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Pedro Manterola

el jardín de un caballero
La escultura vasca de la posguerra
en la obra y el pensamiento
de Mendiburu, Oteiza y Chillida.

Gipuzkoako Foru Aldundia Kultura eta Turismo Departamentua


Diputación Foral de Gipuzkoa Departamento de Cultura y Turismo
Pedro Manterola Armisén es pintor y profesor de
"Teoría e Historia del Arte Vasco" en la Facultad de Bellas
Artes de la UPV / EHU. Ha publicado entre otros trabajos:
Arte vasco y Política (1984); La pintura antigua y moderna
de Gustavo de Maeztu (1986); El Paisaje y la Mirada
(1987); Arte Navarro 1850-1940 (1991); Cinco pasos en
torno a la pasión de Jorge Oteiza (1992).

Los mitos de la Tierra, las antiguas costumbres y los


oficios relacionados con un "viejo saber", han tenido para
la escultura vasca posterior a la Guerra Civil una importan-
cia capital. Tal vez, cuando no existe —como en este caso—
una larga tradición artística, el afán de establecer en el
mundo moderno una identidad cultural, busca en una
concepción idealista y romántica de la naturaleza su prin-
cipal apoyo. Considerar el carácter y los contenidos de esa
relación en la obra de Remigio Mendiburu, Jorge Oteiza y
Eduardo Chillida es el propósito de El Jardín de un Ca-
ballero.

La escultura vasca de la posguerra es, como el jardín,


el lugar en el que encarna el sueño de una naturaleza para
el hombre y por tanto, el sueño de una idea de hombre. El
paisaje donde —decimos— que confluye el hombre vasco
desde todas sus direcciones. Incluso —tal vez—la mirada
capaz de una patria.
Cuadernos nº 7

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Pedro Manterola

el jardín de un caballero
La escultura vasca de la posguerra
en la obra y el pensamiento
de Mendiburu, Oteiza y Chillida.

Presentación
Francisco Jarauta
Para Ana
Deseo manifestar el reconocimiento que este libro debe a
cuantos le han prestado su colaboración.

En primer lugar a Jorge Oteiza con el que, tras muchos


años de una relación intensa, siempre enriquecedora, he con-
traido una deuda impagable y a Eduardo Chillida que me
ofreció su ayuda sin condiciones.

A los amigos de Remigio Mendiburu. Especialmente a


Juan Gorriti de Arriba-Atollo, artista de la madera, cuyos
saberes me permitieron comprender mejor la relación del
escultor con sus materiales, y al doctor Juan Pablo Zabala que
puso a mi disposición el valioso archivo fotográfico en el que
conserva numerosos testimonios de su larga e íntima amistad
con el artista.

Al profesor Aurelio Arteta de cuya preciosa amistad he


usado y abusado para poner en orden lo escrito y muchas de las
ideas que en él se exponen, y al profesor Francisco Jarauta que
alentó el texto desde sus primeros balbuceos y ha tenido, al
final, la generosidad de obsequiarle con las luminosas páginas
que lo presentan.
PRESENTACION por Francisco Jarauta 11

EL JARDIN DE UN CABALLERO

El jardín 19
En el nombre de la acción 37
Una cuestión de límites 59
La indiferencia 85
El campo y la ciudad 103
La materia de los sueños 137
Miradas y abrazos 163
El caballero 187
I. Metáforas de la peana.
II. Morir por añadidura.
11

Fue el Paraíso el primer jardín. Mitos, religiones, poetas,


así han pensado el origen. Un lugar abierto, recorrido por ríos,
inundado de luz, donde el hombre crecía junto a la Naturaleza
sin ningún extrañamiento. Vino después la culpa, el exilio, la
usurpación. Y a la ruina de aquellas afinidades primeras, le
sucedió una progresiva abstracción y dominio que definitiva-
mente hará imposible la reconciliación.

Vinieron después otros paisajes. No importa su luz. El


hombre comenzó a adiestrarse en la visión y a descubrir nuevos
espacios, capaces de rememorar si no el ya lejano e imposible
Paraíso, sí al menos aquel recuerdo y aquella felicidad. Eran
los nuevos jardines. Cómo contar la historia sin recorrer estos
lugares. Su lógica tiene que ver con el grado de afinidad o
lejanía respecto a la Naturaleza. Esta sigue siendo la referencia
necesaria, imprescindible, pero entre ella y el hombre se ha
abierto un abismo, abismo que el arte ha intentado siempre
salvar. Ahí está Poussin, dedicado a reconstruir un orden en el
que todos los tiempos vuelvan a ser uno sólo, una especie de
tiempo ideal -Arcadia- que haga posible el encuentro y la
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palabra. Pero este encuentro nunca ha tenido lugar.

El frustrado vieja el Paraíso da lugar a otra aventura o,


mejor, a otra deriva cuyo alcance no será otro que la explora-
ción/invención de un nuevo espacio. No se trata de un rétour à
la nature ni de la goethiana religión racional del Uno-Todo; es
más bien un viaje marcado por una línea asintótica que rompe
el principio de identidad, erosiona los confines entre interior y
exterior, y hace de la destrucción un paso hacia nuevas formas,
marcadas ahora por la herida de un anterior abandono o por
la castración que acompaña a un deseo imposible, pero tam-
bién de aquella gracia kleistiana de lo que emerge ante los ojos.
Nace así esa ontología excéntrica, que permite pensar la
Naturaleza como el lugar de lo posible, de lo infinitamente otro
y primero, inabarcable, y que posibilita la representación del
fluir de las formas, de los acontecimientos, ya no regidos por
una especie de simetría preestablecida de órdenes fijos, sino
por la azarosa ley de la invención o la construcción con la que
el hombre interviene frente a aquel espacio disponible.

Sin embargo, ninguna forma agota el espacio. Todas son


provisionales cifras de aquel infinito posible, estrategias de la
afirmación y la presencia, formas de habitar. Unas veces, se
ordenan de acuerdo a perfectas geometrías que simulan ideales
abstractos, casi matemáticos; otras, son formas que avanzan
como proyecciones naturales de lo orgánico, aventurando una
aparente línea de continuidad entre la naturaleza y la construc-
ción. En cualquier caso, es este límite, que se traduce en
inabarcabilidad, en distancia insuperable, y, al mismo tiempo,
en disponibilidad real, el quefunda el espacio del arte moderno,
determinando sus diferentes estrategias de representación.
13

Fue Adorno el que hizo de este límite el núcleo mismo de


cualquier teorización del arte moderno. Este vive de su relación
con la muerte, es decir, con el límite que recorre el discurso
mismo del arte y que lo hace derivar hacia aquella disposición
fragmentaria que rige su orden discursivo. Y si "el fragmento
es la presa que hace la muerte en la obra de arte; el destruirla,
le quita también la mancha de su apariencia", es justamente
ahí donde se afirma el orden de lo posible, de aquellas nuevas
configuraciones que Rosalind Kraus ha definido como la
"sintaxis del doble negativo", atendiendo a los problemas de la
escultura contemporánea.

En efecto, si la relación entre muerte -límite- y arte


constituye el principio del arte moderno, lo es en la medida en
la que éste hace suya la renuncia tanto a la utopía romántica del
arte como supremo mediador entre naturaleza y libertad,
cuanto a la realización del "esquema" kantiano del arte como
conciliación de lo que la historia ha superado. Y, por el
contrario, la asunción de esta imposibilidad -que es tanto como
decir el reconocimiento de las aporías en él implícitas- es lo que
posibilita el gesto heróico de la gran abstracción, cuyo alcance
último es el asalto a la radical, originaria idea de mimesis. La
gran abstracción quiere liberarse de la imitación de la forma
universal, dogmáticamente presupuesta. La idea malevichiana
de la "muerte del sol" indica esta metanoia, cuyas raíces
podemos situar en aquella experiencia estética que va de
Mallarmé a Mondrian y que de alguna forma define el nuevo
espacio discursivo del arte contemporáneo.

Y, sin embargo, este nuevo espacio y los discursos que


sobre él intervienen no pueden ser entendidos sólo como
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simples ejercicios formales, regidos, unas veces, por conocidas


gramáticas constructivistas y, otras, por procedimientos más
expresionistas o figurativos. No. Ha sido desde el mismo
arranque de este ensayo, lo que precisamente ha querido evitar
Pedro Manterola: un análisis de formas y procedimientos. En
su lugar, la metáfora del jardín como organizadora de aquel
espacio sobre el que la escultura se alza o interviene, haciendo
plausibles las diferentes formas de habitar. Coincido con Man­
terola al pensar que no hay arte sin una moral del lenguaje.
Tras el conjunto de signos, destinados a definir, a través de las
formas más variadas de expresión, la soledad de un lenguaje
ritual, vive la intención que rige, decide, establece, legitima un
orden del discurso que, de alguna manera, fija el límite de la
escritura. Es por esto que asumir un lenguaje es tanto como
hacer suya una moral o una forma de habitar el mundo. Una
mirada sobre el arte moderno deja entender como éste, si desde
Cézanne o Mallarmé hasta nuestros días, pasando por Kan­
dinsky o Malevich, se ha transformado en una problemática de
lenguaje, no es por otra razón que como resultado del conflicto
entre varias morales del lenguaje, que han obligado al arte a
definir el compromiso de su propia escritura. Tras él, decídese
el proyecto: una forma de habitar el mundo.

En Winckelmann und seine Jahrhundert, Goethe ya ano­


taba esa línea de fuga que inaugura lo moderno. "Mientras el
hombre moderno , casi en todos sus pasos, se lanza hacia el
infinito (ine Unendliche), para después regresar, cuando lo
consigue, a un punto determinado, los antiguos se sentían, sin
más desviaciones (ohne weitern Umweg), a gusto dentro de los
confines gozosos del mundo (imnerhalb der lieblichen Grenzen
15

der schönen Welt)". Este disímil estar en el mundo del hombre


moderno frente al antiguo es lo que unas veces ha fundado la
nostalgia de aquel mundo supuestamente armónico y feliz, y,
otras es justamente lo que ha hecho posible la invención de otro
mundo, al que le correspondería esa forma de habitar que el
arte contemporáneo expresa. ¡No fue acaso el clasicismo una
nostalgia de la casa y el habitar moderno, más bien, una cierta
ausencia de casa, un afuera, un merodeo, una errancia!

Esta dificultad en habitar - Freilich ist es seltsam, die


Erde nicht mehr zu bewochnen (Ciertamente es extraño no
poder habitar más la tierra), dirá Rilke -remite una vez más a
la decisión ética que se esconde en toda propuesta artística.
Pero esta decisión no puede hacerse desde un supuesto gesto
olímpico, marcado por el olvido. No existe un grado cero de la
escritura como tampoco del arte. Fue Adolf Loos quien afirma-
ba que nuestro lenguaje nace en la matriz de aquellos otros
lenguajes que nos preceden y acompañan, de forma tal que su
comprensión o crítica necesariamente debe recorrer la pers-
pectiva sea de la tradición a la que se pertenece sea de la
recepción y apropiación de la misma. Esta pertenencia a una
tradición, entendida en términos culturales, es decir, en térmi-
nos de una experiencia histórica articulada a la lengua, a los
mitos y a otras formas simbólicas y rituales -que es lo que en
última instancia nos permitiría hablar de vasco- se encuentra
con otra tradición, la de la Vanguardia moderna con sus
tensiones, programas, soluciones y problemas, tal como ha
llegado a nosotros. Es ese cruce de caminos el verdadero lugar
del análisis y de la discusión cuando se trata de plantear el
alcance y sentido de una determinada propuesta artística. El
16

gran acierto de Pedro Manterola en este ensayo consiste


precisamente en haber sabido establecer, con lucidez y pasión,
un lugar justo desde el que mirar y entender las razones de esos
tres programas de excepción como son los trabajos de Mendi­
buru, Oteiza y Chillida.

Francisco Jarauta.
Oteiza en la puerta de su casa de Alzuza. (Fotografía de Paco Ocaña)
"Por otra parte, queda por resolver si servimos mejor al prójimo
corriendo sin cesar e inmediatamente en su ayuda y socorriéndole, lo que
sólo puede hacerse superficialmente, a menos de caer en la tiranía, o
haciendo para uno mismo algo que el prójimo vea con placer, por ejemplo,
un bello jardín tranquilo y reservado, con altos muros que lo defiendan de
la tempestad y del polvo de los caminos, pero también con una puerta
hospitalaria". Nietzsche, Aurora (III, 174).
19

EL JARDIN.

Cualquier jardín y la idea de jardín suelen recibir de mi


parte una mirada dividida y suspicaz, tal vez porque ambos
proporcionan un gran número de sentimientos e imágenes
alusivas a las preguntas más duraderas, empezando por la que,
según Lukács, «lo domina todo en la concepción del mundo de
la nueva clase burguesa». Es la mirada que brota de la contra­
1
posición entre naturaleza y artificio . Pero sería más preciso si
dijera que, mejor que de una mirada dividida, se trata de una
mirada que se sucede a sí misma configurando un juicio que
evoluciona con el tiempo.

Los jardines que frecuentábamos en la infancia eran un


sutil instrumento pedagógico con el que aprendimos, entre
otras cosas, la temible proximidad entre lo bueno y lo malo, lo
autorizado y lo prohibido, lo bello y lo feo, y la imposibilidad
de establecer entre categorías tan principales algún tipo de
asociación congruente. Aprendimos, pues, acerca de lo arbitra­
rio, pero sobre el pleonasmo que componen juntas la idea de

1
Georg Lukács, «Cuestiones liminares de la mimesis estética. Jardinería»
en Estética, vol.4, p. 168. (Ed. Grijalbo, 1967).
20

jardín y la de caballero, tardamos unos años aún en sentir un


mismo y franco menosprecio. Tal vez una educación fundada
en el terror había logrado implantar en las profundidades
inaccesibles de la conciencia (donde permanece) el monstruo
de lo sublime, gracias al cual la verdad reposa en los abismos
incontaminados de la naturaleza y la bondad comparte con la
belleza la espléndida exuberancia de lo salvaje.
Esta peculiaridad del espíritu juvenil suele perderse con
el tiempo, hasta el extremo que, a menudo, cosas que apre-
ciábamos en la juventud las detestamos de viejos, como si los
juicios morales se complacieran en exhibir su origen caprichoso
volviéndose contra sí mismos con el paso de los años. De mí
recuerdo, por ejemplo, que, cuando era joven, compartía un
sentimiento de profunda devoción por la «Humanidad» y otras
nociones tan abstractas como ésa, con una indiferencia rayana
en el desprecio respecto a cualquier ser humano en particular.
Se trataba, como puede verse, de la actitud propia de quienes,
inmersos en una cultura idealista y trascendental, encuentran
en los grandes símbolos y las nociones más abstractas, el valor
-imposible de hallar en cuanto existe- que les otorga la presen-
1
cia de lo ilimitado e infinito. Hoy, por el contrario, en que creo
disfrutar de un interés creciente por los individuos y sus

1
Quizá no se trate de una actitud relacionada con la edad sino con la
personalidad. Unamuno, un buen ejemplo de una personalidad de esta
clase, contaba en 1906 la siguiente anécdota: «siendo yo un mozo, oí en
mi pueblo a un sujeto que decía: aunque todos los bilbainos nos hiciéra-
mos carlistas, Bilbao seguiría siendo liberal». Y añade: «Paradoja, es
decir profunda verdad arbitraria, verdad de pasión, verdad cordial, que
no olvidé después nunca». Y poco más adelante, continúa: «Y todos los
21

cualidades, la simple mención de ese oráculo incontestable que


se designa con el litúrgico nombre de «Pueblo», «Género
Humano»... es capaz de ocasionarme un malestar de horas.

Supongo que un cambio de opinión tan radical se debe a


la contrariedad que me ocasiona el que un sujeto, tan querido
en otro tiempo, haya pasado -sin que sepa explicarme cómo- de
las manos divinas a las de los expertos en ciencias sociales, y
que la voz del pueblo, otrora la voz de Dios, tenga que aceptarla

gobernantes vulgares,..., y todos los escritores vulgares,..., y todos los


artistas vulgares y todos los pensadores vulgares, comprenden a sus
compatriotas, pero no a su patria. Así es». «Sobre la europeización.
(Arbitrariedades)», en Ensayos, t. VII, ps. 176 y 177. (Ed. Publicaciones
de la Residencia de Estudiantes, 1918) (cursivas del autor). Tal vez
deberíamos considerar si no son estos mismas ideas las que se proclamaban,
de forma amenazante, en los famosos carteles que proliferaron en la
Alemania de la última guerra: Das Volk ist alles - du bist nichts (el pueblo
es todo, tú no eres nada).
Una de las anécdotas que Oteiza suele contar de sus años en América
ilustra festivamente las palabras de Unamuno. Parece ser que en los días
de la guerra civil española Oteiza coincidió con León Felipe en una
recepción que ofrecía la embajada de Colombia en Chile. Al rato y
después de beber más de la cuenta, ambos, escultor y poeta, reclamaron
la atención de los asistentes. Cuando la obuvieron, luego de arrojarse con
gestos desmesurados y voces destempladas por el alcohol a los pies de una
bandera colombiana para besarla y proclamar desmesuradamente y con
lágrimas en los ojos su amor inmarcesible por la incomparable Colombia,
añadieron dirigiéndose a los concurrentes: «...pero vosotros y todos los
colombianos, sin excepción, sois, habeis sido y sereis unos...(y aquí
enjaretaron uno tras otro, a voz en grito, los mayores insultos que en ese
instante fueron capaces de imaginar). Como es natural, se organizó un
escándalo mayúsculo y nuestros artistas fueron expulsados del lugar
-como se suele decir- a patadas.
22

hoy de la insaciable boca de la estadística. A menos que, como


decía Mendiburu, me ocurra lo que a tantos artistas que,
dotados de un solo pero formidable talento paradójico, disimu-
lan los restos de sus innumerables naufragios tras la insensata
manía de invertirlo todo. ¡Como si las cosas no estuviesen
todavía suficientemente fuera de quicio!. «No hay nada -dice
Oteiza en una reciente película- como poner las cosas al
1
revés». El caso es que mi aprecio por los jardines -y hasta
añadiría que por los caballeros- ha ido en aumento de forma
paralela a mi inclinación por la paradoja: trasunto evidente de
mi recelo ante la naturaleza y desconfianza hacia la vida.

Por eso recibo con cautela y escepticismo el entusiasmo


que suscita en el profesor Assunto la idea del jardín como lugar
donde convergen los intereses cómplices del hombre y la
naturaleza. «El jardín -escribe- es naturaleza enteramente
subjetivada por el hecho de ser expresión del espíritu humano;
del mismo modo que, precisamente por ello, es subjetividad
enteramente objetivada. Es naturaleza hecha palabra y palabra
2
hecha naturaleza». Estos términos, en mi opinión, no expresan
1
Se trata de un vídeo titulado Oteiza. Fragmentos 1988-1991. En el
momento en que hace ese comentario, se ve al escultor trabajando con una
tizas en su taller de Alzuza.
Parece que esta inclinación por la paradoja es, como la melancolía, cosa
de Saturno y que acompaña a las personalidades excéntricas y contradic-
torias. A veces, sin embargo, otorga a quien la tiene una cualidad
envidiable. Francis Bacon describía la personalidad de Giacometti con las
siguientes palabras: «Tenía una maravillosa claridad mental. Veía siem-
pre el lado opuesto de cada cosa. En el mismo momento en que anunciaba
algo muy preciso, veía también el aspecto contrario.» G. Lascault, «El
arte» en Doce lecciones de filosofía., p.134. (Ed, Granica, 1988).
2
Rosario Asunto, Ontología y Teleología del Jardín, p. 40. (Ed. Tecnos,
23

tanto el jardín, como la ilusión de un mundo reconciliado; la


nostalgia de un Paraíso, que no es el terrenal -escindido, que
tenemos ya-, sino aquel que se nos ha prometido, en el que los
dos árboles fabulosos, el de la Vida y el de la Ciencia del bien
1
y del mal, no nos serán negados . «La entera metafísica reposa,
en efecto, en el reino vegetal; y no hay mejor curso universi-
tario sobre las cosas invisibles que se hacen visibles que el año
2
del jardín».

Entretanto, habría que decidir: o humanizamos la natura-


leza o somos naturalizados por ella. O la recibimos como un
modelo inefable e infalible para la conducta, o la modelamos
según nuestro gusto. O somos imagen de desolación, como una
3
estatua o un palacio en ruinas para celebrar el triunfo de la
1991).
1
Contra la creencia popular, parece ser que los árboles prohibidos del
Paraíso eran dos: el de la Vida y el de la Ciencia del bien y del mal -aunque
no faltan opiniones que hablan de tres, puesto que distiguen junto al árbol
de la Ciencia, un árbol más, el más prohibido y sagrado de todos, en el que
se custodiarían las razones que explican el comportamiento divino-. Así
lo confirma el Génesis, II, 9. «...y también el árbol de la vida en medio del
paraíso, y el árbol de la ciencia del bien y del mal». Milton, por su parte,
en el libro IV del Paraíso perdido, p. 89 (Ed. La Ilustración, 1868), es-
cribe: «En medio de ellos estaba el árbol de la vida, alto, elevado,
ostentando frutos de ambrosía y de oro vegetal. No lejos de la vida, crecía
el árbol de la ciencia, nuestra muerte, ciencia del bien, comprada a tanta
costa por el conocimiento del mal.» Más curiosa resulta la antigua disputa
sobre la clase del árbol en cuestión. Aunque existen opiniones para «todos
los gustos», la higuera, el manzano y el cerezo se reparten la mayoría de
los pareceres.
2
E. Jünger, Radiaciones. Diarios de la segunda guerra mundial, v. 2º, p.
228. (Ed. Tusquets, 1992).
3
La deliberada utilización por la burguesía de ruinas artificiales en los
24

naturaleza, o hacemos de la naturaleza jardín. Es decir, con-


quista e invención; interioridad desbordada que se distancia
para la contemplación y el pensamiento, el placer y la idea.
Tierra, en suma, arrebatada al tempestuoso mar como un
polder holandés.

Pero ¿de qué y de cuántos jardines y caballeros estamos


hablando?.

Aunque Lukacs nos recuerda que la ordenación que dio


origen al jardín nació de necesidades prácticas, la convergencia
en el siglo XVIII de lo útil con lo placentero, hizo del modelo
inglés el jardín por excelencia. Pero un lugar para conversar y
tomar el té al aire libre, como sucede en la mayoría de las
comedias victorianas, es, antes que otra cosa, un objeto de uso
y explotación que como tal no precisa de más intervención en
el entorno que el imprescindible para ocuparlo y habitarlo. Esa
es la razón por la que se le tiene como ejemplo de una relación
respetuosa con la naturaleza y la que le otorga su celebrado
carácter pintoresco. Pindemonte llegó a decir que no hay en

jardines, celebraba la derrota de los antiguos poderes y la alianza del


hombre nuevo con el poder inmarcesible y soberano de la Naturaleza, que
había de garantizar la perennidad de su victoria.
La construcción de estas ruinas suscitaba, en ocasiones, extraordinarios
problemas, como el que cita Lukacs, o. c , p. 169, refiriéndose a Home y
a sus preocupaciones sobre la clase y significación de las ruinas que
debían ser utilizadas en los jardines: «¿Deben prepararse las ruinas según
el estilo gótico o según el griego?- se pregunta Home-. Afirmo que de
estilo gótico. Porque con tales ruinas se contempla el triunfo del tiempo
sobre la fuerza, lo cual es un pensamiento melancólico, pero no desagra-
dable. En cambio, las ruinas griegas nos hacen pensar más en el triunfo de
la barbarie sobre el gusto, pensamiento más tenebroso y deprimente».
25

este jardín manipulación alguna «y que lo que nos gusta y


embelesa en él es una combinación de elementos producida por
casualidad». Naturalmente que esa casualidad responde por los
sentimientos e intereses que acompañan a la burguesía en sus
albores, para la que, como Assunto repite, el jardín inglés
simboliza «la libre naturaleza como imagen arquetípica de
nuestra libertad de hombres», en contraste con el jardín francés
del Setecientos, «que significa altivez y dominio y que defor-
maba a la naturaleza en la misma medida que sometía a los
1
hombres».

Efectivamente, el jardín formalista y regular, llamado


arquitectónico, es un paisaje domesticado, sometido a los
caprichos del hombre, obligado por el rigor de la podadera a
una geometría que desconoce su naturaleza vegetal y sustituye
sus leyes eternas por un sinnúmero de ocurrencias. Es por tanto
un ejercicio de extrañamiento de la naturaleza y un lugar de
impiedad que abrió el camino a las excentricidades contem-
poráneas, tales como los jardines futuristas de Balla o los
delirios rosas -Surrounded Islands - de Christo. Pero es tam-
bién el Jardín de Academos, que, como se sabe, además de un
lugar infecto era el territorio de los sueños... «extravagantes»,
es decir, abiertos en la lejanía por el desacuerdo que el hombre
sostiene consigo mismo. Terra incognita colmada de maravi-
llas, como los jardines colgantes de Babilonia que perturbaban
nuestra imaginación infantil, o de riquezas y amenazas, como
el de la tierra de las Hespérides que, situadas como asegura la
tradición en el extremo occidente del mundo, Colón creyó

1
R. Assunto, o. c , p. 94. En este punto ver J. J. Rousseau. Julia o la Nueva
Heloisa, 4º, carta XI a milord Eduard. (GF. Flamarión, p. 352, París 1967).
26

1
encontrar -con razón- a la entrada del Orinoco. Jardines de una
desesperanza apasionada, cercanos y sin embargo tan distan-
tes, como esas interminables cumbres, más alejadas cuanto
más próximas, siempre más allá -pero inmediatamente más
allá- del horizonte. Inalcanzables porque están situadas tras el
tenebroso umbral de la naturaleza

Pero ¿acaso no lo están todos?. Goethe, refiriéndose a


los jardines del castillo de Saarbrücken escribió: «Esta obra se
emprendió en la época en que se consultaba a los arquitectos
acerca de la disposición de los jardines, de la misma manera
2
que hoy se solicita el consejo de los pintores de paisaje». Este
testimonio deja entrever una opinión, contraria a la habitual,
que contrapone el jardín inglés al francés basándose en la
naturalidad del primero frente a la artificialidad del segundo.

1
Ernst Bloch, El principio esperanza. Vol. II, p. 328. (Ed. Aguilar, 1979).
Sin embargo, para los antiguos la tierra de las Hespérides era precisamen-
te Andalucía, el extremo occidente del mundo conocido. En las leyendas
medievales, poniente era también el lugar de la noche y los abismos; el
territorio de la la muerte y de las regiones infernales. Tal vez por eso,
Occidente simboliza el lugar donde se fragua la aventura del hombre
moderno, « marchando de frente contra la noche», como le gusta decir a
Chillida.
2
J. W. Goethe, Memorias de la Universidad, p. 184. (Ed. Espasa-Calpe.
/Austral, 1952).
F. Paez de la Cadena en Historia de los estilos en jardinería., p. 257. (Ed.
Istmo, 1982), se refiere a Humphry Repton que «Al parecer, tras una
noche de insomnio, se decidió a escribir a sus conocidos y amigos,
ofreciéndose como 'jardinero paisajista'. 'He adoptado el término jardi-
ñero paisajista', escribía, 'como el más apropiado, ya que este arte sólo
puede perfeccionarse con la unión del pintor paisajista y del jardinero
práctico'.»
27

Schiller censuraba, igualmente, los jardines a la inglesa por-


que, en nombre de la libertad, pretendían redimirse de los
dictados de la arquitectura para caer en la servidumbre, no
menos gravosa, de la pintura. En todo caso, ese jardín, que se
dice históricamente unido a la idea de lo sublime, incurre en la
contradicción que el mismo Goethe denuncia cuando percibe
que es el jardín, precisamente, el que empequeñece la sublimidad
1
y el que destruye la naturaleza al imitarla . Se diría incluso que
una agresión de esta índole resulta, por desintencionada y
encubierta, más brutal que la franca y deliberada acometida
que le infringe el jardín barroco.
Por eso no resisto la tentación, legítima -porque parece
ignorada de todos-, de ponderar la paradójica cualidad que
distingue al jardín inglés. Me refiero al desinterés estético, que
encontraría acomodo en el pragmatismo que atribuímos a los
ingleses, y, sobre todo, en la evolución que ha experimentado
hasta nuestros días el jardín que lleva su nombre. Esta misma
facilidad para transformarse debería bastar para convencernos
de que el jardín inglés no existe -casi-, en tanto que no es la
encarnación de una idea, sino la expresión vegetal de una ética
cambiante que hemos detenido caprichosamente en un instante
del siglo XVIII, cuando una nueva clase social, la burguesía,
que se disponía a tomar el mando, necesitaba reconocerse en
los sentimientos de piedad y los ideales que sólo la naturaleza
sin ataduras es capaz de inspirar. «Los piadosos -dice El Corán
2
(51, 15)- estarán entre jardines y fuentes». Surgió así, en torno
al jardín paradigma de la naturaleza inocente, liberada de
1
G. Lukacs, o. c , p. 172.
2
En las suras que describen el cielo musulmán se habla repetidamente de
28

cualquier constricción -y en primer lugar de la que significa la


1
geometría- , lo que H. Home llamó «el arte predilecto del
2
siglo» .

Pero en ese estado la naturaleza no tarda en mostrar su


brutalidad e indiferencia. El ideal neoclásico que refleja el
jardín baconiano de la eterna primavera, o la serenidad, armonía
3
e inocencia del jardín del Edén, en tanto que imagen de un
misterio bello y definitivo custodiado para la eternidad en un
espacio sin tiempo, no podían satisfacer la inquietud romántica
por regenerar la pureza del hombre y su historia, caminando
por parajes interiores, cada vez más atormentados, hasta las

jardines. Sura 55: «...habrá dos jardines»,...»oscurísimos por lo frondoso


de la vegetación «,...»En ellos habrá dos fuentes abundantes.»...»En
ambos habrá frutos, palmerales y granados.»...»En ambos habrá vírgenes
excelentes, hermosas,»...»huríes enclaustradas en pabellones.» ...»Antes
de ellos no las habrá tocado ni hombre ni genio.». Sura 56: «...en los
jardines de ensueño...», .......entre azufaifos sin espinas, entre acacias
alineadas, sombras extendidas, agua corriente y abundantes frutos que no
estarán cortados ni prohibidos».
1
J.J.Rousseau. En Julie ou La Nouvelle Heloise. 1ºp., L. XIII, p.32. (Ed.
GF. Flammarion, 1967), la joven Julie escribe reconocida a su amante: «Si
no me hubierais prohibido la geometría...».
2
Schopenhauer por el contrario, afirma que: «La belleza que nos ofrece
(la jardinería) pertenece casi por completo a la naturaleza; el arte hace
aquí muy poco y, por otro lado, lucha con desventaja contra la rebeldía
de la naturaleza, y cuando el arte no previene, sino que tiene que reprimir
estas rebeldías, sus efectos son escasos.» El mundo como voluntad y re-
presentación., p. 176. (Ed. Porrua, 1987) (cursivas del autor).
3
Milton describe también el Paraíso como el lugar donde se disfruta de
una constante primavera: «...mientras que el universal Pan, danzando con
las Gracias y con las Horas, lleva consigo una primavera eterna»., o. c ,
29

fuentes misteriosas de la vida. El destino de este proceloso


viaje es el jardín de los orígenes de un hombre nuevo, que sólo
podía encarnarse en el magma ardiente de la materia anterior a
la materia, en la sonora intensidad de la palabra anterior a la
palabra, en el caos encendido y turbulento de una naturaleza
sepultada aún en su claustro materno, antes de la «gran explo-
1
sión», que Turner pintó en sus últimos paisajes.

Naturalmente que éste resulta un jardín poco habitable,


de modo que los ingleses, con buen criterio, decidieron confiar
al cuidado público los inhóspitos anhelos románticos que se
lib. IV, p. 90. (cursivas del autor).
Parece existir un acuerdo, injusto a todas luces, en referirse a la
primavera como la estación que refleja mejor el ideal de una naturaleza
perfecta. No se me ocurre otra explicación de tal unanimidad de criterio
que la que surge de asociar primavera y juventud, dando por supuesto que
nadie, en su sano juicio -salvo los mismos jóvenes, quizá-, dudaría de las
excelencias incomparables de esa edad. Sin embargo, en nuestras latitu-
des la primavera acostumbra a mostrarse desapacible en extremo.
En Minima moralia, 146, Adorno recoge una cita de Hebbel que dice:
«con el paso de los años resta a la vida su encanto». En una primera lectura
entendí, confundido por una traducción deficiente o por mi mala cabeza,
que el autor declaraba en ella un amor inquebrantable por la vida que los
años va depurando. Como si, conforme se envejece, en la medida que se
van «haciendo los deberes», mejor o peor, la vida descubriera el incom-
parable encanto de vivir sin propósito, que no rehusa ningún placer, ni
siquiera el más dañino de todos, que es el que proporciona el ligero sabor
amargo de la melancolía, el hedor que exhalan nuestros recuerdos en
descomposición.
1
Ese es el camino que puede explicarnos la devoción y deuda que un
artista como Gutavo de Maeztu reconocía en su famosa conferencia
Fantasía sobre los chinos, en relación con la obra de Turner, y que tanto
ha sorprendido a los estudiosos del artista alavés. En la publicación que
30

representan en la naturaleza «intocable» y despejar los peligros


latentes en su oscuridad, sustituyéndolos por la claridad y
1
amplitud de horizontes que proporcionan el césped y la pradera .
Lo que dio lugar a un nuevo modelo de relación con el paisaje,
basado en los placeres que reporta de mil maneras diferentes el
ejercicio físico al aire libre y la conducta reglamentada, cuyo
arquetipo es el jardín emblemático por excelencia de una
sociedad de caballeros, activa, utilitaria, higiénica y moralista:
el campo de golf.

Junto a él, paradójicamente tan próximo, por la delibera-


da reunión de accidentes geográficos de todo tipo que ofrecen
una representación completa de la naturaleza, como lejano, por
su significado y proporciones, el jardín japonés: un jardín
bonsai, que ha quintaesenciado el espíritu inmanente de la
naturaleza hasta sus límites materiales. Un jardín que no se
recorre reglamentariamente, sino que inspira una regla interior,
una conducta solemne y escrupulosa. Que no es, por tanto, un

recoge la citada conferencia puede leerse: «Era necesario que hacia el año
50 del pasado siglo un inglés, mimado por su pueblo y, gracias a Dios, no
estropeado por un crítico de extraordinaria influencia en su tiempo
(Ruskin), dejara a la posteridad quince o veinte obras, las últimas de su
vida, para que la humanidad empezara a mirar con ojos más ingenuos la
Naturaleza. Estos ojos son los de la gran pintura. Este inglés se llamó
Turner, y con él, y en él, están y comienzan todos los elementos de la gran
pintura moderna.» (cursivas del autor).
1
Aunque en 1625 Bacon hablaba ya de praderas para su jardín ideal, hasta
finales del s. XVIII no comienza a separase la noción de parque de la de
jardín. «Mientras que el parque es una 'naturaleza idealizada y concentra-
da', el jardín sigue siendo sólo 'una vivienda más amplia». J. Ritter,
«Paisaje», en Subjetividad, p. 156. (Ed. Alfa, 1986).
31

paisaje para ocupar o aprovechar, ni para contemplar siquiera.


Porque la naturaleza no se ofrece en él a la mirada del hombre,
sino que es el hombre, ante el jardín, el que se presenta a la
Naturaleza, de tal forma que es el jardín el que nos mira con el
ojo «polifemo» de la Naturaleza. Iluminados por esa mirada,
nos sentimos «a la vista», obligados, por tanto, a la compostura
ejemplar, la dignidad quieta y la silenciosa religiosidad del
caballero. Comparece entonces el jardín de los ciegos, paraíso
metafísico, creación de la mirada vuelta hacia el «Todo» que
presiente y persigue, a su vez, más que el paisaje, la mirada
divina oculta en él. Cuando esta mirada se posa en nosotros,
reconciliados con la naturaleza, descubrimos el armónico lugar
que nos corresponde entre lo creado, esclarecidos con la
ventura de ser ciego paisaje para los ojos de Dios.

Ciegos, efectivamente. En la tradición cristiana, «ver» es


característico de la divinidad. La oscuridad de los ojos, por
tanto, la primera consecuencia del pecado y la causa de que nos
veamos obligados a descender a los sentidos «corporales». En
El paraíso perdido se cuenta cómo debió proceder el ángel con
la ceguera de Adán para ascender con él a «las visiones de
Dios»:

«Miguel disipó la nube que había for­


mado sobre los ojos de Adam el fruto falaz
que le había prometido la vista más pene­
trante . Elangelle limpió el nervio óptico con
eufrasia y ruda, porque debía ver muchas
cosas, y dejó caer en sus ojos tres gotas del
1
agua de la fuente de la vida».

1
Milton, o. c., lib. XI, p.269., (cursivas del autor). La cuestión sobre la
32

Esta de la ceguera es una condición largamente acredi-


tada por una cultura que se ha forjado en el prestigio de lo
invisible y en la que un elemental y piadoso sentido de la
justicia atribuye, a quien ha perdido los ojos para ver lo que se
ve, los ojos que ven lo que no se ve. Una mudanza que premia
la ofuscación de los elegidos haciéndoles partícipes de la visión
divina y que ha sembrado la literatura sagrada y las leyendas de
una numerosa familia de magos, adivinos y hierofantes -todos
ellos visionarios- señalados con el estigma providencial de la
ceguera. Gentes sin otro empleo
que el de propagar la materia en la
que son expertas: lo sublime, que,
como dice Platón, no tiene ima-
gen.

Oteiza. "Cabeza de apóstol" (1954)


Comprobé que los apóstoles con ojos, apenas pene-
traban el cielo, pensé que es en la oración que se
cierran los ojos —los suprimí en todos, solamente a
Pablo le señalé dos pequeños huecos—es en la
oración que se borra el rostro, en el apóstol número 4
se lo borré del todo, puede cada uno ponerle el suyo,
descubrí que es la mirada la que ve, la que recibe a
Dios (del libro de M. Pelay Orozco. Oteiza, su vida,
su obra, su pensamiento, su palabra).

ceguera o lucidez que resulta del pecado original ha hecho correr mucha
tinta. El texto literal del Génesis, (111,7), dice que después de haber comido
del fruto prohibido, «Luego se les abrieron á entrambos los ojos: y como
echasen de ver que estaban desnudos...» Los estudiosos de la Biblia
piensan que esas palabras se refieren a los ojos de la inocencia perdida, los
de las miserias de la vida, los de la culpa y la muerte.
33

1,
Frente a ellas, el artista celebra el «enigma de la visión»
que está contenido en lo que somos capaces de ver sin auxilios
taumatúrgicos. «¿Qué le pide el pintor a la montaña, en ver-
dad?. Que desvele los medios nada más que visibles por los
2
cuales se hace montaña ante nuestros ojos» . Pero, embriagado
por el júbilo de la visión, el artista no advierte que la soberbia
del ojo y la malicia de los dioses -como al príncipe Siddartha-
acabarán mostrándole la muerte, y acaso sólo la muerte,
fraguándose en el interior de las cosas. La perplejidad y el
escándalo de esa visión descubre la hipocresía que envuelve el
duelo con lo invisible. ¡El verdadero conflicto está planteado
entre lo que se puede y no se puede mirar !. La tragedia del
hombre se desarrolla en torno de lo «admirable» y se recorre a
lo largo de una historia sembrada de miradas prohibidas. Todas
ellas se resumen en la que se ordena en el Exodo, (XXXIII -18
a 23):

«Díjole Moisés: Muéstrame tu gloria»/


«Respondió el Señor: Yo te mostraré a ti todo
el bien...» / «Pero en cuanto a ver mi rostro,
prosiguió el Señor, no lo puedes conseguir;
porque no me verá hombre ninguno sin mo-
rir». / «... Tú, pues, te estarás sobre aquella

1
A veces se predica una rara especialidad de los sentidos en relación con
las distintas artes. Según ella, la visión es lo propio del pintor, mientras
que el escultor, mejor relacionado con la materia, más realista por tanto,
debe conducirse como un ciego por el sentido que, según los clásicos, los
resume todos: el tacto. A esta cuestión se dedican unas páginas en el cap.
6º.
2
M. Merleau-Ponty, El ojo y el espíritu., p.23. (Ed. Paidós, 1986). (cur-
sivas del autor).
34

peña;» / y al tiempo de pasar mi gloria..., te


cubriré con mi mano derecha, hasta que yo
haya pasado.» / «Después apartaré mi mano,
y verás mis espaldas: pero mi rostro no po-
drás verle.»

¿Cómo hacer, entonces, para hacer amable la mirada del


hombre?. La mirada que se busca a sí misma en la emoción
estética de la pura contemplación; la mirada que inventa el
jardín por el placer de «contemplar la vida en el acto mismo de
vivirla»; la mirada que despierta al escultor que, en forma de
escultura, duerme dentro de la piedra; la mirada del caballero
que disputa hasta la muerte el poder a la Naturaleza. La mirada,
en suma, que desafía todas las prohibiciones, como aquélla que
dice: «No harás para ti imagen de escultura, ni figura alguna de
las cosas que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni de
las que hay en las aguas debajo de la tierra».

* * *

Los mitos de la Tierra, las antiguas costumbres y los


oficios relacionados con un «viejo saber», han tenido para la
escultura vasca posterior a la Guerra civil una importancia
mayor que la que tienen en otros lugares con preocupaciones
semejantes. Tal vez, cuando no existe -como en este caso- una
larga tradición artística, el afán de establecer en el mundo
moderno una identidad cultural, busca en una concepción
idealista y romántica de la Naturaleza su principal apoyo.
Considerar el caracter y los contenidos de esa relación en la
obra de Jorge Oteiza, Eduardo Chillida y Remigio Mendiburu
es el proposito de las siguientes páginas.
35

La escultura vasca de la posguerra que estos artistas


1
representan es, como el jardín, el lugar en el que encarna el
sueño de una Naturaleza para el hombre, y, por tanto, el sueño
2
de una idea de hombre. El paisaje donde -decimos- que con-
fluye el hombre vasco desde todas sus direcciones. Incluso -tal
vez- la mirada capaz de una Patria.

