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LEÓN, CAMPANARIO DE RUBÉN

por Mariano Fiallos Gil


Contra la luz de la tarde, fondo para un grabado de Alberto Ourero, las viejas torres imponentes
elevan su canto de piedra hacia un claro cielo desvanecido.
A lo lejos la cordillera de los Marrabios, apenas perfilada duda, entre la dulce quietud del
lago y el salobre comal del Golfo de Fonseca, Mediterráneo de la América Central. Pájaros y
velas. Humo de volcanes y recuerdos de pólvora. La ciudad es aquí en medio del llano, pesada
meditación, congoja y rectitud. Por estos caminos pasaron los conquistadoras y frailes, los
escribanos y los gobernadores, los revolucionarios y los doctores.
Seminarista y universitaria, conventual y caballeresca, aún pasan las sombras del Padre
Ruiz y de García Jerez, del Gran Mariscal y de Padre Crispín, y por la Españita se oyen los
cascos sonoros del pasitrote redoblador, oh caballero de Arrechavala! con sus chupas, de
collarines, espuelas de plata, estribos de bronce y espada toledana.
Esta ciudad huyendo del fantasma del obispo que asesinaron los Contreras, se quiso
poner entre cielo y suelo, mar y montaña, al escampado. Hincó su rodilla en la llanura fuerte,
para orar por sus pecados. Demasiado cerca del infierno del volcán para olvidarse de las penas
eternas. Tan lejos el paraíso.
A la vera, el antiguo pueblo de Sutiaba. Superstición indígena y superstición hispana.
Quemar las culpas, macerar las pasiones y ahogar, cuando fuere menester, el destello de la
inteligencia libre. Eso es; aún sigue la serpiente tentando a la mujer, o viceversa.
Las viejas calles empedradas de toscos cantos rodados son propicias la «carreta nagua»
cuyo crujir nocturno se oye en la lejanía. Fijaos que la sonora campana de Catedral dio el toque
de queda. El ambiente es de torres, claustros y misterio. No hay luz eléctrica, de modo que las
aceras y los balcones guardan el azul de la noche de la suave mirada de las estrellas. Se han
puesto la visera de los aleros, sobre los canes del siglo XVII. Los corredores, largos, silenciosos
y solemnes, evocan antiguas leyendas perfumadas de tiempo inmóvil. Apenas un alcaraván hace
gárgaras con los luceros.
En León todo es campanas. Sonidos de campanas de todos los tonos filtrándose en todos
los rincones. Desde los salones de los señores, hasta los cuartuchos de los desamparados. En la
alcoba nupcial, en la celda de la monja, en el cuarto de la solterona, todo es sonido de campanas
en la noche o en el día. Vacante para los muertos ilustres, nobles para toda la escala jerárquica,
según la liturgia; vísperas, colocaciones, bautizos, confirmaciones, maitines, toques de rebato o
incendio. Campanas para recordar que hemos de morir, campanas para recordar nuestras
obligaciones, campanas para acostarse, para levantarse, para comer, para beber, para rezar.
En torno del gran campanario, en donde las campanas con falda de vírgenes se agrupan,
nuestro Rubén acompasó sus canciones; se le infiltró el sonido y el compás dentro de su más
íntima raíz. Por eso en León todos somos poetas, por las campanas que nos dan el ritmo de
yambos, ditirambos, hexámetros. Por eso seguimos haciendo versos –buenos o malos según el
campanario—y no por el agua del Pochote. Ya no bebemos el agua del río, pero seguimos
oyendo, así en gerundio, las campanas: Rubén Darío, Azarías H. Pallais, Alfonso Cortés, Lino
Argüello, Salomón de la Selva, Santiago Argüello, Juan de Dios Vanegas, Bernardo Prado
Salinas, Alí Vanegas, Antenor Sandino Hernández, Israel Paniagua, Cornelio Sosa, Amadís
Bolaños, Salvador Sacasa, Adán Selva, Alicia Prado Sacasa, Juan Felipe Toruño y puntos
suspensivos. los leoneses nacen, crecen, se reproducen y mueren al són de las campanas. De ese
la grave para un tono en do menor de la campana mayor de Catedral, que, como nuestras abuelas,
usa fustanes almidonados. En un La envolvente, como el manto de paño morado que llevan los
canónigos en las solemnes procesiones. Grave, de una gravedad de nudo en la garganta. Es
campana oscura, tenebrosa acongojante que se toca a ritmo lento.
Cuando se escucha, se presiente que va a suceder algo terrible o que ya sucedió y ello es
inevitable. Que por el aire van obispos gigantescos con largas capas negras. Voces de profetas
mayores con sus amenazas de Antiguo Testamento: Es la campana, de ronca voz sonora para
versos como estos:
Ven, Señor, para hacer la gloria de ti mismo,
Ven con temblor de estrellas y horror de cataclismo.
Ven o traer amor y paz sobre el abismo.
Hay otras campanas en Sol de tono brillante que va golpeando de luz el aire luminoso.
Son campanas reconciliantes, vitales. Si la del terrible La es llena de angustias, como campana
existencialista, esta de Sol es vitalista y eufórica. Con esta campana en sol mayor brillante no
pensamos ya que el término de las cuatro cosas postrimeras sea el Infierno. Si acaso el
Purgatorio para los alegres pecadores que suelen a veces, dejarse arrastrar por las divinas
tentaciones terrenales. Es un sonido lúcido, metálico, que se monta en el aire y se oye más allá
del horizonte. Ella dio el compás, el tono y el ritmo a estos versos rubenianos: del Coloquio de
Centauros:
isla de oro
con que el tritón erige su caracol sonoro
y la sirena blanca va a ver el sol un día
se oye un tropel vibrante de fuerza y de armonía,
