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(1572-1641)
Santa Juana vivió sesenta y nueve años, desde 1572 hasta 1641,
de los cuales vivió 38 en el mundo y 31 en la vida religiosa. La
cronología de su vida es como sigue:
- 20 años de infancia y adolescencia entre Dijon y Poitou (1572-1592)
- 9 años de matrimonio en Bourbilly (1592-1601)
- 9 años de viudez entre Bourbilly y Monthelon (1601-1610)
- 31 años de vida religiosa en Annecy (1610-1641).
Vivió, pues, más en el mundo que en la vida religiosa y se la
considera la patrona de todas las vocaciones puesto que fue soltera,
novia, esposa, madre y religiosa.
Visión de conjunto
Es indudable que en la niña de Dijon, en la adolescente de Poitou,
en la “señora perfecta” de Bourbilly, en la viuda humillada de Monthelon,
Dios preparaba a la que destinaba a ser la “piedra fundamental” de la
Visitación y que, recíprocamente, la fundadora se benefició de las
experiencias y las virtudes de la “mujer de mundo”.
La Madre de Chantal amó con amor maternal a sus hijos según la
carne y a sus Hijas según el Espíritu, siendo siempre muy humana, muy
cercana a nosotros, con un encanto que nos fascina. ¿Cómo es posible
que se diera esta alianza? No es fácil analizarlo, porque sobrepasa la
psicología a la que estamos acostumbrados. San Francisco de Sales, que
veía en él mismo un misterio semejante, dijo de sí mismo una frase que
vale también para santa Juana: “Dios ha querido hacer así mi corazón”.
El resultado fue que Juana Francisca amó tiernamente a su padre,
a su esposo, a sus hijos, a sus amigos, a su “Padre único”, a las Hijas de
la Visitación”, a los pobres, a los apestados y hasta a sus enemigos, y al
mismo tiempo amó sólo a Dios.
La clave para entender a santa Juana es lo que le escribió san
Francisco de Sales cuando aún estaba ella en el mundo: “Os veo, me
parece, mi querida hija, con vuestro vigoroso corazón que ama y quiere
con fuerza. Y me gusta, pues los corazones medio muertos ¿para qué
sirven? Pero es preciso que hagamos un ejercicio particular de querer y
amar la voluntad de Dios más vigorosamente, más aún, más
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tiernamente, más amorosamente que a ninguna otra cosa en el mundo;
y no sólo en las cosas que se pueden soportar, sino también ante las
insoportables”. Ésta es la clave: el amor a Dios por encima de todo.
Situación familiar
El 23 de enero de 1572 nació Juana en Dijon, capital del ducado
de Borgoña que hacía tan sólo un siglo que había sido incorporado al
reino de Francia. Su padre, Benigno Frémyot y su madre, Margarita
Berbisery, pertenecían a la nobleza togada del ducado. Tuvieron una
hija, Margarita, a la que siguió Juana y más tarde Andrés, el futuro
arzobispo de Bourges. Su madre murió al darlo a luz. Algún tiempo más
tarde Benigno Frémyot se caso con Clara Jousset, viuda de un cierto
Berthier des Noycas, pero murió al dar a luz un hijo que tampoco
sobrevivió.
Juana era muy pequeña para interiorizar todas estas pérdidas.
Felizmente para ella había en el hogar de Benigno otra presencia
femenina, la de su tía, Margarita Frémyot, viuda de Philippe Desbarres,
que cuidó amorosamente de los tres pequeños huérfanos: Margarita,
Juana y Andrés. Por otra parte, una tierna amistad unió desde siempre a
Juana con su hermana Margarita, dieciocho meses mayor que ella.
La educación de Juana
Juana Frémyot recibió la educación de las jóvenes de su rango
que, en aquel entonces, consistía en aprender a leer y a escribir, aunque
tan sólo utilizaba una ortografía fonética y, en cuanto a puntuación,
solamente el punto y la coma que ella salpicaba al azar en sus cartas.
Fue iniciada también en las cuatro operaciones de cálculo, lo que le
sirvió mucho en el curso de su vida pues tuvo que “poner orden” en las
finanzas del castillo de Boubilly, del de Monthélon y luego, más tarde,
en la organización de la orden de la Visitación.
Teniendo un bagaje cultural tan exiguo, sorprende el buen estilo
de su francés, un francés veinte o treinta años más moderno que el de
Francisco de Sales, que había recibido una esmerada educación
intelectual. Henri Bremond se plantea la cuestión y responde diciendo
que debió aprenderlo sin duda oyendo hablar a su padre, a su tío
Claude Frémyot y al gran mundo que frecuentaba su familia. Además, su
padre poseía una excelente biblioteca que Juana debió utilizar
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copiosamente. Juana escribía como hablaba y hablaba según su
temperamento, su imaginación, su sensibilidad, con la vivacidad, la
naturalidad y la espontaneidad propias de su carácter.
