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«Para que jamás sepas lo que has vivido.

» La
deskischtización en Kundera y la omisión en
Hemingway.*

Miguel Gallego Roca

*Este artículo, en su versión francesa, aparecerá


en 2020 en el número 100, dedicado a Milan
Kundera, de la revista L´Atelier du roman.

1.

La epifanía, como episodio novelesco, no


pertenece al mundo de los «egos
experimentales» del maestro de Brno. Más bien
al contrario: los golpes de lucidez, que
desenmascaran los persistentes victimismos y
enfados de los niños interiores, no son visiones
espirituales de destrucción o redención, como
las que experimenta Stephen Dedalus. Muchas
veces he comentado, con amigos de distintas
edades, que para leer una novela de Kundera
hace falta ser muy adulto. ¿Pero qué significa
«ser muy adulto»? El propio Kundera nos
recuerda en algún pasaje de sus ensayos que un
homo sapiens que alcanzaba la treintena era ya
considerado un anciano para su comunidad.
Hace poco tuve una pequeña epifanía
destructiva: repasando diarios de principios del
siglo XX, buscando huellas de fiestas y
banquetes vanguardistas, me encontré con una
breve noticia que informaba del
atropellamiento por un tranvía de un «anciano
de cincuenta y cuatro años», exactamente mi
edad actual. Por otro lado, los profetas del
transhumanismo aseguran que en pocos años
los seres humanos viviremos una media de 120
años. ¿Quiénes serán entonces los adultos? ¿Los
mayores de cuarenta? ¿Hasta que edad durará
la infancia o la adolescencia? ¿Una infancia has
las veinte años? ¿Un adolescente de 35?

En realidad no sé muy bien qué significa


«ser adulto» en 2019. En este llamado primer
mundo, vivimos rodeados de reacciones
histéricas y victimizadas, propias de hombres y
mujeres que se abrazan con gestos patéticos a la
juventud física y mental en tanto que único
valor económico y espiritual. Una de las pocas
pruebas que se me ocurren para probar la
adultez hoy es la lectura de alguna de las
novelas de Milan Kundera: pongamos en la
mesita de noche del candidato a adulto La
broma, o La vida está en otra parte, o La
despedida, o El libros de los amores ridículos o
La fiesta de la insignificancia. Esperemos unos
días y veamos si tras el viaje del lector por esas
páginas regresa o no con una —al menos
transitoria— incapacidad para la lírica y el
enmascaramiento kitschizante del amor, la
política o el arte.
Siempre que he hablado de las novelas y
ensayos de Kundera en mis clases de literatura,
lo he hecho cuando he advertido en los
estudiantes una ansiedad de influencia, y
madurez, relacionada con el deseo, profundo y
sincero, de salirse de los lugares comunes, de
desviarse de la doxa que aparece en cada línea,
en cada píxel, en cada frase aislada captada en
el metro. Decidir ser adulto, y, por tanto, leer
como un adulto es, desde los años ochenta del
siglo XX, una acto de provocación sentimental,
política y, sobre todo, artística. El fitness, la
new age, las redes sociales, el botox y las mil
formas de cirugías plásticas, la educación
divertida, las derivas feministas, la corrección
política en general o el turismo low cost,
definen un Zeitgeist que nos conduce al
aburriemiento. No al bien conocido y fructífero
aburrimiento de las tardes infantiles, sino a un
aburrimiento infantocrático estéril y peligroso.

2.

