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ENTRE NOS HERMANO

ARNOLDO PALACIOS

El pintor— con su ancha sonrisa, carcajadas mismas, bullicioso, y, no obstante vivir en las afueras de
la ciudad y con la pereza que le producía el caminar un kilómetro a pie, luego tomar un bus para
bajarse a tomar el metro en dirección de París, se presentó él también al CENTRO INTELECTUAL
COLOR-MAN, en embrión.

Iban los miembros a comenzar su coloquio. Cada quien se sentó. A menudo éste tomaba la palabra; el
vecino se la arrebataba de la boca, antes de terminar el hilo de su pensamiento; aquél fumaba sin
tregua, sacudiendo la ceniza en el piso. Sólo el Doctor Hipólito Dieudonné dado al trajín de la
corrección total en las Embajadas, sólo él, aquí ahora, entre esos negros, mulatos, uno que otro blanco,
intentaba ser ejemplo de cuando había de tomarse la palabra, escuchar al interlocutor, o -llegado el
caso-, destrozar los argumentos del contrincante, eso sí, en un lenguaje a la altura de su rango.

El pintor lo miraba: quería retener bien ese rostro cuasi-infantil; lo característico de esa mirada del
Doctor residía en sus ojitos inocentes, Pero, ¡cuándo le iba a hacer el retrato! A veces, en su taller,
había empuñado el lápiz, trazando un croquis e incluso preparado la tela y el pincel.

Sin embargo, sería mejor que el Doctor se decidiera ir, y posar. Claro está, ocupado como se mantenía
el Embajador, el pintor no deseaba molestarlo; encima de eso, hacerlo ir hasta su taller… Físico de
profesión, el Doctor Hipólito Dieudonné, no era indiferente a la política, por lo cual había entrado en
la diplomacia, después de ser ministro, senador líder, de un partido político. Aficionado a la etnología,
en estos instantes abandonaba la Embajada, para consagrarse a trabajos atómicos.

¿Qué lo había empujado, entonces, a la política? El hombre de color debería alcanzar una tal estatura
intelectual, capaz de permitirle limpiar el tizne de la piel y confundirse con el blanco. Pero, a solas, el
doctor Dieudonné, a ratos, se torturaba: por más que se bañara con el mejor de los jabones se quedaría
negro.

La reunión se clausuró. “¡Gracias a Dios””!, - exhaló el pintor.


“Doctor -le propone- quería hablarle aparte, entre nos” Seguro, deseaba preguntarle cuándo iría al
taller y a propósito, ahora que me dice entre nos, le voy a contar una anécdota:

"Embajador de mi país, me encontraba yo en los Estados Unidos. Me tocó hacer un viaje en tren. Pues
bien, en mi calidad de diplomático, se me preparó todo, maletas, automóvil que me condujese a la
estación, billetes de primera clase, para qué alargar la historia, usted sabe...

“Ya dentro, “eché un vistazo a lo largo y ancho el vagón: puros blancos, yo el único negro. Pero, no le
concedí importancia al hecho. Me arrellané en asiento; intenté abrir un periódico, más la fuerza
emanada de aquél paisaje rodante, de cada piedra, de cada construcción, todo gigantesco, atraía me
aterraba de admiración...«A mi lado, me pareció que un blanco retiró, brusco, su codo, del brazo del
asiento, al sentir el mío.

Le pedí excusas, creyendo haberlo molestado, involuntariamente. Él no me miró, ni respondió con el


menor murmullo siquiera. A semejante pequeñez! tampoco le di importancia. En el recinto del vagón
hacía un calor de los demonios, a pesar de tratarse sin duda de aire acondicionado. Por la ventanilla,
turbia de humo de pipas, cigarrillos, vapor de respiraciones, la tierra se sentía casi impía bajo el frío.

Las chimeneas vomitaban su humareda aplastante, serena. ¿Cuántos automóviles sacarán? Produce
tantas, tantas toneladas de acero! ¡Qué coloso! Cual niveas nubes blancas, desmoronadas, la nieve
contornear las residencias, se volaba de los techos con!el viento, planteaba las:colinas. La helada
ponían un filo de navaja en los bordes de la “ramas, desnudas ya desde hacía marras, desde el otoño.