1
Además de los citados, el arte vasco de este periodo puede exhibir una
lista numerosa de escultores extraordinarios. De los que estuvieron
relacionados -de distintas formas- con los grupos de la llamada Escuela
Vasca habría que citar entre otros a N. Basterrechea, J. Aguirre, V. Larrea,
J. Ramón Carrera.
2
Para una consideración de la evolución histórica del jardín como
metáfora de la vida, ver M. Venturi Ferriolo, Giardino e filosofia. (Ed.
Guerini, Milan, 1992.)
37

1
EN EL NOMBRE DE LA ACCIÓN.

Aunque quisiera, no podría hablar de la obra de Remigio


Mendiburu sin el recuerdo de alguno de nuestros encuentros
personales gentilmente embellecidos por mi mala memoria.
Pero no quiero, porque Mendiburu era una de esas personas
capaces de suscitar la clase de recuerdos que deseamos con-
servar. Uno de esos raros personajes para los que la memoria
dispone su habitación preferida con el deseo de que permanezcan
en ella confortablemente, como huéspedes amables y distin-
guidos, el mayor tiempo posible, aunque sólo sea para com-
pensarnos de tantos recuerdos invasores que, a modo de
arrendatarios indeseables, se resisten al desahucio furiosamente.

El recuerdo que me viene ahora a las mientes -descarado


idioma el nuestro- es de principios de los años setenta y toma
cuerpo en dos escenas. La primera me presenta a Mendiburu,
embutido en unos extraordinarios pantalones de color granate,

1
Este capítulo recoge la revisión del texto que fue publicado en los
catálogos de la Exposición Antológica de la obra de Remigio Mendiburu
celebrada en el Museo de San Telmo de San Sebastián en Diciembre de
1989.
38

hablando con Rafael Balerdi y


conmigo en los Encuentros de
Pamplona de 1972 delante de
una de sus esculturas. Mi me-
moria infiel me la ofrecía como
una pequeña pieza metálica con
alguna parte de color, verde
probablemente, pero que ahora,
después de repasar papeles y
fotografías, tengo para mí que
se trataba de una escultura de
madera formada por siete vas-
tagos verticales de tres cilindros
Mendiburu. Torso (1970). de distinta altura cada uno de
ellos que entonces se exhibía en
el primer piso del Museo de Navarra ocupado por la exposición
1
de Arte Vasco.

No soy capaz de reproducir hoy el contenido de aquella


conversación, y seguramente no lo habría sido tampoco al día
siguiente del que tuvo lugar, pero recuerdo que su discurso,
igualmente claro-oscuro, complejo y seductor, tenía que ver
con el pensamiento y con la acción, y desarrollaba, con la
prolijidad que en Mendiburu era habitual, un concepto que
desde entonces ha permanecido en mi mente como un enigma

1
El motivo de mi confusión era que existen dos versiones de esta obra. La
primera de 1970 lleva el título de Torso y está realizada en madera de haya
y poliéster. La segunda de 1972, Sin título, es de acero inoxidable, cobre
y bronce. La que estuvo expuesta en los Encuentros de Pamplona fue esta
última.
39

indescifrable: el movimiento lento.

La segunda escena tuvo lugar unos años más tarde en el


caserío de Inza donde Mendiburu vivió hasta 1976. Eran los
días en que sosteníamos un trato más frecuente. Recuerdo
especialmente una mañana de primavera, rara en el valle de
Araiz por cálida y luminosa, en la que ascendía trabajosamente,
desde Inza, por la vertiente norte de la sierra de Aralar camino
de la casa solitaria que el escultor tenía a la sombra de las
Malloas, y cómo me lo encontré en su taller, tumbado en un
camastro, meditando con una expresión apacible y ensimisma-
da. El motivo que había dado lugar a tal estado era que un cierto
amigo o cliente o admirador, después de una reciente visita en
la que creyó advertir que el escultor pasaba por una fase
melancólica, se había ofrecido a financiarle un viaje, cualquier
viaje, con tal de arrancarle de esa situación. El horror que los
hombres de acción, los de la bilis amarilla, sienten ante la
melancolía sólo es comparable con la admiración que los
artistas sienten por los hombres de acción... El caso fue que a
mi llegada había sorprendido a Remigio ensoñando en alta voz,
tan maravillosamente, las infinitas delicias que tal ofrecimien-
to ponía a su disposición, que no pude evitar viajar con él
durante toda la mañana, fabulosamente, por lugares extraor-
dinarios. Cuando al mediodía regresamos al punto de partida,
Remigio me hizo notar que el viaje estaba definitivamente
hecho, concluido, y que reemprenderlo físicamente hubiera
constituido una distracción y un derroche imperdonables.

Yo estaba perplejo, pero encantado con los poderes que


me habían conducido tan lejos. Me pregunté si no seríamos
40

capaces de experimentar cualquier actividad, hasta la más


ingente, y registrar sus efectos con un simple destello en el
interior de la conciencia. Me dije, sin la menor ironía, que éste
debía ser un atisbo del instante místico que permitió a Mahoma
ir y venir del Séptimo Cielo antes que una copa, derribada por
él al partir, llegara a tocar el pavimento; o, tal vez, el pálido
reflejo de la mística centuria durante la que mi paisano, el abad
1
Virila, estuvo en Babia oyendo el canto de un ruiseñor . Y pensé
que en algo así debe consistir la plenitud del Sentido: cuando
las cosas todas, hasta las más insignificantes, signifiquen y
levanten su voz distinta en perfecta armonía con las demás,
entonando un himno universal; cuando la naturaleza entera
descubra la inocencia de sus propósitos, el pensamiento vague
sin objeto y el tiempo corra por otros mundos.

Pero un paisaje como éste de belleza y quietud sólo es


bien recibido en los libros que cuentan misterios metafísicos,
porque la historia que nos atañe se gestó en la oscuridad

1
Ambos casos reflejan, sin embargo, diferencias fundamentales. La
experiencia de Mahoma parece decirnos que el tiempo de vivir, nuestro
tiempo, puede abrirse y extenderse casi sin límite. Que un sólo segundo
de nuestra existencia terrenal puede alumbrar un infinito, que la eternidad
nos pertenece y que se halla a disposición de nuestra conciencia. Segura-
mente, el caso de Mahoma no hace más que conducir al extremo de la
iluminación mística, una experiencia cotidiana según la cual, el tiempo
puede expandirse, trascurrir a distintas velocidades a expensas de la
atención que seamos capaces de prestarle de forma espontánea o estimu-
lada. En todo caso es un ensueño interesado en el crecimiento de la vida
y la conciencia. El abad Virila nos muestra lo contrario. La atención, la
conciencia, el tiempo de vivir, no son nada. Un atisbo de eternidad los
aniquila.
41

ocasionada por la pérdida del Sentido. He aquí el presupuesto


necesario para la acción. Cuando las cosas callan, cuando
permanecen mudas y en tinieblas, la vida tiene que pensarse
con las manos, igual que el topo su madriguera. Así fue, al tacto,
como se establecieron las fronteras del mundo y los privilegios
históricos de la actividad, y así, la modernidad, subyugada por
la acción, fue declarada hija del pensamiento en marcha.
Parece que Hegel fue el primero en establecer que el pensa­
miento, para merecer tal nombre, debe conducirnos a la acción,
inaugurando de esta forma el largo discurso que encadena toda
posibilidad de existencia real a la actividad, a la acción «inten­
cionada» que, para Heidegger, es el fruto de la conciencia que
no alcanza su satisfacción.

Frente a semejantes valedores resulta difícil insinuar la


menor reserva, aunque creamos advertir que la relación entre
pensamiento y acción no siempre resulta congruente, y que
distinguir la conciencia de nuestro tiempo por la racionalidad
que supuestamente la ilumina es a menudo una pretensión
injustificable. Incluso la experiencia de los últimos tiempos
nos muestra, obstinadamente, las dificultades que padece la
razón para tenerse sobre los acontecimientos; como si su mejor
empleo la retuviera en el antes, escarbando en lo vivido,
jugando sin finalidad, en absoluta indiferencia, en el territorio
de la memoria bajo el castigo de perderse, despojada de sus
atributos críticos. La acción, por su parte, no necesita más
auxilios que los de la conquista y la sumisión de los otros para
ser -más- lo que es. Si acaso habla de metas y nos vierte en
objetivos y objetos, es para ejercitarse en el poder y exigir el
cumplimiento de los «deberes» que engendra. Una acción, o es
42

un acto de fe, o el fruto de la necesidad o de la voluntad de


poder. En cualquier caso, una creencia o un negocio y en tal
compañía la razón suele hacer el ridículo. En lo que al arte se
refiere, la zozobra que ocasiona a los filósofos modernos la
sospecha de que el pensamiento no sirve para nada «útil» -es
decir, activo-, ha contribuido a erigir el sombrío axioma que
ilustran los esteticistas del siglo XIX, según el cual sustituir la
acción por la expresión artística, «la vida por el arte», es un
extravío y una inmoralidad. Así que, abatiendo sobre nosotros
el fantasma de lo ilusorio, nos han inoculado en el sagrado
nombre de lo real el virus de la melancolía, que no es otra cosa
que la nostalgia de la acción perdida, el dolor que nos ocasiona
la ausencia de la patria que debe ser, según tan insignes
augures, el artefacto que configura los intereses existentes, el
«deus ex machina» del movimiento general.

Una vez establecido que el hecho más característico de


nuestro tiempo es el que pretende legitimar la vida por la
acción, o más exactamente, como dijo Malraux: «la intoxica-
ción que permite a la acción prescindir de toda legitimación de
1
la vida» , la cuestión sobre lo que se debe o no se debe hacer ha
sido resuelta, sin contemplaciones, en beneficio del ¡hazlo!, de
tal forma que a duras penas subsiste todavía la exigencia de que
cualquier actividad debe estar ordenada por algun principio. La
novedad de este planteamiento reside, frente a todos los trata-
dos de Etica, en que ni los contenidos de la acción, ni los
motivos que la fundan, tienen en la mayoría de los casos
significación moral alguna. Es decir, que tan condenable resulta

1
André Malraux. Antimemorias, p.325. (ed. Sur, 1976).
43

el que llevado de cualquier clase de escrúpulo se paraliza ante


la acción, como el que se entrega a una actividad sin causa -que
justamente entonces merece el nombre de desenfrenada-, exhi­
biendo una personalidad imprevisible, indisciplinada y arbitra­
ria. Naturalmente que una concepción de esta índole propende
a hacer prevalecer las creencias y los demás valores que
fortalecen la determinación y a desechar aquellos otros que,
desprovistos de una protección tan firme, se hallan desnudos a
merced de la crítica. Y eso porque la razón tiene una competen­
cia fatal, experta en detenernos cuando el fragor de los hechos
reclama todas nuestras capacidades. Recordad, si no, las pala­
bras que Hamlet pronunció para alivio de pusilánimes al final
de su famoso monólogo del acto III:

«Así la conciencia hace de todos noso­


tros unos cobardes; y así, los primitivos
matices de la resolución desmayan bajo los
pálidos toques del pensamiento y las empre­
sas de mayores alientos e importancia, por
esta consideración, tuercen su curso y dejan
1
de tener nombre de acción ...»

Acaso todo nos conduzca al absurdo de considerar


inmorales los planteamientos estrictamente racionales -cosa
que, por cierto, no constituiría ninguna novedad-. Pues bien,
1
Este es el discurso que acostumbran los moralistas de todos los tiempos,
pero especialmente del nuestro, para defender, frente al pensamiento y la
imaginación, la preeminencia sin reservas de la actividad. Voltaire, un
moralista «ilustrado» por excelencia, lo resume en el último capítulo del
Cándido: «Trabajemos sin razonar, dijo Martin, este es el único medio de
hacer la vida soportable». Cándido o el optimismo, p. 31. (Ed. Lib. Gründ,
París, 1959). (cursivas del autor)
44

algunos llaman «carácter» a la seductora propiedad que nos


permite vivir en ese absurdo y afirmarnos en él, a pesar de él,
como la más admirable de las virtudes modernas.

Así no es de extrañar que algunos fuertes se muestren


débiles y arrogantes y se imaginen a sí mismos, heroicamente,
en la Ciudad, entregados a la acción como su destino inevita-
ble. ¿No dijo Schiller que «la más perfecta obra de arte es la
construcción de la libertad política»?. En nombre de tan her-
mosas palabras, Byron murió satisfecho en Misolonghi,
D'Annunzio ensayó en Fiume los delirios más extravagantes y
el talento literario de Havel se cierne sobre la Checoslovaquia
redimida.

En el fondo de esa inclinación, tan generosa y frecuente


en los artistas, se halla la tranquilidad de una razón instrumen-
talizada, sometida a los imprevisibles imperativos de lo útil y
lo moral, cuando no a la «deslumbrante belleza» de la acción
ritualizada, llena de sí misma, en forma de pura transgresión o
de delirio insensato. De esta manera algunos conceptuales
declararon, remedando a Schiller, que «la más hermosa obra de
arte es un adoquín en la cabeza de un guardia» y Marinetti
alcanzó a describir el momento cenital del arte convertido en
delirante actividad cuando, con motivo de la invasión de
Etiopía, erigió en uno de sus Manifiestos a la acción suprema,
1
la guerra, como el principio estético de una nueva poesía:

1
La constante promiscuidad entre los síntomas y los efectos de las
emociones más distintas, y la confusión que tal promiscuidad suscita,
están en el fondo de las controvertidas relaciones entre el arte y la guerra.
45

«La guerra es bella porque gracias a las


máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a
los lanzallamas y las tanquetas, funda la
soberanía del hombre sobre la máquina sub-
yugada. La guerra es bella porque inaugura
el sueño de la metalización del cuerpo huma-
no. La guerra es bella ya que enriquece las
praderas florecidas con las orquídeas del

No en balde Palas Atenea era, al mismo tiempo, diosa de las batallas y


patrona de las artes. Así, J. de Maistre, Proudhon, J. Ruskin y Dostoye-
vski, entre otros muchos, celebraron la guerra como « estímulo para la
creación artística», «fuente suprema de la justicia y la poesía», «origen del
gran arte», etc. La exaltación poética de la guerra como eclosión revolu-
cionaria de una nueva sociedad, o simplemente como un hermoso espec-
táculo, no es rara en las vanguardias de principios de siglo, en simpatía con
los futuristas italianos. Apollinaire, que fue herido en la guerra del 14, nos
dejó el testimonio poético de su paso por las trincheras en versos como
estos: «El cielo está estrellado por los obuses de los boches / El bosque
maravilloso en donde vivo da un baile / La ametralladora toca una especie
de fuga». «La noche de abril de 1915» en Antología, p.74. (ed. Visor, Ant.
1973). Abundan, sin embargo, especialmente en el período de entregue-
rras, posiciones que contemplan la guerra con un entusiasmo religioso,
como si la destrucción, la violencia y la muerte que comporta restablecie-
ran el carácter «natural y sagrado» de la existencia y la condición más
«noble y verdadera» del hombre. «La guerra es el estado natural de los
machos. Ella les da la belleza moral que la maternidad da a las
mujeres»(René Quinton). «El hombre que, voluntariamente, acepta un
orden así < el orden brutal y magnífico de la guerra >, crece y descubre su
verdadera libertad. Esta consiste para él en dedicarse integramente a una
acción sublime»(Ernst Jünger). Ver Roger Caillois, La cuesta de la
guerra, c. IV «La mística de la guerra». (Ed. Fondo de Cultura Económi-
ca, 1972).
Heine, para mostrarnos, al contrario de lo expuesto, cómo el arte puede
aliviarnos un poco de tanta exaltación fatal, repite irónicamente la historia
46

fuego de las ametralladoras. La guerra es


bella ya que reúne en una sinfonía los tiro-
teos, los cañonazos, los altos el fuego, los
perfumes y olores de la descomposición. La
guerra es bella ya que crea arquitecturas
nuevas como la de los tanques, la de las
escuadrillas formadas geométricamente, la
de los espirales de humo en las aldeas incen-
diadas y muchas otras...».

Por el contrario, lo que RemigioMendiburuilustraba en


las Malloas es que, como dijo Fausto, «la acción es en el
principio» (igual da que lo imaginemos como una «gran
explosión» o en la apretada semana que relata el Génesis), que
el arte, por tanto, no es punto de partida sino de llegada -silencio
y quietud...-; que no representa, en modo alguno, un período
íntimo de aprendizaje o adiestramiento para la acción o la
política, como predica Oteiza, sino que es conclusión, perfec-
ción de cuanto pueda facilitarnos la experiencia, individuali-
dad que después de arrastrar su mala conciencia, como arras-
tramos la mayoría una educación idealista e hipócrita a partes
iguales, se urbaniza finalmente encendiendo su luz, pequeña o
grande, en la caverna doméstica. «Ser uno mismo. Esta es la
vida...», decía Hölderlin, y, como el mismo poeta nos recuerda,
esa suerte de «mismidad» sólo «despierta en el ensueño.»

que cuenta Justino de los lidios: «Una vez -dice- que Ciro hubo dominado
la sublevación de los lidios, supo domeñar el tenaz espíritu de los mismos,
ansioso de libertad, ordenándoles que se dedicasen a las bellas artes y
otras cosas de alegría. Desde entonces no se ha vuelto a saber de ninguna
sublevación lidia; pero tanto más célebres son los restauradores, los
alcahuetes y los artistas lidios». Obras, «La Escuela Romántica»., p.527.
(ed. Vergara, 1964). (cursivas del autor).
47

Aunque Nietzsche prefería los pensamientos del hombre


1
que camina a los que nacen del cerebro de quien está sentado
(me divierte recordar que, en los mismos años en que escribía
tal extravagancia, Rodin modelaba su Hombre caminando
precisamente sin cabeza), imagino, pensando en Mendiburu
tumbado en su taller de Inza, que el filósofo habría atribuido a
quien se halla en decúbito supino las inolvidables palabras que
en El origen de la tragedia dedica al ensueño. Cita allí a
Luciano: «en el ensueño el gran escultor percibió las propor-
ciones divinas de las criaturas sobrehumanas», y los emocio-
nantes versos de Los maestros cantores que no me resisto a
transcribir:

Camarada, la verdadera obra del poeta


es cifrar y contar sus ensueños
Creedme: la más verdadera ilusión del hombre
se le concede en sueños.
Todo el arte del verso y del poeta

1
Caminando o tumbado, tanto da. De lo que Nietzsche nos previene es del
pensamiento inducido por la escritura. Ver G. Colli, Después de Nietzche
«Dos maneras de pensar», p. 100, (Anagrama, 1988). Cioran se refiere a
una posición intermedia, la del que piensa parado pero erecto: «Sólo en
Occidente se piensa en pie. Quizá viene de aquí el carácter fastidiosa-
mente positivo de su filosofía». Cioran, El aciago demiurgo , p.134.
(Taurus, 1974.). Precisamente, a este asunto dedicó Unamuno un artículo
con el título de «Pensar con la pluma» que se recoge en el tomo VII, p. 870,
de sus Obras Completas (Ed. Escelicer, 1967).
Aunque estas consideraciones no puedan trasferirse automáticamente al
caso de la pintura, cualquier artista sabe que la posición física que se
adopta ante el cuadro tiene una influencia notable en el resultado que se
obtiene.
48

no es más que la expresión de la verdad


del ensueño.

Pero fue el pintor-escritor H. Michaux quien, en un capítulo de


su Modos del dormido, modos del despierto, acertó a describir
mejor la activa ensoñación de Mendiburu gracias a la cual «el
artista ve llegar a la abundancia perezosamente»: «Aunque yo
esté parado -añade- volverá la rueda...girando. Ella soy yo, el
que la ha hecho tan grande, quien la guía a traves de la
1
llanura...» .

Es de temer, tras estas líneas, que alguien pueda pensar


en Mendiburu en absorta inmovilidad como los amantes de la
cultura oriental gustan imaginar a los seres más espirituales. De
ninguna manera. Tan opuesto a la reflexión es el éxtasis como
el movimiento desenfrenado; tan destructora la «tentación del
mundo» que celebra sobre todo lo demás la acción, la actividad
más allá incluso de cualquier designio, como la «seducción del
ángel» que representa la caída en el estupor místico. Entre
ambas amenazas y soportando sobre sus hombros la pesada
carga de la imaginación -ese pariente pródigo y burlón del
pensamiento-, Mendiburu trabajaba para no sucumbir, atando
2
y desatando en su obra la «pasión de la carne» .

Pero volvamos un instante al estudio del escultor en


aquella mañana luminosa de las Malloas. Después de recorrer
1
Henri Michaux, Modos del dormido. Modos del despierto, p. 181. (Ed.
Felmar, 1974).
2
W. Benjamin en «El País del Segundo Imperio en Baudelaire» (III, Lo
moderno) en Poesia y Capitalismo, (ed. Taurus,1988), recuerda que,
«Baudelaire conoce la «indolence naturelle des inspirés», y añade, citan-
49

imaginariamente tanto paisaje exótico, de vuelta en su taller


Mendiburu comenzó a divagar, apasionadamente, sobre el
laberinto en que se debatía su trabajo. Habló, largo y tendido,
de los pájaros y del bosque, y del cazador que levanta la forma
imprevista, sorprendida in fraganti en el único lugar donde
puede serlo: en pleno misterio de naturaleza -lo que por sí sólo
constituía toda una declaración de principios-. Y del ensueño
del artista y de cómo la lenta fertilidad y el tranquilo ensimis-
mamiento de su trabajo permiten que la reflexión, volviéndose
sobre sí misma, alcance una conciencia plena de sí... Y mientras
hablaba, me pareció saber algo del recogimiento del escultor y
de la soledad y aislamiento de aquella casa inaccesible, y algo,
también, de lo que se esforzaba en explicarme cuando decía
1
que el inacabable Zugar Galanta que yacía junto a nosotros en
gestación perpetua, entre restos de otras piezas y raíces,
pertenecía a lo otro de la razón, a la «vida», en el sentido
nietzscheano de oposición a la «idea», y que debería entender-
2
se, si tal cosa fuera posible, más allá de toda conciencia.

do a A. Thibaudet, «un Musset jamás ha captado cuánto trabajo se necesita


para «hacer que de un ensueño surja una obra de arte».
1
Con el nombre de Zugar Galanta no me refiero tanto a la obra de 1971
que figura con ese título en el catálogo del artista, como a toda la serie
Zugar -en euskara roble y por extensión arbol- (1968-1978), que ostenta
distintos títulos. La obra más representativa de esta serie, Argi-Hiru-Zubi,
fué dada por terminada por el escultor en 1977.
2
En aquellos días Mendiburu destacaba, siempre que tenía oportunidad,
la oposición existente entre las exigencias del material que utilizaba y las
ideas que habían configurado la obra. «Si un concepto me estorba -decía,
lo dejo, porque la necesidad vital es muy superior, para mí, a lo que en un
momento determinado he podido plantearme racionalmente.» (En Deia,
18 de Octubre de 1982).
50

Ese otro vital de la razón


es la «pasión de la carne». Res­
tos irreductibles del naufragio
del Sentido que quiso alcanzar
con la mirada (una mirada que
alumbra y oscurece más de lo
que el pensamiento puede, pero
que no hubiera nacido sin él;
que exige la ceguera del sujeto,
el olvido del principio indivi­
dual, pero que no hubiera sido
posible sin su lucidez y sin la
aspiración a su total autonomía
Mendiburu. Murru (1978) y plenitud) el abismo originario
de la Naturaleza.

Para el pensamiento romántico, sólo en ese recóndito


lugar puede la forma reunirse amorosamente con la idea y
concebir lo inconcebible: la obra de arte. Generar el instante
feliz en el que, de la comunión superadora de ambas, la belleza
debe aparecer plena, perfecta, rescatada del tiempo para siempre,
1
«en su puro ser, en la eternidad de su existir» (Schelling) ...
Sin embargo, una escena tan inefable como esa, oculta delibe­
radamente que el primer atributo de la naturaleza es su incle­
mencia e inhospitalidad. Y eso hasta tal punto, que aquella
mirada que se sumerge hasta su seno originario en busca de una
victoria sobre la muerte debería infiltrarse en él, insidiosamen­
te, como un enemigo, invadir lo sagrado de aquellas profundi-

1
Véase, F. Schelling, La relación del arte con la naturaleza., p. 72.
(Sarpe, 1985)
51

dades e implantarse en ellas como un parásito implacable y


destructor.

La mirada que proporciona a Mendiburu en las Malloas


el saber de la Naturaleza del que nacen sus obras de esos años,
por más que refuerce la organicidad y el caracter embrionario
de su escultura como si dispusiese de propias y misteriosas
leyes para desarrollarse, descubre el engaño que encierran
todas las promesas de inmortalidad y, con él, la incapacidad de
liberarse del tiempo. La escultura queda, entonces, obligada a
reproducirse indefinidamente, a rendir al tiempo la eternidad
perdida.

«Había, empero, una naturaleza afa-


nosa, y como estaba deseosa de mandar en sí
misma y ser de sí misma y había optado por
buscar más que lo presente, se puso en movi-
miento ella y se puso en movimiento también
él. Y así es como moviéndonos siempre en
dirección al después y a lo posterior y a lo no
idéntico sino diverso y nuevamente diverso,
al prolongar un tanto nuestra marcha, hemos
producido el tiempo como imagen de eterni-
1
dad.»
Invirtiendo la concepción romántica antes mencionada, la
obra, en su plenitud, ya no se rescata del tiempo sino que se
condena a él. Esta vinculación, antes inimaginable, entre
plenitud y condenación es la que engendra la pasión de la carne
en la que se debate el artista moderno; la que impulsó el largo
viaje por la oscuridad y las tinieblas de las regiones informales
1
Plotino, Enéadas, III. (Trat. III 7)., p.221. (Ed. Gredos, 1985). (cursivas
del autor).
52

en que se sumergieron los poetas «malditos» y los pintores


expresionistas abstractos, alumbrando la trágica belleza que
nace allí donde la esperanza está a punto de perderse.
1
Cuando en Nortasuna Remigio Mendiburu se refiere al
tiempo, no sólo se lamenta de su escasez instrumental, de cómo
se gasta en el trabajo y de la lentitud con que aparecen los
resultados, sino que, en sentido literal, nos da cuenta del tiempo
como material y materia de la obra. Eso significa que la
escultura no tanto cae en el tiempo como le da forma; que es el
tiempo el que se alumbra en la obra y emerge de ella aniquilan-
do cualquier otra posibilidad para la conciencia. Es entonces
cuando el inacabado Zugar Galanta descubre su inacababili-
dad cerrando todos los caminos y nos advierte del destino que
aguarda a quienes se obstinan en un hacer inagotable. Y
entonces también cuando Mendiburu, denunciando la preten-
sión de quienes aspiran a salvarse al amparo de la naturaleza -
de la que la cultura
vasca ofrece cons-
tantes ejemplos,
resuelve bajar de las
Malloas, abando-
nando el Zugar in-
terminable.

Mendiburu. Argi-Hiru-Zubi (1977)

1
Se trata de una película corta rodada en las Malloas, sobre Mendiburu y
su obra, por el cineasta Pedro de la Sota. Esta película debía acompañar
a otra sobre Oteiza, que por aquellas fechas vivía ya en Alzuza y que, por
disconformidad del escultor con sus planteamientos, no llegó a realizarse.
53

Este es un momento singular, de inflexión, con respecto


a la obra de Oteiza y Chillida. Estos, aun partiendo de diferen-
tes supuestos y ofreciendo distintas soluciones, parecen parti-
cipar de una misma concepcion idealista del arte, frente a la que
la experiencia de Mendiburu en las Malloas y los nueve años
de trabajo inacabado en el Zugar Galanta, señalan el momento
más revelador de su crisis en el arte vasco. El momento en el
que la escultura vasca parece abrirse a un desarrollo orgánico,
inesencial; en el que la forma, cortadas sus alas, incapaz de
superarse, se hace menos forma y la materia más materia. El
momento en el que el artista, abismado en la oscuridad,
permanece irredento en confrontación constante con su oscu-
ridad. El momento de la «pasión de la carne».

En el arte vasco anterior a la guerra civil, sólo un


«realista» -acaso no exista otro de importancia entre tanto
idealismo-, el Iturrino de los últimos años, en sus repetidos
cuadros de desnudos femeninos en racimo al sol del mediodía
1
marroquí, cuya sensual profusión molestaba tanto a Unamuno ,
nos adelanta, si bien más festivamente, la misma presencia del
cuerpo en su estricta carnalidad que encuentra Mendiburu al
final de su estancia en las Malloas.

Conviene subrayar aquí, siquiera de pasada, las coinci-


dencias que existen entre el Zugar que termina sin terminar y
el arte que termina definitivamente como experimentación
-acaso habría que decir que termina definitivamente «por» la
experimentación- que Jorge Oteiza expone como punto final de
su Ley de los Cambios. Y lo mal que se compadece esta

1
Parece ser que Unamuno recriminaba los, a su juicio, excesos carnales
54

conclusión, tan precisamente expuesta por el escultor con su


actitud pública. Hasta qué punto la contradictoria energía que
despliega y su encarnizamiento no son otra cosa que el mejor
testimonio a nuestro alcance de esa pasión de la carne que
sacude desesperadamente la impotencia del artista dotado de
conciencia.

* * *

Cuando Mendiburu bajó de las Malloas, con el Zugar


Galanta abandonó también los aspectos familiares del tiempo
y la presencia constante e inmediata de una naturaleza que, por
encima de cualquier otra consideración, es memoria de una
pasión sagrada, compuesta, como el paisaje, de primeros
planos y lejanías, de iluminaciones repentinas, parajes inter-
medios y nebulosas opacidades; de lenta movilidad e indife-
rencia. ¿No habría que preguntarse cómo se accede de esa
profundidad a la planitud de la ciudad, de la cultura de la
naturaleza a la del mercado?. ¿Cómo se concilia el Zugar
Galanta con una concepción del arte que, a fuerza de negar toda
memoria, ha pasado en un siglo de la experiencia a la experi-
mentación y de ésta a la producción indiscriminada de una
secuencia interminable de sensaciones inmediatas y fugitivas?.

La crisis que en el arte vasco representa el Zugar Ga-


lanta, es un buen modo de ilustrar la crisis que para la cultura
y el arte moderno representó su propio descenso de las Malloas.
Emerger de las profundidades para avecindarse como ciudada-
que las obras de Iturrino representaban, diciéndole: «Desengáñate, Paco,
eso no es más que lujuria y lujuria de la mala, lujuria senil».
55

no errante, extra-vagante, obligado a adoptar los caracteres


más banales y pintorescos de lo pasajero y a exhibirse en el
escaparate que más convenga siempre diverso, interesante o
1
divertido , en movimiento constante, acaso no tenga otra ex­
cusa que la pretensión de escapar de las manos del tiempo.

La pérdida de la memoria que arrastra consigo al pensa­


miento y la imaginación, es el sino de un tiempo-avestruz,
fugitivo de la muerte, y por ello mismo arrasado por lo
«actual», por el ahora vaciado del antes y el después en la
mercancía del hoy, e inevitablemente caído «en la acción del
cuerpo»(Bergson), en el gesto, el movimiento y la actividad.
Un terror insuperable al dolor y la muerte es la causa que afirma
los derechos exclusivos del presente y produce la progresiva
hipertrofia de la acción, cuya aceleración, como una linterna
mágica, nos descubre cada día el pasmoso espectáculo de un
mundo -presente continuado- en el estallido de lo simultáneo.

El único beneficiario y por tanto valedor de este estado de


la cultura es el mercado, resumen de cuanto se mueve; asombra
ver su infatigable dinamismo físico y su competencia para
«presentar» el futuro en las operaciones mercantiles a plazo...
Su instrumento básico, la exhibición espectacular: presentar el
presente como una vedette en el escenario de la actualidad bajo
los deslumbrantes focos de los llamados medios de comunica­
ción que reducen todo el resto a tinieblas, llevando al paroxismo
un sentimiento de inconsistencia y fugacidad de todas las
1
Incluso no faltan quienes, en nombre del arte, nos ofrecen lo mejor de
sí mismos, que no es otra cosa, si hay que dar crédito a sus palabras, que
el prolífico tesoro de su «sinceridad»; sin que nadie sepa bien qué es ni
qué pueda hacerse con semejante cosa.
56

cosas. Su producto, una experiencia empobrecida como nunca


y un apetito universal e insaciable, al que es preciso suministrar
una dieta frenética de alimentos ligeros y una actividad cons-
tante.

Todos y cada uno de los caracteres que reconocemos en


el mercado están enfrentados al Zugar Galanta y encuentran
en él una melancólica respuesta que puede resumirse, como la
crisis de la cultura moderna, en una sola: la crisis de lo
1
imaginario . Tal vez el único lugar donde el hombre puede
reencontrarse con el mundo.

Pero hay también -¡ay!, casi imperceptible- una exhala-


ción, un aliento especular en la dimensión que oscurece el
mercado: el de la profundidad de las cosas y que, como un filtro
de amor, intenta todavía conservar el mundo encantado y
encantador. Benjamin se refiere a él cuando dice en la obra
citada que «advertir el aura de una cosa significa dotarla de la
capacidad de mirar» y cuando añade, citando a Valéry, que «en
2
el ensueño las cosas que yo veo me ven como yo las veo» . Se
trata de la huella de un poder, en cuya persecución el arte ha
gastado sus mejores fuerzas, que resume la observación de
Plotino: «lo que en mí contempla produce un objeto de con-
3
templar» . Acaso deberíamos preguntarnos si ese imaginario,
ese ver y ser visto que nace en el ensueño, no podría expandirse

1
W. Benjamin. «...cómo y hasta qué punto el estilo lingüístico de los
periódicos paraliza la imaginación de los lectores. «Sobre algunos temas
en Baudelaire» en Angelus Novus, p. 31,(ed. Edhasa, 1971).
2
W. Benjamin, o. c., ps. 70,71.
3
Plotino, Eneada, III-6, en El alma, la belleza y la contemplación (Ed.
Espasa-Calpe. Austral, 1949), p. 100.
57

traspasando discretamente sus propios límites en forma de


acción ensimismada y «realizar» un mundo «objeto de contem-
plar». Esta es la pretensión unificadora de cuya pérdida se
lamentaba Baudelaire: «En verdad, sé que saldré satisfecho de
1
un mundo / en el que la acción no es hermana del ensueño;» .
El mismo Sartre que define Lo imaginario como algo insupe-
rablemente encadenado a lo irreal, parece desdecirse de su
primera concepción cuando en prólogo al libro de Acuarelas y
2
Dibujos de Wols se pregunta: «¿No arribará Wols a un quie-
tismo contemplativo?»; y se contesta: «No, pero sí a una praxis
introvertida, que llamo actividad pasiva.»

Esa praxis introvertida es la acción ensimismada, la


activa ensoñación de Michaux, el movimiento lento que Men-
diburu intentó explicarnos a R. Balerdi y a mí en los Encuentros
de Pamplona de 1972. Con ese movimiento lento, ensimismado,
nacido del ensueño, aún podríamos contener en cada instante
toda la experiencia; abrir el espacio de lo «real-imaginario» y
recuperarnos como sujetos en la presencia y ausencia del
mundo, en la inmediatez y la lejanía de las cosas.

1
Ch. Baudelaire, «San Pedro, renegador.» en Las flores del mal., p. 160.
(Ed. Visor, 1982).
2
Este texto fue escrito veinte años después de la edición de Lo imaginario
y publicado en castellano bajo el título: «Dedos y no-dedos», en el libro
Literatura y arte, Situations IV (Losada, 2º ed. 1977).
59

UNA CUESTION DE LIMITES.

1
La escultura vasca de la posguerra está representada por
un conjunto de artistas que trabajaron a partir de unas ideas
familiares. Esta familiaridad -aunque los artistas que la formaban
convenían en la necesidad de renovar el arte vasco conforme a
las exigencias de una sensibilidad moderna- tuvo más que ver
con la voluntad de definir una identidad común de «artistas
vascos» que contemplara los aspectos sociales, políticos y
económicos de su trabajo, que con las ideas que informaban sus
obras respectivas.

Desde el punto de vista artístico aquel propósito moder-


nizador estuvo dirigido, de una parte, a liberar el arte vasco de
una tradición figurativa y académica, y de otra, a instaurarse
como escuela de arte moderno en el contexto de una cultura

1
Con esta expresión me refiero a aquellos artistas que, siguiendo princi-
palmente el impulso de J. Oteiza, formaron en 1966 los grupos de la
llamada Escuela Vasca . Hay que recordar, sin embargo, que escultores
como Moisés Huerta, Quintín de Torre, Julio Beobide o Fructuoso
Orduna entre otros, trabajaron hasta su muerte, que tuvo lugar muchos
años después de la Guerra Civil.
60

particular recogida en la memoria de un lenguaje, unos mate-


riales, unos instrumentos y unos procesos propios. El Manifiesto
del grupo Gaur -en el que se distingue la voz de J. Oteiza- lo
recoge explícitamente al fijar entre sus objetivos «...la revita-
lización de nuestras tradiciones artísticas populares y de su
puesta al día con las corrientes de un nuevo arte popular en el
1
mundo» .

La aparente paradoja de construir lo moderno con la


memoria de lo antiguo es característico de los movimientos
regeneracionistas, para los que reconocer la experiencia del
tiempo transcurrido es condición de una idea de modernidad
que se desangra en el conflicto que plantean un mismo senti-
miento del pasado y presentimiento del futuro, de una parte, y
las imposiciones del momento en que se vive, de otra. Se trata
de un conflicto de cuyo fragor suele surgir una conciencia
culpable, que se debate angustiosamente por su actualización
y de la que, en nuestra cultura reciente, se conservan numerosos
ejemplos. Algunos de los componentes de la Generación del 98
sostuvieron que cualquier proyecto de modernización para
nuestro país debería inspirarse en un incierto «espíritu español»,
severo y popular al mismo tiempo, del que la pintura y la
literatura del «siglo de oro» ofrecen el mejor testimonio. Los

1
Catálogo de la exposición del grupo en la Galería Barandiarán de San
Sebastián, Abril 1966(cursivas del autor).
El grupo Gaur, que estaba formado por los escultores Oteiza, Chillida,
Basterrechea y Mendiburu, y por los pintores Balerdi, Sistiaga, Zumeta y
Amable Arias, reunía a los artistas guipuzcoanos. Este grupo constituyó
en 1966, con Emen (Vizcaya), Orain (Alava) y Danok (Navarra), la lla-
mada «Escuela Vasca».
61

Novecentistas, por su parte, con igual propósito pero más


imaginativos, nos remitieron a un inmarcesible universo clá­
sico y mediterráneo en cuyas fuentes cualquier cultura, pero
especialmente la nuestra, hallaría remedio para sus males.

Grupo GAUR (1966) (Fotografía de Fernando Larrouquert)

No se puede ignorar que en esa concepción alienta una


cierta hostilidad de origen romántico e idealista frente a la
modernidad ilustrada, a la que se atribuye una fatal competen­
cia para desespiritualizar la existencia desarraigándola y una
conciencia del arte, especialmente del arte moderno, llena de
reservas y ambigüedades en la que muchos intelectuales valio­
1
sos se debaten todavía.
1
Basta repasar las opiniones de Unamuno o Baroja sobre Picasso, por
ejemplo, o las de Eugenio d'Ors sobre Regoyos, para hacerse cargo de lo
que sugiero. Los escritores vascos de la Generación del 98 y sus epígonos
manifestaron una hostilidad, a todas luces desmesurada, contra cualquier
propuesta innovadora del arte de su tiempo, a pesar de que (o precisamente
porque) sostuvieran relaciones de amistad íntima con algunos de los más
notables artistas de su época. Tres de ellos, Baroja, Maeztu y Salaverría,
62

La misma hostilidad se advierte en la pintura costumbris­


ta, o mejor etnográfica, vasca anterior a la guerra civil, cuando
describe a modo de « cosmografías» una sociedad preindustrial
utópica en plena armonía con su entorno «natural», en escenas
ideales compuestas por comunidades enteras con expresa y
detallada referencia a las generaciones, los sexos, el paisaje, la
vivienda, la indumentaria, los alimentos y toda clase de equi­
pamiento instrumental..., en los que se refleja un orden social
y unos valores tradicionales. Entretanto, sus modos de expre­
sión, que respondían aún a una concepción académica del arte,
iban transformándose lentamente.
Los escultores vascos de
la posguerra, por el contrario,
incorporaron por primera vez
-en lo que al arte vasco se refie­
re- los problemas de la escultu­
ra relacionados con la forma,
los materiales, procesos... a la
reflexión sobre la naturaleza del
arte que caracteriza a las van­
Chillida. Elogio del horizonte guardias. Hicieron fructificar así
(1990) Gijón (hormigón) 500 toneladas.
una escultura no figurativa,
abstracta o no, de máxima in­
tensidad simbólica y monumental en el sentido heideggeriano
de lo que resta y permanece en el tránsito de la experiencia que,

fueron además hermanos de ilustres pintores. La famosa «Necrología»


que E. d'Ors publicó en La Veu de Catalunya el 30 de Abril de 1913, con
motivo de la muerte de D. de Regoyos, sólo se explica por la extravagante
repugnancia que el escritor exhibía ante cualquier paisaje y por sus
«novecentistas» reservas frente al impresionismo.
63

en tanto se nos da erosionada por el tiempo, concentra en toda


su plenitud y profundidad los contenidos de una cultura.
En este planteamiento, que habla de intensidad máxima,
1
de plenitud y concentración de una obra en la que lo popular
debe erigirse en el fundamento de lo moderno -a través del cual
se ha pretendido nada menos que constituir una estética nacio-
nal-, la escultura vasca de posguerra se propone a sí misma
como renovación mitológica de una cultura que debe restable-
cer su identidad en sus oscuros orígenes y caminar, por tanto,
por los secretos pasajes interiores del artista hasta el fondo
genuino de una naturaleza incontaminada. En este trasfondo
romántico, y en virtud del propósito expresado, los escultores
de este grupo conducen su obra a límites -un lugar donde todas
las semejanzas y diferencias devienen fundamentales- entre lo
real y lo imaginario, lo natural y lo artificial, lo físico y lo
metafísico..., que es necesario deslindar.

Los límites de la escultura de Jorge Oteiza son metafísi-


cos, lo que significa tanto como decir que su escultura ha
invadido y desbordado todos los límites. Oteiza describe el
desarrollo histórico del arte y su conclusión -como experimen-
to y renovación del objeto artístico- en la Ley de los Cambios:

1
En el Manifiesto del grupo Orain, publicado en Vitoria en Octubre de
1966, después de repetir las referencias de Gaur a la revitalización y puesta
al día de «nuestras tradiciones artísticas populares», se añade: «Por el
convencimiento de la importancia de lo popular puro y su proyección en
el mundo actual, vemos la necesidad de realizar y realizarnos en este
entorno nuestro en que hemos nacido o nos ha tocado vivir.» (cursivas del
autor).
64

«Pero, ¿cómo es esta Ley de los Cam-


bios? Es bifásica. En una primera fase se
plantea el crecimiento de la expresión en una
escala creciente a partir de cero, y en una
segunda fase se completa la experiencia in-
terna de la expresión en su aspecto metafísi-
co y receptivo, desmontándose la expresión
hasta apagarse en la señal conclusiva de una
obra vacía, en la que el cero de partida se ha
vuelto negativo. La técnica en primera fase
es acumulativa, por ocupación creciente del
espacio. En la segunda, se procede a la inver-
sa, con una técnica desocupacional del es-
1
pacio, eliminativa.»

