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Texto tomado de la Revista Bigott Nº 41, Ene-Feb-Mar 1997,

páginas 19-27
De la lucha de Don Carnal con Doña Cuaresma
De: Manuel Antonio Ortiz
El Carnaval, según importantes autores, tiene sus raíces en ritos de
muy larga data, propios de los tiempos en que el hombre nómada se hace
sedentario, el cazador se hace agricultor y aparecen las aldeas, la cría, el
pastoreo y los ritos propiciatorios de la fecundidad de la tierra. Nos referimos
a ese momento dramático y al mismo tiempo grandioso en que el hombre se
acerca con asombro y temor al misterioso proceso del cultivo de la tierra,
ocurrido hace miles de años, cuando la tierra regresaba a la calma después
de haber sufrido grandes cataclismos que desviaron las aguas de sus cauces
inundando inmensos territorios, sacando a la luz islas desconocidas y
rediseñando toda la geografía del planeta. Tiempos en que los deshielos
habían acabado con gran número de especies de animales o bien estos se
habían dispersados ante la aridez de los suelos, haciendo altamente
dificultosa su captura, e inútil toda la experiencia del primitivo hombre
cazador. Sin duda las primeras máscaras de camuflaje deben haber sido las
que usaron, con fines estratégicos, aquellos errantes sabuesos del Paleolítico,
quienes se cubrían de pieles de animales para atraer a las bestias y garantizar
su caza. Desapareciendo el hombre cazador se inicia el tiempo de la jornada
agrícola y de los ritos advocatorios de fertilidad. Despertándose así una
nueva manera de interpretar el mundo y de vincularse con la naturaleza. El
poeta Juan Liscano nos habla acerca de aquellos ritos, en su trabajo
“Orígenes del Carnaval”:

“A las razones de la caza se añadieron las razones de la siembra. A los


disfraces propiciatorios de buena cacería los disfraces propiciatorios de
cosechas abundantes. El hombre-bestia danzó junto al hombre-floresta. El
hechicero, empeñado en provocar la lluvia y el crecimiento de las plantas,

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bailó cubierto con un traje silvestre de cáñamos, lianas, pajas y flores que
simbolizan la naturaleza pródiga” (Liscano: 31).

Los ritos propiciatorios de los primeros agricultores se basaron en un


insipiente pensamiento de la fecundidad que se cumplía dentro de un
inevitable ciclo de muerte y resurrección de la vegetación. La tierra fue
percibida como la mayor de las madres, como una gran reproductora, como
la madre-tierra. La tierra al igual que las mujeres, vivía cíclicas
transformaciones, estaba signada por extraños ritos de estaciones y
períodos. De manera inevitable la vegetación moría en invierno y volvía a
renacer en primavera, cumpliéndose así el principio del eterno retorno,
reafirmando de esta manera la creencia en la inmortalidad de una fuerza
sobrenatural que reanimaba y daba eternidad. Mientras la materia envejecía
y moría, esa fuerza espiritual era eterna y garantizaba el ciclo natural de
muerte y resurrección.

Aquellos hombres buscaron influir sobre las fuerzas desconocidas que


avivaban la naturaleza mediante la aplicación de algunos principios mágicos.
Uno de ellos fue el principio de la semejanza, que reza que “lo semejante
produce lo semejante”. Es decir, que se puede producir el efecto deseado
con sólo imitarlo. Por eso se pensaba que se podía incentivar la fecundidad
de las plantas si los hombres realizaban, con fines invocatorios, acciones de
cópula.

“Los rituales primeros que imperaron en las recién formadas


colectividades agrarias hubieron de caracterizarse por danzas mágicas de
hechiceros, que personificaron la vegetación cubiertos con disfraz de hojas,
yerbas, lianas y flores y por conjuros propiciadores de fecundidad en los que
se efectuaban cópulas religiosas, en medios de los boscajes. De allí nacieron
los rituales orgiásticos, delirantes, lascivos y crueles al par en los que los
fieles, enardecidos por la música, las bebidas y la danza, se entregaban en un
frenesí mediante el cual, al alcanzar el estado de trance, podían entrar a
comunicarse con las potencias superiores” (Liscano: 31-32)

