar
nuestra casa para ver si era buen alojamiento para él. Le echó tal rapapolvo por no haberse
limpiado las botas ni haberse quitado el sombrero al cruzar el umbral que el oficial decidió
privarnos del honor de su presencia y en lugar de eso mandó a su cabo, quien al poco acabó
viviendo en el cobertizo del jardín, tras alegar que allí estaba más cómodo que bajo la desdeñosa
mirada de mamá día tras día. En ese momento no vaciló ni un segundo.
—Geertrui —me dijo—, trae agua caliente y desinfectante.
Y a papá:
—Barend, trae el botiquín.
Mientras hablaba, arreglaba los cojines del sofá y, como casi no sabía inglés, repetía Komen,
komen y movilizaba a los soldados para que tumbaran a su camarada.
Cuando regresé con el agua, ya habían despojado de todo el equipo y parte de la ropa al herido,
echado en el sofá haciendo muecas de dolor. Mamá estaba arrodillada a su lado, inspeccionando
la herida. Papá había traído el botiquín y estaba muy ocupado quitándole las botas al herido. El
pobre muchacho tenía como mucho la edad de mi hermano Henky, aunque su cara estaba llena

14
de mugre y sudor pude ver que estaba pálido como el papel. Sus amigos le hablaban con
tranquilidad, intentando parecer alegres, diciéndole que se pondría mejor. Uno de ellos encendió
un cigarrillo y se lo puso en la boca para que pudiera fumar sin usar las manos. Intentaba sonreír,
pero sus ojos reflejaban miedo y no dejaba de quejarse mientras mamá se ocupaba de él. La
herida era terrible.
Durante los cuatro años de ocupación, yo sólo había visto soldados heridos como consecuencia
de esos últimos ataques aéreos, y siempre a distancia. Esa era la primera vez que lo veía de cerca.
Y no sólo eso, era en nuestra casa, en nuestra salita, donde hasta entonces sólo había habido
invitados con sus mejores galas, fiestas para San Nicolás, de cumpleaños o para los aniversarios
de boda. Momentos felices. Momentos en familia. Celebraciones. Y allí estaba ese joven que te
rompía el corazón, chorreando sangre en nuestro sofá, con su dolor, que invadía la habitación en
silencio, junto al olor a sudor y mugre y junto al desconocido olor dulce de los cigarrillos
ingleses. Me daba tanta lástima verlo allí tumbado, desvalido, que quería abrazarle y, por arte de
magia, arrebatarle el dolor y devolverle un cuerpo entero y lleno de vida; como si hubiera pasado
hace una hora. En ese momento también, realmente me di cuenta por primera vez del horror de
lo que estaba y había estado sucediendo durante esos espantosos años.
Mamá se levantó y me dijo:
—Pídele a uno de los otros dos que venga.
Me decidí por el que aparentaba más edad y le dije, con mi mejor inglés, que mamá quería hablar
con él. El, papá y yo seguimos a mamá hacia la cocina. Quería que yo le explicara que la herida
era tan grave que ella no podía hacer nada y que, aunque ella no era médico, estaba segura de
que el pobre moriría si no recibía atención especializada muy pronto. Cuando se lo traduje, el
soldado asintió con la cabeza. Entonces que ya no había que aparentar alegría para animar al
camarada, estaba muy cansado y abatido. Su amigo el herido se llamaba Geordie, según dijo, el
otro Norman y él Ron. Les habían ordenado venir a nuestra casa para pedirnos si podían
utilizarlo como puesto de observación porque desde la planta de arriba se veía bien el prado y
toda nuestra calle. Se temían que los alemanes pudieran acercarse por allí. Pero el bombardeo les
había sorprendido y a Geordie le había saltado metralla. Tenían que permanecer en su puesto. Lo
único que podían hacer era enviar un mensaje a su unidad y pedir que les mandaran a un
ordenanza.
Mamá dijo que los vendajes no ayudarían mucho. Lo que necesitaba era un quirófano. Papá
estaba de acuerdo.
—Parece ser que uno de los hoteles lo han convertido en hospital —dijo papá—. Tienes que
trasladarlo hasta allí.
Ron no sabía dónde estaba el hospital, así que le expliqué que estaba en la colina, en el centro del
pueblo, a menos de un kilómetro.
—Tendríamos que ir Norm y yo para llevarlo tan lejos —dijo Ron—. Y no podemos abandonar
el puesto, ni siquiera por un herido grave.
—Morirá —dijo mamá cuando yo lo traduje—. Debe haber alguna otra posibilidad.
—Nosotros podríamos llevarlo —dije—. Papá y yo lo podemos llevar en la carretilla del jardín.
—No —contestó él al instante—. Sería demasiado peligroso.
—Ya ha acabado el bombardeo y de todas maneras van a por los soldados de artillería, y
nosotros iremos en la otra dirección. No ocurrirá nada, papá.
—No, iré yo solo. Tu debes quedarte con tu madre.
—Mamá, convéncelo.
Mamá miró a papá con la mirada fija y le dijo: —Geertrui tiene razón. Se necesitan dos personas.
Si no te acompaña ella iré yo.

15
—No, no —contestó, bastante agitado—. No la podemos dejar sola con los soldados. Eso no
estaría bien. No es seguro. No lo permitiré.
Mamá cogió las manos de papá y le dijo suavemente: —Piensa, cariño. Se lo debemos a esta
gente. Han venido a ayudarnos. Tenemos que hacer lo que podamos por ayudarles. Y piensa en
tu hija. ¿No es natural que quiera participar? Cuando termine este horror, ¿qué quieres que diga?
¿Que tuvo que quedarse quieta y ver cómo los demás asumían los riesgos? ¿Que cuando llegó el
momento no le permitieron ayudar? Y es lo que hay que hacer, ¿no? Trasladar a este pobre chico
al hospital. Imagínate que fuera Henk.
Así como mamá nunca podía vencer a papá cuando él había tomado una determinación, papá no
podía nunca con mamá cuando ella se ponía lógica y cariñosa a la vez. Papá solía decir que él no
habría llegado a nada sin ella. Estaban tan entregados el uno al otro que no creo que nunca se
hubieran podido separar. El gran miedo de papá era perder a mamá. Durante los años de
ocupación, él se había mostrado impertérrito. Pero ahora que la libertad estaba a la vuelta de la
esquina (o eso creíamos en el momento), su coraje parecía flaquear. A mí me sorprendió, e
incluso recuerdo haber pensado que era un cobarde. Sin embargo, ahora que yo también soy
mayor y he pasado por tantas cosas, creo que lo entiendo. Sólo cuando el éxito está al alcance de
tu mano eres consciente de lo frágil que es la existencia humana y de lo posible que es, casi
inevitable, que algo falle. Y eso te hace dudar.
Papá estuvo en silencio durante unos instantes y entonces suspiró.
—Tenéis razón —dijo, sosteniendo la cara de mamá entre sus manos para luego besarla
delicadamente con tanta intimidad que me di la vuelta. Y oí a papá decir:
—Estos años han sido posibles sólo porque tú estabas a mi lado. Sin ti no podría sobrevivir.
—No va a pasar nada, cariño —murmuró mi madre.
Entonces empezó el ajetreo. Habíamos preparado la carretilla con mantas y cojines para que a
Geordie el viaje le resultara lo más cómodo posible. Ron y Norman lo levantaron y lo metieron
en ella. Nos despedimos haciendo un esfuerzo por resultar alegres. Y papá y yo nos dirigimos
hacia Utreschseweg, al Hotel Schoonoord.
Por el camino nos encontramos a amigos que acarreaban con algunas de sus posesiones en
bolsas. Había llegado a sus oídos que la batalla allá en el puente no les estaba saliendo muy bien
a los británicos y abandonaban el pueblo porque estaban seguros de que la lucha llegaría hasta
allí y pensaban que sus sótanos no eran lo suficientemente resistentes para protegerles. Más
adelante nos encontramos a un grupo de gente cargada de equipaje, todos ellos de
Klingelbeekseweg, al otro lado de la vía, cerca de Arnhem. Nos dijeron que allí todo el mundo
había tenido que marcharse siguiendo las órdenes de los alemanes. Pero ¿dónde se suponía que
debían ir? Habían oído que la gente de Benedendorpsweg, a nuestro lado de la vía, también
estaba siendo evacuada. Papá me miró ansioso. Los dos sabíamos sin necesidad de decirlo que
ésas eran malas noticias, porque significaba que los alemanes debían de estar forzando a los
británicos a retroceder hacia nosotros.
—Debemos darnos prisa y regresar con mamá —dijo papá.
Conforme nos acercábamos a Utreschseweg, el ruido de las armas era cada vez más fuerte,
proveniente del otro lado de la vía al norte del pueblo, más o menos a un kilómetro de distancia,
y también de la dirección de Arnhem al este. Los dos estábamos empapados en sudor y sin
aliento, tanto por el miedo y los nervios como por el agotamiento de empujar la carretilla. El
pobre Geordie iba dando tumbos porque íbamos muy deprisa y la carretilla saltaba con los
adoquines. Pero él estaba inconsciente, creo, porque tenía los ojos cerrados y no hacía ningún
ruido.
El Schoonoord estaba en un estado lamentable. La galería a la que tantas veces habíamos ido a
tomar café estaba atestada de hombres heridos en camilla, esperando ser atendidos. Me

16
sorprendió ver a unos cuantos alemanes entre los británicos. ¿Cómo podían los británicos estar a
su lado con tanta tranquilidad? Uno incluso le daba un cigarrillo a un alemán. Yo estaba
horrorizada. Dentro, todas las habitaciones estaban llenas de hombres acostados en camillas y
colchones o directamente sobre el suelo. Porque eran tantos que habían tenido que tomar también
el hotel de la acera de enfrente. El olor a sangre, suciedad y sudor era casi inaguantable. Me
revolvió el estómago. Las mujeres e incluso los muchachos del pueblo ayudaban como podían.
Vi a Meiky a Joti, dos amigas de la escuela, lavando a los heridos, Meik como siempre con
prisas y Joti con su expresión más alegre. Los soldados estaban muy tranquilos y tenían mucha
paciencia, aunque seguro que muchos de ellos sufrían insoportables dolores. Un joven soldado,
que no parecía mayor que yo, tenía cinco heridas de bala abiertas en los brazos. Mientras
Hendrika, la hija del dueño del hotel y de una maestra de escuela, le limpiaba las heridas,
llegaron unos hombres para trasladarlo a la sala de operaciones. Lo secó e intentó darle ánimos
antes de que se lo llevaran.
Hice salir a Hendrika hasta donde papá estaba esperando con Geordie. Vio enseguida que
necesitaba tratamiento urgentemente y llamó a dos de los chicos. Pusieron a Geordie en una
camilla y se lo llevaron adentro. Después de la guerra me enteré de que murió poco más tarde,
ese mismo día.
Yo quería quedarme para ayudar pero papá dijo que no, que le habíamos prometido a mamá que
volveríamos inmediatamente. ¡Cómo lo odié en aquel momento! Y creo que lo habría desafiado
si no hubiera sido porque Hendrika me había dicho que tenían ayuda de sobras, menos
enfermeras cualificadas, cosa que yo no era. Siempre he pensado que me lo dijo sólo para
ponérmelo más fácil y que me marchara sin sentirme mal. Así que nos fuimos colina abajo
tirando de la carretilla vacía tan rápido como pudimos. Los ruidos del frente ya se oían más que a
la ida. Recuerdo el amargo y cálido olor de la pólvora, que parecía quemar el aire.

En casa, mamá había preparado patatas con fiambre de cerdo y salsa de manzana para Ron y
Norman, que seguían vigilando desde arriba. Papá y yo comimos un poco después de contarle a
mamá lo que habíamos visto y oído. Durante esa tarde volvieron los soldados que habían
avanzado hacia Arnhem, parecían agotados. Un oficial vino a casa y comprobó que Ron y
Norman estaban allí. Hablaron en la salita durante unos minutos. Cuando se marchó el oficial,
Ron parecía triste pero no dijo nada, sólo que las cosas no iban como ellos habían esperado. Se
acercaron más soldados a beber agua y nos preguntaron si se podían lavar. Por supuesto, les
ayudamos. Después, aquel frío atardecer, salimos a mirar al sur hacia Nijmegen, donde el cielo
reflejaba el brillo de las llamas, y oímos las detonaciones de grandes armas disparando una y otra
vez. Ron dijo que ésa era la compañía principal abriéndose paso. Tanto él como Norman estaban
tan fatigados, después de tres noches en vela, que papá sugirió que él y yo montáramos guardia
mientras ellos dormían un poco. Pero Ron dijo que más les valía que no les cogieran durmiendo
en horas de servicio. Así que papá sugirió que yo vigilara con Ron mientras Norman dormía y
entonces Norman y él tomarían el relevo mientras Ron dormía. Norman convenció a Ron de que
eso sí lo podían hacer. Así que durante la primera mitad de la noche me quedé sentada con mamá
vigilando desde las ventanas de atrás mientras Ron vigilaba por las delanteras.

El miércoles llegó lo peor. Hasta entonces fue la batalla de Arnhem. Ahora comenzaba la de
Oosterbeek. Entonces no lo sabíamos, pero sólo un pequeño grupo de aproximadamente un
millar de hombres había llegado al puente de Arnhem y lo defendía del enemigo con todas sus
fuerzas. Los alemanes habían cortado la retirada del resto de las tropas británicas, unos
ochocientos hombres, y los tenían rodeados en Oosterbeek, en un rectángulo que limitaba con la
parte oeste de nuestro pueblo y el bosque, con la vía del tren como frontera norte y el río al sur.

17
Los alemanes comenzaron la descarga de artillería por la mañana, para la que no estábamos
preparados en aquella parte del pueblo. Todas nuestras ventanas estallaron, una de nuestras
chimeneas recibió un impacto directo, los proyectiles explosionaban contra las paredes y caían
por todas partes. Siempre que esto ocurría, nos refugiábamos en el sótano. Y no tardaron en
reunirse con nosotros soldados que habían recibido la orden de formar una línea defensiva a lo
largo de aquella parte del pueblo. En los intervalos entre bombardeo y bombardeo cavaban
trincheras en nuestro jardín trasero, pero nos pidieron permiso para entrar en el sótano en cuanto
se reanudó el bombardeo, porque decían que preferían nuestra compañía a un agujero en el suelo
sin ninguna protección de los disparos y la metralla.
Por la noche avistaron tanques alemanes aproximándose y todos tuvimos que meternos en el
sótano, tras coger comida y agua y todo lo que pensáramos que podíamos necesitar en caso de
sitio. Conté veintisiete personas allí apiñadas, ni siquiera había espacio para que nadie se pudiera
tumbar, mientras arriba, por el ruido, parecía que el mundo iba a desplomarse sobre nuestras
cabezas. No teníamos luz, sólo velas, muchas, porque a los soldados les habían dado una como
parte de su equipo. Pero la mayor de nuestras penurias era que no teníamos un aseo decente, sólo
un cubo en la carbonera del sótano. Yo odiaba tener que utilizarlo, así que intentaba no beber.
Sin embargo, el miedo y la ansiedad son grandes creadores de orina. Al día siguiente papá buscó
un gran contenedor de metal con tapadera que había guardado en la carbonera. Le hizo sitio entre
el carbón y clavó una manta para tener un poco de intimidad. Cuando habíamos usado el cubo,
vertíamos el contenido en el contenedor y eso hacía nuestra vida más llevadera.
A los hombres con heridas de gravedad los conducían a un puesto de asistencia que acababan de
montar bastante cerca. Los que tenían lesiones leves se quedaban con nosotros y mamá y yo les
ayudábamos a limpiarse las heridas y a vendárselas. Así que al final me hice enfermera. Al
principio era muy aprensiva pero descubrí lo rápido que aprendes a convivir con cosas horribles
si no tienes elección. Y por suerte heredé de mi madre la visión práctica de la vida. Mientras
trabajábamos, los soldados nos hablaban de sus casas, de sus familias, de sus amigos y de sus
novias, y nos enseñaban fotos. La mayoría de ellos eran muy jóvenes, diecinueve o veinte, y creo
que sobre todo buscaban el cuidado de una madre.
Durante todo ese tiempo, el ruido era incesante y aterrador. Al principio estaba asustada. Pero se
me pasó. Creo que fue por la alegría que contagiaban los soldados, muchos de mi edad. Para una
chica tan protegida y educada, estar apretujada contra todos esos jóvenes extranjeros, hablando
de nuestras vidas, comiendo y durmiendo a su lado y haciendo hasta nuestras necesidades más
íntimas juntos, era bastante liberador. Una tras otra, me deshice de mis inhibiciones. No
importaba el hedor, el ruido y el polvo del ambiente ni la escayola que se desprendía de las
paredes cubriéndonos con una cortina de polvo rosa cada vez que explotaba un proyectil. Sentía
que mi futuro estaba allí con nosotros en nuestro asediado sótano.
De vez en cuando la descarga paraba. «Jerry se está echando unos tragos para no perder los
ánimos!», decían los hombres, y Norman imitaba a Hitler, y lo hacía muy bien, y era muy
divertido. Entonces nos precipitábamos hacia fuera, al jardín, a estirar los músculos y a respirar
un poco de aire fresco, aunque llamarlo fresco no era muy acertado. Algunas de las casas de
nuestra calle estaban en llamas y otras estaban tan destrozadas que parecían ruinas en plena
demolición. El tejado y las paredes de nuestra casa estaban llenos de agujeros, las chimeneas
habían desaparecido y la esquina superior de la parte delantera la habían arrancado con un
proyectil; habían dejado un boquete irregular en la habitación de mis padres y las sábanas hechas
jirones se agitaban con el viento. A mí me daba vergüenza, era como si mis padres hubieran
aparecido desnudos en público con la ropa interior hecha trizas.
—Ahora sabemos lo que es la guerra —dijo mamá.
Intenté evitarlo pero no pude impedir derramar un par de lágrimas al ver nuestra casa destrozada.
Ron, que estaba con nosotros, no dijo nada, sólo me puso el brazo sobre los hombros y me dio un
reconfortante abrazo.
18
19
POSTAL

Puedo deshacerme de todo lo que escribo;


mis penas desaparecen, mi valentía renace.
ANA FRANK

Estaba empezando a odiar ese lugar.


Su llegada el día anterior había sido embarazosa. Su visita al museo de Ana Frank, que había
estado esperando desde hacía tiempo, había resultado poco agradable. Su confusión de chico por
chica le había enfurecido. El ratero lo había dejado fatal. La persecución, hecho polvo. La lluvia,
que no paraba de caer, lo estaba dejando empapado. Y ahora eso: una caja de cerillas falsa, un
preservativo y un mensaje.
La caja no era una caja y no era de cerillas y por lo visto el preservativo estaba defectuoso y el
mensaje estaba en una lengua que no entendía. Bueno, no muy bien. Las cifras eran
probablemente un número de teléfono, pero ¿era el de Ton o era otro engaño? Niets
probablemente significaba 'no'. ¿Era lo mismo in en holandés que en inglés? Amsterdam ya sabía
lo que era, y por lo que conocía de la ciudad, igual le daría no saberlo. ¿Era lo mismo is en
holandés que en inglés? ¿No sería demasiada casualidad? Wat bet lijkt? ¡Bah! ¿Qué más daba?
¿Por qué siempre reaccionaba demasiado tarde? ¿Por qué nunca sabía si le gustaba algo o no
hasta que se había acabado?, y ¿por qué nunca sabía lo que pensaba hasta que ya no importaba?
Como el día anterior. En cuanto descubrió que había problemas tendría que haber dicho «no
gracias» y haberse marchado a casa. Pero hasta que se metió en la cama no se sintió de veras
avergonzado. Y ¿cómo no se dio cuenta de que Ton era un chico? Entonces lo pensaba y en
realidad lo sabía desde el principio. Lo sentía. Pero quería que Ton fuera una chica, lo quería con
todas sus fuerzas y no se permitía ver que no lo era. La verdad era que estaba decepcionado
consigo mismo y que cuando tuvo que ver que Ton no era lo que él quería que fuese, no había
sabido cómo reaccionar, no había sabido qué decir ni qué hacer, sólo se había quedado allí como
un pasmarote.
Quizá su padre tenía razón y de verdad era un pelele.
Durante los siguientes minutos se dedicó a odiarse, estimulado por la lluvia. Hamlet tenía más
razón que un santo. Cuan cansadas, rancias, monótonas y poco provechosas eran las costumbres
en este mundo. Cuan corrompido estaba él. Y cuan cierto era que quizá debería deshacerse de su
yo mortal. No con una aguja de jareta sino de una manera más acorde con los tiempos modernos.
Con una sobredosis de éxtasis o fumándose el tubo de escape de un coche; el de su padre,
naturalmente.
Después de muchas cavilaciones se dijo a sí mismo que era un asqueroso montón de mierda sin
adulterar (añadiendo otros muchos exquisitos menosprecios seleccionados de su gran
diccionario). Pero esa clase de pensamientos sólo le servían para demostrar que realmente era un
pelele, un memo y un ganso y que tenía razones para sentir impulsos suicidas. Y así se cerraba el
círculo, y su melancolía, que se alimentaba de sí misma, se volvía autosuficiente.
En casa, cuando se ponía de ese humor, dos personas le solían ayudar a salir del círculo vicioso.
Una era Ana Frank. Leer su Diario casi lo hacía revivir, pero no había traído consigo su libro, lo
que no importaba, porque se lo habrían robado y seguro que no habría podido superar esa
pérdida. La otra era su abuela. Sarah lo había convencido de que él no era el culpable de esos
ataques de lo que ella llamaba «humor de ratón». No eran un defecto suyo por el que tenía que
sentir culpable, como siempre se sentía cuando se le pasaba sino que eran simplemente

20
problemas asociados al crecimiento, un tormento adolescente, como ser miope o tener alergia al
polvo; algo que la gente sufre como un accidente al nacer o en la vida diaria, pero que se aprende
a controlar o a tratar.
Se sentó mirando desde su refugio, sintiéndose como el ratón que sale de su ratonera en un
episodio que preferiría no recordar, el que le dio a Sarah el nombre para sus ataques. Ese
recuerdo se perpetuaba con un sueño recurrente que había vuelto a tener la noche anterior, así
que era de esperar tener de nuevo un ataque de humor de ratón. Aparte de su papel de heraldo del
pesimismo, el sueño también lo alteraba porque presentía que le estaba diciendo algo vital que
necesitaba entender y que no entendía. Incluso cuando estaba animado, contento, exaltado, el
recuerdo del sueño le invadía la mente y el acertijo ocupaba el pensamiento sin razón aparente.
Eso le ocurrió cuando esperaba que parara de llover.

Una noche, al poco de haberse ido a vivir con su querida abuela, Jacob vio un ratón que se
escabullía y se metía detrás del revestimiento de la pared. Sarah gritó y se subió a la silla de un
salto. Aunque no era nada remilgada, tenía una fobia insoportable a los ratones. Desde su
infancia los asociaba con la suciedad y las enfermedades y temía sus impredecibles
movimientos; como era un poco maniática, era incapaz de tocarlos y aún menos de soportar que
la tocaran a ella. Y tampoco Jacob, que en ese sentido, como en muchos otros, era igual que su
abuela. Su reacción instintiva fue ponerse de pie de un salto para perseguir a la timorata
bestiecilla de pelo brillante, soltando improperios y agitando el libro que estaba leyendo. (Qué
reacciones tan típicas y tan ridículas, había dicho Sarah después; la hembra cierra las piernas e
intenta escapar del peligro, y el macho grita insultos terribles y se apresura a capturar al
enemigo.)
Tan asustado por ellos como ellos por él, el ratón se dio la vuelta y se metió en el primer
escondite que encontró esperando que fuera seguro. Resultó ser un estrecho hueco entre el pie de
una librería y la pared, porque no estaban totalmente unidas.
Silencio. ¿Qué hacía? Sarah lo quería saber. Desde una distancia segura, Jacob se agachó e
intentó mirar dentro. Estaba demasiado oscuro. Sarah le sugirió que cogiera una linterna.
Usándola y pegando la mejilla al suelo para poder echar un vistazo, Jacob vio al pequeño ratón
entre gris y marrón acurrucado en la esquina, mirando hacia fuera, con las orejas casi
transparentes, unos ojos negros de bebé y las patas sin pelos, rosas como patas de mono en
miniatura. Allí sentado sobre sus patas, jadeando (qué pánico había en tu pequeño pecho),
limpiándose los bigotes y mirando a Jacob.
Jacob dijo que sólo era un ratón de campo. Sarah le dijo que le daba igual de qué tipo era, que no
lo quería allí, que si era un ratón de campo de todas maneras estaba en el sitio equivocado.
—Nos tendremos que librar de él o yo nunca conseguiré dormir.
—A lo mejor —dijo Jacob—, si encuentro un palo consigo hacerle salir, tirar un trapo sobre él y
llevármelo afuera.
Lo único apropiado que pudo encontrar era un cepillo con un fino mango de bambú que era lo
suficientemente flexible para meterlo por el extraño hueco. Podría introducirlo al nivel del suelo
y entonces moverlo como un pistón.
A Jacob no le gustaba nada recordar lo que pasó después. En lugar de hacerlo salir, le dio
demasiado fuerte. Durante días sintió en las manos la estocada letal.
El sueño lo tuvo por primera vez unas cuantas noches después del incidente. No es que fuera
desdichado por aquel entonces, tampoco era propiamente un sueño, sino el final de otro más
largo. Del sueño solo recordaba a partir del momento en que:

21
El está hablando, no sabe ni con quién ni de qué, pero es una conversación animada. Está en un
sitio mal iluminado, puede que en un gran armario: no hay ventanas. Mientras habla, ve, por el
rabillo del ojo, que hacia su derecha, en una estantería de madera muy ancha a la altura del
pecho, hay algo, lleno de bultos, del tamaño de un puño. Vuelve la cabeza para mirarlo bien y le
da un toque con una varilla de hierro, con un reborde al final en forma de labio superior que de
repente ve que tiene en la mano derecha. En cuanto toca ese bulto, se deshace y se convierte en
dos ratones grandes como conejos. Uno de ellos se tumba sobre su lomo, con las patas abiertas
como un perro que quiere que le rasquen la tripa, con el vientre rosado cubierto de pelo suave de
color gris claro. El otro es sin embargo el que acapara su atención; éste ha empezado a dar
vueltas y vueltas y se ha quedado en posición fetal, con la cabeza metida entre las patas. Está
muy quieto. ¿Está vivo? Le da un golpe con el labio de su sonda de metal. Nada. Le golpea
levemente en un lado de la cabeza. Ahora ya no es un ratón sino un ser humano, con una cabeza
enorme y una cara que le molesta mirar. Le da otro golpe en la sien, esta vez más fuerte. Gimotea
pero no abre los ojos. Le vuelve a golpear una y otra vez cada vez con más fuerza, una fuerza
que siente en la mano y le sube por todo el brazo hasta el bíceps. Entre golpe y golpe observa la
reacción del niño. Después de cada impacto, el niño se queja de dolor y de miedo y también cada
vez se hace más grande y se acerca más a Jacob. Es como si el niño cada vez estuviera más cerca
sin que ninguno de los dos se mueva. Como en una película, cada plano más corto que el
anterior. Después del tercer o cuarto asalto aparece una herida en la sien del niño y le sale sangre,
una sangre densa y de un rojo intenso, pero no mucha. No se derrama sino que coagula en forma
de pastilla brillante en la sien del niño. Exaltado por la sangre, Jacob golpea cada vez más fuerte.
Pero empieza a pensar, mientras sigue haciéndolo: ¿Qué hago? ¿No debería estar haciendo esto!
¿Por qué estoy haciendo esto? ¡No quiero hacerlo! Pero continúa, sin parar, hasta que el niño
está tan cerca que la única parte de él que Jacob puede ver en primer plano es su cabeza
sangrante. Y los pequeños gimoteos que siguen a cada golpe son cada vez más irritantes, más
terribles que si estuviera gritando. No obstante, los ojos del niño siguen cerrados, como si
estuviera dormido.
Entonces, el niño abre los ojos y ve que el niño es él.

22
POSTAL

Viejos y jóvenes, éste es nuestro último viaje.


R.L. STEVENSON

—Wat is er aan de hand? Kan ikje helpen?


Una anciana se dirigió a él desde el pie de la escalera. Tenía la cara redonda, una mirada amable,
llevaba un largo abrigo verde mal cortado, un paraguas azul cielo que protegía de la lluvia su
pelo cano rizado recogido en un moño y una bolsa de la compra de tela vacía en la otra mano.
—Voelje niet goed?
—¿Perdón?
—Ah, ¿no eres de aquí?
Asintió.
—¿Estás bien?
Volvió a asentir y se encogió de hombros pensando que lo que le había dicho era que no debería
estar allí. Se levantó.
—¿No le dejo pasar?
—No, no.
—Me estaba protegiendo de la lluvia.
—Parecías triste.
—Estoy bien, Bueno... me han robado.
—¡Ayí ¿Te han hecho daño?
—No, solo estoy alterado. Más bien enfadado.
—¿Qué se han llevado?
—El anorak. El dinero. Todo, para ser sincero.
—¡Dios!
Empezó a bajar de la escalera, pero se detuvo cuando la señora le dijo:
—¿Puedo ayudarte?
Pensó en lo que quería haber preguntado en la casa de Ana Frank y le dijo:
—Si tiene un listín telefónico...
—Sí.
—La casa en la que me alojo está en Haarlem pero mi billete de tren estaba en mi anorak así
que... Bueno, me dieron la dirección y el número de teléfono de su hijo, que vive en Amsterdam.
Eso estaba en mi anorak también, pero supongo que lo encontraré en el listín.
—Puedo buscarlo. ¿Cómo se llama?
—Van Riet. Daan van Riet. Creo que vive cerca de la estación de tren.
—Van Riet. Cerca de la estación. Voy a mirarlo.
—Espera aquí, por favor.
En lugar de cruzar la puerta ante la que se había sentado, como él esperaba, se giró y bajó por esa
misma calle. Jacob, preguntándose adonde iba, se adelantó un poco y la vio de espaldas

23
desaparecer entre los zarcillos de hiedra colgante y las rosas trepadoras que, junto a infinidad de
plantas rojas y blancas, adornaban con exhuberancia las ventanas del semisótano. La anciana
estaba bajando al sótano a través de una de las ventanas que él veía, y también había una puerta
con una verja de hierro que daba a la calle. Era, pensó, como la entrada a una cueva con puertas
o a una gruta encantada.

La señora reapareció muy pronto y le miró desde la acera.


—Hallo! —exclamó.
Entonces, al ver a Jacob mirando desde el follaje:
—Ah, ¡estás ahí! —dijo con el listín entre las manos—. Hay muchos Van Riets pero sólo uno
con la inicial D cerca de la estación Oudezijds Kolk.
A Jacob, el nombre le sonaba a vocales masticadas y a consonantes rotas.
—Voy a intentar llamar. Espera en las escaleras. Te estás mojando.
Lo que era cierto, aunque la lluvia había amainado y el cielo brillaba. Sentía curiosidad por ver
su casa subterránea, pero hizo lo que ella le dijo y volvió al porche.
Mientras esperaba, apareció en el canal un elegante barco para turistas, blanco con el techo de
cristal, con la palabra LOVERS escrita en el lateral con grandes letras. Estaba medio lleno de
turistas boquiabiertos sentados ante pequeñas mesas de cuatro, algunos con cámaras de fotos y
otros de vídeo pegadas a la cara como si fueran hocicos. Cerditos-cámara buscando comida entre
las basuras, pensó. Sentada hacia el final, sola, había una chica negra con el pelo lleno de rastas,
más o menos de su edad, que, con la cabeza apoyada en la mano, lo miró inexpresiva durante un
rato y justo antes de desaparecer le dedicó una sonrisa radiante y le saludó tímidamente con la
mano. El levantó la mano como respuesta y se sintió mejor al instante.
La lluvia amainó.
Un hombre de piernas largas, muy bronceado y con unos pantalones cortos blancos demasiado
apretados y una camiseta rosa pasó en bicicleta, con un doguillo sentado en una cesta sujeta al
mamilar, con sus orejas al viento y su sonrisa bonachona.
Un Alfa-Romeo pasó a toda velocidad al otro lado del canal y el arrogante sonido del motor hizo
eco.
Al final, la señora reapareció al pie de las escaleras, con la bolsa de la compra de tela todavía en
la mano pero sin el paraguas.
—No contestan. Lo he intentado tres veces.
—Gracias.
—Te he escrito la dirección y el número de teléfono —dijo, dándole un trozo de papel.
—Ha sido usted muy amable.
Miró hacia otro sitio, sin saber qué decir, porque aún necesitaba ayuda aunque no la quería pedir.
Se produjo uno de ésos silencios incómodos que surgen entre extraños cuando uno ha intentado
ayudar al otro pero no ha tenido éxito, lo que ha dejado a ambos con sentimiento de culpa.
Decidió que iría a la casa de Ana Frank.
Pero antes de que se moviera, la anciana dijo:
—No estaría bien que te quedaras aquí, yo me voy a tomar un café antes de ir a comprar.
¿Quieres acompañarme? Podemos intentarlo de nuevo desde la cafetería.
No pudo evitar aceptar la invitación.
—¿Cómo te llamas?

24
—Jacob. Jacob Todd.
—Por favor, llámame Alma.
Asintió, con una sonrisa.
Se sentaron el uno frente al otro a una mesa de la planta de abajo del Café Panini, en una calle
con tranvías en el medio que Jacob reconoció. Era por la que había pasado corriendo tras Gorra
Roja. Pidieron café y croissants calientes y se los trajo una camarera joven y robusta, con el pelo
muy corto y teñido con henna, maquillaje pálido y labios pintados de violeta que vestía una
camiseta blanca cubriendo unos pequeños senos desnudos, una minifalda de piel negra, medias
negras y botas Doctor Marten. Por la manera de hablar con Alma, resultaba evidente que se
conocían y que estaban hablando de él. Al marcharse sonrió maliciosamente a Jacob, lo que
dilató su ánimo aún más que el saludo de la chica del barco.
—Es estudiante —dijo Alma disfrutando al contarlo—, trabaja aquí para pagar sus estudios.
Ahora sugiero que disfrutemos de nuestro café, luego ya intentaremos localizar a los Van Riet. Si
están en casa te enseñaré cómo llegar, si no... bueno, ya saltaremos ese obstáculo. ¿No te parece?
—Sí, me parece bien —dijo Jacob en el mismo tono optimista.
Estiró los hombros bajo su húmeda sudadera e hincó el diente en su croissant con un apetito
desmesurado. Entonces, al ver a Alma bebiéndose el café con delicadeza y observándolo, le
dedicó la mejor de sus sonrisas y, tras probar el café, le dijo:
—Muchas gracias por esto. Está muy bueno.
—Vengo aquí todas las mañanas. Para tomarme un café, leer los periódicos y hablar con las
personas que conozco. Es un buen sitio para conocer gente interesante. Vienen muchos
escritores, actores, músicos... Cuando ya eres mayor y vives sola, es importante no perder el
contacto con la gente.
Jacob miró a su alrededor. Sólo vio a un par de hombres maduros y fofos sentados solos,
fumando y leyendo el periódico. Mesas de formica en bonitos tonos azules, verdes, amarillos y
anaranjados. Sillas negras metálicas y gruesas vigas pintadas de amarillo. Obras de arte
originales en las paredes color crema: grabados y dibujos de caballos pintados con pincel. La
pared que había a su lado estaba cubierta de arriba abajo con un espejo que reflejaba a él y a
Alma y a las mesas que había al otro lado. ¿La versión de diseño italiano de un café de obreros?
¿Tenía una intención o era un intento de parecer antiburgués y nada pijo?
—¿Y tú? —preguntó Alma—. ¿Estás de vacaciones?
—Más o menos. A mi abuelo lo hirieron en la batalla de Arnhem. Una familia del pueblo lo
cuidó. Pero murió. Voy a visitar su tumba en el cementerio de la batalla.
—¿Habías estado antes en Holanda?
—No. Bueno, mis padres me trajeron una vez cuando era un bebé, pero de eso no me acuerdo.
—¿Y la gente con la que estás en Haarlem?
—Son la familia de la señora que cuidó a mi abuelo. Ella y mi abuela han estado en contacto. En
realidad se suponía que iba a venir mi abuela, pero no pudo. Se cayó y se rompió la cadera.
—Lo siento. ¿Irás el domingo que viene a la conmemoración de la batalla?
—Mi abuela pensó que debería ir —dijo, encogiéndose de hombros—. Me llamo Jacob por mi
abuelo.
Al acordarse de casa, de repente se encerró en sí mismo y no quiso seguir hablando del asunto.
Recogió del plato las migas del croissant dando golpecitos con el dedo y se lo chupó.
—Cómete el mío —dijo Alma dándole su plato—, yo no tengo hambre. —Y esperó mientras él
hacía los ruidos de rigor antes de preguntar—: ¿Y cómo te robaron?

25
—Me estaba tomando algo en la... ¿Leidseplein?
Ella lo dijo, él lo repitió y ella concedió:
—¡Mejor!
—Bueno, eso, allí. —Se rieron juntos de su incompetencia—. Había puesto la cazadora en el
respaldo de mi silla. ¡Y de repente la vi volando por delante de mis narices! Perseguí al chico
que se la había llevado. Un chaval, en realidad. Bueno, de mi edad, más o menos. Llevaba una
gorra de béisbol. Del revés, claro.
—¡Claro!
—Corrió por aquí y por allá subiendo por un canal, bajando por otro, pasando toda esta calle,
cruzando otra... hasta que me encontré totalmente perdido. De hecho pasé por aquí tras él.
Recuerdo el puente de allí fuera.
—Vijzelgracht.
—Si tú lo dices...
Alma sonrió, indulgente.
—Tienes que intentarlo.
—Sí, sí, lo intentaré. ¡Prometido!
Quizás era el café lo que le estaba alentando o probablemente el alivio que sentía. Pero veía que
Alma disfrutaba también.
—No lo podía atrapar. No soy muy rápido y él corría como una bala. Pero lo más raro es que
estoy seguro de que quería que lo persiguiera.
—-¿Por qué piensas eso?
—-Muchas veces se paraba hasta que casi lo cogía y entonces se marchaba otra vez. ¿Por qué iba
a hacerlo sino? Lo normal sería que quisiera desaparecer cuanto antes, para evitar ser reconocido.
—A lo mejor por pura diversión.
—¿Diversión?
—Parece ser un ladronzuelo común, no alguien que roba porque está desesperado por conseguir
dinero para droga, que es la causa de la mayoría de los robos aquí en Amsterdam. Que hay
muchos, siento reconocer. Según me han dicho hoy en día en casi todas las ciudades. Pero si te
dedicas a robar como trabajo, digamos que quizá se vuelve... vervelend... ¿tedioso?
—¿Aburrido?
—Exacto. Aburrido. Todos los trabajos tienen sus ratos aburridos. Incluso para los ladrones.
Coger un buen pellizco, la posibilidad de que te cojan, le añade emoción. Y quizá le gustaste.
Pensó que eras un reto que merecía la pena. Tendrías que sentirte halagado.
—Ah, sí, ¡gracias! Vaya halago, robarme todo lo que tengo.
—Y hacerte correr detrás de tu dinero.
Jacob se rió.
—Pero ¡qué bien hablas!
—¡Estos ingleses! Siempre sorprendidos cuando alguien habla más de un idioma.
—Todo lo que yo hablo es francés para ir de vacaciones.
—La gente aprende lo que tiene que aprender. Los ingleses siempre se las pueden arreglar
porque su idioma es internacional. Nosotros los holandeses tenemos un idioma minoritario y
estamos rodeados de países con idiomas muy extendidos. Además, históricamente somos
comerciantes. Tenemos que hablar lenguas extranjeras para sobrevivir.

26
—Aun así, ojala...
—Sólo es cuestión de aplicarse. Si vivieras en el extranjero una temporada te sería más fácil.
—Puede que lo haga. Quiero hacer algo después de acabar mis estudios y antes de lo que sea que
vaya a hacer después.
—¿No lo sabes?
—¿Lo que quiero hacer después? No, aún no.
Alma le dio un sorbito a su café. —Todavía estoy pensando en tu ladrón. Quizás a su entender
no estaba robando.
—¿Y qué hacía?
—Estaba jugando, compitiendo. Te dio una oportunidad. Y ganó. Y se llevó el premio.
—Pero ¿tú de qué lado estás? —aunque lo decía bromeando había un poso de crispación en su
voz.
—Del tuyo, ¿no te lo parece?
Percibió cierto tono de reprimenda.
—Lo siento. No quería parecer desagradecido.
—Te entiendo. Una cosa así es un susto. A lo que me refiero es a que no te ha pasado nada. Has
perdido un poco de dinero y unas cuantas cosas no tan importantes. Te han herido el orgullo,
pero, ¿consideras que tu orgullo es tan precioso? Ya verás como ahora regresas con tus amigos y
todo vuelve a la normalidad, esto será sólo una buena historia que contar. Pero el chico que te
robó, ¿con él qué va a pasar? ¿Qué clase de vida lleva? Y ¿quién lo cuida?
—Me parece que si hubiera sido a él a quien hubieras encontrado en las escaleras le habrías
ayudado igual que me estás ayudando a mí.
—Me imagino que es un chico de la calle que vive de su ingenio. Tu tenías algo que merecía la
pena robar y él probablemente no tenga nada. ¿Por qué te iba a ayudar a ti y a él no?
—Eres como mi abuela, siempre pensando en la otra parte.
—¿Tan mal te parece?
—No. Sólo un poco mortificante cuando eres el que recibe los palos, eso es todo.
—No quiero echarte ningún sermón. Es un problema de la gente mayor.
—No me lo estás echando. Estaría de acuerdo si habláramos de otra persona.
—Siempre es fácil saber qué es lo que está bien cuando se ven las cosas desde fuera. ¿Te apetece
otro café?
Al verlo titubear añadió:
—Yo normalmente me tomo dos.
Después de haber pedido explicó:
—Me acuerdo de la guerra, ¿sabes?, de la Ocupación. En especial del último invierno antes de la
liberación. Lo llamamos el Hongerwinter. Fue terrible. La comida escaseaba muchísimo. Y
también el combustible para hacer fuego. La gente quemaba sus muebles, incluso la madera de
sus casas: las puertas, los revestimientos de las paredes, hasta el suelo. No había nada. Incluso
los soldados alemanes pasaban hambre. Hasta entonces no habían pasado hambre. Durante los
primeros años de la ocupación, por lo menos mientras yo vivía en Amsterdam, me paseaba por
aquí sola sin tenerles miedo. Era joven, tenía dieciocho o diecinueve, pero no tenía miedo. No
me gustaban. De hecho, los odiaba. Pero eran muy estrictos con respecto a su comportamiento
con nosotros. La gente se olvida de eso ahora. A no ser que fueras judío, claro. Para ellos

27
siempre fue terrorífico. Lo que les hicieron a ellos... —Levantó la mano de la mesa y la dejó caer
de nuevo—. Imperdonable.
Se quedó en silencio unos momentos, recuperándose.
—Pero lo que quería decir es que aunque fue horroroso al final, todos estábamos en las mismas.
Ahora ya no es así. La mayoría de la gente en nuestros países es rica y tiene una vida cómoda en
comparación con entonces pero aun así permitimos que haya tantos jóvenes sin hogar. Todo el
día por las calles. Incluso aquí en Holanda, donde siempre decimos que nos ocupamos tan bien
de nuestros hijos, ocurre cada vez más. Los veo pidiendo y sentados en portales, como si fueran
bolsas de basura. Nos dicen que no les demos dinero, que son peligrosos y que sólo los anima a
gastárselo en droga, pero a mí no me importa. Yo si puedo les doy algo. A todos no, hay
demasiados. A los que creo que lo podrán aprovechar.
—Pero ¿a cuáles? ¿Cómo lo puedes saber?
—Lo adivino. Uso mi intuición.
Estaba emocionada, y un poco avergonzada también por la pasión que se le había despertado al
hablar, por el sonrojo que había teñido su pálida cara, por el rastro de lágrimas en sus ojos azules
clarísimos y por la agitación del enfado en su tono de voz. Jacob estaba seguro de que iba a decir
algo más, pero trajeron los cafés, Alma suspiró y se calmó, para volver a ser la persona tranquila
y segura de sí misma que había sido hasta entonces. Pero él supo que había visto a la joven
luchadora que Alma fue y pensó en lo que le hubiera gustado de haberla conocido entonces. Y lo
que de hecho le gustaba.
Pensando en cómo debía de haber sido de joven y cómo era ahora le dijo:
—Sé un poco de Amsterdam durante la guerra por el Diario de Ana Frank. Es uno de mis libros
favoritos. Bueno, es mi libro favorito.
—Entonces querrás ver las dependencias secretas donde se escondió y desde donde escribió su
diario. Está cerca de aquí.
—Sí, ya lo sé. —No quería decirle nada de su visita de esa misma mañana—. En el diario, Ana
Frank dice que la juventud es más solitaria que la vejez. ¿No crees que es verdad?
—Nunca he pensado en eso. ¿Tú crees que sí?
—¿Cómo iba yo a saberlo? Yo aún no he sido mayor.
—Ni tampoco Ana, así que, ¿cómo iba ella a saberlo?
—También yo me lo he preguntado —dijo con una sonrisa—. Dice unas cosas que siempre me
llevan a preguntarme cómo las podía saber.
—¿Tú te sientes sólo?
Vaciló, porque no le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación, pero se arriesgó y
dijo: —Sí.
—Leí el libro hace tiempo y ya me he olvidado. ¿Dice por qué cree que la juventud es más
solitaria que la vejez?
—Me sé lo que dice de memoria. Es uno de mis pasajes naranjas. ¿Te apetece escucharlo?
—¿Uno de tus pasajes naranjas?
—Cuando leo siempre subrayo los pasajes que me gustan. Supongo que puede parecer absurdo.
—No, no. Yo soy mucho más apagada. Cuando marco pasajes en mis libros subrayo con lápiz. Y
tu utilizas el naranja...
—Porque es...
—El color de Holanda.
—¡Sí!
28
—¡Claro!
Se volvieron a reír de nuevo.
—¿Lees mucho? —preguntó Alma.
—Sí, mucho. Desde que vivo con mi abuela.
—¿La que debería estar aquí ahora?
—Sí, Sarah, ella lee todo el día. Me contagió.
—Tienes suerte. Recita el pasaje sobre la vejez. Después de todo me concierne directamente.
Jacob se detuvo un momento para comprobar si se acordaba bien antes de citar:
—Vale, empieza «"Porque en sus profundidades más íntimas, la juventud es más solitaria que la
vejez." Leí esta frase en un libro y siempre la he recordado, y creo que es cierto. ¿Acaso es cierto
que los adultos lo pasan peor aquí que nosotros? No, yo sé que no lo es. Los mayores han
formado sus opiniones sobre todo, y no vacilan antes de actuar. Para nosotros los jóvenes es el
doble de duro mantenernos firmes y sostener nuestras opiniones en una época en que se
destruyen y echan por tierra todos los ideales, en una época en que la gente muestra su peor cara
y no sabemos si creer en la verdad y en el bien y en Dios».
Alma había escuchado con la cabeza agachada, mirando a su taza, casi como si se hubiera tratado
de una oración. Estuvo un rato en silencio hasta que dijo con tranquilidad:
—Escribía durante la guerra, cuando todo era terrible.
—Ya lo sé —Jacob hablaba inclinado hacia delante, con los codos en la mesa, y bastante bajo
para que sólo ella le oyera—. Sé que ahora las cosas no están tan mal. Pero está claro que no ha
mejorado del todo, ¿o no? Por ejemplo en Bosnia, en algunas partes de África, en Camboya y en
otros sitios, la radiación nuclear, la droga, el sida, los niños de la calle. Y eso sólo para empezar.
—A mí también me preocupa.
—Y aún hay prejuicios raciales, ¿verdad? En todas partes. Aún hay un montón de nazis por ahí,
me parece a mí. La gente está mostrando su peor cara.
—Se ve en las noticias todos los días.
—Ana habla de ideales. ¿Pero qué ideales hay en los que creer? ¿Y quién sabe ya qué es la
verdad?
Alma miró hacia arriba, juzgándolo, antes de decir con una cruda firmeza:
—Tú tienes que saber cuál es tu verdad y actuar en consecuencia. Y no desesperar nunca. No
rendirte nunca. Siempre hay esperanza.
Entonces, al darse cuenta de que lo que había dicho probablemente sonaba bastante duro, sonrió,
se encogió de hombros y añadió:
—Eso lo aprendí durante la guerra.
Jacob asintió.
—¿Entonces Ana tiene razón?
—No estoy segura. Cuando eres mayor aún tienes que vivir cosas. Más experiencia. Eso ayuda.
Antes de poder detenerse, Jacob añadió: —Y te queda menos tiempo.
Ella lo miró con severidad:
—Es verdad. Pero no pienses ni por un momento que eso hace las cosas más fáciles. —Acabó su
café y continuó—: A pesar de todo, yo creo que en principio la gente es buena.
—«Aun con todo creo que la gente en el fondo es buena. Siento el sufrimiento de millones de
personas y aun así creo que todo volverá a la normalidad, que esta crueldad también acabará.»

29
—¿Ana Frank otra vez?
Asintió.
—Te encanta ese libro, ¿no?
—Si quieres que te sea sincero, estoy enamorado de Ana.
Sorprendido por su confesión involuntaria, se echó hacia atrás, bebió café, se frotó los muslos,
notó cómo los dedos de sus pies dibujaban un rápido tatuaje en el suelo y cómo le subían los
colores. Entre risas, para cubrir su confesión, dijo:
—Siento como si la conociera mejor que a nadie, que a mi familia o a mis amigos.
—¿Y qué es lo que te gusta tanto de ella? Me pregunto.
—Muchas cosas. Para empezar, es divertida. Muy ingeniosa. Y habla en serio de las cosas.
—Pero ¿qué es lo que más te gusta de todo?
Meditó la pregunta, mientras empujaba su silla hasta quedar apoyado sólo en las dos patas
traseras.
—Su honestidad. Sobre ella. Sobre todo el mundo. Quiere saber de todo. Y ve a través de las
cosas. Piensa mucho. Tenía quince años cuando... la capturaron.
Siempre tenía problemas emocionales cuando pensaba en Ana en el momento en que se la
llevaron y en la tortura de su vida y en su horrible muerte en el horror de los campos. Volvió a
sentarse bien, con la mirada fija en sus manos, agarradas firmemente a la mesa que tenía delante.
—Sólo tenía quince años y ya entendía más cosas sobre ella y sobre otras personas y más sobre
la vida que yo, y yo tengo diecisiete. A pesar de que la tenían encerrada en esas... —No podía
pensar en una palabra apropiada para lo que él había sentido esa mañana—, esas habitaciones.
Dio un puñetazo en la mesa.
—Era tan valiente... y realmente sabía lo que quería de la vida. Ojala yo fuera tan valiente. Y
ojala me conociera tan bien. —Se detuvo un instante, y reflexionó antes de continuar—. No sé
cómo expresarme pero... Lo que dice en realidad no importa tanto. Es más bien su manera de
pensar lo que me gusta. Y no es pensar y no son sólo sus pensamientos. Es más que eso. Siempre
me siento más yo mismo, siempre me siento mejor por dentro, cuando, cuando estoy con ella...
Cuando la leo... Sé que en realidad no estoy con ella. Sé que ella es sólo palabras en un libro.
Miró a Alma con ansiedad.
—Nunca se lo había dicho a nadie.
—Estás lejos de casa, en un país extranjero, te acaban de dar un buen susto y yo soy una extraña
de buen corazón. No tiene nada de raro.
—Pero debes de pensar que estoy loco. Enamorarme de una chica que es sólo palabras en un
libro.
—Hay gente que dice que enamorarse siempre es una especie de locura. Si es así, lo único que
puedo decir es que yo preferiría estar loca antes que cuerda.
Se rieron con la calidez de dos amigos que comparten un secreto.
—Meer kojfte? —preguntó la camarera cuando pasó cerca de la mesa. Ahora había más gente.
—Nee, dankje —contestó Alma, agachándose—. Debería llamar otra vez.

—Geeluk! —dijo a su regreso—. Él estaba en casa y te estará esperando. Ahora te dejaré en un


tranvía que se dirija a la estación. Te puedes quedar mi sirippenkaart para pagar el viaje. Sólo
quedan dos, así que no te creas que soy tan generosa. Ya conoces la estación porque has llegado
hasta allí esta mañana. Es la última parada del tranvía. Cuando salgas, al final de la plein, a la

30
izquierda verás una iglesia grande que sobresale entre los tejados. Ve en esa dirección, cruzando
la carretera al lado del agua, y baja la callejuela de detrás de la iglesia. Tienes la dirección en el
papel que te di y aquí tienes cinco florines para llamar por teléfono si lo necesitas. No creo que
tengas ningún problema.
—Has sido muy amable.
—Me ha gustado conocerte, ¡Te lo has ganado!
—Te devolveré el dinero —dijo levantando la mano con las monedas.
—No, no. Pienso en ti como en uno de mis niños de la calle.
Al meterse el dinero en el bolsillo encontró la caja de cerillas. Se la enseñó.
—Me dieron esto justo antes de que me robaran. Mira ahí dentro.
Alma soltó una gran carcajada y dijo:
—Typisb voor Amsterdaml
—¿Qué significa lo que escribió allí?
—Prepárate, eso lo entiendes, claro. Niets in Amsterdam is wat het lijkt. «Prepárate, en
Amsterdam nada es lo que parece.»
—Vale —Jacob se volvió a meter la caja en el bolsillo, pensando en que, desde luego, en el caso
de Ton era verdad.
—Nos tenemos que ir.
—¿Tengo tiempo de ir al servicio?
—Claro, yo voy a pagar el rekening.

El tranvía amarillo se acercó como un bólido, como un camión oruga sobre patines, y Alma dijo:
—Para no ser menos yo también he escrito algo para ti.
Y le dio a Jacob una de las servilletas de papel de la cafetería primorosamente doblada.
—Ahora, dag hoor, ¡adiós! Espero que seas feliz durante el resto de tu estancia aquí y que nadie
vuelva a robarte.
Tendió su mano y Jacob la cogió con tal impulso de afecto y agradecimiento que no pudo
reprimirse y le dio a Alma un beso en la mejilla. Ella soltó un pequeño suspiro de felicidad, se
barrió la mejilla con la mano y sonrió abiertamente. Aturullado por su comportamiento tan
impulsivo, se precipitó a subir las escaleras del tranvía que esperaba, se cerraron las puertas, la
campanilla repiqueteó y el tranvía se puso en movimiento. Para cuando consiguió encontrar la
caja amarilla que marcaba los billetes automáticamente y un asiento cerca de la ventana trasera,
ya habían cruzado el puente sobre el Prinsengracht y había perdido a Alma de vista.
Mientras se calmaba, miró por la ventana, entreviendo una procesión de tiendas pequeñas y
grandes bloques de oficinas y el ajetreo de la gente que pasaba por la calle. Se empezó a relajar
cuando el tranvía tomó una curva muy cerrada y se metió en una calle ancha, Rokin, dejando a su
derecha el canal lleno de barcos para turistas. Y entonces desplegó la servilleta que todavía
llevaba en el puño cerrado. En ella Alma había escrito, con una cuidadosa escritura:

WAAR EEN WIL IS,


IS EEN WEG.

31
GEERTRUI

Jacob regresó el miércoles al anochecer. O más bien, nos lo trajeron. Había habido otro
bombardeo. Después encontraron a un hombre herido e inconsciente en nuestro jardín y lo
llevaron a nuestro sótano. Lo tumbamos en un colchón e inspeccionamos sus heridas. Nadie lo
reconoció porque tenía la cara toda negra, llena de algo parecido a un pastel de hollín y barro,
como sus manos y sus piernas, apenas cubiertas por unos jirones de sus pantalones. Sangraba
mucho por la sien, donde tenía un profundo corte, y por una gran herida en la pantorrilla derecha.
Uno de los soldados fue a buscar a un ordenanza. Mientras tanto, mamá y yo preparamos un
cuenco de agua y ropa limpia, le quitamos con cuidado todo el equipo y le abrimos un poco la
ropa. Teníamos miedo de hacer más, por si tenía otras heridas.
El ordenanza tardó en presentarse una media hora. Hasta él parecía exhausto. Nos dijo que había
visto a muchos que estaban como él y que se imaginaba lo que le había ocurrido. Probablemente
le había explotado cerca un proyectil, lo había dejado inconsciente, lleno de barro y herido con la
metralla. Lo examinó rápidamente, dijo que no tenía lesiones internas que él pudiera identificar y
empezó a limpiar y a curar la pierna herida.
—Aún ha tenido suerte, podría haber sido peor —dijo el ordenanza.
Mientras continuaba, nos iba explicando que la piel ennegrecida la tendríamos que limpiar con
agua desinfectada, pero con sumo cuidado, porque lo más probable era que tuviera muchas
heridas pequeñas bajo la capa de suciedad causadas por las diminutas esquirlas de metralla. Al
parecer, también habría pequeñas partículas mezcladas con el barro que le causarían dolor si
frotábamos con fuerza o muy deprisa. Tardaríamos mucho tiempo en limpiarlo todo. Las tropas
en ese sector estaban muy necesitadas de asistencia médica y requerían su presencia en todas
partes. Nos preguntó si creíamos que podíamos limpiarle las heridas y vendarle la de la cabeza.
Yo se lo traduje a mamá y ella dijo que haríamos todo lo posible y preguntó cuánto tiempo
estaría inconsciente el herido y qué era lo que teníamos que hacer cuando volviera en sí. El
ordenanza dijo que era difícil de predecir. Que él había visto a gente volver en sí al cabo de unos
minutos y a otros quedarse inconscientes durante días. Y tampoco estaba seguro de cómo iba a
reaccionar el hombre al volver en sí; algunos se recuperaban, pero a otros les afectaba tan
profundamente que, según él, eran ya casos perdidos.
—Haced lo que os parezca —nos dijo.
Mamá quería saber si no era mejor trasladarlo al hospital. Pero, según el ordenanza, los
enfrentamientos y los bombardeos entre nuestra casa y el primer puesto de socorro eran tan
encarnizados que el pobre chico probablemente moriría antes de llegar. Por lo menos en nuestro
sótano estaría a salvo mientras estuviera, y de hecho lo iba a estar, «atendido por dos devotas
enfermeras». Nos dio una especie de ungüento para las heridas y algunos analgésicos y dijo que
volvería en cuanto pudiera para ver cómo evolucionaba. Inspeccionó las heridas de otros heridos
que había en el sótano y salió disparado en plena noche. Nunca lo volvimos a ver. Me he
preguntado muchas veces si sobreviviría a la batalla.
En aquel momento, la mayoría de los soldados estaban arriba, descansando como podían durante
la pausa entre un bombardeo y otro. Igual que había ocurrido con el contenedor que utilizábamos
como aseo, papá encontró en la carbonera del jardín una vieja lámpara de parafina con un poco
de combustible. La encendimos y con esa luz mamá y yo empezamos a limpiar la cara y las
manos del herido. Papá se ocupó de que no nos faltara agua caliente (que no era nada fácil de
conseguir entonces) y de aclarar los paños, cosa que debíamos hacer muy a menudo porque
enseguida se ensuciaban debido a la cantidad de mugre incrustada que retirábamos poco a poco

32
de la piel del pobre hombre. Mientras tanto, papá le quitó las botas, le cortó lo poco que quedaba
de sus pantalones y lo tapó con una manta.
Habíamos estado trabajando durante una media hora y mi madre exclamó:
—Mira Geertrui, ¡mira quién es!
Le había limpiado la frente, los ojos aún cerrados, la nariz y la boca. Parecía llevar una máscara
blanca con pequeños arañazos rojos por todas partes que contrastaba con la cabeza aún toda
negra.
—¿No es uno de los soldados del domingo?
—Sí. Se llama Jacob —contestó papá.
—Es al que le diste el vaso de agua —dijo mamá al ver que yo no contestaba.
Yo había visto inmediatamente a quién se refería. Estaba pensando: es el de la mirada
estremecedora. Pero dije:
—Me llamó ángel misericordioso.
—Tiene más de profeta de lo que se imaginaba —dijo mamá.
Tras limpiarle la cara y las manos empezamos con las piernas y con la parte inferior del tronco.
Todo estaba en un estado deplorable. Entonces llegamos a sus partes íntimas. A mí me dio
mucha impresión, pues era la primera vez que veía el pene de un hombre adulto y, por supuesto,
nunca había estado a punto de tocar ninguno. Estaba fascinada, ver tan de cerca ese secreto de la
masculinidad, pero también sentí una punzada de miedo. Qué inocentes éramos los jóvenes de
aquella época. Qué poco informados estábamos sobre esas cosas. Me embargó una timidez
vergonzosa. Aparté la vista. Aunque creo que lo hice sobre todo porque creía que era lo que se
esperaba de mí. En realidad, no quería dejar de mirar.
Mamá me toco el brazo y me dijo con una sonrisa: —Creo que esta semana vas a dejar atrás tu
infancia para siempre.
Y con eso ya pudimos continuar tranquilas, tanto ella como yo.
Por miedo a hacerle daño, seguramente tardamos más tiempo del necesario. Casi nos llevó dos
horas terminar.

Durante los cuatro días siguientes la lucha recrudeció. Yo pensaba por momentos que de nuestra
casa no iba a quedar ni un ladrillo. Cada vez conducían a más soldados heridos hasta nuestro
sótano y mamá, papá y yo nos dedicábamos en cuerpo y alma a atenderlos. Soportaban el dolor
con mucha entereza. Excepto un pobre soldado, Sam, que sufría un trastorno nervioso provocado
por los bombardeos. Uno de los casos perdidos del ordenanza médico. Su sistema nervioso
estaba totalmente alterado. Se ponía en cuclillas en una esquina, con unos temblores terribles, y
muchas veces de repente se ponía a dar gritos o a llorar sujetándose la cabeza entre las manos,
pero sin decir nada ni dejar que nadie le consolara.
—Querías hacer de enfermera en Schoonoord —dijo papá, para provocarme—. Bueno, ya has
visto tu deseo hacerse realidad, sólo que aquí, en casa.
Y entonces dijo uno de nuestros proverbios en inglés, uno de los que solíamos aprender antes de
que empezaran a caer paracaidistas del cielo, lo que parecía haber ocurrido siglos atrás.
El dicho era algo así como «Todo llega para aquel que sabe esperar».
El soldado al que yo estaba curando, al oírnos dijo: —Pero el que duda está perdido.
A lo que papá respondió:
—Porque el tiempo pasa y no hay quien lo pare.
Para no quedarme atrás, dije:

33
—Una puntada a tiempo ahorra un ciento.
—Pase lo que pase, la hora más larga dura sólo sesenta minutos —dijo otro soldado alzando la
voz. A lo que otro respondió:
—Ha llegado la hora de hablar de muchas cosas, dijo la Morsa.
—De zapatos y de barcos y de lacre para cartas —continuó otro.
—De coles y de reyes —gritaron otros cuantos al unísono.
Todos se reían ya.
—A todo el mundo puedes engañar algunas veces —canturreó alguien en tono cómico—, y a
algunos los puedes engañar siempre.
Y el resto respondió:
—Pero no puedes engañar a todos todo el tiempo.
Aún nos estábamos recuperando de las espontáneas carcajadas que esto provocó, cuando alguien,
agitando un trozo de papel en el aire, dijo con voz chillona:
—¡Tengamos la fiesta en paz!
Lo que desencadenó en los soldados un ataque de risa tan descontrolado que algunos de los que
había en el piso de arriba bajaron al oír el ruido para ver qué ocurría. Tuvieron que repetir la
broma, lo que también causó júbilo entre los otros soldados. Aunque yo no conseguía entender
por qué era tan divertido, porque no sabía nada de Chamberlain y su pacto con Hitler en Munich,
a papá y a mí nos contagiaron la risa y acabamos desternillándonos.
—Qué pasa, ¿qué es tan gracioso? —preguntaba mamá—. ¿Qué dicen?
Pero ninguno de los dos podíamos parar de reír.
Entonces, justo cuando se nos estaba pasando, mientras nos sonábamos la nariz y nos secábamos
las lágrimas, una voz bromista dijo:
—Bueno, chicos, la vida es como un plato de cerezas.
Hizo una pausa de segundos antes de que se oyera otra voz refunfuñando con mucha pena:
—Pero las mías se las ha comido alguien.
Y eso hizo que todo el mundo volviera a desternillarse.
Nos estábamos recuperando de la última cuando vi al pobre Sam riéndose también; quizá debería
decir que eso era lo que a mí me pareció. Me di cuenta de que no estaba riéndose cuando vi
cómo me miraba, con los ojos abiertos como platos y la mirada encendida, y vi cómo se le
resbalaban las lágrimas por las mejillas, cómo la piel de la cara, tirante y pálida, cubría su cráneo
huesudo. Entonces supe que no se reía sino que más bien gimoteaba. Al parecer, todos sintieron
su presencia en el mismo momento. Yo estaba a punto de ir hacia él cuando un soldado que
había a mi lado me sujetó del brazo y me dijo que no con la cabeza. Y entonces Sam habló por
primera vez desde que nos lo trajeron, con voz alta, clara y cantarina:
«He deseado ir allá donde siempre es primavera, al campo donde no vuelan avispas ni cae
granizo y soplan las azucenas. Y he pedido que me lleven a donde no hay tormentas, donde el
verde oleaje es silencioso en el refugio y lejos del vaivén del mar.»
¿Cómo puedo acordarme de estas cosas? ¿De hace tanto tiempo y en un idioma que ni siquiera es
el mío? Los ancianos suelen decir que se acuerdan mejor de su juventud que de lo que hicieron
anteayer. Pero no es eso. Me acuerdo de estas cosas porque durante aquellos días y las semanas
siguientes tuvieron tanta intensidad, mucha más que cualquier otra etapa de mi vida, que se han
vuelto inolvidables. Y las he evocado una y otra vez desde que ocurrieron. A veces vives más
vida en una hora que en la mayoría de las semanas y a veces es posible vivir más en unas cuantas
semanas que durante el resto de tu vida. Eso es lo que me ocurrió a mí esos días de 1944. Y

34
también sé qué se decía en aquel otro idioma, que ya entonces me encantaba porque, me
explicaré, los acontecimientos que viví durante la batalla los volvimos a comentar muchas veces
con Jacob.
Lejos de ser difíciles de recordar, mi problema es que son imposibles de olvidar.

Cuando oí eso, pensé que el pobre Sam, enfermo como estaba, recitaba una serie de bonitas
palabras inspiradas en su trastorno nervioso provocado por el bombardeo. Sin embargo, Jacob
sabía que era un poema, que después me enseñó. Como otro, que pronto revelaré, que he
guardado celosamente toda mi vida.
En el silencio que se hizo al callar Sam, se oyó una voz débil y seca:
—Hopkins.
Todos nos volvimos y comprobamos que quien había hablado era Jacob, que se había
incorporado apoyado en un codo y nos miraba con los ojos muy hundidos y sonreía como
sonríen los perros muertos de hambre. Había recobrado el conocimiento mientras nos reíamos.
Después me dijo que nos había oído como si hubiera estado enterrado en las profundidades más
remotas de la tierra y nuestras risas lo hubieran desenterrado. Todos nos quedamos mirándolo.
—Gerard Manley Hopkins —dijo.
Hugh, un soldado que se sentaba a su lado, se le acercó para que se apoyara en él y dijo:
—Mira quién está con nosotros.
Yo fui hacia él enseguida y le ayudé a beber agua y más tarde a comer alguna galleta. No
teníamos pan, la comida escaseaba, los soldados se habían comido todo lo que había en nuestra
despensa salvo unos cuantos botes de fruta en conserva. Mamá los había guardado en el sótano.
Naturalmente, en cuanto pudo hablar bien, Jacob quiso saber dónde estaba y qué había ocurrido.
Al principio estaba confundido y débil por la falta de alimento y bebida, pero aun así había
resistido. No podía creer que hubiera estado inconsciente durante tanto tiempo y se preocupaba
porque no podía recordar nada de lo que había estado haciendo cuando le sacudió la explosión
del proyectil. Le dolía la herida de la pierna. La quería ver. Lo convencimos para que esperara a
que se la curásemos. Sabíamos lo doloroso que le iba a resultar. Le di un analgésico. Después de
un rato se recuperó y estaba más calmado. Pero no cesaba de repetir «ya tendrían que estar aquí»,
refiriéndose a la compañía principal. Hugh le decía que ya llegarían, que no los iban a dejar así.
En ese momento cargaban contra las posiciones alemanas, muy cercanas, lo que producía un
ruido terrible y que la tierra temblara a nuestros pies.
Mientras ocurría todo esto, Jacob me miraba intensamente, luchando, me imagino, por recordar
quién era yo. Al final lo adivinó.
—¡El ángel misericordioso! —dijo de repente, pero en voz baja, para que lo escuchara sólo yo.
—Y tú eres Jacob Todd —le respondí.
Esbozó una pequeña sonrisa que devolvió a sus ojos aquella mirada estremecedora.
—Ellos me llaman Jacko.
—A mí me gusta más Jacob.
—A mí también. ¿Tú cómo te llamas?
Se lo dije, intentó pronunciarlo pero no pronunciaba mucho mejor que el resto de sus camaradas,
así que entonces me tocaba a mí reírme un poco de él.
—Tus amigos me llaman Gertie —le dije.
—Yo no.
—¿No?

35
—Ese no es nombre de ángel. ¿Cómo te podría llamar? ¿Tienes otro nombre? Uno que pueda
pronunciar.
—Sí, pero nunca lo uso.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Nunca lo necesito.
—¿Cuál es? Venga, me lo tienes que decir, no puedes decirle que no a un soldado herido. Eso no
se puede hacer.
—María.
(En realidad es Marije pero yo quería ponérselo fácil.)
—María —repitió—. Buen nombre para un ángel. María, ¿puedo llamarte María?
Sus ojos me convencieron, claro. ¡La juventud es sólo una excusa!
—De acuerdo, pero sólo tú —le dije, riéndome.

El tiempo se había vuelto mucho más frío y durante aquella noche regende het pijpenstele como
decimos en holandés, es decir, llovía a cántaros. Yo creía que se nos desplomarían el cielo y la
casa. Estábamos muy mal. Jacob empezó a temblar. Aprovechando un momento tranquilo entre
bombardeos, papá rescató de entre los escombros de la casa un par de pantalones y un jersey para
que se los pusiera, ya que lo que quedaba de su ropa de soldado era inservible.
—Mejor será que Jerry no te vea vestido así, te creerá un espía y te disparará —dijo Hugh.
Bromeaba, estoy segura, pero me produjo escalofríos. Noté que a Jacob lo dejaba pensativo, y al
rato cogió su boina roja ciruela de paracaidista y se la puso; cogió su pañuelo de paracaidista, se
lo anudó alrededor del cuello y le contestó:
—¡Así no se dará cuenta!
No era muy gracioso, pero nos reímos de todos modos mientras nos acurrucábamos para darnos
calor.

Al día siguiente se presentó un oficial con órdenes de que se marcharan los hombres. Hasta
entonces no sabíamos que los del puente de Arnhem habían tenido que rendirse el jueves. En
lugar de cuarenta y ocho horas como se había planeado, tuvieron que estar cuatro días resistiendo
a tanques, armas y mortero frente a un ejército mucho más numeroso. Se agotó la munición y
casi todos los hombres fueron capturados, heridos o murieron, así que los pocos que quedaban se
rindieron. Ocho días después de que llegaran los primeros paracaidistas, los soldados británicos
estaban atrapados en Oosterbeek y rodeados por los alemanes, más fuertes que nunca. No podían
tardar mucho en invadir su territorio, como máximo un día o dos. La única manera de salvarse
era retirarse cruzando el río, para así unirse a la compañía principal. Pero para poder tener éxito,
esta operación tendrían que haberla llevado a cabo el lunes por la noche mediante una cortina de
fuego por parte de la compañía principal situada al sur del río para cubrir su huida, confundir a
los alemanes y no dejarles avanzar.
Dieron órdenes de que la cortina de fuego comenzara a las 8:50 p.m. de aquella misma noche y
de que la retirada fuera a las diez. Los hombres que defendieran el perímetro norte, que era el
que estaba más lejos del río, eran los que debían retirarse primero y así sucesivamente, un
reflujo, hasta llegar a los que estuvieran en la zona sur del mismo río. Como estábamos cerca del
río, los soldados de nuestra casa estarían entre los últimos que se retiraran.
Para que estuvieran preparados, se les ordenó que se pintaran la cara de negro, que amortiguaran
el sonido de sus botas atando jirones de manta alrededor y que se aseguraran de que sus armas no
hacían ruido al transportarlas. El resto del equipamiento tenía que destruirse.
36
Los heridos que pudieran caminar tenían que marchar. Pero los que no pudieran y los que
estuvieran demasiado enfermos debían quedarse donde estuvieran, así como los oficiales
médicos y los ordenanzas. Tenían que entregarse como prisioneros de guerra cuando los
alemanes volvieran a tomar el pueblo.
Durante todos esos días de la batalla hasta que llegaron las órdenes, todos habíamos intentado ser
optimistas y estar alegres. Pero de repente nos venció un ánimo extraño. Ese lunes, la lucha fue
encarnizada, más de lo que habíamos visto hasta la fecha. A lo que quedaba de nuestra casa le
alcanzaron muchos impactos, incluso se prendió fuego en las habitaciones de arriba y papá y
algunos de los heridos leves consiguieron apagar las llamas mientras los ilesos seguían
disparando al enemigo, que ya había ocupado las casas del otro lado de nuestra calle. En dos
ocasiones, los soldados alemanes casi nos alcanzan, pero los británicos consiguieron hacerles
retroceder, luchando cuerpo a cuerpo, aunque hubo que pagar un precio bastante alto. Ron, que
había estado con nosotros durante toda esa horrible semana y que nos había ayudado tanto,
murió defendiendo nuestra casa. Su compañero, Norman, nos comunicó la noticia en el sótano.
Mamá y yo lloramos por ese hombre tan valiente y tan bondadoso que había hecho tanto por
intentar que nuestras vidas fueran más llevaderas durante la batalla y que nunca se quejó.
Sabíamos que en casa le esperaban una esposa joven y una niña pequeña, de las que nos había
enseñado fotos. Norman se sentó en silencio con nosotros, aturdido por la muerte de su amigo,
pero antes de que pudiera recuperarse lo llamaron desde fuera y tuvo que apresurarse para
enfrentarse de nuevo con el enemigo.
Creo que ése fue el momento en que estuve segura de que después de todo no nos habían
liberado y de que pronto caeríamos en manos de los invasores alemanes. Y por primera vez en
aquella semana pasé miedo de verdad. Tanto miedo que mis piernas eran demasiado débiles para
sostenerme y las manos me temblaban, descontroladas. Quería chillar pero no conseguía emitir
ningún sonido. Sentía un nudo en el estómago y aun así necesitaba ir al lavabo con urgencia.
Los heridos de nuestro sótano se tornaron silenciosos y reservados. Era como si estuvieran
avergonzados. No querían mirarnos, ni a mamá ni a papá ni a mí. Algunos nos decían que
sentían no haber cumplido su obligación con nosotros y que eso era una especie de traición. Y,
como es natural, se sentían culpables del fracaso. Ninguna de nuestras privaciones era peor que
la suya.
Con las fuerzas que nos daba la resignación, durante el resto del día los ayudamos lo mejor que
supimos a prepararse para el peligro de esa noche. Incluso el pobre Sam se había tenido que
marchar. Podía andar, había recuperado la suficiente serenidad como para saber lo que ocurría y
estaba lo suficientemente calmado como para que otro le indicara el camino hacia el río.
Además, estoy segura, de que la idea de quedarse y convertirse en prisionero había pasado por su
aturdida mente y eso lo había convencido de que de algún modo tenía que controlarse. Me
sorprendió incluso su valentía, teniendo en cuenta su sufrimiento, tan grande como el del resto de
los hombres que fueron al campo de batalla para salvarnos.
Así que los evacuaron a todos de nuestro sótano. A todos menos a Jacob. Estaba demasiado débil
para tenerse en pie sin ayuda, por no hablar de caminar, cosa que su pantorrilla herida hacía
imposible. Durante un rato intentó convencer a los demás de que podría hacerlo con la ayuda de
otros dos. Pero el sargento al mando dijo que no, que nunca lo conseguiría. Quizá lograrían
llevarlo hasta la orilla del río, pero ¿y luego? ¿Qué ocurriría si lo tenían que cruzar a nado? Me
preguntaron cómo era el río. Les dije que tenía unos doscientos metros de ancho y que la
corriente tenía fuerza, especialmente después de lluvias torrenciales como las que acabábamos de
tener. Y que el agua estaba muy fría.
—Es demasiado arriesgado —le dijo el sargento—, no vienes.