El proceso reductivo de la expresión en la escultura


termina de forma necesaria por la superación de su materiali-
dad inevitablemente expresiva. Pero, si bien es cierto que para
reducir la expresión al máximo es preciso eliminar la corpora-
lidad de la escultura, despojarla de su condicion física, desocu-
parla de sí misma como objeto material, el vacío metafísico que
la constituye no surge como consecuencia de un proceso de
destrucción material -aunque lo precise-, sino que se descubre
tras él o, como dice el mismo Oteiza, se «desoculta». En
consecuencia, las Cajas Metafísicas no son, como puede pa-
recer a primera vista, una escultura formada por planchas o
chapas metálicas, sino un lugar-caja donde la escultura

1
El texto en que se formula la «Ley de los Cambios» fue escrito por J.
Oteiza en 1964 con el título Ideología y técnica desde una Ley de los
Cambios para el Arte, p. 40 . (Nueva Forma, Alfaguara, 1967). En 1991
la ed. Tristán - Deche publicó una nueva edición de ese texto con algunos
gráficos complementarios.
65

1
- espacio vacío- se guarda. Es
decir que las planchas metáli-
cas que vemos no forman parte
de la escultura, sino que desig-
nan su lugar en sentido aristo-
télico: lo primero que envuelve
a aquello (la escultura) de que
es el lugar, pero que no es parte
de la cosa (escultura) que en-
vuelve. Oteiza Caja vacía (1958)

Recuerdo muy bien a Oteiza, a principios de los años


sesenta, esforzándose por explicarnos esa idea del espacio
desocupado, en mostrarnos su escultura vacía (recuerdo tam-
bién el escenario, los partícipes y cómo nos impresionaba a
todos su entusiasmo, la actitud misteriosa y la mirada entre
intrigante y divertida que derramaba ente los espectadores
atónitos): «Mirad ese encendedor -decía señalando el primer
objeto que encontraba sobre la mesa-. ¡Miradlo bien!. Y ahora
-añadía mientras lo arrancaba de su lugar de un manotazo-
mirad el espacio que deja».

1
Aunque, como Oteiza señala, la escultura vacía no es el resultado que se
sigue de la destrucción de la materia que la ocupa, sino que está -por
decirlo así- levantada, construida con el espacio vacío mismo, como si
este fuera el material de la obra, conviene tener presente la importancia
que la idea de desocupación física tiene en el proceso experimental que
condujo la obra del escultor desde los cuboides malevitch, generalmente
de piedra, hasta las cajas metafísicas, y la significación que tienen, al
respecto, las dos piezas denominadas Caja en Piedra, 1958., (nº 210 y
211. Cat, Fundación Caja de Pensiones).
66

Y alli estábamos nosotros, perplejos, intentando divisar


sobre la mesa el espacio abandonado por el encendedor, ras-
treando en su perdido lugar alguna huella misteriosa de su
presencia anterior. Imaginábamos que el espacio, en el que el
encendedor estaba momentos antes, debía conservar su recuer-
do, como si un objeto que abandona su lugar no lo olvidase del
todo, como si el espacio desocupado alcanzara valor estético
por la nostalgia del objeto perdido. Hacíamos una romántica e
imaginativa -pero falsa- interpretación del caso. Para nosotros,
el espacio madre, vaciado, era el testimonio dramático de una
pérdida, un paisaje desolado por el abandono del objeto, un
lugar en ruinas cuya devastación debíamos percibir. Por el
contrario, lo que Oteiza quería mostrarnos era lo evidente: el
espacio sin el encendedor o, por decirlo mejor con palabras de
1
Wittgenstein, un «lugar abierto que se muestra».

Esa abertura que muestra la escultura de Oteiza señala el


punto cero de la expresión y el infinito de la escultura condu-
cida más allá de sus límites, tras los cuales el artista concluye
como tal para que nazca el hombre nuevo, «graduado para la
vida, con una nueva y entera libertad.» En este punto alcanza
pleno sentido una concepción de la escultura y del arte como
retiro para la reflexión, y el aprendizaje de una «sensibilidad
existencial», cuyo destino no es otro que el de activarse
1
Aunque Oteiza se refiera al espacio vacío como algo que debe «verse»,
sus Cajas Metafísicas no nos proporcionan -ni lo pretenden- una per-
cepción sensible del vacío, al modo de la que experimentan algunos
esquizofrénicos o como la que se obtiene bajo los efectos de algunos
alucinógenos como la mescalina. Seguramente, la confusión que padeci-
mos buscando sobre la mesa el espacio «despojado» del encendedor tiene
su origen en una interpretación de esta clase.
67

políticamente en el seno de la comunidad de la que forma parte;


1
«su paso al campo de una directa actividad política» . (Con­
viene precisar que, cuando Oteiza habla de actividad política,
no se refiere tanto a la participación partidista en la lucha de
intereses según el modelo de convivencia que se regula cons­
titucionalmente, como al modelo de sociedad misma. La suya
es una llamada estrictamente revolucionaria en favor de una
sociedad nueva establecida sobre fundamentos estéticos y
religiosos). La escultura así entendida se revela como un
instrumento público y moral, sin otro derecho que el de servir
con urgencia unas necesidades sociales incompatibles con el
reproducirse sin fin, entretener más o menos sutilmente, hacer
tiempo o hacer dinero, a que la tiene destinada el gusto y el
mercado.

La trasferencia de la escultura al campo de lo metafísico


descubre la concepción trascendente que Oteiza tiene de la
experiencia artística como camino de salvación, de la que no es
fácil hallar otro ejemplo en el arte contemporáneo. «La terrible
belleza desalmada y vacía de la materia», que revela Chirico en
su pintura metafísica, acaso coincida con alguna de las conclu­
siones que la obra de Mendiburu alcanzó en las Malloas, pero
en ningun caso con la de Oteiza. El Blanco sobre Blanco de
Malevitch se detiene en un umbral que sólo se puede cruzar

Cioran en «Carta sobre algunas aporías», perteneciente a su libro La


tentación de existir, p. 100. (ed. Taurus, 1973), hace una observación
especialmente adecuada para entender el significado que, para Jorge
Oteiza, tiene la desocupación del espacio cuando dice: «La experiencia
del vacío es la tentación mística del incrédulo, su posibilidad de oración,
su momento de plenitud.»
1
Oteiza 1933-68. (ed. Alfaguara, 1968), p. 41.
68

arrancando la escultura de su
lugar. Ese cambio de lugar que
interrumpe bruscamente la «ley
de los cambios» y conduce la
obra de arte más allá de sus lí-
mites, precisa despejar la escul-
tura del lenguaje para transfor-
mar así la experiencia artística
en presencia mística, que no es
otra cosa que «lo inexpresable Oteiza
1 Estela a Madoz. Zarauz (1972)
que se muestra a sí mismo».

Oteiza, liberando la obra de arte del lenguaje, retira el


velo que ocultaba el gran hueco de la escultura y levanta en él
-estéticamente- el espacio vacío, la inmensidad que proporcio-
na al hombre una «conciencia metafísica» que al tiempo que lo
restaura espiritualmente, lo descubre en plena desposesión de
sí mismo, en absoluto desarraigo, y lo dispone para la acción.
«Toda la noción de trascendencia -escribe H. Read-, que
alcanza su forma más pura en el escolasticismo de la Edad
Media, está condicionada paso a paso por la conciencia estética
2
del espacio». Y unas páginas más adelante añade:

«Una vez que el espacio empezó a


experimentarse, no como un complejo de
'lugares', un todo continuo en el que cada
objeto tenía su posición relativa, sino como
una cosa en sí, un vacio inmaterial de exten-
1
Wittgenstein, Tractatus logico - philosophicus, 6.522.
2
Herbert Read, Imagen e idea., pags. 83 y 91. (Ed. Fondo de Cultura
Económica, 1985). (cursivas del autor).
69

sión infinita, se abrió el camino para la crea-


ción de una religión trascendental. No sólo
podían situarse los dioses en un cielo, que
podía ser meramente una conveniencia, como
lo descubrieron los éticos griegos; sino
también la inmensidad misma, la nada que
todo lo envuelve, la Umgreifende de Jaspers,
se convirtió en un motivo de inquietud, de
sorpresa y de angustia. Estas emociones en el
umbral del espacio infinito cristalizaron en el
concepto de lo absoluto, pero el proceso de
cristalización es estético; el concepto de
descubre en el símbolo captado».

De ahí que la última consecuencia que el escultor nos


propone extraer de su Propósito Experimental cuando afirma
que la reflexión iniciada por los neoplasticistas y su desarrollo
a traves de las vanguardias históricas alcanza su conclusión
experimental en el espacio vacío, no es otra que la que repite
desde el año 1958, aunque nadie parece haberle escuchado.
Esto es, que la escultura ha perdido su razón de ser, porque no
hay esperanza de progreso indefinido en un hacer inagotable,
porque no hay un después del lenguaje abierto por el propio
lenguaje, sino que aquella plenitud definitiva de la escultura
sólo es posible hallarla en el antes del lenguaje que significa
su retorno al espacio del «Todo inexpresable» que Oteiza
encuentra en el cromlech neolítico, el monumento por excelen-
cia, vacío e inerosionable por el tiempo. «Que el arte consiste,

1
J. Oteiza. Op. c. p. 8. Se trata del informe que el escultor redactó para
acompañar a sus esculturas en la IV Bienal de Sao Paulo. En él se plantea
«la naturaleza estética de la estatua, como organismo puramente espa-
cial».
70

en toda época y en cualquier


lugar, en un proceso integrador,
religador, del hombre y su rea-
lidad, que parte siempre de un
nada que es nada y concluye en
otra Nada que es Todo, un Ab-
soluto, como respuesta límite y
solución espiritual de la exis-
1
tencia» .
Oteiza
Monumento al Padre Donosti Entendida así, se hace
(1958) Agiña - Lesaka
evidente que Oteiza es un es-
cultor «transmoderno», que,
después de recorridas todas las vanguardias como ninguno de
entre los escultores vascos, se encuentra en oposición radical
con cuanto significa la idea de modernidad. (Me imagino cómo
se habría regocijado cuando yo mismo, entre otros, le trasladé
2
las palabras del escultor Richard Serra reconociéndole como
el primero entre los minimalistas...).

1
Oteiza, Quousque tándem...! - 77. (Ed. Txertoa, 1975).
2
El año 1983, con motivo de la celebración en el Museo de B.B.A.A. de
Bilbao de la exposición Correspondencias, 5 Arquitectos - 5 Escultores,
R. Serra pudo conocer la obra de Oteiza. Fue entonces cuando hizo esas
manifestaciones. Incluso insinuó el propósito -que no llegó a cumplirse-
de reunir en torno del escultor de Alzuza al grupo de artistas norteameri-
canos más conocidos del momento.
En los últimos años ha prosperado la idea de que la obra de Oteiza es una
anticipación del minimalismo. El propio escultor se ha hecho eco de esta
consideración en alguno de sus escritos. Esta relación se ha visto favore-
cida por una interpretación extensiva que no siente el menor reparo en
asociar íntimamente todos los movimientos geométricos entre sí, y por la
71

Si los límites de la escultura de Oteiza, como los de la


materia, son metafísicos, los de la escultura de Chillida, como
los del lenguaje, son metafóricos. Los títulos de sus esculturas:
Peine del Viento, Rumor de Límites, Yunque de Sueños..., ex-
presan otras tantas metáforas, que para su mejor comprensión

ambigüedad con la que los propios minimalistas definen su trabajo. Desde


quienes lo conciben como un estricto formalismo resultante de una triple
reducción: expresiva, sintáctica y morfológica, hasta quienes pretenden
alcanzar mediante esa reducción estados de conciencia casi místicos. Uno
de los antecedentes ideológicos del minimalismo, el escultor- arquitecto
Mathias Goeritz, escribió en 1960 como respuesta a la espectacular
autodestrucción de la escultura de Tinguely, Homenaje a Nueva York,
unas palabras que seguramente J. Oteiza hubiera suscrito: «No es verdad
que necesitemos 'aceptar la inestabilidad'. Ese es, otra vez, el camino
fácil. ¡Nosotros necesitamos VALORES ESTABLES...¡necesitamos
fe...¡ necesitamos Dios...necesitamos mandamientos divinos y leyes muy
precisas!. ¡Necesitamos catedrales y pirámides!. ¡Necesitamos un arte
más grande y significativo!. Gregory Battcock, Minimal art. A critical
anthology, p. 20. (ed. E.P.Dutton, 1968. N.Y.).
El proceso de reducción deliberado que ha seguido el arte moderno en
virtud del cual nociones como las de representación, expresión, significa-
do..., fueron discriminadas sistemáticamente, y las de forma, materia,
proceso..., recibieron cada una por su parte una atención excluyente como
materia única de la obra-experimento, parece conservar el recuerdo del
movimiento romántico, para el que los restos de lo «misterioso» sólo
pueden hallarse ya en la renuncia extrema. Como si una obra despojada
de cuanto pueda hacerla aprehensible y presentada, precisamente así,
como obra de arte, se convirtiera automáticamente en un arcano, en un
misterio insoluble. Finalmente, todo minimalismo, en su radical preten-
sión de trasparentar la obra de arte, la oscurece, contiene ¿a su pesar?, una
alusión a lo esencial y originario, «a un mundo después del fin del
mundo», como dijo I. Calvino, o anterior a su principio, como diría J.
Oteiza.
72

es necesario referir a la soberana actitud metafórica que el


1
artista mantiene con sus materiales

Uno de los lugares co-


munes más y peor utilizados
por la crítica es el que define a
Chillida como un escultor ma-
térico, entendiendo por tal al
artista que en su obra emplea la
«expresividad» contenida en
los caracteres físicos de cada
material y los muestra en la
plenitud de los atributos que le
son propios como tal material,
ya sean -como en su caso-
hierro, acero, madera, alabas- Chillida
El peine del viento nº 1. (1953)
tro, hormigón o tierra. Y es que
el escultor no se limita a conservar el material en sus límites
sino que, como Pigmalión, lo adiestra, les enseña a expandirse
más allá de lo que son, hacia lo que pueden ser. En consecuencia,
la dureza se pretende blandura, la rigidez extrema aparece
flexible, la pesantez levita y la densidad de la materia no se rige
por las leyes físicas que deberían ordenarla. Este «poder de
transformar una cosa en otra» constituye, como nos recuerdan

1
De la extensa bibliografía sobre la obra de Chillida, el libro de Martín de
Ugalde, Hablando con Chillida, Escultor vasco (ed. Txertoa, 1975), es el
que nos permite conocer mejor, en boca del propio escultor, las ideas que
informan su trabajo: su referencia constante a la naturaleza; su afán por
«dominar la materia» de forma «respetuosa»; el «sentimiento» de que su
escultura se halla más allá de los «límites» físicos del material.
73

Sin embargo,
en el caso de Chi-
llida, la cuestión
sobre la expresivi-
Chillida
Rumor de límites IX. (1971) dad del material hay
que considerarla
desde una perspectiva animista. Esto es, que por expresión no
debemos estimar tanto el resultado de poner en lo que se ve el
estado de ánimo del que mira, sino más bien la manifestación
somática del material mismo, su «propia mirada», acaso la
«voz oculta» con la que todo cuanto existe «confiesa y alaba al
Señor». De lo que se deduce que aquel poder del arte para
romper los límites entre lo real y lo figurado, esa capacidad para
abrir el mundo a lo imaginario, no puede reflejarse en un
prevalecer caprichoso de lo subjetivo sobre lo objetivo, en un
dar paso indiscriminado a cualquier posibilidad, en una opor-
tunidad para cualquier ocurrencia, sino que debe estar, en
cambio, animado por el «espíritu de la verdad», bajo pena de
vacuidad y pérdida del «sentido». Porque las cosas sólo pueden
ser lo que que permanece oculto en su naturaleza, «lo que son»
misteriosamente en el fondo insondable de la Naturaleza, es
decir, lo que deben ser. En este deber ser de la materia se
concentra todo el pensamiento estético de Chillida. Sus me-
táforas (oraciones) expresan un «ethos» tan vivo y exigente en
la conciencia del escultor como para encarnarse y engendrar el
74

cuerpo animado de la obra.

Dos ideas surgen a partir de estas consideraciones. La


primera sobre el carácter moral de una obra que parece dirigida
a iluminar el cuerpo oscuro de los materiales, a redimirlos. En
este sentido, si Oteiza nos presenta la escultura como un
instrumento revolucionario para la creación del hombre y por
ende del mundo, Chillida sería el escultor de la materia liberada
de sus servidumbres, el escultor de la naturaleza, de la tierra,
pero de la «Tierra prometida». La segunda se refiere al poder
del arte para instaurar realidades más allá de lo posible, y se
sigue de la primera como su milagroso efecto, pues esa capa-
cidad creadora del arte convierten al artista, si no, como
escribió Marsilio Ficino y repite Oteiza, en un «rival de Dios»,
al menos en su mediador predilecto a quien se ha confiado la
responsabilidad de completar su obra. ¿O es que la belleza que
resplandece en las mejores obras de Chillida no es el resultado
del desvelamiento de ese deber ser del mundo físico que, ade-
más y en tanto se produce, no renuncia -puesto que de desnu-
darse se trata- a hacer patente la gracia y el encanto sensual de
todo el proceso?.

Frente a esas dos formas superadoras del mundo, la obra


de Remigio Mendiburu representa su caída en él, aflorando de
la nada sin límites a aquel estado que Bataille llama « de
1
inmanencia» . En él la forma se diluye en un constante acumu-
lar de la materia y el tiempo lo absorbe todo mientras que el
1
Bataille, en Sobre Nietzsche, p. 189. «El Tiempo, VII», (Taurus 1986),
escribe: «El estado de inmanencia significa: más allá del bien y del mal».
Y añade unas líneas después: «Al llegar a la inmanencia, nuestra vida sale
finalmente de la fase de los maestros».
75

artista, confundido con su obra-tiempo, roído y reconocido por


el tiempo, se mueve lentamente hacia el ocaso. En este estado,
resistir significa continuar en la oscuridad de la materia -«Todo
lo que carece de espíritu es horrendo y la materia sin forma es
la fealdad misma» (Shaftesbury)-, esperando de la propia
esperanza, sin más objeto previsible que un día más, una
mañana y otra, tejiendo, como Penélope su manto, la abertura
del tiempo, refugiado en la oscuridad de una conciencia sin
esperanza...; y sin embargo, por ello mismo soberana, liberada
para siempre de la alienación que representa el hacer produc-
tivo y la constante búsqueda de soluciones.

Frente al espacio abierto en un caso (Oteiza) o la natura-


leza descifrándose en otro (Chillida), Mendiburu nos presenta,
cerrada y encerrada, la materialidad del cuerpo, donde, como
decía Jung, «se ex-
tinguen los estratos
más profundos de
la psique cuanto
más se retiran hacia
la oscuridad», es
decir, reducido a
1
«mundo» . Acaso
este sea el punto de
Mendiburu
donde debe partir, Argi-Hiru-Zubi (1977)
lleno de nostalgia,
el hombre moderno.

Mendiburu ilustraba esa idea con una anécdota de su

1
C. Jung. El Hombre y sus Símbolos. (Ed. Caralt, 1981), p.270.
76

infancia. Contaba que hace muchos años, en su casa familiar de


Fuenterrabía, subió hasta un desván donde se conservaba un
montón heterogéneo de objetos domésticos. Allí, despues de
revolver un rato, encontró una caja, un arca pequeña, aparen-
temente antigua, cubierta de polvo como todo lo demás. Al
verla, sintió inmediatamente cómo una curiosidad extrema le
colocaba en el estado de excitación que corresponde al hallaz-
go de un tesoro del que, más que beneficios materiales, se
esperan revelaciones. Después de atravesar impaciente la ba-
rrera de pestillos herrumbrosos y correas desgastadas que la
defendían, abrió lentamente una grieta en aquella clausura. En
el mismo instante que la luz penetró por la abertura, antes de
reconocer ningún objeto, un brillo, la calidad de una materia y
1
sobre todo un olor saltaron sobre su vista y su olfato desente-
rrando del fondo de su memoria un conjunto de sensaciones
difusas que reconstruyeron con gran intensidad el ambiente
olvidado de su casa, su familia y su niñez. Duró unos instantes
apenas. Lo suficiente, sin embargo, para comprender de qué
raros caminos se puede servir la conciencia para abrirse.
«Seguramente -continuaba diciendo- abrí la caja y revisé los
objetos que contenía. No había nada que pueda recordar. Todo
lo que aquel cofre podía revelarme estaba determinado por la
pequeña grieta abierta en él y el instante en que el primer rayo

1
W. Benjamin, «Sobre algunos temas en Baudelaire» en Angelus novus,
p.64. (ed. Edhasa, 1971). Benjamin, al referirse al verso de Baudelaire, Le
Printemps adorable a perdu son odeur!, nos recuerda la propiedad de los
olores de despertar recuerdos dormidos en la memoria: «El hundimiento
total en sí mismo de la experiencia en la que en un tiempo anterior
participó es reconocido en la palabra perdu. El olor es el refugio inac-
cesible de la mémoire involontaire ».
77

de luz penetró en su oscuridad».

La idea de iluminación así contada parece describir


mejor la escultura de Chillida que la de Mendiburu. La intensa
excitación ante la caja se corresponde más con el particular
estado de conciencia que Chillida llama «presentimiento»,
«aroma», que con el ensueño de Mendiburu. El rayo de luz que
ilumina repentinamente la materia recuerda mejor la naturale-
za espiritual que el arte tiene para Chillida y su virtualidad
redentora del mundo, que el constante acumular, hacer tiempo,
de Mendiburu. Lo
que tienen en co-
mún es su vincula-
ción a la naturale-
za, al mundo mis-
terioso que repre-
senta la caja, el
cofre cerrado. Lo
que les diferencia
es el lugar que res- Chillida
Elogio de la arquitectura (1968) (alabastro)
pectivamente ocu-
pan, la topología. Chillida se halla en el exterior de la caja, en
el lugar de la luz, de la claridad, que el escultor administra como
un hierofante. Mendiburu, dentro de la caja, en el interior del
espacio clausurado, vive en la oscuridad.

Es de esta manera como Mendiburu nos muestra su

En lo que se refiere a la caja es frecuente su uso como símbolo de


intimidad. Ver Gaston Bachelard, «El cajón, los cofres y los armarios» en
La poética del espacio. (Ed. Fondo de Cultura Económica, 1986).
78

pertenencia a una idea de la


modernidad que tiene su origen
en el romanticismo y que, a
pesar del bárbaro trabajo de
Duchamp, se conserva hoy
asombrosamente con renovada
energía. El artista romántico
habita en lo profundo de su in-
terioridad acechando las seña-
les capaces de despertar el pai-
saje secreto que nosotros mis-
mos guardamos. El imponente
horizonte romántico es el reflejo
Mendiburu. Zugar (1969) del paisaje interior del artista.
El mundo, «reino de la muerte»(Kleist), está dentro de la caja
y sólo se levantará en gigantesco movimiento, sólo revelará su
inmensidad sombría y atormentada cuando se abra por la grieta
del horizonte a la luz del más allá que lo ilumine para siempre.

Esta es la situación que nos describen repetidamente los


paisajes de Friedrich: el momento solemne en el que la larga
espera está a punto de concluir, el instante inminente de la
iluminación. Desde el interior de la caja, como muestran la
oscuridad de sus primeros planos, la silueta del artista, de
espaldas al espectador y a las tinieblas interiores, mira la
intensa luz que anuncia desde más allá del horizonte abierto la
1
inusitada claridad de un mañana luminoso. Lo que el artista

1
Ese mañana expresa la «añoranza del futuro» en la que el pensamiento
romántico se reconoce mejor que en la nostalgia del tiempo pasado o del
lugar perdido. Baudelaire en El Salón de 1846, p.100. (Ed. F. Torres,
79

romántico representa en estas escenas es el instante mismo del


parto, del alumbramiento del mundo. Como dice Schelling:
«La materia, no considerada en sí, sino según el fenómeno
corporal, no es sustancia, sino mero accidente (oscuridad),
1
forma que está frente a la esencia o lo universal en la luz» .
Sin embargo, en el interior clausurado de la escultura de
Mendiburu, la materia ya no espera ser redimida por esa luz
2
prodigiosa («Amanecía, Hamlet dijo: ¡Puta aurora!» ), sino
que está destinada a reproducirse por acumulación como en los
Zugar -cada vez más materia y menos forma-, a ser absorbida
por el tiempo y encontrar en ese estado su razón de ser. En esa
situación no habrá otras luces que las pasajeras que surgen de
lo oscuro, los fuegos fatuos que engendra la pasión de la carne
atormentada, las destellos fugaces que emergen de las profun-
3
didades del cuerpo irredento agitándose hasta la muerte.

1976), dice: «Llamarse romántico y mirar sistemáticamente el pasado, es


contradecirse». Acaso el artista que mejor represente el movimiento
romántico no sea Friedrich ni Delacroix, sino Cezanne: un pintor animado
a la vez y con igual intensidad, por la nostalgia de la «pintura de museo»
y por la pasión de lo nuevo.
1
Schelling. «Filosofía del arte»., p. 188. (Ed. Península, 1987). En La
relación del arte con la naturaleza corrobora la relación materia-acci-
dente-oscuridad, al escribir: «Lo que para el pintor reemplaza la materia
es lo oscuro».
2
Vladimir Holan, Una noche con Hamlet. p. 51. (Barral ed., 1970).
3
C.G. Jung, op. c. En este libro se recogen varios artículos de Jung y
algunos de sus discípulos. Uno de ellos, Aniela Jaffé, publica un trabajo
titulado: «El simbolismo en las artes visuales», en el que se refiere al
«espíritu en la materia» del arte moderno: «El espíritu en cuyo misterio
estaba sumergido el arte era un espíritu terrenal al que los alquimistas
medievales llamaban Mercurius. Es un símbolo del espíritu que adivina-
80

«¡Raza pasajera y
maldita, hija del
azar y del dolor!»,
clamaba Nietzsche.

Duchamp se
burla de tanta so-
lemnidad. Uno de
sus «ready-made»
vuelve a ofrecernos, Mendiburu

como R. Mendi-
buru, una caja cerrada. Me refiero al que realizó en 1916, con
el título de Un ruido secreto, y que consiste en dos planchas
metálicas unidas por cuatro tornillos que sujetan entre sí un
ovillo de cuerda, de tal forma que el espacio interior del ovillo
aparece cerrado por las planchas. Tenemos así configurada una
caja. Un espacio interior inaccesible, obviamente oscuro, donde
además se esconde algo. Parece ser, según cuenta el propio
Duchamp, que un amigo suyo -Walter Arensberg- introdujo,
sin que nadie lo advirtiese, en el interior del ovillo un pequeño
objeto desconocido, cuya presencia se delata por el sonido que
produce al mover la caja. He aquí el secreto.

ron o buscaron esos artistas tras la naturaleza y las cosas, 'tras la


apariencia de la naturaleza'. Su misticismo era ajeno al cristianismo
porque ese espíritu 'mercurial' es ajeno a un espíritu 'celestial'. Por
supuesto, era el oscuro adversario del cristianismo el que se abría camino
en el arte. Aquí comenzamos a ver la verdadera significación histórica y
simbólica del 'arte moderno'. Al igual que los movimientos herméticos de
la Edad Media, tiene que entenderse como misticismo del espíritu de la
tierra, y, por tanto, como expresión de nuestro tiempo compensadora del
cristianismo.»
81

Sin embargo, nadie se acerca al «ready-made» de Du-


champ con la ansiedad que suscitó en Mendiburu el arca de su
desván. ¿Por qué?. ¿Por qué hemos perdido aquella expecta-
ción conmovida?. Para empezar, porque en el «ready-made»
no existe oscuridad alguna. El objeto de Duchamp es trasparen-
te: lo que vemos y oímos, y nada más. El secreto que guarda no
es tal secreto, porque al moverlo proclama todo lo que es: un
ruido. El misterio que custodia las fabulosas señales capaces de
despertar el paisaje secreto de nuestra dimensión más íntima,
se pierde en conjeturas insignificantes sobre qué pueda ser lo
que produce el ruido, de las que el propio Duchamp nos
previene mediante el paradójico y divertido juego de palabras
que sirve de título a la obra. Seguramente Magritte recordaba
la obra de Duchamp cuando diez años más tarde pintó su
famoso e intrigante cuadro Esto no es una pipa.

El misterio de Duchamp es una broma. Más que un


ejercicio de desmitificación, la charada con la que el arte se
despide de tanta presunción de inmortalidad, de la que forma
parte también toda la historieta de amigos y azares que acom-
pañan la ejecución de su ¿escultura?. El ready-made reduce la
pasión de Mendiburu a un entretenimiento insignificante. El
jeroglífico de la naturaleza que pretende descifrar Chillida
queda convertido en un juego de palabras, un tropo verbal, un
acertijo a modo de la incógnita trivial e ingeniosa de una
ecuación gramatical. La obra de arte no termina por su transfe-
rencia al campo metafísico, como quiere Oteiza, sino porque,
vaciada de todo sentido, no tiene ya nada que decirnos. Agota-
da, puede olvidarse discretamente en un tablero de ajedrez.
82

De todo ello pueden deducirse dos posiciones límite en


la escultura vasca de la posguerra.

La primera es la de Jorge Oteiza, para el que toda


actividad artística concluye su larga peripecia histórica cuan­
do, cumplido su desarrollo, es arrebatada de la tierra y puesta
a buen seguro en el espacio metafísico. El contrarrelato de esta
posición, del que Oteiza nos quiere proteger a toda costa, es el
del descreído Duchamp, que procura para el arte una muerte
eugenésica y un discreto entierro civil.

La segunda es la de quienes, como Chillida, tienen que


proseguir en una constante actividad artística porque ése es el
lugar donde las cosas aún pueden ser salvadas a despecho de su
excentricidad respecto al mundo contemporáneo; y especial­
mente porque, a su juicio, el trabajo del artista no tiene otro
fundamento que el de instruir a la Naturaleza en su perenne
emerger de los abismos. El contrarrelato de esta concepción
nos la ofrece Remigio Mendiburu escapando de las Malloas y
de los restos de un mundo que ha devorado esforzadamente
cada una de sus justificaciones. Para él, no queda ya otra vida
ni más destino que los que seamos capaces de inventar.
Chillida, Elogio del Cubo. (Fotografía de Paco Ocaña).
85

LA INDIFERENCIA.

En el uso común de nuestro idioma, ésta, la indiferencia,


resulta ser una palabra detestada y calumniada como ninguna,
a la que se ha negado sistemáticamente el pan y la sal de su
significado. Tal vez, porque todos los valores que adornan la
concepción de la vida, empezando por el vivir mismo, «deben»
reposar sobre la diferencia, se dice, sin dudarlo, que vivir es
mejor que no vivir.

Como semejante afirmación sólo puede justificarse esta­


dísticamente, pasando como sobre ascuas por la ominosa
especie según la cual lo mejor es un valor que -como todos los
demás- encuentra su fundamento en la decisión mayoritaria,
los que no se cuentan entre la mayoría abrumadora de partida­
rios incondicionales de vivir no suelen encontrar en ese argu­
mento motivo alguno para cambiar de opinión. Todo lo más
que esa constatación estadística significa para los indiferentes,
para los que estiman que la decision de vivir o la de no hacerlo
depende, o debería depender, de las razones que la asisten, es
un motivo de admiración, perplejidad y hasta de un poco de
vergüenza, como la que se siente ante un acontecimiento,
86

universalmente aplaudido, cuyas excelencias no siempre al-


canzamos a comprender y, por tanto, a compartir.

Pero como «la moral de la modernidad ha cultivado una


arbitraria sensiblería en virtud de la cual todo era preferible a
1
morir» a menudo se piensa, confundiendo indiferencia con
insignificancia, que estos argumentos encierran una falacia y
una argucia. Porque no parece razonable que una decisión de
tanta gravedad -solemnidad más bien- pueda adoptarse por
motivos menores o insignificantes, o que sean tenidos por tales
por quienes vayan a tomarla. A menos que, ¡he aquí la argucia!,
como vivir y morir son compañeros que velan el uno por el otro,
quitándole importancia a la vida sólo se pretenda disminuir el
terror que nos causa la idea de la muerte. Como si vivir poco,
casi-vivir, fuera el expediente que nos procurara una muerte
pequeña, un casi-morir.

Pero la argucia, si la hay, es de otra índole. Está dirigida


a tender un puente entre una conciencia de vivir que -en el
escenario de insuperables escisiones que conforman la cultura
moderna- no posee otro contenido indudable ni más frontera
que la muerte, y la presencia de los acontecimientos a cuya
llamada sólo podremos entregarnos cabalmente asistidos de
alguna clase de certidumbre. Pero si la arrogante historia de la
razón ha conspirado, y aún conspira, contra sí misma y contra
cualquier certidumbre, ¿dónde encontraremos la confianza y el
ardor necesarios para vivirlos?.

El rostro indiferente de nuestro Yo íntimo, forjado en el

1
Ortega y Gasset. Notas, p. 161 (Ed. Universal, 1928).
87

prolongado estremecimiento que va de la vida a la muerte,


pasión de la carne, es el encargado de esa misión. A su amparo,
todo lo que llamamos vida (pensamientos, emociones y activi-
dad), todas las peripecias del querer, pueden hallar la energía
necesaria para existir y debatirse en constante fugacidad.

Parece, además, que las ciencias de la naturaleza dan


razón de la indiferencia mediante un cambio de enfoque que
invierte el sentido del proceso biológico tal como lo describía
la teoría de la epigénesis. Según ésta, los organismos se
conforman por un proceso evolutivo que va de lo general a lo
especial, es decir, de la indiferenciación a la diferencia, adap-
tándose a las condiciones del medio exterior y siguiendo los
impulsos, las directrices internas, que lo orientan hacia un
conjunto de posibilidades cada vez más restringidas. En este
proceso, que con justicia llamamos «formador», lo orgánico va
optando entre alternativas hasta «nacerse» como finalidad,
dotándose de sentido.

Aunque sabemos que la naturaleza de lo orgánico es


irreductible a la forma, si se entiende por tal su constitución
definitiva respecto a un fin -«¿Por qué no podría la imaginación
seguir las nobles cenizas de Alejandro, hasta encontrarlas
1
tapando la boca de un tonel?» -, en su concepción del mundo
como diferencia la modernidad ha entendido la evolución, el

1
Hamlet - acto V, (ed. Aguilar, 1951). La escena del cementerio nos
muestra un momento de intensa angustia, cuando Hamlet se deja caer en
la melancolía con la calavera de Yorick en la mano, y otro de indiferencia
cuando, inmediatamente después, representando un dolor desmesurado
se arroja a la fosa recién abierta de Ofelia y grita desde el fondo -¿a la
muerte?- su desafío: «Aqui está Hamlet, el danés.»
88

largo viaje de la materia en busca de la forma, como progreso,


como un camino de perfección que sitúa la plenitud del proceso
en el momento de su máxima especificidad -«Te amo como la
materia a la forma», escribía Miguel Angel a Vitoria Colonna,
a pesar de las reservas platónicas-. Para ello, en lugar de aceptar
que las directrices internas de la materia son el resultado de la
azarosa combinación de sus cualidades físicas y químicas, ha
preferido «animizarla», proveerla en todas sus manifestacio-
nes de una «cifra» inconcebible, que llamamos principio de
vida inmaterial, esencia, alma o espíritu, en el que se hallan
«previstos», desde el origen, los fines, «prefigurados» los
destinos.

Como ese espíritu parece manifestarse mejor en los seres


más evolucionados, en aquellos que han alcanzado su «dife-
rencia» -«la individuación interna sólo se explicará en el nivel
de las almas» (Leibniz)-, ese espíritu, en lugar de encontrar sus
límites en la forma, resulta ser la forma misma, la finalidad, la
diferencia que reconoce sus orígenes y emerge de la materia, lo
1
informe y lo indeterminado. Schelling, después de establecer
la oposición entre forma y esencia, temeroso de que esa
oposición pudiera invocarse para justificar la ausencia de
formas en el arte, añade:

«Pero si la forma existe con la esencia


y gracias a ella, ¿cómo podría sentirse limi-
tada la esencia por aquello que ella misma
crea?. ...si os fijáis en la fuerza creadora, (la
forma) os aparecerá manifiestamente como
1
Sobre las relaciones de alma y materia en Leibniz, ver G. Deleuze, El
Pliegue, Leibniz y el barroco. (ed. Paidos 1989.)
89

una medida que la esencia se impone a sí


misma y en la que se revela como una fuerza
verdaderamente inteligente y sabia. Pues en
todas partes la facultad de someterse a sí
misma a una medida es mirada como una
perfección, e incluso como la más alta per-
1
fección.»

Llegaríamos así a la funesta conclusión, alimento de


todas las servidumbres, según la cual el espíritu termina siendo
la forma misma -medida y moralidad-. Por tanto, no nos resta
otra esperanza de libertad que la que nos aguarda en «lo
inesencial», en el tiempo. Sólo aferrándonos a él podremos
volver, como Mendiburu en las Malloas, a la casa paterna de la
materia, que es principio vital sin medida, en estado salvaje;
esencia inicua recuperada de sus finalidades; espíritu «mer-
curial» inaccesible a la más mínima solicitud mística; alma
inocente, pasajera e incierta. Sin embargo hay que precaverse
contra el sentimentalismo que a menudo entraña esta remisión
a la materia. Un materialismo «lírico», anticientífico, cuyo
principal origen sea el resentimiento -aunque esté justificado-
contra el «espiritu», enmascara frecuentemente una sumisión
vergonzosa pero sin reservas al espiritualismo más convencio-
nal.

Pero si el romanticismo corresponde al hombre en los


inicios de la modernidad, el racionalismo desencantado que
2
señala su ocaso amenaza con arrojarnos a otro, a menos que,
1
F. Schelling, La relación del arte con la naturaleza, p. 73. (ed. Sarpe,
1985.) (cursivas del autor)
2
A lo largo de las anteriores páginas he dado por sentado que estamos
asistiendo al fin de la modernidad. Lo cierto es que mi opinión al respecto
90

a la sombra de la memoria, en la vivencia íntima de unos


orígenes inmitificables, alcancemos a situar al hombre, sin
finalidad, en la indiferencia. Sin esa indiferencia protectora el
pensamiento más insigne, la emoción más conmovedora o el
gesto más enjundioso se desharían en nuestras manos, incapa­
ces de soportar su futilidad.

La imagen, un tanto pintoresca, que mejor expresa esta


idea es la de la ciudad asediada, como si se tratara de un
castillo medieval, por el furor insensato y fatal de un enemigo
inclemente: la Naturaleza, frente a la que sólo puede levantarse
la densidad titánica de una indiferencia ensimismada, herida y
protegida al mismo tiempo por la herrumbre de amargura que
le confiere el saber estadístico de su ineludible destrucción,
dentro de la cual, sin embargo, al abrigo de sus muros, pueden
concebirse, eventualmente a salvo, todas las hipótesis imagi­
nables e imaginarias; representarse con entusiasmo todos los
quereres sin responsabilidad alguna; ensayar, sin riesgos, el
placer y el dolor, el amor y el odio y todos los demás incidentes
que componen felicidades y desdichas. Rescatados así de la
Naturaleza y de la «verdad», ponemos en la escena del azar,
merced a un adiestramiento animado por la voluntad, los

no es tan firme como pudiera deducirse de lo escrito. A veces pienso que


mi valoración del momento cultural que vivimos está demasiado influida
por sentimientos de decadencia personal y por la idea -nada estúpida, por
cierto- que a menudo asocia pesimismo con lucidez. Para evitar esos
peligros y otros muchos, me remito al artículo de J. Habermas que lleva
el sugerente título de «La modernidad, un proyecto incompleto», incluido
en su libro La Posmodernidad, (ed. Kairos, 1985), y al extraordinario
repaso que el mismo autor hace del pensamiento moderno sobre el tema
en El discurso filosófico de la modernidad. (Ed. Taurus, 1988).
91

avatares cotidianos, de tal forma que las veleidades de la


fortuna, «el golpe de dados», aun en sus resultados menos
afortunados -la enfermedad, la indigencia, la humillación o la
muerte de los otros-, pueden reforzar, como la mala suerte,
nuestra adicción de jugadores, nuestro entusiasmo de vivido­
res. En 1798, Hölderlin dirigió una carta a su madre que, si
pudiéramos despojarla de una cierta evocación estóica (me
interesa insistir que el estoicismo tiene poco que ver con lo que
digo), resumiría con toda precisión mis palabras:

«Cada vez me doy más cuenta de hasta


que punto podemos aliviar nuestro dolor y
hacer que nos resulte más llevadero cual­
quier sino a través de ciertas representacio­
nes. En miles de casos se confirma eso de que
el que no quiere sufrir tampoco sufre. Claro
está que es todo un trabajo hasta que apren­
demos a tomarnos los azares externos con
algo más de indiferencia y hasta que gana­
mos un interés, un buen estado de ánimo, que
prevalezca en cualquier situación. Pero
cuando se llega a ello, tiene uno ganado tanto
1
como pueda desear una persona.»

Sin una concepción de este género, cualquier propósito


dirigido a salvaguardar un espacio personal para la vida, en la
intimidad cerrada de la propia conciencia, ocasiona la pérdida
del mundo, que aparece entonces ante los ojos como algo
inalcanzable, irreal por tanto, y nos obliga en consecuencia a
resolver sus relaciones con él por la tortuosa vía de la represen-

1
F. Hölderlin, Correspondencia completa., p. 368. (Ed. Hiperión, 1990).
(cursivas del autor)
92

tación fraudulenta. «Por mi parte, -dice B. Russell en su


Autobiografia -, estoy construyendo un claustro mental en
donde mi alma interior ha de morar en paz, mientras un
simulacro externo de otra alma saldrá a encararse con el
1
mundo» .

Lo equivocado de este último planteamiento se muestra


2
tanto por la negligencia que esa «curiosidad» comporta, como
por el inevitable fracaso que en forma de melancolía aguarda
tras una ficción semejante. Pues si los acontecimientos penden
de lo real, si tienen «lugar» en el espacio de la existencia, si la
habitan, ¿qué sentido tiene preguntarse sobre su realidad?. Si
la vida puede alcanzarnos y embriagarnos a través de la herida
abierta por las emociones, ¿qué recelo mortal les exigirá,
además, la prueba de su autenticidad?. «¿Son sinceras nuestras
pasiones? ¿Quién puede saber, a ciencia cierta, lo que uno
3
quiere y conocer perfectamente el barómetro de su corazón?».