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Esos ritos crueles y místicos, sensuales y a la vez espirituales o
advocatorios, inspirados en la convicción de la inmortalidad del alma,
sirvieron de referencia e inspiración a las religiones orgiásticas que creen en
una gran madre sagrada y fecunda. Religiones que van a aparecer en la
antigüedad, en Asia Menor, para penetrar posteriormente en Europa e influir
de manera determinante sobre los romanos. Aquellos cultos se realizaban
frecuentemente al finalizar el año, y estaban asociados con algunas de las
temporadas agrícolas, especialmente con la siembra o la época de
recolección. De ellos, los más conocidos eran:

- La Saturnalia, celebrada en honor a Saturno, Dios de la siembra y de


la agricultura y cuya fiesta duraba desde el 17 de enero hasta el 23 de
diciembre. Este culto recordaba a un buen Dios, un rey afable, en cuyo
reinado la tierra producía abundantemente y no había guerras ni
perturbaciones de la felicidad colectiva. L Saturnalia estaba presidida por un
rey de mentira, en representación de Saturno, que en los primeros tiempos
de ritos sangrientos eran sacrificado en el último día de fiesta. Esta
costumbre se va a suavizar, al menos en España, con el reemplazo por un
muñeco, el Rey momo, que sería quemado como lejano recuerdo de la
muerte propiciatoria de la resurrección.

- La Fiesta de la Alería (Hilaria), cuyo clímax se producía los días 25, 26


y 27 de marzo. Este culto, al igual que el anterior, congregaba celebraciones
cargadas de libertinaje, en las que la mayoría de la población se entregaba a
la alegría, el bullicio y daba rienda suelta a los más escondidos sentimientos.
Siete días cargados de desórdenes, embriagueces y festines que colmaban las
calles. Su fecha de festejo coincidía con el paso del equinoccio de primavera,
convocando a los romanos para disfrazarse y echar a rodar el currus navalis o
carro naval de donde pareciera derivar la palabra carnaval.

- Las Bacanales, eran aquellas dedicadas al Dios griego Dionisio


(conocido en la mitología romana como Baco), y que personificaba al vino y la
extrema alegría liberada gracias al consumo del jugo de uva. Por eso estas

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fiestas, celebradas en el mes de marzo, se van a caracterizar por borracheras,
bailes incontrolados y música enloquecedora.

- Las Lupercales, se realizaban el 15 de febrero y estaban destinadas a


purificar la ciudad. No parecen haber sido dedicadas a ninguna deidad, más
bien se trataba de un rito de carácter pastoril de preservación contra lobos y
zorros. Los personajes centrales eran los luperci, hombres aparentemente
poseídos por el espíritu del lobo, que corrían embriagados y medios
disfrazados, azotando a la gente que se encontraba a su paso.

Estas cuatro grandes celebraciones van a abrir el camino “para el


grupo de festejos y costumbres que durante la Edad Media asumirá los
variados aspectos hasta cuajar el Carnaval contemporáneo” (Liscano: 32).

Hijo pródigo del cristianismo


Para Julio Caro Baroja –autor del libro El carnaval (1965), considerado
el análisis más serio que se haya hecho acerca del carnaval en España- el
carnaval es un hijo, “aunque sea pródigo”, del cristianismo; porque sin la idea
de la cuaresma, el carnaval “no existiría en la forma concreta en que ha
existido desde fechas oscuras en la Edad Media europea” (Caro Baroja: 26).

Considera este autor que es en la Edad Media cuando se fijan los


caracteres del carnaval español, sin negar que también estén presentes
algunos de los ritos paganos de la antigüedad.

“…el Carnaval es una fiesta de mucha mayor significación que la que le


han dado los que la consideraron como una mera supervivencia o adaptación
de una sola creencia pagana. Es mucho más que esto: es casi la
representación del Paganismo en sí frente al Cristianismo, hecha, creada, en
una época acaso más pagana en el fondo que la nuestra, pero también más
religiosa” (Caro Baroja: 153-154).