“¿Fuma”- ofrece al pintor. El pintor, sin dejar de mirar al doctor Hipólito Dieudonné, a tientas busca
una caja de fósforos los bolsillos. El doctor Dieudonné rastrilla su mechero, se mete un cigarrillo a la
boca.

“Decía -reanuda su relato, bueno, digo que el tren seguía andando... Aparece el conductor; un
movimiento, un unánime estirarse y encogerse de brazos, un suave murmullo erizó el ambiente. Yo
también meto la mano a mi cartera y extraigo mi billete. Lo examinó minuciosamente, no sea que un
error de esos que suelen a veces amargar la vida - Sin motivo, se haya intercalado. No, nada: primera
clase. Perfecto. Me entregué a admirar la ruta norteamericana, palpando mi billete.

“¡Vos!” -se oye un grito seco. Discreto, miré a ver que pasaba en ese vagón de gente. Con el rabo del
ojo, veo frente a mi alrededor. ¿Qué habrá sido? -me pregunto para mis adentros, estirándole mi
billete al empleado del ferrocarril. “¡Contigo!”

“Y veo al tipo acercárseme a mi. Me arrebató el pasaje, y, sin darme tiempo de resollar, me atrapa del
cuello, por la nuca, me empuja a rodillazos, abre la primera portezuela, botándome al primer vagón
que encuentra, uno de carga para colmo. Dos cordoncillos de humo se desprenden de los cigarrillos
del doctor y del pintor, consumiéndose.

“Hacía un frío que taladraba los huesos allí en ese wagon del carajo!. Ni dónde sentarse, ni mucho
menos dónde pegar los párpados. Me esperaba una larga travesía. Pensé en que he debido
enfrentarme, pelear, hacerme linchar. Pero, tal vez haya sido debilidad mía, a causa de mantenerme en
éste mundo diplomático de señoritos... No. Fue, más bién que el conductor no me dió tiempo de decir
esta boca es mía. Me sentí abatido, le juro, y los ojos se me encharcaron, allí frente a mi mismo.

"En esas, un negrote robusto, con una mirada de niño, un negro de aquellos que trabajan en los
vagones de carga, surge y se me viene, sonriente: aquí es así -me dice-; no es nada, hermano;
tranquilízate; de todas maneras no te irá mal... El negro aquél comenzó a arrastrar cajones
monumentales, repletos de quién sabe qué, los ponía boca-abajo, boca-arriba, hasta constituir una
especie de lecho. Encima puso un poco de paja, recubierta de periódicos; con cajas de cartón me
inventó una almohada como pudo, y me ofreció un viejo abrigo, de mangas ya un poco comidas, falto
de botones. Yo te daré de comer,no será gran cosa pero no te morirás de hambre -me alentó-.

“En fin, ya todo listo, mi negro se me sienta al lado. Presa de una desconfianza escalofriante él para
las orejas, escruta a diestra y siniestra, pensativo. Fuera de nosotros dos, a nadie más vimos. Me dice
al oído. Ahora que estamos aquí, entre nos, .dime la verdad a mi tu hermano: ¿dónde te robaste ese
billete de tren, eh?"
CHAC MOOL
CARLOS FUENTES

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había
sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir,
como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina
tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro
anonimato vespertino de la Playa de Hornos.

Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado
como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta!
Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el
contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy
pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de
huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el
embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos
rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si
no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz.
Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto
con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la
ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas
cuadriculadas y tapas de papel mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto
por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en
la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios
sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la
pensión, sin respetar los escalafones. “Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado,
amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de
jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más
lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con
energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por
aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia.

Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se
iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No
hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos
pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos
quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja
invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron.

En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión,
una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados,
amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma,
habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían
reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal.
Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los
expedientes.

Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también
todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el
pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va
olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas
de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido
constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el
recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes,
debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal.

¿Cinco pesos? Dos de propina.” “Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar.
Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en
media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No,
mira, parece evidente.

Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido,
clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan
cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… figúrate, en cambio, que México hubiera sido
conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un
individuo que murió de indigestión.

Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el
corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de
sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los
aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que
matar a los hombres para poder creer en ellos.