37
Pero él no estaba contento con la idea. Cuando su oficial entró para comprobar cómo iban las
cosas, Jacob intentó convencerle de que podía ir con ayuda de alguien. Pero el oficial se negó y
le dio órdenes concretas de quedarse donde estaba.
Después de esto reflexionó un rato. Y entonces anunció con bravuconería su deseo, ya que debía
quedarse atrás, de contribuir a la lucha de alguna manera.
—Subidme antes de marchar —le dijo a los demás— y dejadme un arma y mucha munición. Yo
me ocuparé de Jerry, vosotros salid rápidamente por detrás.
Yo no me podía creer que los demás estuvieran de acuerdo.
—¿Cómo pueden permitirte que lo hagas? —le dije.
—Así tendré algo que hacer. Me olvidaré del dolor de la pierna —dijo tras encogerse de
hombros y sonreír.
—No tienes las fuerzas suficientes —le dije—, te van a matar.
—Mejor eso que me cojan como prisionero. No puedo soportar estar encerrado, antes me la
juego luchando. De verdad.
—¡No! —exclamé, mera de mis casillas—. ¡No es así!
—Mira —me dijo; intentó cogerme de la mano para que me quedara quieta y yo se la solté de un
tirón—. Tú no lo entiendes, les voy a ayudar a salir sin problemas. De estar en mi lugar
cualquiera de ellos lo habría hecho. Nos entrenan para eso. De verdad. Es sólo mi maldita suerte.
Me ha tocado a mí.
—¡Maldita suerte! —grité—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Esto no es la maldita suerte! Esto es por
la lucha. Esto es por la guerra. ¡Maldita guerra! ¡La odio! ¡Odio a todos los que han hecho esto!
¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven?
Todo el mundo me oyó. Dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Me miraron con lástima. Yo
no quería montar un número así. El miedo y el enfado mezclados con el hambre y el cansancio
me traicionaron. Y también algo entre Jacob y yo de lo que todavía no era consciente. Creo que
fue eso sobre todo.
Mamá se me acercó y me rodeó con sus brazos.
—Acuérdate de tus modales, cariño —me susurró mientras me abrazaba—. No les pongas las
cosas más difíciles a estos pobres hombres. Imagínate lo duro que tiene que ser para ellos.
Dentro de nada deben arriesgarlo todo por escapar. Algunos morirán. Y ellos lo saben.
—Si pudiéramos hacer algo para ayudar —dije cuando ya podía volver a hablar con calma.
Mamá me miró fijamente a los ojos y me dijo:
—Hemos hecho lo que estaba en nuestra mano. No sé qué más podemos hacer.
No tardamos mucho en descubrirlo.

38
POSTAL

¿Cuánto falta para mi muerte?, es la pregunta necesaria.


JOHN WEBSTER

Cuando su tranvía llegó a la estación, la lluvia había vuelto a caer con fuerza y no parecía que
fuera a amainar. Durante unos minutos, Jacob se refugió entre el gentío en la explanada de la
estación, pero empezó a temer que Daan van Riet se cansara de esperar y se marchara de nuevo.
Aunque tampoco quería llegar totalmente empapado.
En una esquina de la explanada de la estación había un puesto de flores. Su abuela le había
enseñado que en Holanda era costumbre que los invitados regalaran flores cuando visitaban a
alguien. Rebuscó los florines de Alma en su bolsillo. Pero no estaba pensando en las flores
exactamente.
—¡Hola! —dijo al hombre del puesto.
—¡Mira! —respondió él, muy serio.
—¿Qué puedo comprar con cuatro florines? —dijo, enseñándole las monedas.
El hombre hizo un gesto de duda, pero sonrió y miró entre lo que tema considerando
cuidadosamente qué elegir para su gran venta, y escogió un modesto girasol.
—Y una bolsa —dijo Jacob señalando una bolsa grande de plástico marrón tirada entre unos
botes para las flores.
—Aquí sí que hay negocio —dijo el hombre envolviéndola cuidadosamente alrededor del girasol
antes de entregar a Jacob el original ramo haciendo una fioritura burlona—. La debes de adorar
para gastarte tanto dinero. Veelsucces!
Ya afuera, Jacob sujetó la flor entre los dientes por el tallo y abrió la bolsa por uno de los
laterales para ponérsela en la cabeza y sobre los hombros como capucha. Una vez protegido, se
fue a paso ligero hacia los monumentos que Alma le había dicho.

La casa de los Van Riet no le resultó difícil de encontrar. Parecía un antiguo almacén. Un stoep
provisional, cuatro escalones de una madera desgastada y llena de marcas, llevaba a una puerta
pesada y vieja pintada de negro. A la izquierda de la puerta, Jacob vio dos pequeños timbres
junto a dos placas con los nombres borrosos. Llamó al que ponía Wesseling van Riet.
Mientras esperaba, echó un vistazo a la corta calle, donde todo parecía haber sido alguna vez
unos antiguos almacenes. Pero ahora, en la acera de los Van Riet había un restaurante y un hotel
de aspecto muy nuevo y en la otra acera, una fachada recién restaurada con grandes puertas de
almacén, ahora convertidas en ventanas, en cada una de las cinco plantas. Junto a la callejuela
discurría un canal de aguas turbias igual de estrecho. Al otro extremo del canal se alzaba la parte
trasera de la iglesia, una agobiante masa de viejos y sucios ladrillos rojizos con ventanas de arco
mugrientas y tapadas con rejas metálicas. A la izquierda de la iglesia se encontraba la parte
trasera de un edificio más o menos nuevo plagado de ventanas modernas y regulares:
habitaciones de hotel, supuso Jacob. Bajo el gris nebuloso del cielo de tormenta, la iglesia casi
cubierta y los grandes edificios de fachadas lisas, apenas separados por el canal de aguas mansas
y la calle empedrada, le parecían un terreno prohibido. Tembloroso y con la ropa húmeda, estiró
la bolsa de plástico para que le cubriera la cara.
Se descorrió un pestillo, se abrió la pesada puerta hacia fuera, por sorpresa, y apareció un joven
alto con el pelo negro y un poco alborotado, un bello rostro triangular, pálido, los ojos

39
vivarachos de un azul intenso, la nariz larga y recta, la boca grande y los labios finos, y un
cuerpo delgado enfundado en una sudadera gris metida dentro de unos vaqueros negros, y en los
pies sólo unas sandalias.
—Mijn God! ¡Titus!
—Jacob Todd.
—Perdón, hoor —dijo, aunque sonó como «pendón, jorh», pero no podía ser eso—. Yo Daan —
como «dan»—. Pasa.
Un pasillo mal iluminado, unas escaleras de madera pintadas de color rojo óxido, empinadas
hacia el final y a un lado una pared de ladrillo viejo sin encalar y al otro un tabique pintado de
blanco con una puerta azul. Se percibía olor a polvo húmedo y a papel nuevo.
—Bonito sombrero.
—Un poco mojado.
—¿Te lo quieres quitar?
—Gracias —dijo al entregarle el girasol—. Para ti.
—Robado para mí. E incluso antes de conocerme. ¡Qué educado!
—¿Robado?
—La señora que llamó dijo que habías perdido todo tu dinero.
—Ah, sí, pero me dio cinco florines, por si acaso. Te lo compré por cuatro. Para serte sincero; lo
que yo quería era la bolsa para no mojarme...
—Así que soy sólo una excusa —le interrumpió—. Estoy desolado.
Tendió la mano y Jacob se la estrechó. La suya estaba fría y resbaladiza debido a la lluvia, y la
de Daan, caliente y seca.
—Sígueme. ¿Ya te has acostumbrado a las trap holandesas?
—¿A las escaleras, te refieres?
—Sí, me refiero a las escaleras y me refiero a las trap. Dominas el holandés, por lo que veo.
—Y —dijo Jacob, decidido a ponerse a la altura— tu inglés es muy socarrón, por lo que veo.
Daan soltó lo que pareció ser una risita sofocada.
—Yo vivo arriba.

El apartamento no se parecía a nada que Jacob hubiera visto antes. Era todo ojos. El suelo era de
baldosas brillantes y muy exóticas dispuestas de manera que formaban un complicado dibujo de
flores circulares y cuadrados de esquinas redondeadas de color verde oliva, azul claro y oscuro
enmarcados en triángulos de fondo blanco. El dibujo se repetía en diagonal a lo largo y ancho de
todo el suelo, que, a su vez, llegaba de la fachada a la parte de atrás y de un lado al otro del
edificio; hasta detrás de un biombo chino de fino marco negro y pantalla de papel blanco que
escondía lo que, según se podía entrever, era el dormitorio.
La superficie era enorme, Jacob calculaba que más larga que una pista de tenis. Las paredes eran
de ladrillo viejo sin enfoscar, había algunos cuadros desperdigados y algunos óleos antiguos (un
retrato de un hombre que parecía un Daan mayor, un paisaje antiguo de Holanda), otras
fotografías modernistas y dibujos coloreados. El techo estaba sujeto por gruesas vigas de madera
similares a las cuadernas de cubierta de un velero. Hacia el extremo delantero de la estancia
habían retirado parte del techo de manera que la planta superior quedaba a la vista. Allí habían
colocado un pasamanos y unos barrotes, como en la cubierta de un barco, adonde se accedía
mediante una escalera pintada de blanco parecida a la pasarela de un barco. Al mirar hacia arriba,
Jacob sentía a sus pies el ir y venir del movimiento del mar.
40
En la pared delantera había un gran ventanal formado por grandes puertas redondeadas por
arriba, antes utilizadas para carga y descarga, con vistas a la parte trasera de la iglesia. A cada
lado del ventanal había un grupo de plantas con maceteros. En esa zona frontal había muy pocos
muebles: un sofá grande de cuero negro con dos sillones también grandes colocados alrededor de
una pesada mesita de madera. Sobre una mesa auxiliar antigua había un televisor y un equipo de
sonido muy caros, y un poco más lejos un aparador con puertas de cristal que contenía multitud
de adornos y objetos curiosos. Hacia el final de la habitación estaba la cocina, que ocupaba el
espacio formado por el hueco de la escalera principal y el rellano y detrás de la cocina, el biombo
de la habitación.
Pero lo que más le cautivó fue una estantería de libros, que llegaba hasta el techo y que cubría la
pared desde la parte delantera hasta el espacio que contenía la escalera principal,
aproximadamente la mitad de la longitud de toda la estancia. La miró embelesado ante semejante
cantidad de letra impresa, entre la que sobresalían unos cuantos libros en inglés como las caras
de los amigos entre extraños.
Todo el apartamento era una mezcla original de viejo y nuevo tan atractiva que le hizo retorcerse
de satisfacción y de envidia a la vez. ¡Vaya un sitio para vivir! ¿Cómo podía permitírselo Daan?
Después de poner el girasol en una botella de vino vacía y colocarla sobre la mesita, Daan
desapareció por arriba. Reapareció con una sudadera roja y un par de vaqueros que le alcanzó a
Jacob diciendo:
—Hay un baño en el rellano, a la izquierda de las escaleras. ¿Te apetece comer algo?
—Gracias. Estoy un poco mojado. Y un poco hambriento también, si te soy sincero.

Se sentaron en unos taburetes altos a ambos lados de la mesa de trabajo que separaba la cocina
del espacio central y hablaron mientras comían caldo vegetal de lata calentado en el microondas,
queso holandés artesano, jamón, tomates aliñados con ajo, albahaca y aceite de oliva y una barra
de pan francés.

Daan quería saber detalles acerca del robo. Jacob le contó la historia, que después de habérsela
explicado a Alma estaba más perfeccionada y resultaba más entretenida, pero le restaba
importancia al encuentro con Ton y omitía el detalle todavía demasiado vergonzoso de su
entrepierna, de modo que él seguía siendo ella. Y volvió a plantear la pregunta acerca del
comportamiento insinuante de Gorra Roja.
Daan se encogió de hombros y comentó:
—Le gustaste, supongo.
—¿Qué? ¿Quieres decir que me estaba tirando los tejos?
—Claro.
—¿A mí? ¡No! Estaba jugando. Divirtiéndose un poco. ¿No te parece?
Daan sonrió y dijo: —Sí, si tú quieres...

—¿Te acuerdas de cuando os fuimos a ver? —preguntó Daan—. Tú tendrías unos cinco años y
yo doce.
—No, no me acuerdo.
—Jugábamos juntos en un cajón de arena que había en vuestro jardín.
—Ahora es un estanque para los peces —dijo Jacob esbozando una sonrisa y encogiéndose de
hombros—. La crisis de los cuarenta de papá. Rediseñó el jardín.

41
—Tú te peleaste con tu hermana cuando intentó jugar con nosotros. Le tiraste arena a la cara.
—Muy posible.
—Tu padre te regañó.
—Sí, claro.
—Tú le gritaste. Le dijiste «vete a la mierda».
—¡No puede ser!
—Sí.
—Se montó un buen revuelo.
—Me lo imagino.
—Yo nunca había oído esa expresión en inglés, así que no entendía en absoluto todo aquel
enfado. Tus padres estaban avergonzados. Los míos lo encontraron muy gracioso. Me lo
explicaron más tarde, y se volvieron a reír.
—Y ¿qué pasó después?
—Te mandaron a tu habitación y tú no parabas de chillar. Pero al cabo de un rato tu abuela te
sacó de allí. Y tú sonreías como diciendo «aquí estoy otra vez».
—Y mi padre estaba hecho una furia.
—No hablaba mucho.
—Eso mientras vosotros estabais allí.
—Sólo dijo que tu abuela no debería haberte dejado salir y que te estaba malcriando. Me acuerdo
de lo que tu abuela le contestó. Una palabra muy divertida.
—A ver si lo adivino: paparruchas.
—Exacto.
—Significa tonterías. Una de sus palabras preferidas.
—Ahora vives con tu abuela, ¿no?
—Sí.
—Me lo dijo Geertrui. Ella y tu abuela se cartean de vez en cuando.
—Ya, ya lo sé.
—Tú y tu abuela tenéis buena relación.
—Sí, siempre la hemos tenido.

Cuando acabaron de comer y se cansaron de estar en los taburetes, se trasladaron, con su café,
Daan al sofá y Jacob a un sillón de espaldas a la pared para poder contemplar el resto de la
habitación mientras hablaban.
—Los edificios de esta calle parecen antiguos almacenes —dijo Jacob.
—Sí, eran antiguos almacenes. Antes los barcos llegaban hasta aquí. Atracaban y descargaban lo
que transportaran. Durante una época aquí almacenaban té y más tarde perfumes de Colonia.
¿Has visto ese edificio del final de esta calle que es como una torre?
—¿El circular con un chapitel?
—Se llama la torre del llanto porque las mujeres solían ir allí a despedir a los hombres que se
hacían a la mar.
—Tienes un apartamento maravilloso.

42
—Antes era de un hombre al que le gustaban mucho los veleros. Y también las baldosas
españolas. Geertrui se lo compró. Yo he estado viviendo aquí desde que ella se fue al
verpleeghuis... ¿Cómo se llama?
—Creo que quieres decir al asilo. Ahora lo entiendo.
—¿El qué?
—Esta mezcla de muebles y todo eso.
—¿Qué quieres decir con «esta mezcla»?
—Quiero decir, la combinación de los estilos, es curiosa, interesante.
—¿Cómo?
Empezaba a desear no haber dicho nada.
—La combinación de cosas antiguas y cosas modernas. Los cuadros de la pared, por ejemplo —
se rió, nervioso.
—La mayoría son de Geertrui, el resto, míos. No podría vivir aquí sólo con sus cosas. Pero
prefiero no cambiarlo todo. Después de todo aún es su casa.
—¿Y los libros?
—De ella, por supuesto. Los míos están en mi habitación. Yo no soy tan aficionado a la lectura
como ella.
—Vas a la universidad, ¿no?
—Sí.
—Por eso también me preguntaba si esto era tuyo, para serte sincero. ¿Cómo podría un pobre
estudiante permitírselo? ¿Qué estudias?
—Biología molecular. Y también un poco de historia del arte.
—¡Caray!
—¿Por qué «caray»?
—Difícil, ¿no?
—Venga ya, no seas esnob.
Jacob se sintió como si le acabaran de dar una bofetada con un calcetín mojado.
Justo cuando creía que las cosas iban bien entre ellos. Odiaba meter la pata, especialmente si
estaba intentando resultar agradable. Y cuando le ocurría, nunca sabía qué decir. La mejor
réplica siempre se le ocurría después, cuando ya era demasiado tarde, cuando estaba solo y se
mortificaba al recordar su bochornoso comportamiento.
—¿Más café? —preguntó Daan.
Jacob se las compuso para asentir con la cabeza y dio las gracias en un tono apagado.

Cuando volvió de la cocina, Daan dijo:


—¿Qué te dijo Tessel, mi madre, sobre Geertrui?
Jacob dio un sorbo a su café mientras se preparaba.
—Que tu abuela está en un asilo porque está muy enferma y que había invitado a Sarah a que la
visitara sin consultárselo a nadie de la familia, y que vosotros no sabíais que yo venía hasta hace
unos días. También dijo que tu abuela es muy tozuda y que su enfermedad hace que a veces se
comporte de una manera muy extraña.
—Eso es verdad.

43
—Me sentí muy avergonzado cuando me lo dijo ayer. Pensé que no debería estar aquí, si te soy
sincero.
—Mi madre está disgustada y preocupada por ti.
—Yo no sabía qué hacer. Aún no lo sé. Tu padre me sugirió que viniera a Amsterdam hoy a
visitar la casa de Ana Frank. Es que me gusta su diario. Me dijo que todo se arreglaría esta tarde.
Me dio tu dirección. Pero me dijo que no se lo dijera a tu madre.
—Lo sé. Me llamó esta mañana desde la oficina.
—No me explicó por qué. No te molestes si te digo que me parece todo un poco raro.
No pudo evitar que, sin querer, sus palabras sonaran a queja. Pero el calcetinazo en la cara aún le
dolía.
Daan dijo con una paciencia de hielo:
—Geertrui tiene una enfermedad incurable. Casi siempre tiene muchos dolores y, aunque la
medicación hace su efecto, a veces le hace comportarse de una manera algo extraña. Pero hay
algo más.
—No lo sabía. Y Sarah tampoco lo sabe. Sabemos que tu abuela no está muy bien pero no que
esté tan grave. Si no, no habría venido. Quiero decir que en su carta ella le decía a mi abuela que
se iba a celebrar una fiesta.
—Y la habrá pero no la clase de fiesta que tú te imaginas, creo.
—Entonces ¿de qué clase?
Daan cambió de postura y miró hacia otro lado.
Ya te lo diré luego. Hay otras cosas que tendré que explicarte. Pero antes debo hablar con Tessel.
Está con Geertrui hoy.
—Sí, lo sé. Por eso tu padre me sugirió que viniera a Amsterdam.
—No puedo hablar con ella mientras está con Geertrui. Volverá sobre las cinco.
Jacob era incapaz de decidir si se sentía más harto que enfadado.
—Mira, lo siento, pero esto está empezando a hartarme. Ale da la sensación de que soy una
molestia para todo el mundo. ¿No sería mejor que me fuera a casa?
Poniendo mucho énfasis en lo que decía y mirando a Jacob fijamente a los ojos, Daan le dijo:
—En serio creo que deberías esperar a que te lo podamos explicar todo. Es muy importante.
Créeme. Hay cosas que deberías saber. No sólo tiene que ver con nosotros, con mi familia, tiene
que ver contigo también.
La ansiedad despertó la ira.
—¿Conmigo? ¿Qué? ¿Cómo?
Daan alzó los brazos, con las palmas hacia Jacob, como quien espera un disparo.
—Luego. Cuando haya hablado con Tessel. Confía en mí. Sólo unas horas. Después ya veremos
qué haremos.
—No lo sé.
—Ahora no te puedes ir a casa, ¿no? Una noche más no cambia mucho las cosas.
—No estoy tan seguro.
Daan se levantó y recogió las tazas del café.
—Mira, haremos algo para pasar el rato. Te quiero enseñar una cosa, creo que te puede interesar.
¿Vale?
—Bueno...

44
En el espejo del baño, Jacob se fulminó a sí mismo con la mirada. Odiaba que la gente afirmara
que sabía cosas y que no se las dijera. Pero ¿qué podía hacer? Marcharse. ¿Adonde? ¿A
Haarlem, donde tenía el pasaporte y el billete de avión? Pero ¿cómo? ¿Pedirle dinero a Daan?
«Estoy cabreado y quiero irme con tu madre. ¿Me puedes dar el dinero para el tren, por favor?»
Pero qué imbécil llegas a ser. ¿Y entonces entrar como si no hubiera nadie? ¿Sentarme en las
escaleras y esperar como un perro callejero? ¿Para qué?
Estaba claro que no estaba disfrutando mucho.
Pero, por lo que parecía, Daan tampoco.
Mientras estaba en el baño y se cambiaba de ropa, pensaba en que Daan le gustaba bastante. Su
aspecto, por supuesto: arrebatador. Su confianza: envidiable. Su manera de ir directo al grano:
aunque duela, por lo menos sabes lo que pienso, sin embustes. Y algo más. Algo que te hacía
hervir la sangre. Pero no podía decir qué era exactamente. Pero también había cosas de él que no
le gustaban. Lo petulante que era. Sabía taaanto. Se pasaba de listo, como diría Sarah. Quería que
acataras su superioridad. Estar al mando, arriba del todo. Bueno, déjalo, pensó Jacob, ¿a mí qué
más me da? Sólo tengo que estar con él unas horas.

Antes de salir del baño encontró la servilleta de Alma en uno de los bolsillos de sus vaqueros y
se la enseñó a Daan, que sonrió y dijo:
—Es un viejo dicho holandés. Significa que las personas que nunca se exponen al peligro nunca
ganan.
Jacob se rió y dijo:
—¡Ah! Eso me suena.
Y escribió debajo de las letras de Alma:

QUIEN NO ARRIESGA NUNCA GANA.

45
GEERTRUI

Aquella misma tarde de la retirada, mi hermano Henk y su amigo Dirk bajaron las escaleras del
sótano apresuradamente. Iban tan desaliñados que con aquella tenue luz no supimos reconocerlos
al principio. Mamá se consagró a Henk en cuanto lo reconoció, perdió la compostura que había
mantenido hasta entonces y se abalanzó hacia él, con tantas prisas que, al hacerlo, incluso pisó a
unos cuantos heridos que había tumbados en el suelo. Lo rodeó con los brazos y le dijo:
—¡Henk! ¡Henk! ¿Qué haces aquí? ¿No sabes que los británicos se están retirando?
Lo besaba sin cesar y le tocaba la cara como para cerciorarse de que no era un fantasma. Papá,
entretanto, saludaba a Dirk, al que apreciaba mucho y a quien a veces llamaba su segundo hijo.
—¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Estáis bien? ¿Por qué habéis venido?
—Todo va bien. Estamos bien. Hemos venido para ver si vosotros estabais seguros.
Como me ordenaba mi instinto en este tipo de situaciones, yo me hice a un lado y esperé a que se
desvaneciera el entusiasmo inicial. Entonces podría tener a mi hermano para mí sola. Me miró
por encima del hombro de mamá mientras ella lo abrazaba y lo acariciaba, me guiñó un ojo y me
dedicó una gran sonrisa. Supe que no había ningún problema y que cuando pudiera se explicaría,
porque Henk siempre se tomaba su tiempo para hacer las cosas, porque era una de las personas
más serenas y seguras de sí mismas que nunca he conocido. Lo quería tanto que, en una ocasión,
antes de tener la edad suficiente para saber si se pueden decir estas cosas, le dije que ojalá no
fuera mi hermano porque así podría casarme con él.
Cuando mamá por fin cayó en la cuenta, dejó a Henk y se volvió hacia los soldados, que nos
observaban con un regocijo nada disimulado y creo que también con un poco de envidia (porque
la mayoría tenían la edad de Henk o incluso menos), y exclamó con los ojos llenos de lágrimas:
—Mijn zoon, mijn zoon.
Al percatarse de que aquello era una reunión familiar, los soldados nos hicieron un hueco en la
esquina donde estaba Jacob para que nos pudiéramos sentar juntos y hablar con la máxima
intimidad posible dentro de nuestro sótano repleto de gente. Uno de los soldados, un joven
llamado Andrew que tenía un brazo herido y lo llevaba en cabestrillo, se nos acercó, nos ofreció
una tableta de chocolate inglés y nos dijo:
—La estaba guardando para un momento especial. Vosotros habéis sido especiales para nosotros
y me gustaría dárosla.
Sé, por experiencia propia así como por las de nuestros amigos y vecinos que esos gestos de
amabilidad no eran nada frecuentes durante aquellos horribles días, pero yo recuerdo ése en
particular porque se produjo en un momento muy emocionante para mí y mi familia. Y también
por la tristeza que vi en la mirada de ese joven en el momento en que nos entregó el regalo.
Resultaba fácil imaginar que se puso a pensar en su familia en Inglaterra y en el momento del
reencuentro con ellos, como el de Henk con nosotros. Y no puedo evitar preguntarme si la
tristeza que había en sus ojos la provocaba su intuición, que le decía que nunca más pisaría su
casa. Más adelante nos enteramos de que lo mataron esa misma noche, cuando esperaba la barca
para cruzar el río. Me he detenido muchas veces ante su tumba en el cementerio militar de
Oosterbeek y le he dado las gracias una vez más.
Mientras comíamos nuestro regalo como celebración (oh, aún se me hace la boca agua al pensar
en ese maravilloso sabor; ningún chocolate me ha sabido tan bien desde entonces, ni siquiera el
que hacen ahora en Pompadour, en Amsterdam), Henk nos contó su historia. Después de mi
marcha aquel domingo a media tarde, Dirk y él también habían visto los paracaídas. Enseguida
se encaminaron hacia el lugar donde aterrizaban y, después de saludar a los primeros soldados

46
británicos que vieron, les ofrecieron ayuda. Durante el resto de la semana, junto a otros
voluntarios holandeses, hicieron de intérpretes, de guías y de mensajeros y asistieron de tantas
maneras como pudieron a los oficiales británicos. Pidieron que se les entregaran armas para
poder luchar, pero eso no les estaba permitido. Desde el miércoles habían estado trabajando en el
cuartel general británico, en el Hotel Hartenstein, donde hoy en día está el museo de la batalla.
Tenían mucho que contar, según Henk, pero no podía ser entonces, tendría que esperar. Dirk y él
sabían que se iba a evacuar la zona y habían venido a ver si estábamos sanos y salvos ahora que
todavía disponían de tiempo. Pero no se podían quedar. Debían esconderse de nuevo cuanto
antes.
—Ya sabéis cómo son los alemanes —dijo—. Cuando los británicos se hayan ido no tendrán
ninguna piedad con la gente que los ha ayudado. Y estarán más deseosos que nunca de mandar a
los chicos jóvenes a los campos de trabajo.
—Tiene razón —dijo papá.
—Pero no sólo a los hombres —dijo Dirk—. Las mujeres jóvenes tampoco estarán seguras.
Después de esto habrá represalias.
—Creemos que Geertrui debería venir con nosotros —dijo Henk.
No me sorprendió que papá se alterara al oír eso.
—¿Geertrui? No, no, Henk. A mí los alemanes me gustan tan poco como a ti pero hasta ahora se
han comportado con las mujeres, tienes que reconocerlo. ¿Por qué iba a cambiar ahora?
—No les va a gustar lo que ha sucedido —respondió Henk—. Los británicos han perdido esta
batalla pero la liberación llegará, es sólo cuestión de tiempo. Unas semanas. Quizás unos días. El
ejército británico no está muy lejos y los aliados empujan desde Bélgica. Los alemanes deben de
saber que esto se les acaba. ¿Quién puede predecir cómo se van comportar cuando estén
desesperados?
—Henk tiene razón —dijo Dirk—. Además, el pueblo está derruido. No hay ninguna casa
habitable. ¿Cómo vais a sobrevivir? Por favor, dejad que Geertrui venga con nosotros. Allí estará
más segura. Y allí hay más posibilidades de encontrar comida.
—Quizá mamá y tú deberíais venir también, papá —dijo Henk—. Aquí ya no te queda nada.
Papá cogió a mamá de la mano y se miraron con angustia el uno al otro durante un rato hasta que
mamá dijo:
—No, no nos queda gran cosa, lo sé. Pero tu padre y yo hemos vivido aquí desde que nos
casamos. Geertrui y tú nacisteis en nuestra habitación. Este es nuestro hogar. Aquí es donde nos
corresponde estar. ¿Cómo vamos a abandonarlo? ¿Por qué tendríamos que hacerlo?
Papá dijo:
—Dirk y tú tenéis que iros. Tenéis razón. Para vosotros esto no es seguro. Pero tu madre y yo
debemos quedarnos. Nos las arreglaremos. Hasta ahora lo hemos hecho. Y Geertrui tiene que
quedarse con nosotros. Aquí estará lo suficientemente segura. ¿Por qué nos iban a hacer daño?
No hemos hecho nada malo.
—¡Nada malo! —dijo Henk—. Papá, has dado cobijo a soldados británicos. Para los alemanes
eso es socorrer al enemigo.
—También lo han hecho nuestros vecinos —dijo mamá.
—Y eso aún empeora más las cosas —dijo Dirk—. ¿No lo veis? Nos odiarán por eso.
—Papá, sabes que llevamos razón —dijo Henk—. Si vosotros no venís, por lo menos dejad que
nos llevemos a Geertrui.
—Llevéis razón o no, tu madre y yo nos quedamos, y Geertrui también.

47
Yo había escuchado todo esto en silencio. Y mi rabia crecía por momentos. Uno de los rasgos de
los holandeses, según dicen, es nuestro gusto por la overleg, que significa «consulta». Aun así,
allí se estaba decidiendo sobre mi vida (y quizás sobre mi muerte) sin que nadie me consultara
nada. Mis padres, mi hermano y Dirk, quien sólo unas semanas antes me había confesado su
amor por mí y su deseo de casarse conmigo. Todos decidiendo por mí en esta peligrosa época,
sin preguntarme qué pensaba, qué era lo que yo quería. Aún hoy siento aquella rabia que sentí al
ver a mi familia desdeñarme así.
Papá y Henk no estaban en absoluto de acuerdo, y la conversación llegó a un punto muerto.
Nadie quería discutir. ¡Eso no habría estado bien! ¡No habría sido correcto! A los holandeses, los
enfrentamientos de ese tipo nos producen vergüenza. Yo quería ver si, después de todo, había
alguien que contara con mi opinión. Cuando vi que no era así, les dije, tan respondona e inocente
como sólo puede serlo una niña con mi opinión que aún no es una mujer:
—¿Acaso hay alguien a quien le importe algo lo que yo pienso? ¿Alguien que quiera saber lo
que he decidido hacer con mi propio destino? ¿O es pedir demasiado?
Al momento, Dirk dijo:
—Pero tú quieres venir con nosotros, ¿no?
—No queríamos dejarte fuera de esto, sólo queremos lo mejor para ti —dijo mamá.
—Es que debes quedarte con nosotros. Ya sabes cuánto te queremos —dijo papá.
Pero Henk dijo:
—No había pensado en ello. Lo siento, hermanita.
¡Qué perversos somos los seres humanos! Aunque no escatimaron en atenciones para
disculparse, eso sólo me exaltó todavía más. Y mi querido hermano Henk fue el más afectado,
como les suele ocurrir a nuestros seres más queridos.
—Soy tu hermana, Henk, pero ya no me chupo el dedo. ¿No te has dado cuenta? Soy lo bastante
mayor como para decidir y también sé cuidar de mí misma, gracias.
Por supuesto, todos empezaron a alterarse, especialmente mamá, que no podía soportar esas
escenas.
—Geertrui —dijo con su voz de maestra de escuela—, ¡déjalo ya! ¡Compórtate! No discutas, por
favor.
Se produjo un silencio bochornoso. Papá se miraba a las botas, mamá se limpiaba las gafas
despacio, Dirk recorría con la mirada las paredes de nuestro sótano, que mostraban los efectos de
los bombardeos. Sólo Henk era aún capaz de mirarme a los ojos y se decidió a romper el hielo.
—De acuerdo, hermana —dijo, en lugar de hermanita, con una sonrisa a la que sabía que yo no
podría resistirme—, dinos cuál es tu decisión. Queremos oírla. ¡De verdad!
Con todo, me resultó difícil tragarme mi cólera y hablar con calma, pero con un poco de esfuerzo
lo conseguí.
—Me gustaría ir contigo, Henk —le dije—, porque creo que estás en lo cierto sobre lo que
ocurrirá cuando los británicos se hayan marchado, y que estaremos mejor en el campo. —Hice
una pausa, me temo que disfrutando del dramatismo antes de seguir—. Pero me voy a quedar
aquí. —Otra pausa vergonzosa para conseguir el efecto dramático—. Pero no porque tú quieras
que me quede, papá.
—Entonces ¿por qué? —preguntó Henk.
—Por Jacob.
—¿Por Jacob? —dijo Dirk—. ¿Qué Jacob?
—El soldado inglés que está aquí a nuestro lado —dijo papá.

48
—¿Por que? ¿Qué significa para ella? —dijo Dirk al mismo tiempo que mamá decía: —No
puede ser.
—No lo entiendo —dijo papá.
—Dejarle luchando mientras los demás se van. No está curado. Seguro que lo matarán. No está
bien que lo mandemos al bosque. (¿Existe esta expresión? No me acuerdo. En holandés significa
dejar, abandonar a alguien.)
Papá estaba horrorizado.
—Pero ¿de qué hablas? ¿Mandarle nosotros al bosque? No tenemos nada que ver con él. Es un
soldado. Es voluntario. Si desea ayudar así a sus camaradas, nosotros no tenemos por qué
interferir. Eso es asunto suyo.
—No me importa, papá, voy a hacer todo lo que pueda para ayudarle.
—Geertrui, no estás siendo razonable.
—¡Razonable! —repliqué—. Papá, ¿hay algo razonable en lo que nos está pasando aquí? ¿El ser
razonables evitó esta guerra? ¿El ser razonables nos salvó de la invasión? ¿El ser razonables nos
liberará?
—Estás sacando las cosas de quicio —dijo mamá—. No deberías hablarle así a tu padre.
—Lo siento, mamá, pensé que tú lo entenderías.
—¿Entender qué? Está claro que no te entiendo en absoluto. Estás muy alterada. ¡Contrólate!
Pero entonces mi enfado había alcanzado tales proporciones que ni mi madre con su actitud más
severa conseguiría hacerme callar.
—Mamá —dije con toda la calma que pude reunir—, hace dos sábados recibimos a este hombre
en nuestra casa como a un libertador. Dábamos saltos de alegría. ¿Te acuerdas? Y entonces nos
lo trajeron prácticamente muerto. Lo hemos estado cuidando durante cinco días. Le hemos
curado las heridas. Lo hemos lavado. Lo hemos vestido. Le hemos dado de comer como a un
niño pequeño. Incluso lo hemos ayudado a ir al aseo. Cuidándolo, he visto y tocado partes del
cuerpo que nunca había visto ni tocado antes. Los dos hemos dormido acurrucados para darnos
calor mientras el enemigo demolía nuestra casa. Lo hemos tratado como a uno de nosotros, como
a uno más de la familia. Juntos, mamá, papá y yo lo hemos salvado de la muerte. Y ahora que ha
decidido, por el bien de sus camaradas (y por el de todos nosotros también, permitid que os lo
recuerde), hacer algo que en realidad no tiene fuerzas para hacer, cuando está claro que lo van a
matar, tú me dices, papá, que no tiene nada que ver con nosotros. Que no tenemos que interferir.
Que no soy razonable porque quiero ayudarle. Lo único que puedo decir es que si fuera Henk no
nos lo pensaríamos dos veces. Bueno, en estas dos últimas semanas he hecho más por este
hombre de lo que nunca he hecho por mi hermano. ¿No es justo que quiera ayudarle? ¿No es lo
más sensato que puedo hacer? Eso es lo que creo que significa ser razonable, papá. Y eso, mamá,
es lo que pensaba que tú entenderías.

Nunca antes había dado un discurso así. Nunca me consideré capaz de hacerlo. Nunca lo he
vuelto a hacer. Porque, quizá, nunca tuve un arrebato de ira de tanta intensidad. Arriba, en las
ruinas de mi hogar, soldados extranjeros estaban luchando por mi país. Allí en el sótano yo
luchaba por mí misma.
Nadie dijo nada durante un rato, sólo me miraban totalmente estupefactos. Incluso los soldados
apiñados a nuestro alrededor se habían callado, habían presentido por nuestro comportamiento,
supongo, que estábamos atribulados. Jacob, apoyado contra la pared justo a mi lado, me miraba
fijamente. Intenté evitar mirarle porque sabía que rompería a llorar y entonces perdería toda mi
dignidad, y con ella el efecto que había tenido mi discurso.

49
Fuera se oían los golpes y el traqueteo de las armas, y la fría lluvia caía a mares, dejando el aire
del sótano cargado de una gélida humedad. Recuerdo que, debido a los nervios de mi discurso,
estaba sudando y notaba la abundante humedad del aire en la piel.
La lámpara de parafina que nos había iluminado durante los dos últimos días eligió ese momento
para sumergirnos en la oscuridad, así que tuvimos que volver a la parpadeante e incierta luz de
las velas metidas en botes de conserva que colgábamos del techo con cordeles. Gracias a Dios,
eso nos entretuvo y nos distrajo.
Cuando nos volvimos a instalar, Dirk me dijo:
—No entiendo por qué este hombre significa tanto para ti, Geertrui, pero si tú lo tienes claro,
sólo se me ocurre una solución. Nos lo tendremos que llevar con nosotros.
Como es de suponer, eso volvió a encender la discusión. Papá decía que esa idea era una locura,
que nos matarían a todos. Dirk le contestó que no era mucho mejor que esconder a un judío o
trabajar con la Resistencia, que era lo que muchos de nuestros amigos y vecinos estaban
haciendo. Mamá dijo que no era práctico, que cómo iban a pasar tres personas y un soldado
herido por las posiciones alemanas sin ser vistos.
—Con voluntad todo se resuelve —dijo Dirk.
—Hablas como una gallina decapitada —le dijo papá—. Si has decidido hacer semejante locura
por lo menos planea como es debido. Y, por Dios, no involucres a Geertrui.
—No, papá —dije yo—. Yo voy. Henk y Dirk encontrarán la manera de conseguirlo, ¿verdad
Henk?
—Es cuestión de evitar riesgos —dijo Henk—. Allí con nosotros tendrá más posibilidades de
sobrevivir que ahí arriba, tumbado en ese estado, sólo con su arma.
—Es la única opción —dije—. Tiene que venir con nosotros.
Henk me miró y se rió.
—Pero ¿ahora quién habla por quién? ¿Cómo sabes si el soldado quiere venir con nosotros? ¿Se
lo has preguntado? ¿O estás decidiendo en su lugar?
Tenía razón, sin duda. Me sentí avergonzada. Me salió el tiro por la culata, como se suele decir.
Wie een kuil graaft voor een ander, valt er zelf in, es lo que nosotros decimos: Aquel que cava un
pozo para otro cae él dentro.
—¡A veces te odio! —le dije a Henk, provocando la risa de todos los demás, lo que al menos
alivió un poco la tensión.
Me aparté para poder hablar tranquilamente con Jacob. Le expliqué quiénes eran Henk y Dirk y
que querían llevarme con ellos a la granja de la familia de Dirk, donde ellos se escondían de los
alemanes, porque pensaban que aquello era más seguro que Oosterbeek después de la batalla, y
donde había comida. Entonces le dije que yo me había negado a ir porque estaba decidida a
quedarme con él. Al principio trató de tomarse a risa la idea, diciendo:
—No puedes hacer eso. ¡No seas boba! No me va a pasar nada. Te lo agradezco de todos modos.
—Bueno, me quedo tanto si piensas que soy tonta como si no. Pero —continué— Dirk me ha
propuesto otra cosa.
Y le expliqué que nos lo llevaríamos, en la carretilla del jardín, y lo esconderíamos en la granja
hasta que el ejército británico nos liberara, que no iba a tardar mucho. Le dije:
—No morirás en nuestra habitación de arriba, no puedo soportar la idea, ni te convertirás en
prisionero de guerra si no te disparan, lo que según tú no podrías soportar.
Por su expresión, vi que la idea le gustaba. Se le encendió la mirada como no se le había
encendido desde el día en que nos conocimos. Aún puso algunos peros aunque yo estoy segura
de que lo hizo porque pensó que debía hacerlo. Era muy arriesgado, dijo. El tener que cuidarlo
50
sólo haría que tuviéramos más probabilidades de que nos capturaran o nos dispararan. La
carretilla nos haría ir más lentos. Si nos cogían los alemanes a Henk, a Dirk y a mí nos fusilarían
por ayudar a escapar a un soldado británico. Y así siguió durante unos cuantos minutos. A qué
discusiones laberínticas pueden llegar los hombres cuando quieren discutir. Le dan vueltas y más
vueltas. Al cabo de un rato ya había oído bastante.
—Jacob —le dije con la firmeza que me permitía mi inglés todavía prospectivo—, esto no es
como construir un dique. No hay tiempo para todas estas discusiones. Tienes que decidirte. Yo
ya he tomado una determinación. Vayas o no, yo me quedo contigo.
—Haces que parezca que todo depende de mí.
—Es que es así.
—No. También estás tú. Si tú no me vas a dejar, ángel María, lo que yo decida te afecta a ti
también, ¿no es así?
—Achí ¡Vaya jesuita! —le dije. Me daban ganas de pegarle.
—Pero tengo razón, ¿verdad?
—Sí.
—Tú tendrías que decirme qué crees que es mejor y qué es lo que quieres hacer.
Después de haber insistido para que todos supieran lo que yo quería y pensaba, cuando llegó el
momento de tomar la decisión definitiva y de asumir la responsabilidad, no me atrevía a hacerlo.
Habría preferido que alguien decidiera por mí. Al mismo tiempo un fallo del amor y una
demanda de amor. Qué típico en mí, veo ahora, después de años de haber aprendido la lección.
—Haré lo que tú quieras —le dije, casi incapaz de pronunciar esas palabras—. Tu vida es la que
estoy intentando salvar, después de todo.
—Arriesgando la tuya —dijo Jacob—. Estamos en esto juntos y deberíamos decidir juntos.
Yo no quería contestar aún y esquivé la mirada de esos ojos tan peligrosos.
Jacob se colocó de manera que podía mirarme de cerca a la cara y, con una sonrisa, me dijo:
—Uy, ¡qué mal genio hay por aquí!
—Porque estoy enfadada —le dije—. Sin entender su ironía inglesa.
Acariciándome la mejilla con el dedo me dijo:
—¿Vamos a pelearnos nosotros también?
Me las apañé para mascullar un «no» ahogado.
—Pax, ¿entonces?
¿Cómo no devolverle la sonrisa? Tras aclararme la garganta le dije:
—Creo que sería mejor que fuéramos con Henk y Dirk.
—Dios. Yo también. Y como dijo aquel: «Será una aventura increíblemente grande».
—¿Aquél? ¿Quién? —pregunté—. Nunca había oído ese dicho. ¿Hablas en serio? No lo sé.
—¿Tenemos tiempo para tanta charla?
—No —dije, al percatarme de la cantidad de ruido que llegaba de fuera y de que Henk, Dirk y
mis padres nos estaban observando—. Ya me lo explicarás. Les voy a decir lo que hemos
decidido.

No podría decir que mi padre y mi madre se pusieran contentos, pero se resignaron. Había
habido más overleg del necesario para satisfacer nuestra necesidad típicamente holandesa de
consultar antes de decidir. Sin nada más que añadir, comenzamos con los preparativos.

51
¡Qué alivio supone siempre avanzar y ponerse manos a la obra después de haber tomado una
decisión! Es como quitarse un gran peso de encima. Te sientes tan bien de repente, cargado de
energía y de esperanza. Nunca lo he sentido tanto como aquel día, rodeados de muerte y de la
perspectiva de una vida llena de miseria y de humillación si sobrevivía y me quedaba allí. Pasara
lo que pasara, por lo menos había hecho un esfuerzo por cambiar mi vida en lugar de entregarme
al enemigo. Nunca he sido tan religiosa como mis padres, pero aquellos tiempos me hacen
recordar las viejas oraciones. Mientras buscaba mi maleta de emergencia entre el desorden del
sótano, me sorprendí a mí misma murmurando:

Mi tiempo está en tus manos,


líbrame de las manos de mis enemigos
y de su persecución.
El Señor de los Ejércitos está con nosotros:
el Dios de Jacob es nuestro refugio.

Lo que me hizo sonreír y me recordó otro pasaje:

Él elegirá nuestra herencia: incluso la adoración


a Jacob, al que tanto quería.

Esto me hizo reír, así que le dije al Dios de Jacob, mientras me ponía la ropa limpia, o por lo
menos la ropa sin usar que pude encontrar, desde la incierta intimidad de nuestro aseo en la
carbonera:
—Por favor, elige una herencia para nosotros que incluya un cuarto de baño.
Me horroriza pensar lo erg que debíamos degestonken en aquel entonces.
Entretanto, Henk y Dirk salieron furtivamente para preparar la carretilla. Y Jacob hablaba con
dos de los otros soldados, explicándoles lo que ocurría. Cuando salí del aseo le habían puesto
una chaqueta de combate, que le protegería del frío y de la humedad. Además, si lo capturaban,
iba de uniforme y no lo fusilarían por espía. También le habían dado un arma y le habían llenado
los bolsillos de munición.
—¿Tienes que llevarte eso? —le pregunté.
—Un seguro —dijo, al tiempo que acariciaba su arma como si de su perro se tratase.
A mí no me parecía nada bien e intenté convencer a Henk para que la dejara allí.
Pero en lugar de hacerlo, Henk sentía envidia y deseaba haber tenido una para él. Los hombres y
sus juguetes letales. Es el cuento de nunca acabar.
Henk y Dirk concluyeron que tendríamos que marcharnos en cuanto empezara el ataque de los
artilleros británicos del sur del río, sobre las 20:50. Henk calculó que ése sería el momento más
seguro para viajar a través de la zona ocupada por los británicos, desde nuestra casa, cerca del
perímetro este hacia el perímetro oeste que bordeaba el bosque, en el que nos adentraríamos para
escapar.

Anocheció. La fría lluvia caía a mares. Y a través del viento y del agua comenzaron a llover
proyectiles al iniciarse la tormenta del bombardeo, acallando a los alemanes, exactamente como
habían planeado.

52
Hora de partir. Un momento terrible, sobre todo porque, por el bien de todos, era mejor parecer
tranquilo y alegre. Yo no habría conseguido fingir así de haber sabido que ésa iba a ser la última
vez que viera a mi padre. Murió durante el invierno a causa de la hambruna que se apoderó de
nosotros tras el fracaso de los aliados en la liberación de mi desdichado país hasta la primavera
de 1945. El futuro dista mucho de ser un libro abierto, porque si yo hubiera sabido que no
volvería a ver a papá, no lo hubiera dejado allí. Semejantes accidentes del destino ocurridos
durante la juventud vuelven a aparecer como fantasmas al cabo de muchos años provocando un
sentimiento de culpa irracional. Si yo hubiera estado allí, quizá le habría ayudado a sobrevivir. Si
hubiera sido así. A medida que uno se hace mayor, va acumulando muchos «si hubiera».
Por eso no quise pensar demasiado en el momento de partir. Nos abrazamos y nos besamos y nos
estrechamos las manos y nos intercambiamos declaraciones de amor y de confianza en un futuro
juntos. Todo con esa naturaleza fuerte y esa pasión reprimida que es la gloria de nuestra
educación holandesa.
Y después de la despedida familiar, llegó el turno de los soldados con quienes habíamos
compartido el sótano. Aquellos jóvenes extranjeros se habían convertido, en unos días, en
amigos más íntimos que nuestros vecinos, que habían vivido junto a nosotros durante años.
Quizá sin saber cómo mostrar sus sentimientos, mientras yo me despedía de ellos uno a uno, me
entregaban pequeños regalos de las pocas pertenencias que les quedaban. Tabaco, aunque yo no
fumaba, dulces, insignias de sus gorras, distintivos del uniforme, un bolígrafo («Quizá nos
podrás escribir algún día»), cerillas, un pañuelo de paracaidista e incluso un reloj de pulsera
(«Tendrás que saber qué hora es, Gertie, vayas donde vayas»), y el pobre Sam, trastornado por
los bombardeos, encerrado en sí mismo, un libro de poemas que descansa a mi lado mientras
escribo («Te ayudará con el inglés»). Norman, el mayor de todos y el que llevaba más días con
nosotros esperó, muy respetuoso, hasta el último momento de mi desfile de despedida. Me
entregó una pequeña cartera de piel negra con una fotografía de él y su familia en la que había
escrito: «Adiós, Gertie. Eres una chica valiente y encantadora. Quiero que te quedes con esto.
Espero que volvamos a vernos».
Y entonces, sin dejar de bromear, lo que, a mi parecer, es el modo inglés de actuar en los
momentos difíciles, como para nosotros los holandeses es el mantenernos firmes, nos fueron
abrieron camino, nos ayudaron a subir las escaleras del sótano y nos acompañaron a través de los
escombros de nuestra querida casa hasta el jardín trasero, donde, entre el estruendo y las
sacudidas de la batalla nocturna, sentamos a Jacob en la carretilla, con el arma preparada en las
manos vendadas, mi maleta de emergencia y su mochila, uno a cada lado. Y con la gélida lluvia
amenazando con congelarnos o ahogarnos antes de que nos dispararan o de alcanzar nuestro
destino, partimos, Dirk a la cabeza, Henk empujando la carretilla y yo junto a él, con el corazón
palpitante, la garganta totalmente seca y mis pensamientos hechos trizas.
No le desearía a nadie pasar por semejante despedida.
Ni tampoco por el frío recibimiento que tuvimos al llegar a nuestro escondite.

53
POSTAL

Nos convertimos en lo que contemplamos.


WILLIAM BLAKE

—Abre los ojos —dijo Daan.


Estaba de pie detrás de Jacob, amarrándolo por los hombros, en una de las salas pequeñas del
museo Rijks. Antes de entrar le había prometido a Jacob que no haría trampas, y entonces lo guió
entre la gente hasta este lugar.
En la pared que tenía delante él Jacob vio un retrato suyo. Un óleo antiguo. De la cabeza hasta la
cintura. Orientado hacia su izquierda. En tonos marrón rojizo. Excepto el pálido rostro triangular,
tan conocido. A tamaño real. Que brillaba como bañado por la luz del sol, enmarcado por una
sombría capucha de monje. Con la mirada baja y los párpados muy pesados. La boca grande y
con el labio inferior carnoso, como picado por una abeja, capturado por el pintor con una sonrisa
tímida y recatada pero autocomplaciente. Y el rasgo que, por odiarlo tanto, cautivó la atención de
Jacob, la nariz larga y ancha con su punta redondeada y bulbosa. La nariz de su padre. La nariz
de su abuelo. La nariz de los Todd. Su hermana Poppy y su hermano Harry no la tenían. Ellos
tenían la versión de su madre, de línea esbelta.
Cuántas veces había inspeccionado, con la ayuda de un par de espejos, desde cada ángulo
imaginable esa napia ofensiva, esa horrenda narizota, esa trompa hinchada, ese evacuante nasal
tumescente. Muchas veces apretaba y manipulaba con el pulgar y el índice la punta de su
vergonzosa protuberancia, como un escultor que manipula la arcilla, con la esperanza de darle
por lo menos una forma más presentable, si no podía ser bonita. Tenía en mente algo como la
atractiva nariz que, por ejemplo, tiene el agraciado David de Michelangelo o la del devastador
River Phoenix, a quien y a cuya nariz había estudiado en detalle hacía poco al ver por cuarta vez
en vídeo la película Mi ldaho privado. Sin que tuviera ningún efecto, claro. Su desconcertante
nariz tan funesta como siempre.
Incapaz de apartar la mirada de esa imagen de sí mismo, preguntó:
—¿Quién es?
—Titus. Titus van Rijn.
—No me suena nada.
—Pero te suena su padre.
—No creo.
—¿Quién pintó los autorretratos de Rembrandt?
—¿Eh?
—¿Quién pintó los autorretratos de Rembrandt?
—Rembrandt, por supuesto.
—Cuyo nombre completo es Rembrandt van Rijn.
—¡Ah! Pero éste no es uno de sus autorretratos, ¿no?, porque es de un tal Titus. Así que es un
retrato de Rembrandt. ¿De...?
—De su hijo vestido de monje. Pintado en 1660 cuando Titus tenía diecinueve años.
Jacob decidió de repente mirar el pequeño letrero de la pared junto al óleo que confirmaba que
Daan no se inventaba nada. Entonces se acercó tanto como pudo a su retrato vestido de Titus,
para inspeccionarlo nariz con nariz.
54
Una guarda de seguridad, de las dimensiones de un luchador de sumo, se acercó a él.
Titus parecía estar allí, tanto, que Jacob sintió que el chico del cuadro podría sacar la cabeza en
cualquier momento, mirarlo y hablarle. Sus dedos estaban ansiosos por tocar ese rostro reflexivo.
Sin pensar, levantó la mano.
—Atrás —dijo la guarda—. No te acerques tanto.
Jacob dio un par de pasos atrás pero era incapaz de apartar la vista del cuadro. Le fascinaba.
Lo que incluso entonces le extrañó, porque el cuadro no era impresionante. Si hubiera estado
paseando él solo por la sala, probablemente habría pasado de largo, como hacían otras personas
en ese momento. La mayor parte del lienzo estaba tan oscura que apenas se adivinaba lo que allí
había: un poco de follaje de colores otoñales a la espalda de Titus y el hábito de monje marrón,
hecho de una tela gruesa, basta y pesada, que se veía inmenso para el cuerpo del muchacho, por
lo menos a juzgar por la cabeza, que parecía encerrada en el tórax en forma de barril con brazos
voluminosos, como si fuera una armadura más que un traje. Pero lo que resplandecía en medio
de tanta oscuridad era la brillante cara de Titus, viva y vibrante, la piel de un dorado pálido, los
ojos mirando hacia abajo y quizás un poco tristes, el carnoso labio inferior, parecía haberse
chupado, rojo y sensual y aun así delicado e inocente. Intacto, ésa era la palabra que se le ocurría
a Jacob.
—¿Te gusta? —preguntó Daan poniéndose a su lado.
Nunca había visto un cuadro que le hubiera embelesado y atraído de esa manera. No quería
decirlo, pero se forzó a decir que sí.
—Entonces deberías ver el retrato de Titus con una gorra roja, cuando es algo mayor. En ése te
mira a la cara, a los ojos. Y se le ve el pelo, no como en este otro. A diferencia del tuyo, su pelo
es castaño, largo y rizado. Muy bonito. Tú deberías dejártelo crecer como él.
—No, gracias.
—Te quedaría bien. Podrías ver el retrato fácilmente. Está en la Wallace Collection, en Londres.
A mí me gusta más que éste. Está mejor pintado y éste es un poco, ¿cómo decir? ...nuffig...
remilgado. La pose típica de Madonna.
—¡Madonna!
—No Madonna, me refiero a la madre de Jesucristo. La Madonna. Se rieron.
—¿Y en qué se le parece Titus?
—En la pose. Con la cabeza agachada, resignada e inocente. Con las manos apoyadas en la
rodilla. El hábito de monje. Muy santo, muy puro. Muy remilgado. Igual que todos esos miles de
cuadros de la virgen. Y, bij Godf, Titus parece muy virgen, ¿no crees?
Con la mirada todavía fija en el cuadro, Jacob dijo:
—Sabes todo esto porque has estudiado historia del arte, supongo.
—No. Estudio historia del arte por Rembrandt.
—¿Y eso? —En realidad no lo quería saber, pero, por lo menos, mientras Daan hablaba, podría
seguir contemplando a Titus.
—Para mí es el mejor pintor que jamás ha existido. Está entre el final del mundo antiguo y al
principio del mundo moderno. Me fascinó desde la primera vez que vi la Ronda de noche. Ese
cuadro enorme que acabamos de pasar. Mi padre me trajo aquí para que lo viera cuando tenía
ocho años. Pensé que era tan dramático, tan emocionante que quería trepar por el lienzo. ¡De
verdad! Quería meterme dentro y ser parte de la escena. Por supuesto, ahora sé que es una pieza
teatral, nada realista. La iluminación es artificial, la distribución de las figuras es operística y sus
actitudes son falsas poses heroicas. Es tan dramático. Tan afectado. Pero cuando tenía ocho años,
a mí me parecía más real que toda la gente que me rodeaba también mirándolo. Desde aquel

55
momento he querido saber todo lo que se puede saber sobre Rembrandt. Veo todos los cuadros
que puedo. Estudio su obra, su vida.
Todo. Cada detalle. Y voy a escribir mi tesis sobre Titus. El papel de Titus en la vida de
Rembrandt. No se ha hecho nunca. No como tema central.
Jacob sólo escuchaba a medias y en ese momento no podía apartar la atención de Titus lo
suficiente como para seguir con la conversación.
Se produjo un silencio entre ellos antes de que Daan deslizara un brazo alrededor de su cintura y
le hiciera darse la vuelta.
—Mira aquí —dijo, guiándole hacia un cuadro un poco más grande, el segundo después de éste.
Un anciano con el rostro irregular, con un sombrero blanco y amarillo enrollado en la cabeza
como una toalla, con el pelo alborotado, lleno de mechones rizados que asoman de debajo del
sombrero, la frente surcada por multitud de arrugas desde la altura de unas cejas levantadas. Con
la mirada húmeda dirigida a Daan, que se encontraba a la izquierda de Jacob, con un libro abierto
en las manos, como si en ese preciso instante hubiera levantado la vista de su lectura. Y como el
cuadro de Titus, toda la luz, todo el énfasis en el rostro. Y como Titus, tenía la nariz grande,
abultada, especialmente en la punta.
Jacob se rió.
—Parece un poco chiflado.
—Rembrandt cuando tenía cincuenta y cinco años, ocho años antes de su muerte.
—Parece que esté ya en las últimas.
—Un autorretrato vestido como el apóstol san Pablo. Pintado un año después del cuadro de Titus
vestido de monje. Ven. Aléjate un poco de él.
La mano de Daan cogió el hombro de Jacob y lo echó para atrás.
—Desde aquí ves los dos cuadros. Uno a cada lado. Mirándose el uno al otro. ¿Ves? Padre e hijo
a la vez. Para no quedarse atrás, Jacob añadió:
—Y los dos intentando parecer otras personas.
—Pero lo que salta a la vista no es la aderen...
—¿La actuación? ¿La comedia?
—Sí, no es la comedia... het doen alsof...
—¿Quieres decir la verdadera persona?
—Exacto. La verdadera persona. ¿No crees?
Jacob evaluó los dos cuadros.
—Sí, tienes razón. —Y lo decía de verdad. El también lo veía—. Son las caras, ¿verdad?
—Esa es la principal razón por la que me gusta Rembrandt. Su franqueza. Es sincero, siempre.
Le gusta la gente y le gusta tal y como es. Nunca le tiene miedo a la vida tal y como es.
Jacob pensó: Esto ya no es un juego. Habla de otra manera. Habla en serio. Lo dice de verdad.
Actuamos de forma diferente. Hemos cambiado.
De nuevo notó algo en Daan que no podía identificar. Algo que le gustaba pero que también le
inquietaba.
—Entonces ¿por qué escribes sobre Titus? ¿Qué es tan interesante de él? A quien admiras es a
Rembrandt.
—Bueno, por una razón. Cuando Rembrandt se arruinó...
—¿Se arruinó?

56
—Sí. Ganaba bastante, tuvo mucho éxito y trabajó muy duro. Trabajo, trabajo, trabajo,
continuamente. Pero también gastaba mucho. Tenía obsesión por coleccionar cosas. Tanto como
para llenar un museo. Toda clase de objetos. Tenía la casa llena. Al final, se endeudó. Así que le
quitaron todas sus pertenencias y las subastaron. Titus fue a la subasta y compró todo lo que
pudo con su dinero. Las cosas que su padre iba a necesitar. Entre ellas, el bonito espejo con
marco de ébano que Rembrandt utilizaba para pintar sus autorretratos. Después, Titus lo cargó
todo en un carro. Pero, de camino a casa, el espejo se rompió por alguna razón.
—¡Oh! ¡Qué mala suerte!
—Muy mala. ¿Te imaginas cómo se sintió? Y piensa en lo que significa que hiciera todo lo
posible para recuperar las cosas de su padre. Así que Rembrandt pudo continuar haciendo lo
único que de verdad le importaba: pintar cuadros. Mucha gente, historiadores, críticos de arte,
han dicho que Rembrandt robó a Titus. Que explotaba a su hijo, que gastó el dinero que la madre
de Titus, Hendrickje, le dejó al morir. Dicho de otra manera, afirman que Rembrandt era un
padre egoísta y abusivo que sólo se preocupaba de su carrera y de su bienestar. Yo no me creo
todo eso. Y la historia de que Titus fue a la subasta y compró el espejo hace pensar que él quería
a su padre y que habría hecho cualquier cosa por apoyarle y ayudarle. De hecho, si no hubiera
sido por Titus, Rembrandt no habría podido seguir pintando, porque durante esa época si te
arruinabas se te prohibía continuar con tu negocio. Para evitar que le ocurriera eso a su padre,
Titus se convirtió en su patrono, lo empleó para que siguiera pintando.
Jacob miró los dos retratos con distintos ojos. El hijo que dio empleo al padre que empleó al hijo
de modelo.
—Una buena historia. ¿Y qué hizo Titus?
—¿Te refieres al trabajo? Se dice que intentó hacerse pintor pero que no era nada bueno. No creo
que fuera eso lo que realmente quería. Lo que hizo, lo que fue, es ser modelo para su padre. Creo
que le encantaba sentarse allí para él. Le encantaba que su padre lo observara con detenimiento,
recibir toda su atención, y le encantaba verle trabajar.
—El padre que observa al hijo que observa al padre.
—Eso es. Mientras uno pintaba, el otro sabía que lo estaban pintando. Eso es lo importante.
—¿Cómo? No te entiendo.
—Pongámoslo así. El otro día le pregunté a Geertrui qué pensaba ella que era el verdadero amor,
el amor en estado puro. Me dijo que el verdadero amor es observar a una persona y ser
observado por ella con total atención. Si ella está en lo cierto, sólo tienes que mirar los cuadros
que Rembrandt pintó de su hijo, que hay muchos, para ver que se querían. Porque eso es lo que
ves. Toda la atención de los dos.
Jacob miró alternativamente los cuadros del padre y del hijo y vio lo que Daan decía.
—Pero, entonces —dijo conforme el pensamiento le venía a la cabeza—, todo el arte es amor,
porque en todo el arte interviene una mirada atenta, ¿no? La mirada atenta a lo que se está
pintando.
—El artista mira atentamente mientras pinta y el espectador mira atentamente lo que éste ha
pintado. Estoy de acuerdo. Todo el arte, sí. La pintura. La escritura, la literatura, también. Creo
que es así. Y el arte malo es un fracaso a la hora de observar con toda la atención. Por eso me
gusta la historia del arte. Es el estudio de cómo observar la vida con toda atención. Es la historia
del amor.

—Y entonces, ¿qué le paso a Titus?


—Se casó con la hija de un platero. Sólo pudieron estar juntos siete meses porque Titus murió
infectado por la peste.

57
—La peste negra.
—Mató a mucha gente en esa época. Lo enterraron en Westerkerk.
—Cerca de la casa de Ana Frank.
—Y un año más tarde murió Rembrandt. Pero no por la peste. Porque se le rompió el corazón,
diría yo. Se sabe que se le enterró junto a Titus en Westerkerk pero nunca han encontrado su
tumba.
Sin saber qué añadir, Jacob se soltó del brazo de Daan y se dirigió de nuevo a admirar el cuadro
de Titus de cerca. Daan lo siguió. La guarda los vigilaba desde la puerta.
—¿Y? ¿Tengo razón o no? Titus es idéntico a ti.
—Sólo que yo no me paseo por ahí con un hábito de monje.
Daan desoyó la broma, bastante floja.
—¿Qué se siente?
—Es extraño. Ahora incluso más, ahora que sé quién es.
La guarda dio un paso hacia ellos.
—Debe de pensar que vamos a robarlo —murmuró Jacob.
—Hace poco hubo un incidente.
—¿Un incidente?
—Alguien le dio un beso a Titus.
—¿Quieres decir que alguien vino, se acercó al cuadro y le plantó un beso en la boca?
—Sí.
—¡Uy, uy, uy! ¿Qué pasó?
—Nadie lo vio.
—¿Y cómo lo saben?
—Quien lo hizo dejó la huella del pintalabios.
—¡No me lo puedo creer!
—El problema es que el lápiz de labios era muy difícil de quitar sin dañar el cuadro.
—¿Y nadie sabe quién lo hizo?
—No están seguros.
Jacob le echó una mirada a Daan.
—Pero ¿tú crees que lo sabes?
—Nee, neel
—Sí, sí que crees saberlo. ¡Te lo veo en la cara!
Daan sonrió de oreja a oreja.
—Venga, confiesa. ¿Quién lo hizo?
—Tengo los labios sellados. ¿No se dice así?
—¡Como los de Titus! Scubda!
—¿Scubda?
—SCUBDA. Con mayúsculas. Sellados con un beso de amor. Los niños lo ponen en las cartas
de amor.
Daan hizo una mueca burlona.
—Nosotros no tenemos nada parecido.

58
Se quedaron en silencio, estudiando el cuadro. Otros visitantes pasaban de largo y alguno se
detenía más tiempo a contemplar a Titus.
Al cabo de unos minutos, Jacob dijo:
—Todo el rato tengo la sensación de que si espero un segundo más saldrá del cuadro y se vendrá
con nosotros.
Daan no dijo nada, pero de nuevo colocó la mano en el hombro de Jacob y lo condujo a través de
la multitud por el mismo camino por el que habían llegado. Entró en la tienda del museo y
compró unas postales de Titus vestido de monje y de Rembrandt vestido del apóstol san Pablo.
—Toma —dijo mientras se las daba a Jacob—, eres tú de joven y de viejo.
Al bajar por las escaleras de mármol hacia la salida, Daan empezó a cantar una canción lastimera
con una voz muy grave:

Mijn hele leven zocht ikjou,


om —eindelijk gevonden—
te iveten wat eefizaam is.

—¿De qué trata?


—Es una canción de un poeta holandés, Bram Vermeulen.
—¿Que, si la interpretas, significa...?
Se detuvo al final de las escaleras, Daan pensó un momento y dijo, fingiendo ponerse serio:
—Me he pasado la vida buscándote, / sólo para descubrir, ahora al encontrarte, / el significado de
la soledad.

59
POSTAL

VLADIMIR.— Haber vivido no les es bastante. /


ESTRAGÓN.— Tienen que hablar de eso.
VLADIMIR.— Estar muertos no les es suficiente.
ESTRAGÓN.— No es suficiente.
SAMUEL BECKETT, Esperando a Godot

—Esa sí que ha sido larga —dijo Jacob.


La conversación telefónica entre Daan y su madre duró más de media hora. Jacob había oído su
nombre demasiadas veces como para estar cómodo.
—Tessel está molesta —dijo Daan—. Geertrui hoy ha estado imposible. No dejaba de preguntar
dónde estabas. Quiere verte.
—Me alegra saber que estoy tan solicitado.
La broma no le sentó muy bien. Volvió a notar un ligero pánico. Su visita a Titus lo había tenido
entretenido durante un buen rato. Se volvía a sentir extraño.
—Le he explicado lo que te ha pasado.
—Lo que debe de haber mejorado las cosas todavía más.
—Te lo dije. Se siente responsable de ti. Pero con Geertrui, que la vuelve loca, ya no sabe qué es
lo que hay que hacer.
—Tendría que regresar a mi casa.
—No, no. Mañana debes ir a ver a Geertrui.
—¿Que «debo» ir?
—Si no te importa. El domingo, Tessel te llevará a la ceremonia, a Oosteerbeek. Yo me quedaré
con Geertrui. Esta noche te quedas aquí. He convencido a Tessel de que será lo mejor.
—Gracias por preguntar.
—Pensé que lo preferirías así. Esto también es más agradable para ti, ¿no? Y será más fácil para
todos.
—Todas mis cosas están en casa de tus padres.
—Te las puedes arreglar por una noche. Mañana, después de la visita a Geertrui las recogeremos.
—¡Espera un momento! Perdona pero vas demasiado rápido. Antes de ir más lejos... me dijiste
que había algo que me contarías después de hablar con tu madre.
—Sí.
—Parecía bastante serio.
—Lo es.
—Bueno, no quiero ponértelo difícil, pero me gustaría saber qué es antes de que hagamos ningún
plan.
—Todo el mundo está tan... ¿cómo se dice?... ongerust... ansioso, digamos.
—Vale, pero...
—¡Ya lo sé!, ¡ya lo sé! Muchas veces me dicen que soy bazig. ¡Magistral!
—Mandón —dijo Jacob entre risas.
60
—Ja. Mandón. No lo hago a propósito. Pero si hay algo que es necesario hacer, no puedo
soportar la indecisión. Como mi padre. El es igual. En los momentos difíciles Tessel no se
decide. Siempre er om been draaien... Christits! ¿Cómo se dice? Como que da muchas vueltas...
—¿...Vacila?
—¿Vacila? ¿De verdad?
—Vacila.
—Vale. Dank u. ¡Vacila! Eso, que no lo soporto.
—Vale, pero...
—Sí. Vale. Tienes razón. El problema es que Tessel me ha dicho que te lo explicaría ella. Insiste.
Ahora mismo, por teléfono, ha vuelto a insistir.
—Pero ¿cuando? No voy... quiero decir, no me gustaría ver a tu abuela antes de saberlo...
—Exacto. Así que te lo tengo que decir. Aunque, delante de Tessel, deberás fingir que no sabes
nada.
—¿Qué?
—Que no sabes nada.
—No puedo.
—Sería lo mejor. Ya está muy molesta.
—Pero no puedo, eso sería mentir. Odio mentir.
—No tienes que decir nada. Cuando te lo diga, limítate a escuchar. Eso no es mentir.
—¿Ah no?
—¿Qué quieres? ¿Que hablemos de la filosofía de la moral?
—Ahora mismo no, gracias. Pero aun así creo que no está bien. Se me verá en la cara. Siempre
me traiciona. Siempre me lo dicen.
—Como un libro abierto —se rió Daan.
—En el que el hombre puede leer asuntos extraños.
—¿Eh?
—Shakespeare. Perdón. La obra escocesa.
—¿Cuál?
—Una obra sobre un rey escocés. Ya sabes.
—No, no sé. ¿Por qué tengo que saber de cuál hablas?
—Yo no puedo decir el nombre.
—¿Por qué?
—Da mala suerte.
—¡No me digas que eres supersticioso!
—No, no mucho. Es una tradición teatral.
—Eso no cambia nada.
—Si nombras una obra, tienes que dar una palmada y dar tres vueltas para protegerte de la mala
suerte.
—Kiets!
—Es cierto. Yo he actuado en esa obra. En el colegio. Yo interpretaba a Malcolm, el asesino del
hijo del rey. Es un papel muy aburrido. Casi todo el texto me lo cortaron. Que en realidad dio
igual, porque no soy muy buen actor.
61
El caso es que la gente repetía el nombre una y otra vez y tuvimos muchos problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Una pierna rota una noche y un apuñalamiento durante la primera escena otra noche. Esa clase
de problemas.
—Accidentes.
—Quizás. Macbeth es una obra bastante violenta, pero aun así.
—¡Ah! ¡Macbeth!
—¡Oh, mierda!
—Ahora querrás que hagamos la tontería esa de las palmadas y las vueltas, supongo.
—Me temo que sí.
Se levantaron y se miraron.
—Krankzinnigl
—Más vale prevenir que curar.
Dieron una palmada y tres vueltas antes de tirarse sobre sus asientos de nuevo, entre risitas.
—No puedo creerme que haya hecho eso —dijo Daan.
—Un racionalista como tú—respondió Jacob—. Debería darte vergüenza.
—¡Qué ridiculez!
—Muy pueril —añadió Jacob, más porque le gustaba cómo sonaba la palabra que por su
significado.
Esperaba que Daan no supiera que se reía más para aliviar la tensión social que porque se
estuviera divirtiendo.

Daan fue hasta la cocina y abrió una botella de vino blanco seco. Eran más de las seis, según
dijo, la hora a la que Geertrui siempre había hecho lo propio, a lo que él se había acostumbrado.
«La hora de la copa de la tarde», dijo que ella la llamaba.
—Pero esto es sólo een goedkoop wijntje, ya sabes, vino barato.
—Peleón.
—Así que yo lo mezclo con tónica. Me hago un spritzer. ¿Y tú qué quieres?
—Lo mismo que tú.
—¿No tienes opinión propia?
—No sobre el vino peleón. Ni sobre ningún otro vino. Yo no estoy acostumbrado como tú.
—Entonces yo te educaré.
—Me corromperás, quieres decir.
—A veces significan lo mismo, ¿no crees?
—¿Ah sí?
—Ya has aprendido algo, ya no eres tan inocente.
—Si tú lo dices...
—No es que yo lo diga, es así...
—No vamos a discutir por eso, si no te importa. Más tarde, a lo mejor.
Se pusieron cómodos con las bebidas. La habitación se había quedado más oscura tras el
anochecer. Daan encendió una lámpara que había junto al sofá, que formó una isla de luz en el

62
ocaso alrededor de ellos. Las pesadas vigas se alzaban imponentes sobre sus cabezas. A Jacob le
parecía más que nunca que estaban sentados en la cubierta de un viejo velero. A mucha distancia
de tierra firme y de camino hacia un rumbo desconocido.
Se pusieron solemnes otra vez. Daan dirigió una mirada calculadora hacia Jacob que midió los
años de diferencia entre ambos. Desorientado de nuevo, Jacob le devolvió la mirada, quizá con la
ayuda del vino. El coraje holandés, pensó, nada risueño.