Hay otras campanas con puerilidad de chiquillas, campanitas impúberes, risueñas, que aún andan
vestidas de organdí traslúcido enseñando las pantorrillas; campanitas frescas e irresponsables de
la torre de San Francisco; juguetonas, ágiles, ligeras, ingrávidas, precipitadas:
Un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú
y una gentil princesita tan bonita
Margarita
tan bonita como tú.
Ah, pero cuando estas campanas entremezclan sus sonidos al mismo tiempo y se tañen en
ocasiones ultra solemnes, van expresando, cada una, todas las pasiones liberales, las dudas
escépticas o la ciega fe religiosa. Es cuando el conjunto de sus sonidos nos van trayendo y
llevando de un lado a otro, y despertando ese universo entero de que todos estamos llenos, de
deseos insatisfechos, frustraciones, celos, sacrificios, odio y amor, avaricia y largueza …y cada
una de ellas dice y el coro de sus sonidos acompasados expresa la lucha, interior de uno mismo
entre las siete virtudes y los siete vicios. Ahí está el gran marqués de Bradomín de insigne don
Ramón de las Barbas de Chivo.
Pues bien, este cerco de sombras, este cerco de campanarios y fantasmas siguió a Rubén
toda la vida. Lo sujetó con una larga y pesada cadena de la cual no se libró ni en la hora de su
muerte. Estuvo con ella en la América del Sur y en Europa, en la noche y en el día, en la vigilia
y en el sueño.
En la niñez la casa de su tía estaba llena de temores. Anidaban lechuza en los aleros, los
sirvientes le contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos; frailes sin cabeza, mano peluda,
la Juana Catina, el obispo García.
Esto era el cerco y, para sujetarlo más, lo pusieron donde los padres jesuitas. Entre la tía,
los jesuitas y las campanas le hacían rezar y rezar:
Vete de aquí Satanás
que, en mí, parte, no tendrás,
porque el día de la Cruz
dije mil veces Jesús.
y realmente repetía mil veces Jesús.
Su sensibilidad atormentada, lo hacía soñar despierto en horrores de ultratumba. De tanto
darle y de tanto hacerle, la acción rebota en la mecánica psíquica. Y entonces quiso dinamitar el
campanario, creyendo encontrar la candela -vano esfuerzo- en aquel libro de masonería que cayó
en sus manos. Y habló peste de los curas, de los papas y de los canónigos, aunque por las
noches -siempre se le sigue temiendo a la noche– tuviera que persignarse.
Sujeto por la campana, quiso desprenderse de su sonido al son del sistro y del tambor.
Oponerle a la teología cristiana del renunciamiento, el coro de dioses del Olimpo que invita a
vivir. Contra Cristo, Dionisos; al vino en cáliz de amargura, el claro vino de Naxos, al oleo
sagrado, la miel hiblea.
Pero ni con una ni con otra, porque Darío fue en en este caso, el eterno antagónico, es
decir, el luchador (agonía, en griego, es luchador). Su alma está entre la Catedral y las ruinas
paganas.
Las virtudes y los pecados capitales:
Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos.
Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos.
Pues la angustia del hombre está en eso; en no saber realmente hacia dónde dirigir nuestra proa.
Eso de hacerse a sí mismo las terribles preguntas de si vale más razonar o sentir. Esa duda que
hace exclamar al viejo Unamuno este grito: «Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad
ni la razón logra hacer de la verdad consuelo». Queja angustiosa de Pascal -¿hereje?- cuando
afirma que tocio nuestro razonar se reduce a ceder al sentimiento,
Es la congoja de todo hombre sensible ante el infinito. Muy barreciana -Mauricio Barrés,
tan provinciano como Rubén- se debate amargamente: «Toda esa fría comprensión del exterior
nos lleva menos lejos que lo harían cinco minutos de amor».
Entonces, ¿hacia qué nos debemos inclinar? ¿Hacia el seductor lenguaje de las cosas
naturales, del instinto, de los sentimientos, de las atracciones elementales? O, por otra parte,
¿hacia la disciplina, la renuncia, el deber? Es tan dulce pecar.
Santo Tomás había dicho: «in medio virtus». La virtud está en el medio, pero Rubén no
era Santo Tomás. Él vivía haciéndose estas preguntas y nunca supo contestarlas bien. Por una
parte, el amor desbordado: por otra, el obligado. La Cartuja con sonido de las viejas campanas
que invitan a la rectitud bajo el apercibimiento de las penas eternas, o la delicia de dejarse guiar
por Dionisios, entre pámpanos, canéforas, flautas, oh, Dafne, que logran hacer vivir de otra
manera.
El hombre vive en esa lucha, en agonía, cuando sabe que es hombre. Bienaventurados
los simples que tienen la fe del carbonero. Ahí no hay complicaciones. Tampoco las hay cuando
se le da la carne al diablo y los huesos a Dios.
Pero aquí, con estas campanas sonando y sonando acompasadamente, no es posible
decidir cuándo se tiene fuego en la sangre, ímpetu en el espíritu y «una sed de ilusiones
infinitas».
Las viejas campanas persiguieron a Rubén. Y bajo la amplia sonoridad de sus capas
pluviales, de liturgia católica; entre obispos, canónigos y presbíteros, lamiéndole el rostro la
lívida luz de los pálidos cirios, trocado el blanco cisne de nieve en la paloma del Espíritu Santo,
convertidas las marquesas de Versalles en vírgenes y mártires, los faunos en apóstoles, la miel en
óleo sacro, se vino a morir, desencantado, bajo los silenciosos aleros que de tanto oír campanas
se han ido cayendo.