“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono
estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por
esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que
busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en
la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo. “Un guasón pintó
de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido
consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia
para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch…”

“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me
señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad,
lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque.
El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas
de la sangrienta autenticidad de la escultura.”
“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano
mientras reorganizó mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y
fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí,
es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía
un foco que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una
expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”

“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió
por el piso y llegó hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis
maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”
“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de
males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”

“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar.
Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los
quejidos han cesado: vaya una cosa por otra. Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama.
Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde,
salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo.
Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar
estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí
solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis
padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de
decoración en la planta baja.”

“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de
más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al
finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque
parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha
timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado
encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”

“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no
vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la
carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada…
Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”

“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no
estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con
los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme
de ese maldito Chac Mool.”

Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda,
ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces
como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay
tres días vacíos, y el relato continúa:

“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real… pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real
un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el
agua de rojo… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo,
reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?… si un hombre atravesara el paraíso en
un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa
flor en su mano… ¿entonces, qué?… Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a
dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran
cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino.
Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo,
rutina, memoria, cartapacio.

Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día
llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí,
mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura
imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi
dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con
la sonrisa más benévola.

Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones
en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la
escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los
ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la
recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.

“Casi sin aliento, encendí la luz. “Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga
encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular.
Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre
la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces
empezó a llover.” Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una
recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo.

Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua
podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el
desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes,
de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en
aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de
familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘…un gluglú de agua embelesada’… Sabe historias
fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta
arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su
suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo
es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto
por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido
en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite
maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la
inminencia del hecho estético.

“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le
untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y cuando se
enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano;
desde ayer, lo hace en mi cama.”

“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos
lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrir la puerta de la recámara:
Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos
arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el
día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy
abrigado, y le he pedido que no empape más la sala.”

“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan
terrible como su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la
bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su
prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un
juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto
comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando
empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde
siempre y para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no
llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”

“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada
chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y
como no me contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la
estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha
permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo
que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las
madrugadas.”

“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que
diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar.
Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac
Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes
por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del
Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas… Como no hay luz, debo
acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad,
me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”

“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades
recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de
nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos
reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de
mi carne.

Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar
en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar:
los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una
criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que
antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza,
posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder
aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista
a su derrumbe, no querrá un testigo…, es posible que desee matarme.”

“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede
hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso,
abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la
Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis
baldes de agua.”

Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí
a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo
sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura
de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí
ordenar el entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo,
en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata,
quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y
el pelo daba la impresión de estar teñido.

-Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…


-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.
El regreso
Juan Gabriel Vázquez

But homesick unto death.


The patient to the doctors.
WITTER BYNNER

Esto fue lo sucedido al volver Madame Michaud de la cárcel. Ocurrió en Les houx, la propiedad de la
familia Michaud, y no fue reseñado en ningún periódico de Bélgica. Los episodios más antiguos de la
historia ocurrieron treinta y nueve años atrás; fueron noticia comentada en todas partes, pero ya no
debe haber nadie fuera de la familia que los recuerde.

Les houx es un terreno de unas tres hectáreas que el bisabuelo de Madame Michaud adquirió a finales
de 1860, cuando el país era aún muy joven y en el principado de Lieja los terrenos próximos se
adjudicaban sin mayor trámite. Ahí creció y vivió toda su vida el abuelo de Madame Michaud, y
también su padre. Ahí nacieron Madame Michaud y su hermana menor, Sara, y ahí crecieron y
vivieron ambas hasta que, poco después de haber cumplido cuarenta años, en septiembre de 1960
—un siglo había pasado desde que su familia se hiciera con la propiedad que era su emblema y su
orgullo—, Madame Michaud fue llevada a juicio por el asesinato del pretendiente de Sara. Se la
encontró culpable de haber envenenado al hombre con el raticida utilizado en los establos de Les
houx, y fue condenada.