Nada justifica además el despojo que significa reducir


representación a simulacro. Simulan los moralistas, a quienes
un sentimiento de culpa e inferioridad providencial ante la

1
B. Russell. Autobiografía, t. I, p. 239. (ed. Edhasa, 1990).
2
En El Viajero y su Sombra (16), Nietzsche llama irónicamente «curio-
sidades» a las preguntas que se refieren al fin del hombre, a su destino
después de la muerte, a sus relaciones con Dios, etc. Y afirma que es más
importante «que nos reconciliemos con los objetos inmediatos y que no
dejemos, como hasta aquí, pasar nuestra mirada sobre ellos con menos-
precio, para dirigirla a las nubes y a los espíritus de la noche».
3
Baudelaire, La Fanfarlo, p. 57. (Ed. Montesinos 1989). Quizá, como nos
recuerda B. Russell, (op. c. T.II, p.126), «Todos cuantos han producido
filosofías estoicas han tenido siempre comida y bebida suficiente».
93

sublimidad de la naturaleza (en presencia de tan imponente


señor, nadie, haga lo que haga y menos cuanto más haga, puede
sentirse inocente jamás) descubre las delicias que atesoran el
deber y la actividad, y proporciona, al mismo tiempo, la
determinación necesaria para perseguir piadosamente el poder
y la gloria. Representar, comportarse «como si», es, por el
contrario, invención, la fuerza inocente que instaura el mundo,
que lo realiza, que lo despierta de su sueño inmortal y lo levanta
pasajeramente de su postración en lo Absoluto; el «botín de la
victoria» que se trajo Epicuro después de recorrer «el Todo
infinito con su mente y su ánimo: el conocimiento de lo que
puede nacer y de lo que no puede, las leyes, en fin, que a cada
1
cosa delimitan su poder» -y, también, las alas de los ángeles,
que, como nos recuerda Cocteau, «sólo pueden volar, porque
2
se toman a sí mismos a la ligera».-

Además, como burlándose de nosotros, poniendo de


manifiesto la ambigüedad de nuestros mejores propósitos, la
representación descubre que la trágica consistencia que nos
hace respetables está fundada en la misma inconsistencia a que
nos sentimos arrojados, que lo real descansa en lo imaginario
1
Lucrecio. De la Naturaleza , «Elogio a Epicuro», p. 11. (Ed. Alma
Mater, s.a., 1961).
2
En La teoría de la acción comunicativa Habermas escribe: «La realidad
simbólicamente preestructurada forma un universo que está cerrado
herméticamente a la visión de los observadores incapaces de comunicar-
se; esto es, tendría que seguir siendo incomprensible para ellos». Lo que
resulta más difícil de aceptar es que esos requisitos puedan fundarse
racionalmente. Véase el artículo de T. McCarthy, «Reflexiones sobre la
racionalidad en La Teoria de la Acción Comunicativa» en Habermas y
la Modernidad, (Ed. Cátedra 1988). (cursivas del autor).
94

que la representación actualiza. Pues aquella fortaleza ensi-


mismada, indiferente, a cuyo abrigo protector la vida puede
florecer con alegría, recibe paradójicamente a cambio de la
misma fugacidad que protege, su fortaleza, la voluntad de
permanecer sin objeto que antes llamaba pasión de la carne.

De esta forma los dos mundos, el de la indiferencia y el


del juego, reposan el uno sobre el otro en relación de mutua
ayuda, en simbiosis más o menos perfecta, como el cangrejo
ermitaño y la ceticnia. Proyectan, hasta lo posible, la recons-
truccion del sujeto y su libertad; infunden, en su interdepen-
dencia, realidad al mundo; recobran el placer oculto en el
sinsentido de los acontecimientos y de la acción; y regulan, en
un abrir y cerrar de puertas y ventanas, su encuentro con los
otros según la estación y el estado de los elementos.

Pero para ello tendremos que olvidar definitivamente los


sueños felices del futuro y a quienes, todavía en su nombre, nos
dicen que ese lugar para la representación de la vida que levanta
la indiferencia es una ficción más, una mueca forzada dirigida
al espejo que nos amedrenta por el estado de debilidad y el
resentimiento derivados del aparente fracaso del proyecto
moderno; por la desolación y el cinismo a que nos conduce el
pensamiento de que no queda ya ninguna esperanza para la
razón, ningún enunciado con mejores argumentos y mayores
derechos que otro, ninguna conducta exigible; y que amenaza
con devolvernos a un mítico y bárbaro Yo difuso en la natura-
leza, a la piedad que en ella se funda y a las seguridades de la
creencia o del poder.

Porque si, como nos han hecho saber, el afán de emanci-


95

pación es un principio fundamental, un «a priori» irrenuncia-


ble, el único deber que impone al hombre su naturaleza racional,
podríamos aceptar, eventualmente, la paradoja de un progreso
que en nombre de la razón la niegue hasta convertirla en un
simulacro. Sin embargo, ¿cómo aceptar una sociedad utópica,
patria definitiva del hombre autónomo, emancipado en la
verdad, la libertad y la justicia, si hemos de continuar igual de
infelices?, -lo que sucedería inevitablemente a menos que un
desarrollo moral simultáneo nos permitiera deshacernos de la
misma conciencia individual que la ha concebido-. Incluso así,
¿es que un desarrollo moral semejante alcanzaría, tambien, a
sofocar nuestros impulsos y a liberararnos del instinto de
preservación personal que, por cierto, siendo como es la única
orden que la naturaleza nos impone, la misma naturaleza nos
arrebata?. E incluso, en este juego caprichoso y desatinado que
se ejerce a nuestra costa, ¿puede alguien imaginarse algo más
pusilánime y absurdo que coronar el triunfo de la muerte con
un mundo que mereciera vivirse eternamente?.

No alcanzo a comprender el prestigio general de que


disfruta la idea de naturaleza en toda su extensión, ni el aura que
irradian los comportamientos -inclinaciones naturales- en que
supuestamente se manifiesta (la piedad, por ejemplo o acaso
exclusivamente), a no ser que se apoye en la creencia de que
hemos sido hechos por Dios a semejanza suya, de tal manera
que nuestras «inclinaciones naturales» podrían ser tenidas con
igual fundamento por «sobrenaturales».

En otro caso, las llamadas inclinaciones naturales deben


ser exigencias de la porción -digámoslo así- de naturaleza que
96

nos detenta. Pero ese estar en nuestra naturaleza en que consiste


la existencia, nos integra de un modo tan particular y excluyen-
te que sólo la conciencia de nosotros mismos, de nuestra
fragilidad, puede darnos cuenta de las desdichas ajenas, y es el
sentimiento del propio existir y de sus limitaciones el que se
alerta solidario con el espectáculo infinitamente repetido de las
desgracias de los demás. Así como la caridad es el amor a los
otros por Dios, su forma secularizada, la piedad, considerada
como un impulso natural, es por mí como siente y se extiende
a los otros igual que la onda que se debilita cuanto más se aleja
de su centro.

Por otra parte, la naturaleza -inculpable y positiva- actúa,


y su actividad simplemente se constata, sin que pueda atribuírsele
más valor que el de la fortuna o la desgracia que su ceguera nos
depara. Por ese motivo, aquel sentimiento hacia los otros que
me está subordinado (como yo lo estoy, en tal caso, a la
naturaleza), por su misma espontaneidad, ni distingue ni puede
ser objeto de discriminación moral alguna. De tal forma que la
piedad que se funda en ella no encuentra diferencias entre el
amor y el odio, la benevolencia y la crueldad, la compasión y
1
el crimen. Todas ellas son conductas, por naturales, igualmen-
1
¿Podría decirse otrotanto de la admiración?. El denostado «nihil admi-
rare» de lord Bolingbroke es una actitud higiénica -tenida por miserable-
que en modo alguno impide el reconocimiento de los méritos y las
superioridades ajenas. Suele ser, por el contrario, la admiración misma la
que perturba la apreciación ponderada de aquellos méritos. La admiración
al otro que a menudo se predica como una virtud extraordinaria y se
celebra como señal de la grandeza de ánimo que distingue a quienes, desde
la conciencia de la propia inferioridad aspiran a aproximarse y participar
en lo superior es, sobre todo, el reflejo de la necesidad del propio
97

te fanáticas, fruto del entusiasmo o la pasión, de la locura


religiosa o el oscurecimiento de la conciencia. Así, inquisidores
tan sangrientos y feroces como Conrado de Marbourg y Tomás
de Torquemada eran conocidos, también, el uno por la dulzura
de su carácter y el otro por su caridad cristiana; y el pequeño
puñal que los caballeros medievales usaban para degollar a sus
1
enemigos recibía el piadoso nombre de «misericordia» .
La piedad, que excluye todo egoísmo y que Schopen-
hauer ensalza como la más excelsa de las virtudes, sólo puede
considerarse en el seno de la representación como fruto de la
razón y la voluntad, como ejercicio de libertad. Sólo en ellas
podemos comunicarnos con la soberana impotencia que nos
rodea, hospedar la naturaleza y darle un lugar, tras la indiferen-
cia, mediante su puesta en escena. Esto es ritualizar, sacralizar
la existencia, despojándola en lo posible de su virulencia; el
único procedimiento para enfrentarse al sufrimiento de la vida
y la angustia de la muerte sin perderse en un laberinto de febril
actividad. Un «oficio del hombre» en el que todas sus potencias
están llamadas a participar: la razón que la dirige, la sensibili-
dad que conduce a los personajes y extrae de los acontecimien-
tos que el guión relata cuanto puede, la experiencia que vigila.
Merced a esta teatralización, las virtudes pueden llamarse

reconocimiento en su grado máximo, la fórmula mediante la cual recla-


mamos el derecho a ser admirados.
1
«Casi todas las virtudes, incluida la bondad, son primero energía. Mas
sucede con estas fuerzas así liberadas como con la electricidad, que lo
mismo puede electrocutar a alguien que alumbrar su habitación». M.
Yourcenar, «Aproximación al tantrismo» en El Tiempo, gran escultor, p.
214 (Ed. Alfaguara, 1989).
98

virtudes, los vicios vicios y las pasiones reciben con la palabra


la forma que las autentifica.

Alcanzar la indiferencia significa, pues, conquistar el


estado de gracia y la inocencia de un mundo propio. En él, quizá
consiguiéramos curarnos para siempre de la angustia y el
orgullo que nos ocasiona vivir según las pretensiones de una
cultura que, en nombre de la desmesurada importancia y
capacidad que nos hemos atribuido, ha insistido ciegamente
desde el principio de la historia en concebir un hombre a la
medida, no tanto de la felicidad a su alcance, sino de la
gigantesca desproporción de una vida mandataria de propósi-
tos sobrehumanos. Unos propósitos entre los que hay que
incluir tanto a las concepciones cristianas de la vida que se
niega, como a la utopía «ilustrada» del hombre que se afirma,
plenamente emancipado en una sociedad futura. Sin ellos, sin
propósitos ni objetivos, podríamos reconciliarnos con nuestra
1
naturaleza interior y exterior; sin «verdad», elegir «dioses y
demonios»; sin «ideales», desechar los fantasmas que nos
imponen la autorrealizacion, la emancipación y el «destino»;
2
casi sin «muerte» , ignorar el futuro. Si no héroes, hombres
1
En Humano demasiado Humano, (1-34), Nietzsche se refiere a la verdad
como enemiga de la vida y a una raza de hombres alegres, libres del
énfasis, «que no sentirían más el agujón de este pensamiento: que no
somos solamente naturaleza o que somos más que naturaleza».
2
Incluso la indiferencia es una representación, un «como si» dirigido a
disminuir el sentimiento de la muerte. En otro caso, la pasión de la carne,
en lugar de entenderse como la voluntad de vivir de quien repugna de toda
trascendencia, podría confundirse con la actitud -heroica- del hombre en
confrontación con el Absoluto. Rilke en una de sus Cartas a Rodin se
refiere a ello, cuando dice que lo que caracteriza a España es, precisamen-
te, «Un heroísmo sin objeto y sin empleo...»
99

libres para vivir y morir, por fin, en el apogeo de la indiferen­


1
cia .

La obra de Mendiburu -este es el testimonio de los Zugar


- nos habla del fracaso del proyecto moderno, del simulacro de
racionalidad de que hemos sido víctimas ( y no abre, no
«prefigura», ningún camino a la reconciliación entre los deseos
del sujeto y un orden social emancipado). Descubre que los
fantasmas del miedo han enmascarado, con nombres de espe­
ranza, la imagen gris de una realidad que no alienta sino el
desaliento, que no ilumina más que la pantomima trágica de la
carne debatiéndose en la oscuridad, que no anuncia otra cosa
que la muerte y el resentimiento, pero que, acaso por eso
mismo, encuentre en la indiferencia el camino de una libertad
2
aún desconocida . «Singular instante -dice Camus- en que la

1
La idea del héroe aparece en la literatura asociada al vivir cualquiera que
sea el momento histórico que se considere. Hay un «héroe» para el mundo
clásico, medieval, renacentista y romántico. Baudelaire nos habla del
héroe moderno, refiriéndose indistintamente al proletario, al burgués y al
artista. Incluso parece otorgarle una categoría especial al decir: «El héroe
es el verdadero sujeto de la modernidad». Hay, pues, según el tiempo de
que se trate, un héroe santo y pecador, celestial y terrenal, entusiasmado
y desesperado, antiguo y moderno, cuya característica común es la de
sentirse portador de una «misión», víctima de un «destino». Pues bien, el
héroe que corresponde a nuestro tiempo -sin misión y sin destino- en el
ocaso de la modernidad, es, si tal contradicción pudiera imaginarse, el
héroe indiferente».
2
La doctrina neoconservadora de estos días hace responsable a la cultura
de la modernidad de los males de la sociedad industrial. Daniel Bell acusa
al modernismo de «haber infectado la vida del mundo», y de obstaculizar
«el renacimiento religioso como única solución», (cfr. nota pág. 7). Por
su parte Joachim Ritter, en Subjetividad, (ed. Alfa, 1986), afirma, apo-
100

espiritualidad repudia a la moral, en que la felicidad nace de la


ausencia de esperanza, en que el espíritu encuentra su razón en
1
el cuerpo.»

yándose en Hegel, que la liberación de la subjetividad sólo se hace posible


en el seno de la moderna sociedad industrial, y añade, motejando de
idealistas y románticos a los que denigran a la sociedad industrial: «que
ya es tiempo de poner fin a esa retirada a la interioridad, a ese oponer el
«Occidente» al mundo moderno, a ese imaginarse o crear en la fantasía
poética, como románticos, una existencia verdadera y auténtica, y de
acceder de una vez por todas a la razón, para, de este modo, percibir el
espíritu allí donde se halla presente y actuante, no en las meras repre-
sentaciones mentales, sino en la realidad y en calidad de tal».
1
A. Camus. Bodas, p.63. (ed. Sur, 1958).
Chillida en su exposición del Palacio de Miramar (Donostia). (Fotografía de Paco Ocaña)
103

EL CAMPO Y LA CIUDAD.

Volvamos a 1976, al momento en que Remigio Mendi-


buru decidió bajar de las Malloas y volver a la ciudad...

Según atestigua el Génesis (IV-17), Caín edificó la pri-


mera ciudad de la Historia y le dio el nombre de su primer hijo,
Henoc. Inauguraba así la estirpe de los ciudadanos de la tierra,
que los exégetas más conspicuos de la Biblia contraponen a los
descendientes de Abel, el pastor, que no levantó ciudades, sino
que nomadeó con sus rebaños, en tránsito infatigable, a la
espera de la definitiva ciudad celestial.

No hay duda de que, en los abundantes testimonios que


la historia del arte y la literatura nos han legado sobre las
excelencias de la vida en el campo, la buenaventura que
acompaña a quienes han sido capaces de alcanzar la sencillez
idílica y la armonía de la vida en comunión con la naturaleza,
se puede percibir el eco de aquella consideración. Aunque ya
Aristóteles llamaba «teólogos» a los filósofos jónicos de la
naturaleza, fueron los románticos alemanes, en los umbrales
del siglo XIX, los que acertaron al remitir tan deseable estado
104

a sus orígenes bíblicos. Porque vivir en la naturaleza, decían,


no significa otra cosa que vivir en el reino de Abel, es decir, en
presencia de lo divino: «A Dios sólo puede adivinársele detrás
de esas doradas montañas»(Runge). Pero esta facultad magní-
fica de la naturaleza, que los filósofos y los artistas románticos
nos describen, se refiere a la que se conserva incontaminada, en
estado primitivo, sin otro rastro humano que la difusa presencia
de algún pastor y sus rebaños. «El jardín de un caballero no es
bello porque no es natural», sentenciaba Constable.

En ese estado la naturaleza se nos presenta plena de poder


e indiferencia. Lo mismo en su incansable regularidad -la
puntual sucesión de los días, las noches y las estaciones-, como
en sus manifestaciones más imprevisibles -cuando inunda, se
resquebraja o vomita fuego-, la naturaleza parece animada de
igual carácter y la misma inconmovible determinación. Del
temor que tal poder e indiferencia provocan nacieron los dioses
y los artistas, la sumisión y la belleza y las mil piadosas
argucias que destinamos a reclamar su atención o ganar su
voluntad. Como si el sujeto-naturaleza, el espíritu que se
muestra en tanta actividad, se hallara por momentos seculares
distraído o ausente, los metereólogos se valen del mito tecno-
lógico de la modernidad para bombardear los cielos con sus
cohetes de sales de amianto con el mismo propósito que
animaba las piadosas rogativas de otros tiempos: sacar de su
ensimismamiento, si no es con oraciones con estampidos, al
«señor del trueno». Los artistas, entretanto, en prueba de
sumisión, le ofrecemos nuestro mayor reconocimiento: la
belleza.
105

De esta manera, la belleza que percibimos en la natura­


leza, al contrario de lo que se pretende, es una representación,
un a modo de «sacrificio» ofrecido, en un primer momento, a
aplacar la aparición de la fatalidad incontrolable, y después, la
liturgia, el ritual mediante el que la convocamos, fascinados
1
por su presencia perturbadora . «Los montes también, y los
collados, y los cimientos de la tierra, sólo con que los mire Dios
se estremecerán de terror». Eclesiástico (XVI, 19).

Toma así carta de naturaleza en la teoría del arte del siglo


XVIII el «sentimiento» de lo sublime, como una categoría
superior de la «idea» de belleza, que había sido anticipado en
el período helenístico. Aunque Horacio en su obra poética se
refiere a lo sublime como la emoción más intensa que el
espectáculo de la naturaleza puede proporcionarnos, corres­
ponde al Pseudo-Longino el mérito de haber destacado el
carácter «patético» de lo sublime, como la alteración dolorosa
del ánimo, y el «padecer» ocasionado por la emoción en su
2
mayor grado de vehemencia. A partir de este momento, la
belleza de la naturaleza estará unida, obscenamente, a la

1
La imposiblidad, absolutamente razonable por cierto, de «representar­
nos» otro Dios que no sea el infinitamente justo, bondadoso e incompren­
sible que describen los textos sagrados, es una prueba de «realismo», de
«inteligencia instrumental», gracias a la cual los creyentes podrían
disfrutar de las desdichas de la existencia como si se tratara de una
hermosa película de terror. Eso es lo que Max Scheler llama unfeliz padecer,
la raiz misma de la doctrina cristiana del sufrimiento. Ver El sentido del
Sufrimiento , p. 65. (Ed. y lb. Goncourt, B. Aires, 1979).
2
Pseudo-Longino, Sobre lo Sublime, (Ed. Gredos, 1979). En esta obra (4),
cita a Herodoto, que«llama a las mujeres hermosas: dolores para los ojos».
106

fascinación que ejercen sobre nosotros las «visiones» más


fatales, inhabitables e incluso aterradoras de la existencia. «El
pavo real se convierte en Argonauta por el miedo. De miedo le
nacen los cincuenta ojos que no ven, sino que le miran», suele
decir Oteiza. ¡Y cuántos animales no adoptan su forma más
terrible y hermosa, como reflejo de lo mismo que los aterrori-
za!. «La pasión por lo grande y lo sublime en la naturaleza... es
el asombro; y el asombro es aquel estado del alma, en el que
todos los movimientos se suspenden con cierto grado de
1
horror» .

Entendida de esta forma, la obra de arte resulta ser,


desde el romanticismo, la ofrenda que depositamos en el altar
de lo divino, que es la naturaleza, y la historia del arte un
2
incesante rosario de sumisión y devociones , hasta sucumbir al
éxtaxis cuando el hombre, enloquecido por el terror, en el cenit
de la piedad, se divisa a sí mismo, ¡ maravillosamente!, «detrás

1
E. Burke, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca
de lo sublime y lo bello, Parte 2º, Sec. I. (Ed. Tecnos, 1987).
I. Kant por su parte aunque considera también lo sublime como el
sentimiento que suscita complacencia, «pero con horror», distingue en él
diferentes especies: «Este sentimiento -dice- viene acompañado algunas
veces de cierto horror o también de melancolía, en otros casos únicamente
de admiración sosegada y, en otros además, de una belleza que se extiende
sobre un plano sublime. A lo primero lo llamo sublime-terrible, a lo se-
gundo lo noble y a lo tercero lo magnífico.» Observaciones acerca del
sentimiento de lo bello y de lo sublime., p. 32. (Alianza Ed., 1990).
2
En los Recuerdos de Carolina Jaubert se cuenta cómo Heine, una mañana
primaveral de 1948 en la que el poeta sintió una ligera mejoría de la
terrible enfermedad que le habría de ocasionar la muerte, quiso dar un
paseo, entrar en el museo del Louvre y sentarse frente a la Venus de Milo:
«Allí, en la media luz, por el influjo de aquella sonrisa divina, de aquella
107

de esas doradas
montañas». ¿Qué
significa la expe-
riencia mística sino
el triunfo de la na-
turaleza, y nuestra
derrota, que nos
impulsa a hallarnos
y reconocernos a Oteiza. Arri ernai zaitzailea (1974)
nosotros mismos
fuera de nosotros mismos, en el lugar que habita nuestro
sentimiento de la divinidad?. «Para el místico (el creyente),
1
Dios, sin duda, se ha volatilizado: el místico es Dios mismo» .

Pero si la experiencia de la belleza precede a la «visión»


de lo divino como un presentimiento, a partir del romanticismo
la naturaleza refleja también nuestra inimitable figura contra-
hecha. La imponencia de un paisaje contemplado desde la
altura, la infinitud que insinúan los horizontes lejanos, en la
misma medida de la plenitud que alienta terrible en su inmen-
sidad, se yergue frente a nosotros y nos yergue, denunciando y

hermosura plástica que ya no había de ser para él más que un recuerdo,


cayó como en éxtasis.»...«¡Ah!; por qué no me caí muerto, allí, en aquel
instante! -exclamaba-... Sí, debí extinguirme en aquella angustia.»
En la preciosa fábula de Baudelaire, El joven encantador (ed. Mon-
tesinos 1989), se describe así la reacción del joven Sempronius ante un
cuadro de Alcamenes de Jonia: «pero el joven italiano lanzó un grito,
ocultó su cabeza en el pliegue de su vestido y se echó al pie de la pintura
en un acceso de adoración».
1
G. Bataille «La «Taza de Té »-IV, en Sobre Nietzsche, p. 87. (Ed. Taurus,
1986).
108

exaltando nuestro inacabamiento, incertidumbre y fragilidad.


El hombre percibe su perfil miserable abriéndose paso entre lo
sublime, vislumbra la oscuridad de su propia imagen empañan-
do el resplandor de la naturaleza.

Bello o siniestro, hermoso o espantoso, se trata de dos


sentimientos amplificados para exhibirse en beneficio de una
1
misma concepción sobrehumana, alemana, de la naturaleza,
que el hombre moderno, por falta de «temperamento trascen-
dental», es incapaz de mantener. La escena más emocionante
e intensa -el momento cenital de una tragedia griega o un drama
romántico-, como el grotesco papel que representamos en la
fábula de «la bella y la bestia» frente al paisaje majestuoso,
amenazan con precipitar el éxtasis que le ofrecemos, al menor
relajamiento, en un abismo inocente de risas volcánicas. Por
esa risa mortal, «expresión de la idea de superioridad...del
2
hombre sobre la naturaleza» debe pasar -aunque lo ignore- el

1
La presencia atormentada del hombre, la constante especulación meta-
física, las figuras distorsionadas y sufrientes y el predominio de lo
misterioso y sobrenatural, parecen responder a una tradición de la pintura
alemana que se inicia en el siglo XVI, con Grünewald y Cranach, y que
llega hasta nuestros días con las «acciones corporales» de los artistas
austríacos: Nitsch, Brus, o Schwarzkogler. La pintura de Friedrich y el
resto de los artistas románticos de principios del siglo XIX constituye un
«momento piadoso» en la tradición expresionista alemana.
Sin embargo, la pintura que mejor ilustra el sentimiento de lo sublime
en la Naturaleza, lo hallamos en los paisajistas norteamericanos de la
«Escuela del rio Hudson». Los tres paisajes que Thomas Cole pintó en
1842 con el título común Viaje de la vida, que se exponen en la Galería
Nacional de Washington, constituyen un ejemplo perfecto.
2
.Ch. Baudelaire. «De la esencia de la risa y en general de lo cómico en las
artes plásticas», en el libro Lo cómico y la caricatura, 5-pag.34. (Ed. Visor,
109

paisaje romántico para llegar al impresionismo.

En la sensualidad del color y la atención que suscita un


momento mínimo de luz; en el toque pequeño y espontáneo y
la trivialidad de los temas, incluso en aquellos, como Impression,
soleil levant, que por el motivo que recogen podrían recordar-
nos más un paisaje romántico, descubrimos cómo se desvanece
el «sentir trascendental» en el paisaje; cómo la experiencia
estética no está irremisiblemente ligada a la palpitación de lo
infinito; y cómo el artista moderno no está dispuesto, ¿nunca
1
más? , a arrojarnos a los pies de los caballos inmortales en
nombre de la belleza.

Más allá del bien y del mal, la concepción impresionista

1989).
Bataille se refiere constantemente a la risa -inocente, voluptuosa, angus-
tiosa...-.»La risa fresca, sin reservas, se abre sobre lo peor y mantiene en
lo peor (la muerte) un sentimiento ligero de maravilla ( ¡ Al diablo Dios,
las blasfemias o las trascendencias! El universo es humilde: mi risa es su
inocencia). Sobre Nietzsche, «La -Taza de Té-, II». (Ed. Taurus, 1986).
«...la risa alcanza la inocencia divina...» El Culpable, «La divinidad de la
risa, II». (Ed. Taurus, 1986). «Pero ¿ no es el amor, al fin y al cabo, tanto
más angustioso porque hace reir ?». Las lágrimas de Eros, «Dionisios y
la Antigüedad, 5». (Ed. Tusquets, 1981).
1
Sin embargo, aquel «sentir trascendental» comparece periódicamente en
la historia «nocturna» del arte. La estética medieval, el barroco, el
romanticismo alemán, algunas manifestaciones expresionistas y neoex-
presionistas de nuestro siglo, incluso ciertas formas «body art» y «land
art» recientes, nos dan cuenta de cómo en el arte permanece aquel
«instinto primordial del hombre que no es la devoción a las cosas del
mundo, sino el terror. No un terror físico, sino un terror del espíritu». Ver
W. Worringer, Abstracción y Naturaleza, Apd.: «De la trascendencia e
inmanencia en el arte». (Ed. Fondo de Cultura Económica, 1983). (cursi-
110

del arte, su «visión» de la naturaleza, levantan sin pudor el velo


que ocultaba «nuestra belleza», nos devuelven al/el tiempo de
«nuestra existencia» hasta «nuestra muerte» y nos entregan en
1
propiedad un mundo, habitable por primera vez, como «el
jardín de un caballero».

Ese valor de propiedad que resume las aspiraciones de la


Ilustración está ya latente en la rebeldía de Caín por más que su
mirada se nos ofrezca oscurecida por las tinieblas del pecado.
Pero es en los momentos más estrictos y formalizadores de la
Historia, cuando se advierte cómo las solicitudes de claridad,
de orden y de medida responden a un propósito -cautelosamen-
te expuesto- de apropiación de un mundo embriagado por el
sentimiento de lo divino. Cuando Diderot define las que a su
juicio constituyen las «dos cualidades esenciales en un artista,
2
la moral y la perspectiva» , parece revelar lo que sin duda
constituye la estrategia perfecta para socavar los fundamentos
de lo sagrado, que no es otra que la de reclamar como aliado a
la medida, en lo espiritual y en lo material: «el límite que nos
3
permite poseer las cosas y nombrarlas» . Adquirido aquel do-
vas del autor).
1
Aun en los postulados «clasicistas» más difusos y hasta contradictorios,
como son los del «novecentismo», se hace notar esta característica. Hay
una precioso, aguerrido y un tanto ambiguo párrafo en un artículo de
Eugenio Montes sobre el caso que no me resisto a transcribir: «Porque
para un rusoniano, romántico y cobarde, el campo puede ser paisaje, pero
para un mistraliano, clásico y valiente, el campo es poesía, es decir:
propiedad». «Ritos Mistralianos», recogido en el libro El Viajero y su
Sombra, p. 41. (Ed. Cultura Española, 1940).
2
D. Diderot. Pensamientos sueltos sobre la pintura, p. 66. (ed. Tecnos,
1988). (cursivas del autor).
3
F. Jarauta. «Fragmento y Totalidad» en Los Confines de la Modernidad,
111

minio, el antiguo antagonismo entre el espíritu de sutileza y el


de geometría no tiene razón de ser -seguramente nunca lo tuvo;
lo bello puede humanizarse, despertar placenteramente en el
corazón del hombre como los rododendros y los nenúfares del
1
jardín de Monet, liberados de una pasión insaciable. «El placer
del soñador reside en poner término a la naturaleza en el marco
de desvaídas imágenes. Conjurarla bajo una llamada nueva es
2
el don del poeta» (W. Benjamin) .

Ese placer que nos libera de la naturaleza recuerda el


propósito de Caín cuando al principio de los tiempos levantó la
primera ciudad. El también quiso poner término al «todopode-

p.72. (ed. Granica, 1988


1
La idea de la belleza como placer en sus antecedentes más remotos
-sofistas y epicúreos-, estaba relacionada con las formas inferiores de la
belleza y con una concepción del arte de escasa importancia dentro de las
actividades del espíritu. La recuperación en el siglo XVIII de la «belleza
sensible» como el simple goce de los sentidos, fue severamente criticada
por Kant en su Crítica del Juicio.
La virtualidad emancipadora del placer -que alcanza su plena justifica-
ción en el placer artístico- surge en el siglo XIX de la trama de lo moderno,
en su esfuerzo por reintegrar al hombre el pleno dominio de sí y como
reacción frente a la moral puritana y al utilitarismo de la burguesía.
En el caso español, la necesidad política de asentar y fortalecer la
conciencia de nuestra nacionalidad en el «triunfo del Cristianismo» nos
privaron de la benéfica influencia que, en este punto, hubiera podido
ejercer la cultura musulmana, en la que no era fácil comprender ruptura
alguna entre belleza ideal y belleza sensible. «Mahoma dijo un día -cuenta
Essad Bey en su biografía- que los perfumes, las mujeres y la oración son,
sobre todo, lo más hermoso del mundo».
2
W. Benjamin, Discursos interrumpidos I, «Sombras breves», p. 153.
(Ed. Taurus, 1982).
112

roso reloj de arena» que en su fluir incansable (días, noches,


estaciones...) cuenta indiferente «nuestro tiempo». Ninguna
otra cosa significó Henoc, la ciudad, sino el baluarte destinado
a defenderse de la naturaleza -«Dios hizo los campos; el
1
hombre las ciudades» -, del tiempo, a proteger la rebeldía de
Cain frente a la muerte, la irresignable decisión de no aceptar
mansamente un destino fugaz, de no abandonarse a la «piedad
natural».

La Biblia lo advierte. De todas las maldiciones que la


ciudad recibe a diario, ninguna resulta comparable con la que
se nos ofrece implícita en su relato. Según éste, la ciudad es la
2
obra de Caín, el lugar que el pecador levantó para quedarse ;
la morada de los que ni se arrepienten ni se resignan; el
verdadero reino infernal.

***

En Caín se prefiguran, desde el principio de los tiempos,

1
Se trata de un verso de Cowper, citado por Lamartine en Nuevas Con­
fidencias, p. 100. (Garnier Hnos, s /f - Paris), con el que el poeta concluye
y justifica su romántica condena de la ciudad: «Aborrezco las ciudades
con todo el poder de mis sensaciones... Aborrezco las ciudades como las
plantas del Mediodía aborrecen la sombra húmeda del patio de una cárcel.
Mis alegrías jamás son completas en ellas, mis penas son centuplicadas...en
esos focos de miradas, de voces, de ruido y de lodo...Estos receptáculos
de sombra, de humedad, de inmundicias, de vicios, de miseria y de
egoísmo»...
2
Según la interpretación mayoritariamente aceptada del Génesis (V-24),
Henoc vive todavía.
113

las aspiraciones de emancipación del hombre moderno. La


Biblia, que prevé esas aspiraciones, se apresura a condenarlas
marcándolas en la memoria del hombre con el estigma del
crimen. Pero el pecado de Caín no es tanto el fratricidio como
1
la insumisión.

Caín es nuestro primer padre. Su pecado es nuestro


pecado. Igual que el de Prometeo aparece en el horizonte
-heroico- de todas las vidas. La historia bíblica de Adan está,
por el contrario, más allá de nuestra comprensión. Lo que Adán
arrancó del «arbol de la ciencia» fue la agonía del vivir, el
tiempo, la muerte. El que para enfrentarse a la muerte fue capaz
de despojarse, sin esperanza de resurrección, de su carne
inmortal, debe ser un dios, nuestro Dios. Y aún más dios y más
nuestro si lo hizo, enamorado del mundo, por amor a lo que
desfallece: al crepúsculo del día y a todo lo que florece y se
marchita fugazmente. Tal vez por eso, la Biblia lo describe
como un personaje tonto, débil e inconsciente.
1
Blumenberg, o. c., p. 99, manifiesta la perplejidad que nos asalta al
comprobar en el relato bíblico que las ofrendas de Abel eran mejor
recibidas que las de Caín -como si el cielo prefiriera la carne de cordero
a los vegetales- sin aportar razón alguna para un trato tan desigual. A
menos que, a pesar de las reservas del mismo autor, la agricultura, en tanto
que fortalece los lazos que unen al hombre con la tierra, pudiera consi-
derarse como una señal de desconfianza ante la providencia; a diferencia
del pastor, cuya relación con el suelo es, por naturaleza, pasajera.
Uno de los problemas fundamentales de cualquier escultura, pero
especialmente de la vasca, es, precisamente, el que se refiere a sus
relaciones con el suelo (de la que se trata en el último capítulo). No nos
debería extrañar. El escultor -jardinero- es el paradigma del agricultor. La
condena del Génesis al agricultor Caín y la prohibición del Exodo : «No
harás para ti imagen de escultura...» tienen un mismo fundamento.
114

* * *

No se alcanza la indiferencia huyendo de la naturaleza.

El gusto romántico por las ruinas, bajo el aspecto amable


de lo «pintoresco», simboliza más bien la caída de nuestro
tiempo y de todos los tiempos, el hundimiento de todas y cada
una de las épocas y períodos que la historia cuenta como
contamos nuestros deudos difuntos. Anuncia la apoteosis de lo
sublime cuando, en el día del Juicio, se consume el triunfo de
la naturaleza sobre la ciudad, y aquella piedad natural de que
nos habló Novalis, establezca su imperio definitivamente...

El nacimiento de la sociedad y la cultura vasca actual


tiene mucho que ver con este asunto. Pocos lugares han
experimentado nunca una transformación tan rápida y repenti-
na como la que tuvo lugar en Euskadi, por efectos de la
acumulación del dinero y la industralización, a finales del siglo
pasado, que puede resumirse así: en unos años, una comunidad
discretamente animada por una cultura antigua y rural, sucum-
bió al tumulto de la Ciudad. En poco tiempo, en ese tumulto
«culpable», nada ni nadie pudo reconocerse: lengua, tradicio-
nes, costumbres, rostros, el vestigio más pequeño de una
presencia personal pareció disolverse en un espacio abstracto,
un lugar sin referencias, abrumadoramente ocupado y móvil.
Seguramente esa suerte de inidentidad y el correspondiente
individualismo que la ciudad instaura, constituyen el signo de
1
nuestra época, el babélico espíritu que arrastra la ciudad desde
1
En una de las conversaciones que, a menudo, sostenía con Oteiza los
sábados por la mañana en su casa de Alzuza, surgió un día el tema de la
Ciudad como símbolo del hombre que, con la modernidad, se soñó por un
115

el Génesis.

Cuando se especula sobre el arte vasco anterior a la


Guerra Civil, no se suele decir hasta qué punto los ciudadanos
simularon sentir, para su mayor tranquilidad y cierto provecho,
la nostalgia de los «rostros» perdidos e insinuaron un ademán
fingido para recuperarlos. Se trata de una simulación, a un
tiempo imprescindible y fatal. Imprescindible, porque una
sociedad así formada necesita, angustiosamente, aferrarse a lo
que supuestamente constituye uno de sus signos de identidad
fundamentales. Fatal, porque cuanto más se aferra a ellos, más
revelan su inconsistencia y, por tanto, su incapacidad para
cumplir otra función que no sea la de constatar, «con un ojo
1
risueño y el otro vertiendo llanto» , la nostalgia del tiempo
pasado.

Cuando a finales del siglo pasado, los miembros de una


clase social emergente, la oligarquía industrial bilbaína y las
instituciones públicas y privadas creadas para administrar e
«ilustrar» las riquezas recién adquiridas, transformaron el país
vertiginosamente, levantaron la Ciudad, enviaron a sus hijos a
las escuelas europeas más prestigiosas para adiestrarlos en las
técnicas industriales, promovieron la inmigración masiva y la
utilizaron sin demasiados escrúpulos..., se confió al arte, a la

momento emancipado. Oteiza advirtió que la idea de la ciudad, así


expresada, está representada en la Biblia por el proyecto de la Torre de
Babel, cuyo fracaso nos anuncia el fracaso del proyecto moderno: los
límites, es decir, el fracaso de la razón. Y lo resumió con la siguiente
sentencia: «La razón (como la Torre de Babel) nunca llega más allá de 90
metros».
1
W. Shakespeare. Hamlet, ac. I, esc. II.
116

pintura en especial, la responsabilidad de conservar en bellas


imágenes el recuerdo del pasado y de manifestar, públicamen-
te, el desconsuelo que nos embargaba por la pérdida de una
cultura tan entrañable. En pocos años todos los salones se
adornaron con innumerables, severas y melancólicas escenas
rurales.

Para ser justos, lo que conocemos como pintura costum-


brista vasca merece mejor la denominación de pintura etno-
gráfica o etno-simbólica, no tanto porque toda pintura cos-
tumbrista lo sea, sino porque ésta nos ofrece de forma tan
abundante que hay que suponer deliberada, en imágenes idea-
les, la totalidad de los signos distintivos de una cultura «natu-
ral». Cuando los hermanos Zubiaurre, por ejemplo, en cualquiera
de sus grandes cuadros, nos presentan un grupo de gentes en
torno a una mesa, lo que percibimos en ellos, más que una
reunión de baseritarras o arrantzales cantando, comiendo o
conversando, es un universo, un tiempo y un lugar arquetípi-
cos, además de un modelo de comunidad en el que no deben
faltar tres generaciones y ambos sexos. Un grupo en el que cada
figura, colocada junto a las otras pero sin relacionarse con ellas,
nos da cuenta de un biotipo ideal, con la indumentaria que
corresponde a su condición, situado en «su» paisaje, ante «su»
vivienda, con los instrumentos y alimentos propios y genuinos.

Esta es una pintura que habla de la naturaleza; entiénda-


se: «acerca de la naturaleza»; una pintura entregada a la
memoria sentimental de unos orígenes idealizados, que sólo el
«mentir» del arte -por «derecho de belleza»- puede postular
verdaderos. Los beneficios que se espera obtener de este
117

planteamiento son los que se deducen de una ruptura total entre


los intereses de la vida ordinaria, cuya autenticidad se constata
sin la menor duda porque nos sitúan en conflicto con los demás,
y que se resumen en el dinero y el poder..., y las gratificaciones
espirituales, disponibles para todos, que el arte puede propor­
cionar en abundancia según los gustos e inclinaciones de cada
uno.

En esta ruptura están comprometidas todas la concepcio­


nes de arte que, ya sea en nombre de su valor «canónico», de
su estricta condición de mercancía o de sus aptitudes terapéuticas
o reparadoras de una existencia llena de tensiones -como si de
un elixir relajante o una pildora para dormir se tratase-, preten­
den despojarle de su capacidad crítica, generadora de conciencia,
cualquiera que sea la forma en que estas propiedades se
manifiesten. Acaso esta ruptura haya que situarla en el campo
de la batalla entre lo público y
lo privado que nuestra cultura
ha entablado, a costa de escindir
al sujeto en beneficio de su
forma-mercancía, cuyo valor
está determinado por su capa­
cidad para producir y asumir
tensiones sociales.

La escultura vasca de la
posguerra, a diferencia de la
pintura etnográfica, no nos dice
nada acerca de la naturaleza,
sino que, al contrario, es la
Mendiburu. Txoria (1985)
118

naturaleza misma la que se hace presente en esa escultura.


Como si un sentimiento secreto y original, desprendido -en el
ensueño de la naturaleza- de su idea, alcanzara al artista en su
ensimismamiento y encontrara en él la oportunidad de hacerse
visible. El mito de nuestros orígenes, que reflejaban en mil
escenas populares los pintores costumbristas, muestra ahora su
íntima vinculación con el ser de la naturaleza.

«El arte, decía Benjamin, no crea sus


propios arquetipos: éstos residen, anteriores
a toda obra creada, en aquella esfera del arte
donde éste no es creación, sino naturaleza.
Aprehender la idea de la naturaleza, y con
ello hacerla idónea como arquetipo del arte,
como puro contenido, era la finalidad última
del esfuerzo de Goethe en la indagación de
1
los fenómenos originarios» .
2
Schiller se refería a esto mismo cuando distinguía entre
los artistas que sienten de un modo natural y «nosotros que
sentimos lo natural». ¿Qué significa ese sentir lo natural sino
que en nosotros alienta el mismo pálpito que late en el seno
originario de la naturaleza y que, sumergiéndonos en nosotros
mismos tras los ecos lejanos, accederemos al «espejo oscuro
que se halla en el fondo del hombre. El lugar del terrible
3
chiaroscuro...» , donde germina un «mundo familiar»?. Con-
1
W. Benjamin, «La teoría del arte temprano-romántica y Goethe», en El
concepto de crítica de arte en el romanticismo aleman, p. 158. (Ed. Pe-
nínsula, 1988).
2
Schiller, La educación estética del hombre, (Ed. Espasa-Calpe- Aus-
tral, 1973)
3
Victor Hugo citado por Herbert Read en Imagen e Idea, «Las fronteras
del yo». (Ed. Fondo de Cultura Económica, 1957). La cita continúa así:
119

viene retener esta precisión: el sentimiento de la naturaleza, en


el que se soportan el trascendentalismo religioso y artístico,
sólo encuentra su pleno significado en los límites del universo
cultural que nos pertenece y al que pertenecemos. Dentro de él
se cierra la brecha que separa lo físico de lo metafísico, el
mundo real del imaginario, confiriendo a nuestros sentimien­
tos la fuerza de la «verdad».

