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- Febrero de 1943.
ELOGIO A UN AMIGO ORFEBRE
por Mariano Fiallos Gil
Alguna vez el espíritu ha de rebelarse contra la pesadez del aire palabrero y tenderse
sobre el fácil significado de las cosas. Ir por la torcida calle de la ciudad, al borde de esas casas
edificadas al ojo caprichoso del albañil, con mochetas de canteras y paredes desconchadas de
adobes. Aleros sostenidos sobre canes que fabricaron los del siglo XVIII. Maderos carcomidos
de los dinteles. Ventanucos de rejas torneadas. Altas mesetas de las aceras. Tejas negras de sol y
agua.
He visto esta calle municipal por fuera, a la hora en que todavía hay un viejo que tiene
una señal de la cruz, cuando la campanita iglesiera del barrio empieza agitando el aire diáfano de
la tarde. Torre contra el atardecer. Paisaje de agua fuerte. Perfil de campanarios en el poniente
lila, anaranjado, rojo. Claridad de celaje veraniego.
Ahí está ese artesano con sueño de Edad Media y angustia de jerarquía gremial, de
respeto a la autoridad (autor de leyes), nostalgia de palabra cumplida. Tiene nobleza y gusto de
su bello oficio; linaje de gran artesanía. Vedlo frente al obrador, a estas horas, con su lente
pegado al ojo, acabando el cincelado de algún relicario para la Catedral. Orfebre y joyero: bellos
oficios con categoría de bellas artes. Más que artesano, artista. Dignidad de quien cumple con
su trabajo y de quien pone en la ejecución la honradez de su mano que nunca escamotea un
pedazo de metal para su bolsillo. Os parece raro, ¿verdad? Pero aún existen esos hombres.
Nobleza en el linaje de su oficio y de su clase: Benvenuto, San Eloy, Juan de Arfe .
Egregia estirpe de los que dieron virtud al metal con la gracia de sus manos. Este mi amigo
orfebre, descendiente de los que hicieron las custodias, los cálices, los turiferos de la vieja
Catedral Metropolitana, Compañero de aquellos talladores de los dorados altares que arrinconó
un obispo. Los mismos que dignificaron el barro de los ladrillos y la piedra de los sillares.
Alrededor de los bellos oficios en nuestra eterna Edad Media, llena de anacronismo, está
siempre la liturgia. Para la Iglesia trabajaron las expertas manos de hombres y mujeres porque
de la Iglesia venia la radiación de la vida pública y privada. Ningún ejercicio fuera de ella. ¡Ay
de quien se sublevara contra el poder temporal y el poder eterno!
Lo poco que se hace ahora es más bien hecho por el obrero que por el artesano y, en la
orfebrería, el oro ha perdido la dignidad para ser imitado en la bisutería importada o correr
litografiado en sucio papel moneda con pretensiones de billete de banco.
He visto de ese artesano anónimo en una anónima calle del barrio olvidado. Nació y vive
con el amor de su propio oficio sin beneficio porque la dama rica o el galán acomodado prefieren
cualquier pedrería engarzada en hojalata para adornarse; cualquier artificio de aparentar y nada
más. Y es que tan pobres, tan de apariencia seguimos siendo como los aborígenes que dieron el
oro de sus minas por la cacharrería de los conquistadores. Cómo podemos dar la libertad y
tranquilidad públicas por algún pasodoble callejero.
Esta nobleza del más bello oficio se queda perdida en la vieja orfebrería litúrgica. Ahora
sirva para vaciar el oro en los moldes de la medalla con que se condecora a algunos mentecatos.
Por eso, a la noble artesanía de mi amigo el orfebre que tiene sueños de gentilhombre del Rey
Metal, la emoción de quien contempla un barrio de la vieja ciudad de calles torcidas, aleros sobre
canes del XVIII torre perfilada en el atardecer; paisaje para Alberto Durero.
- Septiembre, 1938
LEON