Con esta afirmación Caro Baroja criticaba a los estudiosos de las


tradiciones españolas que se habían cobijado bajo el pensamiento de James
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Frazer (1854-1941), el autor de La rama dorada, quien percibía como
idénticos a la Saturnalia de la antigüedad y el carnaval de la Italia moderna.
Considera Baroja –apasionado defensor de las inmensas posibilidades del
carnaval como cura psíquica y social y por eso más placentera y apreciada
que la cura cuaresmal con su mal trato del cuerpo- que lo más chocante es
que se hubiera establecido los períodos del carnaval y la cuaresma con
contenidos sociales y religiosos totalmente antagónicos. El carnaval
caracterizado por la realización de actividades aparentemente lúdicas pero
cargadas de desenfreno y violencia, donde la inversión de la rutina o del
desorden de las cosas era un objetivo en sí mismo. Tiempo para vivir el
mundo al revés, del lenguaje disparatado, actos irracionales, actos de loco. La
cuaresma en cambio, signada por todo tipo de restricciones: ayunos,
prohibición de comer carne, prohibición de dar culto incluso a los mismos
santos, no se permitían los matrimonios, los juegos y espectáculos; era época
de sermones, de silencio, donde las alegrías exteriores estaban limitadas
totalmente. Por eso el ingenio popular representaba a la cuaresma como una
vieja larga y arrugada en contraste con el gordo alegre, colorado y repolludo:
Don Carnal.

Para la iglesia las conductas asociadas con uno y otro período eran de
valores opuestos, lo que se puede leer en la Guía de pecadores, de fray Luis
de Granada:

“En eso se diferencian los hombres carnales de espirituales: que los


unos, a manera se bestias brutas, se mueven por estos afectos (los de carne y
sangre), y los otros, por el espíritu de Dios y por razón” (Caro Baroja: 153-
154).

Pero el refrán popular expresaba lo contrario: “Antruejo buen santo;


Pascua no tanto”, ya que el carnaval era un período de tan apreciado que
hasta los más importantes poetas del Siglo de Oro español lo llegaron a
calificar de santo. Entre otros, Juan del Encina, quien concluye su segunda
égloga de Antruejo, Carnal o Carnestolendas, con el villancico:

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Hoy comamos y bebamos
y cantemos y holguemos,
que mañana ayunaremos.
Por honra de Sant Antruejo
parémonos hoy bien anchos,
embutamos estos panchos,
recalquemos el pellejo.
Que costumbre es de consejo
que todos hoy nos hartemos,
que mañana ayunaremos.

No hay dudas que los cuarentiséis días que van del miércoles de ceniza
inclusive, hasta el día de la Resurrección, eran de tal gravedad, tristeza y
recogimiento, que debieron producir espanto. Porque tras un agitado
período festivo, que abraca los meses de diciembre, enero y febrero en
parte, el mes de marzo y los comienzos de abril resultaban silenciosos e
inquietantes.

Pero, frente a esas sietes semanas de prohibiciones que duraba el


reinado de doña Cuaresma, ¿Cuál era el período considerado de introito del
carnaval… dónde comenzaba el carnaval? La respuesta no es fácil y la
diversidad de términos empleado para denominar ese momento contribuye
a la confusión: carnaval, carnal, carnestolendas, carnestoltes y antruejo,
entre otros.

El significado de la palabra carnaval estaba asociado con currus navali,


la fiesta del barco de Isis, que era paseado en marzo por los antiguos
romanos. La voz carnal, término empleado por el Arcipreste de Hita, se
refería al tiempo del año en que se come carne en oposición a la cuaresma.
Carnestolendas era el período en que la carne había de dejarse. Carnestoltes
se refiere al período en que la carne se ha dejado; y la más española de las

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expresiones: Antruejo, pareciera estar asimilada a la idea de Introido,
Carnisprivium, o inicio del carnaval, sin embargo también usado como
equivalente al carnaval. Por otra parte, los documentos que informan acerca
del carnaval en las distintas regiones de España hablan de una amplísima
gama, que va desde unos lugares que iniciaban el carnaval en tiempos de
Navidad, hasta otros que referían sólo el día martes como el tiempo de
carnaval por antonomasia. También hay referencias de inicios del carnaval a
primeros años, el Día de Reyes o el de San Antón. En este sentido decían
refranes madrileños: “Por San Antón, las carnestolendas son” y “Desde San
Antón, máscaras son”. Otros lugares daban inicio al carnaval el mismo
domingo de quincuagésima y duraba sólo tres días antes del Miércoles de
Ceniza. En las provincias Vascongadas, se consideraba el día de la Candelaria,
el 2 de febrero, como el primer día de carnaval. En otras provincias, más bien
el día 3 de febrero, Día de San Blas. Hay un entremés que dice:

“En asomado a San Blas


Las Madres carnestolendas”

En casi toda España se ha celebrado la fiesta del triunfo del carnaval, su


juicio o lucha con la cuaresma y su muerte. A veces mediante el empleo del
lenguaje simbólico de los antiguos poemas y otras con la representación viva
del teatro popular. El triunfo estaba simbolizado en la imagen o
representación de un rey, muchas veces tratado como un santo burlesco, San
Antruejo, en cuyo tiempo de curiosa advocación no debía trabajarse
especialmente el domingo y martes, y se permitía todo tipo de libertades y
desenfrenos.

Acerca de la lucha del carnaval con la cuaresma hay un texto del siglo
XIV, magníficamente escrito por el poeta Juan Ruiz, donde se representa con
vivos colores el desafío de Santa Quaresma, el día jueves gordo o jueves
Lardero, a siete días de la batalla que sería dada inexorablemente a don
Carnal y sus huestes, y que había de durar hasta el sábado santo. Cuenta
Arcipreste, que Don carnal recibió las cartas se desafío con orgullo pero con

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miedo, así como también sus súbditos. Poco antes del día señalado, el
martes de carnaval, se organizan los seguidores, el ejercito se pone en
campaña, allí participan los jamones, los tocinos, los suculentos quesos; y los
instrumentos para cocinar, calderos, sartenes, ollas de cobre, a modo de
armas. También se suman los animales montaraces, jabalíes, ciervos, liebres,
corzos y cabras dispuestos a defender a su señor natural. El vino hacía de
alguacil. La noche del Martes de Carnaval los gallos permanecieron alertas,
viudos ya de las gallinas “sus mujeres” que habían desaparecido en los
grandes festines. El día establecido coge a Don Carnal adormilado,
estupefacto: “Todos amodorrados fueron a la pelea”. Las huestes de Doña
Cuaresma son las primeras en atacar. Un ajo porro fue el primero en herir a
Don Carnal. Junto a la Doña estaban los pescados del Mediterráneo, peces de
mar y de río, mariscos, todo tipo de vegetales. Finalmente cogen preso a Don
Carnal, sólo lo encarcela mientras dure el reinado de la Cuaresma.

Finalmente, la muerte del carnaval era usualmente representada por


un muñeco de paja, que era enjuiciado por el fiscal, quien lo acusa de goloso
y borracho, argumentos que son refutados por la defensa alegando los
beneficios recibidos, ya que durante tres días todos habían llenados sus
estómagos, y el carnaval les había servido en gran manera. Otra forma de dar
muerte al carnaval, muy propia de la tradición madrileña del siglo XIX, es el
“entierro de la sardina”, manera particular de despedir la fiesta y que con
variantes está vigente en nuestro país.

En términos muy generales se podría hablar de la existencia de un


gran ciclo de carnaval que comprendía los meses de diciembre, enero y
febrero y que tenía su inicio en distintas fechas, según las regiones. De allí
que hoy día, dentro del ciclo navideño coexistan expresiones que tienen por
centro el nacimiento del Niño-Dios con otras propias del carnaval, lo que
ocurre no sólo en España sino también en Venezuela.

“El carnaval ha muerto; ha muerto, y no para resucitar como en otro


tiempo resucitaba anualmente” (Caro Baroja: 153-154).

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Efectivamente, aquel gran período de fiestas donde nada limitaba los
impulsos de la carne ya no vuelve. Sin embargo, a nuestro modo de ver, el
carnaval no fue totalmente derrotado. Más pudo la Navidad que la cuaresma.
De la oposición maniquea entre la cuaresma y el carnaval, entre lo divino y lo
humano, entre el rito religioso y la fiesta pagana, entre el bien y el mal, la
sabiduría popular logra integrar sincréticamente aspecto de lo uno y lo otro.
Así la Navidad conmemora el nacimiento, la vida y une a su plegaria
devocional la alegría del carnaval, sin los trances y excesos que lo
caracterizaron en épocas pasadas.