Para Chillida aquel sentimiento reposa, inseparable, en


1
un lugar, o, más precisamente, en un espacio : «los espacios que
no tienen nombre y que abarcan todos los demás espacios», «la
ley superior que abarca a todas». Este espacio-ley se expande,
sin solución de continuidad, adoptando en su desarrollo las
distintas formas de la naturaleza según el «tiempo» interior que
las recorre, su distinta «velocidad». Recordando la concepción
2
de la naturaleza en Schelling , el escultor, en conversación con
Martín de Ugalde, dice:

«Cuando nos asomamos a este pozo, vemos dentro, en la abismal profun­


didad de un círculo estrecho, el gran mundo mismo».
1
Todas las palabras de Chillida citadas en este capítulo, pertenecen al
libro de Martín de Ugalde: Hablando con Chillida, escultor vasco. (Ed.
Txertoa, 1975). (El autor ha puesto en cursiva alguna de estas citas).
2
Aunque, como Chillida, Giordano Bruno describe el mundo y todos sus
reinos como el fruto de un solo principio material que se manifiesta en
forma infinitamente diversa, la condición dinámica de la luz y su afir­
mación con la materia en la esencia de la naturaleza, que explica Schelling,
en «Filosofía del Arte», p. 188, (ed.Peninsula, 1987), recuerdan la idea del
escultor sobre las relaciones entre materia y espíritu. «La primera poten­
cia de la naturaleza es la materia, en tanto que ella está puesta...bajo la
forma de la conformación de la idealidad en la realidad... <la esencia de
la materia es igual al ser >. La otra potencia es la luz como idealidad que
diluye en sí toda realidad...<la esencia de la luz es la actividad >. La
120

«-Ahora bien, este espacio comunica


también a través de la materia, porque la
materia es probablemente un espacio con
otro tiempo, con otra velocidad...
- Es decir, que tú consideras que hay
una relación constante, una especie de ley,
que hace depender a la «materia» del «tiem-
po», o lo que es lo mismo de la «velocidad».
- Yo creo en esta relación. Tengo ideas
que hasta parecen disparatadas; por ejemplo,
yo tengo la impresión que es la velocidad la
que separa la materia del espíritu, esa dua-
lidad que ha sido la constante que el hombre
ha venido manteniendo durante tantos si-
glos, y con los nombres que sea.
- O sea, que la materia es un espíritu
lento...
-Y el espíritu, una materia rapidísima;
tanto, que cambia casi de naturaleza; y la
1
materia, eso, un espíritu lento...»

Aquel espacio-ley, ese espíritu, no impone, sin embargo,


otras condiciones que su reconocimiento. La obra de Chillida
parte, en su dimensión negativa, de la sumisión al «espacio-

esencia de la naturaleza como naturaleza puede exhibirse únicamente por


la tercera potencia que es de manera igual lo afirmador de lo real o de la
materia y de lo ideal o de la luz».
1
Martín de Ugalde, o. c , p. 107.
Unamuno se refiere también a esa continuidad entre espíritu y materia
en «Del sentimiento trágico de la vida»: «¿Materialismo decis?. Sin duda;
pero es que nuestro espíritu es también alguna especie de materia o no es
nada». En Obras completas, t. VII, p. 137. (Ed. Escelicer, 1967).
121

1
ley-espíritu» de la naturaleza . Pero hay un aspecto positivo,
activo, de esa moral que se funda en la teoría «leibniziana» del
desenvolvimiento del mundo , según la cual las formas que
percibimos en la naturaleza, las leyes físicas que ordenan su
comportamiento, no pueden agotar la infinitud del espíritu que
alienta en ellas, de tal manera que el artista, animado por su
devoción, tiene el don y el deber de caminar por lo desconocido
«ensayando a explicar lo inexplicable», revelando, en un
proceso de continuado esclarecimiento, otras posiblidades de
la naturaleza, acaso menos reales, pero igualmente verdaderas.
«Lo mío es como una aventura en lo desconocido...atraído por
una especie de fe, lo que yo llamo un 'aroma', algo que está más
allá de los cinco sentidos y que me guía hacia la realización».

En esos dos aspectos, positivo uno y negativo otro, de la


moral del artista se contiene una concepción de la escultura
como el fruto, no sólo de la congruencia entre naturaleza y
libertad, sino de su necesidad recíproca: como si el plan de la
naturaleza esperara la mano piadosa del artista para manifes­
tarse en una más de sus infinitas, asombrosas y verdaderas
posibilidades.

« Sé que en el interior de las cosas que estoy mirando hay


gran cantidad de cosas que soy incapaz de ver, pero que
existen». El primer obstáculo que hay que salvar para llegar a
este desconocido es el de la apariencia de las cosas. «Yo no
1
Boileau hizo una interpretación clasicista del texto de Pseudo-Longino,
destacando, frente a Burke, la nobleza y elevación de sentimientos que
procura lo sublime en la naturaleza. Ver Rosario Assunto, Naturaleza y
razón en la estética del setecientos, 2 - «El tratado sobre lo sublime en la
Inglaterra del s. XVIII». (Ed. Visor, 1989).
122

creo...en el poder de las apariencias»; «La diferencia entre mi


obra y otra obra realista, es que yo he rechazado las aparien-
1
cias» . Aun en el caso de que la obra de arte se manifieste a los
sentidos respetando su naturaleza física, la necesaria pertinen-
cia entre interior y exterior, las inevitables relaciones de la
masa con el peso, el volumen y el carácter de los materiales,
aquello que Alberti llamaba concinnitas : la concordancia na-
tural entre las partes y su conjunto -como exige el entramado
de la «verdad» que mantiene en armónica fluidez y dependen-
cia: espacio y tiempo, materia y espíritu, necesidad y libertad,
si la escultura se reduce al mundo que percibimos, ya lo imite,
lo formalice o lo descifre, lo negará al mismo tiempo, al privar
a la naturaleza de la colaboración imprecindible para instaurar-
se, «renovada», en el mundo, inaugurando una nueva era para
los sentidos y la experiencia. La escultura debe, pues, traspasar
toda apariencia de realidad, tanto da que simule o represente lo
que es, y sumergirse en lo desconocido «por el camino óptimo
que es el camino ético», al encuentro de lo que no es todavía,
pero permanece latente en el aliento originario a la espera de su
realización.

En un momento de la larga conversación que constituye


Hablando con Chillida, escultor vasco, su autor, Martín de
Ugalde, siente que le asalta la misma pregunta que a nosotros:
«Esto, claro es, nos puede llevar muy lejos, Eduardo, porque
me estás haciendo pensar ahora que el trabajo del creador tiene
un privilegio de la naturaleza que, distancias aparte, nosotros
concedemos al Dios creador de las cosas y de los seres vivos».
«No -contesta Chillida-, yo no veo cómo el hombre puede ser
1
Chillida. Arte español del s. XX -vídeo- (Visual, 1985)
123

capaz de crear...». Pero si, como entendían los románticos


alemanes, la idea del arte es mediadora entre la naturaleza y el
hombre; o si, como decía Benjamin, «Solo en el arte, pero no
en el mundo, se haría visible...la naturaleza verdadera, intuible,
1
protofenoménica» , ¿no debería el artista ocupar una posición
más cercana a Dios que el resto de los mortales?. Oteiza,
parodiando cierta vez la idea budista de la reencarnación, se
refería irónicamente a ese estatuto especial de los artistas cuyo
privilegio consiste en morir una sola vez. «Dios es el que no
vuelve» -decía-. «Los demás tendrán que volver indefinida-
mente, en forma de berza, de cerdo y hasta de hombre, en tanto
que, a través de sucesivas reencarnaciones, no lleguen a artis-
tas».

Chillida nos ofrece una escultura cuya relación con la


naturaleza corresponde a la figura bíblica de Abel, el bueno,
que en la compostura y la sumisión del artista, encuentra el
camino para liberar el espíritu e iluminar con él infinitas
redenciones del mundo. «Asombro ante lo que desconozco es
2
mi maestro, escuchando su inmensidad he tratado de mirar» .
Una escultura capaz de restablecer la unidad trascendental de
lo bueno, lo bello y lo verdadero, si se persigue con un
3
comportamiento escrupuloso. Carlyle se refiere a esta exigen-
cia ética al dividir en dos fases el discurrir religioso de la
Humanidad: «El hombre -dice- se pone primero en relación
con la Naturaleza y sus Fuerzas, y ante ellas se maravilla y las

1
W. Benjamin. op. cit. pag 159.
2
Chillida. Arte español de s. XX -vídeo- (Visual, 1985).
3
Carlyle, Los Héroes, pag. 67. (Ed. Luis Miracle, 1938) (cursivas del
autor).
124

adora; hasta una época posterior no advierte que todo Poder es


Moral, que el punto más importante en esto es para él la
distinción entre el Mal y el Bien, entre el Debes y el No debes
1
hacerlo» . H. Read distingue igualmente esas dos posiciones,
aunque, más que como fases sucesivas, como una «bifurcación
en el desarrollo humano que lleva por una parte a una inmanencia
ética, a una sensibilidad de lugar (Chillida), y por otra a una
trascendencia religiosa, a una sensibilidad de espacio (Otei­
2
za).»
1
La transformación progresiva de la religiosidad en moralidad es el signo
más característico de la degradación de las religiones, de su profanación.
Si bien es cierto que, en su idealidad, las creencias religiosas y las
prácticas del culto deben procurar una experiencia de lo Sagrado de la que
dimanan, de forma natural, unas normas de conducta; desde sus orígenes
los principios «normativos» han tenido una preeminencia absoluta sobre
cualquier otro. Bajo el pretexto, a todas luces insostenible, de que es la
moralidad de la conducta la que ha de permitirnos distinguir un cristiano
de quien no lo es, todo el mensaje religioso fue reduciéndose a un conjunto
de preceptos que había que cumplir -nunca mejor dicho-
«religiosamente»(es decir, utilizando la fortaleza que les proporciona su
sustrato sagrado). En nuestros días, como en el Israel bíblico, se ha ido
disipando la distinción precisa de aquellos preceptos en beneficio de lo
esencial del mensaje religioso: la sumisión, mejor amorosa que temerosa,
de la criatura. Hoy, como siempre, llamamos religioso al hombre que
obedece, el que escucha a su Iglesia y se esfuerza por llevar a la práctica
sus disposiciones. Así es como, mientras la moral ordena la vocación
política de todas las religiones, el poder que la fe les proporciona descubre
su natural aptitud para llevarla adelante.
De ello habría que excluir a la mística y los místicos, como forma de una
religiosidad deísta, que por gozar, más allá de la Naturaleza -«fuera del
mundo»-, de un contacto directo con la divinidad, no están concernidos
por las leyes morales ni obligados por los mediadores eclesiásticos.
2
Herbert Read, o. c , p.91 (cursivas del autor).
125

Por esta razón digo que la obra de Oteiza es, al contrario


que la de Chillida, inmoral. La rebeldía de Caín, la del héroe
Prometeo, podría «representarse» en su obra encarnizada.

El héroe nace del horror (como ya Burke mencionaba) y


la consternación que le suscitan la presencia de lo sublime. De
ese horror y consternación que le impulsan a recusar, obstina-
damente, la naturaleza, nacen su condición de fugitivo y su
deseo de un dios inalcanzable : la caída mística del incrédulo,
la culminación de toda una existencia «representada». Oteiza
concluye su libro Existe Dios al Noroeste con una cita de Oriana
Fallaci en la que reconoce «el deseo imperioso del hombre de
invocar a un dios aun sabiendo que es un sueño». Y en uno de
los poemas más emocionantes de ese libro describe el incolma-
ble vacío que deja Dios cuando la fe se ha perdido: «...ahora que
no tengo fe y que fuera de Ti / no tengo nada más ni quiero / oh
Dios mío / soy mil veces más fuerte / lujoso y soberbio que el
1
Titanic / y sin Ti me hundiré lo mismo y más profundo» . El
libro termina con estos dos versos en forma de oración deses-
perada: «...oh Dios siquiera esta tarde que Tú existieras / ya
2
para siempre es suficiente un día» .

La rebeldía del héroe, su enfrentamiento radical con la


vida en bloque «y vivir sin embargo», hacen de él un fugitivo.
3
«El heroísmo es una actitud fugitiva» . Por eso huye, se es-
1
J. Oteiza. «Breve oración por la pérdida de la fe» en Existe Dios al Noroeste.
(Ed. Pamiela, 1990).
2
J. Oteiza, o. c. «siquiera esta tarde que Tú existieras».
3
G . Bataille. o. c. pag. 117.
El Génesis, (cap. IV), se refiere en tres ocasiones a la condición de
fugitivo que acarrea el pecado de Caín: «errante y fugitivo vivirás sobre
126

conde y construye santuarios, que llamamos, justamente, luga-


res de protección, sagrados, porque en ellos se concita lo que
tenemos de inalcanzable e irrenunciable al mismo tiempo. Pero
«La idea de huir no es en verdad ni loca ni cobarde. Queremos
encontrar lo que buscamos, que no es sino ser liberados de
1
nosotros mismos». La rebeldía y encarnizamiento de Oteiza,
su «malignidad», están dirigidos en primer lugar contra sí
mismo, contra su propia escisión -«Yo no pertenezco a la tribu
de la naturaleza -suele decir-, soy un exiliado, me han arrojado
al mundo»-, son autodestructivos, están impulsados por la
aversión que le suscita la parte de sí mismo que el tiempo
somete día a día: «...abandono hombre / os dejo aquí mi
2
corrupción / y esta vez para siempre» ; «...no así el hombre
acostado y sucio / no así el hijo de puta el hombre / acostado y
3
sucio» ; «...¿desde cuándo sabes que el mamífero hombre / es
4
un mamífero mierda?» ; «...solamente el hombre / no se entera
5 6
de nada y muere» ; «...animal de muerte es el hombre» ; o aquel
lamento que nos recuerda a Rimbaud: «...yo no soy de aquí
cuantas veces he de morir?».

Esa negación de su humanidad le sitúa en los límites de


una experiencia mística que se avecina con lo divino: «...no

la tierra»(12); «y yo iré a esconderme de tu presencia, y andaré errante y


fugitivo por el mundo»( 14); «prófugo en la tierra habitó en el país que está
al oriente del Edén»(16).
1
G. Bataille. Op. cit. pag. 127.
2
Oteiza. op. c. «para una o desde una Metafísica de la Corrupción»
3
op. c. «Dios amanece con tos esta mañana»
4
op. c. «murciélago»
5
op. c. «Lekuona»
6
op. c. «La Apuesta»
127

1
porque me has vestido de criatura humana» ;«.. .yo era una burda
repetición de Dios / sería Dios una pobre exageración mía «(n.
2); «Dios amanece con tos esta mañana / despierta tempestad
dormida en su rodilla»(n. 3); «...muere Quirón / aliento hipó-
dromo en su mano / (el caballo se arrodilla / chorro de eter-
2
nidad pierde su herida )» .

La «Henoc» que Oteiza, en su huida, contruye para


protegerse de la naturaleza es la obra de arte. La escultura es su
3
santuario: «...rompo la muerte / en la estatua» ; y el muro de
piedra: «...yo el último bisonte vuelvo / al muro sagrado de
nuestros agujeros huyo / al fondo pintado con nuestros caballos
oblicuos»..., «...yo escondido en ningún sitio y solo / en el
mural / en el exilio / del mágico rebaño libre / que nunca debí
haber abandonado»...,«...vivo en el friso de piedra / la casa que
4
defiendo de mi padre» . Como lo es también el cromlech
neolítico, y el hoyo en la arena de la playa de Orio, donde de
niño se ocultaba, acostado, mirando el gran vacío del cielo que
quedaba sobre él: «Me sentía profundamente protegido. Pero
¿de qué quería protegerme?. Desde niño, como todos, sentimos
como una pequeña nada nuestra existencia, que se nos define
como un círculo negativo de cosas, emociones, limitaciones,
en cuyo centro, en nuestro corazón, advertimos el miedo -como
5
negación suprema- de la muerte » .

La inmensa bóveda celeste, la cúpula de silencio y de


1
Oteiza op. c. «(este escrito sobre la impotencia)»
2
op. c. «Centauro Quirón».
3
op.c. «Androcanto y Sigo», 14.
4
op. c. «Existe Dios al Noroeste».
5
Oteiza. Quousque Tandem...!, 75. (ed. Txertoa, 1975)
128

quietud que protegían a Oteiza niño de sus pesadillas infantiles


en la playa de Orio continúan protegiéndole hoy en su casa de
Alzuza. La ciudad de Oteiza, su refugio contra la muerte, es el
espacio vacío, la inmensidad sin límites que todo lo envuelve.
1
Por eso arremete contra toda pretensión de orden y de medida,
que con pretextos de dominación o de progreso, se avengan con
la movilidad, el tiempo y la muerte. Lo mismo da que se
refieran a la moral o a la perspectiva.

Aunque es conocida la importancia que tiene el «plano


2
Malevitch» en la elaboración teórica y conclusión experimen-
tal de la escultura
de Oteiza, nadie
parece haber repa-
rado en el papel que
desempeña como
guardián del espa-
cio vacío. Lo que
quiero destacar
aquí es la especial
Oteiza
Macla binaria con aristas Malevitch configuración y la
eficiencia de este
1
«La simetría es el recurso de los tontos», escribió prudentemente J.
Oteiza en «Cromlechs y estelas funerarias», en Homenaje a Dn. José
Miguel de Barandiaran, p. 171. (Ed. Auñamendi, 1963).
2
El plano o «unidad Malevitch» tiene una importancia capital en la
genealogía de la escultura vacía de Oteiza. Su naturaleza y función estan
descritas en el informe que acompañó a sus esculturas en la Bienal de Sao
Paulo de 1957, bajo el título de Propósito experimental, 1956 -1957. Está
recogido en Oteiza , 33 - 68. (Ed. Alfaguara, 1968), y en el Catálogo de
la Exposición Antológica organizada por la Caixa de Pensiones en 1988.
129

Oteiza
Distintas facetas (planos Malevitch) de la escultura anterior.
130

cuadrado o trape-
cio irregular para
aniquilar la forma,
para perseguir y
devorar perspecti-
vas; la manera en
que este pequeño
plano «ligero,
inestable, dinámi- Oteiza (vista cenital)
co y flotante»,
como un anticuerpo vigilante y voraz, descentra, multiplica y
confunde, con su prodigiosa movilidad, los puntos de fuga que
invaden el espacio y destruye las ligaduras que intentan orde-
narlo, reduciéndolo a una red de direcciones; y ello para
levantar entretanto, desde la concepción oteiciana del muro, el
cuerpo espacial de una escultura definitiva, vacía, libre y
sagrada.

También Mendiburu subió a las Malloas acudiendo a la


llamada de la naturaleza. En aquella soledad, cada uno de los
cinco sentidos advierte la presencia del espíritu fugitivo que
habita las alturas, los valles, los árboles del bosque y los bandos
de palomas que pasan cada otoño. En su persecución el escultor
construyó «lazos», «nidos», «jaulas»: las trampas de un caza-
1
dor de espectros; arrancó hayas y robles milenarios acechando
en sus raíces las huellas del abismo, y se sepultó en él. «...Son
escogidos los artistas que penetran en la región de ese ámbito
secreto donde el poder primigenio nutre toda evolución. Allí,

1
Nidos y Jaulas son los títulos de dos series de esculturas que R. Mendi-
buru compuso entre los años 1967 y 1969. La imagen del artista como
131

donde el generador de todo


tiempo y espacio activa toda
función: ¿Quién es el artista
que no habitaría allí?. En las
entrañas de la naturaleza, en la
fuente de la creación donde la
llave secreta de todo se halla
guardada»(Paul Klee).

De esas profundidades
Mendiburu emergió, milagro-
samente, con una nueva alma
indiferente, instalado en la ruti-
Mendiburu na de la materia que constituye
Jaula para pájaros libres (1969).
el ser de las cosas, materia cie-
ga, lanzada al tiempo y arrastrada por él sin destino. Su
escultura no tiene otra misión que la de deshacer los fantasmas
de lo imponderable y restaurar el mundo en su aparecer
desnudo. Pero el mundo, como las mujeres decentes, nunca
aparece desnudo; incluso se diría que no puede desnudarse. A
diferencia de Oteiza que se niega a aceptarlo y de Chillida que
persigue en él ocultas realidades, Mendiburu encuentra un
mundo sin misterio, completo en su apariencia. Este es el
1
sentido de las palabras de Bataille :

«No hay palabra en el enigma. Nada es


concebible fuera de la apariencia, la voluntad
trampero, tramposo..., como inventor de trampas para «cazar a Dios» es
una de las metáforas preferidas de J. Oteiza que Mendiburu compartía sin
reservas.
1
G. Bataille. El Culpable, «La suerte,2 - El atractivo del juego», pag 97.
132

de cambiar de apariencia acaba en un cambio


de apariencia, no nos acerca en absoluto a
una verdad que no existe. Fuera de la apa-
riencia no hay nada. O, fuera de la apariencia,
está la noche. Y: en la noche, no hay más que
la noche. Si hubiese en la noche alguna cosa,
que en el lenguaje expresase, sería también la
noche. El ser es en sí mismo reductible a la
apariencia o no es nada. El ser es la ausencia
que las apariencias disimulan».

Mendiburu, al despojar a las cosas de suforma engañosa


y mostrar, en la materia desnuda, la noche que llevan dentro, su
agonía rutinaria, su prolongado estertor natural, comete el
1
pecado de «saber más de lo que conviene» . Esto es, que el
despropósito del mundo no encubre ningún enigma. Si «el arte
es una extensión de nuestras facultades para percibir lo ver-
2
dadero» , la única certidumbre que proporciona al escultor es
la de la materia desfalleciendo.

Toda la escultura de Mendiburu aparece atravesada por


esa evidencia. Desde los Homenajes de 1960, pasando por
Puño Mazo, Rafi, Hirutzki, la larga serie de los Zugar que
comienza en 1969, (sin título o con distintos títulos: Raíces,
Zugar Galanta, los Ruido y Viento de Abismo, Argi-Hiru-Zubi,
Murru) y termina en el Nafarroa de 1982; los Arri Biur; las
impresionantes piezas mixtas -cemento y madera- que se
3
inician en 1982 con Bitartekoa , hasta las Casas Bombar-
1
«No quieras ser demasiado justo, ni saber más de lo que conviene, no sea
que vengas a parar en estúpido « Eclesiastes, (VII, 17).
2
Bergson, «La percepción del cambio» en El Pensamiento y lo Moviente,
p.126. (Ed. Espasa - Calpe, 1976).
3
A partir de esta, fecha la escultura comienza a «contar» las transforma-
133

Mendiburu Mendiburu
Homenaje al aizkolari (1960) Puño maza (1966)

Mendiburu Mendiburu
Argi-Kabia (1978) Mugarri (1983) (cemento y madera)
134

deadas que realizó en 1987 en memoria y homenaje a Guerni-


ca... En ellas cualquier intención simbólica está subordinada a
la presencia implacable de esa entraña del mundo que es la
materia desnuda, destrayéndose.

El descenso de las Malloas ya no representa la huida


culpable del pecador precipitándose desde las alturas de lo
incorpóreo a la bajeza de lo corpóreo para entregarse a las
execrables delicias de la materia, ni la materia recuperada será
1
más la escoria que resulta del extravío del espíritu formador ;
sino naturaleza a la mano, el tiempo del ensueño que nos
pertenece. En cierto modo la exaltación de la materia sin
aderezos, que caracteriza buena parte de las vanguardias artís-
ticas, es una señal más del gran proyecto de reconciliación que
significa la modernidad. Aún así, como escribió Heine, «Toda-
vía será necesario ofrecer a la materia grandes sacrificios para
2
que perdone las viejas ofensas».

ciones que implica el tiempo que contiene. Unas veces nos habla de la
sensualidad de la madera como en el Txoria de 1981, otras, de su enfer-
medad y su destrucción como en las Bitartekoa y las Casas Bombar-
deadas.
En los últimos años de su vida Mendiburu solía decir que, si alguna vez
su obra pasaba a la historia del arte sería por las esculturas de cemento y
madera.
1
W. Benjamin en El origen del drama barroco alemán, p. 224. (Ed.
Taurus, 1990) se refiere a la doctrina gnóstico-maniquea para la que «la
materia fue creada con vistas a la 'destartarización' del mundo, destinada,
por tanto, a absorber lo diabólico, a fin de que, eliminada ella, el mundo
se presentara purificado.»
2
H. Heine.»Religión y Filosofía en Alemania», en Obras, p. 699. (Ed.
Vergara, 1964). El texto continúa diciendo: «Pues el cristianismo, inca-
135

Mendiburu vuelve de su viaje abismal, sabio e indife-


rente, sin otro testimonio que darnos que el de una tierra
desencantada, materia opaca sólo habitada por la muerte, y sin
embargo, con «esa extraña y extraordinaria felicidad que nace
de haber atravesado el terror, de sentirse expulsados de la
<antigua casa del lenguaje> y de haber resistido a la fascina-
ción del abismo de la nada, buscando otro lenguaje, otro orden,
1
otro sentido.»

paz de aniquilar la materia, la ha ofendido en todo, ha hecho indignos los


más nobles goces, ha obligado así a los sentidos a ser hipócritas y ha
creado en grande la mentira y el pecado.»
1
F. Jarauta, «Fragmento y Totalidad. Sobre los límites del clasicismo»
en Los Confines de la Modernidad, p. 75, 76. (Ed. Granica, 1988).
137

LA MATERIA DE LOS SUEÑOS

Ahora que entramos en un territorio especialmente im-


preciso, me topo con la argumentación de Hume en favor de la
exactitud y del pensamiento exacto en nombre de la belleza y
los sentimientos delicados. Sin embargo, ¡ qué arrogancia la de
quienes conservan todavía hoy el gusto por la exactitud y la
concisión!. Cuando el texto más convencional parece deudor
de tantos prejuicios personales e insinúa tan sutiles y vaporosos
significados, no nos debería extrañar que un lector de periódi-
cos abomine de cualquier clase de literatura. Pero si, además,
la tal literatura se ocupa de la crítica del arte y especialmente
de sus aspectos metafísicos, el esfuerzo de las palabras por
alcanzar nuevos territorios de significación las deja tan exhaus-
tas y quebrantadas, que sólo echando mano de la extrema
permisividad en el lenguaje que hemos conquistado con la
posmodernidad, de los recónditos supuestos y contextos entre
los que debe desenvolverse y de la espectacular fragmentación
alegórica que lo caracteriza, me atrevo a aventurarme por un
tema tan difuso como es el de la materia y los materiales en la
138

1
escultura que estamos tratando. Además, como es proverbial la
importancia que tienen los materiales para los escultores vascos
y evidente, al menos para mí, su vinculación con las respectivas
posiciones en relación con la naturaleza que aquéllos sostie-
nen, ésta es una de esas cuestiones imposibles de eludir por
embarazosas que resulten.

Cuando hablamos de la materia o los materiales de la


escultura -a despecho de quienes se empeñan en establecer
diferencias fundamentales entre ambos términos- nos referi-
mos primero a su cualidad más evidente, que es su entidad
física en las tres dimensiones del espacio que la dota de peso y
volumen, y después, a su corporalidad: materia animada por el
lenguaje en el que se manifiestan la necesidad y los ensueños
de los hombres.

La historia del arte nos da cuenta de una larga serie de


materiales utilizados en la escultura, cuya importancia dependía
de un concepto del «valor» fundado generalmente en las
tradiciones del oficio (su rareza, las dificultades de manipula-
ción, etc.) y sobre todo en las condiciones de su lugar de
emplazamiento..., motivaciones todas ellas extrañas al propio
ser de la escultura. Cuando Hegel en su Estética hizo mención

1
Sirvan estas explicaciones para aplacar a algunos filósofos profesionales
que, en nombre del derecho exclusivo que les asiste para administrar
conceptos, reciben con cierta sorna las reflexiones que los artistas se
atreven a hacer sobre su trabajo, aunque formen parte del mismo trabajo.
Esta actitud, casi superada hoy, pero que se conserva en algunos como una
protesta de naturaleza científica contra las infundables pretensiones del
discurso intuitivo, contra su insondable fluidez y evanescencia, no puede
ocultar además los prejuicios morales que la originaron.
139

de los materiales escultóricos, citando entre ellos las piedras


preciosas, el oro, el marfil e insistiendo especialmente en el
mármol («el más adecuado a los objetivos que la escultura
persigue»), introdujo un criterio de propiedad en los materiales
que no dependía ya de exigencias ajenas al pensamiento
creador. A partir de entonces el material no puede determinarse
aisladamente, sino en virtud de la compleja red de concordan-
cias que lo asocian de manera inseparable con la forma, la
estructura y el espíritu de la obra.

Este planteamiento ha producido unos efectos que Hegel


no sospechaba. Los materiales «nobles» han sufrido, sobre
todo en este siglo, la abolición de todos sus derechos históricos,
dando paso a una democracia artística en la que los tenidos por
más valiosos deben codearse con los más comunes. Tanto da
que formen parte del mundo orgánico como del inorgánico; que
pertenezcan al reino mineral, al vegetal o al animal; que se
encuentren en la naturaleza o sean el fruto sofisticado de la
última elaboración técnica... Incluso se diría, a juzgar por la
cantidad y variedad de residuos, despojos y desechos de toda
índole en los que abunda la escultura de los últimos años, que
estamos asistiendo a una «revolución proletaria» dirigida a
subvertir todos los valores artísticos de la materia, hasta el
extremo de que una pequeña lata conteniendo los excrementos
de Manzoni puede satisfacer los ideales del coleccionista más
refinado.

Se pretende que tal situación refleja un mundo cuya


verdad está contenida en la multiplicidad de las cosas, cuya
riqueza se configura en la diversidad de lo cotidiano, cuyo
140

sentido se descubre en las imperceptibles fisuras de lo más


trivial e insignificante. Pero deberíamos preguntarnos hasta
qué punto esta demolición generalizada y la aparente provoca­
ción que comporta, no ocultan un idealismo radical en virtud
del cual el artista de nuestros días persigue -como Santa Teresa
buscando a Dios entre los pucheros- al espíritu secularizado,
pero igualmente fugitivo, de un mundo en ruinas hasta los
reductos más miserables de la materia.

En cambio, la deuda que la escultura vasca conserva con


una concepción animista del mundo natural, aun en los casos
en los que desemboca en posiciones antagónicas a ésta, como
las de Oteiza y Mendiburu, recomienda un tratamiento ritua­
lizado de los materiales que le impide caer en esos extremos.
La desocupación de la
escultura de Oteiza, su vacia­
miento material, como la huida
metafísica del artista, son -ya
se ha dicho- el resultado de su
enfrentamiento con la natura­
leza, de un no apasionado al
mundo natural. Para Oteiza, que
Oteiza
«desprecia el material fuera de Caja metafísica de Fra Angélico (1958).
su condición formal y lumino­
sa», como para Kant y Pascal, «el mundo físico contenido en
1
el espacio es un mundo que oculta a Dios » . La concepción
hegeliana según la cual «el objeto de la representación de la

1
L. Goldmann. El hombre y lo absoluto, p. 352 (ed. Península, 1985).
141

escultura es el espíritu sustancial...encarnado en forma corpo-


ral», «el cuerpo y el espíritu, como formando un mismo y solo
1
todo inseparables» , se enfrenta aquí a la «objeción mística»
que se pregunta por el designio que puede obligar al espíritu a
sostener un comercio tan desigual y bochornoso, una mezcla
que deshonra y aniquila cualquier aspiración de plenitud.
Cuando Oteiza en uno de sus versos escribe: «No hay mezcla
2
entre Dios y la estatua», traslada esa objeción al límite, al
infierno que el hombre trágico debe padecer habitando su
propio cuerpo.

«Horror de la carne, de los órganos, de


cada célula, horror primordial, químico. Todo
en mí se descompone, incluso ese horror. ¡En
qué grasa, en qué pestilencia ha venido a
alojarse el espíritu!. Este cuerpo en el que
cada poro elimina los suficientes efluvios
como para apestar el espacio no es más que
un conglomerado de basuras cruzado por una
sangre apenas menos innoble, un tumor que
desfigura la geometría del globo. ¡Asco so-
3
brenatural!».
Pues, si el espíritu sólo puede habitarse a sí mismo, la
escultura no tendrá otra misión ni mejor destino que el de
instaurar su lugar; «espaciar», sí, pero en sentido inverso a
como lo describe Heidegger. Y para ello el escultor deberá
previamente, en un largo recorrido experimental, desembara-

1
Hegel. Estética en «Sistema de las artes» p. 68 y 62 (Austral, 1947).
2
Oteiza. Existe Dios al Noroeste, p. 133.
3
Cioran, La tentación de existir., p.180. (ed. Taurus, 1989). (cursivas del
autor).
142

zarse de la materia, vaciar la escultura de sí misma, liberarla de


su encarnadura mortal, para abrir camino a través de ella a la luz
y la sombra, a la claridad que la estatua oculta.

Oteiza, sin embargo, como todo metafísico, busca en la


ciencia la confirmación de sus ideas. Cuando en un momento
de sus meditaciones descubre que los científicos nucleares se
preguntan «¿Qué es la materia?» «¿Es que es la energía
1
espiritual?» , penetra en tan admirable hipótesis, largo tiempo
presentida, y a su amparo, coincidiendo un instante con Chilli-
da, reconoce en los distintos estados de resonancia de las
partículas que integran el átomo las «razones de su corazón»
para saber de la unidad básica de la materia. Pero inmediata-
1
Oteiza, 33-68, p.69. (ed. Alfaguara, 1969). La cita añade que esta
pregunta es la que se hizo «Costa de Deauregare...explicando las últimas
investigaciones sobre la estructura fundamental de la materia en el Centro
Europeo de Descubrimientos Nucleares».
La constante referencia de Oteiza a las ciencias físicas y químicas, las
formulaciones matemáticas y geométricas que utiliza frecuentemente
para poner de manifiesto sus ideas, como la «ecuación existencial» del ser
estético: SE = SR . SI . SV., o la «fórmula molecular del arte: E-T-E. (ver
Interpretación Estética de la Estatuaria Megalítica Americana, Madrid,
1952, p. 54-58) el empleo de términos como: «radicales ácidos», «sales»,
«combinaciones binarias o ternarias», la noción del espacio como una
«fisiología», la « ley de los cambios», etc., prueban la concepción que
Oteiza tiene de la Estética como una ciencia del arte: «Mi línea experi-
mental en el arte está marcada por este juego de inspiración, de aproxima-
ciones y atención por el estado actual de otras ciencias ».
Más modestamente, pero en el mismo sentido, Chillida hace en el libro
de Martin de Ugalde, p. 100, una declaración semejante: « Yo debo,
quizás, más a la ciencia que al arte» y añade una líneas después: «...he
sacado más consecuencias válidas para mi desarrollo artístico leyendo
biología, por ejemplo, que visitando museos».
143

mente intuye que más allá, más al fondo y más cerca, en los
espacios vacíos, «mínimos e infinitos» que separan aquellas
partículas elementales, se descubre «la imagen por resonancia
de Dios». «Quizás -añade- este Vacío resonante, esta luz
espiritual, sea la estructura íntima de la Materia del Universo».

El círculo se ha cerrado -acaso habría que decir que se ha


abierto definitivamente-. La escultura se encuentra allí, y allí se
extingue, en el vacío irreductible de los orígenes. Por última
vez el escultor levantará con manos imposibles el hueco que es
al mismo tiempo «materia anterior a la materia» y habitación
que sólo Dios podría ocupar. ¿Qué quedará de la escultura
cuando, después de tanto vagar infatigable tras el espíritu que
alimenta y se alimenta de todos los materiales, lo encuentra,
por fin, como un niño en la cuna de sus orígenes, «replegado
sobre sí mismo», desnudo, silencioso e inmóvil?. ¿Qué hará el
escultor sino, como Oteiza dice, «entregar sus manos»?.

La escultura de Oteiza, «curadora de la angustia», es


esencialmente religiosa. Su materia, si no el Dios increíble y
necesario, el deseo de Dios, el hueco que su ausencia irrem-
plazable deja. En él resuena la protesta del artista contra la
naturaleza, el tiempo y la muerte: «el hueco de Dios es mío yo
1
soy el que habla / soy la zarza que arde sin apagarse». Como
explica S. Sontag,

«A la luz del mito actual, en virtud del


cual el arte aspira a convertirse en una «expe-
riencia total, que acapara toda la atención, las
estrategias del empobrecimiento y la reduc-
1
Oteiza, o. c., p. 133 y 135.
144

ción reflejan la ambición más sublime que


podría adoptar el arte... el anhelo de alcanzar
la conciencia desembarazada, indiscrimina-
1
da y total de 'Dios'».

Sin embargo, ¿no se advierte en la conclusión metafísica


de la escultura que el artista nos ofrece la mayor de sus
fantásticas paradojas, la paradójica coherencia que le distin-
gue?. Porque ¿cómo aceptar el espacio así desocupado como
«instrumento de salvación», «curador de la angustia y de la
muerte», «cuna del hombre nuevo graduado para la vida con
una nueva y entera libertad», si
la oración inaudita de Oteiza
en el hueco de la escultura es
una suplantación desesperada
que nos sitúa frente a la esencia
misma de la tragedia?. La es-
tatua vaciada de sí misma, pero
olvidada de Dios, queda sin
objeto, atravesada por el vértigo
insuperable de la Nada. Re-
montada hasta los orígenes de
la materia en busca del espíritu, Oteiza. Caja vacía (1958).
encuentra en su lugar un vacío

1
Susan Sontag, «La estética del silencio» en Estilos Radicales, p.22.
(Muchnik Editores, 1984). Unamuno, por su parte, se refiere también al
anhelo de inmortalidad del hombre trágico: «¡ Ser, ser siempre, ser sin
término ! ¡ Sed de ser, sed de ser más! ¡ Hambre de Dios! ¡ Sed de amor
eternizante y eterno! ¡ Ser siempre!¡Ser Dios!». «Del sentimiento trágico
de la vida» en Obras Completas, t. VII, p. 132. (Ed. Escelicer,
1967)(cursivas del autor).
145

genuino: el caos cuyo horror la paraliza.

El vacío de Dios, que deja a la verdad indefensa, a la


moral sin reglas sobre las que fundarse de forma general, forja
en Oteiza la condición del héroe que ilustra la blasfemia por la
que Ayax Telamón fue castigado: «Con ayuda de los dioses
cualquier cobarde puede alcanzar la gloria; yo confío hacerlo
sin ellos». Una condición en la cual se contienen, en perpetuo
desasosiego, verdad y falsedad, religiosidad e inmoralidad; un
amor sin destino y un resentimiento implacable y destructor
contra todo y todos. «En cierto sentido -dice Ps. Longino- los
grandes genios son especialmente peligrosos, confiados a sí
mismos, sin disciplina, sin apoyo y sin lastre, abandonados a su
1
sólo impulso y a su ignorante temeridad» .

En medio de semejante carnicería, en tan espantosa


matanza, el héroe levanta frente a todas las desdichas el «como
si» trágico. Porque hay que vivir aún «como si» el arte, «como
si» la patria, «como si» el amor, «como si» Dios, «como si» la
vida fueran posibles, «como si» la vida existiera. Esos «como
si», habitando el vértigo de un espacio dispuesto para lo
sagrado, han conformado el cuerpo y el alma del propio Oteiza.
Sus versos, como oraciones suplicantes, desesperadas y resen-
tidas, nacen de ese vacío olvidado y se expanden por él. Su
clamor, como la amarga queja de Cristo en la cruz, es el de la
estatua que clama por su estatua...

¡ Qué diferente la cuestión para Chillida !. El contenido


monista y panteísta de la filosofía de la naturaleza que le
inspira, le ponen de manifiesto la presencia de un mismo
1
Ps. Longino, o. c. -2- (ed. Gredos, 1979).
146

espíritu en todos los materiales, de forma tanto más evidente


cuanto más próximos se hallen del mundo natural. Su «noble­
za» está regulada, pues, por su genealogía terrestre. La tierra,
la piedra, el hierro -siempre-, la madera, el alabastro, el
hormigón y el espacio -distintos estados que adopta el espíritu
en su caminar infatigable- son
sus materiales. Las dudas que
en este orden puede suscitar la
presencia del hormigón las des­
peja Chillida diciendo «que el
hormigón es, en realidad, un
conglomerado, algo que ya
existe en la naturaleza, y que lo
único que el hombre ha venido
a hacer es acelerar su proceso
1
temporal» .
Con excepción del hie­
Chillida.
rro, cuya presencia es constan­
Arquitectura heterodoxa te a lo largo de toda su produc­
(1978) (hormigón)
ción, la obra de Chillida puede
ordenarse en períodos formados por familias consanguíneas de
esculturas, a partir de los sucesivos «encuentros» del artista
con los materiales citados. Estos encuentros, acaso presenti­
dos, sorprenden sin embargo la conciencia del escultor, ilumi­
nándola, en las circustancias más inesperadas. El primero de

1
Martín de Ugalde. o. c. p. 50. Según cuenta el propio escultor en una
entrevista televisada, en cierta ocasión utilizó el bronce, atendiendo una
petición del galerista Maeght. Como el resultado no le satisfizo, no lo
volvió a emplear.
147

ellos, que había de


ser definitivo, fue
el del hierro y tuvo
lugar en 1951 en la
fragua de Illarra­
mendi: «allí estaba
lo decisivo», «esa
luz nuestra» que no
le abandonará. En
Chillida. Abesti gogora (madera).
1958, en un camino
navarro, oyó la voz de la madera en una viga abandonada. En
1964, el azaroso encuentro con una mano de marmol expuesta
en el Louvre le reconcilió con la escultura griega y le condujo
al alabastro. En 1970, el proceso de izar una gran máquina en
la fábrica de Patricio Echevarria de Legazpia le hizo visible el
delgado umbral que separa gravedad de levitación, abriendo el
período de sus esculturas en hormigón. Por fin, en 1976, en
Gratz, contemplando cómo un ceramista almacenaba grandes
bloques de arcilla, descubrió, renovada, la tierra de sus prime­
ras obras.

