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Ahondando en el misterio Eucarístico

Las nociones que aprendimos en el catecismo y que con esfuerzo grabamos en


nuestra mente y en nuestro corazón cuando nos preparábamos a recibir el
sacramento de la comunión, son generalmente muy elementales y básicas,
aunque suficientes para la inolvidable circunstancia de recibir a Jesús-Hostia por
la primera vez. Pero a lo largo de la vida, la formación y la praxis cristiana van
exigiendo profundizaciones mayores.

Es oportuno, pues, meditar con detenimiento en uno de los principales temas de


nuestra fe que es el misterio Eucarístico. Y hacerlo de una manera esquemática
que ayude a sistematizar y a gravar en nosotros lo que se medita. Es lo que
pretendemos con esta breve reflexión.

• * *

La Eucaristía –palabra que, como se sabe, deriva del griego y significa “acción de
gracias”- puede ser concebida en su dimensión histórica y en otra que podemos
llamar mistérica. ¿Cómo se da en la historia y cómo ahondar en su propia
esencia?

I) En lo que se refiere a su historia, ella se forja en el tiempo a través de


tres etapas:

La primera es como figura y sucede en el Antiguo Testamento.

La segunda es como acontecimiento y se realiza en el Nuevo Testamento.

Y la última se celebra como sacramento y se da en la vida de la Iglesia.

Son figura (o prefigura) de la Eucaristía la Pascua judía y el maná del desierto.


También los sacrificios de Abel, de Abrahán y de Melquisedec. En realidad, todo el
Antiguo Testamento vive en tensión en función de la venida de Cristo,
especialmente del cumplimiento de las promesas mesiánicas que alcanzan su
auge en los misterios celebrados en el Triduo Pascual.

El acontecimiento eucarístico se da en la Última Cena, como manifestación del


excesivo amor de Cristo que “habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1). El jueves santo, el Señor ofrecerá de
forma incruenta su cuerpo “que será entregado” y su sangre “que será
derramada”. Al día siguiente, en el Calvario, la oferta será trágicamente cruenta.
En el Cenáculo el Señor instituye el sacerdocio ministerial, precisamente para
perpetuar el misterio redentor.

Por fin, el sacramento eucarístico celebra el infinito amor de Dios que se da como
alimento de vida eterna. Llamamos a la Eucaristía el “sacramento por excelencia”,
puesto que contiene al propio Cristo, fuente y meta de todo bien natural y
sobrenatural. Nada puede superar a la Eucaristía que perpetúa la presencia de
Cristo hasta el fin de los tiempos.

II) Por su vez, la Eucaristía tiene una triple dimensión que es necesario
considerar para penetrar en su divina esencia. Ella es:

Presencia

Banquete

Sacrificio.

Presencia: El pan y el vino ofrecidos en la Misa, en virtud de las palabras de la


fórmula de la consagración pronunciadas por el sacerdote, se transubstancian en
el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús. A partir de ese momento, es el
propio Cristo que se hace presente sobre el altar, como presente está en todos los
sagrarios de la tierra, en razón de la misma consagración operada sobre las
especies derivadas del trigo y de la uva. ¿Presencia de Cristo como en Belén, en
Galilea, en el Tabor o en al Calvario? No precisamente. Presencia de Cristo
enriquecida con la calidad de un cuerpo glorioso y resucitado, puesto que Jesús,
habiendo resurgido de entre los muertos, pasa a estar, bajo las apariencias de pan
y de vino, con su cuerpo glorificado, tal cual está ahora a la derecha del Padre. La
Eucaristía no es su divino cuerpo padeciente, llagado o muerto. Es su cuerpo
resplandeciente después del triunfo de la resurrección. Así, triunfante, está en la
Hostia consagrada.

Esa presencia divina y gloriosa, es la que explica el prodigio de que tantos


hombres y mujeres se rindan ante el tabernáculo o el ostensorio en actitud
reverente y adorante: ¡Ecce panis angelorum! Ahí están las falanges de la
adoración perpetua, de la adoración nocturna, de las cuarenta horas, de las
vigilias ante el Divino Sacramento, de las solemnidades del Corpus, de tantas
otras devociones eucarísticas.

Banquete: Además de presencia real, el Señor es comida, es alimento, es “pan de


vida” (Jn, 6-35). No se quedó en la Eucaristía tan solo para que lo adoremos: se
quedó para que lo comamos, para que lo recibamos y nos alimentemos y curemos
de nuestras miserias con este Divino remedio. “Quien come mi carne y bebe mi
sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 51-58) dijo Jesús.
Este alimento bendito es prenda de resurrección y de vida eterna. ¿Cómo no
aproximarse a esta Mesa?

Si nuestras disposiciones para recibir el Cuerpo de Cristo piden una reconciliación


con Él a través de la confesión sacramental, no tardemos en ponernos en paz con
Dios para correr presurosos al banquete vestidos con las nobles ropas del
arrepentimiento, de la penitencia y del propósito de enmienda. Toda adoración
eucarística encuentra su ápice en el momento de la comunión sacramental,
cuando el Divino Médico viene a nuestro pecho para transformarnos y hacer
posible aquello de que “no soy yo quien vivo mas es Cristo que vive en mi” (Gal. 2,
20).

Sacrificio: La Eucaristía es el memorial del sacrificio del Calvario. Memorial que no


solo, ni principalmente, lo recuerda, sino que lo actualiza sobre el altar. Lo “re-
presenta”, en el sentido propio del término, es decir, lo hace presente una vez
más. Pero no como una figuración, más o menos como lo es una obra de teatro
que se hace en un escenario y que se vive como espectáculo evocativo. No. En la
Eucaristía, se realiza el mismísimo sacrificio redentor de la Cruz. Es verdad que
Cristo murió una sola vez; la celebración Eucarística no le hace morir de nuevo ni
tampoco le hace sufrir. Él ya padeció, ya se inmoló, ya triunfó. Entretanto, sobre el
altar, Él perpetúa su inmolación en el tiempo de manera real aunque misteriosa,
actualizando su sacrificio y aplicando sus méritos, según a las disposiciones e
intenciones del sacerdote y de la asamblea. “Cada vez que comemos de este pan
y bebemos de esta de esta sangre, anunciamos tu muerte Señor hasta que
vuelvas” dice un texto de la Misa. Anunciar su muerte es actualizar el sacrificio
según el mandato hecho a los Apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lc. 22,
19). “Esto”, es el pan partido y la sangre vertida, es decir, el sacrificio redentor.

Él es la Víctima que se inmola, el Sacerdote oferente, el altar propiaciatorio


que, como en la cruz, se ofrece al Padre. El sacerdote opera “in persona christi” es
decir, como otro Cristo. O, mejor, es Cristo quien opera por las manos, la laringe y
los gestos litúrgicos del ministro sacerdote.

La Eucaristía es entonces la presencia real y substancial del propio Cristo que se


ofrece al Padre como Víctima y se da a los fieles como alimento. ¿Qué puede
haber de mayor o de mejor?

Considerar estos datos que hemos ponderado y meditado, hace más


conciente y fructuosa nuestra adoración al Señor, nuestra participación en la
liturgia de la Misa y nuestras comuniones eucarísticas. Conocer y vivir estas triples
dimensiones de la Eucaristía constituye el ideal cristiano aquí en la tierra. Ya en la
eternidad veremos a Dios tal cual es y seremos plenamente saciados de la
felicidad de su presencia. Para esa llegar a esa meta anhelada, en las duras fatigas
de la ruta, nos restaura y vivifica el Pan del camino.

Asunción -Paraguay-, Abril de 2010.

P. Rafael Ibarguren EP

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