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regresar a casa, después de la entronización de Enrique IV. Se separó
con pena de su hermana: era la primera vez que iban a vivir separadas.
El matrimonio de Juana
Al llamar a Borgoña a su hija Juana, el presidente tenía un
proyecto secreto que le comunicó poco después de su llegada. Según
los principios –y el lenguaje- de la época, le había “arreglado una
alianza”. El noble señor a quien la “daba” en matrimonio se llamaba
Cristóbal de Rabutin, segundo barón de Chantal, entonces de veintisiete
años de edad.
La elección del presidente obedecía, en buena medida, a los
“negocios de la época”. Cristóbal era hijo de un “viejo gentilhombre
francés”, Guy de Rabutin, tan valiente como galante, que había tenido la
prudencia política de optar por Enrique III y luego por Enrique de Béarn,
que llegaría a ser Enrique IV, una vez que abjuró de su protestantismo.
Fue la misma opción de Benigno Fréymot. Los dos padres se conocieron
en la lucha común contra la Liga y a favor del rey de Francia y arreglaron
el matrimonio de sus hijos, que convenía tanto al uno como al otro.
El castillo de Bourbilly
El contrato de matrimonio se firmó en el “el castillo y mansión de
Bourbilly”, residencia del joven barón Cristóbal de Chantal, el 28 de
diciembre de 1592. Las tierras de Bourbilly eran colindantes con las del
padre de Juana y no estaban lejos de Monthelon, donde residía el barón
Guy. Vecinos a Borurbilly había una docena de castillos diseminados por
los bosques pertenecientes a señores leales, parientes o amigos de los
Frémyor y los Rabutin. Con estos vecinos nobles se organizaban fiestas
y cacerías. Allí vivió Juana Frémyot de Chantal nueve años felices, que
terminaron con la muerte en un accidente de caza de su esposo
Cristóbal de Chantal: esa muerte produjo en ella una herida a la vez
dolorosa y espiritualmente fecunda.
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obediencia, amándolo tierna, ardiente y honestamente y siendo a su vez
querida y honrada con la más íntima confianza”. Estas palabras no
responden sólo a la retórica propia del tiempo, sino que expresan la
verdad real de este matrimonio.
La Madre de Chaugy continúa: Juana “era de elevada estatura, de
porte majestuoso, su rostro lleno de gracia y de una belleza natural muy
atrayente, sin artificio ni descuido. Su carácter vivo y alegre, su
inteligencia clara, pronta y transparente. Su juicio sólido. Nada había en
ella de voluble y ligero. En una palabra, era de tal condición que la
llamaron ‘la perfecta señora’, hasta tal punto que conquistó el corazón
de su esposo”.
Su esposo había sido muy galante y muy proclive a los duelos, un
“amante de la espada”. Se batió en una veintena de duelos antes de su
matrimonio, aunque se nos asegura que era “bastante suave” y que se
contentaba sólo con abatir a sus adversarios con grandes golpes de
espada, sin llegar a matarlos nunca. Sabemos con certeza que de sus
relaciones galantes nació una hija natural y que era un gran aficionado a
la caza.
Amaba a su esposo “con locura” y era a la vez amada
apasionadamente por él. Cuando su marido dejaba Bourbilly atenuaba
en lo posible su vida mundana, aceptaba sólo las invitaciones inevitables
y casi no organizaba fiestas: “No me habléis de esto –explicaba-, los
ojos de aquel a quien debo agradar está a cien leguas de aquí, por eso
sería completamente inútil que me adornara”. De su unión, que duró
casi nueve años, nacieron seis hijos, aunque los dos primeros murieron
al nacer. Luego llegaron Celso Benigno (1596), la deliciosa María Amada
(1598), que se casará con Bernardo de Sales, Francisca (1599), futura
condesa de Toulongeon y Carlota (1601), que nació quince días antes de
que muriera su padre.
La “vida en el castillo”
La vida en el castillo no era ni taciturna ni aburrida. La caza, las
diversiones, los juegos, las tertulias, la música y las danzas hacían
transcurrir los días agradablemente. Cristóbal y Juana recibían allí a sus
numerosos amigos que respondían alegremente a la invitación. Todo el
tiempo que el señor de Chantal no estaba en el ejército o en la corte
eran días de continuas fiestas, en las que Juana brillaba sin ningún
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esfuerzo, pues, como escribe una testigo directa –la marquesa de
Coligny- “Juana tenía belleza y encanto (…) La sonrisa atractiva, la
fisonomía majestuosa suavizada por un aire de gran dulzura, la mirada
intensa y tierna, llena de fuego e ingenio”. Esta perfecta señora del
castillo sabía manejar muy bien su mundo. Si se preparaba una reunión
o una cacería, la baronesa ponía en ello todo su empeño “sin que se
notara”, precisa la Madre de Chaugy, con tal de que no tuviera lugar en
domingo. Y si los cazadores debían salir muy temprano en día de fiesta,
ella procuraba que un sacerdote celebrara la misa en la capilla del
castillo, media hora antes de la partida.