Tal vez no sea exagerado ni impropio decir que cada uno


de estos encuentros jalonan la historia de las relaciones amo­
rosas del escultor con la naturaleza. Unas relaciones plenas, tan
intensas y verdaderas física y anímicamente, tan eróticas y
espirituales al mismo tiempo, que ante la entrega del escultor
la materia se rinde y se abandona a su vez. Esta efusión con el
material origina la sensible belleza de las esculturas de Chillida.
El cálido aroma que las impregna parece expresar la satisfac­
ción del material, la complacencia carnal de la escultura, como
148

si la materia hubiera encontrado el artista capaz de apreciarla.


Es en este estado, que sólo la obra de arte puede generar, en el
que el material encuentra y manifiesta la cualidad metafísica
que lo define plenamente en lo que es y al que Chillida llama
insistentemente densidad.

La filosofía de la naturaleza, en tanto que integra en el


mundo natural la intervención divina y transfiere lo sobrena­
tural a nuestro universo, transforma nuestras relaciones con la
naturaleza en un doble sentido: de una parte, el hombre advierte
las infinitas posibilidades del mundo natural; de la otra, reco­
noce su dignidad y los derechos que le asisten.

Del primer sentido se infiere que en el universo todo


puede esperarse y todo resulta posible. Segun él, hablando
rigurosamente, la naturaleza es naturalmente milagrosa. Las
leyes físicas, que supuestamente nos gobiernan, no son más
que verdades provisorias destinadas a asegurar eventualmente
nuestras relaciones con el mundo, como por otra parte toda
experiencia lo constata. Y nadie puede dudar que la intuición
artística es el mejor instrumento para aventurarse tras ellas.
Esto no debe hacernos suponer enfrentamiento alguno entre el
arte y la ciencia -la atracción que el escultor manifiesta por las
ciencias biológicas lo prueba-, sino que el arte disfruta de unos
privilegios, que la ciencia no puede permitirse, para «ir más
allá» y adentrarse en las posibilidades insospechadas de la
naturaleza. Las pesadas esculturas de hormigón «levitando»,
o la pasmosa facilidad de algunos materiales, tan resistentes
como el hierro y el acero, en calibres gigantescos, para adoptar
formas que no parecen corresponderse con sus características,
149

como si rindieran, sin violencia alguna, las inflexibles leyes


físicas que los gobiernan a la «virtud» del arte..., responden a
este sentido.

Pero inmediatamente Chillida añade: «Se pueden hacer


muchas cosas con todos los materiales, pero no se deben ha-
1
cer» . Así como las posibilidades de la materia se nos manifies-
tan en cuanto que ésta, sometida a un «orden-velocidad»
determinado, adopta distintos estados («densidades»), la es-
cultura que pretenda «ir más allá» de lo que la naturaleza nos
muestra deberá ejercitarse en los límites. Si comparamos esta
idea con la reflexión de Oteiza sobre la solución existencial del
«ser estético», veremos que lo que en éste es continuo espacial
que desborda todas las interrupciones temporales, superando
cualquier límite en busca de lo ilimitado «hasta alcanzar a Dios
2
en el transcender de lo Estético» , en Chillida es, por el con-
trario, límite, «camino», medida de lo inconmensurable y por
3
tanto moralidad . Como señala Aristóteles al enunciar su cono-
cida distinción entre el mal y el bien («el mal corresponde a lo
4
Ilimitado y el bien a lo Limitado» ), fueron los pitagóricos los
que establecieron que lo específico de las acciones morales
reside en la medida: función mediadora entre estos dos princi-
pios antagónicos. El propio Chillida parece confirmar este

1
Esta cita está recogida en la cinta de vídeo Chillida, Drt. L. Boulting,
(Visual, 1985).
2
Oteiza, Propósito experimental, cat. Fundacion Caja de Pensiones, 1988.
p.221.
3
G. Lukacs: «La ética quedaría definida como la medida de lo incon-
mensurable». Diario, 1910-1911, p.123. (Nexos, 1985).
4
Aristoteles. Etica Nicomaquea. En Obras, Lb. II, Cp. 6º, p. 308.
(Aguilar, 1982)
150

extremo cuando, ante una observación de Martin de Ugalde


sobre el tema -«..y en verdad, religión y ética no son siempre
coincidentes»-, interviene diciendo: «No, por supuesto. La
religión también tiene una ética fundamental, claro, pero lo que
te quiero decir es que la ética, en el sentido más recto de la
palabra, tiene una relación muy directa y estrecha con mi
1
obra.»

Pero ¿cómo conoce Chillida el camino ético?, ¿que


criterio le permite distinguir la conducta debida?. El escultor
llama «presentimiento», «aroma», «una especie de fe», a la
intuición que le ilumina en ese trance. Pero esa iluminación
interior que le guía «no es un azar, no es un tocarle a uno la
2
lotería de haber recibido un don» , sino que debe merecerse.
Dos condiciones se impone el escultor para alcanzar esos
merecimientos. La primera consiste en adoptar una actitud de
respeto por la materia -Chillida dice haber percibido por
primera vez este respeto de la materia en Brancusi, «aunque ya
había leído a Teilhard de Chardin, quien valora y dignifica una
materia que había sido tan subestimada por parte de la misma
3
Iglesia» ; la segunda, en seguir un comportamiento ascético, si
entendemos por tal el que, en lo que a la escultura se refiere,
comienza por elegir la forma y el tratamiento del material que
entrañe mayores dificultades. La piedra más dura, el hormigón
más resistente, el hierro siempre forjado y en los formatos más
intratables, la «tierra de gran fuego» cuya resistencia a la
erosión es casi como la del acero..., son dificultades que el
1
Martín de Ugalde. o.c., p.140/141.
2
M. de Ugalde, o.c., p.134.
3
M. de Ugalde, o. c. p.61.
151

escultor debe superar esforzadamente, pruebas del buen ca-


mino. «Yo siempre tengo la tendencia a plantearme los proble-
1
mas en sus puntos más críticos, más difíciles, no sé por qué» .

La oposición entre una concepción de lo religioso centra-


da en el deseo de Dios, y otra basada en los aspectos morales
del comportamiento (para la que, según decía Carlyle, «lo
importante en este punto es la distinción entre el «Debes y No
Debes hacerlo») es fundamental para deslindar la obra y el
pensamiento de Oteiza y Chillida. El genio peligroso y el genio
de confianza. ¿Dos escultores?. Acaso, como Oteiza dice,
2
todos los escultores vascos sean, cada uno, medio escultor,
cíclopes de un solo ojo, pero enorme, para mirar el cielo o la
tierra.
1
M. de Ugalde, o. c. p. 42. En el mismo libro (p. 37) cuenta la fascinante
historia que tuvo lugar en sus años de estudiante, cuando acudía a dibujar
al Círculo de Bellas Artes. Parece ser que Chillida reparó en que dibujaba
con excesiva rapidez y facilidad, en que su mano derecha era demasiado
hábil; entonces comenzó, ante la sorpresa de sus compañeros, a dibujar
con la mano izquierda. El escultor atribuye ese comportamiento a la
necesidad de ganar, para la inteligencia y la sensibilidad, el tiempo que
perdía su mano torpe y consiguientemente más lenta. Pero no se puede
dejar de reconocer, al mismo tiempo, lo que de exigencia moral comporta
en Chillida una conducta semejante.
En los términos que Chillida utiliza para explicarnos cómo se orienta en
lo desconocido por el «camino ético» hasta la realización de la escultura,
podemos reconocer el criterio de San Agustín para elucidar el bien y el
mal: «Mediante una disciplina ascética se asciende en la escala de la razón
y se recibe una iluminación...La mente iluminada se encuentra ante la
posibilidad de elegir correctamente...» (Alasdair MacIntyre, Historia de
la Etica, p.118. Ed. Paidos, 1988).
2
«como si fuera necesario / 2 escultores en vasco / para explicar en vasco
/ un solo escultor». Cartas al Principe, p. 22 (ed. Itxaropena, 1988).
152

Pero habría que decir que tres. Nos falta el Polifemo


ciego, que vive en la oscuridad curado para siempre de sus
visiones. A pesar de que Mendiburu trabajó con todos los
materiales de que se ha servido la escultura, es conocido sobre
1
todo por su relación con la madera. Sin embargo, la presencia
constante de la madera en su obra parte de supuestos y alcanza
significados diferentes según el período de su trabajo que se
considere.

1
Efectivamente, Men-
diburu utilizó para su
escultura los materia-
les más diversos.
Conservamos obras
suyas en barro, esca-
yola, cemento y hor-
migón; en piedra, már-
mol y alabastro; en
hierro, acero, bronce,
cobre y plomo. Y en lo
Mendiburu con el tronco de Atari.
que a la madera se re-
fiere, el haya, en primer lugar, y el roble, son las más frecuentes en su
escultura. (La primera gran escultura en roble fué el Atari, para el que el
escultor necesitaba un árbol de gran tamaño. Después de no pocas
dificultades encontró dos, a la medida de sus deseos, en los montes de
Oroquieta. El primero de ellos, un árbol magnífico de casi dos metros de
diámetro, se abrió de arriba abajo al caer al suelo, ocasionando al escultor
un disgusto memorable). Pero Mendiburu empleó también: acacia, ave-
llano, nogal, olmo, aliso, abedul, pino, fresno, boj, tejo, tilo, cedro,
guinea... Semejante profusión de materiales indica que, para el escultor,
con excepción de «la madera» misma, ninguna de sus variedades, como
ningún otro material, alcanzó el significado simbólico de una «naturaleza
nuestra», tan frecuente en otros escultores vascos.
153

En sus primeros años Mendiburu encontró en la madera


la respuesta material más próxima, más abundante y por tanto
más vinculada a las necesidades y los usos populares por los
que el escultor sentía una profunda devoción. El mundo de las
antiguas tradiciones del pueblo vasco, como su vivienda y
equipamiento instrumental, reflejan -en el predominio de la
madera- la presencia socializada de la naturaleza y el senti-
miento de comunicación y armonía con el entorno, que es el
símbolo por excelencia de cualquier cultura preindustrial.

Pero este sentimiento fue esencializándose progresiva-


mente Su labor, superando cualquier mediación, le indujo a
inquirir directamente sobre el misterio de la naturaleza. Arras-
trado como tantos otros por el deseo de encontrarse en la
intimidad de la naturaleza con sus fuentes inagotables, llevó su
hogar y su taller a un caserío del pequeño pueblo navarro de
Inza, en la soledad de las Malloas. No imagina las calamidades
que debe arrostrar, ni los peli-
gros a que se expone, el que
animado de la más inocente y
fatal de las aspiraciones ambi-
ciona, como Novalis, «entregar
sus días en cuerpo y alma a
reconocer en el propio pulso el
pálpito familiar de la tierra, a
ensoñar cómo el espíritu del
hombre crece y se ensancha en
el árbol y cómo se prolonga en
él desde lo más profundo hasta
lo más alto».
Mendiburu. Piedras negras (1976)
154

Recuerdo de aquellos días uno en el que acompañé al


escultor a buscar las raíces de unas hayas que estaban entresa-
cando en los alrededores de Echarri-Aranaz y la melancólica
fascinación que ejercieron en mí sus palabras meditando sobre
las raíces que humeaban todavía en el suelo, adheridas al rastro
1
de las profundidades de que habían sido arrancadas. La idea
del árbol cuyo esquema morfológico debe contenerse en toda
escultura que nazca de una filosofía de la naturaleza, y que
tantas veces se hace presente en la obra de Chillida, la escuché
entonces de su boca por primera vez. Pero era en las raíces
donde Mendiburu sentía cernirse el secreto de la escultura.
Decía que el artista, naturalizándose en la madera, podría sentir
como raíz la pasión del árbol, y acercarse por esa vía a la vida
y la agonía que estremecen todas las cosas.

Cuantos sostienen los beneficios de la acción ponen en


duda, si no la sinceridad, sí las expectativas que un estado
semejante representa para la escultura. Suponen que, como el
sentimiento de la naturaleza no se articula en escultura espon-
taneamente, en el largo proceso que la produce la «inspiración»
se expone y se elucida en un intrincado y laborioso resolver de
medios y de fines. En pocas palabras, que la escultura, a
diferencia de ciertas formas de la pintura, es pensada inevita-
blemente en el actuar. Los que, huyendo de la conciencia, lo
1
A pesar de la importancia que Mendiburu atribuía a las raíces, la parte
principal de su trabajo fue realizado con «haya trasmocha». Se llama así
a la que, todavía en el bosque, ha sufrido una continuada explotación de
sus ramas para ser utilizadas como leña o para producir carbón. Con los
años, este aprovechamiento afecta al desarrollo del árbol, que se deforma,
se anuda y crece contrahecho. Precisamente esta madera malformada era
la que convenía a los propósitos del escultor.
155

fían todo a la acción, son incapaces de entender lo que hay de


obligado abandono y renuncia en aquella pasión, esto es: que
sólo participará del impulso genuino de la naturaleza, de su
inconcebible fluir, quien haya sido capaz de desembarazarse de
cualquier vestigio crítico.

De ese «entusiasmo» le libraron, precisamente, los mo-


mentos de desaliento. Sólo cuando la fatiga le obligaba a
interrumpir el trabajo, en el que Mendiburu se desplomaba
como en un precipicio sin fondo, la escultura, abandonada a sus
pies, iluminaba sus abismos. Sin «idea» ni memoria, sin forma
ni medida, la obra había crecido, pieza sobre pieza, tubillón a
tubillón, en un acumular interminable, exigiendo cada vez más
tiempo, más esfuerzo y más fe en la que renovar las energías
necesarias para la acción, sin
otro propósito que el de expan-
dirse en todas las direcciones.
«Brutal y positiva como la na-
1
turaleza» .

Probablemente la escul-
tura vasca nunca ha alcanzado
los límites inhumanos que al-
canzó el Argi-iru-zubi que yo vi
en el taller de las Malloas antes
de su conclusión. ¡Cabría pen-
sar que esa es la recompensa
que la naturaleza otorga a quie-
Mendiburu

1
Ch. Baudelaire. «Por qué la escultura es fastidiosa». En El Salón de 1846,
p.190. (F. Torres, ed. 1976).
156

nes se le entregan plenamente!. La primera impresión que


entonces me produjo, y que mi memoria conserva, fue -como
el esqueleto de un sueño- la de un fósil inquietante, a medio
componer, cuya extraña y sin embargo familiar figura comen-
zaba a levantarse, reconstruida, entre sus propios fragmentos
formados por gruesas ramas y raíces, someramente desbasta-
das, y tubillones. Seguramente no hay reducción más apropia-
da para describir el objeto de cualquier escultura que la que
destaca su condición de fósil, pero en el caso de la obra de
Mendiburu y especialmente de los Zugar, esta referencia casi
no supone reducción alguna. El extraño aspecto de osamentas
articuladas, de restos vegetales armados y petrificados, que
ofrecen estas esculturas, nos remiten al instante en que se
soñaron a sí mismas, logaritmo del universo y encarnación de
su espíritu, en tanto que nos permiten restaurar, como fósiles,
la memoria de una naturaleza indiferente que pasa a través de
nosotros abatiéndolo todo. Su valor reside en la reducción y el
aniquilamiento que expresan y en que despliegan en nuestra
conciencia las visiones de una fe perdida que ya no puede
seducirnos.
«Quería la belleza...y la Naturaleza me ofrece
por respuesta una ironía.
1
Belleza...pero casi no me ofrecía más que desolación» .
No me cabe ninguna duda de que Mendiburu fue adver-
tido de esa desolación por su propia escultura. Los dos Zugar
que jalonan la entrada a la Caja de Ahorros Provincial de San
Sebastián, Viento de abismo y Ruido de abismo, se iban a titular
primero «Visión de abismo». Y en la impresionante serie de
1
Hölderlin. «El Viajero». Poesía completa, t.I., p.69. (ed. 29. 1977).
157

Mendiburu. Viento de abismo (1975) Mendiburu. Ruido de abismo (1975)

1983, realizada en cemento y madera, se repite -se me figura


que obsesivamente- la entraña del árbol, cuya llamada le había
llevado años antes a las Malloas, destruida ahora por el cáncer
de la piedra que aprisionan; como si, con el transcurso del
tiempo, ambos conformaran la misma sustancia trágica.

Las piezas del árbol que sirvieron a Mendiburu para


hacer sus Zugar están unidas entre sí, machihembradas, por el
sistema de espiga y escopladura, al que aseguran unos peque-
ños cilindros de madera torneada llamados tubillones -kabille
en euskera-, que permanecen ocultos en el interior de la
escultura. Este procedimiento recoge una tradición de la car-
pintería popular que el artista utilizó desde sus primeras obras.
El juego de los tubillones es el que articula y otorga consisten-
cia a la obra controlando interiormente su estructura y relación
de fuerzas; y el que la vectoriza definiendo las direcciones de
158

su crecimiento. Constituye, por decirlo así, la razón encubierta


de la escultura y su conciencia activa.
Pero cuando
Mendiburu advirtió
que la escultura se
perdía en la mate-
ria, en un esfuerzo
por conservarla,
hizo emerger los
tubillones de la
madera, añadiendo
a su función mecá-
nica la de medida y
expresión. Medida,
porque el extremo
visible de los tubi-
llones, en su rítmi-
co aparecer y dis-
currir, mantiene en
los límites -como el
Mendiburu. (Detalle de tubillones).
alfiler a la maripo-
sa en la colección de un lepidopterólogo- la cohesión ya no sólo
mecánica sino estética de la escultura. Expresión, pues parece
que quisiera, acentuando el «tempo» que la recorre, suplir el
murmullo de una melodía que se desvanece. Fue en 1970, con
el Zugar que se halla en el Museo de Vitoria, cuando los
tubillones «aparecieron» por primera vez en sus grandes piezas
1
de madera, y fue a partir de entonces también cuando sus

1
La presencia de cilindros torneados en la escultura de Mendiburu es
159

cabezas a la luz se multiplicaron artificialmente, simulando


una función mecánica que muchos no ejercen. Pero lo que
principalmente simboliza ese aparecer, es la metamorfosis del
propio escultor, eclosionando de la madera, en cuyas profun-
didades había querido sepultarse, como Klee recomendaba.

Mendiburu bajó de las Malloas cuando el viaje argonáu-


tico a las fuentes de la naturaleza naufragó en la tragedia que
el Argi-hiru-zubi representa, a pesar del equívoco que suscita
1
la forzada conclusión a que fue sometido . Los Zugar son los

anterior a esta fecha. Las Jaulas para pájaros libres de 1969 están hechas
con este material, pero en este caso, como en las diez piezas colgantes
realizadas al final de su estancia en las Malloas en 1974, los tubillones no
son tales porque ( aunque la significación de ambas series es muy distinta
al mediar entre ellas la experiencia de los Zugar) se han liberado de la
función que les distingue, que no es otra que la de unir dos piezas de
madera. Algo semejante podría decirse, buscando el precedente más
remoto, del Homenaje
a la txalaparta de 1961,
aunque en esta ocasión
es evidente que las cu-
ñas que entran y salen
del tronco horizontal,
además de definir un
ritmo, simbolizan los
golpes que recibe el
instrumento y los so-
Mendiburu. Homenaje a la txalaparta (1961). nidos que emite.
1
El Argi-hiru-zubi, figura en el catálogo del artista con la fecha de 1977.
Sin embargo, esta fecha es la del momento en que la escultura, que había
sido abandonada por el escultor en la conciencia de su interminabilidad,
fue diríamos que recogida por él mismo años después de bajar de las
160

restos de un sueño inmortal del que el escultor despertó sabio


e indiferente, liberado de una pasión que teniéndole abrazado
a su objeto le impedía verlo, con el amargo sabor de la verdad
que no encuentra razón para la esperanza.

Mendiburu siguió sirviéndose habitualmente de la made-


ra en su obra posterior, sola o en combinación con otros
materiales. Refugiado en la ciudad, se propuso recorrer nuevos
caminos, pero, salvo raras excepciones, su obra permaneció
dando forma a un profundo sentimiento crepuscular, como si el
saber adquirido o el sueño perdido en las Malloas hubiera
abierto en su escultura la herida de la muerte. Y es que, como
escribió Shakespeare, «El hombre está hecho de la misma
materia de los sueños».

Malloas. La experiencia de las


Malloas puede resumirse en un mó-
dulo-escultura, formado por dos
piezas de madera unidas por un tubi-
llón, destinado a reproducirse
indefinidamente. Este módulo fue
después, habría que decir, «aprove-
chado» por el escultor en los Abismos
de la Caja de Ahorros de Guipuzcoa
de 1975, en el Murru de 1978 y,
finalmente, en el Nafarroa de 1982.

Mendiburu. Espalak (1973).


Mendiburu dibujando en su taller. (Fotografía de Juan Pablo Zabala).
163

MIRADAS Y ABRAZOS

Lo característico de los dioses, dice Heine en La Escuela


Romántica, es «la mirada firme y los ojos seguros». Cualquier
comercio con otro sentido rasga el velo de infinitud que protege
su divinidad. La condición privilegiada del místico, su partici­
pación en una naturaleza casi divina, reside precisamente en
que toda su entidad se resuelve en un puro ver .

Lo que hace poco verosímil la admirable familia de


inmortales que habita las alturas olímpicas es que, además de
mirar y ver, oyen, huelen, tocan sin cesar y hasta devoran y
devoran con tal ansiedad que ni podemos, ni debemos, suponer
en lo sagrado. Esta promiscuidad -en todos los sentidos y de
todos los sentidos- los ha hecho censurables a los ojos mono­
teístas e indignos de permanecer en los espacios siderales que
les están destinados. Incapaces de comprender que toda la
pasión de un dios debe contenerse en la mirada, habitan la
naturaleza entera -sin despreciar ninguno de sus reinos- con el
formidable poder y la arbitrariedad de sus cinco sentidos.

Parece que la arrogancia del ojo está alimentada por la


164

ancestral subordinación que se predica del cuerpo en relación


con el alma -«un caballo uncido junto a un buey», decía
1
Lichtenberg -, de la que la vista se aprovecha como el más
espiritual de los sentidos. Pues ¿no pensaba Hegel que «el
tacto, el gusto y el olfato deben ser excluidos inmediatamente»
<de la apreciación del arte> en beneficio de «la vista <que>,
por el contrario, es puramente contemplativa», y que ello «se
debe en parte a la luz, esta materia en cierto modo inmate-
2
rial»!

Como puede verse -¿o debería decir palparse?-, la noble-


za que se confiere a la mirada forma parte de una conspiración
dirigida a despojarnos de la proximidad material del mundo y
la carne, de su cercanía; es decir, de todos los viejos enemigos
del hombre. Tal despojo se consuma porque la vista no es -casi-
un sentido corporal, no pertenece a la totalidad del hombre,
sino principalmente a su conciencia. «Proclamo -escribió Pla-
tón en el Timeo - que ésta <la filosofía> es el mayor beneficio
3
de la vista» . No tiene del mundo más que sus sombras y
reflejos, y la representación simbólica que con ellos se constru-
ye. No quiere las cosas, sino el poder sobre ellas, como el que
de forma tan inflexible se ejerce en el mundo moderno, que,
precisamente porque parece no existir, o al menos no pertenecer
a nadie, disiparse en la transparencia de la mirada..., detenta la
fortaleza sin par de lo impalpable.

1
Georg Ch. Lichtenbreg, Aforismos., p. 115. (Ed. Edhasa, 1990).
2
Hegel, Sistema de las artes, p. 22 y 23. (Ed.Espasa-Calpe. - Austral,
1947). (cursivas del autor).
3
Platón, «Timeo o de la Naturaleza» en Diálogos , p.684. (Ed. Porrúa,
1989).
165

Blumenberg, recordando a Hebbel, se refiere, sin embar-


go, al «derecho demiúrgico del poeta a la regresión a la
1
barbarie» , cuando impulsado por un ansia de realidad al al-
cance tan sólo de los sentidos «impuros», insensibles a la luz,
se ve obligado a descender hasta las cosas y tocar, oler y morder
para incorporarlas. En 1904 Picasso grabó La comida frugal.
Se trata de un aguafuerte -en el que se puede ver a un ciego
abrazando a su pareja ante una mesa- especialmente memora-
ble por la mirada de la mujer, absorta en la voracidad del tacto
que, mientras la acaricia, absorbe su carnalidad como si la
devorara con las manos.

Esto es lo que Mendiburu advirtió en las Malloas: la


1
Hans Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río., p. 19 y 20. (Ed.
Península, 1992). «Podría decirse-añade en el mismo punto- que ésta es
la figura absoluta de todo realismo: devorar la realidad para que no falte
nada de ella. Por eso el pensamiento más audaz de toda ansia religiosa de
unión con la divinidad -única forma de protegerse de su arbitrariedad y
exceso de poder- consiste en hacer comer su Dios al fiel»...»A los
'realistas' no les gusta oír el término 'consciencia'; les suena demasiado
a idealismo». La tradición religiosa del culto a las imágenes y las reliquias
forma parte de esa necesidad de realismo que a menudo alcanza extremos
memorables. Lichtenberg, o. c , p. 36, cuenta que «las más extrañas de
estas reliquias son dos botellas en las que se conservan, por un lado, un
rayo de la estrella que guió a los tres Reyes Magos, y, por el otro, el sonido
de las campanas de Jerusalen». Pero el testimonio más elocuente de ésta
exigencia «realista» es, sin duda, la pluma del Espíritu Santo que se
conserva en el Monasterio de Araceli, en Corella (Navarra).
Por el contrario - como en el citado texto de Blumenberg se dice, «Que
podemos conocer, somos capaces de poseer algo en la consciencia,
significa nada menos que podemos tener algo sin estar obligados a serlo.
La consciencia es el órgano que permite no devorar el mundo, sin rehusar
a su posesión y disfrute».
166

integridad de la apariencia que la visión esconde; la parte ocura


de lo que se ve, que la vista nos arrebata; la inocencia y la
obscenidad del abrazo, sin el que la materia nunca llegará a ser
materia hermosamente inanimada, muerte sólo nuestra... Este
podría ser el extremo de una idea vertiginosa, como el borde de
un precipicio. Al llegar a él, Mendiburu descubrió, conmovido,
1
el gran desafío que se le abría por delante; el desierto de Satán
que había de atravesar para requerir de la vida y la muerte, en
2
la exuberancia de los sentidos, el «santo decir ¡ sí! » que sólo el
candor y la fuerza del niño son capaces de pronunciar.

* * *

El pensamiento romántico concibe los materiales como


manifestaciones separadas del espíritu natural. En la cultura
popular, la mirada y la expresión de ese espíritu integra cuanto
existe dotando a las actividades más triviales de una oscuridad
familiar y una profundidad casi sagradas.

El caso de la madera, material por excelencia en la


cultura popular vasca, constituye uno de los ejemplos más
1
Benjamin se refiere al satanismo de la pura materialidad frente al que
representa la pura espiritualidad. Hacerse niño y hacerse dios, las dos
figuras sin culpa, conforman los dos extremos de lo diabólico. «Lo pura
y simplemente material y esta espiritualidad absoluta son los dos polos del
reino de Satán». El origen del drama barroco alemán., p. 228. (Ed. Tau-
rus, 1990).
2
El niño en el que, como indica Zaratustra, culminan las tres transforma-
ciones del espíritu, es el pais de Heráclito: «El tiempo es un niño que juega
a los dados. De un niño es el reino». DK, B 52.
167

notorios de las exigencias que su presencia impone. La influen-


cia que el sol, la luna, y las estaciones ejercen sobre el árbol,
estableció ciertas reglas seculares en su explotación que se
conservan todavía. Así, el árbol debe talarse en invierno, entre
los meses de Septiembre y Enero, «cuando duerme». Las
especies de hoja dentada se cortarán en la fase menguante de la
luna y las de hoja lisa con la luna en creciente. De otro modo,
dicen los leñadores, la madera se «pasma», se «atonta» y queda
inútil para cualquier tarea. Incluso hay quien recomienda
asegurarse que la mar a la que vierte sus aguas el territorio del
árbol esté en calma. Puedo asegurar que ningún artista o
artesano, que trabaje la madera con sus manos, la aceptaría si
no se han respetado estas condiciones. Parece, sin embargo,
que algo hay de gnomo, de genio inocente y asustadizo en ese
espíritu doméstico del árbol, porque, cuando lo «invade la
técnica faústica con intención de dominarlo» -así es como
denominaba Spengler a los sistemas modernos de explotación
industrial-, huye despavorido ante sus inventos sin hacer
cuestión de mareas y estaciones. Y no es para menos porque,
como el propio Spengler añade: «La máquina es cosa del
1
diablo. Tal ha sido siempre la sensación de la fe auténtica».

Pero el escultor de que hablamos, no se limita a respetar


el material. Su intervención -el comportamiento ascético de
Chillida a que antes me he referido es un buen ejemplo- tiene
por objeto primero, anterior a la obra de arte, materializar, lo
que paradójicamente significa descubrir el material en la virtud
del espíritu que lo anima, haciéndolo aparecer por ello más él
1
O. Spengler, La decadencia de Occidente, t. 2-, p. 582. (ed. Espasa y
Calpe, 1966).
168

mismo y por tanto extrañamente diferente . Para el idealismo


romántico, a despecho de la opinión general, expresar no
significa tanto «expresarse» como «expresarlo»; por decirlo
mejor, que lo primero se cumple en lo segundo conforme a la
misión del artista, que no es otra que la de servir, como
«medium» insustituible, a los intereses de la naturaleza. En
1
esencia «crear» es, entonces, «expresar» ; un a modo de rito
iniciático en el que el artista, legitimado por la devoción y el
sacrificio, dedica todo su esfuerzo, habilidad e imaginación a
convocar el prodigio en virtud del cual la naturaleza se desocul-
ta en cada material.

Este milagro en el que se centra el problema de la


expresión precisa del contacto directo con el material, que va
más allá de lo que el gesto, el acento y la entonación aportan a
la comunicación verbal; más allá, por tanto, del sentimiento y
la emoción. Su ambición es la de dotar a la escultura -que, como
2
la de Chillida, «casi no tiene forma» - de una forma de la ver-
1
Este significado de expresión descansa en la afirmación de Kant según
el cual el genio es "el favorito de la naturaleza". Gadamer explica esta
condición del artista como un ser favorecido por la naturaleza atribuyéndole
la capacidad de ofrecernos "algo que sería totalmente nuevo, creado
según reglas no concebidas todavía". La actualidad de lo bello, p. 63.
(Ed. Paidós, 1991) (cursivas del autor).
Félix de Azúa en un artículo titulado «Pero ¿qué demonios quiere decir
'expresión'?», recogido en El Aprendizaje de la Decepción, p. 63. (ed.
Pamiela, 1989), arremete contra el uso que la crítica del arte y los artistas
hacen del concepto «expresión». El exceso en la embestida y su radical
negatividad, por otra parte brillantemente expuesta, hacen pensar en
alguno de los prejuicios que mencionaba al principio de este capítulo.
2
Martín de Ugalde, o. c., p. 133. El texto dice exactamente: «Yo, por una
parte, casi no creo en la forma».
169

dad, poniendo de paso en evidencia a una civilización que se


ha convertido en el abominable lugar de todas las formas
degradadas, «...puesto que lo único que da belleza a la obra de
arte, a su conjunto, no puede ser la forma, sino algo que está
más allá de la forma: la esencia, lo universal, la mirada y la
1
expresión del inmanente espíritu natural» . Esta voluntad mo­
ralizante, personal, y por tanto única e insustituible, en el
desplegarse, extenderse de sí mismo el escultor en la escultura
a través de la mano, no puede rebajarse al nivel de la simple
espontaneidad, ni se limita a transferir al material las huellas de
su carácter, ni la intensidad de un movimiento más o menos
fugaz de su ánimo, sino que aspira a producir un gesto puro capaz
de restablecer para todos la naturaleza genuina.

Hablo del tacto: la propiedad que distingue a este escultor


de los demás artistas. A diferencia del pintor, cuya potencia es
la visión, algo que rebasa la facultad del ojo, la del escultor
descansa en su cuerpo, que la capacidad de la mano expresa y
que sólo llamaremos tacto si se considera a éste, según los
epicúreos, como el sentido que los resume a todos. Rilke en una
carta dirigida a su hermana Clara se esfuerza en explicar este
mágico poder del tacto, al referirle la impresión que le produjo
una visita a Rodin en su taller:

«La «mano» está allá - es una mano


como ésta <hacía con la suya un ademán tan
poderoso como si ella tuviese y formase
objetos que uno creía ver nacer y crecer>. Es
una mano como ésta que tiene un trozo de
arcilla con... y mostrándome la unión admi-
1
F. Schelling, o.c., p.69.
170

rable profunda y misteriosa de dos cuerpos


decía; es una creación, esto es una crea-
ción... Frase maravillosa en su boca... La
palabra francesa perdía su gracilidad sin
empeñarse en la pesadez complicada del
alemán: Schöpfung. Se había desprendido, se
había liberado de todas las lenguas... Estaba
1
sola en el mundo -.Creación.»

¿Cómo no recordar aquí lo que para la imaginación


popular representa el gesto de creación suprema: Dios mo-
delando con sus manos al primer hombre o su dedo índice
transmitiendo por con-tacto la vida a Adán como en el fresco
de Miguel Angel?.

Sin duda que ése era el motivo por el que Rodin protes-
taba continuamente contra las máquinas: «La máquina mata el
2
espíritu», «ahuyenta el ensueño» . Como si su mediación inte-
rrumpiera «la unión admirable, profunda y misteriosa de dos
cuerpos» que Rilke describe como «creación». Algo semejante
debieron pensar los dirigentes prusianos del III Reich cuando
obligaban a cortar a mano las grandes piedras destinadas a la

1
R. M. Rilke. «Cartas de Rilke». En Rodin, p. 140 (ed. El Ateneo. Buenos
Aires, 1947).
2
Paul Gsell. Las opiniones de Anatole France, p. 123. (ed. Siglo Veinte,
1944). Esta obra dedica uno de sus capítulos a transcribir, en boca del
escritor, la conversación que éste sostuvo con Rodin una tarde en su casa-
taller de Meudon. A. France nos presenta al escultor, en aguda crisis
romántica, encolerizado por los estragos de toda índole que a su juicio
estaban ocasionando las nuevas tecnologías y «la máquina» que las
simbolizaba. «Las cosas de que nos servimos diariamente ofenden el buen
gusto. Vasos, platos y sillas son horribles. Las fabrican a máquina».
171

construcción de edificios y monumentos públicos. Pero ésta no


es una exigencia rara: «la mayoría de los grandes artistas de las
1
últimas dos centurias...se han rebelado contra la máquina» , dice
Mumford. Y es que en el enfrentamiento con la oscuridad de la
materia, el artista, con la luz que irradia, reproduce la ceremonia
sagrada de la creación. En este trance, el trabajo necesario para
vencer la resistencia del material no debe ser aliviado por
mecanismo alguno, de la misma forma que el esfuerzo dolo­
roso del alumbramiento no es una imposición caprichosa de la
naturaleza sino el sangriento y gozoso rito de iniciación por el
que somos recibidos como hijos suyos.

He aquí terminado el mito del artista como la anti­


máquina, es decir como el instrumento del Todo. El protagonis­
mo de la mano, del cuerpo, sitúa la acción en el territorio del
espíritu, abierto a todas sus posibilidades. Para completar su
obra y otorgarle el supremo beneficio de lo imprevisible se
evita cuidadosamente prever y proveer. Como las máquinas,
«los programas previos -escribió Delibes refiriéndose a los
2
viajes- fosilizan la naturaleza» . Se hace la razón a un lado para
que no ensombrezca el cielo de lo auténtico y, a veces, hasta de
lo prodigioso que sólo la espontaneidad puede procurarnos.
Porque la defensa de lo espontáneo y azaroso nada tiene que ver
con lo casual, sino que, paradójicamente, se refiere a la más
insigne y absoluta de las causalidades, aquella que, oscurecida
en su profundidad, se hace emotivamente visible en el acto
creador, a través del cual el espíritu de la naturaleza se hace

1
L. Mumford, Arte y Técnica, p. 13, (ed. Nueva Visión, 1968).
2
Miguel Delibes. «Por esos mundos». En Obra Completa, t. IV, p. 7. (ed.
Destino, 1970).
172

presente. Y es que cuando rechazamos los planes humanos,


estamos convocando los divinos.

Ese espíritu, que el respeto a los materiales y la genero-


sidad del esfuerzo del artista exaltan, inviste a la escultura de
una cualidad imprevista, la monumentalidad, y engendra en el
artista la figura del creador, el magnífice, cuyas manos todo-
poderosas celebrarán el breve destello de la vida con una obra
a la que la sumisión, el misterio y la energía de la naturaleza
embellece, ennoblece y engrandece.

Esta es una cuestión importante para Chillida, cuyas


esculturas, por el tamaño y la clase de sus materiales, suscitan
a menudo la siguiente pregunta: ¿Cómo conservar el prota-
gonismo de la mano y la acción del cuerpo, si hay que mover
enormes cuadrados de hierro y acero?. ¿Cómo preservar, en
tales casos, el gesto creador y evitar los procedimientos
-contrarios a la conducta debida- que excluyen el abrazo con el
material?. Chillida resuelve el problema partiendo de aquella
exigencia previa que antes llamaba «materializar», en virtud de
la cual debemos distinguir entre la máquina que elimina el
esfuerzo y suplanta la mano, y la herramienta que lo engrande-
1
ce y la prolonga. Gracias al martillo la mano del artista se

1
En la obra de Martín de Ugalde tantas veces citada, p. 55 y 56, Chillida
insinúa esa distinción entre máquina y herramienta. Al respecto G.
Simmel, en Sobre la aventura, «El asa», p. 111. (Ed. Península, 1988),
escribe:« De la herramienta se ha dicho que no es sino la prolongación de
la mano o de los órganos humanos en general. En efecto: así como para
el alma es la mano un instrumento, también el instrumento es para ella una
mano. Pero el hecho de que el carácter instrumental separe alma y mano,
no impide la íntima unidad con que las inunda el proceso de la vida».
173

agiganta lo necesario para abrirse paso hasta el hierro y


estamparse en él. Tal es «el hombre añadido a las cosas» que
para Bacon constituye la esencia del arte. El estilo, esa impron-
ta del hombre en las cosas, que es para Chillida la obra, con-
voca, como un rito esforzado y fervoroso, el espíritu que late en
el fondo de la materia, despertando en ella diríase que la
conciencia que la identifica y la integra en una jeraquía «natu-
ral», en un orden inscrito en su memoria antigua, cuyo des-
velamiento ha de encantarla de nuevo.

Nada tan contrario al pensamiento de Oteiza para el que,


sin Dios, el hombre no alcanza a ser hombre ni la naturaleza
algo más que un simulacro de sí misma: una naturaleza apócri-
fa, cuya impostura se oculta en la confusión y perplejidad de la
mentirosa verdad que la constituye. El escultor recurre al mito
del Minotauro para ilustrar el feroz encantamiento que, por el
pecado original, sufre el hombre condenado a una naturaleza
que miente lo que es. Dice que el Laberinto de que el hombre
quiere escapar no es tal, sino el Minotauro mismo, es decir: su
encarnadura bestial. Aprisionado en ella, el hombre clama, sin
esperanza ni resignación, por su libertad.

Por tanto la ideología naturalista que exalta el misterio de


la naturaleza y dice advertir su rastro en el poder de la mano,
el respeto al material y el duro trabajo que exige el proceso
creativo, revuelven en su tumba mortal el espíritu de Oteiza. Si
el artista siente vergüenza de su precariedad, si se siente
humillado por ella, si más que odiar a la muerte se odia a sí
mismo por morir, ¿qué arte puede ser ése -si no es contra sí
mismo- que se alimenta de ese efímero estremecimiento del
174

hombre en las cosas que llamamos estilo?. ¿Y qué otra cosa


sino la más sórdida perversión puede complacerse en la exhi-
bición flagrante de un estado tan vejatorio?. Ese «hacer»
esforzado, entre la angustia y el éxtasis, que arrastra el genio
del artista a tumbos por los materiales no es más que una
cobardia y un simulacro. ¿Y qué se puede añadir del tacto si,
como Lucrecio escribió, «el tacto, sí el tacto, ¡oh santos
1
poderes divinos!, es el sentido del cuerpo» ?. Nada menos ( o
sea, menos que nada).

En suma: lo que para Chillida es luz, alumbramiento, y


para Mendiburu la carga de la servidumbre que la naturaleza
ejerce sobre nosotros, para Oteiza es un fraude. La moral como
Saturno es capaz de transformarse y adoptar la identidad que
convenga a la actividad, porque está comprometida, interesada
en la acción y el movimiento. Primero dice: haz; y luego dice
cómo. Inmediatamente se observa que un concepto así consti-
tuido ha nacido para el poder, incluso se diría que es el poder
mismo. Como tal, no reconoce límites para desplegar su
extraordinaria versatilidad en un sinnúmero de acepciones
fundamentales, tan fértiles además y tan saludables que pueden
reproducirse sin agotarse indefinidamente. Así nos la encontra-
mos en la noción de estilo que, a juicio de Gadamer, surgió en
la jurisprudencia francesa para designar la manera de proceder
legalmente, y que desde sus inicios, ya se considere como «idea
general» o «modo de formar» de una época, una comunidad o
un individuo, nos remite a una cuestión de calidad, a las
categorías de «lo bueno y lo malo» que determina ese oráculo
incontestable -pero sospechoso- que es el «reconocimiento

1
Lucrecio, De la Naturaleza, p. 82. (ed. Alma Mater, 1961).
175

general». Pero cuando, con el romanticismo, el canon se


olvida, se desvanecen las diferencias entre estilos mayores y
menores, y la «gran manera» se disipa entre los distintos
acentos personales, el estilo adopta el bonito nombre de perso-
nalidad -aunque sólo se trate de la escoriadura formada insen-
siblemente por el repetido tropezar de la acción con sus
limitaciones-. Entonces es cuando celebramos a Buffon que,
apoyándose sentenciosamente en Heráclito, engendró aquel
1
aforismo inmortal que dice: «el estilo es el hombre» ; y hasta
añadimos, en un momento de suprema arrogancia antropocén-
trica (¡qué remedio!), que «no hay verdad sin estilo, ni estilo sin
verdad».

