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Cómo Judas perdió su vida

La historia de Judas presenta el triste fin de una vida que podría haber sido
honrada por Dios.
Pero su carácter fue desenmascarado ante el mundo como una advertencia para
todos aquellos que traicionan las responsabilidades sagradas.
Desde la fiesta en la casa de Simón, Judas había tenido la oportunidad de
reflexionar en el acto que había decidido realizar, pero su decisión no cambió.
Vendió al Señor de gloria por el precio de un esclavo.
Por su naturaleza, Judas tenía un fuerte amor al dinero, pero no siempre había
sido lo suficientemente corrupto como para hacer algo así. Había alimentado el
espíritu de la avaricia hasta que este se volvió más fuerte que su amor por
Cristo.
Por un vicio se había entregado a Satanás, quien lo arrastraría hasta lo más
bajo del pecado. Judas se había unido a los discípulos cuando las multitudes
seguían a Cristo. Había presenciado las maravillosas obras del Salvador al
sanar a los enfermos, echar a los demonios y resucitar a los muertos.
Reconocía que las enseñanzas de Jesús eran superiores a todo lo que había
escuchado alguna vez. Sintió un deseo de ser transformado en su carácter y
esperaba experimentar esto por medio de una relación con Jesús. El Salvador
no rechazó a Judas. Le dio un lugar entre los doce y le concedió poder para
sanar a los enfermos y echar a los demonios. Pero Judas no se entregó por
completo a Cristo.
No le permitió a Dios moldear su vida, sino que cultivó una visión de crítica y
de acusación. Judas tenía gran influencia sobre los discípulos. Tenía una alta
opinión de sus propias cualidades y consideraba al resto de los discípulos muy
inferiores a él.
Judas pensaba, con gran satisfacción, que la iglesia muchas veces se vería en
aprietos si no fuese por su habilidad para manejar las cosas.
En su propia estima, él era un honor para la causa, y así se presentaba siempre.
Cristo lo ubicó donde él tendría la oportunidad de ver y corregir sus
debilidades de carácter, pero Judas consintió su deseo por el dinero.
Las pequeñas sumas que llegaban a sus manos eran una continua tentación.
Cuando realizaba algún pequeño servicio para Cristo, se cobraba de ese escaso
fondo.
A sus propios ojos, esas razones falsas servían de excusa para su proceder
pero, a la vista de Dios, era un ladrón.
Judas había trazado un plan de acción y esperaba que Cristo lo siguiera. Había
pensado que Jesús libraría a Juan el Bautista de la cárcel. Pero Juan
permaneció ahí y fue decapitado.
Y Jesús, en vez de vengar la muerte de Juan, se retiró a un lugar del campo.
Judas quería una guerra más agresiva.
Pensaba que, si Jesús no impedía a los discípulos ejecutar sus planes, la obra
tendría más éxito. Vio a Jesús permanecer callado ante los desafíos de los
líderes, cuando le demandaban que hiciese una señal del cielo. Su corazón
estaba abierto a la incredulidad, y el enemigo le proporcionaba motivos de
rebelión.
¿Por qué Jesús predecía pruebas y persecuciones para él y sus discípulos?
¿Quedarían truncadas las expectativas de Judas de ocupar un alto cargo en el
reino?
En contra de Cristo Judas siempre creyó en la idea de que Cristo reinaría como
rey en Jerusalén. Cuando ocurrió el milagro de la alimentación, fue Judas
quien comenzó el proyecto de tomar a Cristo por la fuerza y hacerlo rey.
Sus esperanzas fueron grandes; su decepción, amarga. El discurso de Cristo
referente al Pan de Vida fue el punto decisivo. Judas vio que Cristo ofrecía
bienes espirituales y no materiales. Pensó que Jesús no tendría honor y no
podría dar ningún puesto elevado a sus seguidores. Decidió que no se uniría a
él tan íntimamente que después no pudiese apartarse. Estaría a la expectativa.
Y así lo hizo.
A partir de ese momento, expresó dudas que confundían a los discípulos.
Introdujo controversias y textos de las Escrituras que no tenían conexión con
las verdades que Cristo presentaba. Estos textos, separados de su contexto,
dejaban perplejos a los discípulos y aumentaban el desaliento que ya sentían.
Sin embargo, Judas aparentaba ser honorable y correcto. Y de una manera muy
religiosa y supuestamente sabia, estaba dándole a las palabras de Jesús un
significado que este no les había dado.