Los domingos o días de fiesta la misa en la capilla del castillo no
era suficiente para Juana. Iba a la iglesia del pueblo con toda “su gente”.
Algunas veces el barón protestaba diciendo que la misa de la capilla
“satisfacía” el cumplimiento del mandamiento de la Iglesia sin necesidad
de ir tan lejos. Juana veía las cosas de forma diferente. Decía que la
nobleza debía dar ejemplo a los del pueblo y frecuentar las iglesias y
asistir al servicio divino. Además, afirmaba “sentir una satisfacción
particular al adorar a Dios con todo el pueblo (…) y que tenía una gran
fe en la eficacia de la oración pública”. Las Memorias agregan que “no
sólo no se dejaba disuadir, sino que imperceptiblemente inducía tanto al
señor de Chantal como a los amigos que de ordinario frecuentaban su
casa a ir a la parroquia”.
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gobernar, manejar y administrar bien las cosas y las personas. Ordenó
que todos los granjeros, colonos y arrendatarios o servidores se
dirigieran a ella para todos los asuntos. Y en los dieciocho años que se
ocupó de la administración de Bourbilly, no cambió casi nunca de
criados ni servidores, excepto dos que despidió por no poder conseguir
que se enmendaran de algunos vicios adquiridos.
Juana tenía una severidad dulce y una dulzura que sabía ser
severa. En ella se daban “los contrarios”, un don en el que, según Pascal,
radica “la verdadera virtud”. Se levantaba muy temprano, asistía
diariamente a misa en la capilla del castillo acompañada de sus gentes.
Luego recorría sus tierras, a menudo a caballo, vigilando todo como
dueña, hablando familiarmente con sus encargados, interesándose por
sus trabajos, familias y necesidades: todo se animaba a su paso. Si se
quedaba en casa, hacía labores manuales para sí o para los pobres. Por
la noche reunía a su alrededor a la gente de la casa para rezar. El
domingo iban todos juntos a misa en la pequeña iglesia de Vic-de-
Chassenay. Todos cantaban animados por la baronesa.
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despedida a las damas de la corte. Y en esa canción, en la última
estrofa, decía que “el solo pensamiento de las virtudes de su querida
mitad le hacía despreciar las vanidades y grandezas de la corte”.
Regresó a principios de 1601 en ese terrible invierno de 1600-
1601, en el que el hambre azotó Borgoña. Juana multiplicó sus servicios
y ayudas. El horno del castillo no era suficiente y mandó construir otro
más grande para asegurar todos los días el pan a los pobres; se le
llamaba “el horno de los pobres”. Obtuvo de su marido que varias salas
del castillo fueran transformadas en hospital para los enfermos y “para
todas las nodrizas de Bourbilly con los niños y las cunas”. Entonces cayó
gravemente enfermo el señor de Chantal y “la que tanto le amaba en
plena salud demostró cuanto lo quería durante esta enfermedad. Todos
sus paseos se reducían a ir de la capilla a la cabecera del lecho del
enfermo”.
La enfermedad del barón fue ocasión para una elevación espiritual
de su alma. Pues el enfermo “tenía sentimientos muy incesantes
referentes a la eternidad y quería que se hicieran una promesa
recíproca: que el primero que quedara libre por la muerte del otro
consagraría el resto de sus días al servicio de Dios”. Pero Juana, con
mucha amabilidad, cambiaba de conversación: no quería oír hablar de la
muerte.
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de curarse”. “Todo será en vano”, contestó Cristóbal. Juana quiso decir
algunas palabras sobre la imprudencia del involuntario culpable, pero el
herido dijo: “Veneremos la divina providencia, consideremos este golpe
venido de más alto”. Y al desesperado señor de Anlezy: “Primo mío y
querido amigo, este golpe me ha sido lanzado del cielo antes que de tu
mano, te ruego no peques enfureciéndote contra ti mismo en una acción
en la que no tienes culpa; ¡acuérdate de Dios y de que eres cristiano!”.
El señor de Chantal fue trasladado al castillo. Allí vivió nueve días
más entre grandes sufrimientos. Exhortaba a Juana a imitarlo en su
perdón al señor de Anlezy y a resignarse. Ella se negaba a aceptar su
desgracia: “Señor –oraba desesperada de dolor-, tomad todo lo que
tengo en la vida, padres, bienes, hijos, pero dejadme a este esposo que
me habéis dado”. Cristóbal ordenó que su perdón fuese inscrito en los
registros de la parroquia “para que no se intentara ningún proceso
contra el señor de Anlezy”.