El artista que siente bajo sus hombros el peso de una


existencia trágica reconoce en el estilo la presencia de la
naturaleza propagándose insidiosamente y lo combate sin
tregua aún en sus manifestaciones más insignificantes, como
las que originan lo que se entiende por manera de ser, carácter,
temperamento....(Alguna vez ha contado Oteiza cómo, en un
período de su juventud, vivió afligido por una rara obsesión que
consistía en acechar su propio comportamiento a la busca y
eliminación de cualquier gesto aprendido, por trivial que fuera,
como encender distraídamente un pitillo, si no lo había decidi-
do previa y conscientemente). Aunque una actitud de esta
1
El precedente de este famoso aforismo lo hallamos en el fragmento 119
de Heráclito que dice: «el ethos es para el hombre su daimon «. Por ethos
se entiende, hábito, índole, modo de ser y en cierta manera, estilo, y por
daimon, genio divino. Sin embargo, Garcia Calvo explica cómo, por
influencia del cristianismo, este genio divino acabó dando en demonio.
Ver Agustín García Calvo, Razón común - Heráclito. ps. 326 y 327 (Ed.
Lucina, 1985).
176

índole parece animada de una voluntad ascética y por tanto


dirigida a obtener los beneficios que rinde la moral del sacrifi-
cio y la mortificación, a menudo persigue mucho más (o sea,
estrictamente lo que dice): destruir el ethos, que para el senti-
miento trágico es la pena impuesta al hacer, el parásito que
engendra en el hombre su genio divino (eufemismo de todas
nuestras limitaciones y finitudes). Entonces, el estilo es el
hombre sólo por la negatividad que expresa y, por consiguien-
te, rechazarlo es la señal del héroe: un no radical a cualquier
restricción y un sí, que por alzar la mirada a una libertad sin
límites, deba aceptarlos todos, padecer todas las finitudes, y
1
-...cuántas veces he de morir? - morir todas las muertes.

Se diría entonces que la escultura debe hacerse, pero


apenas. Si la materia no tiene ningún derecho a empinarse
sobre sí misma para exigir un lugar en la obra de arte, menos lo
tendrá -en nombre del pequeño saber que alberga y del esfuerzo
que exige el forjar, cincelar o tallar- a usurpar el puesto al
combate metafísico que el artista entabla. ¿Cómo se hará la
escultura entonces?. Al fulgor de la idea. Y si para nuestra
desventura no fuera posible, con los materiales más dóciles e
inmediatos como las tizas o los alambres o, finalmente, con la
complicidad de otras manos pistoleras, expertas en «hacer»,
que nos liberen de un comercio interesado con los materiales.

Liberada de la materia y el estilo, libramos a la escultura


de caer en la tentación de la carne y del mundo, que configuran
para Oteiza el pecado de la monumentalidad, que es desmesu-
ra: arrogancia que se exhibe como moralidad y, por tanto,
1
J.Oteiza, o. c , p. 142. Dios amanece con tos esta mañana.
177

demagogia. Tal sería la cualidad de monumento que, después


de olvidar su condición conmemorativa y su función señaliza-
dora, despliega sin pretexto alguno el discurso del poder,
dirigido a un interlocutor abstracto, destilado por la estadística
y las demás ciencias «modernas» del espíritu, al que se han
traspasado todos los derechos, y cuyo contenido es la inacce-
sibilidad que proclaman su masa y su tamaño, el derroche de
esfuerzo y de proporciones. Se dirá que siempre ha sido así y
que, especialmente desde el Barroco, las grandes obras han
desempeñado el papel de la naturaleza. ¡Pero qué diferencia!.
Entonces había causa para la muerte. (Incluso engañados y
sacrificados, nos quedaba el incomprensible consuelo de Isaac:
un fervoroso holocausto). Ahora simplemente se nos aplasta
con la única característica que subsiste del antiguo monumen-
to: el dispendio técnico y material. Y en tales proporciones que
la sombra de una nueva imponencia ha sustituido en sus
funciones a la naturaleza agonizante. Y como a nadie celebra
y a nada sirve, ha descubierto que embriagándose en esa Nada
espectacular su poder resulta inmune a las objeciones de
sentido, en disposición de crecer y ensancharse, con la impu-
nidad que le confiere su mismo despropósito, hasta restablecer,
ahora bajo la advocación de lo público, la sublimidad más in-
comprensible e inesperada, el terror y la dominación más
1
puros.

Consecuente con su enfrentamiento con la naturaleza y

1
Me parece obligada una consideración de esta naturaleza, cuando, en un
año como éste de 1992, se han levantado en nuestro país dos de los
«monumentos» más característicos de nuestro tiempo: la Exposición
Universal de Sevilla y las Olimpíadas de Barcelona
178

los materiales, Oteiza desarrolla un concepto de monumenta-


lidad paradójico, que sólo puede percibirse en el silencio y la
desocupación del espacio que simboliza el crómlech microlí-
tico -«que opera en el espacio receptivo como conciencia
metafísica»-, frente a la ocupación y el ruido del Trilito con el
que, desde la prehistoria, «comienza la actividad formal llama-
1
tiva: el espectáculo» . Esta oposición entre trilito y crómlech,
que simboliza el universo de polaridades enfrentadas que
configuran la personalidad y la escultura de Oteiza, designa
aquí el conflicto o, mejor, la agresión de lo público a lo privado,
del monumento a la estatua, cuya defensa constituye uno de los
temas centrales de su escultura, siempre que por privado no se
entienda individual sino comunitario, y por estatua la «cons-
trucción espiritual pero sin obra de arte», en la que debería
2
desembocar la actividad del artista para dejar de serlo. En otro
caso, la escultura retenida en la materia se desalma como el
Minotauro y queda, como él, condenada a debatirse en su
cuerpo laberíntico indefinida y espectacularmente.
1
Oteiza desarrolló su concepto estético de monumento en los textos de
presentación de sus proyectos arquitectónicos como el «Concurso de
monumento a José Batlle en Montevideo» con el arquitecto R. Puig y en
el titulado «Capilla en el Camino de Santiago» con el arquitecto F. J.
Sáenz de Oiza. Ambos textos están recogidos en el citado libro de
Alfaguara, Oteiza, 33-68., ps. 29 y 34 respectivamente.
2
Oteiza describe con frecuencia un modelo de ciudad en la que las obras
de arte habrían desaparecido por innecesarias, sustituidas por la ciudad
misma. Esta ciudad-estatua no se refiere tanto a la configuración formal
y espacial de la ciudad según criterios artísticos, como a una concepción
de la política fundada estéticamente. Si al pintor de la corte de Urbino se
le confiaba la responsabilidad de comprar los caballos del duque, ¿no
podría gobernar también?. Winckelmann en Historia del arte en la anti-
güedad, p. 109. (ed. Iberia, 1990), se refiere a la alta consideración que los
179

Sin embargo, la idea de naturaleza permanece aferrada a


nuestro «hombre antiguo» por encima de los sentidos, la razón
y el saber. Camus lo escribió: «En la ciudad y a ciertas horas,
sin embargo, ¡Que tentación pasarse al enemigo!, ¡Que tenta-
ción identificarse con esas piedras, confundirse con el universo
1
ardiente e impasible que desafía a la historia y sus agitaciones!».
Y es que, sumergidos en la ignorancia, la locura y el caos de
nuestra propia oscuridad, creemos palpar la carne de la vida
como animales, sentir el lastre de su peso mortal -felices o
desdichados, ¿qué importa?-, hechos del mismo material de los
2
hechos: el rayo, el amor... y la muerte, en el reino de la «ver-
dad» que sólo es presencia absurda y obstinada....

Y más verdad todavía porque se oculta, para permanecer


inmaculada y a salvo, tras infinitas máscaras. La máscara del
poder y la belleza inabarcable que engendra en Chillida la
piedad y la sumisión de los elegidos. La máscara de la im-
postura y el engaño que encienden en Oteiza la rebeldía y el
resentimiento del héroe. Y por fin, la máscara de sí misma, que
sólo oculta lo que exhibe: la degradación y la muerte de todas

artistas disfrutaban en la Grecia clásica: «Socrates llegó a declarar que


sólo consideraba sabios a los artistas, quienes, aunque a veces no lo
parecen, lo son.»
1
A. Camus, Bodas, p. 95. (Ed. Sur, B. Aires, 1958).
2
La terrible pareja que resulta de la unión de estos dos confines de la vida,
simboliza el rostro sublime de la Naturaleza. Su fascinante mirada
hechiza todavía a los espíritus religiosos como el canto de las sirenas, que
relata la Odisea, a los marinos. «Además del amor es quizá la muerte la
única benefactora que hay en este mundo» escribió E. Jünger en Radia-
ciones. Diarios de la segunda guerra mundial. Vol. 1º., p. 260. (Ed. Tus-
quets, 1989).
180

las cosas, y que despierta en Mendiburu la indiferencia del


sabio y la inocencia del niño. Porque si la materia no pareciera
iluminada por el espíritu, ni la verdad engarzada con la false-
dad, la moralidad se mostraría como lo que es: Naturaleza, es
decir, la máscara del poder y de la muerte.

Es precisamente en el punto en el que se descubre la


falsedad de una idea de naturaleza como principio y norma,
donde hay que situar la afirmación de Oteiza según la cual el
arte ha concluido su periplo histórico. Pero nuestro escultor
dice más, porque dice y explica por medio de la Ley de los
cambios que es su propia obra la que pone fin a «la alienación
última, la del arte mismo», cuando en el desarrollo de su
proceso experimental desemboca en el vacío metafísico. Otei-
za sería entonces el último de los artistas en la historia y, en
cuanto que remite el vacío de su escultura al silencio original
del crómlech vasco en el Neolítico, el primero también. El
primero y el último. Todos y cada uno de los artistas que han
sido son Oteiza, en él viven y con él se extinguen, como la parte
1
y el todo del Absoluto que su obra alcanza . Pues, ¿no escribió

1
Una anécdota, que tuvo
lugar en la Galería de los
Uffizi con El niño de la
espina, ilustra esta con-
ciencia. Parece ser que
la escultura le produjo
una fuerte impresión y la
inmediata necesidad de
expresar su entusiasmo
a los amigos que le
acompañaban, explicándoles la maravilla que tenían la oportunidad de
181

Carlyle: «No tengo idea de un hombre verdaderamente grande


1
que no hubiera podido Ser toda clase de hombres»? .Pero no
hay que creer ni descreer al pie de la letra lo que Oteiza dice,
sino lo que proclama cada vez que se arroja sobre sí y sobre
nosotros encarnizadamente. Y lo que su conducta grita y repite
es el fracaso de cualquier proyecto de salvación como el que el
arte significa y la cólera consiguiente de quien se ve obligado
a asumir una vida inesencial y, por tanto, a resignarse a una
2
muerte de pacotilla. «Es preciso ser un dios para morir ».
Es la resignación del ser, precisamente, lo que separa a
Oteiza de Mendiburu, al héroe del sabio, al suicida del indife­
rente. Es la indiferencia la que ha de permitirnos atravesar el
«estado de quiebra existencial» en el que caímos tras la costosa
dimisión de Dios; la que ha de proporcionarnos, tras la renuncia
a una existencia embriagada de infinitos y la «pobreza» -que
dice Benjamin- en que nos deja, otra experiencia por recorrer
3
en la que renovar los antiguos votos de felicidad . Tan preca­
ver, aunque para ello tuviera que tocarla y acariciarla. Como es natural,
se dispararon todas las alarmas alertando a los vigilantes que comparecie­
ron de inmediato. Cuando advirtieron a Oteiza -con el tono desabrido que
acostumbran- que estaba prohibido tocar las obras expuestas, éste, como
una furia, les contestó que nadie podía privarle a él, Jorge Oteiza, de aquel
derecho, porque aquella escultura, por griega que fuera, era obra suya,
había sido hecha con sus manos.
1
Tomas Carlyle, o. c., p. 118.
2
G. Bataille, La experiencia interior, p.79. (Ed. Taurus, 1989).
3
«... ningún lugar ni tiempo pasado son ya habitables. Y la mera
confirmación de lo infinitamente igual es ya sabotaje de la idea misma de
felicidad. Queda el tiempo de esa nueva pobreza, cuyo rostro ilumina otra
vez, desde el juego de los nombres, el experimento de una finitud que no
renuncia a la promesa de felicidad». F. Jarauta, «W. Benjamin: el cerco
182

vidos sobre la irresistible atracción y el ardor fanático que


irradia el perenne destellar de la muerte en el horizonte, como
1
distantes de los «grandes opinadores» que ironizan sobre los
méritos que asisten a la acción para ejercer su supremacía
-aunque la reconocen cabalmente-, y que, sumergidos en la
ilusión de la conciencia y el saber, desempeñan el papel de
espectadores justicieros de la vida, entre guiños de satisfacción
y ademanes desolados.

¡ El indiferente tiene un pacto de centauro con el terror!.


Ni clama por él, ni lo simula ni se le entrega inerme en éxtasis
místico si alguna vez le alcanza; sino que lo cabalga. Siente
-Mendiburu lo sentía- al terror galopando entre las piernas,
corre y juega con él, lo embrida y lo espolea como sólo un niño
sabe.

Con la pérdida de la naturaleza el arte perdió también su


estatuto privilegiado -no es raro que algunos utilicen la devo-
ción que su memoria suscita para peregrinar, desandando la
historia, en busca de sus venerados restos-. La modernidad
pensó sustituirla ventajosamente con la «mirada del niño y el
juego». Así surgió el arte moderno, remontando la vida perso-
nal hasta la infancia, ya no en busca de orígenes sino de
mágico de los nombres» en Walter Benjamin. Tiempo, Lenguaje, Metró-
poli., p.14. (Arteleku. S. Sebastián - 1992).
1
Así es como se autodesignaba Cicerón cuando debía intervenir en un
tema filosófico -«magnus sum opinator»-. Benjamin, cuando se refiere al
maestro del «replegamiento..., que transforma la vida en escritura»,
menciona a «Bucéfalo, «el nuevo abogado», quien sin el gran Alejandro
-es decir, libre del conquistador lanzado hacia adelante-, emprende el
camino del regreso». W. Benjamin, «Franz Kafka» en Angelus Novus, p.
124. (Edhasa, 1971)
183

inocencia. Pues sólo los inocentes saben y pueden jugar, y sólo


los que saben jugar pueden reclamar para sí el papel que la
naturaleza detenta... Pero no éramos inocentes. Entonces asis-
timos al trágico espectáculo que nos ofrecieron los artistas de
las vanguardias históricas, jugando «como si» fueran niños,
para desembarazarse de la culpa que todavía nos agobia,
intentando limpiar su mirada de la muerte que nos la atraviesa.

* * *

Nietzsche escribió sobre las transformaciones del espíri-


tu:

-Os indico las tres transformaciones


del espíritu: la del espíritu en camello, la del
camello en león y la de león en niño.
Muchas cosas pesadas hay para el espí-
ritu fuerte, sufrido y reverente; apetece su
fuerza lo pesado, lo más pesado.
' ¿Qué es pesado?', pregunta el espíritu
sufrido, y se arrodilla cual el camello, ansio-
so de llevar pesada carga.

Mas en pleno desierto tiene lugar la


segunda transformación: la del espíritu en
león ansioso de conquistar libertad y mandar
en su propio desierto.
Va en busca de su amo último, decidido
a enfrentarse con él y su dios último, a luchar
184

por la victoria con el gran dragón.


¿Quién es el gran dragón que el espíritu
ya no quiere reconocer como su amo y dios?
' ¡ Tú debes !', se llama el gran dragón. Pero
el espíritu del león proclama: ' ¡ Yo quiero!'

Hermanos, ¿para qué es menester el


león en el espíritu? ¿Por qué no basta la bestia
sufrida que se resigna sumisa y reverente?

Conquistar libertad, y un santo, ¡no!,


incluso ante el deber. Para esto, hermanos,
hace falta el león.

Mas decid, hermanos, ¿de qué empresa


superior a las fuerzas del león será capaz el
niño?. ¿Por qué tiene que transformarse en
niño el león rapaz?
Es el niño inocencia y olvido, un nuevo
comienzo, un juego, una rueda que echa a
girar espontáneamente, un movimiento ini-
cial, un santo decir ¡sí!
Para el juego de la creación, hermanos,
se requiere un santo decir ¡sí!. El espíritu
quiere hacer ahora su propia voluntad; per-
dido para el mundo se conquista ahora su
1
propio mundo.

1
F. Nietzsche, Así hablaba Zaratustra. «De las Transformaciones»
(cursivas del autor)
Oteiza, Odiseo.
187

EL CABALLERO.

I. Metáforas de la peana.

La escultura que se sustenta sobre una idea de la Natura-


leza, no es un fruto más, entre tantos, sino un miembro
legendario de su estirpe. Si pudiéramos imaginar una Anuncia-
ción para la Tierra, redentora del tiempo y la muerte que
contienen, proclamaríamos la Escultura: jardín morganático,
pródigo y prodigio de la Naturaleza, hijo piadoso, feroz o
indiferente que ilumina, destruye o ignora su linaje; natural o
desnaturalizado -este es, sin duda, el caso-. Así que lo primero
que una escultura como la vasca tiene que arreglar, o desarre-
glar, es su relación con el suelo, asunto éste que nos conduce al
problema de las peanas, un lugar tenido por secundario, donde,
sin embargo, se debate lo principal: la comprometida genealo-
gía de la estatua.

Hay una sentencia popular que, ironizando sobre el


prestigio que se obtiene por las apariencias, denuncia el engaño
que supone «tomar al santo por la peana». En ella se recogen
muchas de las ambigüedades que enturbian este tema. De la
que el mencionado refrán quiere prevenirnos en primer lugar y
188

la más patente de todas, es la del que utiliza la peana como


mediador social, distancia psicológica a la que elevarse para
obtener «ascendencia» -poder de naturaleza- sobre los demás.
Para el santo demagógico que la ocupa, la peana es la tierra
madre, la patria cuyo engrandecimiento ha de procurarle las
devociones que desea. Así que, si hay santos (que los hay, o al
menos, beatos) que son tomados pertinazmente por sus pedes-
tales con celestial provecho, no tendríamos que extrañarnos de
la existencia de esculturas deseosas de encaramarse como el
actor al «tablado de la antigua farsa».
Pero dejemos por ahora el frenesí exhibicionista en el que
con tanta frecuencia se fraguan santidades y bellezas, y vayamos
al encuentro de la escultura de Oteiza, quien dice que la peana
la retiene tan sólo para nosotros, contra su voluntad y contra
natura, porque es ingrávida y volátil pasajera del cielo.

Ciertamente, en tanto que la escultura de Oteiza carece


de entidad física, no es fácil que asuma una genealogía que no
le corresponde -como si la tierra pudiera arrogarse derechos
sobre el cielo-. Si su escultura no nace de la tierra y ni la
consuma ni la simboliza sino en cuanto que le es hostil, la única
función terrenal que puede desempeñar es la de salvarnos de la
fugacidad que el tiempo y la muerte representan. Y, para ello,
más que emerger del suelo como el fruto plenario de la
naturaleza (no podría admitirse tamaña violencia), desciende
189

sobre ella, «aterriza», para salvarnos de su servidumbre. El


crómlech neolítico, pues, no designa un territorio específico
que deba ser protegido, sino que protege al hombre del territo­
rio, cualquiera que sea; no forma parte de ningún lugar, sino
que nos libera de todos. «Lo que estéticamente hace <la
estatua> como desocupación del espacio, como libertad, tras­
1
ciende como un sitio fuera de la muerte » .

Desde esta
actitud, sólo al al­
cance de la intui­
ción intelectual, la
polémica con el
padre Altuna sobre
la naturaleza del
crómlech parte de
un malentendido
Cromlech
penoso. Lo que
para el científico y
sacerdote son «monumentos funerarios de la Edad de Bronce
o de Hierro que protegen enterramientos e incineraciones», es
decir, tumbas, para la conciencia metafísica del hombre trágico
son «almarios», es decir, «espacios sagrados, simbólicamente
vacíos, estéticamente, religiosamente, políticamente...». De
modo que, cuando el padre Altuna excava en el interior de los
crómlechs, y halla en ellos huesos y cenizas, y los muestra en
prueba de sus hipótesis..., el escultor, a punto de perder la
paciencia, enumera las razones que podrían exhibirse simé-

1
J. Oteiza, «Propósito experimental, 1956-57» en Oteiza, 1933, 68., p. 15.
(Ed. Alfaguara, 1967) (cursivas del autor).
190

tricamente en apoyo de sus enunciados. Lo hace con la desgana


y la irritación de quien se ve obligado a descender a una arena
indigna para defender lo que es evidente por sí mismo, sin otro
resultado que el de inferir un daño a la «verdad», a la que, como
el padre Altuna debe ser el primero en saber -por otras y obvias
razones-, nada hace tan frágil ni humilla tanto como el que
deba someterse a un proceso de verificación científica. Y
sentencia para terminar con la impertinente disputa: «Pues
bien, que analicen las cenizas que han encontrado en los
crómlechs neolíticos, como dice Altuna. Que las analicen y
verán que son restos de centauro». Resulta imposible no evocar
aquí las palabras de Unamuno:

«Y hay también el método de la pasión,


que es la arbitrariedad, a la cual no hay que
confundirla con el capricho, como con fre-
cuencia ocurre. Una cosa es ser caprichoso, y
otra, muy distinta, ser arbitrario.
La arbitrariedad, la afirmación cortan-
te porque sí, porque lo quiero, porque lo
necesito, la creación de nuestra verdad vital
-verdad es lo que nos hace vivir-, es el método
de la pasión. La pasión afirma, y la prueba de
su afirmación estriba en la fuerza con que es
1
afirmada. No necesita otras pruebas».

En puridad, la escultura de Oteiza, en tanto que espacio


metafísico, es intraducibie al espacio físico, lo que significa
que no puede describirse por sus dimensiones. No hay, en
1
De nuevo Unamuno, tan parecido en ciertos aspectos a Oteiza, viene a
corroborar las actitudes de éste. «Fue Lord Tennyson -continúa diciendo-
en El antiguo sabio, el que dijo eso que, puesto en castellano -lengua en
191

consecuencia, po­
sibilidad de distin­
guir en ella la de­
recha de la iz­
quierda, el delante
del detrás o el arri­
ba del abajo. Impo­
sible, por tanto,
Oteiza imaginarles una
Par espacial ingrávido (par móvil) (1956).
peana. Sus obras
catalogadas, ex­
puestas o vendidas, o son aproximaciones, formas avanzando
hacia la escultura, testimonios del proceso experimental que
concluye en un vacío último, espiritualidad absoluta que se
precipita en la Nada en busca de su misma esencialidad, o, en
otros casos, aplicaciones desprendidas de aquella estatua única
e indescriptible, que adoptan pasajaremente -y no sin cierta
repugnancia- materia y lugar, tiempo y espacio, para servir al
1
hombre «que tiene que vivir y que no sabe».

Sólo entonces, «curadora del tiempo y de la muerte», la

que debió haberse dicho primero tal cosa- dice: 'Nada digno de ser
probado puede probarse / ni desaprobarse, y, por lo tanto, sé prudente y,
/ ateniéndote siempre a la parte más soleada de la duda, / agárrate a la fe
más allá de las formas de la fe!'», o. c., p.189.
1
J. Oteiza, «Ideología y técnica desde una Ley de los Cambios en el Arte»
en Oteiza 1933, 68, p. 41. (Ed. Alfaguara, 1967).
En Interpretación Estética de la Estatuaria Megalítica Americana
escribe Oteiza refiriéndose a la escultura: «El supremo y único objeto
metafísico del artista queda determinado por la necesidad absoluta del
hombre en vencer a la muerte...».
192

escultura podrá ser exhibida e,


incluso, subirse a una peana
para dejarse ver, como la bíbli-
ca Serpiente de Bronce que le-
vantó Moisés a fin de sanar al
pueblo judío de los tormentos y
la muerte que le infligían las
«serpientes abrasadoras»,
cumpliendo la orden del Señor
que dijo: «Haz serpiente de
bronce y ponía en alto para se-
ñal, quienquiera que siendo
mordido la mirare, vivirá». Oteiza
1 Estela señalando la proximidad
Números (XXI, 8). de Lemoniz (1973).

Pero, si así puede ser en


relación con los demás, en lo
que al mismo Oteiza se refiere la escultura es la manifestación
de un proceso interior, íntimo, a través del cual se forma
estéticamente la conciencia del artista. La escultura es, por
tanto, la «cuna del hombre nuevo», el lugar sobre el que éste se
asienta y se levanta. ¿Podría decirse que su peana?. En todo
caso, una peana que no cumple funciones de mediación social,
sino metafísicas, destinada a servir al hombre que necesita
absolutamente «situarse en el más allá, en lo Absoluto, en

1
Según los comentaristas más antiguos de la Biblia, esta serpiente,
además de ser muy grande, debió de ser levantada sobre un varal o
columna de gran altura para que pudiera ser vista desde todos los puntos
del campamento israelita que ocupaba dos leguas a la redonda.
193

1
Dios.» . Esa escul­
tura, conforme se
desocupa de la ma­
teria, el tiempo y el
espacio físico -Na­
turaleza vaciándo­
se de la muerte-,
constituye el em­
brión que engendra
Oteiza
y alimenta a la cria­ Friso de los apóstoles. Aránzazu (1952-61)

tura inmortal que ha


de levantarse, fi­
nalmente, sobre los
despojos de la
muerte muerta. «El
arte muere porque
ha muerto siempre.
Porque siempre
tiene que morir,
porque el Arte es...- Oteiza en Alzuza
teoría de inmorta­ entre sus esculturas
2
lidad para alguien que tiene que vivir y que no sabe».

He aquí, por fin, a Oteiza convertido a su vez en estatua

1
J. Oteiza, «Conceptos generales para una interpretación estética» en
Oteiza. Propósito Experimental p. 220 (Ed. Fundación Caja de Pensiones,
1988).
2
J. Oteiza. Oteiza - 1933, 68., p.41. (Ed. Alfaguara, 1967). Hay un aspecto
de la relación de Oteiza con sus esculturas que suscita un cierto estupor
por el menosprecio y la indiferencia con que el artista parece tratar su
194

1
«Tomo el nombre de lo que acaba de morir» -, empinándose
sobre su peana metafísica en espera de la inmortalidad. Abierto
en canal y desentrañado, como uno de sus Apóstoles de Arán-
zazu, atendiendo anhelante, en la altura, el momento inminente
en que el espacio infinito, desplomándose sobre sus espaldas,
sepulte toda su agitación en la bóveda del cielo. «Izarra» (la
2
estrella), donde el centauro Quirón se enciende con la muerte ,
es el signo de la superación mística de la existencia. Como

propia obra. Podría citar numerosos ejemplos de esta actitud que suele
resultar incomprensible para quienes no están familiarizados con la
función que el artista otorga a la escultura. «Las cajas vacías -murmuraba
un día- son latas vacías de cuyo contenido me he alimentado; restos. Las
odio...».
1
J. Oteiza., o. c., p.15. La desocupación de la estatua y su conclusión en
un espacio vacío, de protección, señala para Oteiza el instante crucial de
la creación artística, en virtud del cual el hombre ocupa el lugar de la
estatua, la sustituye, haciéndose cargo de su estatuto inmortal. Como el
centauro Quirón, la obra de arte muere después de ceder al artista su
inmortalidad. En «El origen de la tragedia», Nietzsche escribió: «El
hombre no es ya un artista, es él mismo una obra de arte». En Obras in-
mortales , t. I, p. 487. (ed. Teorema, 1985). E. A. Poe relata en El retrato
oval la situación inversa: el terrible caso de «una doncella de extraordi-
naria belleza y tan amable como llena de alegría» que accedió a servir de
modelo para un retrato tan perfecto que paulatinamente fue despojándola
de la vida para apropiársela.
2
La muerte, dice Oteiza, es un invento de nuestra cultura. Un descubri-
miento tardío. Para los preindoeuropeos la muerte no existía. Morir sólo
significaba cambiar de lugar, situarse en el espacio celeste. En la memoria
que acompañaba al proyecto para un cementerio en Ametzagaña el
escultor escribió: «En reciente exploración de nuestro arranque cultural
preindoeuropeo parece definirse un mito de metamorfosis de la muerte
que hasta lingüísticamente encuentra apoyo. La raíz preindoeuropea ARR,
nada, utilizada como arro, «hueco», «concavidad», alude en nuestro
195

Heráclito, el escultor añora el hombre que al morir enciende a


1
sí mismo una luz en la noche .
El sentimiento de superioridad que el héroe disfruta es de
naturaleza religiosa y está originado por la conciencia de su
participación en una vida superior, necesaria y rigurosamente
ordenada. La radical negativa a aceptar su propia contingencia
le otorga una libertad deslumbrante y el poder del «no» para
destruir estrepitosamente, en nombre de lo sagrado, cuanto -
efímero y mudable- podemos alcanzar. ¡Construyamos para la
eternidad!, ese es su lema. Y es que para el escultor, igual que
2
para Unamuno, «Lo que no es eterno tampoco es real».

En el caso de Oteiza, el deseo de preservar la certidumbre


y permanencia de lo que estima fundamental ha inspirado
alguna de sus ideas más conocidas. El fin del arte en el vacío

matriarcalismo original al gran hueco=madre del cielo en el que las


estrellas funcionarían religiosamente como los fuegos en la puerta terre-
nal de los hogares y santuarios y así expresados y convertidos sobre la
muerte y llenos para siempre de luz en las noches.
Comprobamos semánticamente en la familia con el sonema ARRO, que
estrella es izarra, itz (ser)-ARR, ser en el gran Hueco del cielo». Ver en
Oteiza, esteta y mitologizador vasco, p. 302 y 303. (Ed. C. de Ahorros
Municipal de San Sebastián, 1986).
Así es, precisamete, como describe Oteiza la muerte del centauro
Quirón: «(y en su noche / acostado / el caballo ya se ha) / en su tumba láctea
encendido «. «Centauro Quirón» en Existe Dios al Noroeste., p. 156 (Ed.
Pamiela, 1990) (cursivas del autor)
1
Heráclito. «El hombre enciende a sí mismo, una luz en la noche, cuando
al morir apaga su vista;...» DK, B 26., v. Rodolfo Mondolfo. (Ed. Siglo
XXI, 1971). (El autor se ha tomado la licencia de las cursivas).
2
Unamuno, «Del sentimiento trágico de la vida», en Obras completas, t.
VII. p. 132. (Ed. Escelicer, 1967).
196

metafísico no es la consecuencia lógica de un proceso experi-


mental, por lo mismo que la Ley de los Cambios no es una ley
científica (aunque a veces así se nos presente), sino mucho
más. Es un «mandato» que nos ordena devolver el arte al vacío
de sus orígenes para restaurarlo en lo duradero, denunciando,
de paso, la ligereza estúpida o criminal de cuantos se ejercitan
en el imperdonable talento de estar siempre «a la altura de las
circunstancias» a mayor gloria de un arte en continua zozobra.
De igual manera el lenguaje. Los esfuerzos que el escultor
realiza estos últimos años, investigando desde una perspectiva
estética en las raíces del euskera preindoeuropeo, no tienen
otro objeto que restablecer en el idioma el espíritu genuino de
las cosas, su «verdad», que la primera mirada del hombre vasco
atrapó y depositó en las palabras. Un «visionario», pues, que no
un diccionario -ya que en los orígenes la palabra nace de la
mirada-, que libere el lenguaje de la moda, de la necesidad
efímera y de los intereses que se enfrentan en el campo de
batalla de diccionarios y academias; y que, de nuevo, ilumine
las palabras y su significado desde dentro, con la misma,
inaccesible e inquebrantable emoción que las hizo nacer.

«Los intentos de captar lo Inmutable


en el flujo de los cambios se extienden de
manera natural al propio lenguaje. De ahí la
añoranza de un paraíso lingüístico perdido,
la tentación de redescubrir, tras la variedad
de los idiomas vernaculares, accidentales, el
lenguaje por excelencia, la lengua original
que precedió a Babel. Encontramos en mu-
chas civilizaciones evidencia de una creen-
cia nostálgica en un parentesco intrínseco,
esencial entre palabra y significado y de una
interminable búsqueda del 'verdadero' sig-
197

niñeado y el verdadero lenguaje hablado al


1
principio de los tiempos.»

Lo característico de esta obsesión religiosa consistente


en dotarnos de valores superiores (perdurables), cuya auten-
ticidad debe ser probada permaneciendo a salvo de cualquier
experiencia, es la de despreciar sus cualidades morales. Es
decir, que tanto da el milagro que el crimen (el maestro Eckhart
lo sabía), con tal que nos permitan llegar al fondo y tocar el
suelo firme de lo verdadero. ¿Será, sin embargo, la voz inaudita
de la naturaleza la que nos susurra que ese suelo firme se
encuentra en el territorio de la traición, de la desgracia y el
fracaso?. Andreiev, en su cuento Las tinieblas, nos relata cómo
Alejo, un joven narodnik perseguido por la policía, descubre
la «verdad» al entregar su pureza y traicionar sus ideales
revolucionarios en los brazos de una prostituta: «Cogió entre
sus manos su cabeza pesada y, mirando alrededor como un lobo
2
perseguido por los perros, pensó: ¡ Sí, hela aquí la verdad! .» ...
Toda la cultura de la culpa y la expiación parecen dirigidas a
mantener al hombre en un estado de insatisfacción permanente,
a conservarle en el temor y la angustia, en la sumisión y la
negación constantes de sí mismos. Así no es de extrañar que, a
veces, la «añoranza del mal» comparezca como el sentimiento
de una verdadera patria para el hombre, como el paraíso pro-
hibido de su reconciliación . ¿Por qué, si no, parece que los
pensamientos más sombríos son los que más alumbran?. ¿Es
que, como la Biblia enseña, Dios protege con la desdicha el

1
L. Kolakowski, Si Dios no existe..., p. 182. (Ed. Tecnos, 1988).
2
L. Andreiev, Las Tinieblas y otros cuentos, p. 41. (Ed. Espasa-Calpe,
Austral, 1958)(cursivas del autor).
198

rostro de lo sagrado y prueba sin piedad a quienes elige?.


Efectivamente, contesta Max Scheler: «Dios castiga precisa-
mente a los que ama, y no los castiga porque lo merezcan sino
1
para sacar su ser purificado del tumulto de lo terrenal» ... Pero,
«¿acaso crees aún que hay dioses?», pregunta Demóstenes.
«Yo sí», contesta Nicias. «¿Y en qué te fundas?». «En que soy
2
aborrecido por ellos». Tal parece suceder a Oteiza.

Pero Oteiza es el verdugo y la víctima de su propia


desgracia. Culpable del soberbio pecado de haber planeado la
llegada de la Gracia, de haber tendido trampas para cazar a un
Dios fugitivo, que si se le acecha -como el propio escultor ha
tenido ocasión de constatar y lamentar-, huye y se esconde en
el Noroeste:

«he estado contigo equivocado / bus-


cándote / como un bacalao en línea recta
sufriendo / graves riesgos hasta Terranova
hasta el origen te he buscado / y aún he
osado llegar más allá / pues he sido muchos
años escultor / para identificarme contigo y
que me oirías

me has tenido una edad entera / comiendo


todo el día hojas de los árboles / y arrastrán-
dome otra edad entera en los pantanos / con
mi fuerte dentadura para nada / tendrás que
1
Max Scheler, El sentido del sufrimiento, p. 62. (Ed y lb. Goncourt,
1979).
2
Aristófanes, Los Caballeros, p.11. (Ed. Prometeo, Valencia, s/f).
199

explicarme por qué estoy ahora aquí / peri-


frástico de trampas asomado / de palabras
para nada
pero esta vez me oirás / me he vestido
de ciclista / subiré a la cumbre más alta / y
1
gritaré

Desde lo más alto de su cumbre Oteiza grita su destino


trágico. En el proceso de reducción, de vaciamiento, que nos
muestra su escultura parecen recogerse los sucesivos y radica-
les «no» que el artista ha debido proferir para aligerarse en su
ascensión a la peana. No a la naturaleza, no al arte, no al
2
hombre -ese «pedazo de inmunda deformidad»- ... No a cual-
quier pretensión de realidad que no se resuelva en el arr, el gran
hueco interior, el abismo insondable del alma, desde donde el
escultor, como Angelus Silesius, invoca gritando el abismo de
Dios: «decidme, ¿cuál es más profundo?»... ¡Sólo que, ahora,
ese abismo, olvidado de Dios, se muestra como el abismo de
la muerte!.

Es entonces cuando comparece la tragedia, «...el duelo


del artista que, antes de sucumbir, grita de espanto» (Baudelai-
re). La personalidad trágica se engendra en el debate continua-

1
J. Oteiza, «(este escrito sobre la impotencia)», o. c., p. 116 y ss. (cursivas
del autor).
«El grito está en el comienzo de la vida del hombre en la tierra. El grito
de caza, de guerra, de amor, de terror, de alegría, de dolor, de muerte»...
«La evocación al grito es la música originaria de los humanos». E.
Severino, El parricidio fallido, p. 55 y 56. (Ed. Destino, 1991).
2
Pertenece al diálogo entre lady Ana y el duque de Gloucester de Ricardo
III (acto I, escena 3º)de W. Shakespeare.
200

do con la muerte.
Un estertor inter-
minable y tan terri-
ble como que es, al
mismo tiempo, fí-
sico y espiritual.
Agonía y condena-
ción . La aniquila-
ción total, absolu-
Oteiza. Hombre creado
ta, resulta ser el fe- (homenaje a Lehmbruck) (1966)

roz sustituto de la
unión mística.

¿Qué o quién podrá ofrecer un mínimo consuelo al


espíritu que muere , «relajado al brazo secular» de la Natura-
leza?. En el vértigo de ese continuado morir brota una rabia
inmensa -«la rabia contra el mundo con la cual parece cerrarse
1
el milenio» -, un insaciable instinto destructor, una voz que se
levanta en el espacio a-negado, en la espantosa oquedad de la
Nada, para gritar todavía un «no» interminable, que se revuelve
sobre sí mismo, febril, en busca de su objeto. He aquí la furia
satánica que Benjamin reconoce en quienes, habiéndose eleva-
do hasta la absoluta espiritualidad, son abandonados, arbitra-
2
riamente , a lo perecedero ; el destino de los hijos de Caín al
que Baudelaire se refiere en unos versos proféticos:

1
Blumenberg, o. c., p. 118.
2
W. Benjamin, El origen del drama barroco alemán, p. 227 y 228. (Ed.
Taurus, 1990).
201

«¡Raza de Caín, sube al cielo y


1
arroja a Dios sobre la tierra!»

Pero ésta es una situación delicada y difícil de mantener,


¿quién creería hoy en la renuncia ascética de Simeón el esti-
lita!. A tal altura, y a la vista de una pasión semejante, nuestros
ojos de espectadores de pago, por un instante asombrados, sólo
aceptarán lo inesperado, porque «no se puede negar el mundo
2
sin destruirlo o matarse» . Es decir, que hay que saltar: ascen-
der a los cielos en místico arrebato como Elías o precipitarse
desde la altura en plena desesperación metafísica.

Por más que la idea de morir se abre como señal de lo


pasajero, como razón de la eterna mudabilidad y la imparable
fluidez que amenaza arrumbar hasta el último vestigio de
seguridad y certeza, todos, y en primer lugar el espectador,
guardián del espectáculo y la decencia pública, parecen coin-
cidir en que la muerte que conviene al héroe y a la representa-
ción es el suicidio... Una idea consoladora y oportuna además,
porque, como Schopenhauer escribió, ésta es la negación que
proclama el absurdo de que somos víctimas: «Todo el que se
mata quiere a la vida; sólo se queja de las condiciones en que
se le ofrece... Precisamente cesa de vivir porque no puede cesar
de querer, y suprimiendo en él el fenómeno de la vida es como
3
afirma su deseo de vivir». Lo mismo que sostiene Benjamin,
recordando a Baudelaire en el artículo antes citado: «Lo
3
Ch. Baudelaire, «Abel y Caín» en «Rebelión». De Lasfloresdel mal, p.161.
(Ed. Visor, 1982).
2
J.P. Sartre, San Genet comediante y mártir, p.377. (Ed. Losada, 1967).
3
Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte, -La moral III, p. 171
y 172. (ed. Edaf, 1984).
202

moderno tiene que estar en el signo del suicidio, sello de una


voluntad heroica que no concede nada a la actitud que le es
hostil. Este suicidio no es renuncia sino pasión heroica».
Además, ¿no dijo Plinio que el poder de cometer suicidio es una
1
prueba de la superioridad del hombre sobre Dios? . Como
puede verse, no hay alternativa... Quizá ni siquiera nos reste
otra posibilidad para cometer un acto verdadero... (Al menos,
retengamos ese derecho sobre la muerte en interés de una moral
futura). Pero, «no hay que morir como un suicida -protesta
Oteiza- hay que vivir como un suicida . El que se suicida
2
realmente, no es un verdadero suicida» .
Y es que ante la proximidad de la propia muerte el
universo entero se vacía y oscurece. En 1960, un periódico
uruguayo interrogó a Oteiza sobre su manera preferida de
morir(¡!). El escultor repuso: «La verdad es que no me
1
David Hume, Sobre el suicidio y otros ensayos. , p. 134. ( Alianza
Editorial, 1988).
2
Como siempre, el pensamiento paradójico de Oteiza, descubre más cosas
que las que maliciosamente pensamos que pretende ocultar. En este caso
insinúa, en el mismo sentido que Schopenhauer, lo que el suicidio tiene
de voluntad última y recurso radical de reconciliación con la vida. E.
Morin en El hombre y la muerte, p. 59 (Ed. du Seuil, París, 1970) escribe:
«El suicidio, ruptura suprema, es la reconciliación suprema, desesperada,
con el mundo.». Por el contrario, "vivir como un suicida" es la fórmula
que describe el sentimiento de vivir para una personalidad trágica. Se trata
de una forma de vivir enconada en el terror. Retener la vida un instante
-como si pudiéramos despojar a la existencia de su ruina- combatiendo sin
esperanza al borde del desastre y maldecir. Para ello es necesario poseer
un "ojo apocalíptico" que vea el mal (la traición, el fracaso, la estupidez,
la mentira..., la muerte) en pleno ejercicio de su irresistible poder,
aludiéndonos.
203

1
disgustaría...ser fusilado.» Entonces descubrimos, a la sombra
del genio de la pasión, el duende del teatro. Me refiero a la
presencia, en su personalidad radicalmente escindida, de otro
yo positivo y sentimental, irónico y malicioso antagonista de sí
mismo, que cuando se divisa solemnemente encaramado en la
peana, se burla, derrama una sonrisa escéptica sobre sus
tormentos mayores, bromea con las imágenes de lo sagrado y
hasta llora -sin pudor-, tibia y engañosamente, sobre su carnal
desconsuelo. Se trata de una conciencia enemiga, cuya maligna
propiedad es la de descubrir el placer contumaz que la vida
proporciona; en suma, la de socavar los instantes de stasis con
un guiño de complicidad inaceptable, sellar todos lo abismos
de desolación, por insondables que sean, con el estigma de lo
inauténtico y lo fingido. «Entonces se coaguló en el estupor y
se preguntaba vagamente qué Dios de ira, no contento con
haberlo condenado a muerte, lo obligaba a morir en la insin-
2
ceridad».