Las sugerencias de Judas constantemente generaban deseos ambiciosos de
posiciones y honores más elevados. La discusión sobre quién debía ser el más
grande generalmente comenzaba con Judas.
Cuando Jesús presentó al joven rico la condición para ser su discípulo, Judas
se disgustó. Hombres como este príncipe ayudarían a financiar la causa de
Cristo. Judas pensó que él podía sugerir planes para beneficiar a la pequeña
iglesia.
En estas cosas, él se creía más sabio que Cristo.
Jesús veía que Satanás estaba abriendo un conducto por el cual podría influir
en los otros discípulos. Sin embargo, Judas no se quejó abiertamente hasta la
fiesta en la casa de Simón. Cuando María ungió los pies del Salvador, Judas
mostró su actitud codiciosa. Cuando Jesús lo reprochó, el orgullo herido y el
deseo de venganza rompieron todas las barreras.
Esta será la experiencia de todo el que persista en jugar con el pecado. Pero
Judas no estaba completamente endurecido.
Aun después de haberse comprometido dos veces a traicionar al Salvador, tuvo
oportunidad de arrepentirse. En la cena de Pascua, Jesús incluyó tiernamente a
Judas cuando sirvió a los discípulos.
Sin embargo, Judas no respondió al último llamado de amor. Los pies que
Jesús había lavado salieron a realizar la obra de traición.
Al entregarlo, Judas quería enseñarle una lección. Quería que el Salvador
tuviera más cuidado y lo tratase con el debido respeto a partir de ese momento.
Si Jesús era realmente el Mesías, el pueblo lo proclamaría rey. Judas recibiría
el mérito de haber puesto al rey en el trono de David y esto le aseguraría el
primer lugar, junto a Cristo, en el nuevo reino.
En el jardín, Judas dijo a los líderes de la turba: “Al que le dé un beso, ese es;
arréstenlo” (Mat. 26: 48, NVI). Creía con total seguridad que Cristo escaparía.
Entonces, si lo culpaban a él, diría: “¿No les dije que lo arresten?”
Con asombro, Judas vio que el Salvador permitía que se lo llevaran. A cada
movimiento, esperaba que Jesús sorprendiera a sus enemigos, mostrándose
ante ellos como el Hijo de Dios. Sin embargo, al pasar las horas, un miedo
terrible se apoderó del traidor por haber vendido a la muerte a su Maestro.
Cuando el juicio se acercaba a su final, Judas no pudo soportar más la tortura
de su conciencia culpable. De repente, una voz ronca cruzó la sala: “¡ Es
inocente; perdónalo, oh, Caifás!” Se vio entonces a Judas abrirse paso a través
de la muchedumbre asombrada.
Su rostro estaba pálido y en su frente había gruesas gotas de sudor. Corriendo
hacia el asiento del juez, arrojó delante del sumo sacerdote las piezas de plata
que habían sido el precio de la traición de su Señor. Agarrando el manto de
Caifás, le rogó que liberara a Jesús. Airado, Caifás se soltó de él, pero no sabía
qué decir. El engaño de los sacerdotes quedó al descubierto. Habían sobornado
al discípulo para traicionar a su Maestro.
“He pecado porque traicioné a un hombre inocente”. Pero el sumo sacerdote,
recobrando su compostura, contestó: “¿Qué nos importa? Ese es tu problema”
(Leer Mat. 27: 4).
El Salvador sabía que Judas no sentía un dolor profundo que quebrantaba el
corazón por haber traicionado al inmaculado Hijo de Dios.
Sin embargo, no pronunció ni una palabra de condenación.
Miró a Judas con compasión y dijo: “Esta es precisamente la razón por la que
vine” (Juan 12: 27).
Con asombro, todos vieron la paciencia de Cristo hacia su traidor.
Este Hombre era más que mortal. Pero ¿por qué no se libraba a sí mismo y
vencía a sus acusadores?
Las súplicas fueron en vano. Judas salió corriendo de la sala, exclamando:
“¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!” Sintió que no podía vivir para ver a
Cristo crucificado y, desesperado, salió y se ahorcó.
Más tarde, ese mismo día, la multitud que conducía a Jesús al lugar de la
crucifixión vio el cuerpo de Judas al pie de un árbol seco. Su peso había roto la
cuerda con la que se había colgado. Los perros lo estaban devorando. Al
parecer, el castigo divino ya estaba recayendo sobre los culpables por la sangre
de Jesús. [White, Elena G. El Libertador 358 -361]. Capítulo 76

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