La presencia y el cariño de sus cuatro hijos salvaron a Juana de la
desesperación, pero no logró perdonar al señor de Anlezy, a pesar del
admirable ejemplo de su marido. Se negó incluso a verlo. Pasaron así
cinco años. Hizo falta toda la firme paciencia de Francisco de Sales para
que ella cediera al fin: “No es necesario –le escribía a Juana- buscar la
ocasión, pero si se presenta quiero que vayáis a la entrevista con el
corazón tranquilo, generoso y compasivo. Sin duda vuestro corazón se
turbará y vuestra sangre hervirá, pero ¿qué importa esto?”.
La ocasión se presentó en efecto. El encuentro fue breve, pero
costó muchas lágrimas a la viuda del barón de Chantal. Y como Juana no
hacía nada a medias, quiso ser madrina del bautismo de uno de los
hijos del señor de Anlezy.
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irme al desierto para vivir más íntegra y perfectamente y fuera de todo
obstáculo”. En su desconcierto deseaba encontrar un guía espiritual que
le diera un poco de luz.
Juana Francisca sentía un deseo vehemente de dirección espiritual
y se lo pedía insistentemente a Dios. Y un día que paseaba a caballo por
el campo de Bourbilly, pidiendo a Dios el guía que debía conducirla a él,
“al pasar por un ancho camino, junto a un prado, en una hermosa y
extensa llanura vio de repente, en la falda de una pequeña colina, no
lejos de ella, a un hombre de la estatura y del parecido de nuestro
bienaventurado Padre Francisco de Sales, Obispo de Ginebra, vestido
con una sotana negra, roquete y bonete en la cabeza, exactamente lo
mismo que estaba cuando lo vio por primera vez en Dijon. Esta visión
derramó en su alma un gran consuelo y la certidumbre de que Dios la
había escuchado; al mismo tiempo que miraba detenidamente a aquel
admirable Prelado, oyó una voz que le dijo: “He aquí el hombre, muy
amado de Dios y de los hombres en cuyas manos debes descansar tu
conciencia”. Sus rasgos le quedan fuertemente grabados. Podrá
reconocerlo en cuanto lo encuentre, lo que ocurrirá al cabo de varios
años.
Resulta muy significativo que, al mismo tiempo que la viuda de
Chantal tiene esta visión, también el obispo de Ginebra, estando en
oración en la capilla del castillo de Sales, es agraciado por el Señor con
una visión: ve a una mujer joven, vestida de luto, y se le revela entonces
que esta mujer viuda será la piedra fundamental de una congregación
religiosa de la que él sería el inspirador.
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El “estilo” de esta dirección espiritual está marcado por la rigidez y
la intransigencia, las penitencias, las oraciones y los ayunos
inmoderados: “sobrecargó su espíritu con multitud de oraciones,
meditaciones, métodos, acciones, prácticas y observancias diversas;
consideraciones y raciocinios en extremo laboriosos. Le mandó también
hacer oración a medianoche, ayunos, vigilias y otras numerosas
penitencias”. Ella le obedece fielmente durante dos años, aunque siente
en lo profundo de su corazón que estos no son los caminos de Dios.
El suegro
En el otoño de 1602, Juana de Chantal volvió a Bourbilly y pensaba
permanecer allí, pero pronto recibió una carta del anciano barón Guy de
Chantal (su suegro), exigiéndole que se instalara con él en el castillo de
Monthelon con la amenaza de que, si no lo hacía, se casaría de nuevo
(¡tenía setenta y cinco años!) y desheredaría a sus nietos. El golpe fue
terrible porque Juana no ignoraba lo que le esperaba en Monthelon.
Obedeció y “abrazando esta cruz fue a vivir a casa de su suegro con sus
cuatro hijos, donde pasó un purgatorio de siete años y medio”.
Juana, que “por naturaleza era un poco altiva, aprovechaba todas
las ocasiones para devolver con buenas obras el mal que recibía; incluso
hacía de maestra de escuela de los hijos de esta mujer, enseñándoles a
leer, peinándolos y vistiéndolos algunas veces, mientras que el ama de
llaves le hacía mil impertinencias a la señora de Chantal, según su
natural grosería y su carácter rústico”.
Así fue pasando el tiempo. La prueba era dura. Juana se sentía
cada vez más “aprisionada” entre sus “tentaciones”, las exigencias de de
su director de Dijon y el humillante servicio en Monthelon.
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una honda amistad, y siente gran alegría al saber que se trata
precisamente de su hermana. Aunque más lentamente, también él
empieza a reconocer en la baronesa a la mujer de su visión. Francisco
de Sales y Juana Francisca de Chantal, que no se conocían, se
“reconocieron”. Dios es el “Dios de los encuentros”.