El nombre de Madame Michaud no importa, pero sí importa una aclaración con respecto a su apellido
y a su estado civil. Michaud era su nombre de familia y el que figuraba a la entrada de la propiedad,
así: Les houx, propriété privée. Famille Michaud, 1860. Hasta aquel septiembre, Madame Michaud
era todavía Mademoiselle. Michaud; nunca se le había conocido un novio, y muy pocos hombres la
visitaron más de una vez; pero nadie descartaba la posibilidad de que, incluso a los cuarenta,
contrajera matrimonio, pues el terreno de Les houx valía por la mejor de las dotes y volvía a
cualquiera de las dos hijas un buen partido. Pero cuando se supo que Mademoiselle Michaud era
condenada a cuarenta y cinco años de prisión, en las bocas de la gente se fue instalando el Madame.

Había en ello una mezcla de respeto y de lástima hacia una persona que ya no podría casarse, y a la
que iba a ser imposible seguir llamando señorita mientras envejecía en la cárcel. Madame Michaud
cumplió su condena seis años antes de lo previsto, y lo primero que haría, bien lo sabía todo el mundo,
sería visitar la casa de Les houx.

El amor que le tuvo desde niña a la casa y a los establos, a los cultivos y a las arboledas y hasta a los
terrenos desnudos que daban a la carretera, ese amor desmesurado, sería su tragedia. Desde que
aprendió a caminar, su pasatiempo favorito fue recorrer en soledad los recovecos de la casa. No había
un rincón de la construcción inmensa que no conociera y al que no hubiera sido capaz de llegar con
los ojos cerrados. Esto puede no parecer grandioso si no se conoce la casa de Les houx. Por eso debo
decir que tenía tres pisos, dos escaleras que accedían al segundo (una de la cocina y una del zaguán) y
otra más que subía directamente al zarzo.

Su perímetro era regular, un rectángulo cerrado y perfecto como una caja fuerte; pero por dentro era
de diseño impar, llena de nichos y de esquinas impredecibles. Había un cuarto sin puerta al que se
entraba corriendo el falso fondo de un armario: ahí, el abuelo había escondido papas y repollos de su
cosecha para provocar la subida del precio durante el cambio de siglo, y el padre había escondido a
una pareja judía durante la segunda guerra. Entre los dos eventos, el cuarto había pertenecido a la niña

Ella era por naturaleza solitaria, y ni siquiera su hermana sabía dónde buscarla a la hora de sentarse a
la mesa o cuando alguien la necesitaba para algo. Se sabía que había estado en los establos porque
llegaba oliendo a heno y a estiércol; se sabía que había pasado la mañana en la arboleda porque sus
vestidos llegaban rasgados por conos de pino o estropeados sin remedio por la resina de los troncos.
Cuando creció, sus padres se preocuparon: Mademoiselle Michaud visitó médicos y algún aprendiz de
psicoanalista, porque a la gente le resultaba incomprensible que una joven de diecinueve años pasará
todo el día sola en lugar de ver a sus amigas.

Nadie entendía que no se la pudiera encontrar nunca en el mismo lugar de la amplísima casa; nadie
entendía que desperdiciara los veranos vagabundeando por las tres hectáreas como un gato que orina
para marcar su territorio. Empezó la guerra, y Mademoiselle Michaud ganó una súbita importancia en
las funciones de Les houx: durante los bombardeos nocturnos, cuando la corriente eléctrica de todo el
país se cortaba para que los aviadores no ubicaran sus blancos, ella era la única capaz de encontrar
objetos perdidos en la oscuridad, o de atravesar la propiedad de un extremo al otro si era preciso
alimentar a los caballos o dar un recado al mayordomo.

Todo ello determinó que, en 1949, cuando murió el padre de las señoritas Michaud, la madre, que
hasta entonces se había desentendido de esos asuntos, entregará la administración de la propiedad a la
única persona que podía obtener resultados satisfactorios; y Mademoiselle Michaud tuvo la excusa
perfecta para olvidar u omitir los ímpetus matrimoniales de los jóvenes de Ferrières o de Lieja o
incluso de Lovaina. En ese estado, que para ella se acercaba al paraíso, pudo permanecer durante
varios años. La casa nunca había conocido, ni conocería, un esplendor semejante.