Por fin, Daan comenzó:


—Lo que ocurre es lo siguiente, ¿vale?
—De acuerdo.
—Ya sabes que Geertrui está enferma. Jacob asintió.
—Pero está más que enferma. Tiene cáncer de estómago.
Hizo una pausa, esperando una respuesta. Jacob era incapaz de articular palabra, sólo podía
tragar saliva, y notaba que la nuez le subía y le bajaba como una piedra afilada que le taponara la
garganta y el estómago, tenso como si las palabras lo hubieran infectado.
—Es incurable —continuó Daan—. Y muy doloroso. A menudo más de lo soportable. Y cada
vez más a menudo.
—¡Qué horrible! —Jacob se forzó a decir.
—Hacen lo que pueden con la medicación. Pero por ahora no es suficiente. A veces creo que el
dolor se alimenta de los medicamentos y que empeora, que a base de ellos se hace más fuerte.
Jacob tuvo que posar su copa en la mesa, pero logró decir:
—¿Seguro que no hay nada que hacer?
—No, está en fase terminal —dijo Daan negando con la cabeza.
—¿Quieres decir que no le queda mucho tiempo de vida?
—Unas semanas. Pero hacia el final, el dolor es... —Daan respiró profundamente como si él
mismo hubiera sentido una punzada repentina—. Uno de los médicos me dijo que es peor que la
peor de las torturas.
Jacob intentó adivinar lo que era eso, un dolor que supera a la crueldad de la tortura.
Pero en su vida no había habido nada similar. Dijo, porque algo tenía que decir:
—Pero ¿de verdad no pueden hacer nada?
—Niets. No mucho.
Daan miró en otra dirección y dijo:
—Sólo una cosa.
Jacob supo al instante lo que estaba a punto de escuchar. Como reacción, su cuerpo se quedó
tenso y al mismo tiempo sin fuerzas, lo que le dejó sólo una sensación de blanda debilidad
atrapada en una estructura rígida.
Daan no se detuvo, continuó al ritmo imperturbable de quien debe anunciar algo inevitable.
—Pueden proporcionarle una muerte asistida. Y Geertrui quiere que lo hagan. Quiere que sea
así. Está decidida. ¿Lo entiendes?
Jacob asintió.
—Eutanasia —dijo Jacob—. El debate que tuvimos en clase. —Incluso mientras lo decía se daba
cuenta de lo banal que sonaba.
—¿Y qué dijisteis?

63
—La mayoría de la gente estaba en contra. Decían que atenta contra la vida. Y que llevaría a que
los poderosos se libraran de quien consideraran indeseable.
—Como Hitler y los nazis en Alemania.
—Sí. Y no sólo como ellos. Stalin era igual pero de otra manera. Pol Pot. Ahora vivimos más
tiempo y cada vez hay más ancianos. Oímos constantemente lo caro que resulta mantenerlos.
Bueno, si la eutanasia se legalizara...
—Aquí en Holanda hemos tenido esas discusiones. ¿Y tú? ¿Tú estabas de acuerdo?
—Sobre eso sí, pero...
—¿Pero?
—Ciertas personas dicen que todos tendríamos que tener el derecho a morir dignamente. A
decidir sobre nuestra propia muerte. No pedimos nacer, dicen, pero por lo menos tendríamos que
tener algo que decir sobre nuestra propia muerte. Especialmente si no podemos, eso... funcionar
en condiciones... Es una cuestión de libertad del individuo.
—¿Y tú? ¿Tú que opinas?
—Estoy de acuerdo con eso que has dicho sobre la muerte digna y poder decidir cómo morir.
Pero —miró a Daan fríamente— opinar es fácil.
Daan vació su copa.
—Aquí es legal siempre que se haga de acuerdo a las normas. La enfermedad debe estar en fase
terminal y resultar extremadamente dolorosa. Como la de Geertrui. Segundo, los médicos tienen
que dar su consentimiento. Y lo han dado. Un médico independiente debe examinar el caso en
representación de las autoridades y dar su consentimiento. Eso ya se ha hecho. Hay que consultar
a los parientes más cercanos, que deben estar de acuerdo. Lo estamos. Pero no fue fácil. Mi
padre y yo lo aceptamos. Pero Tessel estaba totalmente en contra. No por causas racionales, sino
emocionales. Lo odia. Yo he tenido discusiones muy fuertes con ella sobre esto. No dijimos
barbaridades. Me acusó de querer deshacerme de Geertrui para poder vender este apartamento y
quedarme con el dinero, que Geertrui me cede en su testamento. Yo la acusé de querer ver sufrir
a Geertrui por... bueno... por una historia familiar. Supongo que en esos momentos la gente nos
decimos cosas imperdonables. Nos hemos reconciliado. Pero todavía duele. Creo que por eso
Tessel te lo quería contar. Quería que escucharas su versión. Y también por eso no te dio mi
dirección ayer.
Se sirvió más vino y se puso cómodo en su asiento.
—Bueno, de todas maneras, Tessel es quien está con Geertrui la mayoría del tiempo y tiene que
aguantar todo su sufrimiento, lo que le ha hecho perder mucho el ánimo a ella también. Y
Geertrui la intentaba convencer, le suplicaba, hasta que Tessel tuvo que aceptar que, a pesar de lo
que ella sienta, lo que verdaderamente cuenta es lo que sienta Geertrui.
Silencio. A Jacob se le había secado la boca. Tuvo que utilizar las dos manos para sujetar la
copa. Su garganta reaccionó ante el frío de la bebida, tan seca, que cortó el calor de su estómago.
Miró a Daan, que lo estaba mirando a él intensamente, desde el sofá. Mirada azul penetrante,
bella, inquisitiva, sagaz. Una y otra vez se encontraba con la mirada de Daan, que le observaba
de ese modo. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué buscaba? ¿Quería algo?
Jacob se frotó la húmeda frente con los dedos, todavía fríos de sujetar la copa.
—Nueve días —dijo Daan—. No este lunes sino el siguiente.
A Jacob, el anuncio le sentó como una bofetada. No podía articular palabra, de hecho ni siquiera
habría sabido qué decir.
En lugar de las palabras, le brotaron lágrimas, involuntarias e inesperadas, que inundaron sus
ojos hasta que se le saltaron y resbalaron por sus mejillas y le gotearon desde la barbilla hasta el

64
pecho. No hizo ningún esfuerzo por evitarlas ni por enjugarlas. No estaba sollozando ni jadeando
ni gimoteando; no hacía ningún ruido y se quedó totalmente quieto en su asiento, mirando al
frente, hacia las grandes sombras que enterraban el resto de la larga estancia. La conocida y
odiada aflicción (sentirse extraño, tonto, inepto, avergonzado) surgió de repente, pero por una
vez no le importó y no le prestó ninguna atención. El sueño del ratón se le pasó por la mente.
Entonces pensó en Ana Frank y en la visita a su casa (no, a su casa no, a su museo) esa mañana.
Y entonces todas esas lágrimas. Todo conectado de algún modo.
Después de un rato, Daan dijo con imperturbable dureza:
—No llores por Geertrui. A ella no le gustaría.
—No lloro por ella —dijo Jacob en un momento de inspiración que le llegó mientras hablaba.
—¿Y entonces por qué?
—Porque estoy vivo.

65
GEERTRUI

Todavía me duele que Dirk matara a aquel soldado alemán. Durante todo nuestro recorrido entre
la oscuridad del pueblo, de una casa a otra, de una calle a otra calle, de un árbol a otro árbol a
través del parque de detrás del Hotel Hartenstein, zarandeados constantemente por el estruendoso
bombardeo de los artilleros británicos minando las posiciones alemanas, completamente
empapados por la gélida lluvia, yo rezaba (porque entonces aún rezaba) por que no muriera
nadie. Ni mi hermano Henk, ni nuestro amigo Dirk, ni nuestro aliado británico, Jacob, ni yo,
pero tampoco ningún soldado alemán. Ya había habido bastante derramamiento de sangre.
Odiaba con todas mis fuerzas la maldad de todo aquello. Era como si en nosotros se hubiera
formado una ponzoña que envenenara nuestras almas.
Casi habíamos escapado cuando ocurrió. Henk y Dirk habían sido amigos desde niños. Habían
jugado mucho en esa zona, habían ido a pie y en bicicleta de la casa del uno a la del otro muchas
veces y por muchos caminos distintos. Conocían cada milímetro de la tierra que las separaba. Por
eso confiábamos tanto en que conseguiríamos llegar aquella noche y con ese tiempo atroz, en
que conseguiríamos evitar a los alemanes, que sabíamos que estaban en trincheras bastante
separadas en la zona del bosque, a lo largo del perímetro oeste, entre ellos y los británicos.
Pensábamos que lo habíamos logrado cuando, justo al empezar a relajarnos, apareció de repente
ante nosotros un soldado alemán.
No creo que nos viera. Creo que se levantó, quizá sólo para estirar sus entumecidos músculos o
para recolocarse en la incómoda trinchera. Fuera lo que fuera, creo que el más sorprendido fue
él. Y eso es lo que nos salvó. Porque, por suerte, dudó un momento. Jacob empuñaba el arma
lista para disparar desde que salimos de casa. Pero, después de una hora o más sentado en la
carretilla del jardín, con todo el frío y la lluvia, su debilitado cuerpo estaba totalmente aterido. Se
las compuso para apuntar, pero sus dedos estaban tan congelados que no fue capaz de disparar.
Mientras lo intentaba, el soldado alemán reaccionó y sacó su arma. En aquel momento, Henk
soltó la carretilla y se abalanzó sobre mí, me tiró al suelo y se colocó encima, para protegerme.
Así que yo no vi lo que ocurrió después, sólo oí el disparo del arma de Jacob. Cuando todo acabó
me enteré de que mientras Henk me echaba al suelo, Dirk se la arrebató, apuntó y apretó el
gatillo. Le dio al soldado alemán en plena cara y lo mató al instante. Por ser hijo de granjero,
Dirk estaba acostumbrado a manejar el revólver, pero nunca había utilizado un arma como la
metralleta británica de Jacob. Lo que hizo lo hizo en un momento de exaltación, por puro
instinto. Igual que el instinto fraternal de Henk le hizo tirarme al suelo y protegerme con su
propio cuerpo. Tuvimos suerte de que el soldado alemán no nos hubiera visto antes de
levantarse, tuvimos suerte de que titubeara, tuvimos suerte de que Dirk reaccionara tan rápido,
tuvimos suerte de que el arma de Dirk estuviera lista para disparar, tuvimos suerte de que el
mecanismo del arma no fallara a pesar de las condiciones climáticas. Como ocurría tan a
menudo, especialmente durante la guerra, el resultado dependía del azar. No de la heroicidad, si
la heroicidad depende del pensamiento racional, porque no había tiempo para pensar. Sólo de lo
irracional, de lo arbitrario, de la injusta naturaleza del azar.
A mí me dio la impresión de que en el mismo instante en que Henk me tiró al suelo me volvió a
levantar, y que echamos a correr tanto como pudimos arrastrando la carretilla a través de los
árboles, alejándonos de la pólvora, de las bombas, del soldado alemán muerto y de sus
camaradas, que probablemente estaban agazapados en sus trincheras, abrazándose a la tierra para
salvarse. Dado que en realidad las bombas de nuestros aliados eran lo que les forzaba a
protegerse, supongo que también tuvimos suerte de que no nos matara lo que los políticos de las
fuerzas armadas de hoy en día llaman «fuego amigo». (No acabaremos nunca con la cínica
tergiversación del lenguaje de los que nos gobiernan.)

66
Cuando por fin llegamos a la granja, hacia las tres de la mañana, la acogida por parte del señor y
la señora Wesseling no fue tan calurosa como esperábamos. Por supuesto, se alegraron de ver a
su hijo y de saber que estaba sano y salvo. Pero no les gustó la idea de que ayudara a los
británicos, eso para empezar, y, desgraciadamente, culpaban a Henk porque creían que él había
forzado a Dirk a hacerlo en contra de su voluntad. Cosa que resultaba comprensible hasta cierto
punto. Dirk era su único hijo. Su madre no soportaba la idea de perderlo. Y acababa de volver de
lo que su padre llamó una «travesura de terco», en plena noche, no sólo con un amigo que no era
santo de su devoción y su hermana, sino que también con un soldado británico herido que no
podía valerse por sí mismo y cuya presencia era una condena de muerte con todos nuestros
nombres si los alemanes lo encontraban allí. En esas circunstancias, no podíamos esperar que
dieran saltos de alegría cuando llegáramos.
Jacob estaba muy mal, casi inconsciente y con muchos dolores. Lo trasladamos adentro, lo
lavamos y le cambiamos la ropa, que llevaba cubierta de suciedad, por otra de Dirk que le iba a
la medida porque ambos tenían la misma talla. Después, Henk, Dirk y yo nos lavamos y nos
pusimos ropa seca. Nadie dijo nada mientras lo hacíamos. Los Wesseling eran buena gente, de
campo, que aborrecía los trastornos y las muestras de afecto y que respondía ante tales crisis con
eficiencia y calma, haciendo lo necesario para recuperar la normalidad y el orden de la vida
cotidiana, a pesar de lo que pensaran o sintieran por las dificultades que les hubiéramos
impuesto.
En cuanto estuvimos listos, el señor y la señora Wesseling se llevaron a Dirk y a Henk al salón,
con un poco de comida, para debatir la situación, dejándome a mí a cargo de Jacob. Nosotros nos
quedamos en la cocina y comimos pan recién hecho y sopa de guisantes, que le tuve que dar a
Jacob porque sus manos no estaban en condiciones de coger la cuchara. Después de la escasez de
los días anteriores, nos parecía estar en el cielo. Calientes y secos de nuevo, bien alimentados,
fuera de peligro y lejos del ruido de las armas y de las explosiones de las bombas, en una casa
limpia y bien ordenada, con sus agradables vistas, sonidos y olores. Pero no era un cielo que yo
pudiera disfrutar del todo. Pensaba en mamá y papá todavía atrapados en el infierno del que
acabábamos de salir, rodeados de peligros a los que todavía se tendrían que enfrentar cuando las
tropas británicas se retiraran y los dejaran expuestos a la ira de los alemanes. Rezaba por ellos
allí sentada en mi silla mirando al fuego.
Eso es lo último que recuerdo haber hecho antes de que me despertara Henk horas más tarde. El
cielo me había resultado demasiado intenso. Después de días de agotamiento y de ansiedad ante
los que no me había permitido ceder, la comida, el calor, la seguridad y el agradable silencio me
habían sumido en un profundo sueño; dormí tan bien que no oí a los Wesseling y a Henk
regresar a la cocina, donde nos encontraron a Jacob y a mí durmiendo como lirones, por lo que
decidieron dejarnos allí hasta la mañana siguiente. El señor y la señora Wesseling se retiraron a
su habitación. Durante el resto de la noche, primero Dirk y luego Henk, montaron guardia desde
las ventanas de arriba para detectar cualquier movimiento de los alemanes. Cuando la familia se
estaba preparando para empezar a trabajar, Henk me despertó con un café y me contó
tranquilamente lo que habían decidido.

Hoy en día te resultará difícil imaginar cómo era una granja holandesa de aquella época, así que
te lo explicaré, para que puedas entender cómo vivimos y lo que ocurrió en los días
subsiguientes.
Como la mayoría de las granjas, la de los Wesseling tenía un gran establo de vacas al lado. Los
dos edificios, la casa y el establo, tenían entradas independientes, pero se podía pasar de una a
otra por dentro a través de una puerta que había en la lechería, construida para llevar la leche
fácilmente. El establo podía albergar a unas veinte vacas o más, en dos filas a ambos lados, cada

67
una con su espacio, con un comedero delante y un canalón para el estiércol detrás. El pasillo
entre las dos hileras era lo suficientemente ancho para que pasara el carro del heno, que accedía
al establo por un portón doble que había en uno de los extremos del edificio. Encima de las
vacas, bajo el arco del tejado, se extendía una galería, que servía para almacenar el heno y los
aperos que no se utilizaban. A ella se accedía por una escalera de mano que habían atado en el
último travesaño a una esquina de la galería. Desde el travesaño más bajo salía una soga que
pasaba por una polea colgada de una viga transversal en el tejado, de manera que la escalera se
recogía arriba en el tejado si no se utilizaba.
Durante su época clandestina, antes de la llegada de los británicos, Dirk y Henk habían
construido un escondite en una esquina de la galería. Primero levantaron unas paredes de
madera, procedentes de cajas viejas. Entonces apilaron pacas de heno delante de las paredes y
añadieron un poco más de heno suelto para cubrirlas. En las otras esquinas hicieron montones de
heno parecidos, para que todos fueran más o menos iguales. Para entrar a su escondite tenían que
retirar un poco de heno con un tridente de las pacas y saber exactamente cuáles apartar para
descubrir el hueco entre las paredes de madera. Si sabías exactamente cómo, entrar y salir era
rápido y fácil. Por supuesto, los alemanes sabían que la gente se escondía entre el heno, pero a
menos que sospecharan o que alguien les hubiera dado un chivatazo, se limitaban a pinchar un
poco con un tridente o con una bayoneta y rara vez se dedicaban a deshacer un montón entero.
Era complicarse demasiado, además de agotador.
Dentro del escondite había el espacio suficiente para una litera, una mesita con un par de
banquetas de ordeñar a modo de asientos y una especie de armario hecho con cajas de naranjas
apiladas, con la parte abierta hacia delante, para almacenar comida, bebida y utensilios básicos
como cuchillos y tenedores, platos, tazones, ropa de repuesto, libros, un tablero de ajedrez... todo
lo que necesitaban para sobrevivir durante un día o dos sin salir de allí. También tenían un aseo
provisional con una tapa casi hermética. En una de las vertientes del tejado había un tragaluz que
les proporcionaba aire fresco y, si se subían a uno de los taburetes, podían ver desde allí los
campos de delante de la casa. Un refugio muy cómodo y acogedor, en realidad. A ellos les
gustaba tanto que incluso preferían estar allí a estar en la casa. ¿Llegan a crecer alguna vez, los
chicos?
Como es natural, se les pedía que trabajaran para ganarse el pan. Los Wesseling habían perdido a
todos sus trabajadores. Había mucho más trabajo del que ellos podían asumir. Así, Dirk y Henk
se ocupaban de las vacas, las ordeñaban, les daban de comer y limpiaban el estiércol. Ese era el
trabajo que desempeñaban dentro del establo y no los exponía al peligro de una visita inesperada.
También hacían funcionar la máquina de la lechería que separaba la nata de la leche para hacer la
mantequilla. Daban de comer y limpiaban también a los caballos, los cerdos y las gallinas.
Cuando parecía que sería seguro, reparaban sumideros rotos o hacían cualquier otra tarea que el
señor Wesseling les pedía. Parte de la granja y de las edificaciones anexas estaban protegidas por
una hilera de árboles que servían para cortar el viento, que soplaba con fuerza en el campo
abierto. Por eso, era bastante seguro para ellos trabajar en esa parte de la granja siempre que uno
de los dos estuviera vigilado. Había un camino muy largo que iba de la carretera principal hasta
la casa cruzando los campos. Si veían acercarse a alguien tenían tiempo de correr hacia el establo
y esconderse en su refugio. Sin embargo, por si les cogía por sorpresa, habían construido un
refugio provisional en cada una de las edificaciones anexas.
—Somos como las ratas —me dijo Henk una vez cuando fui a visitarlo antes de que aparecieran
los británicos.
—¡Y tan difíciles de atrapar como ellas! —añadió Dirk.
Los dos se reían mucho, como si se estuvieran divirtiendo, y de hecho creo que se divertían. Otra
vez, como niños que retan a la autoridad.

68
El peligro no estaba sólo en los grupos de soldados alemanes que pudieran presentarse con un
permiso oficial para registrar la granja sino también en los soldados que pudieran ir solos, en
parejas o de tres en tres durante su tiempo libre en busca de comida o de especialidades
culinarias que no podían comprar en los pueblos. Se suponía que no lo podían hacer, que lo
tenían estrictamente prohibido. Así que se comportaban con mucha educación y buen humor, a
sabiendas de que si el granjero se quejaba a sus oficiales tendrían problemas. Especialmente
cuando querían las salchichas caseras que preparaba la señora Wesseling o su queso fresco,
aunque también sus huevos, su mantequilla o su fruta. Pagaban bien o lo cambiaban por relojes
de pulsera o cualquier otra cosa que pensaban que podría interesar al granjero o a su esposa.
Como se suponía que no podían estar allí, estas visitas desagradables eran fáciles de despachar,
pero era importante que no vieran nada sospechoso que pudieran comentar a sus superiores, de lo
contrario organizarían una inspección oficial. O, lo que era igual de terrible, quizás utilizarían
esa información para chantajear al granjero para que les diera lo que quisieran cuando les
apeteciera presentarse en su granja. Porque, quién sabe, quizá simulaban ser soldados fuera de
servicio en busca de comida y lo que en realidad estaban buscando eran pistas sobre las
actividades de la Resistencia. Habría resultado de lo más sospechoso que hubieran encontrado a
dos jóvenes atléticos dando vueltas por allí o cualquier indicio de que hubiera más gente en la
granja de la que se suponía.
No sólo los soldados alemanes pasaban por ahí. También los holandeses de ciudades vecinas,
donde escaseaba la comida y el combustible, llegaban pidiendo ayuda. Durante los meses de la
batalla, durante el invierno de la hambruna, cuando la desesperación era tal que hasta los
alemanes pasaban apuros, tanta gente llegó a recorrer aquel camino que casi nos teníamos que
defender de ellos. Y, aunque eran de los nuestros, no nos atrevíamos a confiar en ellos.
Cualquiera de ellos podía ser miembro del NSB (Nationaal Socialistische Beweging), el partido
nazi holandés, esa horrible mancha en nuestra historia, que intentamos olvidar pero que siempre
deberíamos tener presente, porque nos recordaría a lo que cualquiera puede llegar. Esa gente nos
hubiera delatado por puro fanatismo, el eterno azote del género humano. Pero ¿y el resto, la
mayoría del país, que nos encanta considerar el más honrado del mundo? Cuando la gente está
desesperada se comporta como no lo haría nunca en circunstancias normales. Es fácil condenar
ese tipo de comportamiento si uno no ha pasado por eso.

Esto fue lo que ocurrió en la mañana del 26 de septiembre de 1944, cuando ya teníamos
preparado el escondite. En su overleg de la noche anterior, los Wesseling habían decidido que yo
me podía quedar en la casa con ellos. Si alguien preguntaba, resultaría bastante fácil explicar que
yo era una amiga de la familia que estaba de visita cuando estalló la batalla, lo que impidió mi
regreso a casa, a Oosterbeek. Mi documentación estaba en orden. Todos pensamos que era una
historia convincente. Dirk y Henk seguirían viviendo como lo habían hecho hasta entonces,
trabajando en la granja y durmiendo en su refugio.
El problema era Jacob. Débil y enfermo como estaba e incapaz de ponerse en pie, por no hablar
de andar, cuidarlo en un espacio tan limitado como el refugio de los chicos resultaría difícil para
todos. Lo importante era que se recuperara lo suficiente para poder moverse cuanto antes. Lo que
resultaría más fácil si se le atendía en una cama como es debido con el calor y las comodidades
de la casa. Aunque el señor y la señora Wesseling no estaban muy contentos con la idea, debido
al riesgo que comportaba, estuvieron de acuerdo en que Jacob se quedara en una de las
habitaciones de la casa durante unos días. Sólo cabía esperar que los alemanes estuvieran
demasiado ocupados con las secuelas de la batalla como para molestarse en inspeccionar o
incluso visitar una granja lejana.
No obstante, la señora Wesseling nos dejó muy claro a todos en general y a mí en particular que
esperaba que yo me ocupara de Jacob, que lo curara y le proporcionara todo lo necesario para
atenderlo además de ayudarla a ella en las tareas del hogar. Decía que ya tenía bastante

69
ocupándose de todos nosotros como para tener que ocuparse también de un soldado británico
herido. Además, añadió que ella no hablaba inglés.
Ni me opuse ni discutí. Dije que me había ocupado de Jacob en casa, que había decidido llevarlo
hasta allí y que sabía que era mi responsabilidad.
La señora Wesseling era severa, incluso se puede decir que era dura y tenía claro que los
alemanes no tendrían ninguna excusa para molestar a su familia ni para irrumpir en su hogar, a
los que hay que reconocer que se dedicaba en cuerpo y alma. Pero detrás de las exigencias había
algo más.
Todos sabíamos lo que Dirk sentía por mí. Se lo había planteado a sus padres y a mí también
hacía semanas. Había resuelto que se tenía que casar conmigo. Yo no le había animado en
absoluto a hacerlo. No porque no me gustara. No, no. Era un chico joven y atractivo y uno de los
más amables y considerados que jamás había conocido. Pero yo no lo quería de la manera en que
pensaba que se tenía que querer a alguien para casarse con él. También sabía que la señora
Wesseling no creía que yo fuera la esposa ideal para su único hijo. Lo sabía porque me lo había
dicho ella misma, tal cual, un día que estábamos solas. Dirk, me dijo, era hijo de granjero. Un día
heredaría la granja que había pertenecido a la familia durante generaciones. Necesitaba una
esposa que también hubiera crecido en una granja. No tenía nada contra mí, me dijo, yo era
«bastante buena chica» pero provenía del pueblo y había sido educada en un entorno fácil,
cómodo y burgués. Yo no sabía cómo funcionaban las cosas en el campo ni sabía del trabajo
duro de la mujer de un granjero.
—Si no consigues que un caballo trote de joven, no esperes que galope de viejo. Y —añadió—
para ti es demasiado tarde.
Incluso si intentaba adaptarme, me dijo, nunca sería feliz allí. Y si yo no era feliz como esposa,
su hijo tampoco sería feliz como marido. Según ella, se había encaprichado de mí, pero aún era
muy joven, así que se le pasaría y se daría cuenta de que aquello no tenía sentido.
—Así que, pienses lo que pienses, jovencita, te agradecería que te alejaras de él.
No rechisté. No tenía la menor intención de casarme con Dirk. Y como la mayoría de la gente
que «no tiene pelos en la lengua», como decía ella, a la señora Wesseling no le gustaba que le
devolvieran un cumplido. Así que, aunque me hubiera encantado dejarle claras un par de cosas,
me callé antes de decir algo que dañara la amistad entre Henk y Dirk; y la mía también, porque
yo consideraba a Dirk un amigo, un buen amigo. No culpé a la señora Wesseling porque lo que
intentaba era proteger a su hijo, evitar que cometiera un error que pagaría toda la vida. Pensé
que, de estar en su lugar, quizás habría actuado del mismo modo. Y mi madre también. Madres e
hijos, ¿hay algún amor más incuestionable? Creo que no, a no ser el de los padres y las hijas. La
diferencia, he observado a menudo, es que la madre lucha en representación de su hijo con el
mundo entero mientras que el padre lucha por conservar a su hija para sí.
Conforme pasaban los días, durante la semana o dos semanas siguientes a nuestra llegada,
empecé a ver que la señora Wesseling quizás urdía algo más que simplemente mantenerme
alejada de Dirk. Sabía que, por mucho cuidado que pusiera en vigilarme y por mucho que me
hiciera trabajar en la casa, habría muchas ocasiones en que Dirk y yo podríamos estar juntos y
muchos lugares en la granja en los que nos podríamos esconder de las miradas curiosas si
queríamos estar a solas. Quizá pensó que, haciéndomelo pasar mal, haciéndome trabajar como
una esclava, asignándome trabajos desagradables (como desplumar y destripar pollos) me haría
perder interés en su hijo, que me haría ver lo poco interesante que sería la vida que llevaría a su
lado. Bueno, eso tampoco me importaba. Prefiero estar ocupada, no le tenía miedo al vuil werk
(al trabajo sucio), y mi madre me había instruido muy bien en el trabajo disciplinado. Aunque
debo admitir que, con mamá, el proceso se endulzaba con una gran cantidad de humor y risas,
ingredientes que, siento tener que decirlo, le faltaban a la adusta receta de la señora Wesseling.
En el momento de su concepción me temo que su Dios calvinista se olvidó de colocarle el hueso

70
de la risa, pobre mujer. Un error que esa deidad en particular cometía con demasiada frecuencia.
Pero ni siquiera eso me molestaba. Era joven. Y cuando eres joven hay muchas cosas que no
importan nada.
Al anochecer del primer día, todo estaba tal y como la señora Wesseling había dispuesto. Jacob
estaba arropado y profundamente dormido en la cama de la habitación junto a las escaleras que
conducían al pasaje de la puerta trasera de la casa que llevaba a la lechería, que a su vez
conectaba con el establo de las vacas. Si avistaban a algún alemán que se acercara por el camino,
esperábamos tener tiempo para trasladar a Jacob al escondite antes de que llegaran. Por supuesto,
Dirk y Henk habían redistribuido el espacio en el refugio. Todas las pistas que pudieran indicar
la llegada o la presencia de alguien que no fuera el señor y la señora Wesseling o yo se habían
eliminado cuidadosamente. Cuando todo estaba terminado y volvíamos a la normalidad, dentro
de lo que las circunstancias nos permitían, la señora Wesseling y yo recogíamos la mesa y
lavábamos los platos antes de planchar la colada del día mientras los hombres se esfumaban a
una de las dependencias anexas donde habían escondido una radio y escuchaban las noticias de
Radio Oranje, nuestra emisora en holandés que la BBC emitía desde Londres.

Recuerdos. A mí sólo me quedan los recuerdos. Recuerdos y dolor. Toda la vida es un recuerdo.
El dolor es más concreto, se olvida en cuanto desaparece. Pero los recuerdos sobreviven. Y
crecen. Y los cambios también. Como las nubes que veo desde la ventana. Brillantes e hinchadas
a veces. Otras cubren todo el cielo. Otras anuncian tormenta. Otras son largas, finas y muy altas.
Otras bajas, grises y perturbadoras. Y a veces ni siquiera están presentes, sólo un azul radiante,
tan pacífico, tan interminable. Tan ansiado. Pero no hablemos de la muerte. Sólo de las nubes.
Siempre las mismas y a la vez nunca las mismas. Inciertas. Por consiguiente, inestables.
Impredecibles.
Si durante todos esos años hubiera escrito un diario... No hay recuerdos más vivos que los que se
conservan por escrito a la vez que se viven. Si yo lo hubiera hecho, podría contar mucho más
sobre mis días con Jacob. Pero ahora las nubes pasan por mi mente como empujadas por un
viento desconocido y no siempre estoy segura de qué ocurrió antes y qué ocurrió después.
A diferencia de los días de la batalla, que creo recordar tal y como sucedieron, el periodo de
nuestra época juntos en la granja, hasta el final, me viene a la mente como un montaje, cada vez
que lo veo es distinto. Siempre aparecen unas pocas escenas, que son las que más valoro. Pero
hay otras que han estado en el olvido durante años. Y otras aparecen de vez en cuando sin
motivo aparente. Para mí es un placer. Cada vez que visiono esos recuerdos tengo una sorpresa.
Pero ¿y para ti, para quien sólo habrá una sesión? Bueno, lo haré lo mejor que pueda.

Despertar a Jacob todas las mañanas mientras estuvo convaleciente en la granja se convirtió en
un pequeño ritual que empezó la primera mañana. Jacob dormía mucho. Le encantaba, según
decía porque soñaba mucho y disfrutaba mucho de sus sueños. A menudo eran como películas
maravillosas. Y dormía muy profundamente. Desde pequeño había odiado tener que levantarse,
decía. Y era verdad que para levantarlo hacía falta Dios y ayuda.
La primera mañana yo no lo sabía pero no me sorprendió que hubiera dormido bien después de
todo lo que había tenido que pasar. Le llevé un tazón de café (esa bazofia, un sucedáneo que era
lo único que podíamos conseguir en ese momento de la guerra, pero que era aceptable endulzado
con un poco de la miel de las abejas del señor Wesseling). Me quedé de pie al lado de la cama y
le llamé. Pero no parecía oír nada. Le brillaba el sudor en la frente. Posé el tazón en la mesita de
noche y le pasé la mano por la frente unas cuantas veces. Nada, ni un movimiento. Ni siquiera mi
fría mano le devolvió la conciencia. Me senté en un lado de la cama y repetí su nombre despacio.
Nada. Dormido parecía un niño. Tan kwetsbaar, tan vulnerable e inocente.

71
Por puro instinto, ese tic biológico que controla nuestras acciones más de lo que nos gustaría
creer, empecé a cantar como una madre a su hijo:

Vader Jacob, vader Jacob


Slaapt gij nog? Slaapt gij nog?
Alie klokken luiden. Alie klokken luiden.
Bim Bam Bom. Bim Bam Bom.

Eso tampoco hizo ningún milagro. Pero entonces, mientras yo cantaba el canon una y otra vez y
le acariciaba la frente ardiendo con mi fría mano, por fin mostró señales de vida. Parpadeó
tímidamente. Una gran sonrisa apareció en sus labios. Se movió dentro de la cama. Y al final
abrió los ojos y miró a los míos.
Acabé la canción y, durante un momento, nos quedamos en silencio. Hasta que Jacob dijo:
—Comb me smooth, and stroke my head, and you shall have a cockell bread.
—¿Qué? —pregunté, porque no había entendido ni una palabra.
Pero él se limitó a sonreír y a decir tranquilamente: —Ángel María, rescátame otra vez.
—Esta vez sólo del sueño, gracias a Dios.
—Si hubiera un Dios a quien darle las gracias, no estaríamos aquí.
—Vuelves a tus acertijos. ¿Qué quieres decir?
—Nada —respondió.
—Aquí tienes —le dije cogiendo el tazón de la mesa para llevárselo a la boca—. Bébetelo, no te
curará, pero por lo menos te mantendrá calladito.
Se rió. Y yo también.
Así que aquello se convirtió en un ritual matutino. La canción para despertarlo, mi mano en su
frente, un intercambio de insignificancias antes de ayudarle a tomarse el café. Algunas mañanas
yo sabía que no dormía tan profundamente, ni mucho menos, cuando yo llegaba, pero fingía
hacerlo porque quería que siguiera con el ritual. Le gustaba mucho. Y a mí también.
Hasta la mañana en que ese momento feliz dejó de serlo.

72
POSTAL

Veo con un ojo que siente y siento con un ojo que ve.
J. W. VON GOETHE

—Mira —me dijo Daan—, hoy has tenido un día muy duro. Tienes que comer algo. Yo también.
Hay un café a la vuelta de la esquina al que yo iba mucho antes. Vamos allí.
Daan iba y venía afanosamente, recogiendo la botella y las copas. Jacob quería estar solo pero de
repente se sintió tan cansado, tan exhausto, que se dejó arrastrar por la ola de determinación de
Daan. Encontraba alivio, incluso placer al someterse a las decisiones ajenas.
El pequeño café, situado en una callejuela llena de bares y restaurantes baratos estaba casi
repleto de jóvenes o de adultos con aspecto juvenil, hombres y mujeres. La mayoría de ellos
parecía fumar, perfumando la habitación con el intenso olor del tabaco y de la marihuana, un olor
que el olfato de Jacob enseguida reconoció. Se dirigieron a una mesa en una esquina con dos
sillas libres, justo al lado de la ventana que daba a la callejuela; Daan iba delante y se paró unas
dos o tres veces a saludar. Dejó a Jacob en la mesa y éste se dedicó a ver pasar a los turistas para
evitar las miradas de la gente de dentro.
Intentó ponerse cómodo, sólo en medio de la cordialidad ruidosa del bar, pero vio el reflejo de su
cara en la ventana, y en ella, una expresión tensa. ¿Aprendería algún día a relajarse y
comportarse con naturalidad estando solo en público? Pero ¿cuál era entonces su verdadera
personalidad? ¿Y qué significaba «verdadera»? Le hubiera encantado saberlo. Había gente (¿la
mayoría?) que, desde el principio, desde que nacían, parecían encontrarse a gusto en este mundo,
parecían saber quiénes eran y cuál era su sitio. Por ejemplo, Daan. Pero él, yo, esa persona que
llaman Jacob, no lo sabía. Y en ese momento menos que nunca. Era como si las (¿cuántas horas
eran?) treinta horas (¡sólo treinta!) en ese país le hubieran dejado desnudo, como si le hubieran
quitado una piel protectora, las pocas verdades que sabía de sí mismo, y se hubiera quedado
desorientado y desplazado.
¿Cómo iba a saber qué hacer?
¿O sólo estaba cansado? ¿O quizás un poquito borracho?
Daan volvió un siglo después, acompañado por una camarera pechugona felizmente acosada, que
trajo dos platos de pasta y ensalada, una cesta de pan, dos copas de vino y cubiertos.
—¡Qué aproveche! —dijo en ingles, después de haber repartido los platos de cualquier manera.
—¿Cómo sabe que soy inglés? —preguntó Jacob.
—Porque se te ve.
—¿Soy igual que el estereotipo?
—Sólo cuando intentas disimularlo.
—¡Hey, Daan! —dijo un hombretón todo vestido de cuero negro con un pañuelo carmesí
alrededor del cuello que se había abierto paso entre el gentío hasta nuestra mesa como si nadara a
braza.
Daan se levantó para saludarlo.
—¡Koos!
Se fundieron en un abrazo de oso y se dieron un beso triple (mejilla derecha, mejilla izquierda,
mejilla derecha), el saludo nacional entre amigos, que al principio a Jacob le pareció un poco
sorprendente pero al que ya se estaba acostumbrando. Los ingleses con su beso de Judas, único;

73
los franceses con su doble efusividad, los holandeses con su besuqueo triple. Y se había fijado en
que era posible ver el grado de afecto de los participantes en función de lo que se acercaban a la
boca. Saludos rutinarios: los labios casi no tocaban la cara y se daban en la parte de arriba de la
mejilla, hacia la oreja. Amigos, platónicos y disfrutados: los besos se daban ligeramente hacia
abajo, en medio de la mejilla. Buenos amigos, familia: los besos se daban suavemente, cerca de
la boca.
Amigos muy muy cercanos, amantes: los besos se daban con todos los labios, en la comisura de
la boca. Y cuando eran besos sensuales, el último de los tres se daba en plena boca: el sello
inconfundible de la complicidad íntima.
Mientras se comía la pasta y Daan hablaba en holandés con su amigo de beso a media mejilla por
encima de su cabeza, Jacob empezó a pensar en que a él nadie le había dado nunca un beso triple
en la parte exterior de las mejillas y, por supuesto, aún menos un buen beso en los labios. Se
acordó de Ana, de lo que escribió en su diario sobre cuánto deseaba que la besaran (y de lo
mojigato que debió de ser Peter van Daan para no hacerlo), y la comprendió. Los besos, en su
opinión, eran uno de los mayores placeres. Pero ¿por qué? Se preguntó mientras el aceite de su
ensalada le resbalaba por la lengua. ¿Por qué? ¿Por qué era tan deseable una acción tan cómica
como unir tus húmedas membranas bucales con las de otra persona? ¿Qué diablos podía tener
eso que ver con la evolución y con la supervivencia humana en el circo de Darwin? Y ¿qué lo
hacía tan deseado por todos? Fuera por lo que fuera, él lo echaba de menos. Hacía meses que no
tenía a nadie a quien besar. Y, a decir verdad, habría preferido eso a la ensalada y la pasta, y
deseaba que hubiera alguien que lo considerara merecedor de sus besos. Entonces se acordó del
extraño y fugaz beso que Ton le dio en los labios y un escalofrío de placer recorrió su cuerpo.
En ese momento, Daan y su amigo se dieron un apretón de manos de despedida y Daan se sentó.
—No te lo he presentado —dijo Daan—. Koos tenía prisa. Tenía un par de noticias que darme y
luego se tenía que marchar.
—Vaya nombre.
—¿Por qué «vaya nombre»?
—Raro.
—Para nosotros no.
—Oh, claro, lo siento. No quería ofender.
—¿Tú crees que tu nombre es raro?
—No.
—Koos es el diminutivo de Jacob.
—¿Ah sí?
—Sí, y a mí Todd me parece raro.
—¿Por qué?
—Porque en holandés significa andrajo, trapo viejo. Puede que por eso nadie se llame así.
—Muy interesante. Porque, antiguamente, en la edad media, en Inglaterra había una unidad de
peso que se llamaba tod, sólo con una de, que utilizaban para pesar la lana. Hoy creo que
equivaldría a unos dieciséis kilos.
—¡Cuánto sabes!
—Me gusta saber cosas acerca de los nombres. Hay mucho significado detrás de un nombre y
muchas historias también.
—Así que sabrás que en alemán Tod significa muerte.
—Sí, lo sé.

74
—Si juntas el holandés con el alemán eres «el andrajo viejo».
—Y ¿ahora quién ofende a quién? En inglés, cuando decimos onyour tod significa tú solo,
porque en jerga rima con alone que significa solo. Igual que apples and pears, manzanas y peras,
significa, stairs, escaleras.
—¿Que Tod rima con alone?
—Es un poco complicado. Había un famoso jinete que se llamaba Tod Sloane. Era tan bueno que
siempre ganaba las carreras con mucha ventaja. Así que Tod Sloane, que rima con alone, se
abrevió y se llegó a onyour tod.
—Y tú crees que nuestros nombres holandeses son raros.
—¿Y Van Riet?
—Significa «de los juncos».
—Juncos de los que crecen al lado del agua?
—Sí. Un nombre muy propio para un holandés, ¿no crees?
—Nosotros los utilizábamos para cubrir los tejados.
—Nosotros tiempo atrás también. Pero también significa caña y bambú. Muebles y cestería. Una
planta muy útil.
—¿Y Daan?
—Daan es como Dan en inglés. El diminutivo de Daniel. Daniel en holandés. Que creo que
proviene del francés.
—El hombre que tuvo el valor de ir on bis tod, a solas, a la guarida del león.
—¿Ah sí?
—En la Biblia.
— No es que sea mi novela favorita.
Jacob, como era de esperar, sonrió y dijo: —No eres religioso, entonces.
Daan hizo un gesto de desdén y apartó su plato, ya vacío. Había comido a una velocidad
vertiginosa.
—El único dios ante el que me quito el sombrero es el dios no pensante que tenemos entre las
piernas.
Jacob levantó la vista de lo que le quedaba de ensalada, para comprobar si Daan bromeaba o no.
No podía distinguirlo. Una vez más sintió que Daan le ponía a prueba, que buscaba algo en él.
Lo ha vuelto a hacer, pensó, me ha pillado, como cuando mirábamos a Titus o me hablaba de su
abuela. Cambió de humor. De repente se precipitó sobre mí desde otra dirección.
—¿El dios no pensante de quién tenías en mente? —preguntó Jacob tratando de no parecer
impresionado.
—Ahora mismo el de nadie en concreto —dijo Daan—. A diferencia de un amigo mío que está
allí y no te ha quitado los ojos de encima en los últimos cinco minutos.
Jacob se dio media vuelta y vio a Ton en la barra, mirándole con una sonrisa poco exigente.
Jacob se las compuso para hacerle ver que lo había visto antes de volverse, con la cabeza gacha,
y con la esperanza de que Daan no viera que se había puesto colorado. ¿Ton amigo de Daan?
Dios santo, pensó, lo que faltaba.
Y, por supuesto, Daan se dio cuenta.
—¿Lo conoces? —preguntó.
Jacob, haciendo un teatro mal improvisado con su servilleta de papel, se limpió los labios y los
dedos antes de doblarla, ya toda destrozada.
75
—¿Es amigo tuyo, dices?
—Sí, sí.
Jacob cambió de postura. Daan estaba a punto de invitar a Ton a que se sentara con ellos. Mejor
sería aclarar las cosas. Se forzó a mirar a Daan a los ojos.
—¿Te acuerdas de que te dije que había conocido a una chica esta mañana que me había invitado
a una cerveza justo antes de que me robaran?
—Sí.
—Bueno, en realidad pensé que era una chica, pero justo antes de que se fuera pasó algo que me
hizo ver que no lo era. Y resulta que era precisamente él.
—¿Ton?
—Eso es lo que me dijo, que se llamaba Ton.
—¿Y tú pensaste que Ton era nombre de chica?
Jacob se encogió de hombros.
—No sé, no es inglés. Nunca lo había oído antes.
Daan miró la cara de póquer que se le había quedado a Jacob y de repente le dio un ataque de
risa que Jacob interpretó como un gesto de indulgencia. Entonces se levantó y se dirigió hacia
Ton. Intercambiaron un saludo de tres besos, sin duda de los de amigos íntimos. Hablaron un
momento, se rieron mucho y los dos fueron hacia la mesa. Ton extendió su mano de largos dedos
y Jacob la estrechó con prisa, como si tocara el fruto prohibido. Se dio cuenta de por qué había
tomado a Ton por una chica: era menudo, muy delgado, de constitución no muy desarrollada,
con un rostro de delicados rasgos femeninos, una piel muy fina y ni rastro de afeitado.
—Al final volvemos a vernos —dijo Ton.
—Sí, me alegro —contestó Jacob, sorprendido por lo que acababa de decir.
Intercambiaron sonrisas cómplices y se sentaron. Daan cedió su asiento a Ton, y le dijo algo en
holandés antes de volver a marcharse hacia un grupo de gente que había en la barra. Lo hizo con
esa decisión que Jacob reconoció como algo característico de Daan.
—Los conoce, y ha pensado que a lo mejor queríamos hablar un rato a solas.
Hubo una pequeña pausa antes de que Jacob se forzara a decir:
—Esta mañana... pensé que... nunca había oído tu nombre...
—Viene de Antonius. Antony. En inglés, supongo que sería Tony.
—No me gusta Tony. Me alegro de que no te llames así.
Como siempre que estaba bajo de moral, se oía hablar desde fuera, como un hombre que oye su
propio eco.
Por eso, se dio cuenta de que al decirlo en inglés se convirtió en un juego de palabras (I’m glad
you are not). Le entró la risa.
Ton, con una sonrisa comprensiva en la boca, dijo: —¿Dónde está el chiste?
—Lo siento. No es nada. Es que me he dado cuenta de que Ton al revés es not y te acabo de
decir, me alegro de que seas not.
Como suele ocurrir, se perdió toda la gracia al explicarlo, y a él se le pasó la risa.
Pero, después de un breve paréntesis, Ton dijo:
—No not sino Ton, y si no Ton, not.
Los dos pudieron reírse aliviados.
—Me parece que me dijiste que te llamabas Jack.

76
—Sí.
—Pero te llamas Jacob.
—En casa me llaman Jack. Bueno, mi padre me llama siempre así.
—Eso lo explica todo.
—¿Explica el qué?
—Daan me había hablado de ti, pero esta mañana, cuando nos hemos conocido, no he caído en la
cuenta de quién eras.
—Claro, ¿cómo ibas a saberlo?
Jacob esperaba que Ton siguiera hablando para no tener que pensar en algo que decirle. Había
tenido que hablar tanto durante todo el día que se habría visto obligado a admitir que ya no podía
más. No estaba acostumbrado a estar rodeado de desconocidos y aún menos a estar rodeado de
desconocidos extranjeros y en un país extranjero. Le habría gustado estar solo, para darle a su
alma tiempo de adaptarse a su cuerpo, como decía Sarah. Pero parecía que, por el momento,
tendría que esperar un poco.
Pero Ton se quedó callado, con la mirada fija en el rostro de Jacob. Era la primera vez que Jacob
conocía a alguien de más o menos su edad tan flemático. Y no era porque Ton fuera apocado o
estuviera simplemente en el limbo, ni era una impresión que intentara dar, no era nada negativo.
Era inevitable prestarle cierta atención, notar su presencia. Y al mismo tiempo parecía ser tan
delgado y ligero como el aire. Como una aparición. Bello de un modo extraño. Etéreo. Jacob se
dio cuenta de que por eso, además de por su apariencia en general, lo había encontrado tan
atractivo esa mañana, al instante. Y por lo que lo había tomado por una chica. ¿O eso era sólo
una excusa? ¿Una excusa para qué? ¿Para confundirse a sí mismo?
Para detener esta espiral de pensamientos dijo:
—Gracias por tu regalo.
Ton sonrió:
—¿Ya lo has utilizado?
—No, no ha habido tanta suerte.
—Entonces habría que hacer algo.
—Mil gracias.
—Y —continuó con semblante serio— ¿has entendido lo que escribí?
—Con un poco de ayuda.
—¿De quién, de Daan?
—No. De una señora que me ayudó después de que me robaran mis cosas.
Ton levantó un brazo y dejó caer la mano sobre el brazo de Jacob.
—¿Te han robado? ¿Cuándo?
—Justo después de que tú te marcharas. Un chico con una gorra de béisbol roja. Se fue corriendo
con mi anorak.
—¿Te robó muchas cosas?
—Dinero. El billete del tren. Todo, en realidad. Todo lo que llevaba encima, quiero decir.
—¡No! —Ton se tapó la boca con la mano—. ¡Dios! Ya me acuerdo. Estaba sentado detrás de ti.
Delgado. Con unos, ¿cómo se llaman...?, con muchos granos.
—Acné.

77
—Acné. Jeugdpuistjes, decimos nosotros. Granos de juventud. Sí, lo vi. Era bastante feo. Si no
te hubiera dejado solo no te habría pasado. Me siento muy culpable.
—¿Por qué? No me robó nada importante. Como el pasaporte o la tarjeta de crédito o algo así.
No los llevaba encima, por suerte. Sólo llevaba dinero, el mapa y todo eso. ¿No te lo ha dicho
Daan?
—Sólo me ha dicho que querías que viniera.
—¿Eso te ha dicho? ¿Que quería que vinieras? ¡Yo no le he dicho eso!
—¿Así que no querías volver a verme?
Ton parecía tan avergonzado que Jacob se apresuró a decir:
—Sí, sí quería volver a verte. Quiero verte. A lo que me refería era a que no se lo he dicho a
Daan. Eso se lo inventó.
—¡Oh, Daan! —Ton se levantó y lo buscó con la mirada, pero Daan estaba de espaldas—.
Typisch! —dijo mientras arrimaba su silla a la de Jacob y se volvía a sentar.
El ruido en el café había aumentado tanto que costaba mantener un tono normal.
—Le gusta organizar la vida a los demás.
Jacob se rió.
—Ya, ya me he dado cuenta.
La camarera se abrió un hueco entre los dos, recogió los vasos y los platos vacíos y le dijo algo
en holandés a Ton.
—¿Quieres algo? —dijo Ton.
—No tengo dinero.
—Esta vez invito sin compromiso. La segunda, tenemos que volver a vernos. Así que insisto.
Jacob le lanzó una sonrisa.
—Vale, un café entonces. Gracias. La camarera se fue.
—No estoy acostumbrado a tanto vino. A Daan le encanta —dijo Jacob, consciente de su leve
inestabilidad y de la humedad de su piel.
—Pero yo creí que te quedabas en casa de sus padres.
—Después de que me robaran recordé dónde vivía. Su padre me lo dijo. Fue una suerte, si no no
habría sabido qué hacer. Daan decidió que debería quedarme en su casa esta noche. Mi abuelo
luchó en Arnhem. Quedó malherido y su abuela y su familia lo cuidaron, aunque más tarde
murió.
—Sí, me lo contó Daan.
—¿Ah sí? Conoces a Daan bastante bien, entonces.
—Sí, lo conozco muy bien —dijo después de una carcajada.
La camarera llegó con la cerveza de Ton y el café de Jacob. Cuando se fue, Jacob, incapaz de
reprimir su curiosidad más tiempo, le preguntó:
—¿Te puedo preguntar una cosa?
—Sí.
—Es personal.
—Siempre que alguien te pregunta si te puede preguntar algo lo es, ¿no?
—¿Eres gay?
Ton se rió entre dientes.
—Completamente. ¿No es obvio?
78
—¿Puedo preguntarte otra cosa?
—Dispara.
—Esta mañana... ¿estabas intentando ligar conmigo?
—No lo intentaba. Lo hice.
—¿Ah sí?
—Pero luego me eché atrás.
—¿Por qué?
—Porque me di cuenta de que había cometido un error.
—¿Un error? ¿Cuál?
—Tu pensaste que yo era una chica.
—Daan te lo ha dicho.
—No, no. Me lo dijiste tú.
—¡Yo! ¿Cuándo?
—Cuando mirábamos el mapa.
—¿Qué te dije?
—No mucho. Lo suficiente. ¿Le has contado a Daan lo que pasó?
—Sí.
—Que pensabas que yo era una chica y que luego descubriste que no.
Jacob asintió.
—Seguro que le ha gustado la historia.
—Sí. Ya lo has visto, enseguida se fue directo hacia ti. Partiéndose de risa.
—¿Se lo acababas de contar?
—Sí. Bueno, me dijo que tú eras su amigo, así que pensé que sería mejor aclarar las cosas.
—Jacques, eres tan inocente.
—Lo sé, lo siento.
—No, no, a mí me gusta. Para variar. Pero —se puso serio— a veces puede resultar peligroso.
Esta mañana, por ejemplo. ¿Cómo se te ocurre dejar el abrigo en el respaldo de la silla? Y
enseñar que llevabas el dinero allí. Y eso en la Leidseplein. Allí no hay tantos carteristas como
en el Dam o en la parte de atrás de la estación de tren pero hay los suficientes como para que te
toque si no vas con cuidado.
—No hace falta que continúes. Ya he aprendido la lección.
—Por eso me siento culpable de lo que ha ocurrido. Debería haberme ocupado de ti un poco
más. Haberte advertido de lo del abrigo. Haberte llevado a otro sitio mejor.
—¿Por qué? No me conocías.
—Pero quería conocerte. No soy un profesional, ya me entiendes. No trabajo en la calle. No lo
podría hacer, no va conmigo. ¿Cómo explicártelo? Soy muy... todo me da asco, para que me
entiendas.
—¿Escrupuloso?
—¿Así se dice? Bueno, cuando te sentaste yo estaba a un par de mesas de distancia. Me gustó
mucho tu aspecto. Y el camarero no iba a tu mesa. Y parecías tan solo. Pensé que quizá tú
también eras gay. Pero poco experimentado. Como digo yo, inocente. Te vi como un blanco fácil
para quien buscara meterte en problemas y quise ayudarte. Me sentí protector, supongo. Lo que

79
no estaba mal, porque en general suelo ser el protegido y no el protector. La gente suele querer
protegerme. Como Daan, él me protege. Pero esa vez me tocaba a mí, y me gustaba la sensación,
si te soy sincero. Pensé que igual nos hacíamos amigos y que te podría enseñar Amsterdam. Me
encanta Amsterdam, es una ciudad maravillosa. Me gusta compartirla. Así que me senté a tu lado
y empezamos a hablar. Y eras tan agradable, te quitaste ese anorak tan feo para mí. Me alegro de
que te lo hayan robado porque así te puedes comprar algo mejor.
—¿Era tan evidente? ¿Cómo lo supiste?
Ton reflexionó un momento.
—Cuando eres gay declarado, como yo, sólo sobrevives, en la mayoría de los sitios, incluido
Amsterdam, donde es más fácil, si aprendes rápido cómo se comporta la gente. Qué es lo que les
hace actuar como actúan. Tienes que ser todo ojos. Tienes que aprender las señales de peligro. Y
para evitar problemas, tienes que, digamos, ponerte delante de ellos.
—¿Anticiparte?
—Eso, anticiparte. Al menos, en este maravilloso mundo, en el que todos creemos en la
individualidad y en que hay que ser uno mismo, ¿o no?
—Y en ser lo que quieres ser.
—Ser lo que de hecho eres.
—No engañarte.
—Y todos somos tan tolerantes con los demás, ¿verdad?, y esto y lo otro y lo de más allá... ¿Por
dónde iba? Ya no sé ni hablar. Ah, sí... Y por otra parte, ser como yo implica que pronto te
quemarán en la hoguera. O aún peor. Eso es lo que quería decir.
—Ya lo sé.
Con una simplicidad sorprendente, Ton levantó la mano y acarició la mejilla de Jacob con los
dedos, y, sonriendo, le dijo:
—No, querido Jacques, no creo que lo sepas. Has oído hablar. Has leído sobre eso, me imagino.
Pero no lo sabes, si lo supieras no me preguntarías.
Jacob agachó la cabeza, verdaderamente avergonzado por las caricias de Ton, pero también
resentido. Para ocultar sus sentimientos dio un sorbo de café. Casi estaba frío y tenía un sabor
amargo muy intenso.
Entonces le dio un arrebato y dijo:
—Pues enséñamelo.
—¿Que te lo enseñe? —La cara de Ton estaba tan cerca como cuando esa mañana miraban el
mapa de Amsterdam—. ¿Qué quieres que te enseñe? —Jacob sentía el aliento de Ton en la
frente—. ¿Cómo soy? ¿O cómo se siente uno cuando lo queman en la hoguera? ¿O cómo es
hacer el amor conmigo?
Jacob se encogió de hombros, se echó hacia atrás y se pasó la mano por el pelo. Se le revolvió el
estómago, se encontró mal de repente.
—No lo sé —dijo con dificultad—, no sé por qué te he dicho eso.
—No importa. Otro día, si todavía te apetece —le dijo Ton, mirándolo ahora de otro modo—.
¿Te encuentras bien?
—Sí, más o menos —mintió Jacob.
—Puede que ya hayas tenido bastante por hoy. Voy a llamar a Daan. Deberías irte a casa.
Se fue antes de que Jacob pudiera detenerlo. Las voces y las risas, cada vez más altas, asaltaban a
Jacob, como si la presencia de Ton hubiera aumentado su malestar, y el denso humo del
ambiente le llegaba a los pulmones. Se quedó ensimismado.

80
La palabra «casa» resonó en su cabeza. ¡El apartamento de Daan su casa! Deseó que fuera su
casa de verdad y se imaginó su habitación en casa de Sarah. Pero entonces, por vez primera, se
dio cuenta de que ésa tampoco era su casa, sino una habitación en casa de Sarah, lo que le crispó
los nervios. Y en casa de sus padres, donde vivía antes, la habitación que siempre había sido
suya hasta que decidió irse a vivir con su abuela había pasado a ser de su hermano Harry porque
era mayor que la suya y, como dijo Harry, Jacob ya no vivía allí. Si se quería quedar a dormir
una noche o dos, ya tenía suficiente con la habitación de Harry, la más pequeña de la casa. El
había decidido marcharse, prefirió vivir en otro sitio o, para ser exactos, prefirió otra compañía.
En aquel momento, como estaba haciendo lo que él quería, no le importó que su habitación
pasara a manos de su hermano. De hecho, le gustaba, aunque no lo dijera. Había crecido allí, era
parte de su infancia. Al cederla había avanzado un paso más hacia una vida adulta e
independiente. Y desde que tenía uso de razón había deseado llegar a ese estadio. Nunca había
disfrutado totalmente cuando era un niño, siempre quería crecer, ser independiente y responsable
de sus actos. Siempre había querido ser tan libre como pudiera para vivir la vida a su antojo. Con
todo, tenía que admitir que no sabía exactamente cómo quería vivirla.
Pero sólo entonces, en ese café abarrotado, lleno de humo y de ruido, escondido en un callejón
de una ciudad extraña en un país extranjero, muy lejos de lo que podía llamar su casa, el hecho
de ser independiente y responsable de sus actos le crispó los nervios e invadió su mente.
Fue como si su memoria hubiera estado esperando ese momento para recordarle el conmovedor
ritmo de la canción que Daan le había cantado esa tarde al volver de ver a Titus. Y con el ritmo
recordó la voz de Daan y su traducción de la letra. Me he pasado la vida buscándote, sólo para
descubrir, ahora al encontrarte, el significado de la soledad.
Y, ¡Dios!, pensó, ¿entonces esto es? ¿Así acaba todo? ¿Esa es la última palabra? Soledad,
soledad, soledad total. Onyour tod, Todd. ¿Eso es lo que significa crecer, ser adulto? ¿Soledad?

Sintió que alguien le ponía la mano en el hombro y oyó a Ton llamarlo:


—¿Jacques?
Intentó despabilarse, miró hacia arriba, a la andrógina cara de Ton, puso la mano sobre la de él y
le sonrió.
—Ya viene. Nos veremos pronto, ¿eh?
Jacob asintió.
Ton también sonrió, se inclinó y le dio un beso en la comisura de los labios, uno a la izquierda,
otro a la derecha y el tercero, más largo, en los labios.

81
POSTAL

—Empieza por el principio y continúa hasta llegar al final —dijo el rey con solemnidad.
LEWIS CARROLL

Jacob miró por la ventana de aquel tren de media mañana que iba de Amsterdam a Bloemendaal.
Daan y él iban de camino a visitar a Geertrui. Para no pensar en lo que se avecinaba, se
concentró en la vista.
La gente le había dicho que Holanda era un lugar aburrido, una tierra de casitas de tejado rojo
dispuestas con un orden previsible, como en un juego de construcción y con poco más entre casa
y casa, a excepción de los interminables campos y los canales. Pero no era así, por lo menos a él
no se lo parecía esa mañana. Encontró relajante el paisaje llano y el inmenso cielo bajo,
suavizado por una neblina que hacía que el cielo y la tierra casi se fundieran. El aspecto
impecable de las casas y los jardines, de las granjas y los campos, de los canales y los diques e
incluso de las fábricas y de los modernos edificios de oficinas que veía en ese preciso instante le
gustaba, le parecía limpio y ordenado. Pero eran también los colores. Los bruñidos tonos rojizos
del ladrillo viejo y de las tejas. Los verdes vivos y los marrones de las franjas del campo,
delimitadas por las acequias, gruesos trazos de lápiz negro. Al paso de las barcazas, el reflejo del
cielo en el agua se agitaba y se formaban ondas plateadas. Y había algo en el ambiente, en la
gente, que le gustaba, disposición, voluntad de andar por la vida sin hacer aspavientos. No lo
había percibido hasta entonces. Por primera vez desde su llegada le había empezado a gustar ese
sitio. Y ¿por qué entonces, en ese tren, de camino a ver a una anciana moribunda? Pensó en lo
difícil que es a veces entenderse a uno mismo. Hay cosas inexplicables y difíciles de ver.

Daan estaba sentado en el asiento de en frente leyendo un periódico, el De Volksrant. El título


del periódico estaba escrito en letras modernas pero con inspiración antigua, puntiagudas y
adustas. Se había puesto gafas; era la primera vez que Jacob se las veía: eran pequeñas y
ovaladas y con una montura metálica negra muy fina; eran también modernas pero con
inspiración antigua y también le conferían un aspecto quisquilloso y adusto. Desde la noche
anterior casi no había cruzado palabra con Jacob. Lo justo para decirle dónde estaba el desayuno,
una frase o dos sobre cuándo se tenían que marchar y sobre cómo recogerían las cosas de Jacob a
su regreso. Y una explicación:
—Por las mañanas no valgo para nada. Soy un ave nocturna. No te preocupes si no hablo.
Cosa que a Jacob no le importó porque él tampoco estaba de humor.
Había dormido sorprendentemente bien, profundamente, de hecho, teniendo en cuenta los sustos,
los desastres y las emociones fuertes del día anterior, el hecho de estar en una cama ajena, en una
casa ajena. También a pesar de, o a causa de ahora que lo pensaba, los placeres (Ton, Titus,
Alma). Durante toda la noche sólo se había despertado una vez, a las dos y media según su reloj,
al oír voces y risas en el gran cuarto de estar de abajo, la de Daan y la de Ton, pero al momento
volvió a sumirse en un profundo sueño.
Por la mañana se había despertado con la cabeza embotada y los músculos entumecidos, por lo
que le costó levantarse de la cama. Tras revivir después de la ducha, se tomó su tiempo y disfrutó
del momento, sin preocuparse por sí alguien necesitaba entrar, porque tenía su propio baño de
invitados, no como en casa de los padres de Jacob, donde sólo había uno. Daan le había prestado
una muda de ropa interior (calzoncillos azules y camiseta roja) y, para que no se tuviera que
poner su jersey otra vez, una cazadora negra vieja, bastante amplia, quizá demasiado grande.

82
Pero le gustó bastante porque le hacía sentirse diferente, más holandés y, por lo tanto, no era tan
evidente su nacionalidad inglesa; lo que resultaba bastante curioso porque en la etiqueta ponía
Vico Rinaldi.
En la estación había mucho ajetreo y el tren estaba abarrotado de esa gente que se dedica a
callejear los sábados, de turistas cargados de equipaje, de gente de allí que iba de compras y de
muchos jóvenes con mochilas y bolsas de deporte, que charlaban sin llegar a vociferar. Tenían
una frescura sincera en la mirada y en la manera de proceder; nada inglesa, pero tampoco
totalmente extraña. Jacob pensó que no eran exactamente como él, sino como a él le gustaría ser.
Intentó definir qué era ese algo, esa cualidad que le resultaba atractiva, pero no encontró nada
mejor que «confianza no agresiva» justo antes de llegar a la estación de Haarlem, donde bajó
casi todo el mundo.

Daan dobló su periódico y se inclinó hacia Jacob.


—Una parada más. Tessel estará en el verpleeghuis. No nos quedaremos mucho rato, si no
Geertrui se cansará. Las enfermeras saben que tú vas a ir, así que el médico le habrá dado una
ayuda extra para evitar los dolores fuertes mientras estemos con ella. Ya te indicaré cuándo nos
tenemos que ir. No creo que haya ningún problema, no habrá nada que te moleste.
«Nada que te moleste» sonó como una reprimenda, incluso como un juicio de valor, como si
Daan estuviera diciendo que Jacob no estaba a la altura de las circunstancias, que no era lo
suficientemente fuerte como para presenciar el dolor de una anciana moribunda y que se le tenía
que impedir presenciarlo. Y que él no era de la familia, que era solo una visita y que, como
mandaba la buena educación, se le tenían que ahorrar los disgustos familiares. Pero, se
preguntaba conforme el tren se volvía a poner en marcha, ¿había sido sólo un comentario
inocente sin mala intención? Con buena o mala intención, lo que estaba claro era que le había
afectado.
Se armó de valor, sintió una especie de campo magnético en la espalda y decidió que encontrara
lo que encontrara no huiría, sino que lo aceptaría. Se adentraría en ello. Y lo haría por su propio
bien, por su propia dignidad personal.
Eso era lo único que tenía claro. Le sorprendió gratamente. No era un pelele, después de todo.
Quizás.

Él había esperado que la residencia fuera un pequeño edificio donde unos cuantos ancianos
pasaban tranquilamente sus últimos días, con la ayuda reconfortante de unas enfermeras
dedicadas enteramente a su labor. En lugar de eso, el edificio al que le llevó Daan era enorme.
Tres pisos y varias alas que salían de un bloque central, situado en medio de un parque muy bien
cuidado, lleno de árboles y de flores además de otras isletas de jardín más trabajadas que, sin
duda alguna, tenían el propósito de hacer que eso pareciera una casa de campo elegante o un
lujoso balneario. Sin embargo, nada podía disimular el aspecto institucional del «hogar» ni el ir y
venir incesante de coches y furgones y autobuses y bicicletas y vehículos clínicos de todo tipo, y
de la gente (pacientes, visitas, personal médico) que también iba y venía. De hecho, distaba
mucho de ser lo que se suele entender por «hogar», era un ajetreado hospital en el que se trataba
una legión de dolencias, disfunciones, accidentes y calamidades, incluidos los últimos requisitos
de la muerte que afectan a los ancianos, a los ciudadanos más veteranos en el otoño de sus días.
Y cómo insiste la raza humana, pensó Jacob, en engañarse a base de eufemismos. Por ejemplo:
fallecer, apagarse, irse de este mundo, no estar entre nosotros, exhalar el último suspiro, dormir
en Dios, fenecer, descansar en paz. Por no mencionar las expresiones más cómicas no
recomendables en presencia de los aún afligidos deudos, como: estirar la pata, irse al otro barrio,
diñarla, quedarse tieso, palmarla, liar el petate, caer como un chinche o espicharla. Todos

83
significan lo mismo, morir. La única manera que hay de decir claramente lo que es. Por eso,
según parece, la gente tiende a evitarla.
Ya habían llegado a la entrada principal, llamada, según Daan (otro eufemismo), la plaza del
pueblo. A Jacob le pareció que su diseño estaba inspirado en la sala de embarque de un
aeropuerto de provincias. Muy apropiado para esas circunstancias, en realidad. No sólo había un
mostrador para facturar (receptie, informatié) sino que también había tiendas, una biblioteca, un
puesto de flores, una cafetería, áreas en las que sentarse para esperar e incluso salas de reuniones.
Todo decorado con árboles y arbustos de interior que crecían dentro de grandes maceteros de
plástico. Y como ocurre con los pasajeros y su séquito había algo igual de falso en su calma y su
alegría que trataba de disimular en vano su aburrimiento, su ansiedad, su impaciencia, su alivio y
un deseo generalizado de no estar allí. Deseo que irradiaban como un sudor emocional los
futuros pacientes y sus acompañantes, la gente que hacía la última visita y a la que visitaban por
última vez, los familiares y los amigos que iban a recoger a alguien y los futuros ex pacientes a
los que recogerían. (Los cuerpos de los fallecidos, supuso, los sacarían por alguna puerta trasera
más discreta para que nadie de los que estaban todavía vivos, pacientes o invitados, tuviera que
enfrentarse a la realidad final de la razón por la que estaban allí.)
Jacob se sintió aliviado de que Daan no lo paseara y lo llevara rápidamente al ascensor, que los
condujo hasta la tercera planta. Después caminaron a lo largo de un pasillo ancho de ventanas
con salientes en las que la gente se sentaba a ver el parque. Muy agradable y civilizado, pero
seguía siendo un hospital, pensó Jacob, con ruidos de hospital y olores de hospital. Y lo peor de
todo, ese aire tibio de hospital, ese sabor a desinfectante que resulta pegajoso y a la vez
excesivamente seco y que parece que lo han respirado una y otra vez multitud de pulmones
enfermos y nunca ha salido del hospital a ventilarse. Por todas partes había detalles muy
estudiados, en un intento de convertir el hospital en lo que no era: colores modernos y relajantes
en las paredes, cuadros bien enmarcados, plantas naturales agrupadas con notable sentido
estético, sillas cómodas, cortinas alegres... Todo mucho más bonito de lo que él jamás había
visto en Inglaterra, incluso mejor que el relativamente moderno hospital en el que le operaron la
cadera a Sarah, lo que le había impedido ir a Holanda.

Geertrui estaba en una habitación sola; era la única que lo estaba en toda la planta. En las otras
habitaciones había seis, cuatro o dos personas. Un capricho, un último privilegio, le explicó
Daan.
Mientras Daan se acercaba a su madre para saludarla, Jacob observó desde el umbral de la
puerta, dudando si debía entrar o no. Geertrui tenía la cabeza, totalmente blanca, apoyada en un
montón de almohadas blancas, en su cama blanca de metal, envuelta (no se puede decir de otra
manera) entre cubiertas también blancas. En el armario blanco junto a la cama había una
naturaleza muerta muy colorista: un cuenco de barro lleno de naranjas, manzanas, peras y
plátanos; un jarrón azul repleto de rosas rojas; un marco tríptico de bronce con las fotografías de
dos hombres y una mujer. La mujer era la señora Van Riet, la madre de Daan, más joven que
ahora. Uno de los hombres era Daan. Al otro no lo conocía. No había ni rastro de instrumental
médico, ni tampoco de enfermedades. Pero pensó que era algo deliberado. Como un salón que
han adecentado para recibir una visita. Aun así, en el aire se percibía cierta tensión, un silencio
incómodo.
Es como una luciérnaga, pensó Jacob, que se prepara para el invierno, para la hibernación. Pero
sus grandes ojos, hundidos, estaban alerta, lo localizaron desde los lados de la cabeza de Daan,
que se paró a darle a su abuela un lento y delicado beso triple.
La señora Van Riet estaba sentada en el único sillón que había, a un lado de la cama. Se levantó
y se acercó a Jacob.

84
—Siento mucho los problemas que has tenido —dijo, en un tono contenido—. ¿Estás cómodo en
casa de Daan?
—Sí, mucho. Gracias.
—Mañana te llevaré a la ceremonia en Oosterbeek. Te pasaré a buscar a las nueve y cuarto.
Estate preparado, por favor. Así no perderemos el tren. Iremos andando.
—Nueve y cuarto. Vale.
—Me voy a ir a tomar un café mientras te quedas con mamá. Insiste en que quiere verte a solas.
La señora Van Riet se marchó, dejando su tristeza como una estela.
Daan estaba de pie junto a la cama de Geertrui, esperando a que Jacob estuviera listo. Geertrui
estaba tumbada inmóvil, con los ojos, de un azul clarísimo, fijos en él.
—Geertrui —dijo Daan—, dit is Jacob.
Jacob fue incapaz de moverse, y entonces Geertrui sonrió y le dijo:
—Acércate, por favor.
Daan colocó una silla en la que Jacob se podía sentar para que Geertrui lo viera sin tener que
mover la cabeza.
Le vino a la mente la expresión «ir pisando huevos» conforme cruzaba la habitación y se sentaba
en el borde de la silla. La intensidad de la mirada escrutadora de Geertrui le crispaba los nervios.
Con esa mujer era mejor no discutir. Tenía que sentarse con la espalda derecha. Sin embargo, era
muy menuda. Ocupaba tan poco debajo de la cubierta que parecía una cabeza sin cuerpo y un par
de brazos reposando sobre el cubrecama que acababan en dos delicadas manitas, casi de niña
salvo por las motas marrones de la edad.
—Hola señora Wesseling —dijo Jacob—. Sarah le manda muchos recuerdos. También le manda
un regalo y una carta, pero las tengo con mis cosas en... bueno, supongo que ya lo sabe.
—Se lo he contado —dijo Daan—. Os dejo. Estaré en el pasillo. Geertrui dice que te enviará
conmigo cuando tengamos que irnos. ¿De acuerdo?
Jacob asintió. Daan le lanzó una mirada que significaba «no te quedes demasiado».
Entonces le habló en holandés a su abuela y la volvió a besar. Su voz sonaba como nunca había
oído Jacob, muy suave, muy tierna, muy precisa. Como la de un amante dirigiéndose a su amada.
Geertrui no le quitó los ojos de encima. Daan se fue y cerró la puerta despacio. Hubo un gran
silencio hasta que ella lo rompió.
—Tienes los ojos de tu abuelo. Jacob sonrió:
—Eso es lo que dice mi abuela.
—Y su sonrisa.
—Eso también.
—Su... naturaleza.
—Sí, parece ser que algo. Yo no soy tan hábil como se supone que era él. Con las manos, me
refiero. Con las herramientas. Le gustaba hacer cosas.
—Lo sé.
—Incluso muebles. Sarah aún utiliza algunos de los que hizo. Y la jardinería, le encantaba la
jardinería, pero yo la odio. Era un gran lector y eso lo he heredado. Pero yo no soy tan valiente
como él. De eso estoy seguro.
—¿Has tenido algún motivo?
—¿Para ser valiente? ¿Se necesita un motivo para serlo?