La primera confesión
Cuando la cuaresma estaba acabando, Juana Francisca se sintió
agobiada por sus inquietudes y buscó a su confesor, que resultó estar
ausente. Entonces le pidió a su hermano Andrés, el obispo de Bourges,
que le facilitara un encuentro con el obispo de Ginebra. El encuentro
tuvo lugar en casa del obispo y terminó en la iglesia donde Juana
Francisca se confesó. Pero Juana Francisca no podía tratar a fondo de su
alma con Francisco de Sales a causa del escrúpulo que le causaba el
voto que le había impuesto su director. De modo que Juana Francisca
recobró la paz, pero seguía inquieta.
El 26 de abril, Francisco de Sales inicia el viaje de regreso a
Annecy y se despide de la Señora de Chantal. En la primera parada del
viaje le escribe esta breve nota: “Creo que Dios me ha entregado a
usted; a medida que pasan las horas, estoy más fuertemente convencido
de ello. Es todo lo que puedo decirle, encomiéndeme a su buen Ángel
custodio”. Ya desde Annecy, el 3 de mayo, le envía una larga carta en la
que podemos leer: “Cuanto más me he alejado de usted en el espacio,
más me siento unido en el espíritu. No dejaré nunca de pedirle a
nuestro Dios que se complazca en perfeccionar en usted la obra buena,
es decir, el propósito de llegar a la perfección de la vida cristiana”.
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en grupos hubieran venido a disuadirme de ello, no creo que lo
hubieran logrado, porque la impresión había sido hecha en mi alma por
el Rey de los Ángeles”.
El encuentro de Saint-Claude
El encuentro dura tres días. Francisco acude acompañado de su
madre y de su hermana pequeña Juana y Juana Francisca va acompañada
por las dos hermanas Bourgeois, la señor Brulart y la abadesa de Puits
d’Orbe.
En el primer día Juana Francisca le expone detalladamente todos
sus problemas de conciencia. El obispo apenas pronuncia palabra:
escucha silenciosa y atentamente. Tras una noche de oración, a la
mañana siguiente le declara: “Realmente es voluntad de Dios que me
encargue de su dirección espiritual y que usted siga mis consejos”.
Entonces Francisco de Sales disuelve los cuatro votos hechos al primer
director, que estaban atenazando su alma y destruyendo su paz interior.
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Juana Francisca hizo su confesión general con el obispo de Ginebra y, al
terminarla, el obispo le entregó una breve nota que decía: “Acepto, en
nombre de Dios, la responsabilidad de su dirección espiritual para
realizarla con todo el cuidado y la fidelidad que me sea posible y me lo
permitan mis obligaciones episcopales”. La viuda de Chantal, sin que
nadie se lo exigiese, hace voto de obedecerle.
La Madre de Chaugy precisa: “Desde ese día, fiesta de san Luis,
comenzó a gozar del reposo interior de los hijos de Dios con completa
libertad interior, y su oración se hizo cordial e íntima”.
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“llevaba siempre este libro con ella y cuando iba por los campos lo
colgaba en un saquito en el arzón de la silla de su montura para así
poder cantar y alabar a Dios s lo largo del camino”.
Uno de los problemas de Juana en esta época fue un pretendiente
extremadamente rico y también viudo, que era gran amigo de su padre.
Toda la familia la presionaba para este matrimonio y ella sufría mucho
porque no quería disgustar a su padre, pero quería ser fiel a su
propósito de pertenecer por completo y en exclusiva al Señor. Francisco
de Sales la aconsejó en los siguientes términos: “No hay que hacer
perder el tiempo al comprador, cuando no tenemos la mercancía que
piden, hay que despacharlos como a ladrones para que se vayan a otra
parte”. Pero Juana, que era extremada, hizo más: no sabemos con qué
instrumento, pero grabó el santo nombre de Jesús sobre su corazón. La
cicatriz permaneció toda su vida.
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Chantal, en el año 1610, en la humilde casa de la galería, se fundó en
Annecy, la Visitación.
La despedida de su familia
El presidente Frémyot, desde el comienzo de la despedida, se
había retirado a su gabinete temiendo no poder contener sus lágrimas
suficientemente. Juana acudió en su búsqueda y fue entonces cuando
tuvo que “pasar sobre” Celso Benigno. “El joven caballero, bañado en
llanto y con una gracia sin igual –dice la Madre de Chaugy-, fue a
tenderse en el suelo delante de la puerta de la sala diciendo: ‘Pues bien,
madre mía, ¡soy demasiado débil y demasiado desdichado para
reteneros, pero al menos se dirá que habéis hollado a vuestro hijo con
vuestros pies!’. Este gesto de su querido hijo estuvo a punto de hacer
estallar de dolor a su afectuosa madre, la cual, siguiendo el consejo de
San Jerónimo, pasó sobre su querido hijo, se detuvo un instante y
derramó algunas lágrimas”. Entonces intervino un eclesiástico presente:
“Pero, señora, ¿las lágrimas de un joven pueden hacer flaquear vuestra
constancia?”. “De ninguna manera, dijo ella sonriendo, pero qué queréis,
soy madre”. Esta sonrisa de Juana nos muestra que no valoraba en
exceso el caballeresco desafío del joven barón; y las lágrimas
derramadas nos revelan que tampoco valora en exceso su propio valor.