En 1958 Sara recibió la visita de Jan, un joven flamenco cuyo apellido nadie retuvo fácilmente: ni la
madre, por falta de esfuerzo, ni la hermana, por ensimismamiento y desinterés. Todos los martes y
todos los sábados durante dos años se le vio llegar en un Studebaker color de palo de rosa —que
aparcaba frente a la casa, en el lugar que el padre había ocupado desde que compró su primer carro—,
e irse apenas comenzaba a caer la noche. Rara vez coincidió con Mademoiselle Michaud en la casa:
desde que lo veía cruzar el portón de entrada, ella desaparecía. Aquel hombre le resultó antipático
desde el principio, y francamente repulsivo desde el sábado de verano en que llegó, no por la tarde
sino antes de mediodía, con una cuadrilla de ayudantes cargados de varas de medir. Mademoiselle
Michaud, desde varios rincones de la propiedad, los observaba sacar cuentas, medir el flanco que daba
a la carretera, la superficie de la arboleda o la que ocupaban los terrenos sobre los que no se había
construido ni nadie pensaba todavía en construir.

El sábado siguiente, la misma rutina de mediciones se produjo; y al entrar a la casa, en la noche,


Mademoiselle Michaud se sentó frente a su madre, que leía apaciblemente Le rouge et le noir.
Mademoiselle Michaud guardaría para siempre ese dato nimio, porque en ningún momento de la
conversación su madre cerró el libro o lo puso sobre su regazo para hablar.

Con el libro abierto, el lomo de cuero fino hacia la hija inquieta, la madre explicó que Jan (y
pronunció mediocremente el apellido) había pedido la mano de Sara: ella no había encontrado razones
para negársela y en cambio más de una para concedérsela. Estando su padre muerto, la decisión le
incumbía a ella sin deliberaciones de ningún tipo. Se casarían apenas llegara la primavera del próximo
año. La primera semana de abril les parecía a todos un excelente momento. Mademoiselle Michaud
emprendió un lento estudio, del que quizás ella misma no se percataba y cuyo objeto era el futuro
marido de Sara.

Eso puede llamarse intuición, pero también desconfianza: la desconfianza de una mujer (porque ya, en
este tiempo, Mademoiselle Michaud era una mujer) que nunca ha tratado con seres humanos; cuya
amistad, en definitiva, se ha volcado siempre sobre los objetos de la casa, las vigas de un techo y las
alfombras, la cal de las paredes y el cascajo del patio y la madera de un cobertizo. Las cosas y su
organización en el espacio físico eran la compañía de Mademoiselle Michaud; era lógico, entonces,
que la presencia del pretendiente y de sus hombres medidores la perturbara. Persiguió y espió a la
pareja; su conocimiento del terreno en que se movía le permitió pasar desapercibida. Vio sin que le
importara que, cuando se encontraban solos en la sala de recibo, los novios no sólo se besaban, sino
que la mano de él se perdía debajo del suéter de ella, y la de ella entre los pliegues de tweed de los
pantalones de él.

Vio, a finales de agosto, que el novio empezaba a venir más temprano, y Sara y él aprovechaban la
siesta de la madre para esconderse en el cuarto detrás del armario, del cual algún tímido gemido se
escapaba. Y a principios de septiembre vio que Jan usaba el teléfono del tercer piso para hacer una
llamada de negocios. Habló del momento en que la mitad de todo esto le perteneciera; habló de la
necesidad de poner tanta tierra inútil a producir. Los detalles que mencionó funcionaron sobre
Mademoiselle Michaud con la fuerza de una catapulta. Por esos días debía ir a la frontera, donde los
precios eran más bajos, para hacer una compra importante de viruta. Algún mercader pudo ofrecerle el
molinillo que buscaba. Regresó a casa después de la cena, y ciegamente vació el contenido de su
saquito, un polvo grueso y tosco, en el pousse-café del pretendiente. Jan no sobrevivió a esa noche.

La madre, sabiamente, envió a Sara a casa de una de sus amigas, en Aix-lawww. Chapelle. El juicio se
llevó a cabo con celeridad, pues el dolo era notorio y la videncia no hubiera podido ser más pródiga.
Un camión vino a buscar a Mademoiselle Michaud para llevarla a la cárcel de mujeres, cerca de
Charleroi. La madre no salió a despedirla. Imagino a la mujer que hasta los cuarenta años había vivido
en el mundo de una niña, y que entonces había asesinado a alguien, mirando por última vez los
predios de la familia. Dos días después, Sara, todavía enferma de náuseas, regresó a Les houx. No
dormía, pero ése era el menor de los males. Antes de que nadie se diera cuenta, una anorexia la había
llevado a la cama, un médico había venido a salvarle la vida, una terapia había comenzado y se
llevaba a cabo puntualmente.

