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comerciante, que veía en él una inversión; el militar, una estrategia; y el político, una forma más de
administración.
esperaba con cautela porque sus inclemencias -nieves, tormentas, fríos- endurecían las condiciones
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de vida, hasta el punto de dispararse la mortalidad de los débiles y rebasar los pobres vergonzantes
la cabida de los hospitales. Las faenas camperas quedaban paralizadas, dando cabida a jornadas
ociosas y festivas, como el ritual de la matanza del cerdo por San Martín. En cambio, para los
trashumantes y sus rebaños que han bajado de las sierras es la época de una actividad febril como
es la paridera, verificada en las dehesas cálidas del Mediodía.
Por esos meses, la circulación remitía por el mal estado de los caminos, que el lodo, las zanjas
y los desprendimientos hacían intransitables. Los ríos se desbordaban y arrumbaban los puentes -
como por ejemplo, las ramblas levantinas- o se helaban e impedían la navegación.
El esquileo, la siega o la vendimia eran momentos para la licencia y la diversión. El pago de las
rentas, en cambio, llevaba aparejado la pérdida del poder adquisitivo y el endeudamiento crónico.
Los tráficos se activaba con el buen tiempo, y los viajeros,
mercaderes y buhoneros sólo habían de luchar contra el
calor y las epidemias estivales para alcanzar las ferias y
los pueblos. En sus casas, durante los intermedios entre
faenas agrícolas, la familia campesina transformará la
materia prima en producto manufacturado a espaldas del
Reloj de la catedral de León.
monopolio y la rigidez gremiales. Foto: Pedro García Martín.
En este tiempo elástico y flotante del campesino, la vida es precaria y se mezcla con factores de
procedencia espacial, como nos hace ver el pícaro Guzmán de Alfarache, cuando, en plena canícula
agosteña, exclama: “Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y de la hambre que sube de
la Andalucía”.
Esta vaguedad cronológica llevaba a la ausencia de la historia en la conciencia del aldeano, para
el que su pasado no rebasaba la generación de sus abuelos. Dicha cortedad de memoria generaba
fenómenos culturales como la visión fatalista del tiempo que sostienen los milenaristas y la visión
idílica de los orígenes en sus variantes del Paraíso terrenal o del país de Cucaña. Y es que en las
culturas arcaicas y orales, tal como nos enseñó Claude Lévi-Strauss, lo propio del pensamiento
salvaje es ser intemporal.
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Cuando el campesino empieza a conocer la Biblia con el protestantismo, en lecturas al amor de
la lumbre, prédicas de pastores o reflexiones personales, descubre un tiempo prístino, anterior a
Cristo, que rompe sus esquemas tradicionales.