85
—No puede haber valentía sin causa alguna.
Por primera vez desde que entró en la habitación apartó la mirada de Jacob. Sin embargo, él no
pudo hacer lo propio. Pero sin su mirada sobre él logró relajarse lo suficiente como para apoyar
la espalda en el asiento. Después de un silencio, Geertrui dijo:
—¿Así que vives con tu abuela?
—Sí.
—Pero sin tus padres.
—Exacto.
Esperó, a sabiendas de que quería que se lo explicara, pero haciéndose el despistado. ¿Se andaría
con rodeos o se lo preguntaría directamente? Ese era un juego al que jugaba con Sarah.
—¿Me vas a decir por qué?
Directa. No le gustaban los pasatiempos. No a esas alturas en cualquier caso, cuando le quedaba
tan poco tiempo.
—Sólo si tú quieres.
—Sí.
Ese humor le era familiar. Cuéntame una historia, entretenme. ¿Cuál era su misión allí? ¿Para
qué había ido sino? A los niños les gusta que les cuenten historias para ayudarles a dormir.
Quizás a los ancianos les guste que les cuenten historias para ayudarles a morir. Bueno, si lo
pienso bien, si he venido para eso no me importa hacerlo. Empieza por el principio y continúa
hasta llegar al final, dijo el rey con solemnidad.
—¿Sabe que tengo una hermana mayor, Penelope, y un hermano pequeño, Harry? Penny, papá la
llama Poppy, tiene tres años más que yo. Harry tiene dieciocho meses menos que yo, o sea, tiene
quince años y medio. Mi padre adora a mi hermana. Bueno, en realidad se adoran mutuamente.
En mi opinión, rozan la obscenidad. —Se rió, pero no hubo reacción por parte de Geertrui—. Sé
que Freud dijo algo de los hijos que están enamorados de sus madres y quieren asesinar a sus
padres, pero en nuestra casa no es así. El problema es el padre que ama a la hija y viceversa. Por
lo menos no quieren matar a mamá. —Ninguna respuesta—. A propósito, la cosa de la madre y
el hijo se llama complejo de Edipo, ¿verdad? Me pregunto si lo del padre y el hijo también tiene
nombre.
—Electra —dijo la cabeza desde la cama.
—¿Electra?
—Complejo de Electra. La hija de Agamenón y Climenestra. ¿No los conoces?
—No.
—Electra convenció a su hermano Orestes para que vengara el asesinato de su padre a manos del
amante de su madre, Aegisto. Sigue con tu historia.
—Vale. Gracias. Bueno, Penny es la ayudante del gerente de una cadena de boutiques. No nos
llevamos nada bien. Yo creo que está totalmente enferma con eso de los trapitos y ella cree que
yo soy un esnob pomposo y aburrido. Por lo menos así me llamó la última vez. Harry es el
favorito de mamá. No sólo porque es el más joven sino también porque con él tuvo un parto muy
difícil. Es muy buen deportista, así que papá también lo aprecia mucho, y toca el oboe en la
orquesta juvenil municipal. Además, es muy guapo. De hecho, es tan bueno en todo que creo que
debería odiarlo, pero no lo hago. Lo aprecio mucho y estoy muy orgulloso de él. Nos llevamos
muy bien. Quiere ser ingeniero de sonido.
»Yo no soy buen deportista, toco el piano lo justo como para poder dar la lata a quien me
escuche, no soy especialmente guapo y prefiero estar solo más que rodeado de gente. Como
puede ver, soy el tercero en discordia en la familia, el que no acaba de encajar. Pero no me
86
importa porque siempre he sentido algo especial por mi abuela y ella por mí. Mamá dice que
desde el momento en que nací, Sarah me hizo suyo. Ella fue quien insistió en que me llamaran
Jacob, como mi abuelo. A mamá le pareció muy bien pero a papá no.
—¿Por qué?
—Papá nunca conoció a su padre, claro, porque Jacob murió antes de que él naciera. Pero usted
ya sabe todo eso. Sarah me dijo que papá fue concebido el último fin de semana de permiso antes
de que lo destinaran al campo de batalla. Y además, papá nunca ha acabado de aprobar la manera
en que Sarah idolatra a Jacob —así dice él— y «sentimentaliza» —otra de sus palabras— sus
tres años de matrimonio. Dice que no es sano. Según él, ninguna relación puede llegar a ser tan
perfecta como lo que imagina Sarah de la suya con Jacob, no importa lo enamoradas que estén
las dos personas. No lo sé. Lo único que sé es que ella no se volvió a casar. Ha tenido unos
cuantos amigos, pero siempre ha dicho que ninguno estaba a la altura de Jacob. Creo que ella
siente que de alguna manera su muerte no consiguió acabar con su amor sino perpetuarlo para
siempre. Es muy decidida, mucho. Y una vez que ha decidido algo no hay vuelta de hoja. Papá
dice que es muy cabezota.
»Papá y Sarah nunca congeniaron muy bien. Mamá dice que son como agua y aceite, que nunca
se mezclarán. Si los dejas en una habitación juntos, al cabo de cinco minutos empieza la tercera
guerra mundial. Y lo que está claro es que papá está acomplejado por haber crecido sin un padre.
Cuando yo protestaba por algo relacionado con él siempre me decía: «Tendrías que estar
contento de tener un padre del que quejarte». Lo que aún me molestaba más. Una vez me
molestó tanto que le grité que era él quien tendría que estar contento, porque yo habría estado
encantado de no tener padre, sobre todo tratándose de él. Creo que yo tendría unos once años. Yo
sólo pretendía expresar mi enfado, ya sabe cómo se ponen a veces las peleas familiares. Pero
papá no se lo tomó demasiado bien. Esa ha sido la única vez en toda mi infancia que pensaba que
me iba a pegar. No lo hizo, está totalmente en contra de la violencia. Pero yo jamás lo había visto
así. Salió de la habitación a toda prisa y desapareció en su taller (es adicto al bricolaje), y
reapareció al cabo de una eternidad. Mamá se enfadó mucho conmigo. Me cayó un buen
rapapolvo. Para el agrado de mi hermana Penny, debo señalar.
»Papá y yo nos llevábamos relativamente bien cuando yo era niño, hasta los diez o así. Y
entonces no sé qué ocurrió. Bueno, de hecho ocurrieron varias cosas. Papá consiguió aceptar que
yo no consideraba el fútbol algo importante en la vida y que tampoco sería nunca un fanático del
bricolaje. No me gustaba nada la manera que Penny tenía de comportarse con él y viceversa,
realmente se llegó a obsesionar con ella y todavía lo está. En fin, empezamos a tener discusiones
serias.
»Sé que sonará absurdo pero creo que el momento decisivo fue cuando, a los trece años más o
menos, me di cuenta de que los chistes de papá no tenían ninguna gracia. Allí se acabó todo.
Después de ese momento, se convirtió en un hombre que por casualidad era mi padre, y me
avergonzaba de él porque era una especie de reliquia de los sesenta. Con ese pelo... largo y
alborotado y más corto por la parte de arriba. Y sus horribles gafas de abuela. Y unos ojos que
parecen señalar que se acababa de levantar después de no haber dormido nada. Además, su
estómago gordinflón que asoma por encima de sus vaqueros desgastados que dejan parte de su
culo plano al aire. Parece una especie de John Lennon decadente. John Lennon, ¿quién sino? Su
ídolo y parte de los Beatles, el summum, según su gusto musical. Sarah siempre dice que a los
veinte años a mi padre le afectó seriamente lo que ella llama la toxina espongiforme del flower
power proveniente del otro lado del Atlántico en los sesenta. A propósito, mamá y él se
conocieron en algo parecido a un concierto de los Rolling Stones. Perdone que me emocione.
Jacob se detuvo, consciente de que se había dejado llevar al contar la historia. ¿Había entrado en
demasiados detalles? Geertrui había cerrado los ojos, pero él sabía que le escuchaba y su sonrisa
divertida lo animó a seguir.

87
—Bueno, así estaban las cosas cuando yo tenía catorce años y a mamá tuvieron que operarla. Fue
una operación importante a la que siguieron semanas de convalecencia. Papá y Penny solos se las
apañaban bastante bien en casa, ya que Harry, por supuesto, no planteaba ningún problema. Pero
yo sí. Yo era un problema. La primera semana que mamá estuvo fuera, las peleas entre papá y
Penny contra mí se volvieron terribles. Así que Sarah sugirió que yo podría ir a vivir con ella
hasta que mamá se recuperara y regresara. Para aliviar las tensiones entre nosotros, dijo. Papá
aceptó.
»Sarah vive en una casita de campo a unos siete kilómetros de la casa de mis padres, así que
puedo ir a casa si lo necesito pero al mismo tiempo estoy lo suficientemente lejos como para
evitar que nos empecemos a tirar de los pelos. Y como le decía antes, Sarah y yo nos llevamos
muy bien. Nos gustan las mismas cosas: la música, la lectura, ir al teatro y cosas así. Y nos gusta
pasar bastante tiempo solos.
»Mamá se recuperó. Tardó unos cuatro meses. Después de ese periodo yo estaba tan bien en casa
de Sarah que no quería regresar con mis padres. Lo que, ni que decir tiene, alegró a todo el
mundo. Menos a mamá. Eso no lo he dicho, ¿verdad?, que quiero tanto a mamá. Ella no se ha
quedado en los años sesenta como papá y tampoco está en decadencia. No es que intente emular
a la juventud, no es eso. Quiero decir que ha asumido su edad pero manteniéndose joven por
dentro. De hecho, Harry ha heredado su belleza. Y se parece a mamá en la manera de ser, debe
de ser por eso que me llevo tan bien con él. Yo sé que Harry es su ojito derecho, como dice
Sarah, pero no me importa porque también sé que ella y yo somos buenos amigos. Que me he
dado cuenta de que es lo mejor que se puede decir de tus padres. Siempre he podido contarle
todo y hablar de cualquier tema con ella. Así que mamá y yo lo hablamos y decidimos que
debería quedarme en casa de Sarah, pero que siempre me recibirían con los brazos abiertos en lo
que ya no considero mi casa.
»Así fue como acabé en casa de mi abuela.

Se oyeron ruidos de hospital provenientes del pasillo.


Geertrui abrió los ojos.
Por primera vez movió la cabeza.
Se miraron a los ojos.
Por fin, Geertrui dijo:
—¿Y lo has perdonado?
—¿A quién?
—A tu padre.
—¿Perdonarlo? ¿Por qué?
—Por ser tu padre.
La pregunta le confundió. ¿Que si... lo he...? Geertrui esperó un momento antes de preguntarle:
—¿Te alegras de estar vivo?
Jacob respiró profundamente. Los latidos del corazón se le aceleraron y se dio cuenta de que se
estaba sonrojando. Para ser como una luciérnaga, esa mujer podía tener la agresividad de un
rottweiler.
Consiguió decir:
—Sí. Bueno, casi siempre. A veces no. De vez en cuando me deprimo y me gustaría... Sarah lo
llama mi humor de ratón y dice que se me irá pasando con la edad.
Geertrui dejó escapar una breve y seca risotada que sonó a pasos sobre un suelo de gravilla.

88
—Échale la culpa a la biología.
No estaba seguro de si estaba siendo irónica o no. Pero agradeció que le diera la oportunidad de
sonreír y dijo:
—¡Sí!
Geertrui volvió la cabeza y cerró los ojos de nuevo. Después de un silencio, preguntó:
—¿Te ha explicado Daan lo que me va a pasar?
Se limitó a asentir con la cabeza a pesar de que ella no lo miraba.
—¿Lo entiendes?
Otra respiración profunda antes de responder:
—Creo que sí.
—¿Lo apruebas?
—Yo...
—No —lo interrumpió Geertrui—. Aprobar no es la palabra. Tú no tienes nada que aprobar.
Espera.
Otro silencio. Entonces:
—¿Tú harías algo así?
Jacob, bregando con la pregunta, se acordó de sus lágrimas del día anterior y temió que volvieran
a brotar. No sería el momento idóneo. Esa mujer tenía demasiado a lo que enfrentarse. Y a la vez
muy poco.
¡Tiempo, tiempo! De repente todo parecía ser cuestión de tiempo. El tiempo de toda una vida. Ha
llegado la hora de esto, ha llegado la hora de lo otro. El mejor momento de tu vida. Un tiempo
vital. Se agota el tiempo. La hora de morir.
—No lo sé —dijo muy serio—. De verdad que no lo sé. En teoría lo haría. Pero en realidad...
Parece tan...
No encontraba las palabras. Se le hizo un nudo en la garganta.
Tras aclararse la voz, Geertrui dijo:
—Entonces aún te alegras de estar vivo.
Una afirmación, no una pregunta.
Jacob se detuvo antes de conceder:
—Sí. Supongo que sí.
—Incluso cuando estás de, ¿cómo era?
—Humor de ratón.
—Eso, ni siquiera cuando tienes un ataque de humor de ratón te planteas en serio la idea de
desaparecer. Se volvió a aclarar la garganta.
—Lo que es la biología. Uno tiene ganas de vivir y no de morir por causas biológicas. Y también
por causas biológicas llega un momento en que se tiene ganas de morir. Lo importante...
Tuvo una punzada de dolor que se le reflejó en la cara. Aguantó la respiración durante unos
segundos. El sudor le relucía en la cara. Sobre las mantas, sus manos se aferraban como garras.
Alarmado, Jacob dijo:
—¿Se encuentra bien? ¿Llamo a alguien?
Geertrui levantó un puño levemente para indicar que no lo hiciera.
Tardó un poco en volver a relajarse otra vez.

89
—Tienes que irte pronto —dijo con tensión en la voz—. Pero antes debo hacerte dos preguntas.
Cerró sus labios resecos y se los frotó con la mano.
—Mañana ve a Oosterbeek. ¿Vendrás a verme el lunes? Te quiero dar una cosa.
—Sí, claro.
—Y la otra pregunta. ¿Me puedes leer algo? Un poema corto.
¿Cómo se le puede decir que no a una anciana moribunda?
—Si quiere, por supuesto que sí. No sé si lo haré muy bien.
—A tu abuelo la gustaba mucho. Me leía. Yo se lo leí al pie de su tumba. Me gustará mucho
oírtelo leer. Jacob no pudo evitar asentir.
—En el cajón de mi armario. Aquel libro. Hay un trozo de papel que marca la página.
Un volumen manoseado con las esquinas dobladas y unas tapas rojas y de color crema borrosas y
mugrientas.
—¿La de Ben Jonson?
Geertrui volvió la cabeza y fijó la mirada en él de nuevo, una mirada intensa, devoradora.
Nunca había visto ese poema antes. Leyó el poema rápidamente por encima y lo ensayó para sus
adentros, por miedo a titubear con el inglés antiguo, de la época de Jacobo I.
Tiempo. Tiempo.
Tomó aire al tiempo que se decía a sí mismo que no debía ponerse nervioso, que tenía que
concentrarse, ver sólo las palabras, seguir las líneas, confiar en la puntuación: justo como le
habían enseñado cuando ensayaban la obra escocesa.
Inspiró. Y empezó.

No es crecer alto como un árbol


lo que hace mejor al hombre.
Ni vivir trescientos años como el roble,
que acaba yerto y seco.
Nada hay más bello que la flor de un día,
que aunque muera al caer la noche,
es la esencia de la luz.
En las cosas pequeñas descubrimos la belleza.
Y en los instantes fugaces, la perfección.

Afuera resonó el eco de ruidos clínicos.


En la habitación, el aire del hospital embalsamaba el silencio.

90
GEERTRUI

La época inocente y feliz concluyó en la madrugada del día siguiente. Hasta entonces nosotros
habíamos seguido con nuestra rutina del despertar matutino. El señor Wesseling se levantaba el
primero a las cinco y media. Reavivaba el fuego de la cocina antes de empezar con el trabajo de
la granja y de asegurarse de que Dirk y Henk estaban despiertos. Dirk y Henk se levantaban y
ordeñaban las vacas. A las seis se levantaba la señora Wesseling y preparaba el desayuno para
las siete. Yo me levantaba después de ella y arreglaba la casa hasta que el desayuno estaba listo.
Después de desayunar yo le subía el café a Jacob y repetía nuestro ritual matutino.
Pero esa mañana, cuando la señora Wesseling y yo aún no nos habíamos levantado y el señor
Wesseling se dedicaba a avivar el fuego del hogar, Dirk llegó del establo casi sin aliento y gritó
para que todos lo oyéramos:
—¡Alemanes! ¡Alemanes!
Esa palabra, como si de un conjuro mágico se tratara, nos puso a todos en acción.
Dirk se estaba vistiendo en el escondite cuando, por casualidad, vio por el tragaluz un camión del
ejército alemán que se desviaba de la carretera principal para meterse en el camino de la granja.
En cuanto oímos el grito de alerta, el señor Wesseling se apresuró a interceptar a los soldados
para intentar que tardaran el mayor tiempo posible en entrar en la casa. La señora Wesseling
salió de su habitación como alma que lleva el diablo hacia las escaleras pidiéndole a gritos a Dirk
que regresara al escondite. La primera persona que me vino a la mente fue Jacob. Salí de la cama
de un brinco y corrí hacia su habitación, llamándolo, porque sabía que lo tendríamos que levantar
y sacar de allí rápidamente fuera como fuera. Pero ¿adonde lo llevaríamos? Cuando llegué y lo
desperté, entró la señora Wesseling y me ayudó, todavía en camisón, con el pelo alborotado.
Entretanto, Dirk desoía la preocupación de su madre y subía descalzo las escaleras traseras,
oíamos sus pasos.
—¿Dónde están? —le gritaba señora Wesseling.
—En nuestro camino, en un camión —le contestó Dirk—. Papá se ha ido a entretenerlos.
Mientras tanto, yo le explicaba a Jacob lo que ocurría y le ayudaba a levantarse. Pero la pierna
herida aún no podía soportar el peso de su cuerpo, tan sólo moverla le producía dolores
insoportables. Estaba sentado en el borde de la cama cuando Dirk se sumó a nosotras.
—Rápido, rápido —dijo Dirk—. Lo llevaré a cuestas.
—No, no —gritó la señora Wesseling—. No hay tiempo. No te dará tiempo. Están por todas
partes. Vete. Ya encontraremos alguna solución.
Igual que yo había pensado en Jacob antes que en cualquiera, ella había pensado en Dirk. Daba
igual a quien capturaran, ella incluida, pero no podía ser su hijo. Dirk intentó protestar pero su
madre, muy presurosa, lo agarró de los brazos y lo empujó con todas sus fuerzas para sacarlo de
la habitación, chillando:
—¡Escóndete!
En aquel momento ya se oía el camión de los alemanes acercándose a la granja.
Y yo ya empezaba a sentirme consternada. ¿Qué podíamos hacer? Me oía preguntármelo a mí
misma. ¿Dónde íbamos a esconder a Jacob? Qué pánico más atroz. Creo que tuve más miedo que
en toda mi vida. Y esto ocurría mientras ayudaba a Jacob a tenerse en pie, que también
farfullaba, en inglés, claro, palabras que yo no entendía (entonces). Después me dijo que se
maldecía por haberse permitido el lujo de relajarse durante los últimos días, cuando tendríamos
que haber pensado en cómo reaccionar ante una emergencia así. Pero me dijo que esos días se
había sentido suspendido en la nada, sin pensar en el tiempo ni en el lugar donde estaba, sin
91
pasado y sin futuro, sólo un tiempo eterno, infinito, autónomo y encantador. Pero se acababa de
romper el hechizo.
En el momento en que oímos las órdenes que un oficial gritó en alemán resonando en el patio y
las pisadas de las botas de los soldados al salir del camión, Dirk se dio cuenta de que no tenía
tiempo y obedeció a su madre. Bajó las escaleras rápidamente y atravesó la lechería para llegar al
establo, donde Henk le esperaba, preparado para recoger la escalera una vez Dirk hubiera subido
y para cerrar la entrada de su escondite en cuanto los dos estuvieran dentro. Lo hicieron en el
último momento. El intento del señor Wesseling de retener a los soldados haciéndoles preguntas
no había servido de mucho. El oficial al mando las esquivó y ordenó a los soldados que
inspeccionaran todos los edificios: dos de los soldados junto al oficial entraron en la casa por la
puerta de la cocina, dos soldados más entraron en al establo por el portón. Al señor Wesseling le
ordenaron que permaneciera junto al camión bajo la vigilancia del conductor.
Durante los segundos después de que Dirk se marchara, la señora Wesseling recuperó la
compostura con un aplomo que me pareció asombroso. A pesar de todo lo que pudiera
reprochársele, una cosa era cierta: tenía un sentido admirable de la disciplina y una valentía
impresionante.
—Tranquila —murmuró, dirigiéndose tanto a mí como a ella misma.
Entonces, como si le hubieran arrancado el corazón dejándola sin sentimientos, me miró Jacob
apoyado contra mi cuerpo, su brazo alrededor de mi cuello, y después echó un vistazo a la
habitación. Tras una pausa para meditar que me pareció durar una eternidad, su rostro cambió y
apareció una expresión casi divertida.
—Rápido —dijo acercándose a la bedstee y abriendo sus puertas.
Como no estoy segura de que nuestra bedstee sea algo universal, añadiré que es una cama dentro
de un armario empotrado en la pared. Muchas de nuestras casas antiguas tienen. Solían estar en
el cuarto de estar-cocina junto al hogar. Durante el día, la cama se podía recoger y tapar con las
puertas o con una cortina. Por la noche era una cama muy cómoda. Y así podían aprovechar al
máximo el poco espacio o las pocas habitaciones sin tener que colocar una cama en medio del
paso que molestara durante el día. Como otras tantas granjas de las más ricas, la de los
Wesseling tenía una planta superior que albergaba los dormitorios, pero aun así tenía una bedstee
que se podía utilizar en caso de necesidad. Por suerte, había una en la habitación de Jacob. Ni
siquiera había pensado en ella antes de que la señora Wesseling abriera las puertas.
—Mételo dentro, mételo dentro —dijo, y me ayudó a llevar a Jacob hasta la cama y a tumbarlo
sobre ella, mientras él daba saltitos sobre una pierna y yo le iba explicando lo que ocurría.
—Ahora tú —dijo la señora Wesseling en cuanto Jacob estuvo tumbado sobre su espalda.
—¿Qué? ¿Por qué? —dije, casi sin aliento por el esfuerzo y los nervios.
—Hazlo. Ponte encima de él. ¡Date prisa!
En ese momento no había tiempo para discutir ni para dar explicaciones. Ya oíamos las pisadas
de las botas de los soldados en el suelo de piedra de la planta de abajo y las órdenes del oficial.
Además, no servía de nada intentar oponerse a la voluntad de la señora Wesseling cuando había
tomado una determinación.
Así que trepé en la bedstee y me tumbé con la espalda sobre Jacob. De repente me vi tapada con
el edredón de la cama de Jacob que la señora Wesseling quitó de su cama y nos echó por encima.
—Pon cara de enferma —me murmuró antes de salir de la habitación hacia el descansillo, donde
se encontró con el soldado, que ya había llegado arriba.
—¿Qué hacéis? —me susurró Jacob.
—Calla. Ni siquiera respires —le susurré yo.
Ya se oían las fuertes pisadas del soldado por las escaleras.
92
—¿Qué hacéis aquí? ¿Qué queréis? —le oí decir en alemán, enfadada.
—Órdenes. Aparta —contestó el soldado.
—¡Cómo te atreves! ¿Qué órdenes? ¡Enséñame la orden!
—El oficial de abajo. Aparta.
El soldado recorrió el descansillo hacia la habitación del fondo, haciendo un ruido estruendoso
con sus botas de tachuelas que se mezclaba con el de los pies descalzos de la señora Wesseling,
que caminaba a su lado hostigándolo sin cesar.
—Pero ¿qué creéis que hacemos aquí? ¿Esconder a un ejército? Somos granjeros y en estas
circunstancias hacemos lo que podemos para producir comida y alimentar a gente como
vosotros. ¿Cómo os atrevéis a entrar así?
—¡Calla, mujer! Sal de aquí —gruñó el soldado.
No registró muy bien la estancia, quizá sólo por el deseo de librarse de la señora Wesseling lo
antes posible, porque no hizo más que mirar debajo de las camas, abrir los armarios (golpeando
con la culata del rifle en el fondo, porque mucha gente construía escondites en la pared detrás de
un armario) y dar un par de golpes en el techo y en las paredes para ver si encontraba algún
hueco.
Al final entró en la habitación de Jacob. La señora Wesseling se aseguró de entrar antes que él y
se detuvo justo en el umbral de la puerta para mirar hacia la bedstee. Al cruzar el umbral dijo con
tranquilidad:
—Una visita. Está enferma.
El soldado se detuvo.
—¿Enferma? —preguntó alarmado.
—Tuberculosis —dijo la señora Wesseling con un gesto de resignación—. Está muy mal, la
pobre. No hay esperanzas.
Aunque tenía la cara medio tapada con el edredón, vi como el soldado hacía un gesto extraño,
como si hubiera olido la terrible enfermedad.
—¡Dios mío! —exclamó, se dio media vuelta, salió de la habitación y bajó por las escaleras
haciendo mucho ruido con las botas.
—¡Quédate aquí! —leí en los labios de la señora Wesseling antes de salir tras el soldado.
Durante un rato permanecí tumbada sobre Jacob en la bedstee, hasta que oí el ruido del motor del
camión de los alemanes y la señora Wesseling vino a toda prisa a contarme que no habían
descubierto ni a mi hermano ni a Dirk. ¿Cuánto debió de durar eso? ¿Diez, quince minutos?
¿Más? No sabría decirlo. Y no porque esos días no prestáramos atención al tiempo; había relojes
por todas partes, igual que ahora. Hubo otra razón que me distrajo y que me hizo olvidar el
tiempo y a los soldados.
Mientras el soldado registraba las habitaciones, yo estaba tumbada, rígida por el pánico,
intentando contralar la respiración y atemorizada por lo deprisa que latía mi corazón. Pero
cuando se rindieron y volvieron abajo, el alivio fue tal que mi cuerpo, al relajarse tanto, se quedó
sin fuerzas. Estaba tumbada, demasiado débil para moverme, con el camisón empapado en sudor.
En ese preciso instante y no antes sentí el cuerpo bajo el mío, aprisionado por mi peso. Tenía la
cabeza bajo mi hombro izquierdo, el pecho le subía y le bajaba al respirar, sus huesudas caderas
bajo el bulto de mi trasero y mis piernas apretadas entre las suyas. Sentí su calor atravesar la
capa de tela del empapado camisón pegado a mi cuerpo; sentí la arquitectura de sus huesos, su
mullida musculatura.
Y como, instintivamente, al tumbarme sobre él me abrazó por la cintura y me apretó fuerte,
mientras yo estiraba la colcha hasta mi barbilla para asegurarme de que no se nos veía en

93
absoluto, nos quedamos allí los dos juntos, al principio sólo conscientes del peligro que acechaba
y luego sólo de nuestros cuerpos pegados. Nunca nadie me había agarrado así y nunca había
sentido la forma del cuerpo de un hombre contra el mío. Eso habría sido suficiente para
sorprenderme. Y no porque me disgustara, en absoluto. De hecho, mientras que antes el corazón
me latía rápidamente por aquel miedo atroz, en ese momento me latía de excitación. Pero
entonces ocurrió otra cosa, algo incluso más sorprendente para mí. Sentí el sexo de Jacob
turgente. Como si lo hubieran hinchado con una bomba de bicicleta.
Estaría mal no reconocer que sabía lo que estaba pasando pero también estaría mal decir que
estaba segura de lo que significaba para mí. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo reaccionar?
Esto debe de parecerte inconcebible. Hoy en día todos los jóvenes e incluso los niños conocen
las funciones sexuales del cuerpo y puedo entender que te parezca imposible que una mujer
joven de diecinueve años tuviera dudas o incluso no supiera qué significaba un pene erecto. Pero
era así y tengo que pedirte que entiendas que lo que sentí fue una mezcla de confusión, de
sorpresa, de una excitación desconocida para mi cuerpo y de emociones inciertas sobre lo que
deseaba y lo que debía hacer, que me venció una timidez tan increíble que me quedé paralizada,
incapaz de reaccionar mientras una parte de mí quería hacerlo sin saber exactamente cómo, pero
no pude porque no pude olvidar la parte de mí que me decía que aquello no estaba bien. Todo lo
que supe hacer fue quedarme como estaba, sintiendo un cosquilleo inaudito que recorría cada
célula de mi cuerpo, disfrutando intensamente del menor movimiento de mi cuerpo o del de
Jacob.
Nunca volvió a ocurrir nada igual. Estuvimos tumbados así de juntos, el deseo suspendido en el
aire, yo demasiado impresionada como para levantarme y él sin atreverse a moverse, no fuera
que aún le resultara más vergonzoso a él y más ofensivo a mí. Hasta que llegó la señora
Wesseling y rompió el hechizo. Yo escapé hacia mi habitación porque me aterraba que viera en
mi rostro lo que sentía y necesitaba estar a solas antes de mirar de nuevo a alguien a los ojos,
pero ella me siguió para darme la noticia de que los demás estaban a salvo.
Jacob, el pobre, no lo hizo a propósito. La naturaleza es más fuerte que la discreción humana,
había que culpar a la biología. Sólo hay que tener en cuenta la situación: un joven viril, fuera de
casa durante semanas, que había soportado durante días el estrés y la tensión y los altibajos de
una encarnizada batalla que había conseguido enloquecer a varios hombres; un joven que,
después del sufrimiento de las heridas, de haberse librado de la matanza, encontró los mimos y
los cuidados a manos de una joven que era a su manera, bastante atractiva. Y, de pronto, se
encuentra bajo esta mujer en una estrecha cama; el peligro acecha y la tensión contrae y relaja
sus nervios y bombea adrenalina en sus venas. ¿De qué otra manera iba a reaccionar este pobre
muchacho sino como un león que se acerca a la leona después de la cacería o como una plántula
que se abre camino entre el hielo del invierno al nacer la primavera?

Nos habíamos salvado de milagro. No hace falta que te diga cuánto nos conmocionó la repentina
llegada de los alemanes, su rápida actuación, que nos habría podido coger desprevenidos. Por esa
razón acordamos que no era seguro que Jacob permaneciera en la casa. Había mejorado lo
suficiente como para que lo trasladáramos al escondite en el establo. Pero para dormir estarían
tan apretados que Dirk y Henk decidieron que se turnarían para dormir en escondites de
emergencia en los otros edificios de la granja.
Aquella misma mañana, durante el bombardeo, hicimos los cambios. Y durante los días
siguientes sentí un desagradable e inesperado vacío en mi vida. Durante tres semanas, primero en
nuestro sótano en casa y luego en la granja, Jacob había sido mi principal foco de atención. De
hecho, se había convertido en el centro de mi vida. Algunos, conforme nos hacemos viejos, nos
olvidamos de lo arrollador que puede ser el poder de la devoción de una joven. Yo no lo he
hecho. Quizá por lo que pasó aún no he sido capaz. Recordando aquellos días lo siento tan

94
vivamente como lo sentía entonces. De repente, menos de una hora después de los intensos
momentos vividos en la bedstee que habían hecho salir a la superficie pensamientos,
sentimientos, emociones, sensaciones físicas que hasta entonces sólo se habían movido, si es que
se movieron alguna vez, en los rincones más ocultos de mi ser; de repente, me arrebataban al que
los había llenado de vida y los había hecho brotar por primera vez desde que me lo trajeron
inconsciente al sótano de casa. No entendí lo que esta abrupta separación significó para mí
durante las horas que sucedieron a la decisión, ni lo entendí mientras preparábamos el escondite
y llevábamos a Jacob, ni cuando limpié «su» habitación en la casa y lavé sus sábanas, ni durante
el resto del día mientras estuve ocupada con mis tareas del hogar rutinarias y le llevé comida al
escondite y me quedé hasta que hubo terminado. En ese momento había demasiado que hacer, y
la reciente ansiedad provocada por el bombardeo impedía que fuera consciente de las
consecuencias. Lo que tenía más presente era el alivio de que no lo hubieran capturado y la
alegría de que aún estuviera conmigo.
Pero al anochecer, cuando me fui a la cama, sentí una gran privación. Sentí su ausencia en la
casa, en el dormitorio junto al mío. El no estaba allí para que yo me sentara a su lado después del
duro día de trabajo. El no estaba allí por la noche para que yo lo escuchara si necesitaba ayuda.
No estaba por la mañana, solo en su habitación para que yo lo despertara con nuestro tierno
ritual. Y sólo por la noche, después de visitarlo en el escondite para darle las buenas noches,
donde lo encontré con Henk y Dirk bebiendo cerveza fermentada en casa y fumando esos
cigarrillos apestosos de la guerra, en un ambiente tan ajeno a mí y tan poco acogedor para una
mujer; sólo después de eso, tumbada en mi cama, se me saltaron las lágrimas. Y cuando se me
secaron acudieron a mí fantasías que una chica tiene tras el primer impulso sexual. Sentí de
nuevo mi cuerpo aprisionando al suyo en la bedstee, sentí su erección contra mi muslo, deseé
que sus manos me tocaran y oír el sonido de su voz susurrándome al oído palabras como las del
poema que me había leído del libro de Sam la noche anterior.

¿A un día de verano compararte?


Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de Mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.
A veces demasiado brilla el ojo
solar, y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.
Pero eterno será el verano tuyo.
No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.
Vivirás mientras alguien vea y sienta
y esto pueda vivir y te dé vida.

Durante unos minutos que me parecieron eternos, le transmití mentalmente todos mis deseos,
deseando que se acercara a mí, en silencio, en secreto, y se metiera en mi cama. Sabía que él no
podía ni siquiera bajar por la escalera sin ayuda, y ya no digamos llegar desde el escondite hasta
mi habitación, ni aunque fuera cojeando. Aun así me decía a mí misma que se las arreglaría para
hacerlo, segura en pleno arrebato de deseo de que por mí haría lo que mera si sentía lo mismo

95
que sentía yo. Pero durante unos minutos aún más eternos estuve tumbada esperando, rogándole
que viniera y escuchando cada crujido de la casa, aguantando la respiración al menor ruido que
pudiera indicar su llegada, sólo para desanimarse en una agonía decepcionante cuando me daba
cuenta de que no iba a venir.
No sabía exactamente qué era lo que esperaba que hiciera cuando estuviéramos juntos. Ignoraba
las posibilidades y no tenía ninguna experiencia y eso limitaba mi imaginación a los placeres
más obvios. Todo lo que sabía era que quería tenerlo a mi lado, que me besara y me acariciara,
que me susurrara palabras más íntimas de lo que nunca había oído, envolverlo con mi cuerpo,
que me cogiera y me estrechara contra él. No tenía más palabras que las de imágenes borrosas
como ésas que aprendí de la lectura de novelas románticas para explicarme qué era lo que creía
necesitar desesperadamente.
Y esa noche sufrí el despertar a la vida adulta, que resultó un placer muy doloroso, sobre todo
porque no tenía a nadie con quien hablar de eso. Si hubiera estado en casa y en circunstancias
normales se lo habría dicho a mi madre y habría compartido la aventura con mis amigas más
íntimas. Pero mamá estaba muy lejos y mis amigas, sabe Dios dónde estaban. ¿Quién había en la
granja? Sólo la señora Wesseling, y sabía que no podía confiar en que ella me entendiera y me
ayudara. Entonces me di cuenta de algo: nada duele tanto como una pasión inconfesada.
Que me arrebataran a Jacob ya me dolió bastante. Lo que empeoraba aún más las cosas era el
cambio que su traslado al escondite supuso en él. La compañía constante de Dirk y Henk, tres
jóvenes confinados en un espacio así, lo transformó, como se suele decir, en un gallito. Con
demasiado desparpajo, sobre todo comparado con el Jacob que yo conocía. Apiñados allí todo el
día, parecían competir por ver quién era más grandilocuente y bravucón. Por supuesto, todo esto
se veía exacerbado por los celos y la rivalidad que existían entre Dirk y Jacob por conseguir mi
atención, situación que en aquel momento yo desconocía. El hecho de que Dirk casi no supiera
inglés y de que Jacob no supiera ni una palabra de holandés no contribuyó mucho a mejorar su
relación, ya que Henk tenía que hacer de intérprete constantemente. Siempre que los iba a ver me
gastaban bromas, no sé si para impresionarse el uno al otro, o para divertirme a mí (yo fingía que
así era) o para fastidiarme (yo fingía que no lo conseguían). ¡Oh! ¡Qué aburridas resultan las
chiquillerías en los hombres adultos! Mi adorado hermano, mi futuro pretendiente y mi
encantador soldado: los odiaba a los tres cuando se ponían así.

Pasaron cuatro días, cinco, una semana, dos. La situación empeoró. Los dos niños grandes se
volvieron bulliciosos y alborotadores, por los mismos nervios de estar recluidos.
Un día, hacia finales de la segunda semana, Jacob y Dirk se enfadaron y Henk intentaba que
hubiera paz. Henk me dijo, cuando se lo pregunté a solas, que ya se les pasaría. Yo pensé que
quizás habían estado discutiendo sobre mí. Fuera por la razón que fuera, el caso es que Jacob
empezó una rutina de ejercicios para fortalecer su pierna herida y recuperar la forma después de
su postración. Pero incluso eso se convirtió en rivalidad y Dirk también empezó a, como dicen
ahora, «trabajar los músculos». Todo lo que tú sabes hacer yo lo sé hacer aún mejor, siempre así.
Intenté protestar, temerosa de que la herida de Jacob se abriera de nuevo, pero él no me
escuchaba. No podía continuar así, decía él; tenía que escaparse y reunirse con los suyos.

Debería explicar que el avance de las tropas aliadas en Holanda no fue tan rápido como
habíamos esperado. Oíamos las noticias del frente en la radio. Pero las noticias de lo que sucedía
en los pueblos y aldeas de los alrededores nos llegaban gracias a la gente que se acercaba a la
granja pidiendo comida o por las cartas que recibíamos de vez en cuando de parientes y amigos.
Así nos enteramos de que los alemanes habían evacuado completamente Oosterbeek después de
la batalla. Habían destruido la mayor parte del pueblo. Pero nadie podía visitar lo poco que
quedaba sin un permiso especial expedido por las autoridades alemanas. A principios de octubre,

96
por fin me llegó una carta de mamá. Ella y papá estaban viviendo con unos primos de papá en
Apeldoorn. Describía con qué urgencia buscaban los alemanes hombres de entre dieciséis y
cincuenta años para trabajar para ellos. Colgaban carteles que rezaban que recibirían un buen
salario y que sus familias disfrutarían de raciones de alimentos extra. Pero no se presentaron
muchos voluntarios. Al cabo de poco tiempo comenzaron a dejar a hombres muertos por las
esquinas, cuyos cuerpos mostraban señales de haber sido torturados, con un pequeño letrero
cosido a la ropa: terrorista. Eso era un intento de atemorizar a la gente, y por supuesto lo
lograron. Mamá vio vagones enteros llenos de hombres seguidos por largas hileras de otros que
iban a pie escoltados por los soldados. Fue entonces cuando se llevaron a papá, aunque ella
entonces no me lo dijo. Se entregó para evitar represalias contra mamá o sus primos si intentaba
esconderse y acababan encontrándolo.
Otra gente nos contó que en Groningen, una de nuestras ciudades más septentrionales, en
Amersfoort, situada en el centro del país, al oeste de La Haya y en Deventer, cerca de la granja,
al este, la situación era idéntica. En todas partes. Entonces conseguimos comprender a qué se
referían en las noticias de la radio inglesa al decir que cuando los aliados liberaron Maastricht,
una de nuestras ciudades más meridionales, cerca de la frontera con Bélgica, casi no quedaban
hombres. A la desgracia de que se los hubieran llevado para hacer trabajos forzados se unía el
hecho de que no pudieran colaborar con el ejército británico cuando éste llegó.
Conforme nos iban llegando estas noticias, Dirk sobre todo, pero también Henk, se iban
enojando cada vez más. Se sentían frustrados porque estaban «encerrados», como decían ellos,
sin hacer nada que contribuyera a derrotar al odiado enemigo que había ocupado nuestro país y
nos había infligido un castigo semejante. Decían que seguir así era de cobardes. Sus
bravuconadas se transformaron en amarga beligerancia. Mientras cumplían con sus obligaciones
en la granja y durante la noche, en el hervidero de su escondite, ideaban un plan tras otro para
sorprender a los alemanes y matarlos. Hablaban de bombas de fabricación casera diseñadas para
volar los puestos de mando alemanes, de esperar emboscados a la llegada de patrullas, de tensar
sirgas en los caminos al paso de soldados en motocicleta o en bicicleta. Cualquier cosa, daba
igual lo descabellada que fuera. El señor Wesseling les pidió que tuvieran un poco de paciencia.
Según él, los aliados no tardarían en llegar y era más importante disponer de jóvenes como ellos
para ayudar a reconstruir nuestro país después de la liberación que arriesgar la vida con esos
peligrosos planes que más valía dejar para los expertos de la Resistencia. El señor Wesseling le
suplicó a su hijo que lo escuchara y que no cometiera ninguna imprudencia, y Henk, que yo sabía
que tenía mucha influencia en Dirk si creía firmemente en algo, y yo, lo intentamos. Pero yo
también sabía que Dirk podía influir mucho en Henk. Desde que se conocieron de niños se
hicieron tan amigos que lo que uno hacía el otro lo imitaba por pura lealtad. Y Henk, aunque era
el más inteligente y el más racional de los dos, también era capaz de soportarlo todo con mayor
facilidad y, en consecuencia, acababa siendo el segundo de a bordo. Con Dirk tan dispuesto a
hacer una locura yo sufría por el bienestar de Henk. Mientras esto ocurría, Jacob se mantenía
callado, y muy prudente, porque si se hubiera puesto de mi parte eso no habría hecho más que
alimentar la rabia de Dirk.

Quizá las cosas habrían acabado mucho mejor si ese anochecer no nos hubieran vuelto a
inspeccionar la casa. Ni siquiera parecieron hacerlo con mucho interés. Los vimos llegar con el
suficiente tiempo como para que los chicos se escondieran. Los soldados tenían la orden
correspondiente, pero era evidente que en realidad no esperaban encontrar lo que buscaban
(hombres de la edad apropiada para llevárselos, suponíamos nosotros). En lugar de eso, el oficial
al mando sugirió que se irían sin causar demasiadas molestias a cambio de unos cuantos víveres
de los que escaseaban más. Se marcharon con un saco lleno de queso artesano, huevos y un
pastel de mantequilla además de con nuestra más profunda aunque disimulada rabia.

97
Cuando Dirk se enteró de lo ocurrido se enfureció y le gritó a su padre que cediendo de esa
manera, lo único que se aseguraban eran más inspecciones, más frecuentes y en las que les
pedirían cada vez más comida. Y así sucesivamente, cada vez peor. Y si nos negábamos
destrozarían la granja con el pretexto de buscar lo que fuera, hombres, armas, radios ilegales, la
excusa que se le ocurriera al oficial de turno. Y si eso ocurría, seguro que acabarían por
descargar el heno de la galería del establo y descubrir el escondite.
—Ya sabéis cómo son. Hay que hacerles seguir las reglas, porque si no te desprecian y hacen
contigo lo que les parece. Coger comida sin una autoridad oficial va contra las reglas. Y ellos lo
saben. Ahora hemos violado las reglas, les hemos dado comida como para que se hartaran y
volverán a por más. Aquí ya no estamos seguros.
Esa noche me fui a la cama abatida y preocupada.
A la mañana siguiente, Dirk y Henk se habían marchado. Se habían llevado el arma de Jacob con
munición. Habían dejado una nota, una cada uno escrita a toda prisa, Dirk a sus padres y Henk a
mí. Todavía tengo la de mi hermano.
Dirk me escribió una línea al final.
Nunca más volví a ver a Henk.

Querida hermana:
No podemos esperar más. Tenemos que contribuir a liberar a nuestro país del enemigo. Dirk
tiene razón. Ahora los alemanes inspeccionarán la granja cada vez con más frecuencia. Más
tarde, cuando los aliados se acerquen, se harán con ella para utilizarla como puesto de vigilancia
o como bastión para colocar sus tropas. Si, o mejor dicho, cuando eso ocurra nos capturarán de
todos modos. Y entonces los alemanes nos harán hablar; también a ti y a los demás. Las
sabandijas aún se comportan peor en situaciones desesperadas. Es mejor que Dirk y yo nos
vayamos ahora que tenemos la posibilidad de luchar antes que esperar a que nos capturen o nos
maten o nos obliguen a trabajar para ellos. Esto también es lo mejor para ti. Te harían más daño
si nos encontraran en la granja. Por esa razón tienes que ayudar a Jacob a que se recupere pronto
para que se marche cuanto antes. No tardéis demasiado.
He decidido intentar ponerme en contacto con la Resistencia y, si no nos aceptan, nos uniremos
al ejército británico al sur del país. Tendríamos que haberlo hecho hace meses. En cualquier caso
antes de la batalla que destruyó nuestro hogar.
Sé que estarás enfadada. Te habría contado nuestro plan pero no hubiera sido lo suficientemente
fuerte como para enfrentarme a tus lágrimas. Debo hacer esto que hemos decidido. Por lealtad a
Dirk y también por mi propio orgullo. Espero que lo entiendas.
No te preocupes, Dirk y yo te veremos muy pronto, cuando lleguemos para traer la libertad.
Hasta entonces, querida hermana, cuya vida es más importante que la mía propia y, sobre todo,
cuídate mucho,

Tu hermano, Henk.
Te llevo en el corazón. Con todo mi amor, Dirk.

98
POSTAL

Un puente demasiado lejos.


BROWNINGY, Teniente general F. A. M.

Todavía tengo pesadillas tan violentas que mi mujer se


despierta con moraduras. No guardo rencor; he disfrutado
de casi cincuenta años más que esos pobres diablos que
yacen en el cementerio de Oosterbeek.
Entonces parecía buena idea.
Fue una apuesta; algunas veces se gana y otras se pierde.
Esa vez perdimos.
JOE KITCHENER, sargento del Estado Mayor. Regimiento de
pilotos de vuelo sin motor de la batalla de Arnhem.

Domingo 17 de septiembre de 1995 08:00. Jacob se despertó con el sol matutino que entraba por
la ventana del cuarto de invitados del apartamento de Geertrui, en el Oudezijds Kolk de
Amsterdam. La luz atravesó la neblina de lo que se convertiría en un día de finales de verano
cálido y resplandeciente, libre de la lluvia que salpicó los tres primeros días de su viaje.
De camino al baño no vio ni oyó a Daan, ni rastro de él. Pensó que estaría durmiendo tras la
pantalla china que había más allá de la cocina. Después de darse una ducha rápida y de usar el
inodoro, se vistió, por fin, con su ropa. Sudadera negra, vaqueros azul verdoso, calcetines rojos y
botas Ecco de color tostado. Se sintió más él mismo que nunca desde que llegó a Holanda y
desayunó un té y una tostada con miel, intentando no hacer ruido para no molestar a Daan y
evitar su antipatía matinal, aunque le resultaba bastante difícil tratándose de una cocina aún
desconocida. Tenía demasiadas cosas en la cabeza para sentirse aliviado. Los sentimientos que
Geertrui le había despertado el día anterior se unieron a lo que anticipaba para ese día.
Después de dejar a Geertrui, Daan lo había acompañado a casa de los Van Riet a recoger sus
pertenencias, donde comieron con el señor Van Riet. Durante casi toda la comida, Daan y su
padre hablaron de asuntos familiares en holandés, y se disculparon de vez en cuando por hacerlo.
En realidad, Jacob se alegró de que lo hicieran porque no estaba de humor para charlas
diplomáticas. La visita a Geertrui lo había trastornado hasta un punto inimaginable.
Cuando regresaron a Amsterdam, Jacob se dio un buen baño caliente y se pasó el resto de la
noche solo, contento de que Daan tuviera una cita y de que no volviera hasta tarde. Era un alivio
poder estar solo, después de la compañía constante de extraños, con todos los placeres del
apartamento sólo para él. Rebuscó entre los libros, encendió el increíble equipo de música, miró
lo que hacían en la multitud de canales de televisión y de vez en cuando espió por las ventanas
delanteras lo que ocurría en el hotel. Es sorprendente cuánta gente deja las cortinas descorridas,
como si las habitaciones fueran pequeños escenarios, mientras actúan en pequeñas funciones
teatrales. Como deshacer el equipaje, desvestirse, contar dinero, maquillarse o descansar sobre la
cama en ropa interior. Daan le había contado que él había visto a parejas heterosexuales y
también homosexuales haciendo el amor, a una chica desnuda bailando por su habitación y esa
clase de espectáculos. Pero ¡cómo no!, con su suerte, pensó Jacob, lo único excepcional que
consiguió ver fue a un hombre maduro y de una obesidad extraña vestido sólo con camiseta
interior y calzoncillos intentando cortarse las uñas de los pies, empresa que abandonó después de
varias contorsiones imposibles para alcanzar los dedos con el cortaúñas.

99
Pero hasta que se quedó dormido, poco después de las doce, Jacob no dejó de meditar sobre la
hora que pasó con Geertrui, en un intento de reordenar sus confusas emociones. A la mañana
siguiente, la incomodidad era tal que le resultaba dolorosa.
Después de desayunar se dirigió sigilosamente hacia la cocina, pisando la fría superficie de
baldosas españolas, pasando por la pasarela y por la cubierta superior hasta llegar a su
habitación, donde metió su cámara Olimpia y un chubasquero de PVC que le había prestado
Daan por si llovía en una bolsa de plástico con un logotipo y la palabra BIJENKORF (colmena, lo
había mirado en el diccionario la noche anterior) impresa.
Faltaban diez minutos para que la señora Van Riet fuera a buscarlo. Cogerían el tren de las 9:32
hacia Utrecht, donde, según los cálculos del meticuloso señor Van Riet, que por algo era
contable, llegarían a las 10:00 al andén 12a y saldrían del andén 4b seis minutos más tarde en un
tren que llegaría a Oosterbeek a las 10:47. Entonces dispondrían del tiempo justo para llegar al
cementerio de la batalla a las 11:00, cuando la ceremonia principal estuviera a punto de empezar.

Domingo 11 de septiembre de 1944, sur de Inglaterra. A las 9:45 de un día que amaneció con
neblina pero que luego se volvió claro y soleado, los aviones 332 de las Fuerzas Aéreas
británicas y los 143 de las americanas, junto a 320 pilotos de avionetas sin motor ya
enganchadas para que los correspondientes aviones pudieran arrastrarlas a sus zonas de
aterrizaje, transportaban un total de unos 5.700 hombres con su equipo, incluidos desde jeeps
hasta armas de artillería ligera. Todos ellos preparados para despegar desde ocho bases aéreas
británicas y catorce americanas repartidas por todo el condado de Lincoln y el de Dorset, en la
mayor operación paracaidista nunca emprendida.
El resto del total de 11.920 hombres que iban a luchar en la batalla llegaría en una segunda
oleada al día siguiente, el lunes y saltaría en las zonas de aterrizaje para paracaidistas de los
campos cercanos al pueblo de Wolfljeze, a unos cinco kilómetros al oeste de Oosterbeek y a
unos once kilómetros de su objetivo, el ahora famoso «puente demasiado lejano» sobre el bajo
Rin en el centro de Arnhem, a unos veinte kilómetros de la frontera alemana.
Soldado James Sims, diecinueve años, perteneciente a la compañía 5, al segundo batallón del
Regimiento de los Paracaidistas de la Primera División de las Fuerzas Aéreas, en la Batalla de
Arnhem

El sábado por la noche casi todos nos relajamos; unos jugaban al fútbol y otros a los dardos.
Algunos leían y otros escribían cartas. Me fui al comedor y me senté en una silla, con los pies
apoyados en la cocinilla, que estaba apagada. El gato se me subió al regazo y ronroneó mientras
yo le acariciaba la oreja. Uno de los de la compañía C me había enseñado un panfleto religioso
que le acababan de mandar desde casa en un paquete. En él había un dibujo de un molino de
viento y bajo él las palabras: Perdido en el Zuider Zee. Pensó que era un mal presagio. Desde
luego era una extraña casualidad [porque la operación era secreta]. Al final lo olvidamos y yo
dormí de maravilla.
El domingo comenzó como cualquier otro día, aunque yo sentía cierta tensión en el estómago.
«Desayunad bien —nos dijeron—, no se sabe cuándo volveréis a probar bocado...»
A Geordie, el más joven, y a mí nos avisaron para que nos preparáramos. Como no hacía mucho
que estábamos en el batallón nos escogieron para llevar las bombas y nos entregaron dos arneses
con seis bombas de mortero de cuatro kilos y medio cada una para que cargáramos con ellas
hasta que hubiera que utilizarlas. Nos dieron dinero holandés, mapas, serruchos, cuarenta
cartuchos de munición para rifle del 303, dos granadas del 36, una granada antitanques, una
bomba de fósforo y un pico y una pala, además de los rifles que ya teníamos. [Sims, págs. 50-1]

100
Comandante Geoffrey Powell, al mando de la compañía C, batallón de paracaidistas 156,
cuarta brigada de paracaidistas, llegó en la segunda oleada

Otra vez llegaba la hora de la dura labor de enfundarse el equipo para saltar. Sobre el uniforme y
la chaqueta de paracaidista ya llevaba encima todo el equipo: la mochila con mapas, la linterna y
otros objetos, como por ejemplo la máscara de gas, la cantimplora, la brújula, la pistolera y un
estuche lleno de munición. Sobre el pecho llevaba dos bolsas repletas de cargadores para la Sten
y granadas de mano. Entonces me coloqué sobre el estómago otra bolsa que me até alrededor de
la cintura con dos raciones de subsistencia para dos días, un plato de hojalata, calcetines de
repuesto. Alrededor del cuello llevaba los prismáticos y un chaleco antibalas, y en el bolsillo de
mi chaqueta de paracaidista una jeringuilla con morfina y mi boina roja. Sobre esto me puse la
chaqueta de tela vaquera de saltar, que servía para mantenerlo todo en su sitio y para evitar que
las cuerdas del paracaídas se engancharan en las múltiples protuberancias. Al final me coloqué
un chaleco salvavidas Mae West, con una red de camuflaje alrededor del cuello y del casco de
paracaidista, que estaba hecho de acero y cubierto de malla. En la pierna derecha me até entonces
una gran bolsa en la que puse la Sten, un enorme walkie-talkie de forma oblonga y una
herramienta para cavar trincheras. Al quitar un pasador, un mecanismo soltaba esta bolsa en el
aire de manera que oscilaba a mis pies sujetada por un cordel y luego alcanzaba tierra antes de
que yo lo hiciera. Después, el soldado Harrison me ayudó a colocarme el paracaídas, y yo le
ayudé a él. A continuación probamos los dispositivos de apertura rápida para asegurarnos de que
funcionaban bien... Tras darle muchas vueltas, decidí llevarme dos lujos, una boina roja y un
libro de poesía inglesa editado por Oxford. [Powell, págs. 19-20]

Muy puntual, a las nueve y cuarto, la señora Van Riet llamó al timbre del apartamento de su
madre. Jacob cogió la bolsa de Bijenkorf y bajó rápidamente por la empinada pasarela hasta la
planta principal, y estaba ya atravesando la puerta cuando oyó la voz de Daan desde detrás del
biombo:
—Que tengas un buen día —dijo, parodiando el cliché de la familia feliz hasta tal punto que
Jacob pensó que se burlaba de él—. Recuerdos a mi madre —añadió con aún menos naturalidad.
De repente, una voz femenina que Jacob no conocía musitó:
—Tot ziens, Engelsman.
—Hasta luego —respondió Jacob de manera automática.
De camino a la calle, Jacob se preguntó quién sería la compañera de cama de Daan.
La señora Van Riet lo esperaba en el stoep provisional, con su pelo corto ya canoso que hacía
juego con un abrigo tres cuartos gris con capucha bastante amplio que llevaba sobre un vestido
de lino por debajo de la rodilla con dibujos abstractos, en tonos grises y azulones. Llevaba
también un bolso de piel tostada muy desgastado, del color de las botas de Jacob, que le colgaba
desde el hombro hasta la cintura. En los pies, unos zapatos fuertes marrón oscuro. Parecía
cansada pero sonrió para darle la bienvenida, poniendo buena cara, del mismo modo, pensó
Jacob, que lo hacía su madre antes de la operación. «Cara de ir tirando», la llamaba Sarah. En ese
preciso instante se sintió culpable y tuvo el impulso de hacer lo posible para alegrarla y evitar ser
una carga.
Se dieron los buenos días y estrecharon las manos, una especie de formalidad que a Jacob le
parecía un poco anticuada pero que aun así le gustaba. Sintió de nuevo, como cada vez que veía a
la señora Van Riet, que ella era cautelosa con él. O bien, decidió mientras caminaban juntos, era
simplemente tímida. No como su madre o su propio hijo, ni tampoco como su extrovertido
esposo. Se mostró comprensivo con ella, como hacen las personas que encuentran en los demás
los mismos puntos débiles que ellos tienen y de los que se avergüenzan.

101
—Mi hijo —dijo la señora van Riet— no es capaz de ocuparse de ti como debe ser. Preferiría
que te quedaras en casa con nosotros.
Quizá fuera tímida, pero lo que estaba claro es que era directa.
—Estoy bien allí, gracias. Ese piso es maravilloso.
—Sí, el apartamento de mi madre es, digamos, original. Pero la vida que lleva mi hijo... Bueno,
mientras no sea un completo desastre contigo... Supongo que por ser joven tú lo entiendes más
de lo que yo lo apruebo. Soy muy conservadora, eso es lo que me dice mi hijo. —Hizo una
pequeña pausa—. Estás invitado a venir a nuestra casa en Haarlem cuando quieras.
—Gracias, pero, en serio, estoy bien. Daan se ha portado estupendamente conmigo. Me cae muy
bien.
—Me siento responsable de ti hacia tu familia.
—Tengo diecisiete años, casi dieciocho, señora Van Riet. Me las puedo arreglar solo, en serio.
Le agradezco mucho que se preocupe por mí.
—Sería más fácil que me tutearas y me llamaras Tessel, si te parece bien.
—Sí, gracias.
Atravesaron la calle Prins Hendrikkade por el cruce que lleva a la estación, y estaban demasiado
ocupados mirando los semáforos y evitando el tráfico, especialmente los tranvías y autobuses
que circulaban sin orden ni concierto y los auténticos ríos de gente, como para mantener una
conversación. La entrada de la estación estaba aún más abarrotada que el día anterior. En medio,
bloqueando un poco la entrada, había un gran círculo de gente agolpada en torno a un sexteto de
músicos callejeros vestidos con trajes regionales (¿peruanos?). Tocaban una melodía
desenfadada con sus zampoñas y sus rechonchos tambores. Dentro de la estación, el vaivén de la
gente que viaja los domingos. Tessel condujo a Jacob directamente hasta el andén.
—He comprado tu billete antes —dijo, al tiempo que se lo entregaba—. Quédatelo por si nos
separamos. ¡Y cuidado con los carteristas! —dijo con una sonrisa mientras agarraba con fuerza
su bolso.
Tuvieron que esperar unos minutos en el andén y Tessel le preguntó:
—¿Te has enterado de que los soldados veteranos saltaron ayer en paracaídas?
—No.
—Varios de los hombres que lucharon en la batalla. Lo he leído en el periódico esta mañana. Se
tiraron ayer en los mismos campos en los que aterrizaron en 1944. ¡Imagínate! La mayoría tienen
setenta y muchos años. Lo iban a hacer para el cincuentenario, pero el tiempo no lo permitió.
Para más seguridad todos iban atados a otro soldado joven.
—¡Increíble!
—Yo también lo pensé. Creo que en el periódico ponía que uno de ellos tiene ochenta años —se
rió—. Y otro preguntó si se tenía que quitar la dentadura postiza para no tragársela al aterrizar.
Jacob se rió también.
—¿Y los tuvieron que recoger en trocitos?
—Parece ser que no. Cuando se lo he dicho a mamá por teléfono esta mañana me ha dicho que le
habría gustado verlo.
—Quizá le hubiera gustado saltar a ella.
—Pues sí. Ya veo que vas entendiendo a mi madre.
—Me recuerda a Sarah. Así es como habría reaccionado ella.
—Mi madre los vio caer el día que empezó la batalla. ¿No te lo dijo?

102
—No.
—Me sorprende.
Llegó el tren.
Se sentaron juntos y Tessel siguió con la conversación como si no hubiera habido interrupción
alguna.
—Le encanta contar esa historia. Yo la he oído miles de veces desde que era niña.
—No hablamos mucho de la guerra.
—Pensaba que lo haríais. Después de que te fueras, Geertrui se quedó muy callada. No dijo nada
de tu visita.
Ese comentario en realidad era una pregunta.
—Ella, tu madre...
—Geertrui.
—Bueno, Geertrui. Lo siento, no lo sé pronunciar muy bien.
—Es como vuestro Gertrude.
—Sí. Gertrude. La madre de Hamlet.
Lo intentó una y otra vez sin muy buenos resultados.
Se rieron de su incompetencia a la hora de imitar lo que a él le parecía una especie de gargarismo
seguido por un mugido en rui.
El tren se puso en marcha.
Una vez salieron de la estación, Jacob le dijo:
—Me preguntó por qué vivo con mi abuela. Creo que me extendí demasiado. Malgasté
demasiado tiempo. Me puse un poco nervioso al conocerla, para serte sincero.
—Le ocurre a mucha gente. Incluso a mí a veces, debo admitir. Hasta a las enfermeras. Les cae
muy bien pero a la vez las intimida un poco.
—Me pidió que volviera a verla mañana. A lo mejor entonces me habla de la batalla.
Tessel se quedó helada. De la manera que estaban sentados, al lado y bastante juntos, le parecía
difícil volverse para verle la cara sin parecer grosero.
—Estamos pasando momentos muy difíciles —dijo—. Supongo que lo entiendes.
—Sí.
—Geertrui es una mujer muy decidida.
—Sí.
—Como te dije, te invitó sin consultarnos nada a nadie. Ni a mí ni a mi marido en todo caso. No
sé si a Daan le dijo algo. Se llevan muy bien. A mí me avisó de que venías un par de días antes
de tu llegada.
Entonces Jacob sí se volvió para mirarla a la cara.
—Eso me resulta vergonzoso.
—No, no. No es culpa tuya. No te lo tendría que haber dicho. Lo único que quiero decir es que
mamá siempre se ha andado con muchos secretos. Es muy decidida... obstinada más bien. Y
ahora es incluso peor porque los medicamentos que le dan para combatir el dolor la aturden. —
Se encogió de hombros—. Qué le vamos a hacer...
Jacob miró más allá del pasajero que tenía enfrente, una mujer, cuyas rodillas casi rozaban las
suyas. Miró más allá, pero miró sin ver nada. Se acordó del momento en que Tessel lo fue a
recoger al aeropuerto, como habían acordado con Sarah por teléfono. Le había parecido tensa y

103
brusca, incluso impaciente. Se preguntó si ese comportamiento era algo típicamente holandés o
era sólo su manera de ser. Ella también estaba nerviosa, se le cayeron las llaves del coche, se
equivocó de salida en la autopista, se disculpó por hablar mal en inglés (cosa que sorprendió a
Jacob porque a él le pareció que hablaba muy bien y se avergonzó de no haberse tomado la
molestia de aprender ni una palabra de holandés); ese tipo de cosas. Ya en casa, le enseñó «su»
habitación (todavía del Daan adolescente, a juzgar por los pósters, la ropa y lo demás, todo
intacto como en un museo), le dio unos minutos para instalarse y entonces le hizo sentarse con
una taza de café holandés bastante fuerte y le explicó un poco nerviosa que no podría ocuparse
mucho de él durante su estancia. Lo llevaría a Oosterbeek el domingo. Hasta entonces se tendría
que buscar algo que hacer. Por supuesto, Jacob dijo que de acuerdo, que no pasaba nada, que se
las arreglaría. Y entonces la historia de Geertrui y su invitación se le escapó, como si no pudiera
guardar el secreto durante más tiempo. En ese momento quiso que se le tragase la tierra, sintió
que era una molestia y deseó no haber ido.
El señor Van Riet sugirió que debería visitar la casa de Ana Frank al día siguiente, y luego se
pasó una hora y media, primero explicándole el sistema de ferrocarriles, luego enseñándole el
mapa del centro de Amsterdam para indicarle dónde estaba la casa de Ana Frank y cómo llegar
en tranvía. Eso le condujo al tema de los tranvías en la ciudad y a enumerar una serie de lugares
que el señor Van Riet pensó que Jacob querría visitar: el Rijksmuseum, para ver los cuadros de
Rembrandt y de Vermeer, el Museo de Historia. En este último, según dijo, había una exposición
muy interesante sobre el crecimiento de Amsterdam a lo largo de los siglos y una maqueta que
mostraba cómo se construían las casas a partir de robustos marcos de madera con su base en
plataformas de troncos sumidos en la arena saturada de agua, que era y sigue siendo lo único que
había allí, probando, según dijo entre risas, que la Biblia se equivoca al afirmar que una casa
construida sobre arena no puede durar. En Amsterdam hay calles enteras de casas construidas
sobre una base de arena y todavía están allí y conservan toda la elegancia y la belleza de cuando
fueron construidas. Para ver bien esas casas sin perder mucho tiempo y desde una buena
perspectiva, el señor Van Riet le aconsejó que se montara en uno de esos barcos para turistas que
surcan los canales. Le marcó en el mapa los puntos donde podría montarse en uno de esos barcos
y le indicó cuánto le costaría el billete. Eso recordó al señor Van Riet que se tenía que asegurar
que Jacob entendía el dinero holandés, lo que incluyó un pequeño discurso de diez minutos sobre
el significado de los dibujos y los grabados de los billetes y monedas, seguido de una
comparación con la divisa británica y de su valor relativo. Entonces se produjo una digresión
sobre la importancia de que la moneda única europea entrara en vigor cuanto antes, a pesar de
que consideraba que era una pena que los diseños propuestos no tenían ni el atractivo ni el gusto
del dinero holandés actual. Pero el comercio y las ventajas políticas y económicas eran más
importantes que el aspecto físico de la moneda en sí. No debemos olvidar que lo que ayudó a
Hitler a conquistar el poder fue la inestabilidad económica y una moneda débil. Sí, y la
intolerancia y los prejuicios racistas. Pero la estabilidad económica y una intensa actividad
comercial eran los factores esenciales para la salud de una nación.
Después de semejante lección magistral (Jacob no había abierto la boca mas que para emitir los
necesarios sonidos que indican que uno entiende lo que oye y para hacer una o dos preguntas con
el fin de mostrar interés) el señor Van Riet sugirió que Jacob lo acompañara, a él y al perro de la
familia (un terrier muy juguetón, pero un poco viejo y baboso, además de algo apestoso) a dar su
paseo nocturno. Y mientras paseaban, el señor Van Riet le facilitó la dirección de Daan y añadió
que no se lo dijera a su esposa. Había problemas familiares entre ella y su hijo en ese momento,
relacionados con el estado de su madre. La señora Van Riet estaba muy irritada. Pero Jacob no
tenía por qué preocuparse.
—Ya sabes cómo son las mujeres —se rió—, especialmente las de cierta edad.
Daan estaría encantado de ayudarle si lo necesitaba y, el señor Van Riet sabía que a Daan le
encantaría conocerlo de todos modos.

104
Todo eso hizo que Jacob se sintiera extraño y que deseara con todas sus fuerzas no haber hecho
ese viaje.

James Sims
Trepamos a bordo del avión Emplane, se llamaba. Los dos motores [del Douglas Dakota C-47
Skytrain] se pusieron en marcha entre rugidos, el avión dio un bandazo y empezó a rodar por el
asfalto. Los pilotos americanos colocaron los aviones en forma de V. Nuestro avión volvió a dar
otra sacudida antes de llegar a la cabeza de la pista y se detuvo. También tambaleándose a ambos
lados teníamos otros dos aviones y detrás otros tres.
El avión empezó temblar con fuerza conforme aumentaban las revoluciones del motor.
Empezamos a coger velocidad y en un instante estábamos recorriendo la pista como un rayo. El
ruido pasó a convertirse en una lluvia de alaridos cuando el vehículo empezó a dar sacudidas.
Pegamos la cara a las ventanillas y nos despedimos con la mano de nuestros camaradas del otro
avión. Parecía que no íbamos a pasar de la valla de la pista, pero de pronto un leve cambio en el
movimiento del avión nos indicó que estábamos en el aire. El teniente nos confirmó que así era
al levantar las manos y sonreír. Eran aproximadamente las 11:30 a.m., y llegaríamos a Holanda
antes de acabar de comer, lo que nos hacía reflexionar.
Mirábamos cómo nuestra tierra querida menguaba al ir tomando altura. El Dakota era un avión
lento y completamente desarmado. Cuando nuestra flota aérea llegó a la costa formamos filas
con nuestra escolta de cazas, la mayoría Hawker, Tempest y Typhoon de las Fuerzas Aéreas
británicas armados con cañones y cohetes. Nos habían prometido «la mayor escolta aérea
posible», que equivalía a un millar de aviones, lo que era muy reconfortante.
La imponente armada aérea cruzó el mar del Norte y nos acomodamos para el viaje. Nos
sentamos ocho a cada lado del fuselaje estriado, en una especie de bancos. Éramos una mezcla de
sangre típicamente británica: ingleses, irlandeses, escoceses y galeses. Algunos de la ribera del
río Tyne, al noreste de Inglaterra, otros de la zona de Liverpool, de los barrios del este de
Londres, o, como Brum, de las Midlands, o de los condados de Cambridge, de Kent y de Sussex.
En nuestra sección había tres hombres de Brighton. Algunos de nosotros habían sido
dependientes, otros granjeros y vendedores callejeros, había incluso un cazador furtivo.
El teniente Woods, que sería el primero en saltar, se había sentado cerca de la puerta, que estaba
abierta. Yo saltaría en decimoquinto lugar, y el último sería Maurice Kalikoff, un sargento ruso,
judío, «un soldado de primera y una de las mejores personas que jamás he conocido». Intenté
convencerme de que estaba a punto de hacer lo que siempre había soñado. Tenía que ver con la
boina roja, con las alas y con el sueldo de paracaidista. Estábamos volando a mil doscientos
veinte metros de altura sobre masas de nubes de algodón que reflejaban la luz del sol y me
hacían pensar que había alcanzado el cielo. Fue uno de esos momentos totalmente bellos. El
Dakota atravesó el mar con un gran zumbido. Era imposible hablar, así que nos dedicamos a
dormitar, a leer...
Ya próximos a la costa holandesa, nos dijeron que nos agarráramos fuerte porque estábamos a
punto de atravesar las nubes para bajar hasta unos seiscientos metros del suelo. Aún estábamos
en el mar del Norte cuando una embarcación alemana abrió fuego contra nosotros. Por suerte era
sólo un pequeño bote y no disponían más que de una ametralladora. El piloto americano se dio a
la fuga inmediatamente y nosotros nos abrazábamos con fuerza los unos a los otros, incluso por
los pies, mientras nos amontonábamos, alarmados. Vimos fascinados cómo se nos venía encima
una ráfaga de balas, al principio parecían ir bastante despacio pero luego pasaron a toda
velocidad por la puerta del avión, como avispas enfadadas.
Entonces nos informaron de que estábamos justo a punto de sobrevolar la costa holandesa. El
estómago me dio otro vuelco. Toda la línea costera de Holanda, que los alemanes se habían
ocupado de inundar para evitar aterrizajes aliados, era una cadena de tierra, parecida a la espina
105
dorsal de un animal prehistórico ya extinto. Conforme nos adentrábamos en el país, el agua poco
a poco iba mostrando bandas de suelo y por fin campos enteros.
[Sims, págs. 51-5]

El cambio de tren en Utrecht resultó bastante sencillo pero los andenes y las escaleras estaban
atestadas. Se sentaron juntos, de nuevo esta vez Jacob al lado de la ventana para poder admirar
mejor el paisaje. Al desplazarse hacia el este, el relieve se volvía más accidentado, había zonas
de bosque y el entramado de los canales no se hacía tan evidente.
—¿Sabes mucho sobre la batalla? —preguntó Tessel.
—Yo no diría que mucho; he leído un par de libros porque me interesa el tema; por el abuelo, ya
te lo puedes imaginar. Y por supuesto he visto la película. Anthony Hopkins de gallardo oficial.
Estuvo bastante bien. No creo que fuera así en la realidad.
—Las películas nunca se parecen a la realidad, en mi opinión. ¿Cómo van a parecerse?
—Uno de los libros que leí era un libro de historia en toda regla. Pero el que más me gustó fue el
otro, escrito por un joven soldado que participó en la guerra, no como oficial sino como soldado
raso. Como mi abuelo, supongo. No es que sea literatura de altos vuelos pero me gusta porque
entra en los detalles en los que no se detienen los libros de historia escritos por historiadores
profesionales que intentan cubrir toda la batalla. Cuenta cosas que sólo se pueden saber si uno ha
estado in situ. Y al ser un soldado del pelotón, no un oficial, lo ve todo desde un ángulo distinto
al de los historiadores y los oficiales. Además, no es jingoísta, ya me entiendes. Pero está muy
orgulloso de haber estado allí y de haber hecho lo que hizo. Así que es una historia interesante en
sí y a la vez es la historia de la batalla.
—Yo nunca he leído nada sobre la batalla. Después de todo lo que me contó mi madre se me
quitaron las ganas. Además, todas las guerras son terribles, aterradoras, no me gusta saber de
ellas. Y esa guerra, la guerra de Hitler, ha sido tema de tantos debates aquí en Holanda una y otra
vez que parece que se acabó ayer. Me gustaría que la gente lo dejara ya. Tanto dolor, ¿por qué
seguimos recordándolo constantemente? Sería mejor que nos olvidáramos de él. Pero la gente
dice que no, que no hay que olvidar para que no se vuelva a repetir jamás. Y yo me pregunto:
¿Acaso la raza humana ha olvidado nunca sus guerras? ¿Y eso ha evitado que hubiera más?
—No lo sé. Pero no estoy totalmente de acuerdo. ¿Conoces el Diario de Ana Frank?
—Claro, creo que todo el mundo lo conoce, ¿no?
—¿Y sabes cuánto deseaba convertirse en una escritora famosa? Bueno, empezó a rescribir su
diario al poco tiempo de su captura porque escuchó en la radio a uno de los ministros holandeses
pidiendo a los ciudadanos que guardaran cartas, diarios y cosas así que hubieran escrito durante
la ocupación porque después de la guerra lo llevaría todo a una biblioteca nacional para que en el
futuro todo el mundo pudiera leer cómo era la realidad de la gente durante la guerra y no tuvieran
que confiar ciegamente en los libros de los historiadores.
—Y lo hicieron. Es el Instituto Nacional de Documentación Bélica, en Amsterdam.
—¿No crees que fue una idea maravillosa? ¿No crees que es bueno saber cómo eran las cosas y
cómo era la gente antes? Me refiero a saber sobre lo que ocurrió por lo que los contemporáneos
escribieron.
—Sí, supongo que está bien, lo que no me gusta es que la gente hable de la guerra como si fuera
lo único que ha pasado nunca.
—Sí, es cierto. Siempre resulta aburrido cuando la gente habla y habla siempre de lo mismo.
Al decirlo pensaba en el señor Van Riet.
Tessel se rió:

106
—Sí, eso es verdad.
—A veces pienso en que ojala el abuelo hubiera dejado cartas o un diario. No es que quiera saber
sobre la batalla como tal, me gustaría saber cómo la vivió él. Qué hizo y qué le ocurrió. Todo tal
y como él lo vio. Me encantaría. Así, para mí estaría un poco más vivo. Quiero decir, tan vivo
como está Ana Frank en mi cabeza. Porque cuando puedes leer lo que alguien escribió, como
hizo ella, tienes la sensación de que estás viviendo en su tiempo, con ellos. En su mente, no sé si
me explico.
—Sí, te entiendo. Claro que, sobre él, Geertrui te puede explicar muchas cosas, pero no las cosas
a las que tú te refieres y de todos modos son sólo sus recuerdos. Y su memoria... bueno, no se
puede confiar demasiado en su memoria, lo digo por experiencia. La memoria indica lo que ha
ocurrido tal como a ella le hubiera gustado. O, eso creo yo.
—Eso es lo que dice mi padre. Siempre acusa a mi abuela de inventar a mi abuelo. Dice que el
hombre del que ella habla no es el que existió sino el que ella desea que hubiera sido.
—¿Y ella qué opina sobre eso?
Jacob se rió.
—Le da jarabe de palo.
—¿Qué?
—No, es una manera de hablar. Una... ¿metáfora?
—¡Ah! Sí, ya entiendo —dijo Tessel, riéndose—. Pero, ¡mira por la ventana! Estamos pasando
por los campos donde los hombres aterrizaron.
Una zona totalmente llana, dorada tras la cosecha, rodeada de árboles al fondo y con unos
cuantos abedules plateados junto a la vía del tren. Casi exactamente igual a como la recordaba a
partir de las fotografías aéreas que tomaron al aterrizar y, poco después, ya desde tierra firme.
Durante un momento muy singular le vino a la mente lo que había leído y lo relacionó con lo que
veía y sintió que estaba allí, no entonces sino durante la guerra, no en 1995 sino en 1944. Con su
abuelo, que entonces no era mucho mayor que él. De hecho, tenía la edad de Daan. Miró hacia el
cielo, casi desprovisto de nubes, y pensó: saltar juntos desde allá arriba sin saber qué peligros
acechan aquí abajo.