Cuando atravesaron las puertas de la ciudad de Dijon, llevándose
consigo a María amada y a Francisca, así como a la señorita Bréchard,
Juana y la señorita Bréchard entonaron los salmos 121 y 83: “Qué alegría
cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor” y “Qué deseables son tus
moradas”, y una inmensa alegría inundó sus corazones.
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intensidad con otras de tregua. Juana vivió siempre con una esperanza
desesperada, con la fe desnuda y combatida y con una caridad
insensible.
Es lo que Francisco de Sales llamaba “el despojo” o “el abandono”,
y que inculcó a Juana de manera muy explícita en el retiro de
Pentecostés de 1616: “¿Cuándo llegará el día en que el amor natural de
la sangre, las conveniencias, las buenas maneras, las correspondencias,
las simpatías, las gracias, sea purificado y reducido a la obediencia
perfecta del puro amor al beneplácito de Dios? ¿Cuándo llegará el día en
que el amor propio no desee más la presencia, las pruebas y señales
externas, sino que permanezca plenamente saciado con la inmutable
seguridad que Dios le da de su perpetuidad? ¿Qué puede añadir la
presencia a un amor que Dios ha forjado, sostiene y mantiene. Y en
perfecta coherencia con esto, invitó a Santa Juana a que se liberara poco
a poco de su misma dirección y orientación, de sus consejos: “Además,
mi muy querida Madre, hay que prescindir de cualquier nodriza; debe
dejar incluso la que tiene, y quedarse como una pobre y endeble
criatura ante el trono de la misericordia de Dios, y permanecer en total
desnudez sin solicitar nunca ni acción ni afecto alguno para la criatura,
sino hacerse indiferente a todo lo que Él quiera ordenarle, sin detenerse
a pensar que seré yo quien le sirva de nodriza”. “No piense más en la
amistad ni en la unidad que Dios ha hecho entre nosotros, ni en sus
hijos, ni en su cuerpo, ni en su alma, ni, en fin, en cualquier otra cosa,
pues todo lo ha entregado a Dios (…) Lo que tenga que hacer, no lo
haga porque le agrada, sino porque puramente es la voluntad de Dios”.
a lo que Juana le respondió ese mismo día escribiendo: “¡Dios mío, mi
verdadero Padre, cómo ha penetrado el cuchillo hasta el fondo!”.
Así fue el camino espiritual de Juana quien, en 1641 –el último
año de su vida terrena-, confió a la Madre de Blonay: “De todas las
tentaciones espirituales de las que me hablan las hermanas, a menudo,
he sido atacada. Dios me da lo que debo decirles para consolarlas,
mientras yo permanezco en la pena”. Y a la madre de Châtel le confió
meses antes de morir: “Hace cuarenta años que las tentaciones me
persiguen, ¿voy a perder por ello mi coraje? No, yo quiero esperar en
Dios, aunque me mate y anonade para siempre”.
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La salud
Juana siempre había sido muy entregada a la visita y el cuidado de
los enfermos. Esta actividad caritativa constituía “las delicias de su
fervor”, y empezó a practicarla en Annecy desde 1612 con tanta
dedicación que se agravó su estado de salud hasta llegar a temer por su
vida. Juana se curó, pero fue el comienzo de las “molestias” que la
acompañaron durante muchos años. Ni los médicos de Annecy ni un
eminente médico de Ginebra pudieron aliviarla de sus males. Uno de
ellos llegó a declarar un día que creía que “estaba más enferma de amor
divino que de trastorno de humores”. Francisco de Sales rezaba y hacía
rezar por la “abeja madre de nuestra colmena”, pero al mismo tiempo se
esforzaba en descubrir en todo esto la voluntad de Dios. “Quizás, hija
mía –le dijo un día-, Dios quiere contentarse con nuestro ensayo y con
el deseo que hemos tenido de erigirle esta pequeña congregación, como
se contentó con la voluntad que tuvo Abraham de sacrificarle a su hijo;
si esto es así y le place que nos volvamos a la mitad del camino, hágase
su voluntad”.