- Febrero de 1943.
ELOGIO A UN AMIGO ORFEBRE
por Mariano Fiallos Gil
Alguna vez el espíritu ha de rebelarse contra la pesadez del aire palabrero y tenderse
sobre el fácil significado de las cosas. Ir por la torcida calle de la ciudad, al borde de esas casas
edificadas al ojo caprichoso del albañil, con mochetas de canteras y paredes desconchadas de
adobes. Aleros sostenidos sobre canes que fabricaron los del siglo XVIII. Maderos carcomidos
de los dinteles. Ventanucos de rejas torneadas. Altas mesetas de las aceras. Tejas negras de sol y
agua.
He visto esta calle municipal por fuera, a la hora en que todavía hay un viejo que tiene
una señal de la cruz, cuando la campanita iglesiera del barrio empieza agitando el aire diáfano de
la tarde. Torre contra el atardecer. Paisaje de agua fuerte. Perfil de campanarios en el poniente
lila, anaranjado, rojo. Claridad de celaje veraniego.
Ahí está ese artesano con sueño de Edad Media y angustia de jerarquía gremial, de
respeto a la autoridad (autor de leyes), nostalgia de palabra cumplida. Tiene nobleza y gusto de
su bello oficio; linaje de gran artesanía. Vedlo frente al obrador, a estas horas, con su lente
pegado al ojo, acabando el cincelado de algún relicario para la Catedral. Orfebre y joyero: bellos
oficios con categoría de bellas artes. Más que artesano, artista. Dignidad de quien cumple con
su trabajo y de quien pone en la ejecución la honradez de su mano que nunca escamotea un
pedazo de metal para su bolsillo. Os parece raro, ¿verdad? Pero aún existen esos hombres.
Nobleza en el linaje de su oficio y de su clase: Benvenuto, San Eloy, Juan de Arfe .
Egregia estirpe de los que dieron virtud al metal con la gracia de sus manos. Este mi amigo
orfebre, descendiente de los que hicieron las custodias, los cálices, los turiferos de la vieja
Catedral Metropolitana, Compañero de aquellos talladores de los dorados altares que arrinconó
un obispo. Los mismos que dignificaron el barro de los ladrillos y la piedra de los sillares.
Alrededor de los bellos oficios en nuestra eterna Edad Media, llena de anacronismo, está
siempre la liturgia. Para la Iglesia trabajaron las expertas manos de hombres y mujeres porque
de la Iglesia venia la radiación de la vida pública y privada. Ningún ejercicio fuera de ella. ¡Ay
de quien se sublevara contra el poder temporal y el poder eterno!
Lo poco que se hace ahora es más bien hecho por el obrero que por el artesano y, en la
orfebrería, el oro ha perdido la dignidad para ser imitado en la bisutería importada o correr
litografiado en sucio papel moneda con pretensiones de billete de banco.
He visto de ese artesano anónimo en una anónima calle del barrio olvidado. Nació y vive
con el amor de su propio oficio sin beneficio porque la dama rica o el galán acomodado prefieren
cualquier pedrería engarzada en hojalata para adornarse; cualquier artificio de aparentar y nada
más. Y es que tan pobres, tan de apariencia seguimos siendo como los aborígenes que dieron el
oro de sus minas por la cacharrería de los conquistadores. Cómo podemos dar la libertad y
tranquilidad públicas por algún pasodoble callejero.
Esta nobleza del más bello oficio se queda perdida en la vieja orfebrería litúrgica. Ahora
sirva para vaciar el oro en los moldes de la medalla con que se condecora a algunos mentecatos.
Por eso, a la noble artesanía de mi amigo el orfebre que tiene sueños de gentilhombre del Rey
Metal, la emoción de quien contempla un barrio de la vieja ciudad de calles torcidas, aleros sobre
canes del XVIII torre perfilada en el atardecer; paisaje para Alberto Durero.

- Septiembre, 1938

LEON

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