James Sims
Uno de los tripulantes americanos volvió y nos dijo que estábamos bajando más de doscientos
metros, preparándonos así para el momento clave. Nos pusimos el casco y nos ajustamos la
protección de la barbilla. Nos levantamos y tiramos de nuestras respectivas bolsas auxiliares, que
contenían seis proyectiles para mortero, pico, pala, rifle y un pequeño paquete y nos las
ajustamos a la pierna, colocando por encima unas tiras de malla especiales para más seguridad.
Como todos cargábamos con unos cuarenta y seis kilos de equipamiento, estábamos convencidos
de que descenderíamos con rapidez y sin oscilar demasiado. No seríamos un blanco fácil para el
enemigo. Nos colocamos en fila india, muy juntos. Con la mano derecha sujetábamos el
enganche de la bolsa auxiliar y la izquierda descansaba sobre el hombro del que estuviera
delante. De pronto alguien bromeó sobre quién debería saltar en primer lugar y otro siguió con el
mismo humor y, después de tocar mi paracaídas, me dijo:
—¡Oye! ¡Este en lugar de un paracaídas lleva una mochila con una manta vieja del ejército!
Era muy importante que siguiéramos rápidamente al primer hombre, ya que si titubeábamos el
resultado sería que al alcanzar la zona de aterrizaje estaríamos todos desperdigados. El teniente
Wood se quedó en la puerta, expuesto al aire, que le agitaba sin descanso la malla del casco. La
bombilla roja que había estado encendida se apagó y dio paso a otra verde parpadeante.
—¡Vamos!
107
El teniente desapareció. Anduvimos hasta la puerta del Dakota arrastrando los pies... tres...
cuatro... cinco... uno de los americanos de la tripulación había colocado una cámara
cinematográfica para filmar nuestro salto... seis... siete... ocho... un chico de Maidstone se volvió
y me dijo algo con una sonrisa en la boca, pero sus palabras se perdieron entre el estruendo de
los motores... nueve... diez... once... a través de la puerta vi un enorme Hamilcar sin motor que
estaban remolcando justo a nuestro lado. Se le había incendiado una de las alas, pero el piloto
levantó el puño con el pulgar hacia arriba... doce... trece... catorce... el hombre que tenía que
saltar justo antes que yo se encorvó ligeramente al hacerlo. Casi inmediatamente después de que
su casco desapareciera de mi vista yo salté, pero la estela me empujó y me sacudió como en un
remolino y se me enredaron las jarcias. Tuve que soltar el enganche de mi bolsa auxiliar para
intentar que no se me enredaran más aún porque si llegaba a la parte de arriba del paracaídas
estaba perdido. El ruido de los motores desapareció y por primera vez desde que salimos de
Inglaterra conseguí distinguir otros sonidos. A mi alrededor, los paracaidistas parecían brotar a
raudales de los Dakotas y me encontraba en medio de una tormenta de seda. Los paracaídas eran
de todos los colores del arco iris, era un panorama inolvidable. Yo era consciente de estar
participando en uno de los mayores descensos aéreos de la historia, pero mi entusiasmo se
atenuó cuando caí en la cuenta de que tenía un gran problema. Pero por suerte las jarcias estaban
girando en sentido contrario y se estaban desenredando mientras yo daba vueltas entre ellas.
Lejos de sentirme como un águila, en realidad me daba la sensación de que me estaban
ahorcando. Aunque mi paracaídas ya estaba abierto, me surgió otro problema. Tenía la pierna
derecha totalmente estirada por el peso de la bolsa auxiliar y no podía alcanzar el enganche para
tirar de ella y volverla a subir.
Abajo se desarrollaba una escena de confusión ordenada; miríadas de figuritas correteaban por la
zona de aterrizaje hacia las banderas de distintos colores que señalaban los puntos de encuentro
para los distintos batallones. Los sonidos de los gritos y los disparos eran cada vez más cercanos,
acompañados de vez en cuando por los de las ametralladoras. Los americanos nos habían dejado
justo en el centro de la diana y no tuvimos ningún problema para encontrar la bandera amarilla
que marcaba la zona donde el segundo batallón debía formar. Por todas partes se estaba
imponiendo cierto orden dentro del caos aparente conforme los paracaidistas, muy presurosos, se
iban organizando. El suelo, que antes parecía estar tan lejos, parecía acercarse a una velocidad
inusitada. Sufría al pensar en el momento de tocar tierra porque no controlaba mi pierna derecha
debido al peso de la bolsa auxiliar. Nos habían advertido que, al aterrizar así, lo más fácil era
romperse la pierna y yo lo iba a descubrir en cuestión de segundos.
¡Pum! Me di un golpe tremendo contra el suelo, pero con todo el cuerpo, e inmediatamente me
quité el arnés del paracaídas y saqué mi rifle de la bolsa auxiliar. Eso era prioritario. Oí a lo lejos
la explosión de bombas de relojería que volaron por los aires gran cantidad de tierra. Las habían
tirado veinticuatro horas antes para hacer creer a los alemanes que esa operación era otro ataque
aéreo. ¡Un poco de esperanza! [Sims, págs. 55-7]

Al poco rato llegaron a Oosterbeek, a una estación que no era más que un apeadero en el fondo
de una profunda trinchera, donde había un andén que parecía muy nuevo pero ningún edificio,
sólo un cobertizo. También bajaron otros pasajeros, algunos incluso llevaban flores, pero no eran
tantos como Jacob se esperaba. ¿No iba a ser una ceremonia multitudinaria? El año anterior, él
vio en las noticias de la BBC que el cementerio estaba increíblemente concurrido, pero eso fue
porque se celebraba el cincuentenario de la batalla.
Subieron las escaleras hasta la carretera. Allí había más movimiento, más gente. Después de
cruzar el puente sobre las vías, en la primera calle a la derecha, un discreto letrero indicaba
ARNHEM, CEMENTERIO MILITAR DE OOSTERBEEK. Las casas parecían ser de gente adinerada, del
estilo de las propiedades de la clase media inglesa: con sus jardines amplios y bien cuidados, con
108
setos altos y podados a conciencia, algunos vallados, las almenas burguesas para preservar la
intimidad, áreas de césped que bordeaban la calle y árboles alineados en la intersección con la
vía del tren. La misma vía de tren que los paracaidistas habían intentado seguir para llegar a
Arnhem, no sin que los alemanes los detuvieran y los cercaran en el pueblo. Sin embargo, esas
casas no existían por aquel entonces, probablemente eso era un bosque y el pueblo empezaba al
otro lado de las vías.
Trescientos metros más adelante, la calle torcía hacia la izquierda de manera muy pronunciada.
Al fondo se veían coches y autobuses aparcados entre los árboles de lo que hacía las veces de
patio delantero. A la entrada del cementerio había dos torres de ladrillo con puertas rematadas en
forma de arco. A su izquierda, por encima de una cadena que le pareció muy poco apropiada y de
una hilera de pequeños arbustos al otro lado, Jacob pudo apreciar toda la extensión del
cementerio, las pulcras líneas de las lápidas, todas idénticas, que habían sido esculpidas en piedra
blanca de acuerdo con las normas, aunque era difícil verlas entre la muchedumbre. Una vez
dentro, él y Tessel se colocaron a un lado y entonces pudo ver también el centro del cementerio;
había una gran cruz de césped dibujada por la disposición de las tumbas a su alrededor. En el
centro del cementerio había muchos ancianos sentados en filas y filas de sillas mirando a una
especie de escenario cubierto situado justo en el centro de la cruz. La gran mayoría de los
hombres vestía americana azul y muchos llevaban también una boina azul o roja. Durante un
instante, Jacob pensó que parecía que hubieran salido de sus tumbas para acudir a un concierto y
que ésos debían de ser los supervivientes y sus esposas y, sin duda, las esposas de algunos de los
que perdieron la vida en la batalla.
Se quedó asombrado por la cantidad de gente que se había reunido en ese museo de la muerte
(¿Unas seis mil personas? ¿Quizá diez mil?). Al parecer había mil setecientas cincuenta y siete
tumbas, doscientas cincuenta y tres de ellas pertenecientes a soldados desconocidos cuyos restos
no habían podido identificar. Y ésos no incluían los restos que descubrieron en distintas fosas
desperdigadas por los alrededores que cavaron durante la batalla, concebidas como tumbas
temporales.
Tessel lo cogió del brazo y lo condujo hacia delante, abriéndose camino entre la gente que les
tapaba la vista y pidiendo disculpas por hacerlo.
—Nos tendríamos que acercar todo lo posible a la tumba de tu abuelo —murmuró antes de
pararse y señalar—. Allí, ¿la ves? En la tercera fila, la del rosal rojo que es casi tan alto como la
lápida.
—Sí, sí, la veo.
—Tu abuela y Geertrui plantaron el rosal la última vez que estuvieron aquí juntas. Daan viene a
podarlo y a abonarlo un par de veces al año.
Ante esta vista se quedó sin palabras. Había visto fotografías. (Este es tu abuelo de pequeño. Tú
también tenías este gesto cuando eras pequeño. Este es tu abuelo de joven con su moto. Entonces
era un torbellino. Éste es tu abuelo justo antes de casarnos. Era tan guapo... Aquí estamos los dos
en nuestras últimas vacaciones en Weston. Este es tu abuelo vestido de uniforme.) Y le
encantaban. Las había estudiado minuciosamente muchas veces, deseando haber conocido al
hombre que le dio su apellido y al que se suponía que se parecía en tantas cosas. Pero eso, estar
allí delante de la tumba de su abuelo, que contenía los huesos de un joven no mucho mayor que
él, eso era distinto. Las fotografías no eran más que la huella de una sombra, no de algo en
particular, no de la persona.
Allí delante, a dos veces su altura de distancia y a sus propios pies yacía una realidad. El cuerpo.
O lo que quedaba de él a esas alturas. A pesar de todo, y sin haberlo pensado nunca antes, en ese
momento supo que lo que quedaba de él, su esencia, no estaba bajo tierra con sus restos
mortales. Lo que quedaba de él estaba allí de pie, dentro de las botas de su nieto, mirando la
tumba de un hombre muerto.

109
La idea era desconcertante, era como si un fantasma se hubiera materializado en su interior.
Inspiró profundamente y miró hacia el cielo. El sol estaba en su punto más alto, en una bóveda
de azul radiante, sin rastro de nubes, que se alzaba desde la alfombra de supervivientes sentados
bordeada por una barrera de gente de pie de unas cinco filas de espesor, compuesta de gente de
todas las edades, desde bebés en brazos de sus padres hasta ancianos con cayado. Al lado había
un grupo de paracaidistas jóvenes, con sus boinas rojas y sus chaquetas de camuflaje, un par de
mujeres de mediana edad con sus relucientes trajes de los domingos y una tropa de chavales con
zapatillas Nike, otro grupo de muchachas con vaqueros y camisetas blancas y tres hombres con
traje gris, con las americanas colgadas del brazo y las camisas remangadas. Todo muy tranquilo.
Pero no totalmente silencioso. No era un silencio de iglesia, ni era resignado como en un funeral,
ni reverente ni pasivo, ni siquiera estático, porque había un constante ir y venir, un goteo de
gente que llegaba para unirse al resto. Pero no había ni oficiales exaltados ni alboroto ninguno, ni
rastro de pompa y boato. Todo el mundo esperaba y al mismo tiempo no esperaba. Era como si
lo que estaban esperando ya estuviera allí con ellos. Allí y a la vez en otra parte, pensó Jacob.
Estaba pero no estaba. Presencia ausente.

James Sims
[El Coronel Frost] dio órdenes de que avanzáramos hacia Arnhem y las compañías de infantería
empezaron a dirigirse hacia allí. Nosotros nos ocuparíamos de cerrar la marcha con nuestros
morteros de 7.62 cm de calibre como artilleros de apoyo. Ya habían capturado a unos cuantos
soldados alemanes. Vestidos con su uniforme de gala, probablemente eran los soldados más
avergonzados de todo el ejército alemán. Los habían capturado en el campo cuando estaban
besuqueándose con sus novias holandesas y sus rostros se sonrojaron al entender algunos de los
comentarios jocosos de los paracaidistas.
—¡Venga! ¡En pie! —gritó alguien.
Todos nos levantamos y nos colocamos en fila india a ambos lados de la carretera, en lo que
llamaban formación ack-ack. El paisaje holandés estaba relativamente bien conservado para estar
en guerra, a lo largo de las carreteras había muchos árboles y los campos estaban delimitados con
alambradas. Las casas estaban repartidas por todas partes y los habitantes salían a nuestro paso
para saludarnos con la mano y mirarnos pasar. Nos ofrecían jarras de leche, manzanas, tomates y
caléndulas. Nos colocaban las flores en la malla del casco y adornaban los carretones que
llevábamos. «Os hemos esperado durante años» nos decían en inglés, aunque no supieran decir
nada más, y lo repetían una y otra vez, sonrientes. Esa gente parecía dar la guerra por terminada
con nuestra llegada.
Nos dirigimos hacia el sur del distrito de Wolfheze, donde habíamos aterrizado, a Heelsum. Los
montes a ambos lados de la carretera estaban cubiertos de helechos, lo que aumentaba las
posibilidades de toparnos con una emboscada, y de hecho, no muy lejos de allí oímos un disparo
y enseguida nos refugiamos. La avanzadilla del batallón había establecido contacto con el
enemigo, pero el breve enfrentamiento concluyó y seguimos avanzando. Cuando llegamos al
escenario de la escaramuza, el humo y el olor a cordita aún flotaban en el aire. A un lado de la
carretera había un sargento de infantería alto y rubio que yo reconocí. Había sido soldado de la
Guardia Real y había participado en el curso sobre armamento antitanques en Street cuando yo
estuve allí. En ese momento, su rostro reflejaba pánico y un gran dolor. Tenía heridas en una
pierna provocadas por una ráfaga de disparos de ametralladora, y sus camaradas se las habían
vendado y lo habían dejado allí. Cuando pasamos nos murmuró palabras de aliento y le tiramos
unos caramelos y cigarrillos. La próxima vez que lo vi fue en Stalag XIB, un campo de
concentración alemán para los prisioneros de guerra, y le faltaba esa pierna.
Oímos otras explosiones y nos volvimos a proteger, pero esa vez resultó ser uno de los nuestros
quien había disparado. Había un coche del ejército alemán parado en la carretera, con el

110
parabrisas hecho añicos y las ruedas destrozadas. En uno de los asientos delanteros había un
oficial alemán muerto. A su lado estaba el conductor, con el pecho sobre el volante. Detrás, el
cuerpo de otro oficial alemán desplomado hacia delante con una mano todavía sobre el hombro
del conductor. Estaba claro que estaba avisándolo del peligro cuando los paracaidistas británicos
se presentaron ante ellos en medio de la carretera y les dispararon. El oficial del asiento delantero
parecía ser algún general, así que probablemente eso supuso un duro golpe para el enemigo. Yo
me acerqué al coche movido por la curiosidad porque no sólo nunca había visto a un oficial
alemán sino que tampoco había visto antes ningún cadáver...
Mi madre me había dicho de pequeño que si hacías una cruz con el dedo en la frente de un
cadáver no soñabas con él. Con mucha amargura le toqué la frente a uno de los oficiales
alemanes, que estaba helada.
—Pero ¿qué demonios haces? —me gritó un sargento—. ¡Venga! ¡Vas a ver muchos como ése
antes de que te hagas viejo! [Sims, págs. 60-2]

Dos sacerdotes, uno inglés y otro holandés, subieron al escenario. La gente cantó una especie de
himno de alabanza acompañado por una banda que Jacob no conseguía ver. Cantaban algo como:
Oh Señor, nuestra ayuda en el día de ayer, nuestra esperanza para el mañana / O God, die droeg
ons voorgeslacht, in nacht en stormgebruis. El cielo, vacío, absorbía las voces de los miles de
personas que entonaban el himno. Bueno, el cielo no estaba totalmente vacío, había un avión
solitario en las alturas y la estela de vapor que dejaba a su paso era tan fina y tan recta que
parecía dibujada con una regla sobre el fondo azul. Empujado por lo oportuno de su aparición,
Jacob sacó su cámara y tomó una fotografía de la vista. Una base de hierba, piedras y gente,
perfilada por poblados árboles, ante la que se alzaba el vertiginoso cielo azul atravesado por una
línea blanca que unía el azul por el extremo izquierdo con el verde de las copas de los árboles al
otro extremo.
Todo el mundo parecía tener copias de la hoja con las oraciones y los cantos. ¿De dónde las
habían sacado? El no había visto a nadie que las repartiera. Miró a Tessel. Ella sonrió y miró a
un par de hombres que estaban a su lado, les habló en holandés y el que estaba más cerca de ella
le dio su hoja. Estaba en inglés a la izquierda y en holandés a la derecha. Que seas nuestro
guarda en los malos momentos y nuestra eterna morada / wees ons een gids in stonn en nacht en
eeuwig ons tehuis!
Un coronel se acercó al micrófono y leyó. Salmo 121, versículos 1-3. «Levanto mis ojos a los
montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio? Mi auxilio viene de Yahvé, que hizo el cielo y la tierra.»
Palabras, pensó Jacob, tan antiguas como Shakespeare. Su sencilla belleza, que rezumaba por la
cornucopia de los altavoces, decoraba los árboles y rociaba el ambiente. De repente, Jacob
reconoció con vergüenza que se sentía orgulloso de ellas, del idioma que conscientemente
reclamaba como propio por primera vez en su vida.
Rezaron unas oraciones. Entonaron un segundo cántico. Permanece a mi lado, pues el manto de
la noche cae veloz y la oscuridad más oscura, Señor, permanece a mi lado / Bliffmij nabij,
wanneer het duister daalt, De nacht valí in, waarin geen licth meer straait. Era un cántico que a
Jacob nunca le había gustado. La letra le parecía demasiado triste y el tono le parecía
empalagoso y lo irritaba. Si fuera algo material le encantaría pegarle una patada. Lejos de alentar
la esperanza o de procurar un alivio le daba la impresión de que coqueteaba con la idea de la
muerte con un sentimentalismo reprimido. Aun así era una de las canciones de misa más
comunes. Una vez más, los miles de voces bilingües se fundieron en el aire y se perdieron en el
cielo. Algunos, como suele ocurrir en ese tipo de celebraciones, cantaban a pleno pulmón, otros
se limitaban a mover los labios.
La misa continuó con el inevitable sermón, aunque en el programa lo habían llamado homilía. En
realidad, a falta de uno hubo dos. Sólo con saber lo que se avecinaba, a Jacob le entraron ganas

111
de sentarse, pero eso habría significado tener que contemplar la vista a su alrededor como si
fuera un niño: pies, rodillas y traseros protuberantes. Así que se quedó de pie. Quizá los
sacerdotes tenían la decencia de ser breves. Primero intervino el pastor inglés. El había estado en
la batalla, con el décimo batallón. Por lo menos había estado allí y había participado. A Jacob le
llamó mucho la atención el extraño contraste entre el anciano pastor, que tenía el aspecto y las
ideas del estereotipo del párroco anglicano, a menudo objeto de burla, una persona delicada en el
hablar, de modales refinados y afable de una manera muy estudiada, y la brutal confusión por la
que debió pasar cincuenta años atrás. El pastor habló de los hombres que habían saltado en
paracaídas el día anterior. Habló de cuánto practicaron, todos en parejas, con un soldado más
joven en cuyas rodillas debían sentarse al aterrizar.
—En mis tiempos no era así —bromeó.
Y Jacob se acordó de la conversación que tuvo con Ton en el café la otra noche.
Incluso en esa situación, la fobia sexual se las arregla para provocar una broma sutil. Allí donde
los cuerpos yacían uno junto al otro, juntos en la muerte igual que habían estado juntos en la vida
que les había conducido a esa muerte. Pensó en James Sims y en los otros diez mil hombres que
estuvieron allí, algunos de los cuales estaban sentados ahí mismo. El mejor recuerdo de sus
experiencias en ese infierno era lo que llamaban camaradería. Eso era lo que les llevó hasta allí.
¿Y quién volvería año tras año después de cincuenta a recordar a aquellos que murieron y no lo
llamaría amor?
Predecible, como todo sermón, la historia de los valientes ancianos que saltaban en paracaídas se
convirtió en una lección moral. Las palabras mágicas que conducían a la lección del día las había
pronunciado uno de los soldados jóvenes a su anciano compañero: «Ponte en mis manos,
relájate, disfruta y confía en mí y llegarás al suelo sano y salvo». Eso, según el pastor, era una
metáfora de la vida y de nuestra relación con Dios. Teníamos que aprender a ponernos en las
manos del Señor, sentarnos, disfrutar de la vida y confiar en que Dios se ocuparía de hacernos
llegar a nuestro destino. O algo así. Era difícil entenderlo porque sus palabras parecían
desvanecerse en el aire como los cánticos anteriores. Al menos el pastor había tenido piedad y
había sido breve. Tras él habló el sacerdote católico holandés que leyó en su idioma lo que había
preparado. Entonces Tessel se acercó a Jacob y le dijo:
—Esto es tan holandés... El sacerdote inglés ha hablado de manera que parecía improvisada y ha
sido entretenido. El sacerdote holandés lee lo que quiere decir con mucha seriedad.
Pero también fue muy considerado y no se extendió.
Un último canto de alabanza. Alabad, con el alma, al Rey de los cielos, a sus pies rendir tributo...
/ Loof de Koning, bell mijn wezen, licbt in bet duister, wijs de weg omboog. Era un poco más
alegre, más optimista. Acabaron de cantar esos versos a una velocidad inusitada, ya listos para
concluir con las formalidades.
De todos modos, Jacob tenía la cabeza en otro sitio. Mientras cantaban, un grupo de escolares, de
ambos sexos, de entre once y dieciséis años, entró por la puerta del cementerio con ramos de
flores y desde allí se fueron repartiendo y se quedaron cada uno delante de una tumba,
preparados. No era algo excesivamente formal, y la ropa de los escolares era de colores,
deportiva y bastante moderna, y se comportaban y permanecían en silencio pero no como un
regimiento, guardaban la compostura pero sin poner cara de circunstancias y sólo uno o dos
mostraban signos de timidez.
Cuando acabó el cántico, todos habían llegado al sitio que les habían asignado. Había unos
cuantos adultos que, con autoridad docente o delicadeza maternal, ayudaron a los que parecían
inseguros o confundidos. Mientras todos rezábamos el padrenuestro, ellos estaban de pie junto a
las tumbas, como ángeles de la guarda, algunos con las manos en los bolsillos, otros con la
cabeza gacha, otros mirando a las avutardas y otros sonriendo a la gente, pero todos conscientes
de su papel en el evento.
112
James Sims
El ya familiar olor de la munición quemada permanecía en el aire y una cortina de humo flotaba
sobre lo que parecía haber sido la escena de un breve pero desagradable encuentro. Los soldados
de infantería se habían precipitado sobre el siguiente objetivo... pero uno de ellos se quedó
rezagado. Se había tumbado en un banco de madera en un claro con vistas al río. Era un enclave
muy agradable, a la sombra de los árboles, con una bonita vista del bajo Rin, la clase de lugar en
el que los amantes hacen planes de futuro y los ancianos recuerdan el pasado con nostalgia. Pero
aquel día no había ni amantes ni ancianos, sólo un soldado de infantería tumbado sobre las
piernas dobladas y sin el casco. La parte delantera de su uniforme estaba empapada en sangre y
alguien con las mejores intenciones pero sin mucho éxito le había colocado una toalla blanca
dentro de la camisa para intentar detener la hemorragia de sus heridas. En su céreo rostro, sus
ojos parecían mirar al infinito, y pasamos a su lado muy sigilosos, como si tuviéramos miedo de
despertarle del sueño eterno.

Teniente Jack Hellingoe, Sección 11, primer batallón de paracaidistas


... simplemente echamos abajo las puertas de la casa más cercana y nos dirigimos al piso de
arriba, directos al desván. Los alemanes estaban disparando a discreción sobre las casas y las
balas llegaban a través del tejado y las ventanas, pasaban zumbando por dentro de las
habitaciones e impactaban contra las paredes de detrás de nosotros. Realmente estaban
destrozando esas casas.
El soldado Terrett, que llevaba una Bren, disparó con ella a las tejas de pizarra y la apoyó en el
suelo, en las vigas, apuntando al agujero del tejado. Enseguida vimos de dónde provenían los
disparos enemigos, de las casas y jardines situados un poco más arriba, sólo a unos cien o
doscientos metros de distancia. La mayoría de los enfrentamientos en Arnhem se producían a
distancias cortas. Le dije a Terrett que abriera fuego y creo que gastó un par de cargadores antes
de que los alemanes le dispararan y una bala le alcanzara. Le arrancó la mira del arma, toda la
mejilla y el ojo, y los dos nos caímos de bruces sobre las vigas y fuimos a parar al dormitorio de
abajo. A mí no me dieron, pero Terrett no se movía. Un soldado le puso un vendaje de mala
manera y se lo llevaron. Yo creía que había muerto pero al cabo de muchos años descubrí que
estaba vivo, menuda sorpresa. Había perdido un ojo, pero la cara se la operaron y quedó bastante
bien. [Middlebrook, págs. 178-9]

Se acercaba el momento del que Jacob había oído hablar a Sarah, cuando los niños de las
escuelas de la zona depositaban flores en las tumbas en un ritual que se había repetido desde el
primer año que se celebró una misa en conmemoración de la batalla, en 1945. Cincuenta años.
Los niños que depositaron las flores el primer año ya tendrían sesenta o sesenta y cinco años,
calculó Jacob, lo suficientemente mayores para ser abuelos; y sus hijos, que también depositaron
flores de niños, lo suficientemente mayores para ser los padres de los que las depositaban ese
día. Un árbol genealógico floral.
Jacob se aproximó a ver quién había junto a la tumba de su abuelo. Un muchacho delgado, de
unos trece años, con el pelo castaño rojizo, muy corto, que dejaba ver muy bien su bonita cabeza
redondeada y un rostro ovalado más bien femenino. Vestía un chubasquero verde con cremallera,
una camisa rojo óxido, vaqueros gris claro y botas Hush Puppy. En los brazos llevaba un ramo
de flores silvestres como si se tratara de un bebé. Jacob reconoció campánulas, malvas, unas
flores rosas parecidas a la lavanda y otras muchas, como unos ranúnculos con largos tallos y
unos juncos que acababan en forma de puro marrón muy oscuro, todo colocado en un lecho de
hiedra. Nadie llevaba un ramo tan original. Cuando llegó a su lugar, el chico inspeccionó los
alrededores de la lápida, se agachó y recogió unas hojas secas que había por el suelo que, como
113
no supo dónde tirarlas, se metió en el bolsillo de los vaqueros. Entonces esperó, con la cabeza
gacha y muy quieto.
Otro ministro holandés dijo unas palabras sobre los niños y les agradeció su presencia.
Y llegó el momento cumbre de la ceremonia. Los niños se agacharon y colocaron las flores al pie
de las lápidas. El silencio que se produjo mientras lo hicieron contenía más emoción que ningún
otro momento hasta entonces. Se notaba en el ambiente. Jacob no podía quitarle los ojos de
encima al chico que estaba junto a la tumba de su abuelo. Este había depositado el llamativo
ramo como todos los demás, pero lo había hecho separando las flores como en un abanico
multicolor, como si las colocara en un jarrón. Cuando terminó, se incorporó y comprobó el
efecto; después, se volvió a agachar para redistribuirlas dos o tres veces más. Lo hizo con una
concentración y una paciencia que daba la impresión de que estaba solo, y a Jacob le dio la
sensación de que estaba observando a alguien hacer algo íntimo y que tenía que apartar la vista.
El chico aún estaba ocupado y los demás ya estaban de pie en sus puestos cuando el pastor inglés
recitó el poema tradicional dedicado a los caídos en la guerra de Laurence Binyon. No
madurarán como lo haremos los que quedamos... Los recordaremos. / Zij zullen niet oud worden,
zoals w i j die het wel overleefd hebben... wij zullen aan hen denken. Sonó una corneta, el toque
de silencio y el de diana, las notas eran tan tangibles y retumbantes que quedaban escritas en los
pentagramas de los árboles. La banda tocó el himno nacional británico. Y la ceremonia concluyó.
Se produjo una breve pausa, un paréntesis silencioso típicamente inglés, lo que ocurre cuando
nadie quiere tomar la iniciativa para que los demás no lo consideren impaciente o atrevido o, aún
peor, para no pasar el mal trago de hacer lo que no debe. Pero entonces se produjo un suspiro
colectivo que se pudo oír antes de que la gente empezara a hablar, a reírse, a pasear, a saludarse,
a presentarse, a leer las inscripciones de las lápidas, deteniéndose en algunas en particular, a
hacer fotos. El ambiente se volvió más festivo, a Jacob le recordó las fiestas de verano en el
pueblo de Sarah, a las que le obligaba a ir, aunque el talante general era bastante educado, debido
a lo que celebraban y el lugar en el que estaban. Los niños que habían depositado las flores se
encontraban ahora rodeados de adultos, padres, familiares, amigos de su edad y de los visitantes
británicos: ellos eran el centro de atención en ese momento, como si se tratara de una enorme
fiesta de cumpleaños comunitaria con un excedente de abuelos extranjeros. Extranjeros pero no
tanto. Otra nota extraña que daba al día un ambiente especial era el hecho de que, pese a que los
británicos eran los invitados, ocupaban el espacio como si fuera el jardín de sus casas, mientras
que los holandeses, a pesar de estar en su terreno, se comportaban como si los hubieran invitado
a una reunión familiar en casa de los vecinos. Así que unos y otros actuaban al tiempo como
anfitriones e invitados, como propietarios y visitantes, con las tumbas como telón de fondo y los
niños como entretenimiento.

Hendrika van der Vlist, 23 años, hija del propietario del Hotel Schoonoord, Oosterbeek
Alguien llama, unos ingleses que quieren hablar con nosotros. Hay un jeep con un médico y un
suboficial ordenanza delante del jardín.
Nos piden que preparemos el hotel para utilizarlo como hospital dentro de una hora.
—Nos encantaría, pero está todo muy revuelto y nos falta personal.
—Pídale ayuda a la gente por la calle —responde el médico.
—De acuerdo, haremos lo posible.
Entonces, de repente, nos acordamos de que no hay luz eléctrica en el edificio. La noche anterior
[domingo] los alemanes destruyeron la instalación.
Quizás había luz en alguna ventana. Debieron de pensar que ésa era la mejor manera de apagarla.
Pero no importa.

114
El postre está sobre la mesa, intacto. Tenemos otras cosas que hacer. Antes de nada correr a casa
de nuestros vecinos de enfrente para pedirles ayuda, y luego a los otros vecinos. Al cruzar
Utrechtseweg veo, frente a la parcela del Dennenkamp, a unos soldados ingleses tumbados en
medio de la carretera. Apuntan a los alemanes, que se han atrincherado en la casa solariega.
También se oyen detonaciones desde Pietersbergseweg [el hotel estaba en la esquina de
Utrechtseweg con Pietersbergseweg]. Aquí los alemanes ocupan una casa llamada Overzicht. La
guerra está aquí mismo.
Pero no hay tiempo para reflexiones.
Los vecinos llegaron enseguida, todos con un cepillo, un balde y una bayeta en la mano,
preparados para ayudar. Ojala los alemanes, a los que habíamos calumniado y saboteado durante
cuatro años y medio, nos hubieran visto.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, trabajando duro. ¡Una hora es muy poco tiempo! Mamá
toma el mando abajo, yo intento poner orden arriba.
—¿Sería tan amable de barrer el suelo? Luego lo puede fregar.
—Kaja, tengo una tarea importante para ti. Toda esa basura tiene que ir al contenedor. ¿Qué
hacemos con el bonito retrato de Hitler? [Los soldados alemanes se habían alojado en el hotel.]
Bueno, si quieres puedes quedártelo, ¿no crees que es un buen recuerdo? Si no, lo puedes hacer
añicos.
—¿No sería mejor que enrolláramos esas alfombras y las recogiéramos en la buhardilla? Es
mejor estar sin alfombra a que esté sucia, y ahora podemos limpiarlo todo bien.
—¿Has terminado? Muy bien, ve a limpiar el polvo de la habitación once.
—¿Puedes barrer el suelo de la catorce? Enseguida le pediré a alguien que vaya a fregarla.
—Kaja, mira, aquí hay más basura.
—¿Te importaría limpiar los lavabos de esta planta? Aquí tienes un cepillo.
Al dirigirme a la planta de abajo veo a mamá mirando a su alrededor, radiante de satisfacción.
¡Menuda diferencia! Todas esas manos tan dispuestas han conseguido limpiarlo todo en un
tiempo récord.
Están subiendo paja para cubrir el suelo de la sala de estar. En el salón han colocado filas y filas
de camas. La galería y el comedor los hemos descartado. El suelo es de terrazo. Creemos que es
demasiado frío para los pacientes.
Pero (no hemos acabado) hay un flujo imparable de heridos.
Los llevan en camillas. Otros pueden andar. Algunos con dificultad, pero para otros es fácil
andar porque tienen las heridas en los brazos o en las manos.
Y todo esto ocurre en silencio. No hablamos mucho. Los vecinos dejan de limpiar. Casi todo está
listo.
Rápidamente recogemos los baldes y los cepillos, no queremos que nadie tropiece.
Y los pacientes no paran de entrar. [Van der Vilst, págs. 11-12]

—Quiero hacerle una foto al chico que ha puesto las flores en la tumba del abuelo —dijo Jacob a
Tessel.
Se adentró en la muchedumbre para detenerlo antes de que se marchara. Tessel lo siguió. El
chico se había sacado una cámara del bolsillo del chubasquero y estaba a punto de fotografiar su
ramo y la lápida cuando llegó Jacob.
Después de esperar a que tomara la fotografía, Jacob lo llamó:
—¿Perdona?
115
El chico le miró, tenía los ojos de un verde claro.
—¿Hablas inglés?
Asintió.
—Un poco.
—¿Te importa que te haga una foto al lado de la lápida?
Tessel le habló en holandés. El chico sonrió y le preguntó a Jacob con su limitado inglés:
—¿Este hombre tu abuelo?
—Sí.
El chico le dijo:
—Espera, por favor.
Se volvió para buscar a alguien que al final consiguió localizar entre la manada de personas de la
edad de Jacob que había tres filas más allá.
—¡Hille! —llamó a una chica mientras hacía señas para que viniera.
Cuando se acercó a ellos, Jacob vio que era el vivo retrato del chico. La misma cabeza
redondeada con el pelo castaño rojizo y corto, un par de ojos muy grandes, boca ancha de labios
carnosos, rostro ovalado y una cara tan masculina como la de él femenina. Llevaba un polo
blanco de manga larga por dentro de unos vaqueros azules, con un jersey púrpura atado a la
cintura.
El chico se dirigió a ella en holandés. Ella también le dedicó a Jacob una amplia sonrisa.
—Mi hermano dice que ésta es la tumba de tu abuelo.
—Sí.
Miraron hacia la lápida, como si un amigo común hubiera tardado en presentarlos.
Jacob había visto las fotos que Sarah le había enseñado de la lápida, pero ahora, ante la realidad,
sentía por primera vez la extrañeza de ver su propio nombre inmortalizado, J. TODD. Y saber que
se encontraba ante lo que quedaba de su abuelo le producía escalofríos. Le vino a la mente una
imagen extravagante: su abuelo conseguía sacar los brazos de la tierra y lo agarraba de los
tobillos y lo empujaba hacia sí hasta que quedaba tumbado sobre él. ¿Te ha besado alguna vez un
cadáver? Sintió repulsión por la imagen y se sintió incluso culpable por haberla imaginado.
—¿Qué significa la jota? —preguntó el chico.
—Jacob. Yo también me llamo así.
Se volvieron a mirar.
—Yo me llamo Hille y él es Wilfred, mi hermano —dijo la chica.
—Y yo me llamo Tessel —dijo la señora Van Riet.
—Ay, sí, lo siento —dijo Jacob, recuperando sus modales de adulto—. Esta es la señora Van
Riet.
Entonces todos se dieron la mano como es debido. Wilfred, muy serio y formal. Jacob y Hille
intercambiaron sonrisas irónicas.
Jacob dijo:
—Quería hacer una foto de tu hermano y sus flores. Sé que a mi abuela le gustaría.
—Yo también puse flores en esa tumba un año, cuando tenía la edad de Wilfred —le dijo
Hille—. ¿Quieres que me ponga en la foto yo también?
Quizás ella le tomaba el pelo, pero él respondió:
—Vale.

116
—Y nuestra madre también dejó flores en esta tumba —dijo Wilfred.
—Cuando iba al colegio. ¡Hace muchos años, claro! —dijo Hille—. Pero ella no ha podido venir
hoy. Mañana nos mudamos de casa y está muy atareada.
Hille y Wilfred se habían colocado uno a cada lado de la lápida con una mano apoyada en ella.
Jacob se echó un poco hacia atrás para abarcar toda la lápida, las flores y a ambos, disparó y,
como de costumbre, volvió a hacerlo por si acaso.
—Sí, sí. Muy bonito —dijo Tessel—. Jacob, ¿quieres que te haga yo una?
Entonces Jacob sustituyó a Hille y a Wilfred y Tessel y Wilfred le hicieron una foto.
Y entonces Hille dijo que le gustaría hacerse una con Jacob y los otros dos decidieron hacer lo
mismo. Entonces Wilfred quería una con Hille y Jacob y Tessel la hizo con las dos cámaras para
que las dos familias tuvieran una copia. Eso dejaba a Tessel fuera, lo que según Hille no se podía
tolerar, e hicieron más fotografías de Tessel y Jacob y por último de Tessel con Hille y Wilfred.
Formaban un cuarteto de nuevo sobre la hierba en la que yacía el Jacob muerto, mirándose los
unos a los otros, riendo y pensando qué decir.
—¿No habías estado aquí antes? —le preguntó Hille a Jacob.
—No.
—¿Quieres que demos una vuelta?
—Sí, claro.
Se alejaron de la multitud y Wilfred y Tessel los siguieron, algo más atrás hablando en holandés.
—Son las edades que tenían —dijo Hille—. Diecinueve, veintidós, veinte.
—Sé que parecerá una estupidez y ni siquiera yo acabo de entenderlo, pero una parte de mí
desearía haber estado aquí. En la batalla, quiero decir.
—¡Hombres! —dijo Hille tras un bufido—. Por eso hay guerras.
—Odio las guerras. Odio cualquier tipo de violencia, de hecho.
—Es tu parte masculina la que desearía haber estado aquí. Testosterona. No lo puedes evitar,
pobrecito.
—Bueno, si hubiera estado en la batalla estoy casi seguro de que ahora estaría en una de estas
tumbas y no entre los supervivientes. No soy ningún héroe, eso está claro.
—Los héroes no existen en la guerra. Nadie es un héroe.
—¿No crees que hay gente que es más valiente que el resto y todo eso?
—¿Y tú?
—Sí, yo sí. Lo ves cuando lees sobre lo que algunos de los hombres hicieron en esta batalla, por
ejemplo. No sólo luchar sino salvar la vida de otros soldados arriesgando la suya. Hicieron cosas
increíbles que otros no se atrevieron a hacer jamás.
—¿Y qué hicieron al regresar a casa?
—¿Qué?
—¿Qué hicieron una vez en casa? ¿Cómo trataron a sus esposas o a sus amantes? ¿Cómo se
comportaron con sus compañeros de trabajo?
—No tengo la menor idea.
—¿Importa algo? Si eran héroes...
Jacob se paró a reflexionar sobre la pregunta y sobre Hille.
—Sí, supongo que sí. A mí me importaría. ¿Adonde quieres llegar?
—No eres tonto.

117
—Gracias, señorita.
—Ya sabes a donde quiero llegar. No es que no crea en la valentía y en el arrojo y esas cosas. Es
sólo que creo que la mayoría de las personas tienen maneras distintas de ser valientes y lo
demuestran en distintas... ¿cómo se dice? Gelegenheden... ocasiones.
—¿Pero nadie es especialmente valiente?
—Las mujeres que dan a luz, según nuestra célebre Ana Frank.
Jacob se quedó helado.
—¿Conoces a Ana Frank? Quiero decir, ¿te gusta?
—Sí, ¿por qué?
—¡A mí también! Es mi libro favorito.
—¿Sí?
Se miraron el uno al otro con mutuo interés.
—Pero —dijo Jacob— yo creía que conocía su diario muy bien. Algunos fragmentos me los sé
de memoria. Pero no recuerdo nada sobre la valentía y las mujeres que dan a luz.
—En el libro viejo no está.
—¿Qué quieres decir con «el libro viejo»?
—El único que había antes.
—¿Hay otro?
—Sí, ahora. ¿No lo tienes? En holandés se llama De Dagboeken van Anne Frank. En inglés
supongo que será The daybook —diary— of Anne Frank.
—Pero el mío se llama así...
—En holandés el antiguo se llama Het Acterhuis que significa «La parte trasera de la casa».
—¿Y el otro?
—Es el diario completo, todo lo que escribió, no el texto que elaboró su padre. Eso lo sabes,
¿no?
—¿Que Orto eliminó algunos fragmentos del diario antes de publicarlo? Sí, eso lo sé. Pero no
sabía que lo habían editado.
—Es un libro muy largo. Te gustaría. Hay capítulos sobre la historia del diario, cómo lo salvaron
y sobre las pruebas que hicieron para asegurarse de que el diario no era falso, como alegaban los
asquerosos de los neonazis. ¡Ah! ¡Odio a esa gente! Y muchas cosas más. Es un libro
maravilloso. Mi madre me lo regaló para mi cumpleaños.
—Ni siquiera he oído hablar de él.
Jacob se angustió, incluso se enfadó un poco, como si le hubieran ocultado una información
vital.
—¿Pasa algo? —preguntó Tessel cuando ella y Wilfred los alcanzaron.
Hille y Tessel hablaron un rato en holandés mientras Jacob esperaba, inquieto.
—Necesito ese libro. Lo tengo que conseguir —dijo Jacob.
—Puede que aún no exista en inglés —dijo Tessel—, puede que sólo exista en holandés.
—Hay una librería inglesa en Amsterdam —dijo Hille—, al lado del Spui. Allí deberían saberlo.
Puedes probar.
—Lo haré, lo haré, ¡vaya si lo haré!
Jacob habló con tanta vehemencia que las dos mujeres se echaron a reír, mientras que Wilfred
los miraba, tan serio como siempre, sin entender la broma.
118
Comenzaron a caminar de nuevo.
Jacob dijo:
—¿Y dice que las mujeres que dan a luz son más valientes que los hombres?
—Es un fragmento maravilloso —miró a Jacob—. Y su padre lo eliminó.
Llegaron al centro del cementerio, justo al fondo mirando desde la entrada. Había una cruz
blanca muy alta en un pedestal. Estaba rodeada por mucha gente, la mayoría de ellos depositaban
coronas y ramos de flores al pie de la cruz, en una pirámide que iba creciendo. Detrás del
montículo floral desde el punto en que Jacob y Hille se sumaron a la multitud, había un grupo de
ancianos vestidos de uniforme, con chaqueta azul y pantalones grises, uno de ellos con una boina
roja de paracaidista y otros dos con boinas azules, los tres luciendo una hilera de medallas en el
pecho. El hombre del medio llevaba un estandarte y la bandera plegada en la mano, que a su vez
llevaba enfundada en un guante blanco. Estaban en posición de firmes y en silencio, muy
solemnes, mientras la gente se arremolinaba en torno a ellos. Jacob sacó la cámara y les hizo una
fotografía, lo hizo casi como un acto reflejo.
Y enseguida se enfadó consigo mismo, sintió que les había robado algo.
—Para mi abuela —le dijo a Hille, como si tuviera que pedirle disculpas a ella.
Pero ella no estaba escuchando. Miraba la delgada cruz blanca que se alzaba ante ellos. En la
piedra había clavada una espada gigantesca de bronce, con la hoja, el mango y la guarnición a
juego con la cruz de piedra.
—La espada de Cristo y la cruz de la oorlog —dijo ella.
—¿Oorlog? —repitió Jacob lo mejor que pudo.
—De la guerra. Es triste, ¿no crees?
—¿Triste?
—La cruz. La espada. Juntas. Ya está. Se acabó.
Hille se fue tranquilamente.

Un oficial anónimo
Lo de Arnhem me parece muy amargo, perdí demasiados amigos allí. Cuando me casé al final de
la guerra, me di cuenta de que mi padrino era el noveno de la lista de los que me habría gustado
tener como padrinos: los ocho primeros estaban o muertos o malheridos. Durante años no podía
ni oír hablar ni leer sobre Arnhem. Cuando empecé a leer sobre la batalla llegué a la conclusión
de que todo fue el resultado de la actitud falsamente heroica de personas incautas como [el
mariscal de campo B. L.] Montgomery, que querían demostrar que eran mucho más listos que
los demás. [Middkbrook, pág. 452]

Soldado de primera Harry Smith, Regimiento del sur del condado de Staffbrdshire
Incluso hoy resulta difícil explicar la sensación, pero a veces vuelvo a revivirla. Me retiro y
deseo estar a solas durante unos días para encontrarme a mí mismo. Entonces mi mente, o mejor
dicho, yo mismo, regreso a Arnhem de repente. Y, después de pensar mucho en cómo deberían
haber ocurrido las cosas o en si esto o aquello debería haber ocurrido, me empiezo a preocupar
sobremanera durante un rato hasta que poco a poco me recupero y vuelvo a la normalidad.
[Middkbrook, pág. 452]

Señora Ans Kremer, que vivía en el número 8 de la Stationweg en Oosterbeek

119
Ver los enfrentamientos me marcó para siempre. No tenía miedo, pero sufría por los heridos y
por los muertos que estaban a su lado y por los moribundos... unos sentimientos que ni siquiera
puedo calificar. Como aquél al que vi mientras le disparaban y que gritó «¡Adiós!», tres veces, y
entonces cayó muerto. Por eso casi nunca digo «adiós» a nadie, esa palabra tiene demasiadas
connotaciones de despedida definitiva para mí.
Esos acontecimientos siempre han permanecido conmigo, no en todo momento, y desde luego no
conscientemente, pero a veces una cara, un olor, un ruido o una situación me trae recuerdos
vagos o incluso muy nítidos y, acompañando al recuerdo, la tristeza consiguiente. Los hombres
que vinieron a Oosterbeek son amigos. Un vínculo nos une y cuando nos vemos quiero que
pasen un rato agradable y que se encuentren cómodos. Nos ayudaron a reconquistar nuestra
libertad y yo les estoy agradecida y me siento en deuda con ellos por todo el sufrimiento y las
muertes, tanto por aquellas que conocemos como por las que no. La palabra agradecida no
expresa cómo me siento. Hay sentimientos que cuesta mucho verbalizar. [Middlebrook, págs.
452-3]

Llegaron a la entrada.
—Me encantaría saber sobre tu abuelo —dijo Hille—. Siempre nos hemos preguntado quién era,
cómo era ese hombre al que le poníamos flores. Pero durante los años en que mi madre o yo lo
hicimos, nadie se acercó para decirnos que era familiar suyo. Hasta hoy. ¿Te apetece tomar un
café? Podríamos ir a una cafetería y charlar.
Nada le habría apetecido más. Le gustaba todo en esa chica. Su aspecto. Las cosas que decía. La
manera divertida y ligeramente agresiva que tenía de decir ciertas cosas. Y Ana Frank. Cuando
una chica le atraía especialmente siempre le entraban ganas de tocarla; pero con ella la atracción
era más «completa».
Quiso quitarse esa idea de la cabeza para no dejarse llevar, y para darse un poco más de tiempo
antes de contestar se puso a buscar a Tessel, que se había quedado más atrás con Wilffed.
—Me encantaría, pero estoy con la señora Van Riet, con Tessel...
—No importa —respondió ella con su estilo pragmático—, parece muy agradable, pero no sería
lo mismo, ¿verdad?
La miró y ella le sonrió con la misma sonrisa cómplice que le había regalado cuando se dieron la
mano.
—No, no sería lo mismo.
—Si se lo pregunto, ¿tú crees que le importaría?
—Seguro que la convences. Imagino que se te da bien.
—Sí, bastante, tienes razón.
—Pero no estoy seguro. Sería bastante descortés desaparecer ahora, después de que se ha
ocupado de mí y me ha acompañado hasta aquí. —Se encogió de hombros y continuó—. Hay
otras complicaciones.
—Ahora no sacarás tu faceta de inglés educado, ¿no?
Jacob se rió.
—Pero no lo puedo evitar. Yo soy así. Como le dijo el escorpión a la rana.
—¡Dios! Tenemos que hacer algo.
—¿Tenemos?
—¿Por qué no? Sería divertido, ¿no?
—En realidad me gusta ser educado.

120
—Ya, ya lo veo.
—Me hace la vida más fácil. Hace que las cosas vayan como la seda, como diría Sarah.
—Me han hablado mucho de madres, pero no de abuelas. ¿Tú no serás uno de esos niños de la
abuelita?
Se rió, nervioso.
—Un poco, no lo puedo evitar, vivo con ella, ¿sabes?
—¿La esposa de tu abuelo el soldado?
—La misma.
—Y tú también te llamas Jacob.
—Qué incestuoso, ¿verdad?
—¡Dios mío!
Le lanzó una mirada cómplice.
—¿Y tú? —preguntó Jacob—. ¿Tú no serás una niña de papá como mi hermana?
Entonces quien se rió nerviosa fue ella. E imitó:
—Un poco, no lo puedo evitar, vivo con él, ¿sabes?
Se rieron los dos.
Y añadió, como estocada final:
—Como Ana.
—Sí, es verdad —concedió Jacob—. Pero no como mi hermana. Ella no es que tenga buena
relación con mi padre, es que tiene una relación un poco obscena con él, si te soy sincero.
—No te cae bien.
—No mucho.
—Qué lástima. Mi hermano Wilfred y yo nos llevamos bien. A mí me cae muy bien, de verdad.
¡Es taaaan serio! Me parece muy divertido que se lo tome todo tan en serio. Quizá debería
tomárselo con más calma. Pero a mí me gusta tal y como es.
—Os parecéis muchísimo.
—Todo el mundo lo dice, lo que resulta bastante gracioso.
—¿Por qué?
—Porque es adoptado. Mamá no podía tener más hijos después de tenerme a mí y querían un
niño y adoptaron a Wilfred; yo estaba encantada. Lo elegí yo.
—¿De verdad?
—¡De verdad! Por lo menos eso es lo que dice mamá. Yo tenía sólo cuatro años pero ella dice
que me fui directa a él. Así que decidieron que tenía que ser él.
—Pero es verdad que os parecéis mucho.
—Sí, ya lo sé. Yo también lo veo. Y no me importa porque me parece guapo.
Jacob quería decir que tenía razón pero eso sería darle demasiadas pistas sobre sus sentimientos
hacia ella.
Incluso antes de que Tessel los hubiera alcanzado, Hille le estaba hablando en holandés, muy
deprisa. Tessel sonreía, asentía con la cabeza, respondía y de vez en cuando miraba a Jacob, que
no entendía nada aparte de su nombre, Amsterdam y koffie.

121
—Quédate, claro, así hablas con Hille, si te apetece —le dijo Tessel cuando terminaron de
hablar—. No me importa, de verdad. Así será más fácil ir directamente a ver a Geertrui. Pero
¿sabrás volver a casa de Daan sin problemas?
—No te preocupes —dijo Hille.
Sonrió y repitió con una precisión asombrosa:
—Ponte en mis manos, relájate, disfruta y confía en mí y llegarás a Amsterdam sano y salvo.

122
GEERTRUI

La señora Wesseling sufrió tal trastorno cuando su hijo se marchó que se encerró en su
habitación durante días. Para ella era como si Dirk hubiera muerto. No dejaba de repetir como un
mantra que no lo volvería a ver. Sumida en su profundo pesar, culpaba a Henk porque decía que
él había convencido a Dirk para huir. Me culpaba a mí por haber llegado a la granja y haber
perturbado a su hijo. Me culpaba a mí por haber traído conmigo a Jacob y haber puesto a su
familia en una situación aún más peligrosa que la que ya vivían. Culpaba a su marido por no ser
más firme con su hijo. Lo peor de todo es que, debido a su vehemencia, se culpaba a sí misma
por permitir que todo esto ocurriera. Debería haber echado a Henk el primer día en que llegó con
Dirk y decidieron esconderse en la granja; debería habernos despachado a los tres la noche en
que llegamos; incluso dijo que debería haber dejado que los alemanes descubrieran a Jacob en
lugar de esconderlo en la bedstee, porque al menos eso hubiera salvado a su hijo.
Su tormento era difícil de soportar. Y nada de lo que hacía o hubiera podido hacer el señor
Wesseling aliviaba su angustia. Impresionaba ver a una mujer adulta, a la que yo había conocido
en su faceta de mujer fuerte, que lo controlaba todo, indómita, desmoronarse de repente y
tornarse infantil por pura desesperación. Otra lección, una de las que he tenido más presentes en
mi vida, sobre lo frágil que es la naturaleza humana. En el momento que le llevó leer la carta de
su hijo, esta mujer madura, dominante y curtida se desintegró como si alguien hubiera estirado
del hilo que mantenía unidos los retazos de su persona y se hubiera convertido en una maraña de
hebras enredadas. Y aunque, al final, Dirk regresó, ella nunca volvió a ser la misma, nunca
recuperó la confianza y el aplomo que tuvo. Durante el resto de su vida fue una mujer nerviosa,
titubeante, retraída, seria y pesimista. Lo único que le interesaba, lo que yo creía que era su único
consuelo, era tocar el armonio, un instrumento que aprendió a tocar de niña pero que abandonó
en su época de juventud para más tarde retomarlo como si tal cosa. Tocaba sólo para ella, a veces
durante horas y horas, y no le gustaba que nadie la escuchara, y empleaba toda la energía que
antes dedicaba a su hijo en tocar el armonio. Era como si, mientras tocara el armonio, viviera una
vida paralela, una vida que no era decepcionante como lo había sido la otra. Hasta el final, justo
antes de morir, tocar el armonio y escuchar grabaciones de otros tocándolo se convirtió en su
mundo, para ella no existía más que eso. El resto había desaparecido, su marido, su hijo, había
olvidado su vida anterior. Sólo recordaba la música y la lógica del teclado. Murió de cáncer a los
sesenta y tantos años, tocando con los dedos en el cubrecama las notas de una composición que
sólo ella oía.

Pero me he adelantado. Volvamos a los días que siguieron a la desaparición de Dirk y Henk.
Por supuesto, el señor Wesseling también estaba enfadado, pero se lo tomó mejor que su esposa,
con optimismo. Volverán, decía, probablemente dentro de unos días, cuando se les pase el
enfado y se den cuenta de que no es tan fácil como creen luchar en la guerrilla. Respetó a su
mujer, y aceptó su reclusión con la misma resignación. No era un hombre imaginativo, era
flemático y fatalista. Para él, las cosas eran como eran, así era la vida, y con hacer lo que uno
podía ya era bastante. Solía repetir un dicho muy suyo: Dios ha decidido que lo que tenemos es
lo que merecemos. Además, las mujeres eran un misterio para él, no encontraba explicación a sus
rarezas. Lo suyo era encargarse de la casa y de los animales domésticos; allí él no intervenía. Así
que cuando su mujer se recluyó en su habitación, se limitó a encogerse de hombros y a creer que
eso era sólo una reacción femenina ante las malas noticias y dejó su cuidado en mis manos, junto
al resto del «trabajo de mujeres». No me prestaba ninguna atención salvo para decirme de vez en
cuando «Debes de estar preocupada por tu hermano. No les pasará nada. Son muy espabilados».
Y ya está. Vuelta al trabajo. Al incesante trabajo duro de una granja, donde los animales y las

123
cosechas no saben de vacaciones y no dejan que los que se ocupan de ellos se tomen ningún
descanso. La tierra es un patrón muy cruel. Y lo mejor que puedo decir del señor Wesseling es
que él adoraba la tierra y se encargaba de ella con total devoción. Era lo que le redimía, y debo
admitir que lo valoraba y siempre me llevé bien con él.
De todos modos, la señora Wesseling tenía razón: yo no estaba hecha para la vida en el campo y
no encajaba en ella. No sé cómo me las hubiera arreglado para sobrevivir los días siguientes de
no ser por Jacob. De no ser por él me imagino que me habría rendido y habría abandonado la
casa de los Wesseling tan repentinamente como Henk y Dirk, a pesar de las puñaladas de culpa
que habría sentido al desertar de tal modo. Pero Jacob era mi responsabilidad. Yo lo había
llevado conmigo contra la voluntad de todos, y abandonarlo entonces habría sido abandonarme a
mí misma. Nunca habría sido capaz de mirarme al espejo después de eso. Tenía que quedarme en
casa de los Wesseling por Jacob, tenía que soportar cualquier trabajo que me asignaran, a pesar
de lo exhausta o afligida que pudiera sentirme. Y tenía que hacer todo lo posible por ayudarlo a
ponerse en forma para sobrevivir. No digo escapar porque en aquel momento no era capaz de
reconocer que temía el día en que me dejara.
La señora Wesseling se refugió en su habitación, el señor Wesseling en su trabajo y yo evitaba
las tareas del hogar en la medida de lo posible para estar con Jacob.
La mayoría de los momentos que pasaba con él eran de noche, después de la cena. El señor
Wesseling subía a escuchar Radio Oranje, la emisora holandesa en Inglaterra, y yo me iba a ver a
Jacob, con la excusa adicional de que iba a vigilar por la claraboya del tejado del escondite por si
se acercaban visitas inesperadas, ya que desde allí tenía la mejor vista de la carretera principal y
del camino a la granja. Después él venía y nos contaba las últimas noticias de la guerra, se
interesaba por el estado de Jacob y entonces nos dejaba solos y se iba a sentar un rato con su
mujer. No hablaba mucho inglés, así que nunca se quedaba mucho tiempo con nosotros.
Después de que Jacob se hiciera tan dependiente de mí por sus necesidades físicas, yo me hice
dependiente de él emocionalmente. El era mi único confidente. Hay muy pocos hombres que
sepan escuchar. (O por lo menos cuando yo era joven. ¿Ahora ha cambiado?) Pero Jacob sí
sabía. Y durante un día o dos, tras la huida de Henk, tuvo mucho que escuchar, yo tenía que
explicarle a alguien lo triste que me sentía por haber perdido a mi hermano, mi ansiedad al
pensar en mis padres, mis quejas sobre la señora Wesseling, mi soledad y mis miedos sobre el
futuro de todos nosotros. Todo lo que hasta entonces me había guardado para mis adentros
porque había decidido conservar mis ánimos para no hacer más difícil su recuperación. Supongo
que me había imaginado como una especie de salvadora, su enfermera, o incluso, como me
llamaba él, su ángel de la guardia. Su María. Pero todo eso cambió en sólo un día. Se rompió el
dique, mis emociones cayeron igual que un diluvio, y Jacob se convirtió en mi refugio, en mi
protector, en mi compañero.
¡Fue todo un alivio! No tener que ser siempre fuerte, no tener que parecer siempre alegre y
optimista, no tener que ser siempre tan decidida y valiente. No tener que fingir tanto. Sólo ser yo
misma. Creo que me deleité en ese nuevo lujo, al menos durante un día o dos. Y Jacob no me lo
impidió. ¡Vaya liberación! Como la de un prisionero encadenado.
Una noche, los dos sentados uno a cada lado de una mesa improvisada en el escondite, con los
ruidos y el olor de las vacas filtrándose a través de las paredes de heno, yo lloraba mientras
hablaba con él. A pesar de estar encerrados como estábamos, yo me sentía como si estuviera
dando un paseo bajo la lluvia después de una larga temporada en un lugar cerrado y polvoriento.
Y como si fuéramos dos amigos que paseaban juntos bajo la lluvia, Jacob extendió una mano y
nos dimos la mano por debajo de la mesa. Esa fue la primera vez que establecimos un contacto
tan estrecho. Como ya he contado, yo había lavado a ese hombre muchas veces, incluidas sus
partes más íntimas. Lo había acunado cuando llegó a nuestro sótano, en los momentos en que su
dolor era insufrible. Le había dado de comer cucharada a cucharada, igual que a un niño. Le

124
había cambiado los vendajes de las heridas. Incluso le había ayudado a ir al lavabo. En ese
cuerpo no había nada que yo no conociera y que no hubiera tocado. Pero ésas eran las manos de
la dedicada enfermera, de su ángel María.
Claro está, hubo un momento, en la bedstee, en el que el deseo y las fantasías habían salido a la
superficie, pero yo había intentado borrarlas de mi mente, había intentado evitar pensar en eso.
Según la terminología anticuada que ya nadie usa, yo había permanecido casta. Lo que había
ocurrido, me decía a mí misma, había sido sólo un accidente y no tenía que darle más vueltas.
Con todo, por las noches no conseguía sacármelo de la cabeza y aún menos de mis sueños.
Pero entonces no era su ángel María quien lo estaba tocando, era él quien me tocaba a mí, a
Geertrui. Había cogido mi mano desde el otro lado de la mesa para acariciarla mientras yo
lloraba. Yo no ofrecí resistencia. Sin embargo, las emociones que me agitaban se confundían,
mis angustias y mis miedos se mezclaron con los deseos y los anhelos que me habían hecho
pasar noches en vela y que por fin encontraban una respuesta, una reacción, una confirmación
física en la caricia de sus dedos en los míos.
Al instante, su otra mano cogió la mía y dejé de pensar en él como en un soldado herido, un
desertor, un extranjero. Y si he de ser sincera, tampoco pensé en él como en un hombre casado.
Sólo pensé en él como en mi propiedad y en mí como la suya. En ese segundo que no me
comprometía a nada me entregué a él completamente. Y lo hice con terquedad, no con gusto sino
con terquedad. Y desde entonces hasta hoy mis sentimientos al respecto no han cambiado.
Quiero que todo quede claro. Yo no puse reparos, ni me resistí ni me opuse por un instante. No
puedo dar ni explicaciones ni poner excusas. Ni me arrepiento en absoluto. Al contrario. Me
aferró a ese momento, a esa decisión. Y asumo las consecuencias. No hay nada en mi vida de lo
que esté más segura que de mi amor por Jacob. Si él hubiera sobrevivido, yo habría hecho lo
imposible por mantenerlo a mi lado.
Esa noche hablamos, nos cogimos de la mano, nos miramos a los ojos como los amantes han
hecho siempre durante esos deliciosos primeros contactos. Nada más. Ni siquiera nos besamos.
Aun así nos parecía que teníamos todo lo que nos hacía falta en esa habitación secreta. Como
dice uno de mis poemas favoritos, que ya he citado: «En las cosas pequeñas descubrimos la
belleza. / Y en los instantes fugaces, la perfección». No hay nada superior. No puede haber nada
mejor. Las dos horas más o menos que Jacob y yo pasamos juntos esa noche fueron uno de esos
instantes perfectos. Que llegó a su fin cuando el señor Wesseling me llamó desde abajo, con la
excusa de recordarme lo tarde que era, y me esperó al pie de la escalera. Le di las buenas noches
a Jacob a toda prisa.
No me molestó la intrusión del señor Wesseling, se la agradecí. Le añadió emoción a la noche y
me dio sensación de seguridad, porque un ojo paternal velaba por mi bienestar. En aquellos
momentos, después de tantos días tensos lejos de mi hogar (por primera vez en mi vida pasaba
tanto tiempo sin ver a mis padres), necesitaba el amor paternal en la misma medida en que estaba
preparada y anhelante de la pasión arrolladura que uno vive al enamorarse por primera vez.
Acertaréis si imagináis que dormí muy poco aquella noche. Y que mi mente estaba llena de
esperanzas. Esperanzas de un futuro junto a Jacob, la ilusión de saber dónde y cómo vivirían. El
amor recién descubierto modifica la visión de la realidad y dispara la imaginación, la visión del
mundo se adapta a los deseos del enamorado.
Al día siguiente, el mundo seguía igual que el día anterior, o incluso peor. Más frío, sucio, gris y
deprimente. Y mi papel como sirvienta de la señora Wesseling, como granjera y ama de casa
para el señor Wesseling me resultó más pesado que nunca. Lo único que deseaba con todas mis
fuerzas era estar a solas con Jacob. Pero gracias a mis genes soy de naturaleza dinámica. Cuanto
más decaída me siento más impulso soy capaz de tomar para levantarme de nuevo. Lo heredé de
mi madre. Así que me consagré a mis tareas domésticas a un ritmo frenético nacido del deseo
frustrado.

125
Aun así, la naturaleza humana es tan perversa que cada vez que vi a Jacob durante aquel día, para
llevarle el desayuno y la comida, el agua caliente para lavarse, la ropa limpia, me sobrevino
semejante timidez que casi no fui capaz de mirarle a los ojos. Intenté comportarme de la manera
más natural posible, intenté pasar por allí fingiendo estar demasiado ocupada como para
quedarme a charlar e intenté simular que nada había ocurrido entre nosotros, que yo aún era sólo
María, su amable enfermera. Por supuesto, no funcionó. Todo había cambiado. Tocarlo aún me
resultaba más difícil que mirarlo y lo peor era que me tocara él. Normalmente le cambiaba el
vendaje de la pierna después de desayunar. Pero esa mañana, su pierna ya no era sólo un
miembro herido, era una parte del cuerpo que yo deseaba y amaba, que ansiaba besar y acariciar.
Así que murmuré algo sobre un problema que tenía que resolver urgentemente con la señora
Wesseling con el fin de posponer la cura y esperar a estar lista.
Finalmente, fui después de comer. Siempre pasábamos juntos una media hora, relajándonos antes
del trajín de la tarde. Esa mañana, el señor Wesseling había limpiado el estiércol de las vacas y
había necesitado paja del establo. Jacob le había ayudado y, cojeando por la galería, había
descargado heno fresco y paja que le había lanzado abajo al señor Wesseling. A mediodía estaba
empapado en sudor y lleno de polvo, y el vendaje se le había aflojado, estaba mugriento y le
molestaba. Cuando le llevé la comida me dijo que si yo no quería cambiárselo, lo haría él. Yo no
podía permitirlo. Mis manos eran las únicas que podían atender a mi querido paciente, ningunas
otras, ni siquiera las suyas. ¡Qué celos sentía! Nunca en mi vida había sido celosa. Hasta
entonces consideraba los celos una debilidad indecorosa y despreciable. En esos momentos
estaba poseída por un intenso ataque de celos que me sorprendió y me azoró de manera
exagerada.
Salí disparada sin decir una palabra a buscar una jarra de agua caliente y vendajes limpios.
Cuando volví, Jacob estaba sentado en la cama en ropa interior. Se había lavado lo mejor que
supo con agua fría. Yo lo había visto así muy a menudo, pero no desde el momento en que las
cosas cambiaron entre nosotros, no desde la noche anterior. Quería abalanzarme sobre sus
brazos. En lugar de eso intenté actuar como antes. Pero mis movimientos eran demasiado torpes.
Vertí el agua de la jarra en el barreño con descuido. Y me di un golpe al agacharme a sus pies
para quedarme con una rodilla apoyada en el suelo. Con las manos temblorosas cogí el extremo
de la venda de encima de su rodilla, que se había soltado, y empecé a desenrollarla. Pero como
mis manos parecían de mantequilla e iba a tientas al deshacer el vendaje, éste fue a parar al
barreño de agua que había al lado. Como si el barreño estuviera allí para recoger mis lágrimas,
mi torpeza me hizo derramar unas cuantas. Me obligué a desdeñarlas, a mantener la cabeza
gacha para que Jacob no me viera llorar mientras sacaba la venda del agua y continuaba
deshaciendo el resto del vendaje con sumo cuidado. Cuando hube terminado dejé el rollo de gasa
sucia a un lado. Me puse de pie. Tiré el agua contaminada. Froté el barreño para limpiarlo. Lo
volví a dejar en el suelo. Vertí más agua de la jarra, que ya se había quedado tibia. Me agaché de
nuevo y, cuando estaba a punto de retirar la gasa que cubría la herida, que era siempre lo que
más le dolía, porque quedaba adherida a la sangre coagulada, Jacob me agarró de los hombros, se
apoyó en mí para agacharse y esperó hasta que yo no pude esquivar su mirada por más tiempo.
La mirada de esos ojos que me habían cautivado desde que los vi por primera vez.
Ese momento, ese stasis, no podía durar mucho. Sólo se podía producir un avance o una retirada,
la aceptación o el rechazo, el reconocimiento o la negación. ¿Qué se podía esperar de mí más que
un avance, la aceptación, el reconocimiento? Con la claridad que da el instinto inmediato,
levanté la mano y recorrí su cara con los dedos, desde la frente y la sien hasta los labios y la
barbilla. El contacto con su barba de tres días me produjo un escalofrío en los muslos. Cuando
mis dedos llegaron a su barbilla se acercó a mí y me besó en los labios con delicadeza. Me puse
de puntillas, sujeté su cabeza entre mis manos y le di un beso en los párpados, primero en el
derecho y luego en el izquierdo. Le puse los brazos alrededor del cuello. Acerqué mi cuerpo al
suyo con firmeza. Y por segunda vez noté la turgencia de su sexo, pero esta vez contra mi

126
vientre, y me estremecí al sentir esa muestra de su deseo y al descubrir el misterio del poder que
eso ejercía en mí.
No intercambiamos ni una palabra, sólo los suspiros y las melodías del placer que conforman el
vocabulario del amor.
(¡Qué vieja inocente soy! Contarte esas cosas... Como si los detalles de esta parte te interesaran...
¿Acaso no sirve sólo para provocarte vergüenza? Además, el acto amoroso es algo tan universal
que no hay nada que contar que no se haya oído antes miles de veces. Pero yo, como esas
personas que te invitan a tomar café para enseñarte su arsenal de fotografías de sus vacaciones,
siento una necesidad compulsiva de contarlo. ¿Quizás para volver a vivirlo? ¿Para rememorar
algo que marcó mi vida? ¿Para confirmar su realidad? No importa.)
Nos aferramos el uno al otro, nos besamos intensamente durante un buen rato que pasó
demasiado rápido. No ocurrió nada más que eso. Nos separamos a nuestro pesar cuando oímos
que el señor Wesseling volvía al trabajo en el establo de las vacas.
Después de curarle la herida rápidamente, volví a mis tareas con urgencia. La sangre me bullía,
mi mente era un caos y no podía dejar de ansiar más, más y más.
No me detendré a describir otros síntomas de mi condición, como el rubor de mi piel, la tensión
en mis senos con la huella del pecho de Jacob marcada en ellos, la sensación casi dolorosa en mi
vientre, la humedad en las axilas y entre las piernas. Gracias a Dios no había nadie en la casa que
pudiera ver mi aturullamiento y mi felicidad. A la hora de la cena ya me había recuperado, pero
sabía que si le llevaba la cena a Jacob volvería totalmente agitada otra vez, incluso si conseguía
apartarme de él. Así que le pedí al señor Wesseling que se la llevara él y que le dijera a Jacob
que iría más tarde.
Pero no fui después. Me refiero a esa noche. Me puse demasiado nerviosa. No podía confiar en
mí misma. ¿Cómo iba a actuar? ¿Cómo se suponía que debía actuar? ¿Cómo actuaría Jacob?
¿Debería aceptar sus proposiciones? ¿Sabría cómo hacerlo? Tenía tanto miedo como deseo de
entregarme a la pasión.
Es más, de repente sentí que no podía ir a verlo con ese aspecto. Sentí que necesitaba bañarme,
que mis ropas estaban viejas y gastadas, que eran feas y poco favorecedoras. ¿A qué olía? ¿A lo
que había estado cocinando? ¿Al polvo de la casa? ¿Al gallinero, donde acababa de estar para
encerrar a las gallinas para la noche? ¿Al queso de la lechería, donde había estado media hora
trabajando en la máquina de separar la nata de la leche? ¿O a mi propio sudor y a sexo? La
simple idea me horrorizó. No me podía soportar ni un minuto más. Era como si mi cuerpo fuera
un caparazón abominable, una cáscara dura, vieja y desgastada que encerraba a un nuevo ser que
quería salir y ser libre. Quería deshacerme de él como la serpiente muda la piel o la mariposa su
crisálida cuando emerge del capullo. ¿He dicho «quería»? ¡No, no! ¡Tenía que hacerlo! No era
una posibilidad ni un deseo, era un imperativo, una necesidad, un requisito biológico.
Hacía días que no me bañaba. Eso era algo normal. No nos bañábamos tanto como hoy en día. Y
las duchas, por lo menos donde nosotros vivíamos, ni siquiera se conocían. La gente no era tan
exigente con el cuerpo. Pero nuestra casa en Oosterbeek sí tenía baño, no como la granja. Así
que noté la diferencia. Al menos la incomodidad. En la granja había que hervir el agua, preparar
la bañera portátil, que siempre se colocaba en la cocina, delante de la cocinilla de leña, por el
calor y porque era más fácil llenar la bañera allí mismo. Después había que vaciar la bañera y
recogerlo todo. Además también estaba la cuestión del pudor y de la intimidad. Cuando se
bañaban las mujeres, los hombres se iban y viceversa. En casa de los Wesseling, los hombres se
bañaban los viernes por la noche y las mujeres, los sábados. Los cambios en esta rutina eran
extraordinarios. Después de una enfermedad, quizás, o para alguna ocasión especial (un
cumpleaños, por ejemplo, o antes de un viaje). Pero nunca por capricho. Nunca porque te
apetecía darte un baño.

127
Eso ocurrió un jueves. ¿Qué razón podía darle al señor Wesseling para que no se sorprendiera
por quererme bañar esa noche? Se me ocurría una que no cuestionaría porque sabía que sólo con
mencionarla le provocaría tal bochorno que no querría comentar nada. También a mí me
avergonzaba hablar de eso porque en aquella época se suponía que las mujeres no debían hablar
con los hombres de esos problemas femeninos, incluso si ellos habían oído hablar de esos temas,
ya que es sorprendente el número de hombres, incluso hombres casados, que no sabían nada al
respecto. Entre hombres y mujeres, las funciones del cuerpo femenino se consideraban
inexistentes. Al menos las familias respetables y religiosas creían de mala educación hablar de
ellas abiertamente e incluso había quien lo consideraba un pecado social merecedor de un castigo
severo. Mi excusa tenía la ventaja de ser cierta. En lo único que mentiría sería al sugerir que mi
periodo había sido especialmente desagradable por algún motivo que no especificaría, y el señor
Wesseling saldría de la casa sin hacer preguntas. Y eso fue exactamente lo que hizo, tras decir
que se iba a escuchar las noticias, que luego iría a ver a Jacob y que volvería en una hora más o
menos si me iba bien. Le dije que sí y se marchó.

Mientras me bañaba me percaté de que lo estaba haciendo para Jacob y no para mí. Como
preparación para recibirlo, como una novia el día de su boda. Dije en voz alta:
—Quiero ir a verlo porque deseo tenerle dentro de mí.
La impresión que me produjo mi descaro hizo que soltara un grito ahogado. Nunca me había
creído capaz de ser tan lanzada. No obstante, enseguida me puse a planear fríamente, con una
racionalidad pasmosa, cómo iba a proceder. Acabaría de bañarme, lo recogería todo, me secaría
el pelo delante del fuego y me iría a mi habitación. Allí me adecentaría las uñas, me pondría
aceite en las manos y en las piernas, inspeccionaría cada milímetro de mi cuerpo, me perfumaría
con lavanda, me atusaría el pelo y me pondría la mejor ropa que me quedaba. Me tomaría mi
tiempo, disfrutaría haciéndolo, para quitarme de la mente el estrés y la tensión de las últimas
semanas y ocuparla con pensamientos sobre Jacob. Esperaría hasta que el señor Wesseling se
marchara a la cama y hasta empezar a oír el terremoto de sus ronquidos (común acompañamiento
de sus horas de sueño). Entonces me escaparía a ver a Jacob.
Hasta que no llegué a mi habitación y la fría humedad del aire en esa noche de otoño refrescó mi
tibia piel no caí en la cuenta de que el romántico encuentro que esperaba tan ansiosa podía tener
consecuencias indeseables.
Yo no sabía casi nada en particular sobre el acto sexual en sí (no hace falta que lo diga). Incluso
sobre qué iba dónde o cómo llegaba hasta allí no tenía más que unas pocas nociones y las había
adquirido gracias a mis amigos, lo que les confería una autoridad dudosa, no a través de mis
padres o profesores o de los libros. Entre las cosas de las que me había enterado en el colegio
estaba el método de contracepción que llamábamos del «periodo seguro». Podías hacer el amor
siete días antes de tener el periodo, durante los tres o cuatro días de duración del mismo y
durante los seis o siete días siguientes. Fuera de esas fechas más valía asegurarse de que el
hombre saliera de la iglesia antes de que acabara la misa. (Qué risa más tonta nos entraba a las
chicas cuando utilizábamos ese ridículo código secreto para referirnos al coitus interruptus. Y
qué seguras y orgullosas nos sentíamos de poseer esa información propia de los adultos.)
Bien, como decía, el flujo de mi periodo había desaparecido el día anterior. Pero entonces me
paré a pensar: ¿Cómo podía estar segura de que mis compañeras del colegio tenían unas fuentes
más fidedignas que las mías? E incluso si lo fueran, ¿era seguro el «método del periodo seguro»?
¿Infalible? Mis dudas invadieron mi romántica fantasía amorosa y me hicieron cavilar durante un
rato, hasta que el señor Wesseling empezó a roncar estrepitosamente. El tiempo suficiente como
para decidir con calma que el amor sin riesgo no puede ser amor. Me pareció obvio, no sé de
dónde había sacado la idea, que el amor verdadero siempre resulta peligroso. Y más peligroso
para el que lo da que para el que lo recibe.