Hace un par de años quise explicar en clase


el significado de la palabra kitsch. Recurrí,
naturalmente, a algunas páginas de Broch y de
Benjamin, a los estudios de Adorno o Abraham
Moles, al enfoque sociológico de Norbert Elias,
incluso a la divertida conferencia de Ramón
Gómez de la Serna sobre el concepto español de
lo «cursi», sobre el que también han escrito
Ortega y Gasset, el peruano Vargas Llosa o el
mexicano Carlos Monsiváis. Una de las cosas
que aprendí leyendo a Kundera, a través de
Massimo Rizzante —uno de sus más claros
herederos intelectuales— es la certeza de que la
etimología puede enseñarnos más sobre un
concepto que muchos tratados teóricos. Les
conté que kitsch parece proceder de un verbo
del alemán meridional, kitschen que significa
«hacer una chapuza» o «barrer la mugre».
Pero, sobre todo, me interesaba poner a los
alumnos ante el espejo de su propia tendencia
hacia el kitsch. Quería devolverles la impresión
que me producían con frecuencia sus habituales
«interpretaciones kitschizantes» de novelas y
poemas. Entonces decidí introducir en la clase
el epígrafe final de la quinta parte —titulada
«En busca del presente perdido»— de Los
testamentos traicionados. Allí Kundera da una
lección sobre la honestidad crítica y defiende el
arte de la lectura como práctica concreta e
individual, frente a la común tendencia de
abrazar lugares comunes o clichés que
convierten la literatura en algo abstracto y
sociológico. Frente a ese océano, igual a sí
mismo, de las interpretaciones guiadas,
aprendidas o inducidas, Kundera reivindica la
posibilidad de una lectura abierta a los concreto
humano. Abierta, incluso, al misterio y al sin
sentido de la esfera de las relaciones humanas.
Estaba un poco cansado y, sobre todo, aburrido
de tener que partir casi siempre en clase de
interpretaciones dominadas por un mismo
patrón ideológico —o sociológico, o psicológico
— por parte de mis alumnos. Quería, por tanto,
mostrarles su rostro crítico en el espejo
kunderiano y enseñarles la necesidad de
respetar lo concreto —lo no ideológico— que las
obras de arte nos descubren sobre la existencia
humana. En palabras de Cervantes: las «raras
invenciones» del arte literario.
En ese epígrafe de Los testamentos
traicionados al que me refiero, Kundera está
comentando la lectura moralizante que un
profesor norteamericano hace del cuento
«Colinas como elefantes blancos» de
Hemingway. En ese relato no está nada claro de
qué habla la pareja protagonista, aunque se
intuye que todo gira en torno a la conveniencia
o no de un aborto.
La «interpretación kitschizante» del
profesor norteamericano parte de un juicio
moral sobre el aborto y las distintas actitudes
que manifiestan los protagonistas del relato
dialogado de Hemingway: el personaje
masculino, identificado como el propio escritor
por el profesor norteamericano, sugiere —según
este mismo profesor— el aborto como solución
a una situación no deseada; ella, resignada,
parece aceptar sin convencimiento esa solución
y renunciar a la maternidad. Nada de eso se
dice en el cuento. La interpretación del profesor
norteamericano es la consecuencia de ignorar el
carácter estético del propio cuento: «su a-
psicologismo —escribe Kundera—, la ocultación
intencionada del pasado de los personajes, el
carácter no dramático, etc.» Y añade: «Así es
como la interpretación kitschizante condena a
muerte las obras de arte» También recuerda
que unos cuarenta años antes de que el profesor
norteamericano impusiera al cuento este
significado moralizante, «Colinas como
elefantes blancos» se tradujo en Francia con el
título de «Paraíso perdido», «título que no es de
Hemingway (en ningún otro idioma en el
mundo lleva el cuento ese título) y que sugiere
el mismo significado (paraíso perdido:
inocencia antes del aborto, felicidad de la
maternidad prometida, etc.)».
La mayoría de mis alumnos comparten la
afición del profesor norteamericano por la
ideología, la sociología y la psicología. Es como
si no supieran qué hacer con la existencia
concreta —a veces insignificante o sinsentido—
de lo que se nos cuenta en un relato breve o una
novela. Da igual lo que ocurra, siempre aparece
un código maestro moral o político. Muy rara
vez asoma el arte o la historia de un arte. Por
mucho que insista en respetar lo que está en la
obra, aunque ese respeto nos aboque al silencio
crítico, siempre parece ser preferible agarrarse
al salvavidas del lugar común, aunque ese lugar
común se repita hasta el absurdo, hasta la
nausea, cuando se trata de interpretar una
novela ejemplar de Cervantes, un pasaje de
Galdós o un verso de Lorca.