Con el tiempo, su tristeza no fue más terca que la tristeza de cualquiera, y poco a poco revivió su
apetito. Un accidente ocurrió cierto día: la madre quiso obligarla a probar la torta de macarrones que
había comprado para ella en la pastelería de André Destiné, y que había sido siempre su favorita; Sara
se negó y ante la insistencia perdió el control, manoteó demasiado cerca de la mesa que había junto a
la puerta cristalera y su cachetada destrozó contra el piso un jarrón de cerámica local que había sido
de la bisabuela.

Notó el espacio sobre la mesa, el círculo que brillaba como una luna desde donde el jarrón había
estado, inmóvil, durante tantos años. Se hubiera dicho que ese instante marcó el comienzo de su
mejoría. Dijo que ahora entraba más luz al comedor; al día siguiente cambió la mesa de lugar; una
semana más tarde, contrató a tres obreros que, junto al mayordomo, ampliaron el marco de la puerta
cristalera en dos metros de cada lado, y la acabaron sustituyendo por un ventanal que iba del piso de
parquet al cielo raso.

Nunca tuvieron noticias de Madame Michaud —ya era éste el apelativo con que el público hablaba de
ella—; y Madame Michaud no tuvo noticias de ellas. Comentaba la gente que era como si la hubieran
condenado al exilio más doloroso desde el principio y, con el tiempo, el exilio se hubiera tornado en
llano olvido. Pero no era así: Sara nunca olvidó que su hermana vivía en una celda por haber
envenenado al hombre que la iba a hacer feliz.

Madame Michaud, por su parte, no podía sentir la culpa que le endilgaban, ni el arrepentimiento por
su actuación: su universo no contemplaba esos sistemas, porque no era humano; y las cosas no son
culpables, ni las construcciones sienten arrepentimiento. Es un lugar común decir que perdió la noción
del tiempo; pero contaban las carceleras de su patio que salía muy poco y que rara vez se relacionó
con otra de las convictas, y que vivía, en todos los demás aspectos, al margen de cualquier evolución,
ignorante a las rutinas del mundo interno y a las revoluciones del externo.

Encerrada en el mínimo espacio de su celda, Madame Michaud no se enteró de que su madre había
muerto de muerte natural durante el invierno de 1969, y nunca supo que, en su lecho de muerte, ella la
había perdonado. ¿Se habría alegrado de ese perdón? Es una certeza imposible.Su compañera, que
muy pronto agotó los deseos de conversar con ella, cuenta que Madame Michaud (cuyo pelo
encanecía, cuya piel transparente se iba secando como la coraza desprendida de un eucalipto) se
pasaba los días enrollando y desenrollando un pliego de papel sobre el piso de la celda.

Por un lado aparecía impreso un viejo calendario traído de Francia: 1954 — Dixième anniversaire de
la Libération era la leyenda marcada encima de los meses y de los días. Sobre el reverso del
calendario, Madame Michaud había dibujado a lápiz el croquis de Les houx con tantos detalles que su
compañera exclamó, al ver el plano por primera vez, que conocía el lugar. No era cierto, pero la
perfección de los detalles se había impuesto sobre su memoria.

La ilusión, momentánea para la otra convicta, era perfecta para Madame Michaud: y sobre ese plano
vivió los años de su reclusión, ajena a su vejez acrecentada. No es difícil imaginarla volcada sobre
paredes que eran un simple trazo grueso, o creyendo esconderse detrás de muros que estaban hechos
no de cemento y ladrillo, sino del sombreado cuidadoso de un lápiz inclinado. Imagino que fue la
buena conducta de la convicta Madame Michaud lo que, paradójicamente, propició la distracción de
las directoras de la prisión de Charleroi.