128
Tenía pocas esperanzas en la perfección del comportamiento del cuerpo humano, igual que la
guerra me había hecho perder la esperanza en la perfección del comportamiento humano. El
cuerpo podía cometer tantos errores como las personas, ser tan poco fiable y tan fluctuante con
respecto a la norma, estaba segura. Cualquier regla, cualquier ley, ya fuera dictada por la
naturaleza o inventada por los humanos, tenía excepciones y desviaciones. Yo sabía que estaba a
punto de transgredir varias leyes humanas: religiosas (fornicación, convivencia en adulterio,
codiciar al hombre del prójimo), legales (hacer el amor antes de la edad legal) y sociales
(traicionar la confianza de mis padres y de la gente que me había acogido, arriesgando su propia
vida, y que me estaba manteniendo). ¿Por qué sentía esos impulsos tan insensatos y me disponía
a transgredir todas esas normas? Si me descubrían, cada transgresión me supondría un duro
castigo. ¿Estaba preparada para asumir las consecuencias?, me pregunté mientras me examinaba
por última vez ante el espejo a la tímida luz de la vela y en el frío de la noche. Y me grité a mí
misma, con la valiente arrogancia de la inexperta juventud: «Sí, sí, lo estoy».
Así que, totalmente dispuesta, me dirigí hacia Jacob y me entregué a él.

129
POSTAL

Crecer es, después de todo, sólo conseguir entender que la


experiencia propia, única e increíble, es lo que todos compartimos.
DORIS LESSING, El cuaderno dorado

—Tómate una pannenkoek —sugirió Hille.


—¿Qué es eso? —preguntó Jacob.
—Una tortita.
—Huevos y harina, todo batido y preparado en una sartén.
—Creo que sí. No soy muy buena cocinera. Los franceses las llaman crepés. En Holanda nos
encantan.
Miró el menú con una sonrisa y se encogió de hombros.
—Las hay rellenas. De spek, por ejemplo, o sea de... beicon. O de manzana y... ¿kaneel?
—Lo siento, no tengo ni idea.
—Salir contigo es un suplicio —bromeó Hille.
—Lo siento de nuevo.
—No, tranquilo. Así practicaré el inglés, ¿verdad?
—¿De verdad?
—Sí, ¿o quieres que hablemos en holandés?
—Que si es verdad que estás saliendo conmigo.
—Me refiero a «ir» contigo a algún sitio.
—¿No quería venir Wilfred?
—No, tenía que terminar de recoger sus cosas para la mudanza.
—El beicon suena bien, gracias.
—Para mí el de manzana y kaneel. Así lo puedes probar y decirme cómo se dice kaneel en
inglés. ¿Qué quieres beber?
—¿Vino blanco? —gracias a Daan le había cogido el gusto.
—Muy bien.
—Podemos pagar a escote, si te parece bien.
—¿Qué?
—A escote. ¿No conoces la expresión?
—No.
—Significa pagar a medias en vez de que uno tenga que pagarlo todo.
—¿Y por qué a escote?
Jacob se rió.
—No lo sé. ¿Por qué debería saberlo?
—Tú lo has dicho.
—¿Y qué? ¿Tú puedes explicar todas las expresiones que utilizas en holandés?
—No, pero me encantaría poder hacerlo.
130
—En inglés hay muchas expresiones con la palabra Dutch, holandés.
—¿Como por ejemplo?
—Un Dutch únele, un tío holandés: un hombre que no es tu tío pero que te trata como si lo fuera.
Dutch courage, valor holandés: el valor del que la gente se arma después de haber bebido mucho
para lograr hacer algo que en realidad no quieren hacer... ¿Qué más? Veamos... Dutch oven,
horno holandés: la boca. Supongo que será por el hot air, que significa aire caliente y también
palabrería.
—Qué maravilla.
—Dutch auction, subasta holandesa: una subasta que empieza con un precio alto y va bajando
poco a poco hasta que alguien compra, en lugar de empezar con un precio bajo que va subiendo.
—Esa la sabía. Y también double Dutch.
—Decir cosas incomprensibles.
—Pero ¿por qué?
—Probablemente porque para nosotros el holandés es muy difícil de entender así que
multiplicado por dos, pues imagínate...
—¡Gracias! No es más difícil de entender que el sueco. ¿Y qué me dices del chino? ¿Por qué no
double Chínese? ¿Hay más expresiones sobre los holandeses?
—Unas cuantas, sí, pero no me las sé todas.
—¿Son todas antipáticas?
—¿Antipáticas? Supongo que la mayoría. ¿Te preguntas por qué?
—Yo diría que por razones históricas, ¿no?
—¿Te refieres a la época en que luchamos en bandos distintos?
—Igual que los daneses bromean sobre los suecos.
—¿Sí?
—La gente siempre bromea y critica a aquellos contra los que han luchado, ¿verdad? Lo mismo
que nosotros hacemos con los alemanes. Vaya, mis abuelos lo hacen.
—El odio tiene muy buena memoria.
—¿Eso es una expresión hecha?
—Ahora sí. Me la acabo de inventar. Por lo menos yo no recuerdo que lo sea.
Hille soltó una carcajada que le hizo sentir muy bien. A Jacob le gustaba cada vez más. No podía
quitarle los ojos de encima, especialmente de su boca, ancha y con el labio inferior tan carnoso.
Y el brillo nacarado de su piel, que despertaba en él el deseo de acariciarla.
Llegó la camarera y pidieron.
Cuando se fue, Hille dijo:
—¿Sabes dónde estamos? El restaurante, quiero decir.
Ese sitio (según su visión inglesa, una mezcla de pub, café y restaurante, los tres en uno) estaba
lleno de antiguos soldados (con las boinas, rojas o azules, todavía puestas) apiñados en torno a
las mesas, comiendo y bebiendo con sus amigos, y diez de cada doce hablaban en inglés. Jacob y
Hille habían ocupado los últimos dos asientos libres en una mesa de la esquina. Aparte de las
camareras, eran los más jóvenes del restaurante con muchos años de diferencia. Jacob había
estado tan atento a Hille que no se había percatado de nada. Entonces miró a su alrededor y vio
cuadros (auténticos o reproducciones, no lo podía distinguir desde allí) en las paredes de escenas
de la batalla. Había visto algunos de esos cuadros en los libros.

131
—Yo no sé mucho de la batalla —dijo Hille—, porque las batallas no son santo de mi devoción,
como se suele decir. Pero este sitio es muy famoso.
—¿Cómo se llama? No me he fijado.
—El Hotel Schnoonoord.
—Me suena. ¿No lo utilizaron de hospital?
—No es el mismo edificio. Lo que quedó después de la guerra lo derribaron porque estaba muy
deteriorado y construyeron éste en el mismo sitio durante la posguerra. Lo sé porque la hija del
propietario escribió un diario durante la batalla y lo publicaron. Hendrika van der Vlist. Tenía
veintidós o veintitrés años por aquel entonces. Es muy buen libro. No tan especial como el de
Ana, pero creo que te gustaría. Y sé que existe en inglés porque lo he visto en el museo de la
batalla, justo enfrente de aquí. Podríamos ir a comprarlo para ti.
—Muy bien.
—El museo era el cuartel de los ingleses en Oosterbeek, así que a lo mejor te interesa verlo de
todas maneras.
—¡Ah! Te refieres al Hotel Heart... no sé qué.
—Hartenstein. Ponen un vídeo sobre la batalla y en los sótanos han reproducido escenas del
hotel durante la guerra utilizando objetos de entonces. Y han colocado figuras de cera. Como en
el Museo de Madame Tussaud. Es spookachtig, creo yo. Pero interesante. Detrás hay un parque
muy bonito, con muchos árboles. Podríamos ir a dar un paseo si quieres, es muy agradable.
—Perfecto. Pero de verdad, podemos pagar a escote. No hace falta que me invites.
Cuando llegó la camarera con la comida, Hille le dijo a Jacob:
—Mira, me has hablado de tu abuelo. Puedes ganarte la comida si ahora me hablas de ti.
—Sabía que tenía que haber trampa.
—Claro, es que soy holandesa. Con nosotros, ya se sabe...
—¡Vale! ¡Vale! ¡Pax!
De repente, Hille se puso muy seria, levantó su vaso para proponer un brindis y miró a Jacob a
los ojos, fijamente:
—Vrede para siempre.
Justo cuando lo dijo, se hizo uno de esos innumerables silencios que se producen a veces cuando
hay una multitud y se da un vacío simultáneo en la conversación de todo el mundo. Las tres
palabras del brindis de Hille llenaron ese silencio como si fueran dedicadas a todos los presentes.
Hubo un segundo de vacilación mientras las palabras cuajaban, antes de que todos levantaran su
vaso y, como si lo hubieran ensayado, repitieran al unísono:
—¡Vrede para siempre!
El silencio que siguió, cuando el brindis todavía estaba en el aire, lo rompió uno de los antiguos
soldados, que gritó en voz alta:
—¡Lo hicimos por vosotros!
Todos dejaron los vasos y rieron y dieron palmadas contra la mesa o la golpearon como signo de
alegría.
Hille puso cara de susto después de ver la reacción que había provocado, y ambos tuvieron que
contener sus risitas avergonzadas.
Cuando se les pasó, Hille dijo:
—Dame tu plato, te quiero enseñar una cosa. Tú quédate con el mío y así pruebas la kaneel y me
dices lo que es. ¿Te gusta el stroop? Una especie de... sirope.

132
—Sí, creo que sí —le dijo a la vez que le entregaba su plato y cogía el de Hille—. Nunca lo he
probado.
—Muy bueno, dulce pero sin ser empalagoso. Nos lo comemos con las pannenkoeken,
Jacob olisqueaba el plato de Hille.
—Sólo por el olor puedo decirte lo que es. Canela.
—Exacto, sí canela. Pruébalo si quieres.
Cortó un trozo.
—Muy sabroso.
—¿La quieres? ¿Quieres que pidamos otra?
—No, son enormes. Con una tengo bastante.
Hille había cogido un bote, le había dado la vuelta y había vertido rápidamente un hilo de ese
sirope meloso sobre la tortita de Jacob, moviendo el bote como si estuviera escribiendo con un
rotulador gigante. Jacob vio lo que había escrito cuando levantó el plato y se lo enseñó. Su
nombre aparecía sobre la tortita con letras de sirope perfectamente dibujadas, sin goteos, pero lo
había escrito con ka: JAKOB.
—Muy hábil.
—Inténtalo tú.
Le cedió el bote. Jacob intentó moverlo como había hecho ella. Pero, claro está, aunque el
líquido era denso bajaba mucho más deprisa de lo que él se había imaginado. Lo único que
consiguió fue una aproximación a lo que debería haber sido HILLA, pero se quedó en un garabato
tembloroso y casi ilegible.
—Lo único que hace falta es práctica —dijo Hille mientras se intercambiaban los platos de
nuevo—. Te prescribo una pannenkoek al día. Y si esto de aquí es una a, debería ser una e.
—Bueno, si nos ponemos así esa ka que me has adjudicado debería ser una ce —respondió
jocosamente, imitando su tono quisquilloso.
—Ya lo sé, pero me gustaba más con ka. Si a ti no te gusta, cómetela y habrá desaparecido.
—Lo haré. Con respecto a tu a, lo mismo te digo. Empezaré con la ka ofensiva desde el medio y
seguiré hasta acabar con este flapjack.
—Buena idea... ¿Flapjack?
—Como los americanos llaman a las tortitas.
Hille dijo, rompiendo la a con un movimiento circular del cuchillo:
—Quizá deberíamos empezarlo todo por el interior y entonces pasar al exterior. A lo mejor la
vida sería más fácil así. ¿Tú qué crees?
—No me digas que eres filósofa además de fan de las tortitas.
—Pero es cierto. Me gusta pensar en el significado de las cosas. ¿A ti no?
—Sí, sí. Y ésta es una tortita deliciosa.
—Creo que todo tiene un significado. Sobre todo las cosas que parecen no tenerlo. Jacob Todd
es un buen nombre para un filósofo. Un punto... ouderwets. ¿Cómo se dice? Como viejo...
—¿Anticuado?
—Eso es. Anticuado.
—¿Crees que soy un anticuado? Quizá lo sea.
Hille levantó la vista de su tortita, que desaparecía tres veces más deprisa que la de Jacob, lo
miró, lo sopesó y dijo con una seriedad burlona:

133
—Sí, creo que es verdad. Estoy de acuerdo. Eres un anticuado. No digo que estés pasado, eso no,
sólo un poco anticuado.
Jacob bajó la cabeza porque no sabía muy bien por dónde iban los tiros. ¿Estaba sólo bromeando
o de verdad le estaba diciendo lo que pensaba y quería que él lo supiera?
—¿Y eso es malo?
—No, es bueno —dijo Hille, volviendo a su tortita de nuevo—. Me cabrea mucho que todo tenga
que ser tan modernísimo. Que todo tenga que estar a la última. Como la ropa que se supone que
hay que llevar y la música. Todas esas cosas. Antes creía que importaban. Ahora me parecen una
chorrada monumental.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
Jacob se rió aliviado.
—Que te lo digo de verdad —dijo Hille con vehemencia.
—Ya lo sé. ¡Y yo también!
—Entonces —dijo Hille, que había empezado a reírse con él—, ¿por qué te ríes?
—¡Porque sí!... ¿Y tú?
—¡No lo sé!... ¡Porque tú te ríes!
Sus risas se convirtieron en sonrisas. Jacob se encogió de hombros.
De repente no sabía qué decir porque había demasiado que decir. Y porque había algo que le
molestaba por dentro, una sensación que nunca había tenido antes. No se atrevía a buscarle un
significado.
Hille se acabó la tortita y se quedó allí sentada, con los codos apoyados en la mesa y la barbilla
en los nudillos, mirándolo fijamente.
Al cabo de un rato dijo:
—En realidad no sé nada de ti, pero tengo la sensación de que te conozco desde siempre.
Jacob se alegró de que le quedara aún un poco de comida y, aunque ya no le apetecía, lo utilizó
como excusa para esquivar su mirada.
Era evidente que él no iba a decir nada, así que Hille añadió:
—¿Tú te has sentido así antes por alguien?
Había adoptado un tono diferente, había perdido el nervio, la seguridad.
Esperó un momento hasta que tuvo claro cómo expresar lo que quería decir, porque supo que en
sus manos estaba que las cosas entre ellos siguieran como hasta entonces o que su relación
cambiara. Pero también supo que ese cambio que no se atrevía a nombrar abriría las puertas de
su verdadero ser a otra persona de una manera nueva, muy arriesgada. Antes ni siquiera había
tenido ganas de hacerlo. Todas esas facetas de su persona que la timidez se ocupaba de mantener
bajo llave; facetas que ni siquiera él mismo había examinado nunca en detalle. Conforme su
intuición le ponía al corriente de todo esto, porque ni siquiera podía verbalizar nada, sólo intuir,
comprobaba que el corazón le latía a toda velocidad y que le había subido la temperatura
corporal.
Intentó mantener la calma y pensó que, dijera lo que dijera, tenía que ser verdad. O por lo menos,
que se acercara tanto a la verdad como se pueden acercar las palabras a un sentimiento que a él le
resultaba casi incomprensible.
Se había obligado a sí mismo a tomarse el último trozo de tortita, y al acabar dejó el tenedor y el
cuchillo en la mesa, levantó la cabeza y miró a Hille fijamente a los ojos. Habló muy despacio y
con un cuidado especial:
134
—No, no me he sentido nunca así por nadie. Pero hoy he sentido... no sé muy bien cómo
expresarlo... que he conocido a alguien a quien esperaba conocer desde... Bueno, siempre es una
palabra muy fuerte... digamos que desde hace mucho tiempo.
Hille ni pestañeó, pero su pálida tez se sonrojó. Jacob estaba seguro de que él también se había
ruborizado.
—No sé por qué me siento así —continuó—. No sé cómo puede ocurrir tan deprisa. No sé qué
decir.
Hille asintió con la cabeza.
Y, justo cuando la intensidad del momento se hacía insoportable, Hille apartó la mano derecha
de debajo de la barbilla, estiró los dedos y la posó con la palma hacia arriba en el borde de la
mesa, justo entre los dos, en un movimiento que no podía confundirse con un gesto inocente.
Como si esos dedos fueran un imán y los suyos metálicos, Jacob puso su mano izquierda
extendida sobre la de ella.
Se produjo otro silencio, su atención se centraba en el flujo de la corriente. La algarabía a su
alrededor pertenecía a otro mundo.
—¿Por dónde empezar? —dijo Jacob, por fin—. Hay tanto que contar.
—¿Por el interior?
—¡Me da la sensación de que mi interior ya está a la vista!
—¡A mí también! —dijo ella con una carcajada. —¿Vamos fuera entonces? Para respirar un
poco de aire fresco.
—¿Al parque de detrás del museo?
—Sí.
—Es un sitio muy bonito.
—¿Sí?
—Al sol, hace un día precioso.
—Sí.
—Vamos.

Después de una fugaz visita al Museo Hartenstein, donde compraron el diario de Hendrika van
der Vlist en inglés, Oosterbeek 1944, y una camiseta del regimiento de los paracaidistas para
llevársela a Sarah de recuerdo, pasearon por el parque y encontraron un lugar íntimo en el que
sentarse entre los árboles.
—¿Te acuerdas del primer beso de Ana, con Peter van Daan? —dijo Jacob.
—A través de su pelo, la mitad en la oreja y la otra mitad en la mejilla.
—Tenía casi quince años.
—Me provocó la risa la primera vez que lo leí. Yo debía de tener unos trece años y ya había
descubierto lo que me gustaban los besos, ¡un montón!
—¿Cuántos años tenías cuando besaste a alguien en serio por primera vez?
—Once. A un chico que se llamaba Karel Rood. El tenía catorce años. Todas las chicas querían
ser su novia. Nos parecía muy guapo. Ahora es una domkop, dan menos ganas de besarle que a
un slak. Y no me pidas que traduzca esas palabras porque no podría. ¿Se arrastra por el suelo,
está húmeda y es pegajosa?
—¿Una babosa?
—Bueno, sea lo que sea, muy desagradable. Aunque entonces besaba muy bien. ¿Y tú?
135
—Yo he tenido un par de novias. Pero no creo que sea tan bueno como tú. Supongo que tú
tendrás más práctica, como con lo de escribir con sirope.
—No lo haces tan mal. Y tienes unos labios muy apeticebles. Podemos practicar un poco más si
quieres.
—Buena idea.

—Después del primer beso, Ana habla mucho de si debería contarle a su padre lo que ella y Peter
están viviendo. ¿Te acuerdas? —dijo Jacob.
—Se sentaban juntos en el ático, abrazados, y apoyaban la cabeza en el hombro del otro por
turnos —continuó ella.
—Y eso antes de darse un beso en los labios como es debido. Cosa que tarda once años en
ocurrir. ¡Imagínate tener que esperar tanto! No me extraña que ella se eche a temblar cuando
llega el momento.
—Pensaba que me sabía el diario de memoria pero veo que no tan bien como tú.
—Me acuerdo de lo del primer beso porque durante una temporada tenía una especie de fijación
con Peter. Como te he dicho, subrayaba algunos fragmentos en naranja. Bueno, cuando tenía
tanto interés por Peter subrayaba los fragmentos que tenían algo que ver con él en verde.
Entonces los leí todos seguidos para poder concentrarme en lo que Ana hacía con él, lo que
pensaba de él y todo eso.
—¿Por qué? ¿Por qué hiciste algo así?
—Porque siempre estaba pensando en lo que habría hecho yo en su lugar, en cómo habría
actuado yo. Los fragmentos verdes más largos son los de su primer y segundo beso. Yo no
dejaba de pensar: ¿A qué espera Peter? ¿Por qué no se pone manos a la obra? Seguro que yo lo
habría hecho.
—Me pregunto si lo habrías hecho si hubieras sido él de verdad. Bueno, no él sino tú mismo,
como eres hoy, pero en aquel momento. Porque tú sólo puedes ser tú, ¿no? Pobre Peter. En mil
novecientos cuarenta y cuatro, cuando la vida era tan distinta de como es hoy, especialmente el
sexo, allí encerrado en unas cuantas habitaciones durante dos años, con todos esos adultos que no
le quitaban la vista de encima. ¿Tú lo habrías hecho mejor que él?
—Sí, ya lo sé. Tienes razón, pero yo tenía catorce o quince años cuando lo pensaba.
—Entonces te perdono.
—¡Qué alivio! ¿Y tú le contarás a tu padre lo que has estado haciendo con un inglés en el
parque? ¿Igual que Ana le contó a su padre lo que tenía con Peter?
—Puede que sí, puede que no. ¿Tiene alguna importancia?
—¿Qué diría él si se lo contaras?
—Espero que te lo hayas pasado bien.
—¿Y?
—Necesitaría un poco más para tenerlo claro.
—Buena idea.

—¿Ahora tienes novio?


—No, tenía uno hasta hace unas tres semanas. Pero de momento estoy libre.
—¿Por qué rompisteis?

136
—¡Dios! Bueno, era guapo y todas esas cosas, ya sabes. Bueno en la cama. Divertido. Y siempre
encantador conmigo. Me traía flores. Me regalaba cosas sin ningún motivo especial. Me escribía
cartas de amor. Muchas. Cosa que me encantaba... Más de lo que me gustaba él, eso creo ahora.
El caso es que estaba muy colada por él, me duró seis meses, más o menos. Digamos que fue mi
primer novio de verdad.
—¿Pero?
—Suena muy mal, pero de verdad, empecé a sentirme... teleurgesteld... ¿Cómo se dice?
Decepcionada.
—¿Decepcionada? ¿Por qué?
—Es difícil de explicar, sobre todo en otra lengua.Era lo mismo que le sucedió a Ana con Peter.
Cuenta lo mismo que me ocurrió a mí. Me acuerdo exactamente de sus palabras porque no lo
dice como se diría normalmente en holandés y me gustó tanto la primera vez que lo leí que lo
recité una y otra vez. Dice: dat hij geen vriend voor mijn begrip kon zijn. Que significa algo
parecido a... él no era un amigo para mi entendimiento.
—¿Quieres decir «un amigo que me supiera entender»?
—No, no sólo eso. En realidad no es eso en absoluto. Más bien: no era nadie que alcanzara mi
nivel mental y espiritual... no era un amigo del que... con el que... ¡Qué difícil!
—No era tu alma gemela.
—Sí, puede que sea eso. Ella lo dice de una manera tan poética.
—No era nadie que llevaras toda la vida esperando conocer.
—¡No! Y además él, Wilfred, se llamaba, estaba empezando a tomarse las cosas muy en serio.
Demasiado. Incluso hablaba de casarnos. Vale, tenía tres años más que yo, pero ¿casarnos? ¿A
mi edad? No, gracias. Así que preferí decirle adiós.
—¿Y no hay nadie más?
—¡Oh! Pobre de mí, ¿cómo podré superarlo? No, no, nadie.
—¿Puedo solicitar el puesto?
—¿Estás disponible?
—Estoy totalmente desempleado.
—Tendrás que pasar los exámenes.
—¿Vas a examinar mis calificaciones?
—Y si apruebas los exámenes, habrá un periodo de prueba muy largo antes de firmar el contrato.
—Yo podría decirte lo mismo.
—Claro, estoy de acuerdo. Me lo esperaba. Es un contrato bilateral.
—Empezaremos ahora mismo con el examen práctico de besos y abrazos. Para ver si merece la
pena que solicite el puesto o no.
—Buena idea.

—¿Tú crees que la vida es incierta?


—¿Qué quieres decir con «incierta»? —dijo Hille.
—Mira, si yo no me hubiera peleado con mi padre y mi madre no hubiera enfermado, y si no
hubiera permanecido en el hospital tanto tiempo, y mi hermana no fuera tan... ¿Cómo has
llamado al chico del primer beso? ¿Dom no sé qué?
—Domkop.

137
—Suena perfecto para mi hermana, signifique lo que signifique. Así que como te decía: si mi
madre no se hubiera tenido que quedar tanto tiempo en el hospital y mi hermana no fuera
semejante domkop, yo no me habría ido a vivir con mi abuela. Y si mi madre no me hubiera
regalado El diario de Ana Frank, si no me hubiera enamorado de Ana, si mi abuela no se hubiera
roto nada, lo que le impidió venir a Holanda, si ella no me hubiera mandado a visitar a la mujer
que cuidó a mi abuelo y si mi abuelo no hubiera estado en los paracaidistas y no hubiera luchado
en la batalla de Arnhem y si no lo hubieran herido y si la familia holandesa no lo hubiera
rescatado y si no hubiera muerto mientras lo estaban cuidando... si todo eso no hubiera ocurrido
no te habría conocido y no estaríamos aquí viviendo este momento libidinoso.
—¿Qué?
—Que no estaríamos aquí como dos tortolitos.
—¡Otra vez!
—Que no estaríamos tan amartelados.
—¡Habla claro, domkop!
—Estoy hablando claro, tú lo que quieres es que hable en holandés.
—Sí, ¿por qué no? ¿Por qué tengo que ser yo quien haga tantos esfuerzos?
—Bueno, lo que te estaba diciendo, que si no hubiera ocurrido nada de eso, no estaría aquí
contigo. Y lo lamentaría muchísimo.
—¿Cómo ibas a lamentarlo si no hubiera ocurrido? Si no hubiera ocurrido no conocerías la
sensación. Y no podrías lamentar que no hubiera ocurrido.
—Ay, qué lista. Pero seguro que habría pasado ya en una de mis vidas paralelas. Ya sabes, las
vidas que los científicos célebres dicen que estamos viviendo al mismo tiempo que esta que
conocemos. Si eso es cierto, ¿cómo puedes saber que lo que ocurre en una de tus vidas paralelas
no se muestra en la vida de la que eres consciente y te entristece no poder vivir esa otra vida
paralela en lugar de ésta? ¿No te ocurre a veces que te pones triste sin razón aparente? A mí me
pasa. A lo mejor es por eso. Porque ha habido algo que se ha filtrado de nuestra vida paralela y
queremos vivir esa otra vida. Como cuando eres pequeño y tú quieres un helado que sabes que
está en el congelador pero tu madre no deja que te lo comas.
—Cuando te pones, hablas por los codos.
—Sólo a la persona adecuada. Con la persona adecuada me gusta hablar, lo reconozco. ¿Te
molesta? ¿Quieres que me calle?
—No, me gusta. Normalmente soy yo la que no calla. Y me gusta ver cómo se mueve esta cosa,
tu adamsappel, arriba y abajo mientras hablas.
—A lo que me refería... si no te importa quitarme el dedo de la nuez porque me están entrando
ganas de regurgitar mi pannenkoeken... es a lo incierta que es la vida. Te hace preguntarte cómo
sería la vida si no hubiera ningún «si».
—Muerte.
—¿Qué?
—No habría vida, estaría muerta. Si no hubiera ningún «si» no estaríamos aquí. Ni nosotros ni
nadie. No existiríamos. Así que sería como si estuviéramos muertos.
—¿Quieres decir que la vida es sólo un gran «si»?
—¿No lo ves?
—Ahora sí, gracias. Y ahora que lo dices, ¿te has dado cuenta de que en inglés, la palabra vida,
life, contiene un «si», un if: L-if-e. Así que la incertidumbre de la vida ya estaba allí antes. Sólo
que no me había dado cuenta. ¡Qué domkop!

138
—Pero en holandés no está.
—¿Cómo se dice vida en holandés?
—Leven.
—¿Cómo se escribe?
—A veces me confundo con el alfabeto. Te lo voy a escribir en la mano con el dedo.
—L... e... v... e... n... Vale, leven.
—Muy bien. Humm, qué agradable. Y esto sí que es revelador, ¿no? Eve en el medio. Los
holandeses no tenéis el «si», tenéis a Eve, a Eva. Los ingleses somos todos i f s y los holandeses
sois todos Adán y Eve.
—¿Y no te gusta más la vida holandesa que la Engels? Vamos pues a librarnos de tus ifs ingleses
y domkop y adentrémonos en el agradable asunto holandés de Adán y Eva.
—Buena idea.

—Hablando de la muerte —dijo Jacob.


—En estos momentos me apetece más besarte.
—En serio.
—Lo digo en serio.
—No, de verdad. Te quiero preguntar una cosa.
—De acuerdo, pregúntamela.
—Te he hablado de esta señora, de Geertrui, y de que la fui a ver al hospital.
—¿Y?
—Lo que no te dije es que va a morir de manera «asistida» dentro de unos días,
—Ja... ¿y?
—Bueno... me preguntaba qué opinas tú al respecto. Me refiero, sobre la eutanasia en general, no
sobre su caso en particular.
—Aquí ha habido tanta polémica sobre eso que ya casi estoy cansada de oír hablar de la
eutanasia. La tía de una amiga mía del colegio, Thea, murió de manera «asistida», como dices.
Tenía muchos dolores y no podía valerse por sí misma. Lo único que quería era morirse. Y todos
estuvieron de acuerdo en que sería lo mejor para ella. Que era lo más apropiado. Incluso Thea,
que adoraba a su tía. Después, Thea lo pasó muy mal. Hasta el punto de que se puso enferma y
faltó a clase días y días. Se sentía muy culpable y estaba muy apenada. No paraba de pensar que
tenía que haber alguna otra solución a la que podrían haber recurrido. O que habían sido egoístas,
que habían preferido que se muriera la tía para no tener que sufrir más su dolor a su lado y tener
que cuidarla. Pero aun así, cuando Thea estaba enferma, confesó que en realidad sabía que
habían tomado la decisión correcta. Pero eso no evitaba los remordimientos. Seguía teniéndolos
de vez en cuando, cuando se sentía abatida. Pero ella también reconoce que todo el mundo siente
lo mismo cuando muere un ser querido. No importa cómo haya muerto, se sienten culpables de
todas maneras. Y eso es cierto. Lo sé por experiencia. Cuando mi abuela murió el año pasado yo
me sentí mal, aunque murió de repente de un ataque al corazón. Me sentí culpable, como si la
hubiera matado o no hubiera hecho todo lo posible para hacerla feliz, o no le hubiera dicho lo
que la quería. Así que probablemente siempre va a ser un mal trago para la familia y para los
amigos, sin que importe tanto el tipo de muerte que sea. Yo opino que deberíamos tener el
derecho a morir...fatsoenlijk... ¿Cómo se dice? Propiamente... no... decentemente...
—¿Dignamente?
—Eso es, dignamente. Es más, con integriteit.
139
—Con integridad.
—Sí, con dignidad y con integridad. Creo que todo el mundo debería tener ese derecho. Los
detractores de la eutanasia dicen que la gente como Hitler utilizarían una ley sobre la eutanasia
para asesinar a las personas non gratas. Pero a mí me parece que ese tipo de gente no necesita
ninguna ley para hacerlo, lo hacen de todos modos. Hitler lo hizo y Stalin también. Y, bueno, ya
sabes, los asesinos en serie. Pero esa gente es así. Y también creo que no hay leyes que la regulen
como es debido y ¿cómo se llaman...? Redes de seguro.
—Redes de seguridad.
—... para controlar cómo y cuándo se pueden hacer este tipo de cosas; las muertes asistidas
seguirán dándose de todas maneras, porque la gente las pide. Pero sin leyes la gente se verá
obligada a hacerlo con métodos horribles y al margen de la ley, lo que hace que las personas que
rodean al enfermo se sientan como criminales. Y no debería ser así. Aquí en Holanda los
médicos y el gobierno firmaron un acuerdo al respecto, pero aún no existe una ley, espero que
llegue pronto.
— Para mí, la clave está en que las personas deberían intervenir a la hora de decidir sobre su
muerte y algunas personas no pueden porque ya no son capaces. Como los enfermos muy graves
y la gente con lesiones graves en la cabeza.
—Por eso deberíamos decidirnos mientras aún somos jóvenes y estamos en plena disposición de
nuestras facultades mentales. Y deberíamos firmar un documento legal que certifique nuestra
decisión. Yo tengo uno.
—¿Quieres decir que ya has decidido cuándo quieres morir?
—No cuándo. Más bien he decidido que no quiero que me mantengan viva. Si me atropellan, por
ejemplo, y no voy a recuperar nunca la conciencia o si contraigo una enfermedad que no me
permite pensar o algo así. Tengo un Euthanasiepas que siempre llevo encima. Y mi familia y mi
médico y nuestro abogado conocen los detalles y tienen una copia de mis deseos.
—¿Lo llevas encima?
—Claro. Por si me pasara algo y la policía o los médicos del hospital necesitan saberlo.
—¿Lo puedo ver?
—Sí...
—Es como un pasaporte. Con tu foto, como una foto de pasaporte.
—No la mires. Estoy fatal.
—Vale, no la miro. ¿Qué es esto?
—Direcciones. Naaste relatie, mi familiar más cercano. Huisarts, nuestro médico de familia.
Gevolmacbtigde, nuestro abogado. Para que la policía o quien sea pueda ponerse en contacto con
ellos rápidamente.
—¿Y esto de aquí?
—La lista de condiciones.
—¿Como por ejemplo?
—Oh... que no quiero que me mantengan viva con métodos artificiales si mi cerebro está
demasiado dañado para que me lo puedan curar. O si nunca más seré capaz de alimentarme y
valerme por mí misma. Cosas así.
—¿Y tus padres te han permitido hacer esto?
—¿Por qué no? ¿Acaso no soy lo suficientemente mayor como para decidir sobre mi propia vida
y mi futuro? Y lo hablamos, naturalmente, porque es importante. Al principio no estaban muy
seguros. Pero los convencí. Ahora están totalmente de acuerdo y los dos, mi madre y mi padre,

140
tienen su propia Eulhanasiepas. Estoy muy orgullosa de ellos porque al principio estaban en
contra, en contra de hacerlo ellos, y aun así no me habrían impedido que yo lo hiciera. Para ellos
fue más duro. Son de otra generación, ya me entiendes. Crecieron después de la guerra, pero no
mucho más tarde, y mis abuelos estaban muy marcados por la ocupación, por Hitler, por los
campos de concentración y por todo lo que pasó en el invierno del hambre. La familia de mi
padre ocultó a un judío, como muchas otras familias holandesas. Se acordaban muy bien de eso y
sólo oír hablar de facilitar la muerte los molestaba muchísimo. Y eso tuvo mucha influencia en
mis padres. Yo lo entendía pero no debemos vivir en el pasado, creo yo. Sí, sé que es un
problema difícil de resolver, lo que no significa que nos neguemos a intentarlo, ¿no? En mi
opinión es uno de los problemas más importantes a los que nuestra generación tendrá que
enfrentarse debido a que las personas vivimos cada vez más y a que la ciencia nos puede
mantener con vida tanto tiempo aunque ya no funcionemos como es debido. Por eso yo creo que
hay que darle a la gente el derecho a decidir sobre su muerte. Y estoy orgullosa de mis padres
porque ellos se enfrentaron al problema, escucharon lo que yo les quería decir y cambiaron de
opinión. Creo que fueron muy valientes al hacerlo.
—¿Ese es el tipo de valentía al que te referías esta mañana?
—Sí. A la valentía de la gente normal. No a la de los hombres de verdad. Pero con ésta no te dan
medallas ni te construyen monumentos. Y ahora, después de semejante charla, Jakob el
Engelsman, tengo sed. ¿Quieres un café o algo? Podríamos tomar algo antes de ir a la estación.
—Buena idea.

Llegaron a la estación sólo cinco minutos antes de partir el tren. Jacob compró un billete para
Hille en una máquina expendedora.
Se les acabó la conversación. Estaban los dos de pie, en silencio, cogidos de la mano, mirando al
vagón vacío. No había nadie más esperando. Se oyó cantar a un mirlo desde la copa de un árbol
al otro lado de la vía. Un coche cruzó el puente. Las nubes que cubrían en cielo se tiñeron con el
sol de media tarde. En el aire, ya de final de verano, se empezaba a sentir el frío otoñal.
A Jacob de repente le falló la energía. Ese día tan extraño lo había dejado sin aliento: en un país
extranjero, agarrado de la mano de una chica extranjera que acababa de conocer sólo seis horas
antes, mientras visitaba la tumba de su abuelo en la esquina de un cementerio extranjero.
Necesitaba tiempo para digerir todo eso. El pensar en que aún tenía que volver a Amsterdam con
Hille le provocó pesadumbre y le hizo sentirse débil. No porque quisiera despedirse de ella.
Nadie le había hecho tan feliz desde hacía mucho tiempo. Cada poro de su piel se sentía mejor
estando con ella. Pero también sentía que aquel día ya habían hablado bastante. Además, ¿qué
iban a hacer en Amsterdam? No podía dejar que Hille tomara el primer tren de vuelta, ¿cómo iba
a hacerlo? ¿Se la podía llevar al apartamento? ¿Se molestaría Daan si aparecía con una chica?
Deseó que se pudieran despedir entonces, cuando todo iba bien. Pero ¿y entonces? ¿Se volverían
a ver? ¿Todavía tendrían ganas después de un par de días, tras calmarse los ánimos y apaciguarse
la emoción del momento? ¿Pensaría Hille que había cometido un error? ¿Y él?
Su timidez no había salido a relucir ni un segundo desde que puso los ojos en Hille. Pero en ese
momento lo hizo de golpe, como si le hubieran suministrado un narcótico horrendo, un sedante
que paralizó su seguridad y que sembró en él una duda taciturna. Durante toda la tarde se había
sentido liberado, libre al ser él mismo de una manera nueva. Había redimido una parte de él antes
suprimida, escondida, a la que no permitía salir. Le gustaba su nueva persona, y se dijo a sí
mismo que no iba a dejar en la sombra esa parte de él nunca más.
Hizo un esfuerzo y dijo:
—Me alegro mucho de haberte conocido.
—Yo también —dijo Hille sin volverse a mirarlo.

141
—Nos lo hemos pasado muy bien.
Hille asintió con la cabeza.
—Odiaría arruinarlo ahora.
—¿Y por qué lo ibas a arruinar?
—Ha ocurrido algo muy intenso entre nosotros dos.
—Sí.
—Y ver la tumba de mi abuelo... me ha afectado más de lo que me había imaginado.
Hille soltó su mano y le miró a la cara.
—Necesitas tiempo.
El la miró también. Esos ojos verdes. Esos labios que conocía mejor que los de ninguna otra
persona.
—Es parte de mí, ya sabes, la parte que piensa, que intenta alcanzar a la que actúa.
Ella le sonrió.
—Sí, ya sé a lo que te refieres.
—Puedo volver solo a Amsterdam sin problema.
—¿Lo prefieres?
—No me apetece dejarte aquí, de verdad.
—¿Quieres que vaya contigo hasta Utrecht para estar seguro de que enlazas con tu tren?
¿Quieres?
—Lo que preferiría...
—¿Sí?
—Es que nos despidiéramos ahora y que nos volviéramos a ver otro día. Si puedes. Y si quieres.
Si te apetece, quiero decir.
—Me encantaría.
—¡A mí también!
—¡Y es verdad, quiero que sea así!
—¡Genial! Sólo... que... ¿Cuándo?
El tren estaba a punto de entrar en la estación.
—Tengo clase esta semana y nos estamos mudando de casa. Pero podría ir a Amsterdam una
tarde. O tú aquí. Podrías esperarme a la salida de clase.
—Vale. ¿Te llamo, entonces?
El tren ya estaba en el andén.
—No tienes mi número.
—¡Mierda! Es verdad.
—Súbete al tren. Iré contigo hasta Wolfheze. Es la próxima estación, está muy cerca. Puedo
volver a casa andando.
Se quedaron junto a la puerta. El tren se puso en marcha. Hille encontró un bolígrafo.
—¿Dónde lo escribo?
Jacob sacó el libro que había comprado, Oosterbeek 1944, de la bolsa del Hartenstein.
—Aquí. Pon tu dirección también, por si acaso.

142
Hille cogió el libro y escribió en la parte de dentro de la cubierta trasera. Mientras lo hacía, Jacob
encontró la tarjeta en la que había escrito la dirección de Daan y su número de teléfono.
—Toma, quédatela. Todo es un poco... no sé, difuso. No sé dónde me voy a quedar durante
cuánto tiempo. Creo que estaré con Daan, al menos durante unos días. Si no estoy allí, él sabrá
dónde. Te llamaré. Pero me encantaría saber de ti. Si te apetece.
Hille sonrió.
—Sí, domkop, sí que me apetece.
—Lo siento. Son los viajes, siempre me afectan un poco.
—¿Seguro que no quieres que te acompañe hasta Utrecht?
—No, me las arreglaré. Es sólo que me dejas en un estado...
—¡Oh! ¿Yo te dejo a ti en semejante estado? Es todo culpa de Eva, ¿verdad, meneer
adamsappel? Otra vez. —dijo Hille entre risas.
—Casi hemos llegado a Wolfheze. ¿Tu actual estado te permite darme un beso de despedida?
—No un beso de despedida, espero.
—No —dijo ella, y sujetó la cara de Jacob entre sus manos—, sólo un beso de despedida por
hoy. ¿Qué te parece?
—Buena idea.

143
GEERTRUI

No diré que siguieron días, o, mejor dicho, noches, de felicidad absoluta, sólo que ésa es la época
de mi vida a la que tengo más apego. Seis semanas. Pasaron volando. Sin embargo, están más
cargadas de recuerdos que muchos de los años transcurridos desde entonces. Cuando me muera
las tendré presentes. A él, a mi Jacob de entonces, a mi querido Jacob.

Después de diez días confinada en su habitación, la señora Wesseling apareció el domingo por la
mañana vestida para ir a misa. Mientras desayunábamos no nos dijo ni una palabra a su marido
ni a mí, y cuando acabamos se fue en bicicleta. Al regresar se puso la ropa de estar por casa y
reanudó su trabajo como si nada hubiera ocurrido. Y esa tarde empezó a tocar el armonio. Nadie
hizo comentarios sobre su reclusión, ni siquiera de manera indirecta, ni entonces ni después. Ella
sufrió un cambio radical. La antigua señora Wesseling había desaparecido sin dejar rastro; la
nueva era justo la antítesis de la antigua. Ya nada parecía importarle. No me volvió a criticar ni a
hostigar. Ni volvió a inspeccionar lo que yo había hecho. Ni me dio más consejos sobre cómo
tenía que comportarme ni sobre cómo tenía que hacer mi trabajo. Ni volvió a darme órdenes cada
mañana. En lugar de alegrarme, me dio lástima. La antigua señora Wesseling era difícil de
soportar, a veces me ponía furiosa, pero por lo menos era vital, tenía energía. Mientras que la
nueva señora Wesseling era un autómata, un robot, una criatura sin voluntad propia, sin ideas
propias, sus actos sólo los realizaba porque estaba programada para hacerlo. Las máquinas están
muy bien, pero no cuando antes fueron seres humanos.

Pero para mí había un lado positivo. La señora Wesseling ya no se percataba de mis visitas a
Jacob, ni de cuándo iba ni del tiempo que pasaba con él. Y si se dio cuenta de que había salido de
mi habitación por la noche para ir a verlo y no regresaba hasta la mañana siguiente a la hora de
levantarnos, nunca dijo nada. Por tanto, yo hacía lo que me venía en gana, aunque siempre
discretamente para no llamar la atención ni ofender a nadie.
Yo considero este periodo el periodo en que Jacob y yo vivimos juntos como marido y mujer en
todo menos en el nombre. No hablábamos mucho del futuro. No había mucho que decir aparte de
que queríamos pasar nuestras vidas juntos y que teníamos que hacer lo posible para conseguirlo.
Nuestra principal preocupación era que Jacob recuperara la salud y la forma, y la segunda era
sobrevivir a la guerra.
Jacob ya no pensó más en escapar. Decidimos que debía quedarse escondido hasta que llegara la
liberación y entonces ver qué podíamos hacer para permanecer juntos. Si no se nos permitía
hacerlo, si a Jacob le ordenaban que volviera a Inglaterra para reincorporarse a las fuerzas
armadas, entonces tendríamos que aceptarlo y esperar hasta que acabara la guerra y pudiera
regresar conmigo. No teníamos la menor duda de que sería así.
El amor reciente es como una estrella, irradia energía. El amor de juventud correspondido es
todo un firmamento. No hay lugar para las dudas. Y allí en la granja vivíamos arrebujados,
aislados del resto de la gente. En circunstancias normales podríamos haber alternado con amigos
y parientes, les habríamos hablado a nuestros confidentes de nuestro amor, de nuestras
esperanzas y planes y nos habrían animado o disuadido y nos habrían recordado las realidades
del día a día y nos habrían ayudado a mantener los pies en la tierra. Con esa capacidad propia de
los amantes en su primera pasión, cerramos nuestras mentes a todo pensamiento que pudiera
arruinar nuestros momentos juntos o interferir en la fantasía de nuestra vida futura. Dicen que el
amor es ciego y no hay ciego más ciego que el que no quiere ver. Así que el mundo era como

144
deseábamos que fuera; y si daba la casualidad de que no era así, de que no podía ser, nosotros lo
cambiaríamos.
Pero las burbujas explotan fácilmente. Tuvimos mucha suerte de que la nuestra se mantuviera
intacta tanto tiempo.
Aunque intentamos olvidarlo, la guerra cada vez se acercaba más a nosotros. El invierno empezó
frío y húmedo. Cada vez había más gente que venía a la granja, caminando con dificultad a pedir
comida. Muchas veces traían impresionantes objetos de valor que querían trocar: reliquias
familiares, cajitas de oro para guardar un mechón de pelo del amante, marcos de plata que un día
habían contenido fotos de sus seres queridos, álbumes de sellos que contenían colecciones
iniciadas en la infancia, los más desesperados ofrecían incluso sus alianzas matrimoniales.
Estas tristes visitas nos mantenían informados sobre lo que sucedía en las ciudades. Sobre los
alemanes que estaban buscando hombres para trabajar para ellos constantemente. Sobre los
ataques aéreos en la zona de Faber, en Appeldoorn. Sobre Arnhem, que estaba siendo evacuado y
sometido al pillaje de las SS como represalia por haber ayudado a los británicos durante la
batalla. Sobre los paracaidistas aliados que habían aterrizado cerca de Bennekom y sobre los
enfrentamientos en esa zona. A alguien, un amigo le había contado que en La Haya un saco de
patatas costaba ciento ochenta florines, una suma ridícula. En Rotterdam los alemanes habían
reclutado entre cuarenta y sesenta mil soldados. Las escuelas estaban cerradas en todas partes.
Los trenes no funcionaban porque los ferroviarios se habían declarado en huelga para protestar
contra los alemanes. Nadie se podía arreglar los zapatos porque no había materiales con los que
hacerlo (los que visitaban la granja nos preguntaban si teníamos algo que pudieran utilizar para
hacerse las suelas de los zapatos). En algunos de los lugares en los que había más evacuados
surgían tensiones, incluso luchas entre ellos y la gente de la localidad debido a la carencia de
alimentos y a la escasez de alojamiento. La gente se movía por todo el país, migraba de un lado
en el que la vida se había hecho demasiado difícil a otro en el que les habían dicho que las cosas
eran más fáciles, que era más seguro, mejor. En el norte, en Frisia, Groningen, Drente, decían
que abundaba la comida. Y multitud de personas decidían cargar sus pocas pertenencias en un
carro o atarlas a una bicicleta y encaminarse hacia allí sólo por haber oído el rumor. Pero algunas
áreas del sur ya estaban liberadas, había habido avances. La gente se preguntaba: «¿Cuándo
llegarán aquí? ¿Cuándo nos liberarán de estos bárbaros? ¿Es que nunca acabará? ¿Cuánto
durará? ¿Cuánto? Señor...».
Y volvían sobre sus pasos y nos miraban compungidos porque no les habíamos vendido más de
lo que estaban convencidos de que eran nuestros tesoros: mantequilla, queso, fruta, pan, carne,
harina, leche. Las más descorazonadoras eran las madres que llevaban en brazos a sus bebés;
estaban dispuestas a hacer cualquier cosa, cualquiera, por un poco de comida para sus niños.
El transcurso del invierno de la hambruna hizo que los granjeros se ganaran una muy mala
reputación, porque había tanta gente que llamaba a sus puertas suplicando ayuda que no podían
contentar a todos. Algunos visitantes se ponían violentos por lo desesperados que estaban. Al
final, los granjeros temían por su propio bienestar e incluso por sus vidas y muchos de ellos
despachaban a todos los visitantes con la dureza de quien tiene el corazón de acero, cosa que al
cabo de los años les produjo asombro y vergüenza.
Muy a menudo y cada vez con mayor frecuencia, oíamos sobrevolar muy cerca de nosotros
aviones de combate aliados, Spitfires y Huracanes, según Jacob. Si localizaban un vehículo
alemán o de hecho cualquier cosa que pudiera pertenecer al enemigo, lo bombardeaban. Vimos
cómo tres o cuatro vehículos que circulaban por la carretera junto a la granja corrían esa suerte.
El vehículo quedaba destrozado y los ocupantes desperdigados por la carretera, todos muertos o
heridos. Cada vez que ocurría, salíamos y celebrábamos la hazaña con gritos y brincos de alegría,
como si cada matanza nos diera puntos en un juego. Y todas las veces dejamos los restos del
vehículo y de sus ocupantes tal como estaban. «Déjalos que se pudran entre su mugre», decía el

145
señor Wesseling, entonces escupía y volvía al trabajo. Si los alemanes no venían a retirarlo todo,
la Resistencia llegaría por la noche y se llevaría lo que pudieran aprovechar.
Era el más extraño de los extraños momentos que vivimos. Durante el día, el inacabable trabajo
de la granja, las preocupaciones sobre la guerra, el esfuerzo por mantener una buena relación con
el señor y la señora Wesseling. El anochecer y toda la noche los pasaba con Jacob, la pasión y la
ternura de nuestras relaciones sexuales, la diversión con nuestras bromas y conversaciones, el
consuelo, la fantasía de nuestro futuro juntos, la frescura de las cosas que nos leíamos o nos
recitábamos el uno al otro del libro de Sam (el único que teníamos en inglés).
Cuando Jacob me leía o cuando hablábamos, yo solía coser. ¡Coser! Cuánto llegamos a coser las
mujeres en aquella época. Remendábamos los calcetines de los hombres, hacíamos ropa interior,
nuestros vestidos, cortábamos las sábanas por la mitad y juntábamos en el medio lo que antes
eran los extremos, que estaban menos gastados, para prolongar su uso, hacíamos y deshacíamos
cojines y cortinas, manteles y fundas para las sillas, reparábamos los enganchones en la ropa de
trabajo de los hombres y les renovábamos los cuellos de las camisas con el faldón de las mismas.
No parábamos, era una tarea interminable. Hoy en día nadie lo hace. Era muy trabajoso, pero en
aquellas largas tardes sin entretenimientos como la televisión, el vídeo, la música de los discos
compactos, los juegos de ordenador y, durante la guerra, incluso sin la radio, coser era una
actividad tranquila y relajante. Mientras las manos y los ojos estaban enfrascados en esa tarea
rutinaria pero que, no obstante, requería cierta destreza, la mente y la lengua podían pasearse
libremente. Además, como siempre nos decían: «Cuando el diablo no tiene nada que hacer con el
rabo mata moscas». Estar sin hacer nada habiendo tanto trabajo pendiente prácticamente se
consideraba un pecado, y coser era la tarea menos tediosa para un anochecer tranquilo. Además
favorecía la gezelligheid.
Gezellig. No sé cómo traducirlo. Es una cualidad muy holandesa, muy arraigada en nuestra
cultura y en nuestra conciencia nacional. En mi diccionario encuentro palabras como «acogedor,
cordial, sociable, compañía» pero gezellig significa mucho más de lo que estas palabras sugieren.
Hoy en día quizá menos que en mi juventud. Entonces era algo casi sagrado. Quien interrumpía
el gezellig estaba cometiendo un delito social. Está claro que en mi época con Jacob el gezellig
era aún más especial.
Cuando no me leía charlábamos sobre nuestros libros preferidos. Jacob me hablaba de escritores
ingleses y de libros que yo no conocía pero que después de la guerra encontré y leí sola. Y yo le
hablaba de los escritores holandeses que admiraba más. Nos cantábamos el uno al otro las
canciones que nos sabíamos. Me hablaba de su vida en Inglaterra, de su trabajo de electricista, de
su pasión por el criquet, un juego que yo no conocía y que me intentó explicar sin ningún éxito;
todavía me desconcierta. Yo le contaba mis planes de hacerme profesora, como mi madre. Le
hablaba de mis amigos y le contaba historias de mi niñez. Y así pasaban las horas. Sin embargo,
lo que más me gustaba era el tiempo que pasábamos en la cama.
Lejos de él, fuera del escondite, resultaba difícil olvidar la realidad. La opresión del trabajo en la
casa y en la granja, la angustia de tener que recibir a tanta gente en busca de comida, la
brutalidad de la guerra, el miedo acuciante de que nos bombardearan, de que encontraran a Jacob
y nos arrestaran a todos. ¡El agotamiento provocado por todo eso! El choque de las emociones
que batallaban en mi fuero interno. Las preocupaciones y el sentimiento de culpa que yo
escondía en lo más hondo de mi ser para no tener que enfrentarme a ellos.
La única manera de superarlo, la única manera de sobrevivir a ello, era vivir cada momento, cada
segundo del día y de la noche. No existía más que el ahora. El instante. No podía permitirme
nada más, ni recuerdos ni pensar en el mañana. Lejos de Jacob me encerraba en mí misma, me
entregaba al trabajo para que el tiempo que pasara lejos de él discurriera lo más rápido posible.
Entonces volvía con él, al escondite, y me liberaba, me abría, me concentraba sólo en él, me
volcaba en él. No conozco mejor manera de expresar lo que sentía: él era mi único mundo.

146
La época más extraña, la más intensa que jamás he vivido. ¿Cómo iba a ser posible vivir algo
mejor que esa época con Jacob? Ni siquiera igual. Y por ser la vida como es, ¿cuánto iba a
durar?
Por supuesto no duró.
Llegó a su fin el primer día soleado después de dos o tres semanas grises. Uno de esos días de
invierno que inspiran nostalgia, que recuerdan a los días del verano que se fue y anticipan el
verano que llegará. Me recordó a la mañana de domingo de septiembre en que vi caer los
paracaídas que invadían el cielo mientras volvía de la granja en bicicleta. Parecía que había
pasado una eternidad, y yo me había convertido en una persona distinta a la niña que volvió a
casa corriendo y diciéndose a sí misma en voz alta: «¡Libres! ¡libres!».
Era un día tan espléndido, tranquilo y cálido, que por la mañana tendí unas sábanas en el jardín.
Sería muy agradable que olieran a aire fresco cuando nos metiéramos en la cama, en lugar del
intenso olor a heno que cogían en el granero, donde las tendíamos en invierno. Justo antes de la
puesta de sol salí a recogerlas. La señora Wesseling estaba tocando el armonio en la habitación
que daba al jardín. Ese día había abierto su ventana, igual que las del resto de la casa, para
ventilar las habitaciones. Aún estaba en el estadio de volver a aprender, tras muchos años sin
tocar, con los libros que había utilizado de niña. No he olvidado nunca la pieza que tocaba esa
tarde, un vals muy sencillo de Becucci. La música invadía mí cuerpo mientras recogía las
sábanas y las plegaba. Había estado con Jacob después de comer. Ese día estaba imparable, lleno
de deseo, y a mí aún me duraban los calores de los que habíamos disfrutado. Jacob había hecho
mucho ejercicio para recuperar la forma, la herida se le estaba cicatrizando muy bien y casi
caminaba con normalidad, estaba cada vez más fuerte. Recuerdo que yo me sentía débil de pura
felicidad e impaciente por que llegara la noche para estar junto a él de nuevo.
Estaba tan enfrascada en lo mío que no lo oí venir por detrás. Hasta que no me rodeó la cintura
con los brazos y me abrazó no supe que estaba allí. Lancé un pequeño grito de sorpresa y solté la
sábana que estaba plegando.
—¿Qué haces? —le pregunté—. No deberías estar por aquí afuera, es peligroso.
Me besaba la nuca y se reía.
—¿Qué pasará si nos ve la señora Wesseling? —continué.
Pero no sirvió de nada. Ni siquiera intenté escaparme.
—No nos verá —me dijo al oído—, está demasiado ocupada con la música.
Me volvió hacia él, me rodeó la cintura con los brazos y me sujetó el trasero con las manos,
apretándome contra su cuerpo. Mis brazos abrazaban su cuello y mis manos sujetaban su cabeza.
Lo sentí crecer contra mí.
—¡Eres insaciable! —dije, y me reí, porque él me había enseñado esa palabra para referirse a mí
en broma.
—¡Vamos a hacerlo! Aquí, al aire libre, aquí, en el jardín, sobre tus sábanas limpias. ¿No te
parece una idea estupenda?
—Sí, maravillosa. Algún día.
Durante un rato se mantuvo en silencio. Me miraba fijamente, con esos ojos negros que fueron lo
primero que vi en él y de los que me enamoré al instante. Ya no bromeaba ni se reía.
Entonces dijo:
—Vamos a bailar.
Y lo hicimos. Con pasitos pequeños siguiendo el ritmo que marcaban los dedos torpones de la
señora Wesseling. De hecho casi no nos movíamos, teníamos los pies casi pegados a ese suelo
invernal. Seguíamos el ritmo de nuestros cuerpos amándose.

147
Dimos vueltas sobre un punto. Despacio. ¡Muy despacio! Recuerdo que el sol iluminó un par de
veces su cabeza y su halo. No habíamos llegado a completar una segunda vuelta cuando Jacob se
detuvo y dio un paso hacia atrás. Un terrible y rígido paso de robot. Esa es la impresión que me
dio. Eso es lo que vi en sus ojos. No habíamos dejado de mirarnos a los ojos desde que él me
había vuelto hacia él. Entonces, en el instante en que se detuvo de repente, se quedaron sin vida.
Desapareció. Me oí a mí misma decir: ¿Jacob? Pero él no contestó y se desplomó. Cayó al suelo
como si le hubieran dado un golpe.

Siempre me consoló pensar que al menos tuvo una muerte rápida y que si sufrió algo fue sólo
durante un breve instante. A nadie le puedo desear mejor muerte.
De mí, lo único que puedo decir es que parte de mí murió ese día con él. Mi llanto y mis gritos
atrajeron a la señora Wesseling, que llegó corriendo de la casa. Poco después vino el señor
Wesseling. Intentaron reanimarlo, sólo por el instinto humano de mantener la vida a toda costa y
para probarse el uno al otro de que hacían todo lo posible antes de rendirse. Por fin, a todos nos
pareció evidente que estaba muerto.
Entonces cubrimos su cuerpo con una de las sábanas y nos lo llevamos adentro. Ya en casa, lo
colocamos encima de la mesa de la cocina. Era impensable que lo pudiéramos subir a un
dormitorio. Nos situamos alrededor de la mesa, en torno a su cuerpo amortajado.
—¿Qué puede haberle ocurrido? —dijo la señora Wesseling.
—Ha debido de ser un ataque al corazón —respondió el señor Wesseling—. ¿Qué hacemos
ahora?
Yo no podía articular palabra. En lugar de eso, me entraron unos fuertes temblores, como si mi
cuerpo se fuera a romper en pedazos. La señora Wesseling me sentó en una silla junto al fuego,
me trajo un chal y me envolvió con él.
—Un café caliente con mucha miel para los tres —dijo la señora Wesseling.
Cuando me dio mi taza casi no podía sujetarla. La señora Wesseling tuvo que dármelo cucharada
a cucharada.
—Tendríamos que llamar al médico —dijo el señor Wesseling.
—¿Para qué? ¿Qué va a hacer él? —dijo ella.
—Pues a un cura entonces. Para que le dé sepultura.
—No sabemos cuál es su religión, y ¿quién sabe en quién podemos confiar?
—Entonces ¿qué hacemos?
—Enterrarlo. ¿Qué vamos a hacer sino?
—¿Dónde?
—No sé, en una esquina del huerto.
Sus palabras me parecían sólo ruidos, como cuando la gente habla una lengua desconocida. Y no
estaba pensando en nada. Mi mente se había quedado paralizada. Sólo era consciente de que
tenía ante mí el cuerpo amortajado de Jacob, del que no podía apartar la vista.
Los Wesseling se callaron también. La señora Wesseling siguió dándome el café a cucharadas.
Recuerdo que el tictac del staande klok se oía tan alto que llenaba la habitación.
Al cabo de un rato, cuando se me habían pasado un poco los temblores, la señora Wesseling me
dijo:
—No puedes seguir así. No es bueno. Ve a tu habitación. Nosotros nos encargaremos de todo.
Fue como si me hubiera inyectado una medicina vigorizadora porque de pronto lo vi todo mejor
enfocado, por decirlo de alguna manera:

148
—No, no —dije, aferrándome a la silla—. Hemos vivido todo esto juntos. Lo he cuidado desde
que lo trajeron a nuestro sótano. Ahora también tengo que cuidar de él.
—Pero Geertrui —dijo el señor Wesseling—, Jacob está muerto.
Lo dijo pensando que me estaba dando alguna noticia.
Recuerdo que le sonreí y le dije, con calma y satisfacción:
—Sí, ya lo sé, y también sé que lo tenemos que enterrar. Y sé que debemos hacerlo nosotros. Yo
lo prepararé. ¿Podría usted cavar un hoyo, señor Wesseling? Lo tendríamos que hacer cuanto
antes, ¿no creen?
Cuando lo pienso ahora me sorprende que los Wesseling aceptaran lo que sugirió una chica de
diecinueve años sin rechistar. Durante las horas que siguieron, el señor Wesseling construyó un
ataúd. Más bien era una caja oblonga, construida con planchas de madera clavadas la una a la
otra, que forró con lona impermeabilizada.
Mientras tanto, la señora Wesseling me ayudó a preparar el cuerpo de Jacob. Lo desvestimos y lo
lavamos. Lo volvimos a vestir con su ropa interior, una camisa blanca, unos pantalones negros y
un par de calcetines también negros, lo más nuevo que la señora Wesseling consiguió encontrar.
Cuando acabamos, recogimos la habitación y pusimos un mantel de terciopelo rojo en la mesa en
la que lo íbamos a colocar. A cada lado del cuerpo de Jacob depositamos tres velas blancas
largas en candelabros de metal recién pulidos. Apagamos las otras luces y paramos el staande
klok precisamente a medianoche.
Después de eso recogí los pocos objetos personales de Jacob junto a su placa de identificación de
soldado y los metí en una caja de metal que escondimos en el fondo del ropero de la señora
Wesseling, con la esperanza de que sobreviviría a cualquier inspección de los soldados alemanes
para que yo pudiera mandárselas a su familia una vez finalizada la guerra. Eso es lo que hice. Yo
me quedé su insignia de paracaidista del uniforme y un recuerdo del que te hablaré más adelante.
Cuando ya no podíamos hacer nada más, convencí a los Wesseling para que se fueran a la cama.
Estuve velando durante toda la noche al lado de Jacob. Durante esas horas me dediqué a leer en
voz alta nuestros poemas favoritos del libro de Sam. Y lloré.
En cuanto hubo la suficiente luz como para ponerse a trabajar, el señor Wesseling se fue directo
al huerto y empezó a cavar la tumba en la esquina más lejana. Tardó unas tres horas en cavar lo
necesario para que estuviera seguro. Entonces serían más de las ocho. Durante todo ese tiempo,
la señora Wesseling había estado vigilando por si llegaba alguien.
Cuando la tumba estuvo preparada, el señor Wesseling trasladó el ataúd en un carro hasta la
puerta. Entre él y yo lo subimos a la habitación y lo colocamos junto a la mesa. Ellos dos
levantaron a mi amado y lo metieron dentro. Yo metí una de las cajas de tabaco del señor
Wesseling. Dentro había una tarjeta en la que yo había escrito el nombre de Jacob, su fecha de
nacimiento y un resumen de lo ocurrido. Por si nos ocurría algo a los tres antes de que nos
liberaran y alguien encontraba la tumba.
El señor Wesseling se había asegurado de que quedara suficiente lona impermeabilizada para
cubrir el cuerpo de Jacob.
Entonces llegó el momento más desdichado. El señor Wesseling cerró el ataúd y lo clavó.
Cuando terminó, nos quedamos en silencio y tanto ellos, estoy segura, como yo, tuvimos la
sensación de que había algo más que hacer, algo que debíamos decir. ¿Cómo iba a ser ese
momento tan crudo el final? Después de sobrevivir a la batalla y a sus heridas, después del viaje
a la granja y de los ataques aéreos alemanes, después de haber trabajado tan duro para
recuperarse, después de nuestra época de romance, ¿cómo pudo acabar así? ¿Cómo podía la vida
ser tan injusta?
—Tenemos que continuar, no hay tiempo que perder —dijo el señor Wesseling.

149
Colocamos el ataúd en el carro, el señor Wesseling a la cabeza, su mujer y yo a los pies. Y
entonces hicimos una pequeña procesión desde la casa hasta la esquina del huerto, el señor
Wesseling tirando del carro. A mí ya no me importaba si nos bombardeaban o no. Que vengan.
Que me cojan. Que hagan lo que quieran conmigo. Que me maten si quieren. Jacob ya no estaba
conmigo y la vida ya no me importaba nada. Muerto. Me forcé a decir la palabra para mis
adentros. Cuando caminábamos hacia su tumba deseé estar muerta yo también.
Después de las últimas lluvias, el suelo había retenido mucha agua. El fondo de la tumba ya
estaba inundado. No quise verlo, no quise pensar en lo que estábamos haciendo. Ni siquiera
recuerdo cómo bajamos el ataúd hasta el fondo de la tumba. Sólo me acuerdo de que cogí la pala
y me empeñé en ser yo quien cubriera el féretro con tierra. Eché paladas de tierra con todas mis
fuerzas y a toda velocidad, movida por una rabia que me daba energías, hasta que el señor
Wesseling me cogió de un brazo y me dijo:
—Ya basta. No te agotes. Yo acabaré.
Tras estas palabras mi enfado me abandonó progresivamente hasta que me quedé demasiado
débil para tenerme de pie.
La señora Wesseling me puso el brazo alrededor de la cintura y juntas vimos cómo el señor
Wesseling acababa de rellenar el hueco y repartía la tierra que quedaba.
—Luego pondré unas cuantas losas encima —dijo cuando hubo terminado.
—Que descanse en paz —dijo la señora Wesseling—. Es una lástima.
—Después de la liberación nos aseguraremos de que descanse en una sepultura más propia —
dijo el señor Wesseling—. De momento no podemos hacer nada más por él. Y ahora tenemos
que ocuparnos de los animales.
Se dio la vuelta con el carro y se fue a trabajar. Y la señora Wesseling me llevó adentro.

Durante todo el día me estuvo atormentando la idea de que no hubiéramos dicho nada ante su
tumba. Puede parecer una insignificancia por la que no merecía la pena preocuparse pero la
mente encuentra muchas maneras de protegerse en los momentos de profundo pesar. Así, al
atardecer salí de casa sola y me dirigí a la tumba de Jacob y le recité uno de sus poemas favoritos
del libro de Sam, una oda de Ben Jonson. Le gustaban sobre todo las dos últimas líneas, que
según él eran las palabras que mejor resumían la vida. Decían que la vida era bella, perfecta
incluso, pero sólo por momentos.

No es crecer alto como un árbol


lo que hace mejor al hombre.
Ni vivir trescientos años como el roble,
que acaba yerto y seco.
Nada hay más bello que la flor de un día,
que aunque muera al caer la noche,
es la esencia de la luz.
En las cosas pequeñas descubrimos la belleza.
Y en los instantes fugaces, la perfección.

150
POSTAL

Nuestro mayor propósito en la vida es la sensación,


sentir que existimos.
L ORD B YRON

Al día siguiente se levantó tarde, a las diez y media, después de haber dormido profundamente.
Sólo se despertó porque necesitaba orinar. Quería volver a la cama, pero de camino al baño, los
besos y la compañía de Hille en el parque se agolparon en su mente con tanta viveza que, cuando
terminó con sus necesidades fisiológicas, las sensaciones del día anterior, aún recientes,
recorrieron su piel, y el deseo de revivirlas fue tan intenso que no pudo evitar responder a esa
otra llamada de la naturaleza y se masturbó. Esa vez le produjo más satisfacción que ninguna
otra en mucho tiempo. Porque, se dijo a sí mismo, estaba inspirado en alguien real, en un cuerpo
y en una mente, no en una fantasía, no en una realidad virtual que no pudiera tocar con sus
manos sino en una realidad tangible.
Cuando concluyó, se miró en el espejo y se vio en él acartonado por el sueño, empapado en
sudor; luego sonrió, guiñó un ojo y dijo en voz alta:
—La piel, la piel, ¡cóoooomo me gusta!
Por primera vez desde que llegó a Holanda se sintió feliz. Debía de haber sido feliz el día
anterior con Hille, pero entonces no pensó en si era feliz o no porque la felicidad se estaba
produciendo en ese momento. ¿Uno sólo sabe que es feliz cuando la sensación pertenece al
pasado? ¿La causa de la felicidad es un estado activo mientras que la sensación en sí se reconoce
de manera refleja? Esa era la clase de preguntas que le gustaría debatir con Sarah. ¿Y con Hille?
Reconoció complaciente que la respuesta era afirmativa. Después de desayunar tenía que
escribirle. No, tenía no, quería. Sintió una leve punzada de culpa al pensarlo. Y a Sarah también
la escribió, no es que quisiera hacerlo, a ella sí tenía que escribirle. Se sentiría herida y un poco
olvidada si no le mandaba algo cuanto antes, incluso si era sólo una postal. Aparte de la breve
llamada telefónica cuando llegó para decirle que había llegado bien, no habían estado en
contacto. Sarah fingía que no le importaban esas cosas pero él sabía que no era así. Y también
sabía que prefería recibir noticias por escrito más que llamadas telefónicas.
De todas maneras, se repitió a sí mismo mientras se cepillaba alegremente los dientes, se sentía
feliz. Se puso alegremente bajo la ducha; se lavó alegremente el pelo, se enjabonó alegremente
por todas partes, jugó alegremente con la alcachofa de la ducha por arriba y por abajo, por un
lado y por el otro; salió de la ducha alegremente y se secó con la toalla, alegremente; se cortó
alegremente las uñas de las manos y de los pies con las horribles tijeras que le había regalado su
madre cuando se fue; alegremente, se cepilló el pelo, se alegró de habérselo dejado tan corto para
su viaje y, alegremente, contempló su cuerpo limpio, reluciente y acicalado.

Espejito, espejito mágico,


¿quién es el más hermoso de todos?
Y más vale que digas que yo
o te partiré la cara en dos.

Por una vez estaba más o menos contento con lo que veía. Especialmente con sus partes íntimas,
que parecían requerir algo más de atención. Pero decidió que no, que debía esperar. Su estómago

151
necesitaba aún más atención. (El día anterior, cuando llegó de Oosterbeek, estaba tan exhausto y
tenía tanto que meditar que se metió directamente en la cama sin comer nada; lo hizo para estar
solo y para no tener que hablar con Daan además de porque estaba agotado. Había pensado en
levantarse al cabo de un rato y comer algo entonces, pero una vez en la cama se cayó redondo y
durmió toda la noche como un lirón.)
Mientras se vestía siguió pensando en Hille. Nunca se había sentido así por una chica. Sí, había
habido chicas por las que se había sentido atraído y había tenido buenas amigas, pero ellas no le
inspiraban deseo alguno. Ninguna había conseguido alterarle de esa manera, tanto el cuerpo
como la mente, como lo hacía Hille. Ninguna le habría hecho tan feliz como se sentía esa
mañana. Uy uyuy... se dijo a sí mismo cuando se encaminó hacia la cocina. Se preguntó lo que
estaría pensando ella sobre él esa mañana.
En la cocina encontró una nota de Daan escrita en una hoja amarilla muy grande que colgaba de
la pantalla de la lámpara de la encimera.

Jacob:
Cambio de planes.
Geertrui:
Quiere que vayas a verla
mañana, a las 11:00,
no hoy.
Yo:
Voy a estar con ella.
Volveré a las 18:00 aprox.
Entonces quiero que me cuentes
todo lo de ayer.
Tú:
Como en tu casa.
Haz lo que te parezca.
¿Necesitas compañía?
Ton seguro que se alegra de que lo llames.
Sé feliz.
Daan

Se puso muy contento y comenzó a prepararse el desayuno. En el frigorífico había medio melón
de Indias cubierto con lámina transparente. Se lo comió sin quitarle la cáscara, a cucharadas. Un
refrescante y jugoso comienzo. Continuó según el lema de «allá donde fueres haz lo que vieres».
Para desayunar, los holandeses toman rodajas muy finas de queso y de jamón. Había mucho
queso y mucho jamón en el frigorífico. Y en la caja del pan había pan integral, no muy tierno
pero servía para hacer tostadas. Mantequilla. Y para después del queso y el jamón, como no
había mermelada y de todas maneras se había vuelto holandés, se comió unas como se llamen de
chocolate, hagelslag, que parecen heces de ratón. La primera mañana en que desayunó en casa
de los Van Riet vio a Tessel comerse una tostada con esas cosas por encima, lo que le sorprendió
bastante porque él las hubiera asociado con algo para recubrir las tartas de la hora del té. ¿Té? Se
había quedado asombrado de la cantidad de té que bebían los holandeses. Cuando se lo comentó
a Hille la tarde anterior, ella lo relacionó con el hecho de que las colonias más importantes de
152
Holanda habían estado en lo que hoy es... ¿Indonesia? Allí debieron aprender la costumbre de
tomar té, como los ingleses durante la época en que gobernaron la India («gobernamos» quizás
habría sido más apropiado, pero él no tenía la sensación de tener algo que ver con eso y tampoco
quería tenerla). Pero sólo encontró Earl Grey, que no le gustaba mucho, le parecía demasiado
perfumado. Daba igual. Que no cunda el pánico. Café holandés, ¿por qué no? Douwe Egberts,
que encontró en una bolsa negra. Lo prepararía en la vieja cafetera plateada que había en el
escurridor de los platos. Pero ¿por qué los holandeses no utilizan un hervidor eléctrico para el
agua en vez de tener que hervirla en la cocinilla? (Le podía regalar uno a Daan para darle las
gracias cuando se marchara, porque Sarah le había enseñado que así debía hacerlo. Pero ¿un
regalo tan doméstico no resultaría demasiado aburrido? Era más bien la clase de regalo que se
hace a alguien cuando se casa. No se le daba nada bien lo de escoger los regalos. No, entonces
no, nada de ponerse de humor de ratón: sal de mi mente. A lo mejor Hille le podía ayudar a
elegir algo mejor.)

A la atención de la señorita Hille Babbe:


Me dirijo a usted en respuesta al anuncio de la vacante en el puesto de novio. Espero que mi
entrevista y mis pruebas de acceso del día de ayer fueran satisfactorias. Si requiere una segunda
entrevista y desea examinar con más detenimiento mis calificaciones, me atrevería a sugerir que
fijemos una fecha lo antes posible, dado que mi estancia en Holanda será muy breve. Le aseguro
que estoy totalmente dispuesto a demostrar mi valía para el puesto vacante.

