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Alejandro Magno

Para la historia de la civilización antigua las hazañas de Alejandro Magno


supusieron un torbellino de tales proporciones que aún hoy se puede hablar
sin paliativos de un antes y un después de su paso por el mundo. Y aunque
su legado providencial (la extensión de la cultura helénica hasta los
confines más remotos) se vio favorecido por todo un abanico de
circunstancias favorables que reseñan puntualmente los historiadores, su
biografía es en verdad una auténtica epopeya, la manifestación en el
tiempo de las fantásticas visiones homéricas y el vivo ejemplo de cómo
algunos hombres descuellan sobre sus contemporáneos para alimentar
incesantemente la imaginación de las generaciones venideras.

Alejandro Magno

Hacia la segunda mitad del siglo IV a.C., un pequeño territorio del norte de
Grecia, menospreciado por los altivos atenienses y tachado de bárbaro,
inició su fulgurante expansión bajo la égida de un militar de genio: Filipo II,
rey de Macedonia. La clave de sus éxitos bélicos fue el perfeccionamiento
del "orden de batalla oblicuo", experimentado con anterioridad
por Epaminondas. Consistía en disponer la caballería en el ala atacante, pero
sobre todo en dotar de movilidad, reduciendo el número de filas, a las
falanges de infantería, que hasta entonces sólo podían maniobrar en una
dirección. La célebre falange macedónica estaba formada por hileras de
dieciséis hombres en fondo con casco y escudo de hierro, y una lanza
llamada sarissa.

Alejandro nació en Pela, capital de la antigua comarca macedónica de


Pelagonia, en octubre del 356 a.C. Ese año proporcionó numerosas
felicidades a la ambiciosa comunidad macedonia: uno de sus más
reputados generales, Parmenión, venció a los ilirios; uno de sus jinetes
resultó vencedor en los Juegos celebrados en Olimpia; y Filipo tuvo a su
hijo Alejandro, que en su imponente trayectoria guerrera jamás conocería
la derrota.

Quiere la leyenda que, el mismo día en que nació Alejandro, un


extravagante pirómano incendiase una de las Siete Maravillas del Mundo, el
templo de Artemisa en Éfeso, aprovechando la ausencia de la diosa, que
había acudido a tutelar el nacimiento del príncipe. Cuando fue detenido,
confesó que lo había hecho para que su nombre pasara a la historia. Las
autoridades lo ejecutaron, ordenaron que desapareciese hasta el más
recóndito testimonio de su paso por el mundo y prohibieron que nadie
pronunciase jamás su nombre. Pero más de dos mil años después todavía
se recuerda la infame tropelía del perturbado Eróstrato, y los sacerdotes de
Éfeso, según la leyenda, vieron en la catástrofe el símbolo inequívoco de
que alguien, en alguna parte del mundo, acababa de nacer para reinar
sobre todo el Oriente. Según otra descripción, la de Plutarco, su nacimiento
ocurrió durante una noche de vientos huracanados, que los augures
interpretaron como el anuncio de Júpiter de que su existencia sería
gloriosa.

Nacido para conquistar

Predestinado por dioses y oráculos a gobernar a la vez dos imperios, la


confirmación de ese destino excepcional parece hoy más atribuible a su
propia y peculiar realidad. Nieto e hijo de reyes en una época en que la
aristocracia estaba integrada por guerreros y conquistadores, fue
preparado para ello desde que vio la luz.

En el momento de nacer, su padre, Filipo II, general del ejército y flamante


rey de Macedonia, a cuyo trono había accedido meses antes, se encontraba
lejos de Pela, en la península Calcídica, celebrando con sus soldados la
rendición de la colonia griega de Potidea. Al recibir la noticia, lleno de
júbilo, envió en seguida a Atenas una carta dirigida a Aristóteles, en la que
le participaba el hecho y agradecía a los dioses que su hijo hubiera nacido
en su época (la del filósofo), y le transmitía la esperanza de que un día
llegase a ser discípulo suyo. La reina Olimpias de Macedonia, su madre, era
la hija de Neoptolomeo, rey de Molosia, y, como su padre, decidida y
violenta. Vigiló de cerca la educación de sus hijos (pronto nacería
Cleopatra, hermana de Alejandro) e imbuyó en ellos su propia ambición.

El príncipe tuvo primero en Lisímaco y luego en Leónidas dos severos


pedagogos que sometieron su infancia a una rigurosa disciplina. Nada
superfluo. Nada frívolo. Nada que indujese a la sensualidad. De natural
irritable y emocional, esa austeridad convino, al parecer, a su carácter, y
adquirió un perfecto dominio de sí mismo y de sus actos.

Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/monografia/alejandro_magno/

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