«La interpretación kitschizante, en efecto,


no es la tara personal de un profesor
norteamericano […]; es una seducción que
proviene del inconsciente colectivo; una
exhortación del apuntador metafísico; una
exigencia social permanente; una fuerza. Esta
fuerza no tiene por objetivo únicamente el arte,
tiene por objetivo también la realidad misma
[…] Arroja el velo de los lugares comunes sobre
el instante presente con el fin de que
desaparezca el rostro de lo real».

A partir de este momento es cuando


empieza el recelo, la defensa de los lugares
comunes como garantías de justicia social y
progreso en los derechos. En efecto, es el
momento en que se abre la caja de
herramientas que permiten leer una novela sin
necesidad de leerla, o hablar de conflictos que
no pertenecen al mundo concreto y estético de
la obra de arte.

3.

Ricardo Piglia, en el prólogo a la traducción


española de In Our Time, primer libro de
relatos de Hemingway, afirma que el arte del
relato del norteamericano consiste en sustituir
«la lógica de la acción con la presencia de un
narrador que no quiere decirse a sí mismo lo
que ya sabe». En ese sentido Hemingway y
Kundera son dos tipos de narrador muy
distintos. Mientras Hemingway escribe
historias mínimas «tratando de narrar los
hechos y transmitir la experiencia, pero no su
sentido», las novelas de Kundera se asientan en
la mirada narrativa de un autor —o compositor
— distanciado e implacable con los designios
líricos y enmascaradores de la condición
humana. Pero, cuidado, a pesar de tratarse de
dos novelistas de arte diverso, a ambos les
interesa por encima del argumento o la trama
alcanzar un conocimiento escondido o no
evidente de una situación existencial: saber lo
que se ha vivido. La fuerza del kitsch, según
Kundera, es precisamente
«lo contrario de lo que hacían Flaubert,
Janácek, Joyce, Hemingway. Arroja el velo de
los lugares comunes sobre el instante presente
con el fin de que desaparezca el rostro de lo
real.» Y punto y aparte añade esta frase que nos
hiere al tiempo que nos libera: «Para que jamás
sepas lo que has vivido.» Frase que ha resonado
en los momentos más críticos de mi vida como
hombre y como lector.
«Colinas como elefantes blancos» y el
comienzo de La despedida —empobrecedora
traducción del título original: El vals de los
adioses— presentan una situación casi idéntica:
la conversación de una pareja sobre un posible
embarazo y su resolución como posible aborto.
Lo que en Hemingway apenas se sospecha, en
Kundera, en forma de variación, da pie a todo
un despliegue demagógico por parte de Klima,
el saxofonista que ha dejado embarazada a la
enfermera Ruzena, y al entrelazado valsístico de
situaciones grotescas, con las que el autor, con
fría distancia, nos revela el sentido de lo que
realmente están viviendo sus personajes.
Según la interpretación de Ricardo Piglia, el
lenguaje de los personajes de Hemingway es
propio de alguien fisurado emocionalmente. El
propio autor, en las páginas de París era una
fiesta, declara su intención de llevar al extremo
la poética del cuento de Chejov «sin trama y sin
final», porque saber omitir «refuerza la historia
y hace al lector sentir algo más de lo que ha
comprendido». Emocionalmente fisurados
también están los egos experimentales en las
novelas de Kundera, pero las experiencias en las
que se embarcan, en las que danzan con la
realidad, iluminan al lector sobre lo que este
puede estar viviendo sin saberlo. En
Hemingway, por el contrario, es el lector el que
ilumina, con su intuición, la vida de los
personajes.

Por mi parte, solo puedo añadir que, como


lector, fue en las páginas de Milan Kundera
donde aprendí a vivir en la edad adulta de la
novela y del juego.

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