Estimada señora Babbe:


Me complace informarle de que ha superado con éxito la primera prueba para conseguir el
puesto que se le ofreció en el día de ayer y lo hizo con los mejores resultados de entre todas las
personas que han solicitado el puesto. De hecho, sus resultados han batido todo récord. Por esa
razón, me gustaría ofrecerle un contrato de manera inmediata. De todos modos, si tiene alguna
reserva a la hora de aceptar el puesto, quedo a su disposición para ayudarle a descubrir las
múltiples ventajas que le puedo ofrecer. Espero recibir noticias suyas con respecto a nuestra
próxima reunión en cuanto le sea conveniente.

Hille:
Para cuando leas esta carta seguro que habremos hablado por teléfono, Pero hay cosas que quiero
decirte ahora y no puedo decírtelas por teléfono porque estarás en clase. (Son las 11:00 y me
acabo de levantar.) Bueno, aparte de eso hay cosas que puedo decir por teléfono, hay cosas que
no puedo y hay otras cosas que sólo puedo contar por escrito. No es que en esta carta sólo haya
cosas que únicamente puedo contar por escrito. Sólo te estoy escribiendo porque ahora no puedo
estar contigo. Eso sería lo que más me apetecería. No haría falta que nos contáramos nada, no
necesariamente. Con estar juntos bastaría.
Desde ayer no he parado de pensar en el rato que pasamos juntos. Bueno, eso no es totalmente
cierto. No es posible, ¿verdad? ¿Pensaba en eso mientras dormía, por ejemplo? (No lo sé, no me
acuerdo. ¿Pensamos en algo mientras dormimos? ¿Tratan de eso los sueños? ¿Los sueños son
eso? Pensar dormido. Esta noche he dormido como un tronco, ¿y tú? No recuerdo haber soñado
nada, ¿y tú? Y si tú sí, ¿el qué?) Y también he pensado en qué desayunar (¿qué has desayunado
tú y cuál es tu desayuno favorito?) y en cómo pasar el día contigo. (¿Qué tal te ha ido a ti el día
sin mí? No me contestes si la respuesta es «mejor de lo que me habría ido contigo».) Pero aun
así: bajo (sobre, al lado, paralelos a, o como sea) estos pensamientos cotidianos, otra parte de mi
mente ha estado pensando en ayer todo este tiempo. No, vamos a ser precisos, no en «ayer». En
ti. Lo sé, porque desde que me he levantado he sentido lo que creo que la gente llama felicidad.

153
Tú ayer hiciste que hoy me sintiera feliz.
A propósito, hablando de felicidad. Acabo de buscar happy en un diccionario de inglés que he
encontrado por las estanterías del apartamento y he descubierto que viene de una antigua palabra
nórdica, happ, que significa buena suerte, relacionada con otra del inglés antiguo gehaeplic, que
significa conveniente y con otra palabra eslava antigua, kobff, que significa destino. Así, si con
sólo pensar en ti soy más feliz que nunca, ¿tú crees que mi conveniente buena suerte indica que
tú eres mi destino?
Hay infinidad de cosas que me gustaría preguntarte, como ¿cuáles son tus planes para el resto de
tu vida? Hasta otras realmente importantes como ¿es mejor dejarse llevar por la corriente o
apartarse de ella? ¿Qué películas son más divertidas, las de Laurel y Hardy o las de Charlie
Chaplin (o ninguna de las dos)? Y ¿será la eternidad lo bastante larga para poder hacer todo lo
que quiero hacer contigo?
Más vale que pare esto antes de que esta carta se vuelva aún más estúpida. Podría volver a
escribirla para que no te dieras cuenta de lo estúpido que puedo llegar a ser. Pero no voy a
hacerlo, porque si vamos a conocernos a fondo y a hacernos amigos, y de verdad espero que así
sea, que es lo que intento decirte en esta carta, entonces me parece bien que sepas desde el
principio lo estúpido que puedo llegar a ser.
Voy a adivinar una cosa: te gusta la poesía. A mí también. Así que he escrito una sólo para ti.

Hille:
para ti
la tierra juega
el cielo afina
el agua canta
las piedras se mecen
el tiempo se consume
el fuego se apaga
en mí:
Jacob

—¿Ton? ¡Hola! Soy Jacob.


—Jacques! ¡Hola!
—¿Te he despertado?
—No, no. No importa.
—Me preguntaba...
—¿Sí?
—Hoy estoy solo.
—¿No vas a ver a Geertrui?
—No, ha habido un cambio de planes. Y Daan está con ella. Resulta que tengo que echar una
carta y nunca lo he hecho, en Holanda, quiero decir, y he pensado que tú podrías... bueno, como
me dijiste, ¿te acuerdas?... Enseñarme Amsterdam un poco.
—¿Qué hora es?
—Sobre las doce y media. Si te va mal...

154
—No, no, me va bien. Buena idea. Sólo estaba pensando... ¿Puedes estar en la puerta de casa de
Daan a las dos en punto?
—A las dos. Sí.
—Si no llueve; de lo contrario, espera arriba en el apartamento.
—A las dos en la puerta si no llueve. Ahora no llueve. De hecho hace buen día, ha salido el sol.
—¿Ah sí? Muy bien. Vale, nos vemos ahí. Con una sorpresa.
—¿Una sorpresa? ¿Qué clase de sorpresa?
—Una sorpresa sin piernas. Y, Jacques...
—¿Sí?
—Me alegro de que me hayas llamado. Tot ziens.

Querida Sarahgran:
Jesús, el tiempo vuela! ¿Qué tal la cadera? ¿Te gustaría estar aquí?
Yo estoy contento de haber venido. Como diría Kilgore Trout: La vida sigue. He visto la casa de
Ana Frank (nada parecido a lo que me esperaba, pero ya te contaré), un poco de Haarlem, un
poco de Amsterdam, unos cuantos Rembrandts (impresionantes), a los Van Riet y a una
Dutchiongvolk de lo más variado.
El mejor día fue ayer. La ceremonia fue una maravilla. Hubo momentos en los que me entraron
ganas de llorar. Había miles de personas, muchos de ellos jóvenes de Oosterbeek. Pero ya lo
sabes, has estado allí. El tiempo acompañó. No hicieron ninguna de las horteradas vergonzosas
que yo me esperaba. Nada jingoísta. Nada de ondear banderas ni aclamar a ningún héroe, hasta la
parte religiosa estuvo bien. Y ya sabes lo que odio esas tonterías religiosas. Incluso canté los
cánticos de misa, ¿te lo puedes creer? ¡Canciones de misa! Normalmente me provocan urticaria.
Pero esta vez me provocaron sonrisas. Pero sonrisas algo tristes. Más que una misa fúnebre
parecía una gran reunión familiar. Allí debía de haber hombres que conocían al abuelo. Ahora
que todo ha terminado me gustaría haber tenido agallas para acercarme a uno de ellos y hablar
con él. ¿Por qué siempre se me ocurren las mejores ideas demasiado tarde?
Fui a la tumba del abuelo. Entonces fue cuando tuve más ganas de llorar. Conocí a dos
holandeses que habían puesto flores en su tumba, una chica y su hermano, Hille y Wilfred
Babbe. Hice fotos para ti. Después me fui a comer algo con Hille (tiene diecisiete años). Espero
poder volver a verla. No saques conclusiones precipitadas. Pero es muy agradable. Si, ya tendré
cuidado. Lo sé, lo sé, no me lo digas: No seas impulsivo, no muestres demasiado tus
sentimientos. Tu cara es como un libro abierto en el que los hombres leen cosas extrañas.
Siempre intento escuchar lo que me dices por mi propio bien. Pero no estoy seguro de que tengas
razón en esto. O quizá sí pero a mí ya no me importa. No sé por qué. Por algo que tiene que ver
con este viaje. Conocer a Geertrui. La ceremonia de ayer. No digo que esté bien mostrar siempre
y a todo el mundo tus sentimientos más íntimos; pero estoy empezando a pensar que los puedes
esconder demasiado y demasiado a menudo. ¿No es mejor a veces arriesgarte y demostrar lo que
sientes cuando tus sentimientos y la otra persona son importantes para ti? Esconderlos,
reprimirlos, fingir que sientes algo diferente no puede ser bueno. Quizá me equivoque pero, por
lo menos, tendrás que estar de acuerdo en que lo estoy intentando, que es otra cosa que siempre
me repites que debo hacer. (Nada de humor de ratón hasta la fecha, dicho sea de paso. Sólo he
torcido el hocico un momento.)
Esta tarde, un amigo gay que conocí me va a enseñar Amsterdam. De hecho, él conoce a Daan
van Riet, que ahora vive en el apartamento de Geertrui, que es muy bonito, donde estoy ahora
por razones que ya te explicaré a mi vuelta. Demasiado interesantes y complicadas para esta
carta. Ya ves lo bien cuidado que estoy.

155
Mandaré una tarjeta a mis padres esta tarde. (¿Tú sigues mandándome las mías como de
costumbre? Si no lo haces lo echaré de menos. No puedes dejarlo después de tantos años.
Supongo que la de esta semana la habrás mandado a casa de los Van Riet.)
Debo ir a divertirme un poco más. Ya sabes cómo somos los turistas, vivimos una juerga
continua. Sólo quería decirte que estoy bien, a gusto, disfrutando mucho. Tengo que contarte
muchas aventuras cuando vuelva a casa.
Tu nieto que te quiere,
JACOB

Cuando los relojes de Amsterdam dieron las dos con sus melódicas campanadas, Jacob se
encontraba en las escaleras de madera de la puerta del apartamento. Era un día fresco y soleado y
en el callejón entraba una brisa suave pero fría. El tiempo que Jacob prefería, lo suficientemente
cálido como para estar cómodo pero también un poco fresco. No pasaba mucha gente por allí, y a
juzgar por su aspecto la mayoría eran holandeses pero también algún turista, que se paseaba
como alma en pena por una calle en la que no había ni tiendas ni atracciones de las que les
gustan a los turistas.
Jacob oyó a Ton que lo llamaba. Parecía venir de debajo de sus pies, y de hecho así era. Entonces
vio a Ton subir desde el canal.
—¿Qué haces ahí? —preguntó Jacob.
Ton lo sujetó por los hombros y le dio el beso triple de rigor. El tercer beso rozó sus labios y le
produjo una confusa sensación placentera.
—He venido a recogerte —dijo Ton al concluir—. Con tu sorpresa sin piernas.
Un barco, por supuesto, un barquito muy espacioso con un motor fuera borda, una bonita
embarcación, muy bien cuidada, con el casco de madera de avellano reluciente de barniz, con los
apliques metálicos bruñidos, unos cojines impermeables azul oscuro que convertían el banco a lo
largo del combés en un sofá, un gallardete triangular con el emblema de Amsterdam que ondeaba
en proa: sobre un fondo de color rojo sangre, una raya negra, y en el centro de ésta, tres equis
blancas alineadas, una por cada uno de los desastres que asolaron la ciudad muchos años atrás: el
incendio, la peste y las inundaciones. El nombre del barco estaba pintado en negro sobre blanco
en la proa: Tedje.
—¡Caray! —exclamó Jacob—. ¡Qué elegante! ¿Es tuyo?
—Ojalá. No, es de un amigo rico. La mejor manera de ver Mokum.
—¿Mokum?
—El bijnaam que la gente de Amsterdam utiliza para referirse a su ciudad.
—Un apelativo, como los londinenses, que llaman a Londres, the smoke, el humo.
—¡A propósito! Acabo de pensar en eso ahora. ¿Sabes nadar?
—Sí, creo que podría llegar al otro lado del canal.
—Vale, vamos.
Ton había traído un mapa para que Jacob pudiera seguir el recorrido. Empezaron a navegar por
el estrecho Oudenzijds Kolk, pasaron la torre de los Llantos y, por debajo del puente de Prins
Hendrikkade, se desviaron por la izquierda a una vía más ancha y pasaron por al lado de la
catedral que estaba enfrente de la estación central, donde pululaba un enjambre de tranvías,
autobuses, bicicletas y peatones. Pasaron junto a los imponentes barcos turísticos con el techo de
cristal que esperaban a los clientes (Jacob se sintió petulante por la superioridad de ir en un barco
privado) y luego viraron hacia la izquierda para internarse en el primer canal de la tela de araña,
el Singel, pero entonces se metieron inmediatamente a la derecha por debajo del puente hasta
156
Brouwersgracht, que, como comprobó Jacob en el mapa, conectaba la parte de arriba de todos los
canales y la zona oeste del casco antiguo de la ciudad. Dejaron atrás el principio de Herengracht
y Keizersgracht antes de adentrarse en Prinsengracht a su izquierda.
—Mi preferido —dijo Ton—, el más acogedor. Es más para la gente normal. Hay muchas casas
flotantes al final y por aquí, ¿lo ves?, las calles del Jordaan, donde vivía la clase obrera, los
sirvientes y gente por el estilo, donde vivo yo. Tengo un par de habitaciones en casa de un
amigo. ¿Ves la torre de la iglesia allí delante, a la izquierda?
—Sí.
—Es la Westerkerk.
—Cerca de la casa de Ana Frank.
—Daan me dijo que estás loco por ella, pensaba que te gustaría ver su casa desde el agua.
El barco les condujo hasta allí entre resuellos. Se formaba la cola habitual de tres o cuatro filas
alineadas a lo largo de la calle, unos ciento cincuenta metros. Llegaba casi hasta la iglesia de la
plaza de detrás de la Raadhuisstraat, la carretera principal a la que Jacob recordaba haber ido a
parar cuando se escapó de la casa de Ana Frank unos días antes. Parecía que hacía un año de eso.
—Y enfrente, por allá —dijo Ton, señalando—, hay una tienda muy pequeña. El mejor sitio para
comprar café recién molido. Hay muchas tiendas interesantes por aquí. Sólo de queso o sólo de
vino o sólo de lo que sea. Esa es una de las cosas que más me gusta de Amsterdam, que hay
tiendecitas por todas partes, que venden toda clase de cosas. Hay una tienda cerca de aquí en la
que venden sólo aceite de oliva. Lo tratan como el mejor de los vinos y tienes que catarlo antes
de comprar. Y además todo está mezclado. Una galería de arte muy cara junto a una librería
pomo, una tienda de zapatos hechos a medida junto a una tienda que vende sólo artículos
especiales de metal. Todo Amsterdam, me refiero a esta zona, a la telaraña, es como un pueblo
grande donde puedes comprar todo lo que quieras y donde la gente común todavía vive en el
centro, no sólo los ricos y los turistas de los hoteles o nadie en absoluto, como ocurre en muchas
ciudades.
Entonces Jacob ya se había puesto cómodo en el mullido banco-sofá azul, desde donde
disfrutaba de una vista muy clara, sin molestarle el ruido del motor, que no cesaba de resonar.
Ton, a su derecha, gobernaba el motor del barco con unas pequeñas palancas doradas muy
relucientes y un timón metálico en miniatura situado en el casco. Jacob se apoltronó y empezó a
disfrutar de la manera en que sólo es posible en un barquito abierto que surca suavemente las
aguas mansas en un día soleado. Ya lo había hecho antes pero siempre en el campo, durante las
vacaciones con su familia en Norfolk o en un dragón vikingo o en las vías navegables inglesas.
Nunca había flotado, tan cómodo y disfrutando tanto, por entre las calles de una ciudad. Recorrer
el campo parecía algo natural, parte de ese ambiente. Pero allí era como lo había descrito Ton: ni
lo uno ni lo otro. Ni campestre ni urbano. Era agua pero no era un río. Un camino que recorre la
ciudad pero no una calle. Él estaba allí apoltronado haraganeando mientras los coches, los
camiones y los peatones pasaban por su lado a toda velocidad. Era como si dos superficies de la
vida, dos maneras de vivirla, friccionaran: el agua en contacto con el ladrillo (las márgenes del
canal eran de ladrillo, la mayoría de los edificios lo eran, e incluso las calles que discurrían a lo
largo de los canales eran de ladrillo); él y Ton estáticos sobre el agua y, a ambos lados, el ritmo
frenético de la gente sobre las carreteras. Otros barcos los adelantaron: barcos cargados de
turistas boquiabiertos, horribles barcas a pedales de plástico, casi siempre impulsadas por turistas
jóvenes que siempre saludaban a coro, un barco de la policía que patrullaba los canales y varios
barcos de trabajo muy robustos. Las ondas que generaban con la proa mecían al Tedje.
Al final de Prinsengracht, justo al lado de una estrecha columna de casas flotantes y el canal
parecía más ancho, más abierto y relumbraba. Quizás era el ángulo del sol y el cielo azul intenso
y la brisa que movía las hojas, que ya empezaban a vestirse de otoño, o su perspectiva desde el
agua, desde donde veía el valle de edificios que se alzaba a ambos lados, pero por primera vez se
157
percató de que había árboles a lo largo de los canales. Estos arropaban al agua por los dos
costados, algunos de ellos altos y robustos y otros pequeños, jóvenes y tiernos, además de otros
tantos de mediana edad, una familia numerosa que enlazaba con los verdes, rojos, marrones y
grises de los edificios con sus ventanas verticales oblongas y los marcos pintados de blanco. Los
árboles suavizaban las fachadas planas que nunca superaban los cuatro o cinco pisos de altura,
con sus tejados acabados en punta o caballete, casi siempre pintadas de blanco o crema. Al
principio Jacob pensó que todas se parecían mucho y luego distinguió que cada una alternaba
distintas curvas, arabescos, escalones, volutas y superficies planas. Dejaron atrás esos edificios
similares a las pelucas, gorros y capuchas de los caballeros del siglo dieciocho. Ese desfile de
edificios tan pegados el uno al otro, le recordaron a una fila de libros apretada en una estantería,
libros de varios grosores y de varias aunque similares alturas. Una biblioteca de casas. Tan
hermosas. Era como mirar a alguien a quien no le habías prestado demasiada atención en un
principio, a alguien que no te gustaba mucho, y descubrir que era muy atractivo o atractiva. (Él o
ella, ¿qué era un edificio? La masculinidad cabal del ladrillo frente a las sinuosas curvas
femeninas. Ton no es ni lo uno ni lo otro, sino ambos, todo, y Amsterdam no era lo que parecía.)
—Estoy empezando a ver a qué te referías al hablar de este sitio —dijo Jacob—. Es encantador
—se rió—. Podría enamorarme de él, quizá lo estoy haciendo.
—Me alegro. ¡Únete al club! Ya te dije que ésta era la mejor manera de visitar Mokum.
—¿Tú siempre has vivido aquí?
—No, no. Pero desde que vine cuando era niño, a los cinco o seis años, quise hacerlo. Nací en
una ciudad pequeña del sur.
—¿Tus padres viven allí todavía?
—Y mis dos hermanas y mis cuatro hermanos.
—¿Siete en total?
—Una buena familia católica.
—Y tú eres el...
—El menor.
—¿A qué se dedica tu padre?
—¿Aparte de a criar hijos, quieres decir? Es tandarts, dentista. Y también se dedica a odiar a los
maricas de manera profesional. —Ton se rió y añadió—: Doe maar gewoon, dan doe je al gek
genoeg.
—Que significa...
—Algo parecido a: Compórtate como la gente normal, eso es una locura. No te desmarques del
resto. Todo el mundo tiene que ser igual. La peor parte de los holandeses y el lema favorito de
mi padre.
—¿Y tú no eres normal?
—No según la visión de mi padre. Nunca se ha perdonado haber engendrado a un maricón. No
deja de preguntarle a mi madre qué fue lo que hicieron mal para tenerme a mí. Se puso tan
contento cuando me marché de casa como yo de irme. No puede soportar la idea de que sus
amigos me conozcan. Su modo de comportarse muestra que eso sería el fin para él. Incluso me
paga para mantenerme lejos.
—¿Quieres decir que te paga para que no vayas a casa?
—¿A casa? ¿Qué casa? Este es él único sitio en el que me he sentido a gusto. Amsterdam es mi
casa. Y sí, mi maravilloso padre paga bastante para que yo me quede aquí. Bueno, se lo puede
permitir. Todo tiene un precio, ¿no te parece? Y el precio que hay que pagar por odiar a los
maricas tendría que ser el máximo que uno puede pagar.

158
—¿Y tu madre?
—Ella viene a visitarme. Cada tres o cuatro semanas pasamos un fin de semana juntos.
Disfrutamos mucho. Vamos de tiendas, de bares, al cine, a conciertos. Nos llevamos bien.
Siempre nos hemos llevado bien. Ella fue la primera persona a quien se lo conté.
—¿A qué edad?
—A los catorce.
—¿Qué dijo ella?
—Disfruta.
—No, no me lo creo.
—¿Por qué no?
—No me imagino a casi ninguna madre diciendo eso. Menos aún de una familia como la tuya.
—Mi madre no es como la mayoría.
—Pero tu padre...
—Ella lo quiere. No me preguntes por qué.
—Es difícil entender por qué algunas personas se casan con quien se casan.
—¡El matrimonio!
—¿No te parece bien?
—¿A ti?
—A mi sí, con la persona indicada.
—¿No te parece extraño? Dos personas que se prometen estar juntas durante el resto de sus días
y no querer a nadie más...
—Si lo planteas así...
—¿Cómo lo vas a plantear sino?
—A mí no me lo preguntes.
—No creo que haya otra manera de plantearlo. ¿Tú sí? Los amigos, yo no puedo vivir sin ellos.
Los amantes, claro, sí, por favor. Alguien con quien convivir mientras la cosa vaya bien,
mientras funcione. De acuerdo. Pero ¿para siempre jamás? Nada es para siempre.

En ese momento pasaron por debajo de un puente que, según el mapa de Jacob, tenía que
recordar, y al conectar con el canal de detrás pasaron por delante de la casa en la que Jacob se
refugió de la lluvia y de donde Alma lo rescató.
—¿Podrías parar un minuto? —preguntó.
Le explicó la historia de Alma.
Era fácil distinguir la casa desde el canal. Esa y la del vecino de al lado eran las únicas que
tenían la entrada directamente en la fachada. Los otros las tenían hacia fuera o a los lados del
edificio. Y, además, por la profusión de las plantas de Alma en las ventanas del entresuelo.
—Qué bonito vivir en esta parte del canal —dijo Ton—, y también qué caro.
—Supongo que tendría que devolver a Alma el dinero que me prestó y agradecerle su ayuda.
—¿Entonces? Hazlo ahora. Y deberías llevarle algo.
—Sí.
—¿Qué tal unos bombones?
—Buena idea.

159
—Ven conmigo.
Amarraron el barco y caminaron por Vijzenlgracht, pasaron por delante del café donde Alma lo
llevó.
—Panini —dijo Ton—. Es muy conocido.
Y una papelería con un expositor de postales fuera.
—Espera —dijo Jacob—. Tengo que comprar una postal para mis padres y mandarla con unas
cartas.
Fue muy fácil. La mayoría de las postales eran las típicas vistas de la ciudad. Pero una le llamó
mucho la atención. Había dos policías de Amsterdam con el uniforme de manga corta en un día
soleado, de espaldas. Uno de ellos era una mujer rechoncha, con un contorno de cintura muy
marcado por el cinturón, del que le colgaba la pistolera, el teléfono y otros objetos policiales. Su
colega le estaba tocando el trasero.
También pudo comprar los sellos allí. Escribió un mensaje rápido en la postal. «Estoy bien, feliz,
bien cuidado. Espero que estéis todos bien. Con cariño, Jacob.» Cuando terminó, Ton ya había
descubierto un buzón allí cerca, en Prinsengracht.
Luego una pastelería-chocolatería. La clase de tienda que a Sarah le habría encantado. Un poco a
la antigua, con dependientas enfundadas en vestidos negros ribeteados en blanco, muy correctos.
Casi no había espacio más que para cuatro o cinco clientes. Ton pidió algo en holandés. Una
cajita decorada con flores y lazos. Un surtido de bombones deliciosos, algunos muy oscuros,
otros marrón claro, otros aún más claros y otros blancos, cuadrados, triangulares, una bolita, uno
con una tira de fruta confitada encima, uno verde lima, otro naranja estridente y otro de limón.
Quince en total. Y un precio tan alto como para pagar una comida entera en Panini. Cuando
Jacob lo vio aparecer en la caja registradora le hizo resollar.
—¿Es demasiado?
Jacob negó con la cabeza y añadió:
—Qué narices, se lo merece.
Volvieron al barco, cruzaron el canal y se dirigieron al amarradero que había junto a la casa de
Alma. El ambiente era húmedo, una neblina cubría el cielo.
—Te espero aquí —dijo Ton—. Los holandeses no visitan a nadie sin avisar, bueno, por lo
menos la gente mayor. Pero ella se alegrará de verte, estoy seguro.

Efectivamente, se alegró. Jacob trepó por la verja y llamó en el cristal de la ventana de su


apartamento. Cuando Alma abrió la puerta le recibió con una gran sonrisa.
—¡Ah! Eres tú. ¿Te han robado otra vez?
El se rió. Hay gente que te pone de buen humor con sólo mirarla.
—No, pasaba por aquí —le dio la caja de bombones— y te quería dar esto por haberme ayudado.
—No tenías que haberte molestado.
Cogió la caja con un gusto evidente.
—Has estado en Holtkamp's. Pasa, pasa.
—No, no, gracias. Estoy con un amigo. En su barco. Me está esperando. Me está enseñando los
canales.
—Así que has hecho un amigo, qué bien. Y ¿ya te has recuperado de aquel susto?
—Sí, estoy bien. Me he quedado en casa de Daan. ¿Te acuerdas de él? Lo llamaste de mi parte.
—Sí, me acuerdo. Espera un momento antes de irte.

160
Desapareció en la profundidad de su cueva. Jacob se asomó para ver el interior del apartamento.
Una habitación cuadrada con el suelo de parquet claro, estanterías en las paredes, una televisión
negra muy grande y una cadena musical, una mesa redonda antigua de madera muy oscura, un
sillón muy cómodo al lado de una estufa negra de metal que servía sólo de decoración. Un nidito
sobrio, ordenado y agradable.
Cuando Alma volvió le dio una bolsa de papel con cuatro de los bombones.
—Para ti y tu amigo, para que los compartáis conmigo.
—Pero son para ti.
—No me los podría comer todos yo. Eso sería glotonería. Me apetece que vosotros también
comáis unos cuantos.
—Y, casi se me olvidaba —dijo Jacob mientras rebuscaba en el bolsillo de sus vaqueros—, el
dinero que me prestaste.
—No, no era nada. Si no lo necesitas dáselo a alguien que lo necesite. Al chico de la gorra roja,
por ejemplo. Se sonrieron mutuamente.
—Y —continuó—, antes de que vuelvas a Inglaterra, ven y nos tomaremos un café juntos. Me
gustaría saber de tus aventuras. Te voy a dar mi número de teléfono para que llames antes.
Se sintió honrado.
—Gracias, pero más vale que me vaya ya.
—Adiós. Que lo pases bien.

Siguió su impulso y se inclinó hacia ella; Alma puso la mejilla tras un brevísimo momento de
duda y él le dio el beso triple reglamentario con tanta seriedad como pudo teniendo en cuenta su
postura, totalmente inclinado, agarrado al marco de la ventana. Al final lo consiguió sin sufrir
ningún percance y se enorgulleció de haberlo hecho.

Volvió con Ton y el motor del barco empezó a resoplar cuando, muy despacio, se pusieron en
movimiento. Ton y Jacob cavilaron, discurrieron, bromearon, flirtearon y añadieron nuevas
anécdotas a la antología de la historia personal de cada uno que estaban recopilando. Y de vez en
cuando se sentaban silenciosos, Ton miraba a Jacob y éste admiraba la vista.
Desde Prinsengracht, ese cálido atardecer se deslizaron hasta Keisersgracht, pasando por
Reguliersgracht y desde allí otra vez a Herengracht, pasando por Bouwersgracht. Bajaron
Herengracht hasta el Amstel y dieron una vuelta por el río antes de volver a Singel, a casa de
Daan.
—Hemos recorrido el laberinto —dijo Jacob al entrar en el Oudezijds Kolk.
—Hemos surcado la tela de araña —dijo Ton.
Se rieron al unísono.
¿Acaso había algo mejor que conocer a alguien que te da la sensación de que ya conocías, como
si en alguna vida paralela hubiera sido un buen amigo íntimo?

161
GEERTRUI

Dos meses después de la muerte de Jacob estaba segura de que me había dejado embarazada. No
se lo dije a nadie. Si lo hubiera hecho habría arruinado mi vida. La señora Wesseling no habría
dudado ni un momento en echarme de casa. Y cuando el niño hubiera nacido me lo habrían
arrebatado.
Hoy en día no sabrás, quizá no te lo puedas ni imaginar la desgracia que era para una mujer
quedarse embarazada sin estar casada. Se consideraba un pecado atroz. A las mujeres católicas
las mandaban a una institución religiosa, normalmente un convento. Allí las hacían sufrir mucho
por haber pecado y las separaban del niño justo después de que naciera. Durante los días que
seguían al parto se lo llevaban para que le diera el pecho. A veces incluso le tapaban los ojos
para que no viera a su hijo y le ataban las manos a la cama para que no lo tocara. Entonces una
monja le colocaba al niño en el pecho para que pudiera mamar. Sólo una madre puede llegar a
imaginarse lo cruel que era eso. En cuanto era posible daban al niño en adopción o lo enviaban a
un orfanato, donde su vida estaba destinada a ser miserable. Durante el resto de su vida tendría
que cargar con la maldición, con el estigma de ser hijo ilegítimo, de ser un bastardo. Los
hombres, los padres no sufrían este oprobio, claro está. Nada es más cierto que lo de que los
pecados de los padres los pagan los hijos. Y cabría añadir: y sus madres.
A las mujeres protestantes les esperaba un destino menos brutal pero no menos cruel.
Normalmente las mandaban a casa de amigos o familiares que vivieran lejos, para esconderlas de
los vecinos y evitar sus comentarios. Después del alumbramiento, al niño no lo daban en
adopción ni lo entregaban a un orfanato, algún pariente de la madre lo prohijaba y lo educaba
como si fuera propio. Yo he conocido a personas que no descubrieron que los que creía que eran
sus padres eran en realidad sus abuelos hasta que eran adultas. Y que quien pensaban que era una
tía o una hermana mayor era en realidad su madre.
Las alternativas a todo eso, a las que recurrían más mujeres de las que creemos, eran o bien
provocarse el aborto ellas mismas o bien someterse a la humillación obscena de un aborto ilegal,
con el riesgo mortal que entrañaba y con el horror físico, emocional, mental y, sí, también
espiritual. Las que conseguían sobrevivir semejante experiencia traumática tendrían que padecer
la enfermedad incurable de los sentimientos de culpa y la falta de orgullo personal provocada por
su destino y la gente de su entorno durante el resto de sus vidas.
No puedo evitar pensar que ninguna sociedad, nación o religión de ninguna clase que consagra
un código moral así y se lo impone a la gente puede llamarse civilizada ni que, a menos que lo
cambie, merezca la lealtad de nadie.
Incluso en época de paz nunca habría dejado que me trataran así. Pero tal y como se presentaba
el panorama, en medio de ese caos inmenso que fueron las semanas que precedieron a la
liberación, lejos de mis padres, sin ningún médico de confianza, sin ningún amigo que me
pudiera echar una mano, con el profundo dolor de la muerte de Jacob que aún me atraía hacia su
tumba, sentí la desesperación y el pánico de quien está perdido, abandonado y no tiene adonde
acudir. Y, como era el hijo de Jacob, sabía que nunca podría entregárselo a nadie ni abortar.
Durante aquellos momentos de profunda desesperación me mantuve a flote sólo gracias a ese
niño que era parte de él, por él seguía sobre la faz de la tierra y por él no me enterré junto al
cuerpo de Jacob.
Debido a mi pesar tras la muerte de Jacob no fui capaz de recoger las cosas del escondite donde
había transcurrido nuestra vida de «casados» y le supliqué al señor Wesseling que lo dejara tal y
como estaba hasta que recuperara las fuerzas para hacerlo yo misma. El aceptó, creo que
temeroso de hacerme aún más infeliz. Yo solía ir a sentarme allí, a veces durante horas, en una
especie de coma superficial, sujetando entre las manos algunos de los objetos que había utilizado
162
Jacob, su taza, su tenedor y su cuchillo o su brocha de afeitar y leía los poemas que tanto le
habían gustado. También le escribía cartas de amor muy largas, como si sólo se hubiera ido a
algún destino desconocido pero fuera a volver algún día y entonces querría saber qué había
hecho y en qué había pensado yo en su ausencia y yo le daría las cartas para que las leyera.
Así, cuando me enteré de que estaba embarazada, el escondite se convirtió en un santuario. Un
refugio, un lugar seguro y, sí, también un lugar sagrado, un altar a mi amor perdido, donde yo
rezaba y le pedía ayuda y consuelo al Dios que yo ya no consideraba un dios sino la fuente
innombrable y desconocida creadora de nuestro débil ser.
Aparte de soportar mi pena, que por mi manera de ser sólo podía expresar en privado (odio las
muestras de emociones íntimas en público), tenía que esconder mi estado a las dos únicas
personas que veía todos los días y de las que dependía mi alimento y mi cobijo, todas mis
necesidades. Y el escondite era la única parte de la casa en la que podía ser yo misma, donde me
podía relajar y dejar que afloraran mis sentimientos, donde podía llorar y lamentarme y cavilar y
acurrucarme en la cama, en la cama de Jacob, en la que aún permanecía su olor, nuestra cama, y
podía estar segura de que nadie me vería ni me interrumpiría inesperadamente. Se convirtió en
algo tan precioso que cuando pienso en todos los sitios en los que he vivido en mi vida, ése es el
que recuerdo con más afecto y el único que lamento no poder volver a ver, ese escondite tan
tosco, frío, casi sin muebles, con olor a heno y desde el que se oían los mugidos de las vacas.
Otro de los refranes ingleses que aprendimos con papá era the darkest hour comes before the
dawn, los momentos más negros desaparecen al amanecer. Y así me ocurrió a mí.
Una horrible tarde de marzo de 1945, mientras estaba en el escondite, dándole vueltas a cómo
resolver mi apuro, que parecía no tener solución, oí a alguien que subía por las escaleras. Lo
primero que me vino a la mente fue la absurda idea de que era Jacob, como yo habría deseado.
Enseguida caí en la cuenta de que no podía ser él, y me pregunté quién podría ser, porque el
señor Wesseling nunca venía al establo de las vacas, y si me buscaba para algo, me llamaba
desde abajo. Para cuando supe reaccionar y levantarme a mirar, Dirk ya estaba allí, de pie junto a
la puerta, alumbrado por la luz de la única vela que había sobre la mesa en un recipiente de
cristal; la expresión de su cara me resultó familiar, de bienvenida, pero a la vez un tanto extraña.
Los acontecimientos separan a la gente tanto como el tiempo y la distancia. Lo que le ha ocurrido
a una persona cuando la otra ha estado ausente los convierte en extraños. En las pocas semanas
que habían transcurrido desde la última vez que nos vimos, tanto Dirk como yo habíamos vivido
experiencias que nos habían cambiado. Los dos habíamos dejado atrás nuestra juventud.
Habíamos entrado en una nueva fase, en la vida adulta. Los dos nos dimos cuenta en cuanto nos
miramos a los ojos, antes de cruzar palabra. Así que nuestro saludo fue más tranquilo de lo que
habría sido antes, un tanto comedido, pero también más tierno.
Mientras nos abrazábamos, recuerdo que le dije con auténtico alivio, porque era un amigo que
necesitaba ayuda:
—¡Has vuelto a casa!
A lo que él contestó:
—Sí, aquí estoy.
(¡Qué cosas más evidentes se dicen en esos momentos!)
Cuando lo solté y retrocedí, le pregunté:
—¿Henk ha venido contigo?
—No, yo creí que ya estaría aquí.
Habían estado colaborando con la Resistencia, Dirk me dijo que me lo explicaría después. Les
había salido mal. Habían tenido que escapar para salvar el pellejo y decidieron separarse y
encontrarse más tarde en la granja. Tardamos meses en enterarnos de que habían capturado a

163
Henk y de que lo habían fusilado. Pero la noche en que Dirk llegó y hasta que nos enteramos de
la verdad mantuvimos la esperanza de que estuviera vivo, diciéndonos el uno al otro que lo más
seguro era que estaba escondido en algún lugar, que era muy espabilado y que regresaría a la
granja en cuanto finalizara la guerra. Yo nunca acabé de creérmelo pero en esas circunstancias
uno finge, incluso se engaña a sí mismo, de lo contrario la vida sería insoportable. Como uno de
nuestros poetas dice, el género humano no es capaz de soportar grandes dosis de realidad.
Nos sentamos a la mesa, exactamente como Jacob y yo nos sentábamos tantas veces. Dirk me
dijo que había visto a sus padres antes de venir a verme.
—Pero, Geertrui —me dijo—, ¿qué le ha pasado a mamá?
Lejos de lo que él había esperado, que lo recibiera con alegría, que le abrazara, que lo tratara
como si aún fuera un chiquillo, su recibimiento fue distante, casi amargo. «Así que has decidido
volver, ¿no? —le había dicho—. Nos dejas cuando más te necesitamos y ahora vuelves; tienes
problemas o necesitas algo, ¿no es eso?» Él había intentado explicárselo pero ella se negaba a
entenderlo. Incluso llegó a dejarlo con la palabra en la boca para marcharse a tocar el armonio. Y
entonces Dirk utilizó las mismas palabras que yo me había repetido tantas veces al oírla tocar:
«Es como si hubiera dejado este mundo para irse a vivir a otro».
Para mí siempre había estado muy claro que Dirk era el ojito derecho de su madre y que le
gustaba serlo. Ésa era una de las razones por las que nunca le acepté como novio formal. No creo
que él fuera capaz de entenderlo. Pero la ansiedad que sentía entonces por la reclusión de su
madre lo dejaba todo muy claro. Intenté consolarlo diciéndole que su madre había sufrido una
crisis nerviosa. Estaban ocurriendo cosas terribles. La manera que su madre tenía de sobrellevar
la situación era encerrarse en sí misma. Había tenido que soportar mucha tensión durante toda la
ocupación. Nuestra llegada había empeorado su situación y, para colmo, su hijo, lo que más
quería en este mundo, desaparecía repentinamente. La idea de no volver a verlo era superior a
sus fuerzas. Por eso se encerró, para protegerse. Y seguía comportándose de ese modo con él
porque no soportaba la idea de perderlo de nuevo. Lo del armonio, bueno, quizá cuando tocaba
se sentía de verdad en otro mundo, el mundo feliz de su infancia, de cuando aprendió a tocarlo,
donde no existía ninguna de esas cosas terribles. Cuando la guerra concluyera, ella se recuperaría
y él recobraría a su mamá.
Cuando Dirk asimiló todo lo anterior me preguntó por Jacob. Su padre le había hecho un breve
resumen de lo ocurrido. Quería saber más detalles. A mí se me saltaron las lágrimas en cuanto
Dirk pronunció el nombre de Jacob. Como no tenía a quién, no le había contado a nadie lo
nuestro ni había hablado de la muerte de Jacob. Tenía tanto guardado, tanto que contar, que
cuando descorché la botella todo lo que había ocurrido salió disparado, igual que sale el champán
al descorcharlo cuando antes has agitado la botella.
Los humanos tenemos una gran necesidad de confesar nuestros sentimientos. A un cura, a un
amigo, a un psicoanalista, a un pariente, al enemigo, incluso al torturador si no hay nadie más a
mano; no importa, mientras nos liberemos de lo que llevamos dentro. Incluso las personas más
reservadas lo hacen, aunque sea sólo por escrito en un diario. Y muchas veces, cuando leía
novelas y poemas, sobre todo poemas, he pensado que éstos no son más que las confesiones del
autor, que él ha sabido transformar mediante su arte en una confesión universal. Efectivamente,
si miro atrás y analizo mi pasión por la lectura, la actividad que a lo largo de toda mi vida me ha
mantenido a flote y me ha procurado tanto placer, creo que ésa es la razón por la que la lectura
significa tanto para mí. Los libros, los autores que más me gustan son los que me hablan y
hablan por mí, los que me cuentan todas esas cosas que tengo que oír porque constituyen la
confesión que yo debo hacer.
Eso era sólo una digresión. Sólo quería explicarte que aquella noche le conté todo a Dirk, sin
omitir que estaba embarazada de Jacob. Me escuchó sin interrumpirme, sin moverse y sin que su
rostro mostrara gesto emocional alguno. Debes tener en cuenta que éste era el hombre que sólo

164
semanas antes me había declarado su amor y había pedido mi mano. Mi historia debió de
causarle un dolor tremendo. Tengo que estarle eternamente agradecida por escucharme con tanta
compasión, que habría sido extraordinaria incluso si se hubiera tratado de un amigo sin motivos
para sentirse herido.
Cuando concluí mi relato se produjo un silencio. Recuerdo que oímos el mugido de una de las
vacas de abajo. El estruendo bastante cercano de un disparo de un arma pesada. El parpadeo y el
crepitar de la llama de una vela de la mesa, producidos por una burbuja de agua en la cera barata
que usábamos en la guerra. Sería muy tópico decir que el mundo se detuvo o que mi corazón
dejó de latir. Sólo un autor tan ducho como uno de los que hablaba antes sabría encontrar
palabras novedosas para describir ese momento. Bueno, yo soy una lectora ávida pero no soy
escritora, así que tendrás que conformarte con las palabras que sepa encontrar en estos días
agotadores, los últimos de mi vida. Quizá la palabra que estoy buscando, gaping, en holandés es
«paréntesis». Lo único que puedo decir es que había algo en el ambiente que nos envolvía a Dirk
y a mí, y nos mantuvimos inmóviles, deseosos de saber cómo interpretarlo, intentando saber qué
significaba.
Al final, Dirk, mi querido Dirk, en quien siempre se puede confiar, rompió el silencio:
—¿Quieres casarte conmigo?
Lo miré boquiabierta.
—Por favor, no hagas bromas. Hoy no. Y sobre esto, nunca.
Estiró el brazo por encima de la mesa y me enjugó las lágrimas de la cara, me cogió la mano que
tenía en la boca, la sujetó y me volvió a preguntar:
— ¿Quieres casarte conmigo?
—No puedes estar hablando en serio.
—Sí.
—¿Por qué? Después de todo lo que ha pasado.
—Pero con dos condiciones —dijo, con su habitual tono directo, propio de un hombre de
negocios. No es de extrañar que su empresa constructora tuviera tanto éxito—. La primera es que
no le digas a nadie que el niño es de Jacob y la segunda, que empecemos nuestra vida en común
esta misma noche.
Lo miré a los ojos, a ese hombre que había conocido desde que era una niña, con esa sinceridad
tan holandesa, ese hombre que era el mejor amigo de mi querido hermano, y en ese preciso
instante descubrí algo sobre mí misma, algo que deseé no haber descubierto. Podía ser
calculadora. Al margen de todas las emociones, por intensas que fueran, había una parte de mí
que permanecía fría, distante, e igual que un matemático maneja las cifras, yo era capaz de
valorar las cosas en función de lo que me convenía hacer y en función de las circunstancias en
que me encontrara. Esa fue la primera vez que fui consciente de que lo estaba haciendo. Y mi
calculadora interna me dijo que ésa era la mejor opción que se me podía presentar. Quizá la
única. Incluso calculé algo más, que Dirk me necesitaba tanto como yo a él. Debido al
comportamiento posesivo de su madre, aquella misma noche Dirk descubrió eso de sí mismo
igual que yo descubrí mi faceta calculadora. Necesitaba librarse de esa posesión y yo le podía
ayudar a hacerlo. A mí me parecía agradable, disfrutaba de su compañía, era competente y
fuerte, me quería con locura, mucho más de lo que yo llegaría a quererle nunca.
De todos modos, esa parte de mí que años después empecé a llamar la mevrouwtje Uitgekookt,
me impidió aceptar inmediatamente. (Uitgekookt significa sagaz, astuta y cuando se le añade el
sufijo tje a una palabra se convierte en un diminutivo, lo que significa que decidí llamar a mi
faceta calculadora la señorita Astuta. O la pequeña mevrouw Smartass, como dice mi nieto Daan,
después de haber visto demasiados programas televisivos americanos, no sé si por aprender

165
inglés o porque le gustan.) Merouwtje Uitgekookt me dijo que tenía que fingir vacilación. No es
muy prudente que aceptes tan rápido y tan fácilmente. Este hombre te apreciará aún más si
demuestras que tu dignidad merece un respeto y haces que él lo reconozca y la respete también.
Así que le di las gracias, le dije lo que me había sorprendido su proposición y lo feliz que me
hacía (las dos cosas eran ciertas, no estaba fingiendo), pero que no podía decidirme en ese
momento (lo que era mentira, porque ya sabía que iba a aceptar). Entonces le pregunté si estaba
de acuerdo en que los dos nos lo pensáramos durante veinticuatro horas. Después de todo eso
supondría dar un paso muy grande para los dos. Sobre todo para él, ya que iba a tener que
aceptar como propio a un hijo ajeno así como una esposa que sabía que no lo había elegido a él
en primer lugar.
Dirk aceptó lo que le propuse. Y vi claramente que estaba contento. Después de un tiempo
casados, descubrí que Dirk siempre había sabido de la existencia de mevrouwtje Uitgekookt,
igual que yo siempre había sabido que él era el ojito derecho de mamá y un hombre de negocios
nato. Me dijo que era una de las cosas que más le gustaban de mí. «Yo no me habría casado con
alguien que no fuera scherpzhmig.» (Creo que significa lista, avispada.) Viniendo de él, eso era
el mejor piropo que me podía esperar. Espero, querido Jacob, que entiendas ahora por qué
tuvimos tan buena relación durante nuestro matrimonio, hasta que Dirk murió hace ahora dos
años. Durante cuarenta y ocho años intentamos ser siempre sinceros aunque de todos modos nos
conocíamos tan bien que fingir habría sido inútil.

La noche siguiente nos citamos en el escondite. La pequeña mevrouw Smartass había estado
haciendo horas extra. Sí, le dije a Dirk, quería casarme con él, muy contenta y agradecida. Pero
yo también tenía unas cuantas condiciones.
La primera era que él permaneciera en la granja hasta que terminara la guerra y que no se
volviera a marchar para luchar o trabajar con la Resistencia. Después de todo lo que había
ocurrido, después de las separaciones, después de las muertes, con todos los peligros que todavía
acechaban, yo ya estaba harta. Si quería ser mi marido tenía que quedarse conmigo.
Mi segunda condición era que, hiciéramos lo que hiciéramos después de la liberación, no me
pidiera vivir en la granja. Yo sabía que nunca podría ser la mujer de un granjero.
La tercera condición... Yo entendía por qué quería dormir conmigo. Porque entonces podríamos
decir sin mentir que habíamos dormido juntos. No tendríamos que decir cuándo exactamente. La
gente daría por hecho que el niño era suyo. No tendríamos que dar ninguna explicación. De
acuerdo, yo me iría a la cama con él, en el sentido literal, y dormiríamos juntos, sólo eso. Hacer
algo más antes de que naciera el niño me parecía impensable, una ofensa hacia Jacob y hacia
nuestro hijo. Y consideraba que también sería una ofensa para él. Además, añadí, tampoco me
podría acostar con él en el escondite, porque para mí ese lugar siempre sería donde viví con
Jacob. Así que mi tercera condición era que me tenía que ayudar a deshacerme de todo lo que
tenía que ver con él, empezando por desmantelar el escondite por completo. Ésa era una parte de
mi vida con la que debía ayudarme a acabar antes de empezar una nueva vida con él.
Sabía, le dije, que no estaba en situación de imponer condiciones pero que me casaría con él sólo
si podía aceptar esas tres, porque, a menos que las aceptara, nunca nos podríamos respetar
mutuamente o ser felices juntos.
Después de eso hablamos mucho rato, tres o cuatro horas, creo. No porque Dirk no pudiera
aceptar lo que yo le pedía o lo hiciera con reservas. Lo aceptó enseguida. Hablamos tanto rato
porque había muchas cuestiones sobre nosotros y sobre nuestra vida en común que teníamos que
resolver. Y como los dos éramos tan habladores, ¡qué íbamos a hacer sino! No me referiré a
nuestra charla porque no tiene nada que ver con lo que debo explicarte de tu abuelo y yo, pero
estoy segura de que te lo puedes imaginar. Y podríamos haber seguido hablando toda la noche,
aunque si teníamos que cumplir con la condición de Dirk de dormir juntos y mi condición de

166
recoger el escondite, debíamos dejarlo allí y ponernos manos a la obra. Tardamos otras dos o tres
horas. (Qué rápido es destruir comparado con lo que cuesta construir. Dirk y Henk habían pasado
dos días enteros construyendo el escondite, sin contar el tiempo que emplearon para hacerlo lo
más cómodo posible.)
Cuando concluimos, fuimos hasta la casa para prepararnos. La señora Wesseling ya se había ido
a la cama. El señor Wesseling se había sentado delante del fuego, y aunque ya se había pasado la
hora en que solía irse a la cama, esperaba a Dirk para estar un rato más con él, fingiendo que
estaba dormido, yo me di cuenta. Me fui a mi habitación. Los dos hombres se sentaron juntos y
hablaron durante una hora (yo escuchaba impaciente el reloj del abuelo). Entonces oí sus pasos
en las escaleras y darse las buenas noches susurrando. Las puertas de sus dormitorios. Y esperé
un poco más hasta que sonaron dos cuartos más.
Me quedé tumbada en la cama todo ese tiempo para no tener frío. Fue una noche terriblemente
fría. Y como ocurre siempre que esperas a alguien ansiosamente, estaba nerviosa, molesta por
tener que esperar. Hasta que piensas que nunca llegarán y te quedas dormido. Eso hice. Lo
siguiente que recuerdo es a Dirk tocándome el hombro. Me sobresaltó y di un bote tremendo. La
cama crujió tanto que podría haber despertado a toda la casa. Tuvimos que sofocar las risas. Así
que me alegro de decir que nuestra vida juntos empezó del mismo modo en que continuó, con
risas.

Dos semanas después, el alcalde del pueblo, un hombre que sabíamos que era de confianza, nos
casó en secreto. Lo tuvimos que hacer en secreto porque si no los alemanes se habían llevado a
Dirk a trabajar para ellos. La liberación llegó a nuestra zona de Holanda poco después, en abril.
El hijo de Jacob, mi hija Tessel, nació en el mes de agosto. Tú la conoces como mevrouw van
Riet, la madre de Daan. Podrías decir que es tu madre holandesa. Entonces Daan es tu hermano
holandés. El cuerpo de Jacob fue exhumado y enterrado en el cementerio de la batalla de
Oosterbeek a finales de ese año.
Yo le di mi palabra a mi marido de que nunca le diría a nadie de quién era hija Tessel en realidad
y mientras estuvo vivo no lo hice. Pero cuando él murió hace dos años pensé que sería bueno que
Tessel lo supiera. Para ella no fue nada fácil asumirlo. Aun así, yo siempre he creído que es
mejor saber la verdad, aunque resulte duro y aunque duela. Quería que mi hija conociera su
verdadera historia. Es importante saber de dónde vienes y quién te engendró, aunque otra
persona cuidara de ti a lo largo del camino. Es tan importante como saber cuál es tu lugar en el
mundo. Además, como decía antes, tenemos esa necesidad compulsiva de confesar, el deseo de
contar nuestras historias más secretas. Y una mentira, incluso si es una mentira sólo porque se ha
ocultado la verdad, por omisión, como dirían nuestros vecinos católicos, puede consumirte el
alma como un cáncer. Yo ya tengo un cáncer en el cuerpo y ya es suficiente. Quería despojarme
del cáncer de una verdad oculta antes de morirme.
Hay alguien más a quien debo confesarle algo. A tu abuela, a Sarah. Yo sabía, por supuesto, que
la había ofendido. Decir que éramos jóvenes no es ninguna excusa ni tampoco hay que culpar a
las tensiones y las condiciones extremas de la guerra, ni nos disculpa que una vez finalizada la
guerra pretendiéramos ser tan sinceros y considerados con ella como nos fuera posible. Todo eso
era cierto, pero no nos absolvía ni era válido como vindicación, no era una justificación.
Cuando invité a tu abuela a que viniera a verme, tenía pensado decírselo. No le dije nada de lo
que tú, Jacob, sabes ahora de mi enfermedad y de mi muerte tan cercana. Entonces ella me
escribió y me dijo que ella no podía venir y me pidió que te invitara a ti en su lugar. Ahora que
ya eras mayor como para entenderlo todo quería que visitaras la tumba de Jacob, que me
conocieras a mí y la historia de los últimos días de tu abuelo de primera mano.
Yo me enfadé porque no iba a poder confesárselo todo cara a cara. Lo podría haber escrito para
ella. Pero confesar algo por escrito no es lo mismo. Hablar cara a cara es hacerle partícipe de la

167
emoción con franqueza y sin protección. No puedes evitar la crudeza. No hay donde zafarse. El
que confiesa la culpa tiene que sobrellevar la ira o la tristeza, la desdicha o las represalias, las
lágrimas o la sorna del que escucha ofendido. Tiene que soportar todo eso y, si tiene suerte,
recibir la comprensión y el perdón del oyente. No hay nada más cauterizador que esas dos
penitencias. La rabia del otro nos hace aceptar que somos como somos, que no hay necesidad de
cambiar, y nos hace sentirnos virtuosos, vindicados, prueba de que hemos hecho lo correcto.
Pero el perdón sereno y la comprensión tolerante confirman que hemos cometido un error y nos
hacen volver a ver ese error, y no ofrecen ninguna salida ni dan esperanzas de que podamos
enmendar nuestro desatino. Al escribir la historia y enviarla para que alguien la lea, evitamos
todo eso y así no nos causa ningún daño.
Daan tuvo la idea de que te lo confesara todo a ti. Si no se lo puedes decir a Sarah, díselo a su
nieto. Cuéntale los pecados de su abuelo, es su herencia, igual que los tuyos son la mía. Deja que
haga lo que quiera con ellos, ya se las apañará, igual que he hecho yo. (A estas alturas ya
conocerás el humor de Daan.)
Y al principio eso es lo que planeé hacer, confesar. Empecé a escribir lo que quería decir sólo
para refrescar mi inglés, que lo tenía un poco oxidado porque, aunque he leído mucho, no he
escrito demasiado en inglés últimamente. Pero conforme mi escrito iba avanzando, se iba
convirtiendo en un cuento. Y entonces se me ocurrió que quizá te gustaría tener la historia de tu
abuelo escrita como es debido, un documento que pudieras guardar y quizás algún día
entregárselo a tus hijos para que puedan enterarse de primera mano de esa parte de su historia.
(¡Seguro que a ellos les parece una historia muy antigua!)
Aquí está.
Junto a las otras tres cosas que quería darte.
Una es la insignia de paracaidista que arranqué de los jirones del uniforme de tu abuelo durante
aquellos primeros días en el sótano y que me quedé cuando mandé el resto de sus pertenencias a
Sarah después de la guerra. Un recuerdo de él y del día en que vi caer los paracaídas desde ese
inmenso cielo azul.
El segundo objeto es el libro de poesía que el pobre Sam me regaló, el único libro que teníamos
en inglés, del que tu abuelo y yo nos leíamos fragmentos durante nuestra época juntos.
El tercero es el recuerdo del que te dije que te hablaría. Cuando Jacob y yo nos declaramos,
queríamos intercambiarnos algún regalo, como se suele hacer. Jacob quería que nos regaláramos
anillos, pero yo no lo acepté. A pesar de nuestros sentimientos, no estábamos casados. La
solución que encontró Jacob fue hacer dos talismanes idénticos. Sacó la idea de un elemento
decorativo que se utilizaba antes en las granjas, una especie de amuleto hecho de madera o paja o
incluso de metal que se colocaba en el gablete de los graneros o en los montones de heno para
protegerse del mal y favorecer el bien. Jacob fabricó los nuestros con una lata que encontró en el
almacén del heno y los cortó con su navaja de soldado. Igualó los bordes con mi lima de uñas y
los pulió con la crema que utilizábamos para abrillantar la plata. Cuando los cortó, se aseguró de
que dejaba un trozo para una anilla en la parte de arriba para que pudiéramos pasar un cordel y
nos los pudiéramos poner por debajo de la ropa.
Estos geveltekens, estas figuras que se colocan en las fachadas, tienen formas muy diversas, cada
una tiene su significado. El diseño que Jacob eligió para el símbolo de nuestro amor es una
combinación de tres signos distintos, una escoba para barrer las tormentas, un árbol de la vida,
una rueda solar y un cáliz. En una especie de ceremonia que celebramos al intercambiar los
amuletos, Jacob dijo: «Que esto simbolice mi amor por ti y el tuyo por mí. Que te proteja de las
tormentas de ira que lleguen a ti por amarme, que te alimente del glorioso árbol de la vida, que
siempre haga que el sol brille sobre tu cabeza y que siempre te haga rebosar de felicidad por ser
mi querida Geertrui». (Entonces ya casi sabía pronunciar bien mi nombre.)
El amuleto que Jacob me dio se lo he dado a Daan. El que yo le di a Jacob te lo doy ahora a ti.
168
Así que aquí los tienes. La guerra de tu abuelo, las palabras que intercambiamos y el amuleto que
me dio como prueba de su amor. Para mí valen más de lo que jamás podría expresar, en mi
idioma o en el tuyo.
De tu abuela holandesa,
Geertrui

169
POSTAL

Lo que es, ya fue; lo que será, existe ya,


y Dios vuelve a traer lo que pasó.
ECLESIASTÉS

—¿Te ha explicado Daan por qué quería que vinieras hoy? —le preguntó Geertrui.
—No, no me ha dicho nada.
Jacob se había sentado en el mismo asiento de hospital y se sentía tan extraño y tan incómodo
como la otra vez. Geertrui estaba incorporada en la cama, con esa mirada extraordinaria fija en el
techo, como la otra vez.
Silencio. De tocarlo con el dedo el aire habría vibrado como una cuerda tensa.
—Te quiero dar una cosa —Geertrui resolló y esperó un momento, volvió la vista hacia Jacob—.
Y entonces debemos despedirnos.
A Jacob se le había secado la garganta, no podía hablar.
—En el cajón de mi armario.
Consiguió abrirlo a pesar de que se le habían bloqueado las articulaciones y se le habían fundido
los músculos.
—El paquete.
Un paquete del tamaño de un ordenador portátil, envuelto en papel de regalo rojo sangre, muy
brillante y con un lazo azul pasado a lo largo y a lo ancho.
—Cógelo.
Lo dejó en la cama de Geertrui, a un lado.
—Es para ti.
Aún no podía decir nada.
—Espera a llegar al apartamento para abrirlo, ¿de acuerdo?
Asintió con la cabeza.
—Todo lo que tengo que decirte está allí.
Miró el paquete e hizo ademán de hablar.
Otro silencio. Se podía cortar el aire.
—No prolonguemos más el dolor —dijo Geertrui.
Hubo un movimiento en la cama.
Jacob miró desde la silla.
Geertrui estaba ofreciéndole la mano.
Jacob se levantó.
Sus dedos eran tan débiles que tuvo miedo de romperlos, así que la sujetó entre sus dos manos.
—Vaarwel —dijo ella—. Adiós.
Jacob intentó hablar pero no le salió nada.

170
En lugar de eso, se dejó llevar por su instinto y se inclinó, con mucho cuidado para que el cuerpo
no lo traicionara y besó a Geertrui en las mejillas, primero en la derecha y luego en la izquierda,
y el tercero y el más suave se lo dio en los labios, tan finos.
Sintió que su mano se agitaba, nerviosa.
Se deslizó cuando Jacob se incorporó.
Fue incapaz de mirarla, cogió el paquete de la cama, lo apretó contra su pecho y sin saber cómo
llegó hasta la puerta.
Una vez allí oyó que ella decía.
—Jacob.
Tenía los ojos bañados en lágrimas y le sonrió. El la miró y deseó decir algo.
Sin embargo, lo único que fue capaz de hacer fue mirarla y devolverle la sonrisa.

171
POSTAL

XXXXXXXXXXX X XXXXXXXXXXX
XXXXXXXXX X XXXXXXXXX
XXXXXX X XXXXXX

—Sí —dijo Daan—. Yo le ayudé a hacerlo.


Estaban sentados en el apartamento de Geertrui, en los asientos habituales, Daan en el sofá y
Jacob en el sillón, de espaldas a la ventana que daba al canal. Encima de la mesita de cafés, entre
ellos, descansaba la historia de Geertrui, ciento veinticinco páginas DIN A4 encuadernadas con
tapas naranjas.
—¿Cómo?
—Lo escribí con el ordenador. Nunca habrías descifrado su letra. Y de todas maneras muchas
veces estaba demasiado enferma para ponerse a escribir, así que me lo dictaba. Siempre ha
estudiado inglés, lee mucho en este idioma y ve la BBC muy a menudo. Sabe mucho, pero aun
así a veces necesita ayuda para encontrar expresiones, para buscar palabras en el diccionario. Y
hay algunos fragmentos, bueno... la medicación... Yo hice de editor, se podría decir así.
—¿Pero todo es suyo? Quiero decir que si todo esto le pasó a ella de verdad.
—¿Crees que se lo ha inventado?
—No, es que me parece tan increíble. Tu abuela y mi abuelo.
—Hubo una parte que la escribí yo. Y ella se enfadó muchísimo. Ni siquiera me lo podía dictar.
—¿Qué parte?
—La de después de la muerte de Jacob.
—¿Te lo inventaste?
—No, no. Geertrui me relató lo sucedido en holandés. No sé por qué pero siempre es más
sencillo hablar sobre las cosas que duelen en tu propia lengua.
—Así que ella te lo contó...
—Sí, y entonces yo lo escribí en inglés, imitando su estilo tanto como pude. Y entonces se lo leí.
Y ella cambió unas cuantas cosas.
—¿Como cuáles?
—Por ejemplo... el reloj. El tictac del reloj, que paró a medianoche. Ella no me lo había dicho.
Se acordó cuando le leí lo que había escrito. Como si al escucharlo lo reviviera. Te parecerá
increíble pero todavía siente su muerte después de todos estos años.

En cuanto volvió de visitar a Geertrui, Jacob se fue a su habitación, abrió el paquete, examinó el
contenido y enseguida leyó toda la historia de un tirón. Tres horas después, emergió a la
superficie y tomó aire. Se había quedado tan inquieto, tan confuso, que necesitaba hablar con
alguien.

Jacob dijo:
—Geertrui me dice de broma que eres mi hermano holandés. Pero si tu madre es tía mía, somos
primos hermanos.

172
—¿Te molesta?
—No. Me gusta.
—A mí también.
A Jacob se le pusieron los nervios en el estómago.
—¡Dios!
—¿Qué?
—Sarah.
—¿Sí?
—No sabe nada.
—Nadie sabe nada. Sólo tú y yo y mis padres.
—Pero...
—Déjalo.
—Ella lo idolatra.
—¿Lo idolatra?
—Bueno, casi. El lo es todo para ella. Su vida entera. Si hasta convenció a mis padres para que
me llamaran como él. Se supone que yo soy su reencarnación.
—Entonces tienes un problema.
—Tú dices que Geertrui todavía siente su muerte, pero es que Sarah ni siquiera se volvió a casar.
No había ningún hombre que estuviera a la altura. Ella cree que su matrimonio con el abuelo era
perfecto.
—Eso no existe.
—Sarah cree que sí.
—Vale. Muy bien, a lo mejor lo fue durante... ¿cuánto tiempo estuvieron juntos?
—Tres años.
—Pero entonces nuestro grootvader vino a dar muerte al dragón alemán y la primera holandesa
con la que se cruza se enamora de él perdidamente, tanto que cincuenta años después aún le
tiemblan las piernas cuando menciona su nombre. Vaya Mensch debió de ser este mens.
¡Caramba con el abuelo! Esperemos que sea genético.
—Y a lo mejor lo del infarto a los veintitantos años también es genético.
Daan se encogió de hombros.
—Cuando llega, llega.
—No bromees con eso.
—¿Crees que bromeo?
—Yo te hablo en serio.
—Ya veo, ya. Así que tú hablas en serio, primo hermano, ¡tú hablas en serio! ¡Alegra esa cara!
—No me digas que alegre la cara. Odio esa expresión, me parece una bobada. No sé cómo
reaccionará Sarah cuando se entere de lo que pasó.
—¿Cómo? ¡Para, para! No me digas que se lo vas a contar.
—Es que tengo que contárselo.
—No, no, eso no es una buena idea.
—¿Ah no? Lo que estaría mal es que no se enterara nunca.

173
—¿No lo dirás en serio? ¿Qué bien le puede aportar eso? ¿Crees que algo mejorará? No, será
peor. Es mayor, déjala que crea lo que quiera.
—Geertrui se lo iba a decir. Ella también pensaba que eso era lo más apropiado.
—Geertrui también es mayor. Y ya va siendo hora de que aprendas a pronunciar su nombre. Y
además es una mujer mayor que está muy enferma y que va a morir pronto. La mitad del tiempo
apenas sabe dónde está o qué dice.
—Pero sí sabía lo que decía cuando dijo que quería que Sarah supiera la verdad.
—Eso es cierto, pero quería decírselo ella. Cara a cara. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Mira, es cosa de ellas. De Geertrui y de Sarah. Una historia antigua. Asunto de dos personas
que están al mismo nivel. Gente de otra época, de otra edad, en fin, de otra generación. Las cosas
han cambiado. No es asunto nuestro, ni tuyo ni mío. Y tampoco nos corresponde a nosotros
hacer que su vejez sea aún más difícil. La vejez ya es bastante dura de por sí, creo yo.
—Bueno, pero ¿qué opinas de lo que dice Geertrui acerca de las mentiras que envenenan el
alma? Basta con ocultar la verdad. ¿Tú quieres que se te envenene el alma?
—¡El alma! ¿Qué sé yo del alma? Además, ella se refería a cuando la mentira es tuya, no decía
nada de las mentiras ajenas. Si no, estaríamos todos envenenados desde nuestro nacimiento. Para
ella, la mentira es suya, la lleva dentro. La ha vivido. Es parte de su vida, así que a ella sí que
podría haberla envenenado. A nosotros sólo nos la ha contado, para nosotros es sólo
información. No nos puede hacer ningún mal. A menos que lo permitamos.
—Sí puede, si me preocupo, puede.
—¡Eso es a lo que voy! No dejes que te preocupe.
—No lo puedo evitar, es mi carácter.
Llegaban gritos de chicos y chicas provenientes del canal. Jacob se levantó y se acercó a la
ventana. Había una pandilla de turistas de veintitantos años, con sombreros alegres y ropa «de
vacaciones», de colores chillones, que se divertían montados en barcas de pedales. Mientras
Jacob contemplaba el tumulto de abajo, una garza real pasó volando a la altura de sus ojos, en
dirección a la estación de tren y el río, siguiendo el trazado del canal. Agitaba las alas muy
lentamente, sólo de vez en cuando, sus patas eran como dos serpentinas, su cuello, muy largo y
doblado por la parte de arriba, y el pico, que cortaba el aire, tenía la forma del Concorde. Pensó
en lo maravilloso que debía de ser poder divisar esa nueva ciudad vieja, que tiene de todo para
todos, a vista de pájaro, a tres pisos de altura, tanto como fue verla el día anterior desde la
perspectiva de un pez. Lo que le recordó a Ton. Se preguntó lo que diría Ton de Geertrui y
Sarah. Y también qué diría Hille. Deseó que los dos estuvieran allí con ellos. Pero mejor no, los
dos juntos, no. Sería demasiado estresante.
Los domkoppen se habían puesto a hacer una carrera, pedaleaban como niños traviesos hacia el
barrio de las sex-shops, detrás del siguiente puente. Las gaviotas gorjeaban bulliciosas mientras
volaban en círculos. Años atrás, allá en el canal, habría habido barcos de vela amarrados, con
mástiles más altos que el edificio. Pasó un avión de la KLM que se acercaba a Schiphol. El
regresaba a Inglaterra el jueves, dos días más.
De repente pensó por primera vez en que no quería regresar, una idea que le sorprendió incluso a
él mismo. Quiero quedarme, tengo razones para quedarme y aquí puedo ser yo mismo mejor que
en casa, pensó.
Se volvió y miró a Daan, que estaba medio tumbado en el sofá.
—Meneer Shnartass —dijo.
A Daan le entró la risa:

174
—Ja, ja! Pero tienes que escuchar a tu hermano mayor, querido primo inglés preocupado.
—¡Ah! Los viejos... ¡cómo os gusta darnos consejos a los jóvenes!
—Uy uy uy,.. Pero ¿tú quieres ser culpable de arruinar los últimos años de vida de tu abuela?
Entonces, venga, cuéntale ese secreto horrible. Pero no, no lo harás. Aguar la fiesta no es tu
estilo.
—¿Eso es un insulto o un cumplido?
—Lo que quieras.
Se volvió a sentar.
—¿Qué opina Tessel?
—A ella no le gusta nada toda esta historia. Habría preferido que Geertrui se lo hubiera guardado
todo. Ella se lo tomó muy a pecho. Adoraba a su padre, me refiero a Dirk. Según ella, ella es
Wesseling, no Todd. Ni siquiera sabía de la existencia de Jacob. Dirk fue quien se ocupó de ella
y la educó, y lo hizo bien. Yo también me entendía muy bien con él. Ella dice que es hija de
Dirk, no de Jacob. Intenta olvidar toda esa historia. Pero no puede, claro. Quizá cuando...
Geertrui se haya ido.
—Así que cree que Geertrui no debería habérselo dicho.
—Cree que es un error. Y no quiere tener nada que ver con todo esto. Odia que hablemos del
tema. Y ahora sufre por el impacto que pueda causar en ti. No quería que vinieras, pero el
domingo parece que le causaste muy buena impresión. No deja de hablar de ti —sonrió—. Me
parece que ve en ti el hijo que siempre quiso tener.
—No digas sandeces.
—Como quieras.

Ya no sabía qué decir. Había tanto que decir que no le salía nada, no le llegaba nada a la parte
frontal, donde siempre había pensado que se formaban las palabras que daban forma a sus ideas.
Tenía un nudo en el estómago.
Después de un largo silencio, Daan le dijo:
—Tengo que llamar por teléfono.
Hizo la llamada desde la cocina.
Jacob no se movió. Tenía la cabeza en los últimos momentos que pasó con Geertrui.
A la vez, visualizaba episodios de su historia como si fueran escenas de una película. Para mayor
turbación, Hille era Geertrui de joven y él era Jacob.
Se percató de que, si continuaba así, corría el riesgo de sufrir un ataque de humor de ratón, pero
no sabía cómo parar.
Daan volvió.
—Podríamos pasarnos toda la noche hablando de esto y no nos conduciría a ninguna parte. Lo
que necesitamos ahora es distraernos, olvidarnos un poco del asunto.
La energía de Daan activó a Jacob. Sabía que Daan tenía razón.
—Lo siento, estoy siendo un poco aburrido.
—No, tranquilo. Te entiendo. Tenemos que comer algo. He llamado a Ton. Le he pedido que
venga a comer algo con nosotros. Luego podríamos ir al cine. ¿Por qué no pones música
mientras yo preparo algo?
—Tengo una idea mejor. Ton y tú me habéis estado invitando a todo desde que llegué. Ahora me
toca a mí. Esta noche cocino yo.

175
—¿Sabes cocinar?
—No te sorprendas tanto. ¿Te gusta la ternera?
—¿Que si a un holandés le gusta la ternera? ¡Pues claro!
—Vale, entonces necesito unos filetes de ternera, unas lonchas de jamón, del curado, salvia
fresca, tomates, aceite de oliva, vinagre de vino blanco, ajo, y un montón de albahaca fresca. Y,
veamos... ¿qué más? ¡Ah!, algo para hacer una ensalada verde, pasta y palitos de pan.
—A la italiana. Muy bien. Tengo algunas de esas cosas, pero el resto tenemos que ir a
comprarlo.
—No tenemos, tengo. Yo lo voy a comprar. ¿Y qué te parece si tomamos helado de postre?
—Tú te entenderás muy bien con Ton. A él el helado le vuelve loco.
—Ya me entiendo bien con él sin necesidad del helado. Venga, tú primero, MacDuff.
—Mijn hele leven zocht ikjou —cantó Daan con una pasión exagerada mientras se dirigía hacia
las escaleras—, om —eindelijk gevonden— te weten wat eenzaan is.
—Vale, vale, tampoco te emociones.

Spaghetti, de los finos, tipo capelloni, con salsa de tomate y albahaca, aceite de oliva, un chorrito
de vinagre de vino, ajo picado, una pizca de sal y pimienta y un poco de azúcar, todo mezclado
en la cacerola con la pasta cocida, para que se mantuviera bien caliente.
Ruborizado por el éxito de sus recetas y por el vino, que bebía demasiado deprisa, Jacob se sintió
pícaro y descarado.
Le dijo a Ton, con fingida inocencia:
—Daan me llevó el otro día a ver el cuadro de Titus.
Ton y Daan se miraron y se sonrieron.
—Ya me lo dijo. ¿Te gustó?
—Sí, bastante. Pero me pareció un poco marrón.
—Pero él es muy guapo, ¿no crees?
—Daan dijo que Titus se parece a mí.
—¿No crees que es verdad?
—Yo no diría que soy guapo.
—¿Ah no?
—Daan también me contó que habían encontrado restos de lápiz de labios en la boca de Titus,
como si alguien lo hubiera besado.
Daan se reía mientras se comía la pasta. Ton le devolvió la mirada inocente a Jacob.
—Sí, ya me enteré.
—Pero ¿aún no han cogido al culpable?
—¿Ah no?
—No saben quién ha podido ser. Eso dice Daan. Pero es muy raro, porque yo creo que él sabe
quién lo hizo.
—¡Daan! —dijo Ton—. A mí nunca me has dicho nada.
—¡No, no! —dijo, sonriendo abiertamente mientras bebía un poco de vino—. Yo no sé nada.
—Pero qué vándalo. ¿Quién iba a hacer algo así?
—Es un misterio, estoy de acuerdo contigo —dijo Ton.

176
—A lo mejor lo que ella...
—O lo que él... ¿Quién sabe? —dijo Ton.
—O él, ¿tú crees?
—¿Por qué no?
—Es verdad. Bueno, a lo mejor estaba loca o loco. Totalmente pirada o pirado. ¡Vaya idea!
¡Darle un beso a un cuadro!
—Los católicos a veces les dan besos a los crucifijos. Los ortodoxos a sus iconos. Yo he visto a
la gente besar banderas... patriotas, hinchas de un equipo de fútbol. Y los deportistas les dan
besos a los trofeos que ganan —dijo Daan.
—Como en Wimbledon —dijo Ton.
—¿Están todos locos? —dijo Daan.
—¿Quieres decir que alguien admiraba tanto el cuadro que cogió y le dio un beso como si fuera
una reliquia sagrada o un trofeo o algo así?
—Bueno, es un buen cumplido para el cuadro, ¿no? Que lo besen... Si hay alguien a quien le
gusta tanto, ¿por qué no? Mejor eso que estar allí colgado día y noche en la pared del museo, tan
bien puesto y limpio y brillante con su capa nueva de barniz. Y que nadie lo pueda tocar. Que
todo el mundo... ¿cómo se dice? [A Daan] Schuifelend? Ya sabes, así.
Se levantó y se puso a caminar con aire cansino.
—¿Vagar?
—Vagar —repitió y se volvió a sentar—. Bueno, que todo el mundo vague por la sala, que pase
por delante y la mayoría ni siquiera le eche un vistazo. Nada. Y el pobre chico allí, con la cabeza
gacha, con su bonita sonrisa triste, haciendo como si no le importara. Imagínate lo solo que se
debe de sentir. Alguien se compadeció de él. Alguien demostró que a él...
—O a ella —interrumpió Jacob.
—¡Ah, claro! O a ella. Le importaba.
—Y —dijo Daan, empleando el mismo tono que Ton— se arriesgaron a que los pescaran. Si los
llegan a coger, imaginaos el revuelo. Mijn god, het Rijksmuseum! Uy uy uy... ¡Qué valentía!
—Eso es —dijo Ton mientras levantaba las manos en un gesto de súplica—. No es ninguna
locura.
—Lo que es —dijo Jacob—, es una protesta de alguien enamorado.
—Podría ser, contra la, ¿cómo diría yo? ...la mausoleización. ¿Esa palabra existe?
—Ahora sí —dijo Jacob.
—Vale, una protesta contra la mausoleización del arte.
—Espero que se quedara satisfecho —dijo Jacob.
—O satisfecha —añadió Ton.
—Es verdad. Se me olvidaba. El o...
—Y—dijo Ton.
—¿Y? —preguntó Jacob.
Daan no podía parar de reír.
—El y ella —continuó Ton—. ¿Podría ser que...?
—Ya veo lo que quieres decir, que eran dos...
Ton se encogió de hombros.
Daan exclamó:
177
—¡Ya vale! ¡Ya vale! ¿Dónde está el chef? Quiero ternera.