La soledad
A comienzos del año 1617, el barón de Thorens, esposo de María
Amada, que servía en el ejército del duque de Saboya, recibió la orden
de conducir un regimiento al Piamonte. Pronto fue atacado por la fiebre
de la peste, que hacía estragos en el ejército. Murió el 23 de mayo de
1617. Grande fue el dolor para María Amada, que estaba esperando un
hijo. Necesitó toda la ternura de su madre para soportar ese golpe
desde la fe. Se refugió en la Visitación. Pero cuatro meses más tarde dio
a luz antes de tiempo en el monasterio de Annecy, pues se había
considerado que era imposible el traslado hasta el lugar preparado para
el parto. El niño murió al nacer después de ser bautizado por su abuela.
Como María Amada sentía cerca su fin, pidió vestir el hábito de la
Visitación. Pronunció sus votos ante Monseñor de Ginebra. Murió el 7 de
septiembre. La Madre de Chantal tuvo el valor de cerrarle los ojos.
Tantos sufrimientos y muertes hicieron caer a Juana de Chantal en
una grave enfermedad, hasta el punto de que Francisco le administró los
últimos sacramentos. “Dios quiso llevarla hasta las puertas de la muerte
–escribe la Madre de Chaugy- y luego retirarla”.
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En efecto, al verla en agonía, Francisco le llevó unas reliquias de
San Carlos Borromeo e hizo el voto de peregrinar hasta su tumba. La
Madre de Chantal se curó de repente. Era a comienzos de febrero de
1618. Desde entonces, el obispo de Ginebra y la Madre de Chantal
vivieron lejos uno del otro. Apenas si se cruzaban sus caminos, a veces
por algunos días o semanas, ocupados cada uno con mil asuntos. La
correspondencia misma se espaciará forzados por las circunstancias, y
la Madre de Chantal experimentó muchas veces inmensa soledad y
desamparo. Dios era entonces su único recurso. Lo que había aceptado
durante el retiro de Pentecostés de 1616 se cumplía.
Los hijos
La Madre de Chantal no olvidaba que también era madre y
responsable de su hija Francisca y de su hijo Celso Benigno. El futuro de
estos dos hijos le preocupaba. Francisca había crecido bajo la dirección
de su madre en la Visitación de Annecy, pero la sangre de los Rabutin-
Chantal hervía en ella. Muy mundana, “era afecta a las cosas del
mundo”. Le gustaba el placer, el dinero y tenía “el espíritu altivo” y
burlón, ¡lo que no facilitaba precisamente su casamiento!
Por suerte, un gentilhombre de buena cuna, M. de Toulongeon,
perteneciente a la corte, buen soldado, católico ferviente y fiel, se
enamoró perdidamente de la joven. La boda tuvo lugar el 12 de junio de
1620.
En cuanto a Celso Benigno, fue siempre el orgullo y el tormento de
su madre. El joven vino a la corte probablemente en 1616; tenía
entonces veinte años. Pidió a su madre tomar posesión de sus bienes, y
su tío, el arzobispo, del cual era su preferido, lo colmó de dinero. De
buena presencia, dueño de su fortuna, jovial, dotado de ingenio, “todo
jugaba a su favor” y conoció lo que sucedía en una corte frívola: intrigas,
locuras, aventuras galantes y, en consecuencia, duelos.
La madre de Chantal se estremecía en permanente inquietud por
su hijo, cuyos hechos no dejaba indiferente su corazón de madre. “Él es
bueno y tiene buenos sentimientos, pero su juventud lo arrastra”. Confió
sus angustias a su sobrino de Neuchaize: “El alma de vuestro primo
(Celso Benigno) me aflige y me llena de inquietud y recurro a la divina
Providencia para dejar en sus manos la salvación y el honor de este hijo,
no puedo hacer otra cosa que sufrir y llorar”. Como buena madre de su
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época, deseaba casarlo, con la esperanza de que el matrimonio le
hiciera sentar la cabeza.
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persona que le pudiera comunicar la triste noticia del fallecimiento de su
“Padre único” durante el viaje.
Llegaron a Belley dos días antes de la fiesta de Epifanía. Las
Hermanas ya sabían que su fundador había muerto, pero la superiora las
había persuadido para que no demostraran su dolor delante de la Madre
de Chantal. El día de la Epifanía Juana manifestó su preocupación por no
tener noticias de Monseñor de Ginebra. Entonces Michel Favre le entregó
una carta del nuevo Monseñor de Ginebra, hermano y sucesor de
Francisco de Sales, en la que relataba las circunstancias de su muerte.
“Me puse de rodillas –le contó a la Madre de Chaugy-, adorando la
divina Providencia y abrazando lo mejor que me fue posible la santísima
voluntad de Dios y, con ella, mi incomparable aflicción. Lloré mucho
durante el resto del día y durante toda la noche hasta después de la
santísima Comunión, pero muy suavemente y con una gran paz y
serenidad ante esa voluntad divina y con la gloria de que goza ya este
Bienaventurado”. Luego volvió a su ritmo de vida conventual.