Desde el mismo momento en que las iglesias cristianas oriental y


occidental, entre los siglos III y IV de nuestra era, acuerdan fijar el nacimiento
de Jesús el 25 de diciembre, haciéndolo coincidir con el rito pagano de
celebrar el nacimiento del sol, se inicio a un ciclo festivo que habría de
asimilar muchas de las manifestaciones propias de carnaval. La Navidad hizo
concesiones al carnaval en lugar de oponérsele. Y ésa ha sido una de las
líneas de acción más exitosa de la iglesia, y que fuera expresada por el papa
Gregorio el Grande, al instituir que cuando fuese imposible ir contra la fuerza
de la tradición se consagrasen las festividades de participación popular a
Cristo. Así, una de las actividades más características del carnaval español ha
sido el de correr gallos. La literatura clásica española abunda en textos y
piezas poéticas relativas al Rey de Gallos, que era en cierta forma un maestro
que guía o enseña a los jóvenes. Se elegía a la suerte un rey de gallos al que
se engalanaba y así organizados salían todos a anaranjear o matar un gallo.

Como descendiente de aquel juego carnavalesco español, está entre


nosotros y dentro del ciclo navideño: El Entierro o Encierro del Gallo,
realizado en La Parroquia, estado Mérida, una vez que concluye la
celebración de los Danceros de la Candelaria. Este entierro o encierro es
realizado por jóvenes ataviados de manera especial. Uno de los participantes,
a quien previamente se le han vendado los ojos, intenta descubrir el lugar
preciso donde se encuentra el gallo, que ha sido introducido en una caja, al
tiempo que los compañeros intentan desorientarlo. De resultar triunfador es
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paseado en hombros, acto que pareciera simbolizar al rey de la tradición
española.

La Fiesta de Locos, considerada de origen medioeval, se festejaba en


lapso comprendido entre Navidad y Año Nuevo y allí las parrandas
enmascaradas recorrían las calles en las cuales abundaban hombres con
trajes y máscaras femeninas, que cantaban canciones obscenas hasta el atrio
de las iglesias. La Iglesia cristiana asimiló esta fiesta al Día de Los Santos
Inocentes. En España se han encontrados datos muy antiguos de celebración
de los Santos Inocentes, a la que se llama fiesta de locos; es el caso de la
antiquísima ciudad de Ecija en Sevilla. En Venezuela, el 28 de diciembre es
día de locos y de los santos inocentes. En Sanare, estado Lara, se recuerda el
degollamiento ordenado por Herodes. Allí hay la promesa y la misa,
establecida por las normas de la iglesia y por otra parte los enmascarados, el
baile, la alegría y la inversión de roles, más bien propias del carnaval.

Propio también del ciclo carnavalesco español es la tradición de imitar


animales, en especial a caballos y asnos; de allí proviene la vaquilla que salía
de principios de año a fines de carnaval. Se trata de un hombre que
representa a la vaquilla y va metido dentro de un armazón, compuesta por
dos varas estrechas, a cuyos extremos van dos cuernos y un rabo de vaca.
Seguramente a partir de allí la tradición popular venezolana diseñó su
Burriquita que junto a las diversiones pascuales hacen su aparición tanto en
Navidad como en carnaval.

La tradición culinaria propia de la Navidad también pareciera recordar


los grandes festines del carnaval medioeval con abundancia de jamones,
pavos, grasa, cochinos, bebidas embriagantes y otras suculencias.

Finalmente, vale la pena reflexionar que la larga historia de ese


período que termina por llamarse carnaval, pareciera haber obedecido a una
necesidad colectiva y psicológica de liberar tensiones, mediante la violación
de normas, la inversión de roles y el disfrute de los excesos. Sin embargo, el
saber popular supo integrar dentro de sus festejos rituales tradicionales,
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repartidos a lo largo de todo el año, una relación armónica y sincrética entre
el cumplimiento devocional y la expansión diversional que da señales de una
permanente búsqueda de equilibrios espiritual y de expresión humanizadora.

Bibliografía

- Baroja, Julio Caro. El Carnaval, Madrid, Taurus, 1989, 398 pp.

- Frazer, J. G. La rama dorada, México, fondo de Cultura Económica,


1981, 860 pp.

- Liscano, Juan. Fuegos Sagrados, Caracas, Monte Ávila, 1990, 265 pp.

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