Nadie, durante los últimos años de su reclusión, pareció acordarse de ella; y es fácil pensar que
muchos más años le habrían sido conmutados si ella lo hubiera solicitado antes de manera oficial.
Cuando se decidió que merecía la libertad anticipada, le faltaban seis años para cumplir la pena. Pero
diez años atrás, la misma merced le habría sido concedida: su comportamiento fue él mismo a lo largo
de toda esa vida dentro de la vida que es una condena por homicidio. En diciembre de 1998, Madame
Michaud fue convocada a la sala César Franck de la prisión, donde respondió a una serie de preguntas
que querían confirmar su voluntad de regresar a la sociedad y ser un miembro útil de ella.

Al final de la sesión, le preguntaron si prefería salir antes o después de las fiestas: ante la inminencia
de su libertad, Madame Michaud no quiso pasar un día más en la cárcel. Los intendentes pusieron
entre sus pertenencias (la toilette con la que había llegado y un calendario en cuyo reverso había el
plano de una casa) un sobre con tres mil francos en billetes de quinientos. El diecinueve de diciembre,
Madame Michaud pasó la noche en un motel de Charleroi —nadie la había esperado frente a los
muros de la prisión—, y antes de que amaneciera ya estaba lista para regresar a Les houx. (A sus 69
años, Madame Michaud había perdido el sueño, y despertaba siempre con las primeras luces). No le
tuvo que explicar al taxista dónde quedaba la propiedad de su familia.

El taxi recorrió el sendero de entrada lentamente, pues había nevado y una capa de hielo volvía la
superficie resbalosa. Madame Michaud limpiaba el vaho acumulado en su ventanilla para ver la casa,
su casa, y debía pensar que abriría el portón y sería para ella como si ni un día hubiera pasado. No
despidió al chofer apenas se bajó del taxi, quizás porque sintió que no era cascajo lo que pisaba bajo la
nieve, sino grava suelta. Pero siguió adelante, y su mano se dirigió instintivamente al espacio donde
siempre estuvo el aldabón: su mano cayó en el vacío. Le debió de parecer inverosímil tener que buscar
con la mirada la cerradura, y tener que intentarlo dos veces antes de accionar el mecanismo. Tuvo que
pensar en la posibilidad de haberse distraído en el camino, de que el chofer la hubiera traído a una
casa ajena. Miró a su alrededor. En su cara se leía la confusión. Madame Michaud se sentía
desorientada.

En el zaguán, donde hubo siempre un ángel de piedra apostado bajo las escaleras, no había ahora
escaleras, sino una biblioteca de flormorado, y el ángel de piedra era un sillón de lectura. Tres
habitaciones se repartían el área que había sido treinta y nueve años antes el salón de estar: una para
las armas de cacería, otra para los vestidos de invierno y otra que Madame Michaud no verificó,
porque la vio oscura y quizás profunda (le pareció que una baranda descendía a una cava), y tuvo
miedo de perderse. El primer piso era irreconocible; consoló a Madame Michaud el hecho de no poder
subir al segundo —ignoraba por dónde hubiera podido hacerlo—, pues así se evitaba repetir los
tanteos ciegos y la extrañeza, la dolorosa extrañeza.

Madame Michaud no estaba sola en la casa, pero la otra presencia no se hubiera delatado ni por todo
el oro del mundo. Desde los rosetones del zarzo, Sara la vio salir, y fue como si sintiera ella misma el
frío que golpeó a su hermana mayor en la cara. Sara no desperdició un detalle: ante su mirada ansiosa,
Madame Michaud comprobó que una especie de cabaña sin paredes se levantaba donde había estado,
según recordaba, el galpón de los caballos lusitanos, y enseguida, con la mano en la frente, descubrió
que aquel jardín de plantas dormidas había sido antes la espesa arboleda.

Agradeció que el taxi la esperara aún, porque no estaba segura de ser capaz de encontrar el camino de
salida entre tantos senderos nuevos que conducían a tantas nuevas dependencias, a tantas
construcciones recientes que Sara había proyectado y erigido con paciencia de artista a lo largo de
treinta y nueve años, y que en muchos casos no estaban todavía ocupadas ni cumplían función alguna,
porque su única justificación era reemplazar una memoria o un afecto en la mente de Madame
Michaud para que ahora ella, en el puesto trasero del taxi, se preguntara adónde podía ir, qué lugar
quedaba para ella en el mundo.

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