Filetes de ternera, con un par de hojas de salvia en cada uno, una loncha de jamón por encima, un
poco frito, retirado de la sartén todavía tierno y jugoso. Acompañado con un poco de ensalada
verde que Daan aliñó mientras Jacob preparaba la ternera. Y, por supuesto, más vino, un Orvieto
que había elegido Daan.
—¿Quién te ha ensañado a cocinar así? —preguntó Ton, que se relamía de gusto.
—Déjame adivinarlo. Tu abuela Sarah —dijo Daan.
—Exacto.
—¿Cómo no?
—Eso me recuerda a la conversación que tuve ayer con Ton sobre el matrimonio. Me dijo que
tenía que preguntarte tu opinión sobre el amor, el sexo y esas cosas.
Daan le dijo algo a Ton en holandés y Ton se rió y se encogió de hombros a modo de disculpa.
—Venga, spill the beans, suéltalo.
—¿Que suelte qué?
—The beans, las habichuelas.
—¿Las habichuelas? ¿Qué tienen que ver las habichuelas?
—No sé. Es una expresión inglesa.
—Honger maak rauwe bonen zoet —dijo Ton.
—No es lo mismo —dijo Daan.
—¿Qué ha dicho?
—El hambre hace que las habichuelas sepan deliciosas.
—Bueno, sueltas o deliciosas, Daan, no cambies de tema.
—Es demasiado aburrido.
—¡Aburrido! ¿El amor y el sexo aburridos? A lo mejor lo son para un hombre mayor como tú,
para el que se están convirtiendo en algo del pasado, pero para un jovencito como yo que apenas
ha empezado a disfrutarlos son cualquier cosa menos aburridos.
—Para Daan, el matrimonio está acabado —dijo Ton.
—¿Acabado? No sabía ni que había empezado.
—No, que ha perdido su significado. Hace muchos años —dijo Daan.
—Donde yo vivo se pasan el día debatiendo sobre eso. Los políticos y la gente normal. La
importancia de la vida familiar. La terrible tasa de divorcio. Que si patatín, que si patatán.
—Aquí también.
—Las últimas brazadas de alguien que está a punto de ahogarse.
—¿Cómo?
Daan dejó el tenedor en la mesa.
—¿Quieres que eche el sermón?
Dio un sorbo de vino.
—Vale, ahí va el sermón. Cuando acabe, lo dejamos, ¿vale?
—Aún no sé lo que voy a oír —contestó Jacob.
—No. Pero seguro que es bastante, y entonces nos tomamos el helado. Ese es el trato.

178
—Estás hecho un dictador. Menos mal que no eres político —dijo Jacob.
—O el marido de alguien —añadió Ton.
—¿Me dejáis o no?
—Vale, sí —dijo Jacob.
Daan se secó la boca con la servilleta.
—Habéis oído ya todos los argumentos. Hay que estar clínicamente muerto para no haberlos
oído. El matrimonio pertenece a un sistema social antiguo, a una manera de vivir distinta a la
contemporánea. No hay nada abosoltiut en la vida actual. Es sólo una manera de controlar a la
población. Está relacionado con la propiedad privada y los derechos sobre la tierra. [A Ton]
Overerving?
—Herencia.
—Con la herencia. Con la pureza de... ¡mierda! [A Ton] geslacht?
—Déjame que piense... [A Jacob] ¿Linaje?
—Linaje. El linaje familiar.
—Sí, con el linaje familiar. Sólo si la mujer era casta cuando el hombre se casaba con ella y se
convertía en su posesión podía estar seguro de que los hijos que tuviera serían suyos. Y sólo si él
era el único que se la follara podía seguir llamándola su mujer. El matrimonio trata de la
protección de los genes y de la propiedad. Pero todo esto ya lo habréis oído, ¿no? Bueno, eso ya
no le importa a nadie. Salvo a unos cuantos dinosaurios, como las familias reales o los
millonarios monomaniacos y a la gente con intereses personales como los curas, los abogados y
los políticos.
—Y, a juzgar por sus actos, ni siquiera a ellos —dijo Ton—. Sólo tienes que mirar a la realeza
británica. ¡Vaya follón! Menuda hipocresía.
Se rieron todos.
Daan continuó.
—Y sobre el amor eterno, sobre querer siempre a la misma persona, vivir siempre con ella. ¿Se
os ocurre algo que sea más abiertamente falso? Es un espejismo.
—Sarah y Geertrui no creen que lo sea.
—Ja! —se burló Daan—. Y míralas, ¿de qué están enamoradas, nuestras grootmoeders? No de
quién, de qué. ¿Tu crees que nuestro abuelo inglés era tan maravilloso como ellas dicen? ¿Tú
crees que era tan perfecto? ¿Tú crees que era el héroe romántico que Geertrui hace de él? No, no.
Claro que no. No hay que creerse esas cosas a pies juntillos.
—Quieres decir «a pies juntillas». Otra bobada de frase.
—¿Bobada? —preguntó Ton.
—No sé —dijo Jacob, irritado—, una idiotez, una tontería, una gansada.
—Juntillos, juntillas, ¡lo que sea! —dijo Daan—. El Jacob que Geertrui describe es sólo un
espejismo. Verbeelding. Fantasía.
Jacob había perdido la calma.
—No te creo. Quizá lo ha idealizado un poco después de tantos años. Lo mismo que Sarah. Pero
entre ellos hubo algo importante, algo real, hubo algo que no era ninguna fantasía. No se lo han
inventado. Tú no puedes negar que eso existió.
—Sí, sí. ¿Y? ¿Cuánto duró? ¿Unas semanas? Pero si él hubiera sobrevivido...
—Eso nadie lo puede saber.

179
—¡Vale! ¡Muy bien! Tienes razón, era eso, un gran amor. Y Jacob un tío estupendo. Bueno,
seguro que lo fue, nosotros somos sus nietos y mira lo estupendos que somos, ¿no?
Se rieron. Daan continuó:
—Y, sí, nadie puede saber cómo estarían ahora. A eso voy. Estás de acuerdo conmigo. Nadie lo
sabe porque lo que sabemos es que es más que probable que a estas alturas, después de todos
estos años, ya no fuera nada tan importante. No hay absoluut. No para siempre. Así que no
deberíamos pretender que lo hay. No deberían hacer reglas sobre eso. Ni leyes basadas en que
eso es así. Si la gente quiere estar con alguien toda la vida, perfecto, que lo haga. Depende de
ellos. Pero yo no lo haré. Igual que no hay reglas que determinan a quién amar. A cuánta gente
puedes amar. Como si el amor fuera más cómodo por ser... [ATon] eindig?
—Eindig, eindig...
—¡Mierda! Esto es un incordio... ¿Por qué no hablas holandés, hermanito?
Ton se había levantado y se había acercado a una de las estanterías. Daan sirvió más vino. Ton
volvió, rebuscando en las páginas de un diccionario.
—Eindig —leyó—, finito.
—¿Finito? —preguntó Daan—. Bueno, finito... ¿Qué narices estaba diciendo? Jacob dijo:
—Que el amor no es finito.
—Eso, sí. El amor no es finito. No es que tengamos una cantidad limitada que sólo podamos
ofrecer a una persona en concreto en un momento dado. O que tengamos únicamente un tipo de
amor que sólo podemos dar a una persona durante toda nuestra vida. Me parece una ridiculez que
alguien pueda creer eso. Yo quiero a Ton. Me acuesto con él cuando nos apetece. O cuando uno
de los dos lo necesita, incluso si el otro no tiene muchas ganas. Yo quiero a Simone...
—¿Simone?
—Estaba aquí el otro día por la mañana cuando tú te fuiste. Te dijo algo. Vive a dos calles de
aquí. Ton y Simone se conocen. Eran amigos antes de que yo los conociera. Hemos hablado de
eso. Ton nunca se acuesta con mujeres. El es así. Simone sólo se acuesta conmigo. Ella es así.
Yo me acuesto con los dos. Yo soy así. Los dos quieren acostarse conmigo. Somos así.
Queremos que sea así. Si no quisiéramos, o si uno de nosotros no quisiera que fuera así, pues,
oye, se acabó. Todas esas historias sobre el género femenino y el masculino. Hembra, varón,
gay, bi, feminista, nuevo hombre, lo que sea... no tienen ningún significado. Tan caduco como el
matrimonio. Yo ya me he cansado de oír esas cosas. Ahora estamos por encima de todo eso.
—A lo mejor vosotros sí, pero no todo el mundo. Probablemente la gran mayoría no lo está. Por
lo menos donde yo vivo.
—No, bueno, nada cambia completamente de pronto, ¿verdad? Por eso las revoluciones siempre
fracasan. No se puede hacer nada importante con toda la gente a la vez. Pero eso no significa que
tengas que quedarte anclado en el pasado si tú perteneces al presente. Nada cambiaría si todos
actuáramos así. Y yo, como digo, estoy cansado de debatir. Deja que la gente elija, si quieren
hacer las cosas a la antigua porque no encajan las nuevas costumbres, pues déjalos. Pero yo no
voy a rendirme. A mi nadie me va a hacer volver al pasado. Yo no voy a vivir la clase de mentira
que permite que el sistema arcaico todavía funcione.
—No sé, a mí no me parece que esté tan claro como tú lo planteas —dijo Jacob.
—Es que está claro. Yo quiero a quien quiero. Me acuesto con la persona o las personas que
quiero si los dos lo deseamos. Nada que ver con que sean hombre o mujer. No hay ningún
secreto. Si lo nuestro se acaba, se ha acabado. La vida es así. El dolor forma parte de ella. Sin él,
estaríamos muertos. Y lo que de verdad me importa es la gente a la que quiero. Cómo
convivimos, cómo nos mantenemos vivos unos a otros.
Daan se echó para atrás en su asiento y golpeó la mesa con los nudillos.
180
—Eso —sonrió—. Ya está. Se acabó. Ahora helado, ¿no?
Hubo un silencio sepulcral hasta que Jacob dijo:
—Si tú lo dices...
Daan se levantó.
—Habíamos hecho un trato. Basta por hoy.
Jacob no se movió. Ton lo había estado observando durante la digresión de Daan. Entonces
extendió la mano y la frotó en el brazo de Jacob como gesto de comprensión.
—Ahora entiendo a qué se refería Tessel el domingo —dijo Jacob.
—¿Qué te dijo? —preguntó Daan.
—Algo así como que esperaba que estuviera bien aquí contigo. Algo sobre el tipo de vida que
llevas, pero no me explicó más.
Daan soltó una risotada.
—Tiene miedo de que te corrompa. Digamos que ella no acaba de entender mi manera de vivir.
—¿Y? —dijo Jacob mirando hacia arriba con una gran sonrisa.
—¿Qué?
—Que si me vas a corromper.
Daan puso una expresión amarga y, ya de camino a la cocina, contestó:
—Odio a los misioneros.
Tres clases de helado: vainilla, limón y chocolate. Y un cuenco de cerezas para picar. Más vino.
—Si quieres tanto a Ton y a Simone y ellos te quieren a ti, ¿por qué no vivís todos juntos?
Daan siguió comiendo helado y miró a Ton con cara de circunstancias.
—Porque nos gusta tener nuestros propios pisos —dijo Ton—, nos gusta ser independientes.
—Y así —dijo Daan con condescendencia—, cada vez que nos vemos es algo nuevo. Nunca se
vuelve rutinario.
—Cada vez que nos vemos somos los invitados del otro. Si no nos queremos ver no nos vemos.
—Así que nunca, ¿cómo te lo puedo explicar? ...vinden die ander vanzelfsprekend...?
—Damos por hecho —dijo Ton—, nunca damos por hecho que el otro está a nuestra disposición.
—Siempre estamos ahí en caso de necesidad, pero sólo nos vemos cuando nos apetece. Excepto
en situaciones de emergencia.
—De todos modos —dijo Daan—, el piso de Ton es demasiado pequeño para más de una
persona. Este es de Geertrui. Simone es muy solitaria, no le gusta la compañía de nadie durante
demasiado tiempo. Quizás un día cambiemos.
—¿Por qué no? Aún somos jóvenes.
—Pero por ahora nos gusta estar como estamos.
—Está muy bien —dijo Ton—, ¿no crees?
—Genial —dijo Jacob, consciente de que sentía un poco de envidia.
—Tendrías que unirte a nosotros —dijo Ton, riéndose.
—Quizá lo haga —respondió Jacob, y se sonrojó porque el tono que empleó reveló que de
verdad le gustaría.
Otro de esos silencios repentinos, pasó un ángel, como dicen algunos.
Daan se levantó y se fue al baño. Ton se terminó el helado, era la tercera vez que se servía. Jacob
se puso a pensar.
181
Tuvo la sensación de que todo lo que había oído había puesto en movimiento algo dentro de su
cuerpo, no sus órganos, ni el corazón, ni el estómago, ni el hígado, ni las tripas sino partes de su
fuero interno que habitaban su cuerpo. Era como si su verdadero yo fuera un puzzle
tridimensional hecho de piezas plegables que se pudieran combinar para construir distintas
personas, distintos Jacobs, en lugar de ser sólo uno. En ese momento, las piezas se movían y
formaban una imagen que le producía inquietud. Y no porque ese Jacob fuera un extraño para él.
Al contrario. Había ido descubriendo pequeños detalles de él desde los quince años, cada vez con
más frecuencia. Una faceta de él que se había convertido en el actor principal de sus
ensoñaciones durante el día y de sus sueños por la noche, que recreaba en su mente sus deseos
más secretos. Lo que le inquietaba era que en ese momento ese ser se estaba revelando por
completo, como si se tratara de una persona que saliera de las sombras y se colocara bajo una luz
brillante.
Pero, como de costumbre, él, el Jacob que estaba sentado a la mesa, no era capaz de pensar en lo
que significaba. Excepto que parecía algo serio. Necesitaba pasar un tiempo solo para
descubrirlo. Fuera lo que fuera, se había mezclado con lo que había aprendido al leer la historia
de Geertrui y lo que había sentido cuando se despidió de ella. Y, además, Ton y Hille.
Simplemente no había tenido tiempo de asimilarlo todo. Y se iba a (le costaba hasta pensar la
palabra) casa el jueves. Si tuviera tiempo para resolverlo todo. Allí.
Daan regresó a la mesa y rellenó las copas.
—He estado pensando —dijo Jacob, hablando casi al tiempo que las ideas le venían a la mente—
que me gustaría quedarme, bueno, hasta después del lunes...
No conseguía decir, hasta la muerte de Geertrui.
—Me gustaría estar aquí —continuó—. Y para el funeral.
—No —dijo Daan.
Antes de poder pensar en nada, Jacob contestó, con una voz que a él mismo le sonó petulante:
—¿Por qué no?
—No serías bienvenido.
—Ah, muchas gracias.
—No tiene nada que ver contigo.
—¿Nada? ¿Después de lo que ha ocurrido? ¿Cómo puedes decir eso?
—No puede ser. Ya está todo dispuesto. Será algo privado.
—Así que no soy nadie.
—No queremos que venga nadie más.
—¿Queremos? ¿Quiénes?
—Geertrui, Tessel y yo.
—¿Cómo lo sabes? ¿Se lo has preguntado?
—Lo sé.
—No, no lo sabes. Yo se lo voy a preguntar. Quiero estar allí. Debería estar allí. Geertrui quiere
que esté allí. Tengo derecho a...
Daan se levantó. La mesa tembló.
Ton empujó su silla para atrás y, antes de soltar unas frases muy rápidas en holandés, dijo:
—¡Daan!
Hubo un diálogo muy tenso. Que concluyó cuando Daan cogió la puerta y se fue. Se oyeron sus
pasos, muy rápidos, al bajar por las escaleras.

182
Jacob estaba sudoroso y temblaba. Demasiado agitado para mantenerse en pie y demasiado
avergonzado para mirar a Ton.
Cuando la tensión del ambiente desapareció, Ton empezó a recoger la mesa y a preparar la
vajilla para fregarla.
Jacob sabía que se suponía que tenía que ayudar pero le venció una gran pesadumbre, como si le
hubieran insuflado en todo el cuerpo un aire que pesara como las piedras.

—Vamos a dar un paseo —sugirió Ton. Jacob no se podía mover.


—Te quiero enseñar un sitio. No es nada turístico. Y no está lejos. Podrías gritar y no te oiría
nadie. O silbar al viento. Sabes silbar, ¿no, Jacques? Hay que juntar los labios y soplar.
Eso le hizo sonreír. Sabía que Ton estaba citando algo aunque o no se acordaba o no sabía el qué,
pero aun así le hizo gracia.
Se levantó, se sintió mareado, se agarró un momento a la mesa, hasta encontrar el equilibrio y
entonces salió de la habitación detrás de Ton.

El sol se estaba poniendo y ya había aparecido una brillante luna creciente que esquivaba las
nubes desperdigadas. Corría una leve brisa que le agudizó los sentidos.
Ton llevó a Jacob hasta la estación de tren y atravesaron la larga explanada central bajo los
andenes, donde había tantas tiendas y tanta gente y, tras salir de la estación, anduvieron por una
calle que discurría junto al río. El pequeño ferry que conectaba las dos orillas estaba a punto de
partir para conducir a sus pasajeros a los barrios del otro lado.
Ton giró a la izquierda. Pasaron junto a barcos muy prosaicos, barcos con el casco de hierro,
algún que otro remolcador que había amarrado en unos pequeños embarcaderos. Más allá había
una zona que parecía en desuso, abandonada, con unos cuantos edificios con forma de caja, muy
poco atractivos, y en la que las malas hierbas crecían entre el cemento resquebrajado.
El camino se bifurcaba y abandonaba la vía del ferrocarril para seguir el cauce del río. De vez en
cuando pasaba algún coche. Las farolas parecían conferir al camino un aspecto aún más siniestro.
No había nadie más a pie.
Veinte minutos. La franja de tierra entre la carretera y el río sobresalía. Y la bordeada una
alambrada muy alta de la que colgaba un cartel abollado: Verboden toegang, que no precisaba
traducción. Justo al lado del cartel alguien había hecho un agujero cortando la alambrada con
unas tenazas y doblando la malla metálica de alrededor hacia adentro, para que fuera lo
suficientemente grande como para colarse. Con esa luz tan escasa, lo único que se apreciaba del
otro lado era un suelo lleno de montículos y mucha vegetación silvestre. La entrada ilegal al
jardín del Limbo.
Ton no se detuvo, se agachó y pasó a través del agujero. El polvo que levantó un coche al pasar
le saltó a Jacob en la cara y se le metió en la boca. La hermanita sedienta. Al colarse por el
agujero se le enganchó la manga en un cable de la alambrada que sobresalía.
Ton le dio la mano. Atravesaron la vegetación y bajaron por una cuesta, vigilando dónde ponían
los pies. Al fondo había restos de un muro de más o menos un metro de ancho que se adentraba
en el río. Entonces Jacob pudo apreciar que era uno de los lados de un receptáculo oblongo de
aproximadamente el tamaño de dos pistas de tenis. Estaba lleno de agua, como si fuera una
piscina, en la que sobresalían cinco o seis pilones de cemento muy deteriorados.
—¿Dónde estamos?
—Se llama Stenenhoofd. Cabeza de piedra.
—¿Qué era esto? ¿Algún edificio?

183
—Un almacén, creo. Hace muchos años, cuando los barcos descargaban aquí.
—Y asoma en medio del río.
—¿Te atreves a ir hasta el final? El muro no es muy ancho.
—Me gustaría ir.
Jacob puso un pie en la pasarela. El río estaba un metro o dos más abajo a su izquierda. Cuanto
más se alejaban de la orilla, más fuerte soplaba la brisa, al no encontrar obstáculo alguno. Jacob
miró hacia abajo y a punto estuvo de perder el equilibrio. Sintió un hormigueo en los pies. Supo
que debía intentar mantener la cabeza y la vista bien altas. Más allá de la masa de agua turbia
vislumbró las luces de unos edificios. Parecían estar a kilómetros y kilómetros de distancia pero
no podían estar ni siquiera a uno.

Se detuvo en la esquina más lejana. Ante él, el río se ensanchaba tanto que podría haber sido el
mar. Y él podría haber sido el mascarón de proa de un barco que se abría camino entre viento y
marea.
Ton lo agarró del brazo, muy nervioso.
—Yo nunca habría hecho esto solo.
—¿Tienes miedo? —preguntó Jacob sin apartar la vista del horizonte.
—Un poco. ¿Tú no?
Jacob se dejó llevar por el impulso y le puso un brazo sobre los hombros a Ton.
—Esto es tremendo. Es como un barco en medio del mar.
—Imaginé que te gustaría.
Ya había anochecido. Pero la luna los alumbraba y su imagen reflejada resbalaba sobre el agua.
Ton le rodeó la cintura a Jacob con el brazo y lo sujetó fuerte. Se acurrucaron y opusieron
resistencia al viento. Según Jacob se apuntalaron.
Pasó un pequeño pero robusto yate de motor, con las luces rojas de navegación encendidas para
señalar su paso. Como un poco de vino tinto en el fondo de una botella.
—¿No sería maravilloso tener un barco como ése?
—A lo mejor algún día. Y navegar por el Ijsselmeer. Tú y yo juntos. ¿Por qué no?
—Vale, tú si que sabes. ¿Cómo lo llamaríamos?
—Titus —dijo Ton sin dudar un momento—. ¿Qué te parece? Un barco llamado Titus.
Jacob se rió.
Como al cerrar una puerta, la brisa amainó de repente. Se quedaron inmóviles.
—¿Te quieres sentar? —preguntó Ton.
Se soltaron y se sentaron con las piernas colgando del muro y se quedaron escuchando el nuevo
silencio hasta que Ton dijo:
—No te enfades con Daan. Estás muy nervioso por lo de Geertrui. También hay discusiones
familiares. Le duele más de lo que le gusta mostrar. Está sufriendo mucho. Y conforme se acerca
el día se va haciendo más difícil.
Jacob dijo, no como una queja sino como un lamento: —Yo sólo dije que quería quedarme más.
—Era más que eso. Y está celoso, un poco.
—¿Celoso?
—De ti.
—¡De mí! ¿Por qué?
184
—El y Geertrui tienen muy buena relación. El se ha volcado en ella totalmente. Yo creo que
haría cualquier cosa por ella. Y ahora llegas tú. Escribe sus memorias para ti. Daan se ha pasado
horas y horas ayudándola a hacerlo. A él le había contado lo de tu abuelo, pero nunca se lo
escribió como ha hecho ahora para ti.
—¿Y me tiene rencor?
—No, rencor no. Le gustas. Si no, no hubiera dejado que te quedaras con él. Pero eso aún
empeora las cosas. Es muy competitivo. Lo intenta disimular, pero lo es.
—Bueno, yo ni soy competitivo ni voy a competir con él.
—Ya lo sabe. Esta noche quería ir a ver a Geertrui pero decidió quedarse contigo. Eso lo sabías,
¿no?
—No.
—Estaba preocupado por ti.
—¿Preocupado?
—Después de haber leído las memorias de Geertrui. Porque pensó que te iban a disgustar.
—Y de hecho lo han hecho.
—No quería que te quedaras solo.
—¿Te lo dijo?
—Cuando me llamó. Yo le dije que de ti ya me ocupaba yo pero él no quiso. Me pidió que fuera
a veros porque pensó que ayudaría —Ton le dio un codazo a Jacob—. Ya sabe que me gustas.
—¿Y por qué se enfadó tanto y dio semejante portazo?
—Daan tiene mucho temperamento. Si se enfada de verdad puede llegar incluso a ponerse
violento. Yo sólo lo he visto así una vez. Da miedo. A él no le gusta esa faceta suya. Odia la
violencia. Si presiente que se acerca, coge y se marcha. Lo deja todo tal y como está hasta que se
calma. Simone sabe cómo tratarlo cuando está así. Se habrá ido a verla.
—¿Así que no estaba enfadado conmigo?
—No, contigo no. Con él mismo. Daan es la persona más generosa que conozco.
Jacob respiró profundamente. Un ligero olor a aceite de motor proveniente del agua hizo que le
goteara la nariz.
Se sorbió la nariz y dijo:
—Me estás intentando decir algo, ¿verdad?
Ton cogió a Jacob del brazo y le dijo:
—Quiero volver a verte. Conocerte. Y quiero que tú me conozcas a mí. Del modo que prefieras.
Entre nosotros hay algo, no hace falta que te lo diga. Estaría muy bien averiguar qué es, ¿no?
Pero ahora no es buen momento. Daan va a necesitar todo lo que Simone y yo podamos darle
durante las próximas semanas. Yo ya he conocido a gente con familiares o amigos a los que les
han ayudado a morir. Es muy duro. Sufrieron mucho después. Más que antes en muchos casos.
Además, con la relación tan estrecha que Daan tiene con Geertrui, aún le va a resultar más duro.
Ya lo sé, va a estar destrozado. De veras no sé cómo lo vivirá. Vuelve cuando haya pasado todo
y Daan haya tenido tiempo de recuperarse. Si aún te apetece. A todos nos vendrá bien. Nos
permitirá empezar desde cero.
Jacob contemplaba el río iluminado por la luna. Se alegró de que estuvieran a oscuras. Y de que
en lugar de mirar a Ton a la cara estuviera mirando al agua.
Después de un rato, Ton dijo:

185
—Lo recordaremos. Esto, este momento. Y visitaremos este lugar la próxima vez...
Empezaremos donde lo dejamos... —Soltó el brazo de Jacob y le preguntó—: ¿Vale?
—Sí —dijo Jacob con dificultad. Ya no estaba seguro de que lo que le hacía gotear la nariz fuera
el olor a aceite—. Pero... Hay... algo... No sé... No estoy seguro de ser lo suficientemente fuerte.
Lo suficientemente valiente. No como Daan y tú.
Ton soltó una risotada mezclada con un resoplido.
—Valentía, ¿no? Eso es como creemos que debería ser la vida para nosotros. No para todos. Sólo
para nosotros. Y para la gente que es como nosotros. Estamos aprendiendo a vivir con eso al
tiempo que vivimos. ¿Qué vamos a hacer sino?
—Después de estos últimos días me he estado guiando por mi olfato.
—Y así es como debes hacerlo, merece la pena —dijo Ton, y añadió, serio—: Una de las cosas
que me hace querer tanto a Daan es que entre los dos pensamos cosas que nunca habríamos
pensado solos. O con otra persona. Y, para nosotros, el sexo es parte de eso.
—Ya, ya sé a lo que te refieres. Con lo de las ideas, quiero decir. Como cuando el otro día me
llevó al Rijksmuseum.
—Está obsesionado con Rembrandt. Creo que le encantaría convertirse en el mayor especialista
del mundo.
—¿Y Simone? ¿Ella a qué se dedica?
—Estudia arte. También está obsesionada.
—¿Con qué?
—Con su arte. Y con Daan. Ahora mismo tiene un proyecto en marcha. Está dibujando y
fotografiando a Daan en todas las posturas que te puedas imaginar. Todo desnudos. Tiene
pensado hacer mil ochenta cuadros.
—¿Por qué esos exactamente?
—Un círculo tiene trescientos sesenta grados.
—Sí.
—Pero eso es sólo un círculo plano y Simone quiere hacer a Daan en tres dimensiones y desde
todos los grados, lo que hace que sean trescientos sesenta grados multiplicado por tres, es decir,
mil ochenta dibujos. Y el mismo número de fotos.
Jacob se rió.
—Vaya idea. ¿Lo ha hecho alguien antes?
—Que yo sepa no.
—Le va a costar años hacerlo.
—Dos, dice ella. Y éste es el segundo. Cuando terminen los expondrá y entonces empezará a
pintar veintiséis óleos basados en los dibujos que más le gusten.
—¿Veintiséis?
—Porque ésa será la edad de Daan.
—Eso es amor, sin duda.
—¿El amor verdadero de Geertrui?
Jacob asintió con la cabeza.
—¿Nos vamos ya? Estoy cogiendo frío.
Ton cogió de la mano a Jacob mientras se levantaba para mantener mejor el equilibrio. Pero no la
soltó cuando ya estaba de pie.

186
—Quiero que nos despidamos aquí. Mirando al río al anochecer. Que nos acordemos de él y de
haber estado aquí los dos juntos.
—¿No nos veremos mañana?
—Viene mi madre a verme. Lo hace una vez al mes y tengo que pasar el día con ella.
—Ya, ya veo. Bueno...
Ton se estiró, colocó la mano en la cabeza de Jacob y le dio un beso, muy suave, en los labios.
—Adiós, Jacques. Hasta la próxima vez en este mismo sitio.
Jacob puso la mano en la cabeza de Ton al mismo tiempo que él y le devolvió el beso.
—Adiós, Ton. Hasta la próxima.
Ton lo abrazó fuerte durante un momento antes de marcharse de allí, recorrer la pasarela y
atravesar el páramo hasta llegar a la carretera.

187
POSTAL

Uno siempre canta porque está contento.


PIERRE BONNARD

Se despertó porque oyó ruidos en la planta de abajo. A las ocho y media de la mañana de ese
miércoles gris.
Se levantó, fue al baño y se encontró a Daan listo para salir.
—Te iba a dejar una nota —dijo Daan—. Tengo que pasar la mayor parte del día con Geertrui y
Tessel. Tenemos unos asuntos que solucionar. Vendrán el abogado y el médico. Volveré esta
tarde, sobre las siete. Te las arreglarás, ¿no?
—Sí, sin problema.
—Lo siento mucho pero...
—Lo entiendo, no te preocupes. Y oye, por lo de ayer por la noche...
—No hace falta.
—No pensé. Me pasé con el vino. Y desde luego no quería que, ya sabes, no quería poner las
cosas más difíciles. Lo siento.
—No tienes nada que sentir.
—Quiero decirte una cosa.
—Rápido. Sólo tengo unos minutos, si no perderé el tren.
—Bueno, sólo que ya sé lo duro que es esto para ti. Y te has tomado la molestia de cuidarme y
todo eso. Y vaya, que quería darte las gracias por estos días y decirte que tú, Geertrui y Ton...
—Ya hablaremos después, ¿vale?
—Claro, claro. Bien.
Se miraron. Jacob llevaba una camiseta blanca de manga corta y unos calzoncillos azules y se
sentía totalmente acartonado y mohoso, recién levantado. Daan iba limpio e impecable, con unos
vaqueros negros y una cazadora azul, vaquera también; debajo, una camisa blanca abotonada
hasta arriba.
—Debo irme —le dijo a Jacob, y le dio un beso triple, el último de los tres en los labios. El tosco
beso del hijo ilegítimo—. Ya sabes donde está todo, coge lo que necesites. Es tu último día.
Disfrútalo.
Jacob pensó en decirle algo más mientras se iba:
—Dile a Geertrui que le agradezco mucho su regalo, ¿vale? Bueno, eso es decir poco.
Los pasos acelerados de Daan se oyeron por las escaleras.
—Se lo diré.

Estaba acabando de desayunar cuando llegó Tessel. Había ido a buscar algo que necesitaba
Geertrui, dijo, y subió al piso de arriba, a una habitación que había al fondo en la que Jacob no
había estado pero que supuso era el dormitorio de Geertrui. Sólo estuvo allí un momento.
Cuando volvió a la cocina, donde Jacob estaba fregando los cacharros del desayuno y la vajilla
de la noche anterior, llevaba consigo una pequeña bolsa de piel.

188
—¿Te importa si me tomo un café aquí contigo? —preguntó Tessel—. Pero no me puedo quedar
mucho.
—Me encantaría —dijo Jacob—. Pero será mejor que lo hagas tú, el mío no es muy de fiar.
Mientras Tessel preparaba el café, dijo, con cierto nerviosismo:
—Espero que las memorias de Geertrui no te hayan afectado demasiado. Que no te hayas sentido
desdichado.
¿Por eso ha venido?, se preguntó Jacob.
—No, no me siento desdichado. Aún no estoy muy seguro de lo que siento. Pero, en todo caso,
desdichado no.
—¿Te ha dicho Daan que yo no quería que Geertrui te explicara lo que ocurrió entre ella y tu
abuelo?
Jacob asintió, no quería traicionar a Daan pero tampoco supo mentir. Tessel echó el agua en el
café y dijo:
—Es cierto. No quería, pero no porque no quisiera que tú lo supieras sino porque me parecía que
después de tanto tiempo... ¿Acaso hace algún bien saber una cosa así?
—No sé si hace algún bien o no, pero a mí me gusta saber que Daan es mi primo y que tú eres mi
tía.
Tessel se dio la vuelta y lo miró a la cara por primera vez desde que llegó.
—¿Sí? Y yo tengo que reconocer que me alegro de ser tu tía. —Se giró y sirvió el café en las
tazas—. No hemos tenido muchas alegrías en la familia estos últimos meses.
Se llevó las dos tazas al fondo de la habitación, las puso sobre la mesa y se sentó en la silla
mirando a la ventana. Jacob la siguió y se sentó en el sofá. Al hacerlo, no pudo evitar usurparle el
sitio a Daan.
—Tu último día con nosotros —dijo Tessel.
Jacob dio un sorbo de café y respondió:
—Sé que te parecerá muy raro, teniendo en cuenta lo que ha pasado, pero he disfrutado mucho
aquí y al haberos conocido a todos y... bueno...
—No nos hemos ocupado de ti como es debido.
—En serio, yo creo que sí.
—En realidad no estaba pensando sólo en ti cuando pensaba en el mal que podían hacer las
memorias de Geertrui.
—¿Pensabas en Sarah?
Tessel asintió. Jacob reparó en que Tessel parecía mucho mayor entonces que el domingo. Se le
reflejaba el cansancio en la cara. Dio un par de sorbos de café y dejó la taza en la mesa antes de
decir:
—¿Se las vas a dejar para que las lea?
—¿Tú crees que no debería hacerlo?
—Son tuyas. Debes hacer lo que creas conveniente.
—Daan tampoco cree que deba hacerlo.
—Pero te será muy difícil evitarlo.
—No sólo eso. Es que quiero tomar la decisión correcta, hacer lo más conveniente.
—¡Ah! ¡Claro! —dio otro sorbito—. No siempre es tan fácil saber qué es lo correcto.
—Y una vez que lo sabes, tampoco es nada fácil proceder.

189
Sólo quiso hacer una observación pero le salió más bien una crítica.
Tessel lo miró intensamente.
—Tú crees que yo evito el tema. O que lo que te estoy diciendo es que no deberías hacer lo
correcto.
—No, yo no quería decir eso —dijo Jacob, aturullado—, sólo quería decir que no deseo
explicárselo a Sarah, me preocupa cómo se lo pueda tomar.
—Así que si no se lo dijeras estarías siendo cobarde.
—¿Tú crees?
—Y para no ser cobarde se lo explicas.
—No lo había pensado de esa manera. ¿Es eso lo que haré?
—¿O al decírselo estarás siendo aún más cobarde?
—¿Cómo?
—Porque así te quitas un peso de encima.
—¿Qué peso?
—La responsabilidad.
—¿Qué responsabilidad?
—La de saber algo que podría herir profundamente a otra persona. Una persona a la que quieres
y que te ha dado mucho amor y cuidados, que te ha entregado parte de su vida, de hecho. La
responsabilidad de saber algo y no decírselo, de protegerla de ese tremendo dolor.
—¿Quieres decir que resulta más difícil no decir algo que decirlo? ¿Y que sería más bien...
¡perdón! ...mejor no hacerlo?
—Más bien es correcto. Le haría más bien no decírselo que decírselo. Eso es lo que yo creo.
Jacob se quedó callado un instante e intentó resolver el problema por sí mismo, pero no podía
quitarse de la cabeza lo insólito de la situación. Tessel estaba toqueteándolo todo, nerviosa; el
brazo de la silla, la cara, se alisaba la falda o levantaba la taza de café y la volvía a posar sin
haber bebido.
Al final, Jacob dijo:
—No lo sé, todavía estoy un poco aturdido, supongo. Necesito volver a leerla. Todavía no la he
digerido. Y si he de serte sincero, soy siempre un poquitín lento a la hora de manifestar mis
sentimientos, lo que las cosas significan para mí.
Tessel respiró profundamente.
—Para mí eso no es un defecto, antes de que te cases, mira bien lo que haces. ¿No hay un refrán
así?
Jacob le sonrió y asintió:
—Puede que sí.
Tessel se bebió el café sentada en la punta de la silla, se miró las manos, que descansaban entre
las rodillas, y dijo:
—En realidad venía a despedirme. Mañana no te podré acompañar al aeropuerto. Daan dice que
sabrás ir solo pero...
—Iré solo, no pasa nada. De hecho, lo prefiero.
—Pero yo creo que uno de nosotros tendría que acompañarte.
—No hace falta. En serio.

190
—Y también te quería decir que me encantaría que volvieras a venir otra vez. Bueno, después
de...
—Sí, vendré. Me gustaría mucho.
—A Daan también le gustaría.
—Prometido. En cuanto pueda.
Tessel intentó ofrecerle una sonrisa despreocupada.
—Después de todo somos tu familia holandesa. Eres uno de nosotros. Aquí estás en casa.
Se rió con verdadero placer.
—Tendrías que venir una temporada larga. Aprender holandés.
—Eso es lo que dice Daan. Ya me llama hermanito, cosa que odio, como cualquier hermano
pequeño.
Tessel se levantó.
—Debo irme.
Recogió su abrigo y sus bolsas. Se detuvo junto a la puerta mirando a Jacob.
—Adiós. No dejes que tu nerviosa tía holandesa te confunda. Cuando llegue el momento ya
sabrás qué hacer. Hazlo, digan lo que digan los demás. Y ahora, ¿puede tu tía holandesa besarte
como una buena tía holandesa?
Se inclinó hacia él y le dio tres besos que apenas notó.
—Dale recuerdos a Sarah de mi parte. Dime por favor si se lo has dicho o no. Si se lo dices me
gustaría escribirle. ¿Me lo dirás?
—No te preocupes.
—Gracias. Adiós otra vez. La próxima vez seré una tía como Dios manda. Nos divertiremos. En
el campo, en el pólder, hay sitios que te encantarían. La verdadera Holanda, no como
Amsterdam.
—A mí Amsterdam me gusta, cada día más.
—A vosotros sí, a los jóvenes.
Se quedó mirando a Tessel mientras bajaba por las escaleras con mucho cuidado y se alegró de
que hubiera pasado por el apartamento. Ella tenía algo que Jacob reconoció como algo que los
unía. Relacionado con su carácter reservado. Su ansiedad provocada por la otra persona. Y el
impulso de actuar con buenos modales, como le decía Sarah. ¿Eran los genes de Jacob o una
casualidad, coincidencia o herencia? ¿Tenía alguna importancia? Ellos eran así y él se alegraba.

La visita de Tessel lo perturbó. No era capaz de hacer nada. No podía leer. La música lo irritaba,
no podía escribir de ninguna manera, incluso sintió que se asqueaba por completo, a pesar de que
quería escribirle a Geertrui, de que se sentía en la obligación, y decirle lo que fuera, ahora que
aún tenía un poco de tiempo, ahora que sabía toda la verdad. Pero ¿qué? Había demasiado que
contar. Y demasiado poco que contarle a ella. ¿Qué se le puede decir a una mujer, o a un
hombre, que morirá dentro de cinco días por decisión propia?
Al final, para escapar de sus inquietudes, salió de casa. Al principio pensó en volver a
Stenenhoofd, para ver cómo era de día y porque era un sitio solitario. Una vez en la estación se
lo pensó dos veces y ya no le apeteció ir a sentarse solo en una pared estrecha en medio de un
río.
Se quedó un rato mirando a los artistas callejeros del porche de la estación; a la banda de
peruanos o de donde fueran, a la pareja que hacía malabares con botellas. Esporádicamente se
oía la campana de un tranvía que iniciaba de nuevo su recorrido. Le gustaba el aspecto de los
191
tranvías de Amsterdam, cuerpos de lapicero cuyos extremos parecían narices de toro, los
silbatos, el siseo de las puertas automáticas y de los frenos, los gemidos de los motores, el
rechinar de sus ruedas metálicas en los raíles. Tenían un aspecto antiguo y aparatoso pero a la
vez daba la sensación de que eran modernos y desenfadados. Como la ciudad por la que
viajaban. Tuvo una idea, podría montarse en uno hasta la última estación y volver otra vez.
Podría ver una franja de la ciudad «a vista de tranvía».
Se paseó por delante de un panel con el mapa de la ciudad y las líneas de tranvía marcadas en
rojo. Se decantó por el 25. Acababa el recorrido en un lugar con un nombre que podía
pronunciar, Martín Luther King Park y President Kennedylaan, en uno de los meandros más
pronunciados del río Amstel. Seguro que allí había un café en el que podría sentarse y observar
el río desde ese lado y luego regresar.
El tranvía salió de la estación, piiiii, pasó por encima del agua, piiiii, por el Damrak, plagado de
las consabidas tiendas y bares turísticos, el museo del sexo, y el de la tortura, pasó por delante
del Beurs van Berlage, que antes era la Bolsa y ahora es un centro de exposiciones y
conferencias, bajó y pasó por los Bijenkorf, los grandes almacenes tan exclusivos que hay frente
a la plaza Dam y el palacio real, rodeado por ese sombrío muro de piedra que le confiere más
aspecto de cárcel que de palacio (¿por qué no lo limpiaron y lo alegraron un poco?). Había gente
por todas partes, piiiii, el museo de Madame Tussauds con cola incluida, piiiii, siguieron hasta
Ronkin, tiendas más elegantes a un lado (antigüedades, ropa, restaurantes, una óptica donde
Daan se compró sus gafas de lectura y de la que dijo que era una tienda con mucho encanto,
regentada por la misma familia durante generaciones), y al otro lado el canal, sobre el que había
barcos turísticos esperando y, al final de la calle, piiiii, llegaron a un cruce muy concurrido y se
dirigieron hacia la Vijzelstraat.
En ese momento cayó en la cuenta de que había hecho ese mismo recorrido pero en sentido
contrario el jueves anterior, después de que Alma lo rescatara durante su primer día en la ciudad,
el último día de su vida anterior. Así que pronto pasaría por delante del café en el que charlaron y
de la tienda en la que compró los bombones con la ayuda de Ton, el lunes, el día (sonrió al
pensarlo) en que se enamoró de la ciudad. Porque me he enamorado, pensó, ¿o no? Es como
enamorarse de una persona. No se quería separar de ella, quería saberlo todo de ella, le gustaba
tal y como es, con lo bueno y lo malo, lo menos bonito tanto como lo bello, sus ruidos y sus
olores y sus colores y sus sabores y sus rarezas. Apreciaba y valoraba la diferencia entre ella y el
resto. Y su historia tanto como su presente. Y su misterio, porque había tanto de ella que no
entendía. Y la gente que había empezado a enseñarle cómo verla, Daan y Ton. Y por supuesto su
lado divertido. Nunca había pensado en una ciudad como algo divertido, pero Amsterdam lo era.
No se había dado cuenta hasta ese minuto de que sólo mirarla le hacía sonreír. Por no hablar de
lo que veía en sus calles. Por ejemplo, el hombre al que veía por la ventana. Andaba entre la
multitud pero la gente le abría paso. Era un hombre negro muy alto y delgado, con piernas
interminables y muy musculoso, que sólo llevaba una correa de cuero unida a una bolsa para
cubrir sus partes más íntimas, una especie de dogal de cuero sobre los hombros y una gorra
hecha de tiras de cuero también. Y no sólo andaba, se exhibía, presumía. Una obra de arte. Tan
bello como una pieza de museo. Una escultura viviente y móvil.
Keizersgracht se acercaba. Después, Prinsengracht. Se había aprendido de memoria el orden de
los canales y se regocijó con su confianza creciente. Prinsengracht, donde vivía Alma. Le había
prometido que le contaría sus «aventuras» antes de irse.
El tranvía paró en Prinsengracht, en medio de la calle, delante de Panini. Lo prometido es deuda,
y, en cualquier caso, ¿por qué no? Se levantó de un salto y se apeó justo a tiempo, justo antes de
que se cerraran las puertas. Al cruzar la calle vio el puesto de flores del puente. Compró un ramo
de rosas al recordar las instrucciones de Sarah acerca de visitar a los holandeses, pero también
para disculparse por no haber llamado para avisar sobre su visita, como le había pedido Alma.
¿Y si no estaba? Dejaría las flores en la verja de su ventana y volvería a tomar el tranvía.

192
Pero Alma estaba en casa y su saludo fue tan caluroso que le hizo sentirse bienvenido sin ningún
reparo. Le había abierto la reja y pasó a través de la ventana-puerta engalanada con guirnaldas de
flores, bajó los tres escalones, tan empinados como los que conducen al camarote de un barquito,
y llegó al cuarto de estar, un cuadrado perfecto dentro de su cueva. Cuando cerraba la puerta era
cálido y acogedor, la luz se filtraba a través del follaje con matices verdes y, sobre una estantería,
en la esquina, había un globo cuyo reflejo inundaba de un brillo amarillo la zona de la silla donde
Alma había dejado el libro que estaba leyendo cuando él llamó a la puerta. La sala, sin ser
pretenciosa, era sumamente elegante.
Alma trajo galletas de azúcar y kaneel, cuyo olor le recordó a Hille, de la cocina, que por lo visto
estaba más allá de la puerta entreabierta que Jacob alcanzaba a ver. A través de esa puerta, Jacob
vio una cama no muy grande con una cubierta de color amarillo narciso, en una habitación que
sería del tamaño de la mitad de la sala. Alma se sentó en una silla mirando a Jacob, que estaba
apoltronado en un mullido sofá de lino negro que había apoyado contra la pared, sobre el que
había una ventana idéntica a la ventana-puerta por la que habían entrado.
Se había disculpado por aparecer inesperadamente cuando el café estaba a medio hacer. Alma
había preparado las rosas y las había colocado en un jarrón que dejó sobre la mesa antigua. Allí
resplandecían, parecían una salpicadura de sangre sobre la madera de castaño curtida de la mesa.
Hablaron de su marcha al día siguiente, de la hora de salida de su vuelo, de qué tren coger hasta
Schiphol para contar con el tiempo suficiente de facturar, cuánto duraría el vuelo (una hora y
veinte minutos), quién lo iría a buscar (su madre), y cuánto tardarían en llegar a casa desde el
aeropuerto de Bristol (una hora en coche). Entonces, Alma dijo:
—¿Fuiste a ver la casa de Ana Frank o no? ¿Qué te pareció?
Otra vez a narrar sus aventuras.
—A decir verdad, ya había estado allí cuando nos conocimos el otro día.
—¿Ah, sí? No me lo dijiste.
—No. No es que estuviera de muy buen humor en ese momento. Y no sólo porque me hubieran
robado. Antes de eso. Resulta que yo había llegado el día anterior a casa de los padres de Daan.
Creo que eso te lo expliqué. Y su madre, Tessel, que es muy agradable, me cae muy bien, bueno,
pues ella me dijo que había problemas familiares, bueno, eso no me lo dijo, me dijo que su
madre, Geertrui, necesitaba mucha atención, bueno, no importa, no me sentí bienvenido. Más
bien todo lo contrario.
—No me dijiste nada de esto la semana pasada.
—No, me mandaron a Amsterdam a pasar el día, a que hiciera algo, para librarse de mí, por lo
menos así es como me sentí. Por eso no estaba de muy buen humor.
—Ya me imagino que no podías estar de muy buen humor, no.
—Y yo nunca me alegro mucho de estar en un sitio desconocido, y solo. No soy muy urbano, de
hecho, en absoluto. Aunque ahora me he quedado prendado de Amsterdam, pero vaya, eso es
otra historia. Así que yo estaba aquí, de mal humor, y me fui a la casa de Ana Frank porque era
el único lugar que conocía por aquí y al que quería ir.
—Por el diario, claro.
—Había mucha cola.
—Como de costumbre.
—Bastante larga, cosa que no contribuyó a mejorar mi humor. Cuando se trata de esperar en una
no tengo mucha paciencia. Pero me puse detrás y me pareció que estábamos esperando para ver
al hombre de dos cabezas o a la mujer barbuda en una especie de feria. Y cuando entré, gente por
todas partes, delante, detrás, todos subiendo las escaleras a las habitaciones poco a poco. A sus
habitaciones. Que ya estaban llenas de gente cuando nosotros llegamos, todos papando moscas y

193
pululando por allí. No se comportaban mal, todo lo contrario, eran bastante reverentes, casi no
hablaban, sólo susurraban, señalaban y observaban. No sé. Me dio la impresión de que estaba
violando la intimidad de Ana. Pisoteándola. Pero; aparte de eso, lo más tonto de todo...
p¿Sí?
—Parece una ridiculez. Pero al ver a toda esa gente, la mayoría de mi edad, todos como
peregrinos visitando un altar, bueno, de repente, Ana ya no era mía.
—¿Ya no era tuya?
—No. Allí estaba toda esa gente que quería estar donde ella vivió, donde ella escribió su diario.
Y me dije para mis adentros: se creen que también es suyo.
—Pero Jacob, tú debías saber lo famosa que es.
—Claro, sí, pero hay maneras y maneras de saberlo, ¿no? Creo que en realidad lo sabía, como
una estadística, como un hecho. Pero dentro de mí no. ¿Que era famosa? ¿Y qué? Yo me he leído
el diario mil veces. He subrayado fragmentos, como te dije. Ni siquiera creo que lo hubiera
pensado nunca. Era como si ella fuera mi mejor amiga y, no sé, asumiera, creyera, diera por
hecho, que Ana había escrito su diario para mí. Sólo para mí.
—Y entonces viste a toda esa gente en el anexo secreto...
—Especialmente en la cama en la que dormía, ya sabes lo pequeña que es y que los dibujos, las
postales y los recortes de revistas...
—Sí, lo sé.
—...todavía cuelgan en las paredes. No hay ningún mueble. Otra tontería, supongo, yo esperaba
ver las habitaciones tal y como eran cuando ella estaba allí. Pero no son así. No hay nada, están
vacías. Sólo hay esa maqueta parecida a una casa de muñecas que representa cómo eran antes.
Eso me irritó mucho. Quiero decir, me di cuenta después de que las habitaciones no podían estar
igual. Sabía que los alemanes se deshicieron de todo después de arrestarlos; sin embargo, esa
idea no había calado en mi mente. Sólo me imaginaba así los dibujos que Ana había colgado en
la pared de encima de su cama. Creo que eso fue lo que me sentó tan mal. Cuando los vi, me
imaginé que ella todavía estaba allí. No ella, sino su fantasma. Me quedé destrozado. Había leído
su diario tantas veces. Significaba tanto para mí, especialmente esas partes que había marcado y
que consideraba tan importantes. Ana me hablaba a mí. Decía lo que yo pensaba. Hablaba de mis
propios pensamientos y sentimientos. Y entonces, me encuentro con todas esas habitaciones
vacías y toda esa gente allí en medio, entre Ana y yo. Y a ellos les gustaba tanto como a mí. ¿Por
qué no? Eso es lo que ella quería. Quería convertirse en una escritora famosa, y lo consiguió, se
hizo famosa. Y lo sigue siendo.
—¿Y saliste corriendo?
—No, tardé un poco más. Intenté controlarme. Sabía que era una idiotez pensar de ese modo.
Sabía que tenía que estar contento, que tenía que alegrarme de la cantidad de gente que la quería
como yo. Intenté abrirme camino hasta la esquina, al lado de la ventana, y allí me quedé de pie,
junto a la pared, tratando de recuperarme. Estaba temblando y tenía sudores fríos. Me acuerdo de
que había un hombre a mi lado que estaba mirando por la ventana. Era inglés, de unos cuarenta y
tantos, se parecía un poco a mi padre. Iba con una mujer, la llamó Joke, así que supongo que era
holandesa. Yo estaba allí intentando recuperarme, y oí que le preguntaba a la mujer: «¿Ves esas
casas detrás de ese jardín?». Y ella le dijo: «Están en el Keizersgracht». Y él le dijo: «¿Sabías
que Descartes vivió en una de ellas?». «Pienso, luego existo», dijo ella. Y él dijo: «Pienso, luego
existo. Existo, luego me observan». Y entonces se rieron y ella le dio un beso. Miró a Alma.
—Pienso, luego existo —repitió ella—. ¿Y luego?
—Existo, luego me observan.
—Eso nunca lo había oído.

194
—Ni yo tampoco —dijo él.
—Ni Descartes.
—¿Y no crees que es un poco raro que lo recuerde palabra por palabra?
—Puede. Y cuando te recuperaste, ¿qué hiciste?
—Seguí a la muchedumbre. Y ya sabes cómo se baja desde el escondite a la zona del museo.
—Donde narran la historia con fotografías.
—Y donde están las vitrinas con algunos objetos que pertenecieron a Ana.
—Y el diario auténtico.
—Sí, y el diario. Bueno, cuando vi el diario ya no podía más. Las fotografías de su habitación ya
casi no las pude soportar. Pero no eran suyas. No eran nada íntimo. En cambio su diario... Si lo
piensas, el diario era realmente ella. Y de hecho lo es. Ana es su diario. El libro que escribió. Su
letra. Sus palabras escritas con su bolígrafo. Me quedé ensimismado mirándolo. Incapaz de
apartar los ojos de encima. Quería romper la vitrina para llevármelo. Quería olerlo. Quería
besarlo. ¡Quería robarlo! ¡Y lo hice! Y la gente me empezó a empujar, intentaban acercarse a mí
tanto como podían. Pero en mi estado, quería gritarles «¡Largaos de aquí! ¡Dejadla en paz! ¡No
tenéis derecho a estar aquí! ¡Fuera!» Pero no lo hice, claro. Me limité a salir de la casa. Pero de
eso no me acuerdo. Se me ha olvidado por completo. Lo siguiente que recuerdo es que un tranvía
estuvo a punto de atropellarme. Eso fue cuando llegué a Leidsestraat, aunque entonces no sabía
qué calle era. Y acabé en la plaza donde me robaron.
—Y entonces te encontré yo —dijo Alma, dejando escapar un suspiro, como hacen algunos al
terminar de contar una historia—. No me extraña que estuvieras tan enfadado. Quizá más por tu
visita a la casa de Ana que por que te hubieran robado.
—Es verdad.
—El ladrón sólo se llevó tu dinero. Lo que perdiste en la casa de Ana es mucho más valioso.
—Lo sé. Eso es lo que siento. Pero todavía no acabo de entender lo que era, a pesar de todas las
vueltas que le he dado.
—Quizás has perdido algo de la inocencia de tu niñez. Cada vez que aprendemos algo
importante sobre la vida sufrimos un sentimiento de pérdida. Por lo menos ésa es mi experiencia.
Ganamos algo pero tiene un precio.
Mientras Alma seguía hablando, Jacob reparó en la razón de su visita. Sin pedirle permiso ni
hacer ninguna introducción le detalló la historia de las memorias de Geertrui. Le dijo lo
preocupado que estaba sobre la reacción de Sarah. No le dijo que Daan, Ton y Tessel pensaban
que debía callar. Y, sin darle un respiro, concluyó preguntándole a Alma su opinión. ¿Se lo tenía
que decir a Sarah o no?
Se quedó callada. El sentía que el peso de la pregunta oscilaba sobre sus cabezas.
Al fin, cuando Jacob ya empezaba a considerar que lo que le había preguntado le resultaba
ofensivo y que no iba a responder, Alma dijo:
—¿Estás seguro de que tu abuela no sabe ya lo que pasó?
Jacob se quedó sin resuello. Ni siquiera se le había ocurrido esa posibilidad, ni durante una
fracción de segundo.
—Me lo habría dicho —dijo cuando por fin pudo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Hablamos de todo. ¿Por qué no me lo iba a decir?
—Así que habláis de todo. ¿Te mandó ella a ver la tumba de tu abuelo?
—Sí.
195
—Y ¿por qué no te trajeron antes?
—Dice que no tenía edad para entenderlo.
—¿Entender el qué?
—Cómo murió, supongo.
—Y ¿cómo murió?
—Bueno, estaba herido, pero creo que murió de un infarto.
—De un infarto... Y ella te mandó a ver su tumba. ¿O lo que quería era que vieras a Geertrui?
—Geertrui invitó a Sarah, pero ella no pudo venir.
—¿Leíste la carta?
—No.
—¿Y entonces cómo sabes lo que le dijo Geertrui?
—No lo sé, sólo sé lo que me dijo Sarah.
Se hizo un silencio antes de que Alma prosiguiera.
—¿Por qué los jóvenes creen tan a menudo que las personas mayores no son capaces de
sobrellevar la vida igual que ellos? ¿O que son incapaces de aceptar las verdades?
Jacob la miró un momento e intentó reconocer qué era lo que Alma intentaba decirle, lo que
quería decir en realidad. Pero tenía la mirada fija, y la expresión de su rostro tampoco revelaba
nada.
—¿Quieres decir que si Sarah no sabe nada será capaz de asimilarlo?
—Yo no conozco a tu abuela, tú eres quien debe decidir.
—Y si lo sabe, estará esperando a que yo le hable del tema.
—Todo un dilema —dijo Alma, sonriente.
Alma se levantó. Tuvo que ayudarse empujándose detrás de las rodillas con las manos, en las
rodillas como hacen los ancianos con artritis. Se llevó las tazas del café a la cocina.
Cuando volvió dijo, con su tono alegre y sociable:
—Tus flores son preciosas.
Hora de marcharse. Jacob se levantó.
—Tengo que irme.
—¿Volverás a Amsterdam otra vez?
—Sí, volveré, seguro.
—Me lo imaginaba. Espero que vengas a verme y me cuentes tu decisión.
—Sí, te lo prometo.
Alma le tendió la mano. El se la estrechó y le dio tres besos a la altura de la mejilla sumamente
comedidos y educados.
—Has aprendido nuestras costumbres muy deprisa —dijo ella riendo.

Jacob:
Daan me dijo que pediste estar aquí cuando llegue mi hora.
Debo decirte que no.
Será muy difícil, sobre todo para Tessel y para Daan. Tienen que seguir viviendo después. No
pueden tener a nadie más por quien preocuparse.

196
Lo he planeado.
Sólo Tessel y Daan conmigo. Y el médico también. Pero tú me recordarás. Será el lunes a
mediodía.
Tessel y Daan estarán aquí conmigo desde el viernes.
Nos diremos adiós para siempre.
El médico me pondrá una inyección. Cuando me duerma, me dará la inyección que pondrá fin a
mi vida.
No habrá dolor. Será el fin de los dolores más espantosos.
Desde que nos despidamos hasta el final me leerán palabras de amor. Entre ellas un poema en
inglés.
No habrá más ceremonias.
Después del funeral me incinerarán.
Tessel y Daan esparcirán mis cenizas en el parque de Hartenstein de Oosterbeek.
Las cenizas de Dirk están allí. Donde crecimos y jugamos durante nuestra infancia Henk y yo.
La tumba de tu abuelo no está muy lejos.
Es bonito.
Nuestra familia puede venir a recordarnos.
Espero que tú también lo hagas.
Bendita sea tu vida.
Liefs,
Geertrui

—¿Hille?
—Jacob.
—¿Qué tal?
—Bien, ¿y tú?
—Tengo ganas de verte.
—Pero te vas mañana, ¿no?
—Por la tarde.
—Te iba a escribir.
—¿Has recibido mi carta?
—Sí.
—Necesito que me ayudes.
—¿Que te ayude?
—He descubierto una cosa. Y necesito verte.
—Esto es un caos, con la mudanza y todo eso.
—De verdad que tengo que verte.
—Pero ¿cuándo?
—Mañana, iré a Oosterbeek y desde allí viajaré hasta Schiphol.
—Tengo clase.
—Sólo faltarás por la mañana.
197
—Bueno, yo miraba lo que tenemos libre.
—Volverías a la hora de comer.
—Bueno, quizá pueda.
—Es importante.
—Vale, pero voy yo a tu casa.
—Vale. ¿A qué hora?
—Sobre las diez, algo así.
—Te esperaré en el apartamento. ¿Sabes dónde está?
—Sí.
—Entonces, ¡hasta luego!
—Totziens.

198
POSTAL

El don del placer es el primer misterio.


JOHN BERGER

—Tú querías saber quién era mi abuelo —dijo Jacob—. Ahora ya lo sabes.
Hille dejó la historia de Geertui encima de la mesa de café que había entre ellos dos.
—Me alegro de vivir en esta época y no entonces —dijo ella.
—Pero ¿qué te parece? Me refiero a lo de mi abuelo y ella.
—Pasaron muchas cosas así. Especialmente al final de la guerra. Este año incluso tuvimos un día
nacional para celebrarlo.
—¿El qué?
—Para aquellos hijos de soldados que ayudaron en la liberación. Lo llamaron el Día de la
Reconciliación. Hubo gente, bastante, que tuvo hijos de soldados y lo mantuvo en secreto,
entonces se lo confesaron sus hijos por primera vez.
—¿En público?
—Sí, si querían. Y las personas que siempre lo habían sabido los ayudaron.
—Es increíble.
—¿Por qué? A mí me pareció bien. Me gustó.
—No me puedo imaginar un día así en Inglaterra.
—No lo necesitasteis, no os invadió nadie así que tampoco os tuvo que liberar nadie.
—Incluso en ese caso no se celebraría.
—A lo mejor es una cosa un poco holandesa.
—Descubrir que mi abuelo tuvo una amante holandesa, una hija holandesa y un nieto ya ha sido
bastante para mí. Vete a saber cómo debe de ser descubrir que tu padre no es el que tú creías y
que tu madre te mantuvo engañado toda tu vida.
—Hubo gente que se quedó descompuesta. Otros se lo tomaron muy bien. A otros parecía no
importarles mucho. Siempre es así, ¿no crees? Nunca se sabe cómo va a reaccionar uno cuando
se le comunica algo importante. Ni siquiera tú mismo sabes cómo vas a reaccionar ante algo
hasta que ocurre. Por lo menos yo. Como lo que te dije de cuando murió mi abuela. Antes no me
habría podido ni imaginar que me iba a sentir culpable. Porque, ¿qué razones tenía? No le había
hecho nada malo, era mayor y estaba enferma. La gente mayor que está enferma se muere. Es
natural. Yo no tenía la culpa de que hiera mayor y estuviera enferma y aun con todo me sentía
culpable.
—Qué casualidad, porque... es una de las cosas de las que te quería hablar. Desde ayer, cuando
tuve tiempo de pensar, me he estado sintiendo culpable. Del abuelo.
—¿Por qué? ¿Porque él y Geertrui fueron amantes?
—No, por eso no tanto.
—¿Porque Geertrui tuvo un hijo suyo?
—Puedo llegar a entender lo que pasó. Por qué pasó. Lo que les tocó vivir. Probablemente yo
habría hecho lo mismo.
—Entonces ¿por qué?

199
—Porque lo sé.
—Pero pasó hace mucho tiempo. Y para ti no es nada catastrófico, ¿no? Ahora tienes una bonita
familia holandesa.
—No, eso está bien, me gusta.
—¿Entonces qué es?
—No estoy muy seguro de que mi abuela se alegre.
Hille se pegó una palmada en el muslo.
—¿No lo sabe? Domkopf ¡Yo sólo estaba pensando en ti!
—Gracias. Pero por eso me siento culpable, porque yo lo sé y ella no. Casi como si yo fuera mi
abuelo y ella fuera mi mujer. Una estupidez, ¿no?
La ansiedad lo impacientaba. Se levantó, preguntándose por qué se sentaba siempre en aquella
silla, y caminó hacia la ventana. Una familia de fúlicas cruzó aleteando el canal, esa primavera
las más jóvenes parecían haber crecido mucho. En el hotel no se veía a nadie aparte de una
empleada haciendo una cama. Las mugrientas ventanas de la iglesia, como siempre tapadas y
enrejadas.
Oyó que Hille se levantaba del sofá y el ruido de sus zapatos en las baldosas. Se colocó detrás de
él y le rodeó la cintura con los brazos. Sentía la presión de su pecho contra su espalda a través de
la camisa y la dureza de sus caderas contra su trasero.
—¿Se enfadará mucho?
Su aliento le hacía cosquillas en la nuca. Esperó un momento antes de responder.
—¿Tú crees que debería decírselo? Entonces la que se detuvo fue ella.
—¿No lo vas a hacer?
—Daan dice que no debería, Tessel también.
No dijo nada de Ton ni de Alma, para no complicarlo aún más y porque quería oír lo que ella le
aconsejaba si le decía que todos los demás habían dicho que no.
Se hizo un largo silencio antes de que ella empezase a hablar. No le importaba, le gustaba que lo
abrazara así. Era tan relajante como sexy. Se quedó inmóvil, quería que durara más y más.
—Como te he dicho antes, nunca se sabe cómo va a reaccionar la gente. Especialmente cuando
se les dan malas noticias.
—Esperaba que me ayudaras a tomar una decisión.
Dio un paso atrás. El se volvió a mirarla a la cara. Ella lo cogió de las dos manos y las sujetó
entre las suyas. Antes de decir nada frunció la boca.
—Si yo estuviera en tu lugar se lo diría, pero ni estoy en tu lugar ni conozco a tu abuela.
El le sonrió compungido y le dijo:
—O lo que es lo mismo, «Jacob, es problema tuyo».
Ella le devolvió la sonrisa y asintió con la cabeza.
—Yo no lo diría así, pero ésa es la verdad, tienes que reconocerlo.
Jacob inspiró profundamente y espiró.
—Yo aprendí a leer solo a los seis años. Para premiarme, mi abuela Sarah me mandó una postal
con un dibujo. Era un conejo que leía un libro. Por la parte de atrás escribió: «¡Muy bien! Ahora
ya puedes descubrir todos los secretos del mundo». Y yo le dije: «Me ha gustado mucho, abuela,
ojala tuviera una cada semana». Y desde entonces me ha mandado una postal con un dibujo
todas las semanas. Nunca falla. Aunque esté enferma o de vacaciones en algún sitio, donde sea.
Cada semana me manda una postal. Y aunque ahora vivimos juntos, me las manda por correo. Y
200
si no puede ser, como una vez que hubo una huelga del servicio de correos, entonces ella misma
la echa en el buzón de casa. El dibujo o la fotografía es siempre algo que quiere que conozca,
como un cuadro famoso o un edificio o una persona o un paisaje. Lo que sea. Y, por detrás, si no
tiene nada que escribirme, me copia una cita de lo que esté leyendo o que haya oído en la
televisión o pega un recorte de periódico o de revista. No siempre es algo serio. A veces es una
broma o un cómic. Las he guardado todas, desde la primera. Hasta ahora tengo setecientas once.
Hille lo examinó. Entonces soltó sus manos y se volvió al sofá.
—Eso es una abuela seria —dijo al sentarse.
Jacob la siguió y se sentó a su lado.
—Y mi abuelo fue el amor de su vida. Nunca se volvió a casar. Ahora le tengo que decir que ese
hombre que ella cree tan maravilloso y del que aún está enamorada... Podría matarla.
—Pues no se lo digas.
—Entonces me sentiré mal durante el resto de mis días. Estoy convencido. Además, ella siempre
me dice que lo que siento se me ve en la cara.
—Tiene razón, se te ve.
—¡Muchas gracias! Eso sí que me da confianza. Así que querrá saber lo que ha pasado mientras
estaba aquí. Siempre se lo he contado todo. Nunca le he ocultado nada. Se dará cuenta de que
escondo algo, ¡eso es indudable!
—Entonces sí que tienes un problema.
—¡Pues claro que tengo un problema! Gracias por decirme lo que ya sé.
Otra vez aumentó su ansiedad y se sintió muy inquieto.
—Tengo que ir al baño, he tomado tanto café mientras leías la historia de Geertrui...

Cuando regresó, Hille estaba mirando las estanterías repletas de libros de la pared.
Verla de espaldas le emocionó tanto como verla de frente; la caída de sus hombros, la curva de
su trasero en los vaqueros, las proporciones de su cuerpo con sus piernas. Miró el reloj. Casi si le
había pasado la mañana. Se colocó detrás de ella y le rodeó la cintura con los brazos,
exactamente como había hecho ella hacía sólo unos minutos.
—No llegarás a clase esta tarde si no te vas pronto.
—Ya es demasiado tarde.
—¿No vas?
Intentó reprimir el entusiasmo y que no se le notara en la voz, pero no tuvo mucho éxito. Ella lo
notó en su cuerpo de todas maneras.
—Sobre lo de dar malas noticias a la gente...
—Vamos a dejarlo. Vamos a disfrutar un poco hasta que me vaya.
—¿Cuándo?
—De aquí tengo que salir sobre las cuatro.
—Te quiero decir una cosa. Ven a sentarte conmigo.
Soltó los brazos que le había colocado alrededor del cuello y se fue al sofá otra vez. Algo en sus
ademanes le indicó que se sentara en una de las sillas. Jacob eligió a propósito la silla en la que
nunca se sentaba, de cara a la ventana.
Hille estaba sentada inclinada hacia delante, con los codos en las rodillas y la barbilla apoyada en
un puño.

201
—Sobre la vacante para el puesto de novio.
—¡Ah!
Jacob se temió lo peor.
—Se lo has dado a otro candidato.
—No.
—¿Entonces?
—Me olvidé de un requisito.
—¿Cuál?
—El candidato tiene que vivir lo suficientemente cerca como para besarme.
—No como yo.
—No.
—¿Así que no me das trabajo?
—No puedo ser la novia de un novio que nunca veo. No sería capaz de hacerlo durar. Se quedó
callado.
—¿Lo entiendes?
—Claro, no hace falta que me lo expliques. ¿Eso es lo que me querías escribir en tu carta?
—Sí. Y que quiero que seamos amigos, si tú quieres.
—Sí quiero. ¿Y lo demás? ¿Si viviéramos cerca?
—El puesto sería tuyo.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Me das un beso como prueba?
Hille se rió.
—Buena idea.

—Mira —dijo Jacob—, vamos a algún sitio. Vamos a ver la ciudad juntos. ¿Tienes hambre?
—Sí, tengo hambre.
—¿Te apetece una tortita?
—Sólo si lo dices en holandés.
—Zal... hetzijn... hummm… eenpannenkoek?
A Hille le entró la risa.
—Oye, me alegro de que te haga tanta gracia.
—¡Lo siento! Lo has intentado. Conozco un sitio que está muy bien, cerca de la casa de Ana
Frank. Hasta tiene un nombre inglés, The Pancake Bakery, así que por lo menos lo podrás
pronunciar.
—Pero no hará tanta gracia.
—Correré ese riesgo.
—Antes de que nos vayamos voy a recoger mis cosas, luego nos podemos marchar.
Recogió la historia de Geertrui.
—¿Puedo ver las cosas que te dio? El libro y el colgante que tu abuelo le regaló.
—Vale, acompáñame arriba. Los puedes mirar mientras yo preparo la maleta.
202
Lo siguió a su habitación. Los objetos que había acumulado durante su estancia los tenía en la
bolsa de Bijenkorf. Sacó la insignia de su abuelo, el libro de Sam y el colgante y los dejó encima
de la cama. Hille se sentó al lado, cogió el colgante y lo acarició con los dedos de una manera tan
sensual que Jacob se sintió turbado.
Se giró y empezó a meter la ropa que le quedaba en la bolsa. Fue al baño a recoger sus cosas de
aseo. Cuando volvió, Hille estaba hojeando el libro de Sam.
Acabó de hacerse la maleta, sólo le quedaba la bolsa con los recuerdos y se acercó a la cama a
buscarla.
—¿Qué más tienes? ¿Lo puedo ver?
—Como quieras.
Vació el contenido de la bolsa y Hille rebuscó entre ellos.
—¿Qué es esto? Aprenda holandés en tres meses. Se rió.
—Me lo regaló Daan ayer. Como regalo de despedida. Según me dijo es más bien un regalo de
vuelve pronto que de despedida.
—¿Y lo harás?
—Y que lo digas.
—Me refiero a aprender holandés.
—Haré la prueba, sí. No, en serio, he estado pensando. No hay nada que me impida venir a
estudiar aquí en la universidad. Daan dice que muchas de sus clases son en inglés. Lo tienen que
hacer así para atraer a los estudiantes extranjeros. Y dice que me podría quedar aquí con él. Así
que por el alojamiento no tendría ningún problema. Según él estaríamos como en familia.
—Ya te he dicho que está muy bien tener familia holandesa.
Dejó el libro y apartó el carrete usado de las fotos que tomó en el cementerio de Oosterbeek y la
hoja de misa para descubrir las postales de Titus y Rembrandt.
—¿Y esto?
—Daan dice que me parezco a Titus. Levantó una de las postales de Titus y la colocó al lado de
la cara de Jacob.
—Puede que sí, un poco.
—Tendrías que ver ese cuadro.
—¿Te gusta Rembrandt?
—Sí, bastante.
—Yo creo que Vermeer es mejor.
—¿Ah sí?
—Bueno, no es mejor. Vaya tontería. Pero de los pintores antiguos es mi favorito. A lo mejor
tendríamos que ir a ver un poco de Vermeer ahora.
—Si te apetece.
Entonces vio la servilleta de Panini que le dio Alma.
—¿Qué es esto?
Se lo explicó.
—Pero ¿por qué te pone esto?
—Bueno, antes de que me robaran, se me acercó un chico, se sentó a mi lado y empezamos a
hablar. Resulta que era un amigo de Daan pero yo entonces no lo sabía, claro. Bueno, el caso es
que me dijo que si quería volver a verle me daría su número de teléfono, y lo apuntó aquí.

203
Cogió la caja de cerillas de Ton.
—Pero no sólo anotó su número de teléfono, escribió también un mensaje. Yo se lo enseñé a
Alma para que me lo tradujera y ella lo encontró divertido así que cuando se despidió de mí me
dio esta servilleta con ese dicho holandés.
Hille le quitó la caja de cerillas y la abrió. Cuando vio lo que era se rió y le dijo:
—Así que es gay.
—Sí, es gay.
—Y le gustas.
—Y le gusto.
Sujetó la caja entre el pulgar y el índice y se la enseñó a Jacob.
—Pero no lo has utilizado.
Negó con la cabeza y sonrió.
—¿No crees que deberías hacerlo?
—¿De verdad?
—¿No te lo querrás llevar a casa?
—Pero ¿con quién?
—¿Qué tal conmigo?
—Si es otra prueba para el puesto de novio...
—Eso es.
—... No estoy seguro de que vaya a sacar muy buena nota.
—Vamos a averiguarlo.
—Es que no se me da bien. Alo mejor te decepciono. No he tenido muchas experiencias.
Mientras ella le desabrochaba el cinturón, le dijo:
—Puedes aprender una vez consigas el trabajo.
—¿Por qué haces esto?
—Porque tú quieres que lo haga.
—¿Y tú?
—Yo también.
—No estoy seguro de que tengamos tiempo. No me gustaría perder mi vuelo.
Hille dejó escapar una carcajada e imitó, socarrona:
—Ponte en mis manos, relájate, disfruta y confía en mí y llegarás a tiempo para coger tu avión.

FIN

204

También podría gustarte