La herencia de Juana
Cuando Francisco de Sales murió, la Visitación contaba con 13
monasterios y, cuando la Madre Chantal muera en diciembre de 1641,
habrá un total de 87. En diecinueve años fundó 74 casas de la Orden. Lo
que hereda en diciembre de 1622 es un espíritu, y esto es mucho más
delicado de gestionar que los bienes materiales: se trataba del espíritu
de Francisco de Sales.
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choque en la isla de Re. El barón de Chantal, antes de partir, oyó misa,
se confesó y comulgó”. A lo que Juana respondió: “O sea, Monseñor, que
ha muerto”. El buen prelado se puso a llorar sin poder responder una
sola palabra y en aquel locutorio se oyó un gemido universal.
La Madre Chantal se puso de rodillas y dijo: “Señor mío y Dios
mío, permitidme que os hable para dar un poco de expansión a mi
dolor. ¿Y qué diré yo, Dios mío, sino daros las gracias por el honor que
habéis hecho a este único hijo de llevároslo cuando combatía por la
Iglesia Romana?” Luego tomó un crucifijo, del que besó las dos manos, y
dijo: “Redentor mío, recibo vuestros golpes con toda la sumisión de mi
alma, y os ruego que recibáis a este hijo entre los brazos de vuestra
infinita misericordia”. Después se volvió hacia la Madre de Châtel, allí
presente, y juntas rezaron un De profundis.
Por fin se levantó y “llorando tranquilamente y sin sollozos” dijo a
Monseñor de Ginebra: “Os puedo asegurar que hace más de dieciocho
meses que me sentía impulsada a solicitar de Dios que su bondad me
concediera la gracia de que mi hijo muriera en su servicio y no en esos
desgraciados desafíos en los que sus amigos, a veces, lo comprometían
(Celso benigno era proclive a hacer de padrino en los duelos, a pesar de
que estaban prohibidos por el rey y por el cardenal Richelieu).
A continuación “se puso a seguir los ejercicios religiosos y a
proseguir los asuntos comenzados, como si nada hubiera ocurrido”.
Fidelidad a su deber y corazón sensible fueron siempre dos de sus
rasgos.
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puertas cedió y la multitud se precipitó en la capilla. Por la noche,
Monseñor de Bourges tuvo que intervenir personalmente y amenazar
con la excomunión a los que se negaban a retirarse.
En medio de este alboroto popular, la Madre de Chantal rezaba
arrodillada junto a la reja, con los ojos fijos en el santo cuerpo. Los
comisarios apostólicos habían prohibido que se tocara el cuerpo de
Francisco. Juana obedeció, pero al día siguiente, tras obtener un
permiso especial, quiso besar la mano de su “Padre único”. Entonces se
produjo un hecho, testificado por muchos testigos dignos de fe: el
brazo de Francisco se extendió y se posó dulcemente sobre la cabeza de
la Madre de Chantal.
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«levantó la voz, a pesar de la opresión que tenía en el pecho y de la
debilidad a que la había reducido una continua y abrasadora fiebre, y
con palabra viva y potente dijo: “Creo firmemente que mi Señor
Jesucristo está en el Santísimo Sacramento del altar; siempre lo he
creído y confesado. Lo adoro y lo reconozco como a mi Dios, mi
Creador, mi Salvador y mi Redentor, que me ha rescatado con su
preciosa sangre. Daría mi vida de todo corazón por esta fe, pero no soy
digna. Confieso que espero mi salvación únicamente de su
misericordia”»
La agonía fue larga. El sacerdote tuvo tiempo de rezar varias veces
las oraciones de la recomendación del alma. Unas veces en latín, otras
en francés. Una vez ella exclamó: “¡Oh, Jesús, qué hermosas son estas
oraciones!”. Poco antes de morir dijo: «Vivid perfectamente unidas unas
a otras, pero con la verdadera “unión de corazones” », repitiendo
muchas veces la expresión “unión de corazones”. La Madre de Chantal
tomó el crucifijo en la mano derecha, y en la izquierda el cirio bendito,
para ir así engalanada al encuentro del Amado. El sacerdote le dijo que
esos grandes dolores que sufría eran los clamores que precedían a la
venida del Esposo, que ya venía, que se aproximaba y que si no quería
ella salirle al encuentro. “Sí, Padre mío, dijo con claridad. Ya me voy.
¡Jesús, Jesús, Jesús!”. Con estos tres dulces suspiros acabó de morar en
este mundo, para comenzar a vivir la verdadera vida con Jesús en la
gloria. Expiró mientras el Padre Rector pronunciaba estas palabras:
“Subvenite, sancti, etc.”, el 13 de diciembre de 1641, entre las seis y las
siete de la tarde, a la edad de casi setenta años.
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