Humillado por esa conciencia, el héroe dramatiza. Simula


-como Pascal recomendaba- desdichas y fracasos desmesura-

1
Se trata de una entrevista publicada en el diario El País de Montevideo
y que se transcribe en el libro de Pelay Orozco, Oteiza, su vida, su obra,
su pensamiento, su palabra, p. 447 a 450. (Ed. La gran enciclopedia vasca,
1978).
2
J. P, Sartre, o. c , p.379. Para Sartre, como para cualquier otro moralista,
«el hombre se define por la acción». El arte, en cuanto sustituto de la
acción, es, por tanto, señal de la corrupción de ese hombre-agente, y el
artista, un individuo que interioriza su impotencia convirtiéndose en
actor, sin otra misión que la de expandir la corrupción que el arte significa.
«Su propósito -dice- es transformar al hombre honrado en esteta: ¿hay un
desquite más bello contra el espíritu de seriedad?». Y más adelante añade:
204

dos con la esperanza de causarlos, pero inútilmente. Provoca


los acontecimientos hasta la exasperación con el propósito de
abolir, en la tensión que alcanzan, la indigna duplicidad en que
se ve obligado a vivir; pero los acontecimientos le niegan la
virulencia que les reclama.
Ahora la peana descubre lo que es: la estricta subjetivi-
dad -«nada es trágico para el animal que no cae en la trampa
1
del yo » - en la que el escultor, que ha roto abruptamente el
contacto con sus «iguales», agoniza como un Robinsón fabu-
loso en su isla deshabitada; en la soledad y desamparo de una
altura en la que no cabe nadie más; detestándose a sí mismo y,
por tanto, despreciando a quienes le admiran y disimulando la
perplejidad y la desconfianza que le suscitan quienes le aman.
Quedan algunos instantes, raros, de felicidad, perdidos entre
horas de melancolía, de humor amargo y de resentimiento...

-«¡Un desgraciado! (se dice a sí mismo sin la menor


complacencia). Pero, ¡ qué imbécil puede pretender otra cosa!.»
Otra vez ese ardor que se resiste a la reconciliación y que
nos hace sentir la presencia del héroe. Porque ¿de dónde surge
esa pasión inagotable, esa energía siempre renovada?. ¿Qué
fuerza y qué poder se esconden tras ese «no» que le aferra a su
desconsuelo y renace cada día sobreviviendo a la mentira, al

«Para Genet la Belleza será el arma ofensiva que le permitirá derrotar a


los justos en su propio terreno, el del valor»., o . c., p.410.
Oteiza parece representar este modelo de artista cuando proclama que
hay que transformar el mundo partiendo de planteamientos estéticos y
cuando se define a sí mismo como un conspirador .
1
G. Bataille, La experiencia interior., p. 81. (Ed. Taurus, 1989).
205

humor y al llanto?. De nuevo Sartre, refiriéndose a Genet, nos


proporciona la respuesta : «ese «no» le aseguraba la inmorta-
lidad: su alma, separada de su cuerpo, no sería sino un no
1
inmortal».

Por el contrario, la escultura de Chillida vive obsesionada


por resolver sus relaciones con el suelo, hasta el punto que el
vínculo y la comunicación que mantiene con él la constituye.
Se diría que sus obras son el fruto y el portavoz de una fertilidad
portentosa, a través de la cual la Naturaleza proclama su poder
inagotable. Pues bien, ese a través constitutivo es la peana y,
en ella, donde progresivamente se reúnen y esclarecen algunos
de los enigmas que alimentan el trabajo del escultor.

Aunque lo habitual es agrupar la obra de Chillida, crono-


lógicamente, en torno a los materiales que utiliza, el examen de
alguna de sus líneas morfológicas ha de permitirnos conocer
2
ciertas vicisitudes de aquella relación fundamental . Para ello
procederé como Chillida, empezando por el final y «por
encima» del suelo; en el lugar donde comienza y termina
-paradójicamente- una aventura vertical de treinta años. Me
refiero al Torso de yeso de 1948.
1
J. P. Sartre, o. c., p.378.
2
Existe una sencilla -acaso demasiado sencilla- aproximación a la obra de
Chillida que, de acuerdo con el inmanentismo del artista, la considera
principalmente desde sus relaciones con lo vertical y lo horizontal, que al
mismo tiempo que simbolizan actitudes e inclinaciones espirituales y
206

Digo «paradójicamente», porque Chillida nos ha conta-


do que la escultura por la que le reconocemos nació de una
crisis sufrida en París el año 1950, de la que el artista emergió
renovado al Ilarik de 1951, como si el hundimiento de un
universo ideal de resonancias clásicas que parece inspirar sus
primeras esculturas le hubiera permitido descubrir, igual que a
un naufrago, el valor de la tierra firme, la misma tierra, además,
1
que había formado su entraña histórica. El resultado de este
reencuentro del hijo pródigo con sus raíces es el de una
escultura radicalmente comprometida con la Naturaleza, en-

materiales respectivamente, indican las dos dimensiones del plano. A


partir de ese planteamiento, sin embargo, es como se debería acceder al
tema de la tercera dimensión, la profundidad espacial, obsesivamente
designada por el escultor en gran número de obras, y que constituye, a mi
juicio, uno de sus mayores problemas.
1
Chillida se ha referido en numerosas ocasiones a aquella crisis de París
a la que atribuye una importancia capital para su vida artística: «-¿Qué
obra te redimió, qué obra te sacó de esta crisis?», le pregunta Martín de
Ugalde (o. c , p. 82 y 83), «-Pues esa estela en hierro, Ilarriak, contesta.
«-Las raíces... -Sí, esa chamarta que me lanzaron mis antepasados para
que me agarrase a algo que me condujese hacia la luz... Esta estela surgió
con una violencia, con una fuerza... fue el fruto de toda aquella lucha
interior donde uno se busca a menudo, y conseguí eso, pasar al otro lado
de ese río en el yo estaba naufragando. Era una estela de mi pueblo... ».
Y más adelante describe precisamente el momento y lugar de su salida de
la crisis y su significación: «-Naciste artísticamente en Hernani, entonces.
-Sí, donde nació Ilarriak, esta estela de hierro, en el taller de un herrero,
Manuel Illarramendi, durante el verano de 1951». Un accidente desgra-
ciado que destruyó en el transporte a San Sebastián la mayoría de las obras
que el artista había realizado en París, refuerza la sensación de renaci-
miento misterioso -por no decir providencial- que adorna esta crisis.
207

carnada y, por tanto, formada en el sufrimiento

Para ello es preciso la agonía de la materia desnuda: la


oscuridad y la energía que hace presentir el hierro en grandes
formatos debatiéndose en lucha con la fuerza capaz de mover-
lo. El escultor titula Modulación del espacio a las obras más
encarnizadas en ese combate -aunque el espacio apenas parti-
cipe como espectador en el doloroso espasmo que recorre el
material-. Estas es-
culturas que por el
terrible esfuerzo y
la agitación que
muestran han per-
manecido unidas en
mi memoria a la
imagen del Lao-
conte y sus hijos en
Chillida. Modulación del espacio - I (1963)
su terrible trance,
nos descubren un
rasgo de la personalidad del escultor, que aparece ya en Ilarik,
y acompaña el desarrollo de su obra como uno de sus más
destacados signos de identidad. Quiero aludir a lo que de
gravedad y ligereza, al mismo tiempo, de afectación y espon-
taneidad, de difícil facilidad, resulta de las contrapuestas

1
En el libro de Martín de Ugalde, p. 135, Chillida, apostillando una
consideración del autor que refiriéndose al papel del artista en la obra dice:
«Este proceso, es doloroso.», añade: «Vamos a decir, agónico; a la
manera en que lo entendía nuestro compatriota Unamuno, el vasco que
está conmigo, y a veces contra mí, tantas veces; una agonía es una especie
de punto álgido de un combate en el punto más alto de los peligros.»
208

sensaciones que producen, de


una parte, el dibujo del hierro
en su recorrido por el espacio
que parece responder a un re­
pentino gesto de la mano, y de
otra, el tiempo y el esfuerzo que
evidentemente ha debido apli­
carse para que, a golpes de mazo
o de martillo pilón, el material
haya cedido en su resistencia y
adoptado semejante forma.
Ambas sensaciones, sin embar­
go, están buscadas y ofrecidas
de propósito. No hay ambigüe­ Chillida
Peine del viento XVI (1990)
dad alguna en su presencia si­
multánea. Juntas indican «maestría», el poder del artista que la
materia -el hierro en este caso- reconoce, rescatándose de la
violencia que sufre en la belleza y esplendor que alcanza. Todas
las declaraciones que Chillida profiere de respeto al material y
sus protestas de sometimiento respetuoso a sus exigencias, son
fórmulas de cortesía que reflejan la distancia y la autoridad
-autoridad moral- que el artista requiere sobre él. Al contrario
que en el caso de Mendiburu, en aquél, el escultor es la patria
de la materia.

Pero hay algo de incompleto en el infausto acontecimien­


to que esta escultura representa. Me refiero a que el estreme­
cimiento que su forma expresa, hace notar, sobre un suelo ajeno
a su padecer, la separación y desgajamiento de la fuente que lo
origina. El hierro atormentado que serpentea en el aire reclama
209

el lugar de donde brota su energía y su pasión. En este sentido,


todas las Modulación del espacio son monumentos en busca de
su territorio, al que la peana futura simboliza o en la que
encuentra un asiento provisorio.

Surgen así, en los años 70, las Estelas. En ellas, las


Modulación del espacio se completan en la peana, se conti-
núan en ella como un árbol en sus ramas o un tronco en sus
extremidades. La anterior agitación de la obra descansa ahora
en la poderosa gravedad y severa geometría de la peana, que
parece trasferir y recibir del suelo la tensión que expresa,
encontrar y sepultar en él todas sus incognitas. En esta fase de
su desarrollo la escultura descubre su integridad, como «el
árbol que saborea /
la bóveda entera del
cielo» (Rilke), en
la espléndida con-
currencia de los
reinos de la natura-
leza, y la eclosión
de la materia ilu-
minada por el espí-
Chillida. Peine del viento (1972-77)
ritu y rescatada por
él del sufrimiento.

Este apogeo de la naturaleza en la peana, desbordando


los límites del material, alcanza en ocasiones una plenitud
espectacular. Como en Peines del viento, en el paseo de On-
darreta de San Sebastián, donde el mar, la tierra y el viento se
concitan para conformar la peana total en su cósmica magnifi-
210

cencia, donde la Naturaleza entera parece engendrar la escul-


tura que ha de nombrarla. Pero es en el caso de las esculturas
colgadas que se elevan y se mantienen en el aire en levitación,
dice Chillida, donde se adelanta el resultado que la obra del
artista alcanza en su discurrir. Lo portentoso de la solicitud que
los Lugar de en-
1
cuentros signifi-
can, no es que el
material de la obra
haya de cambiar sus
caracteres hasta el
extremo de alige-
rarse y flotar en el
aire como un glo-
Chillida. Lugar de encuentros (hormigón).
bo, sino que, por el
contrario, manifestando con toda rotundidad sus condiciones
físicas, sea capaz de desprenderse de la peana. La escultura pesa
misteriosamente, como la masa de hormigón que la conforma,
en el espacio que le presta su apoyo y su complicidad. Este
«mágico gravitar hacia arriba» , más allá de revelar el sincre-
1
Acaso sean estas esculturas, por lo que tienen de perfección de todo el
proceso, donde paradójicamente se advierta mejor la importancia de la
peana como referencia a la naturaleza. Es necesario precisar, sin embar-
go, que no me refiero a todos los Lugar de encuentros, sino a los nº III y
IV, que son las esculturas colgadas de la serie. La nº I, por sus caracterís-
ticas, materiales y fecha de realización acaso debería formar parte de los
Abesti Gogora. En lo que a los Peine del viento se refiere, hay que hacer
notar, segun el catálogo (Maeght, 1980), la existencia de una doble serie.
La que comienza en 1974, en torno a la obra del paseo Ondarreta en San
Sebatián, bajo el título Estudio para el Peine del Viento, reúne todas las
características de las Estelas.
211

tismo, la doble naturaleza del proceso de la estatua, las bodas


entre el cielo y la tierra que la conciben, proclama su desenlace
que no es otro que la victoria del espíritu -que responde a la
llamada de lo alto- sobre la materia -que se desploma en sus
abismos-. Igual que las ruinas de los jardines románticos, las
esculturas de hormigón que Chillida hace levitar cantan, con la
misma melancolía pero sin evocaciones melodramáticas en
este caso, la salud triunfante de la Naturaleza liberada, trans­
cendida de sus servidumbres.
Es así también como las Estelas, manifestando su doble
naturaleza, establecen la primacía del espíritu. En su presencia,
adornado con el peso de su «dignidad», el artista templa el
gesto y modera la expresión del ardor que le embarga. Simul­
tánea y progresivamente la parte aérea y estremecida de la

Chillida. Elogio del hierro (1991) Chillida. Homenaje a Alberto Onaindia


(1990).
212

escultura se retira discretamente, parece que absorbida por la


peana hasta ocultarse en ella casi totalmente. Como si se tratase
de un árbol severamente podado en el otoño, la pasión «laocón-
tica» de las Modulación del espacio termina soterrándose en el
tronco y sometiendo su naturaleza vegetal a una geometría
rigurosa. La tragedia llega a un desenlace, digamos que feliz,
cuando el movimiento que Rodin había sacado del bloque
material para celebrar el ímpetu y la plenitud de la vida en cada
uno de sus momentos fugitivos, vuelve ahora a su seno con la
lección aprendida. El proceso que antes mencionábamos refe-
rido a los Lugar de encuentro suspendidas se repite ahora de
distinta forma. La peana no es ya el árbol que apunta al cielo
con la fuerza de lo terrenal, sino columna, stilos, organismo en
«orden», conformado por el espíritu que ha encarnado en él.
«Es el triunfo -escribe Nietzs-
che- de Atenea, la diosa de la
prudencia y el espíritu».

Se diría, que hemos en-


contrado el límite contrapuesto
de Oteiza: el mismo espíritu
que el escultor de Alzuza busca
más allá del mundo, es el que
Chillida encuentra en él; la na-
turaleza física que Oteiza re-
chaza y desconoce, es la misma
que Chillida se apresta a liberar
Chillida
de la oscuridad, el caos y la
Saludo a Giacometti (1992) exaltación descontrolada. De
esta manera, en tanto que la
213

obra de Oteiza es el testimonio de un proceso en el que la


escultura se desocupa, se vacía de la materia, la de Chillida lo
es del desarrollo inverso: el de la materia llenándose, ocupán­
dose con la escultura. Toda la obra de Chillida puede resumirse
en ese esfuerzo salvador cuyo objeto es el de constituir la
materia en columna: tierra levantada, puesta en pie, paradigma
1
vertical de su propia redención, materia desmaterializada.

Pero esta columna, sin renunciar a su significación sim­


bólica como orden y principio ordenador de la materia redimi­
da, ahora palpita además con la vida que contiene. Revela su

Chillida. Torso (1950) Chillida. Lurra (1990)

1
La verticalidad que expresan peanas, estelas, columnas... está asociada a
la idea de orden y espiritualidad. «El obelisco, que es la suprema
manifestación de la vertical, reduce la materialidad al extremo ». S.
Giedion, El presente eterno: los principios de la arquitectura., p. 420.
(Ed. G. Gili, 1988). (cursivas del autor)
214

gravidez en el ligero abombamiento de su imoscapo, delata en


cada arista abierta, en la cambiante rugosidad y los ricos
matices de su terminación, el temblor contenido de un cuerpo,
la carne levemente estremecida del Torso de 1948, que reapa-
rece después de treinta años en las Luna (tierra), la tierra de las
1
raíces del hombre.

Todos los mitos de la tierra se conciben como símbolos


de la inmortalidad del espíritu. En su nombre el ave Fénix

A este respecto, hay quien dice, imagino que irónicamente, que el


biotipo asténico, decididamente vertical, corresponde a gentes «espiri-
tuales» que, si no sufren del estómago, disfrutan de una personalidad con
inclinaciones místicas (los mismos malintencionados pretenden que
ambas cualidades van casi siempre juntas). Este es el caso de Simeón el
estilita. Según cuentan sus biógrafos, el ascetismo y espiritualidad de este
personaje era tal que no sólo se manifestaban en la extrema delgadez de
su cuerpo sino que -si se me permite decirlo así- se comportaba como un
«asténico conductual». Me refiero a que durante toda su vida manifestó
una rara propensión a desplazarse de abajo a arriba, hacia lo alto en todos
los sentidos. En el aspecto físico, que es el que nos interesa ahora, parece
que, después de vivir tres años en el fondo de una cisterna, subió a la
cumbre de la montaña Telanissa donde, abrumado por las multitudes que
se acercaban hasta él atraídas por su fama de santidad y para evitarlas,
decidió subirse a la columna con cuyo sobrenombre ha pasado a la
historia. Lo más ejemplar del caso comienza entonces. Cuentan que la
columna a que ascendió el asceta inicialmente, apenas sobrepasaba los
tres metros de altura, pero que animado del irresistible impulso vertical
que comentamos, enseguida la sustituyó por otra de seis, luego por otra de
catorce y así sucesivamente. Cuando Teodoreto escribió su vida, en el año
437, tres años después de su primera ascensión, habitaba ya en lo alto de
una columna gigantesca, a más de veinte metros de altura.
1
S. Giedion (o. c , p. 230), al considerar la impresión orgánica que ofrece
la arquitectura griega, se refiere a la «empatia» que Wölfflin describe
215

renace y renace de sus cenizas en un proceso continuo de


restauración y progreso de la vida, cuyo difuso horizonte segu-
ramente no es otro que el de la victoria sobre la muerte. Pero lo
que importa, aquí y ahora, es andar, hacer ese camino. Esta es
la tarea a la que Chillida se siente llamado. Desde las profun-
didades que el artista ha logrado alcanzar, puede perturbar el
sueño de la Naturaleza, sacudir su indolencia, originada -igual
que en Aquiles- por el exceso de poder, despertar los apetitos
de nuevas y más perfectas posibilidades y, a la vez, por tanto,
responsablemente, comprometerse a asistirla en los momentos
de confusión que han de sobrevenir en ese parto continuado de
sí misma.

El artista efectivamente es el instructor del proceso,


maestro de la armonía (la medida), cuya delicada misión con-
siste en mantener y restablecer el orden, la limitación y la
geometría que iluminan el camino y lo aseguran, sobre los deseos
de la materia que, si mal propende a la fluencia, la embriaguez
e indefinición de sus formas, nos permite a cambio descubrir,
precisamente en estas inclinaciones, las nuevas posibilidades
que contiene y percibir el velado sentimiento de infinito en el
que alienta un futuro inagotable para la forma y la re-forma (la
armonía) que sólo al artista competen. «En virtud de esta
Armonía, las cosas conducen a la gracia por las vías mismas de
1
la naturaleza» (Leibniz) . Así es como la materia «formada»
como el hábito de proyectar la vida en formas inertes, y añade: «La co-
lumna debe soportar la carga como si fuera un tallo viviente y en realidad
como un ser humano. El hecho de dotar a las diversas formas de columnas,
los 'órdenes', con unas características humanas, es un rasgo esencial de
la tradición clásica».
1
Leibniz, Monadología, pf. 88., p. 153. (Ed. Pentalfa, Oviedo, 1981). El
216

encuentra sus mejores cualidades y desarrolla, sobre su «natu-


ral» propensión al desorden y al caos, la «buena tendencia» de
la sumisión, la virtud del acatamiento. Es en esta transforma-
ción donde algunos pretenden encontrar la diferencia que
separa a la «materia» del «material». Desarmada la materia de
1
esta manera, la escultura puede prescindir «casi de la forma»
y desplegarse en la belleza -o el horror-, siempre fascinante, de
su pura masividad.
Esta conclusión en lo
masivo alude -también en el
caso de Chillida- a una inmola-
ción de la materia, lo que, desde
la perpectiva de una moral as-
cética, significa su victoria. Se
trata del esquema más conoci-
do y más duro del optimismo
fundado en la «buena» con-
ducta, que no se siente obliga-
do a renunciar a nada y que
recibe en prenda, en señal de
Chillida. Sin título (1991)
promisión del incesante flore-
cimiento de la vida hacia la
inmortalidad, la salud y el
bienestar. Y ello sin exigir a

párrafo 88 continúa diciendo: «... y este globo, por ejemplo, debe ser
destruido y reparado por vía natural en las ocasiones en que lo exija el
gobierno de los Espíritus para castigo de unos y recompensa de otros».
1
Es así, a mi juicio, como hay que entender las palabras de Chillida antes
citadas: «Yo, por una parte, casi no creo en la forma».
217

cambio otro préstamo que una sumisión sin reservas al misterio


1
de la existencia y «sacrificios».

II. Morir por añadidura.

Basas, columnas, pedestales, etc., todos los dispositivos


-como las palabras- que median, se interponen (rebosan signi-
ficados, comprometen la lealtad debida a las precisas funciones

1
Este es el modelo más celebrado, y más antiguo, de formación moral. En
la mitología griega Demeter, diosa de la naturaleza cultivada y la cultura,
educaba a los jóvenes en su templo de Eleusis en los ritos del sacrificio.
Se basaban en el entrenamiento, en el fortalecimiento paulatino que debía
conseguirse sometiéndose disciplinadamente al misterio iniciático y la
mortificación física. Mediante estas prácticas podía alcanzarse incluso la
inmortalidad. Así es como la diosa entrenó a Ceón para la gran prueba de
la vida eterna: cada mañana ungía el cuerpo del niño con ambrosía y cada
noche lo entregaba a las llamas del hogar.
Esta idea del sacrificio se conserva renovada en la concepción cristiana
del dolor. Max Scheler nos dice cómo el sentimiento cristiano nos lleva
a amar el sufrimiento y utiliza para ello la imagen del escultor que conduce
(da forma) a la perfección mediante el sacrificio: «...; a amarlos <los
sufrimientos> como los compasivos golpes de martillo por medio de los
cuales el divino escultor extrae la forma de un yo ideal, a partir del
material de una existencia perdida inicialmente en la confusión de lo
sensual ». O. c., p. 67. (cursivas del autor). El cristiano sabe que si es
necesario, y habitualmente debe serlo, este dolor se continua post morten
en el fuego del Purgatorio, aunque existen dudas razonables sobre el
sufrimiento que tales tormentos pueden acarrear. Efectivamente, Pruden-
cio comparaba el Purgatorio con un agradable "baño María". Leibniz en
una carta dirigida en 1706 a la Princesa Carolina escribe como un
cortesano consumado "... creo que sereis purificado como un agua bendita
que se pusiera al sol". Ver Leibniz, Filosofía para Princesas (sl. de Javier
Echeverría), p. 141 (Alianza Ed. 1989).
218

que se les encomiendan, se arrogan el derecho de nombrar...),


es decir, acaban dándose una importancia que no tienen.
Además, son tantos, tan diversos, tan disponibles, en una
palabra, tan inevitables voceando sus influencias y nuestra
necesidad, que sólo la ignorancia, la inocencia o la obstinación
pueden eludirlos.

La escultura de Mendiburu, acaso porque no mantiene


relaciones con el cielo ni con la tierra -entiéndase: relaciones
formales, porque, a su pesar, pesa y a veces requiere de un lugar
para reposar y exhibirse-, parece indiferente a las peanas. Las
dificultades que el artista padecía a la hora de decidir el cómo
y el dónde aposentar sus esculturas, nos dan un indicio de los
problemas (molestias, más bien) que una tal indiferencia
comporta. Para resolverlos, recurría a los más diversos expe-
dientes. Aun así, la mayoría de las veces no hacía nada: muchas
de sus esculturas tienen la peana que encontraron por sí mismas
en el suelo del taller -lo que no significa que el escultor se
abandonara a los secretos designios de la naturaleza y el azar.
La peculiaridad de un organismo al acostarse es una cuestión
técnica-. Sin embargo, en ocasiones, impresionado por la
seguridad y decisión de su entorno, se precipitaba prolijamente
(es decir, con mucho trabajo y larga deliberación), pero se
precipitaba, a soluciones que, pese a todo, no son capaces de
1
ocultar la extrañeza de la escultura sobre su soporte, su extravío.

1
Aquí es necesario recordar el Homenaje a Udarregui de Usúrbil, un
ejemplo singular de monumento público. La pequeña escultura que lo
corona, que en principio pudiera evocar una Caja metafísica de Oteiza
trasladadada al bronce, refleja misteriosamente, en su materialidad, la
presencia y la ausencia religiosa y popular del bertsolari cuya persona-
219

Mendiburu. Homenaje a Udarregui.


Usurbil(1973)

lidad se conmemora. Pero lo que hay que resaltar, sobre todo, es el


concepto de monumento que ilustra, en virtud del cual su tamaño,
situación, relación con el entorno, etc., generan un sentimiento de pri-
vacidad y comunidad nada frecuente en un espacio público. Aun así, la
peana, como un cuerpo gigante en cuyo corazón se distingue, también en
bronce, el testimonio del peculiar sistema métrico que el poeta utilizaba,
resulta desmesurada, parece incluso extrañamente provisional.
220

A falta de otras relaciones, y a sabiendas de que llama-


mos ensimismados a los estados de distracción profunda y
vacío de la conciencia, yo diría que estas esculturas no son otra
cosa que formas de una conciencia ensimismada que se va
configurando con el sentimiento de adversidad que el tiempo
representa. Como miradas adheridas a un velo que envuelve los
sentidos, y nos aligera y nos emerge del antiguo sueño que
intentó rescatarse de la muerte en el horizonte donde siempre
resplandece una engañosa luz de infinito, y que, salvadas
milagrosamente de los ardides de la lejanía, han regresado
junto a nosotros con un instante de olvido y las cicatrices de un
espanto vacío y solitario.

En esa soledad perpleja, olvidados los orígenes y perdi-


das las finalidades, los Zugar reflejan al hombre que no se
siente concernido por ninguna dependencia y que, derivando
en un océano de determinación y determinaciones sin cuento,
descubre sin pretenderlo su libertad y con ella su fragilidad, su
indefensión extrema, alrededor de las cuales se agrupa paula-
tinamente hasta constituirse en conciencia de un «yo» que no
tiene más sustancia que sus mismos límites y su finitud. Como
si toda la vertiginosa dispersión que padeciera en su viaje a los
confines se integrara repentinamente, en virtud de esta con-
ciencia recién adquirida, en torno a su propia muerte.

Esa es la conciencia que amanece al caballero. Como


escribe Borges, «La muerte (o su alusión) hace preciosos y
1
patéticos a los hombres».

1
J . L. Borges, «El aleph - El inmortal», en Prosa completa, 2º vol, p. 19.
(Ed. Bruguera, 1980)
221

En los djatakas (relatos de las vidas anteriores de Buda),


el episodio del príncipe Siddharta ilustra exquisitamente la
«catástrofe» que su aparecer significa. En ellos se cuenta cómo
Siddharta, que había sido destinado a la felicidad, vivía reclui-
do por su padre en el palacio más hermoso que pueda imaginar-
se, ignorándolo todo acerca de la fealdad y la desdicha. Pero,
un día, los dioses (Devas) le inspiraron el maligno deseo de
conocer el mundo que se extendía más allá de los límites de su
palacio. Y aunque su padre, el rey, alarmado, ordenó que toda
la ciudad se limpiara y adornara y que no se vieran por sus calles
más que gentes jóvenes y hermosas, los dioses, inflexibles,
interpusieron en su camino... un cadáver. Podemos imaginar,
aunque la leyenda no lo diga, que al verlo Siddharta se le
acercó, le habló, le tocó y que, al no recibir otra respuesta que
la pestilencia que exhalaba, preguntase extrañado: Y esto, ¿qué
es?. En ese momento Channa, su auriga, que lo amaba tierna-
mente y que había asistido a la escena con lágrimas en ojos,
bajando avergonzado la mirada, le repuso: Eso, querido prín-
cipe, eso es lo que se llama un muerto... Dicen los djatakas, que
Siddharta abandonó aquel día su palacio y que pasó el resto de
su vida fulminado por aquella revelación en el jardín que
ilumina un estupor beatífico.

Tal vez el artista no sepa hasta qué punto la pasión que


siente forma parte, se adentra, en el fulgor estremecido de la
muerte y le impulsa, igual que a Ulises, a hacerse atar al palo
de su barco porque ansia conocer lo que de irresistible y fatal
tiene la canción de la Naturaleza. El arte es sólo el artificio que
destila el veneno mortal y lo reduce a dosis tolerables. La
turbación que las grandes obras nos infligen es consecuencia de
222

que en ellas podemos experimentar, anticipada, la «plenitud»


que la muerte nos ofrece.

¿Plenitud en la muerte?. ¿Acaso puede imaginarse la


muerte como el momento supremo, stasis de la vida estallando
de intensidad?. ¿Puede pensarse en ella como el desenlace de
la representación y su apoteosis cuando, colapsadas nuestras
defensas, derrumbadas las murallas de la indiferencia en que
nos guarnecíamos, la Naturaleza nos penetra a borbotones,
iluminando todos los misterios, procurándonos de un golpe
mortal todo el saber?. ¿Es que se la puede amar como la pasión
de vivir de quien no tiene bastante vida con lo que la vida le
ofrece?... Y sin embargo, hay algo de espantosa cobardía, de
abyecta servidumbre e indignidad, en la admiración que ese
1
ostentoso ¡viva la muerte! expresa .

1
De todas las maneras de referirse a la muerte, la que la considera como
el punto culminante de una experiencia artística-religiosa es la más
perturbadora. Su origen está relacionado con la atracción de lo invisible,
lo indecible y lo absolutamente incógnito. Intuye, como los antiguos ritos
sagrados, que es preciso ofrecer una catástrofe al espíritu del hombre para
que se manifieste en todo su esplendor. Presume, igual que Simmel, que
«la muerte hace naufragar a la vida para, por así decirlo, dejar en libertad
la intemporalidad de sus contenidos» («Para una metafísica de la muerte»
en El individuo y la libertad, p. 61, ed. Península, 1986), o, como Jünger,
que «en el ser humano reposan también cualidades que sólo la muerte
desplegará» (o. c., v.1º, p. 113). Benjamin, por su parte, al hablar de la
experiencia como el saber acumulado por el tiempo dice: «Los aconteci-
mientos sólo son capaces de entregarnos su significado porque mueren».
Aunque el contexto y la intención de Benjamin poco tienen que ver con
los de Jünger, una interpretación tal vez poco meditada de estas palabras
nos permitiría apoyar en ellas la idea de que en nuestra propia muerte se
guarda la promesa de un saber extraordinario. La luz que Goethe pedía o
223

Precisamente lo que la conciencia de sí, que Mendiburu


alcanza en las Malloas, manifiesta es que esos instantes de
plenitud, de embriaguez espiritual y corporal que nos propor-
cionan durante unos momentos la exaltante sensación de una
fortaleza indestructible, son engañosos; ademanes de un mata-
chín asustado, ensueños de salud y salvación, ardides para el
consuelo que no descansa en sus desesperados intentos de
conmover un instante nada más (un leve gesto bastaría), a
cualquier precio, el transcurso -que preferimos inescrutable-
de la vida. Pero su único rostro, que los Zugar muestran sin
rebozo, es el del tiempo, esto es: la conciencia de vivir y morir
simultánamente, sin posibilidad de resistencia. Sólo eso es lo
que significa «enfermedad» (in-firmitas ), estar a la merced,
permanecer desvalido, tanto en lo que al vínculo que mante-
nemos con los demás se refiere, como al modo de estar íntimo
y solitario.

En relación con el primer caso, este ensimismamiento


1
aísla. «La fragilidad que no reclama seguridad» , en tanto que
exhibe su debilidad y desamparo, suscita a un tiempo, unáni-

constataba al morir, a veces deslumbra peligrosamente. Este es el caso de


algunos artistas «del cuerpo», que aspiran a alcanzar la experiencia y las
emociones supuestamente contenidas en la muerte y el sufrimiento. La
presencia del dolor testimonia la proximidad y el valor de la muerte,
porque el dolor es su cancerbero y, cuanto más terrible sea, más valioso
deberá ser lo que custodia. Al final, estos «bárbaros» sólo quieren el poder
y están dispuestos a buscarlo donde todos los bárbaros: en la aniquilación.
1
J. Baudrillard se refiere al escándalo que en la sociedad moderna
ocasiona una fragilidad como ésta, «una fragilidad no explotable». Ver
«El chantaje de la seguridad», en El intercambio simbólico y la muerte,
p. 208. (Ed. Monte Avila - Caracas, 1980).
224

mes sentimientos de piedad e impulsos criminales, ambos


dirigidos a proteger, en nombre de tesoros falsos -y mal
adquiridos- como son la seguridad y la certeza, la integridad y
preeminencia de la trama, la moral de la pertenencia y los
beneficios de toda índole que se obtienen del intercambio
inscrito en un sistema de apropiación y dependencia recípro-
cas. Este entramado delimita el área de la salud; fuera de él, la
enfermedad. ¿La cualidad que distingue a aquellos espíritus
infieles?: la «afección», un consistir mórbido que trasluce un
sentimiento difuso de la propia identidad que se interroga
constante y angustiosamente sobre el propio ser. Y que, como
no encuentra otra respuesta que la que descansa en la incom-
prensible firmeza y saber de los otros, debe sobrevivir con la
miserable conciencia de sí que obtiene mendigando una mirada,
una sonrisa, un gesto benevolente...

Este es un estado que se caracteriza por el énfasis y si-


multáneamente por la ausencia de lo enfático (habría que
pensar una definición para el énfasis que le dispensara del
parentesco que le mantiene unido a lo enfático). Enfático debe
ser lo que se funda en cualquier clase de certidumbre, se
enuncie como se enuncie, y especialmente lo que se pretende
verdadero. Así, las creencias, los principios, los «legítimos»
intereses y el resto de constelaciones que nos alumbran en
forma de leyes, ya sean morales, científicas o jurídicas, son
enfáticos. Como lo son -o están al borde de serlo- los epigramas
y los aforismos, tal vez porque lo que se enuncia en ellos, por
la brevedad y precisión con que se expresa, corre el riesgo de
tomarse a sí mismo por exacto en nombre de la más insidiosa,
enfática -y breve- de las sentencias, que dice: «lo menos es
225

más». Y que nos permite descubrir lo más enfático en «lo que


es» por la más absoluta de las exigüidades: el silencio, reboso
de saber. El grávido silencio de Dios y el grave silencio de la
muerte.

El énfasis, por el contrario, no es más que plegaria . La


voz de quien, consciente de su debilidad e indefensión, procla-
ma su desamparo y su necesidad de consuelo. «Me apercibo al
hundirme -escribe Bataille- que la única verdad del hombre,
1
finalmente entrevista, es ser una súplica sin respuesta». Aun en
su referencia habitual, en el lenguaje, expresa en el exceso su
limitación. El esfuerzo de quien no alcanza a decir la idea que
pasa demasiado rápida o demasiado lejos y que, sin embargo,
desearía decirla tanto... (¿o quizá sólo pretenda acallar el
silencio?), que su voz o su escritura se alargan, se acaloran,
sudan adjetivos con el corazón en un puño, intimidados además
por la severa mirada de quienes, no contentos con disponer de
una escritura atlética y en forma que les permite expresar sin
esforzarse las nociones más sutiles y enrevesadas, la exigen de
los demás en nombre de una preceptiva -literaria en este caso-
que sólo nos reconoce en la trama, delgados, económicos,
saludables y enfáticos. Suelen ser espíritus miserables, a las
que hay que compadecer y temer, si es que ambos sentimientos
pueden darse conjuntamente -y si no, temer tan sólo-, para los
que cualquier exhuberancia es fatuidad -tal vez lo sea, pero eso
no les ofende tanto como el olor corporal que la exhuberancia
exhala-. Unos espíritus incapaces, en suma, de entender, como
Blake dice, que «la senda del exceso lleva al palacio de la

1
G. Bataille, La experiencia interior, p. 22 (Ed. Taurus, 1989).
226

1
sabiduría» .

Pero existe también una forma más elaborada de énfasis


-es el caso de Mendiburu- que describe al que vive gustosamen-
te en la abundancia de lo incierto y accidental, lo fluyente y
movedizo, lo contradictorio y paradójico, sin esperanza ni por
tanto lealtad, y que prefiere -al propio- el sustantivo adjunto, el
verbo vecino, el adjetivo aproximado..., no se sabe si por el
placer que le proporciona jugar sumergido en la prismaticidad
del lenguaje o por la angustiosa necesidad de inventarse, tan
fugitivos son, montañas de sentido, mares de olvido.

En lo tocante al modo de estar íntimo -propio de la


enfermedad-, aquella conciencia que engendra al caballero es
la del ensueño (una leve palpitación iridescente, un tibio y
suave aliento, la tierna transpiración de la carne viva, expuesta
y dispuesta, inerme al borde de la sangre...) y la pasión de la
carne, cuya primera característica es la de no renunciar. Más
allá de ese no sin esperanza, debe abrirse el territorio donde se
vislumbra la inocencia y la soberanía del niño.

Esta es una situación a la que no puede imputarse de


forma particular el proceso de decadencia o los sufrimientos
que con tanta frecuencia se le atribuyen. Recordar que la vida
decae naturalmente cualquiera que sea la clase de existencia
que hayamos dispuesto, es una trivialidad. Y en lo que al
sufrimiento se refiere, el paroxismo moral de nuestra cultura se
las ha arreglado -casi siempre- a lo largo de los tiempos para

1
W. Blake, «Las bodas del cielo y el infierno», en Poesía completa., p.
216. (Ed. Orbis, 1986).
227

convertirlo en señal de un estado de salud envidiable. Si, más


que el dolor, es el abandono a que nos arroja la incertidumbre
lo que se nos presenta como síntoma de enfermedad, es
explicable que las gentes estén dispuestas a sufrir terriblemente
para sentirse seguras. Toda la moral del sacrificio que ilustra la
escultura de Chillida y que nos promete, por lo menos, una
salud de hierro, está fundada en las virtudes de este «buen
dolor», samaritano de la seguridad. Pero los ritos de la inmor-
talidad aceptan hoy cualquier clase de sufrimiento. Oteiza, al
contrario que Chillida, ofrece el metafísico. Para el escultor de
Alzuza el dolor físico no tiene otra propiedad que la de
degradarnos, no sólo porque significa la sublevación de la
materia, el alzamiento de nuestra parte carnal, reclamando su
derecho a morir, sino porque el sufrimiento físico tiene la
singular cualidad de ahuyentar todos los demás, de tal forma
que un simple dolor de muelas puede arrebatarnos el senti-
miento trágico de la vida, despejar la desesperación metafísica
que nos embriaga. El sufrimiento físico es propio de lo huma-
1
no. Los dioses sólo pueden dolerse de inmortalidad . Sufrir física
o metafísicamente son, pues, dos maneras de autoinmolarse
que expresan un mismo anhelo de inmortalidad. Unos preten-
den alcanzarla gratuitamente en virtud de la gracia que se
obtiene de la sumisión y el sacrificio. Los otros quieren pagar.
Están dispuestos a sufragar todo su importe al precio de un
constante morir.

1
Hay momentos íntimos en los que el escultor se divierte a costa de su
personalidad trágica. Recuerdo una mañana en la que estuvo discurriendo
con especial intensidad «metafísica» sobre el tiempo y la presencia de la
muerte. Poco después, más distendido, remató su reflexión exclamando
entre risas: «... ¡ Ya me está jodiendo tanta inmortalidad!».
228

Para Mendiburu el dolor se dibuja en el fondo de la


representación que resulta del encuentro de lo heterogéneo. El
esfuerzo dirigido a acomodar lo distinto abre los últimos planos
del horizonte. ¿El mismo dolor, la misma agonía acompaña los
momentos de creación y los de destrucción...?. Todavía el
reflejo de un ideal persistente, la mirada romántica que ama las
lejanías y detesta las proximidades porque en el horizonte
remoto, desde la distancia y la altura, todo parece armonizarse
en el Todo. Es un engaño. Las cosas no resuelven a lo lejos sus
diferencias; tan sólo se pierden de vista. El Todo parece
aguardarnos en la invisibilidad que produce nuestra limitación.
Así que cuanto más ciegos, más retóricos. Pero sin el auxilio de
ese Todo no hay composición (esperanza) posible, la multipli-
cidad no se resuelve en la unidad substancial que las semejan-
zas insinúan, las contradiccio-
nes no se reconcilian y el sufri-
miento habita en lo inviable sin
finalidad alguna. Como es sa-
bido, la Naturaleza no distin-
gue entre fertilidad y muerte.

A partir de los Zugar,


Mendiburu comenzó a intere-
sarse por los problemas que
suscita el empleo de materiales
distintos en una misma obra.
Cuando Novalis dice que
«Nada hay más poético que las
mezclas heterogéneas», se re- Mendiburu. Illun-Argi (1983)
229

Mendiburu Mendiburu. Illun-Argi (1983)


Illun-Argi (alabastro y madera) (alabastro y madera)

fiere a la capacidad
creadora que, en
este caso, se ejerci­
ta interrogando a
los materiales en los
límites que su con­
frontación pone al
descubierto. El día
en que Mendiburu
Mendiburu. (1985) (madera y cemento)
reunió en una mis­
ma escultura dos
materiales dispares en pie de igualdad -es decir, olvidada la
peana-, estaba resuelto a poner a prueba las esperanzas que
hemos depositado en el tiempo y en la naturaleza. Con anterio­
ridad había utilizado ya distintos materiales simultáneamente,
230

pero eran materias


tan próximas y fa-
miliares que ex-
cluían cualquier
1
enfrentamiento .
En 1980 aparece su
primera escultura
«minero-vegetal»
Mendiburu en madera y ala-
Iturria (1983) (madera y cemento)
bastro. La elección
del alabastro, en un
momento tan crítico para el escultor, es signicativa. Representa
una hipótesis esperanzada, una oportunidad más para redimir-
se por mediación de la luz (el espíritu) que el alabastro
simboliza y que el escultor ofrece a su material por excelencia,
2
la madera, y a la naturaleza que se representa en ella.

De improviso, en 1982, Basallua, Bitartekoa, Mugarri,


Iturria, Concatenación, Acantilado, etc. El equilibrio entre la
madera y el alabastro, que alimentaba la esperanza en la

1
Las esculturas de materiales combinados comienzan siendo de distintas
maderas. El Zugar del Museo de BB. AA. de Alava es de 1969 y está
realizado en acacia y nogal. La serie Espalak como las diez piezas col-
gadas de madera torneada de 1973 son de madera y cuerda. Excepcional-
mente, sin embargo, algunas piezas como los Torso de 1970 y 1972 (a que
me he referido en el cap. 1º)y algunas otras obras de pequeñas dimensio-
nes, ensayan por las mismas fechas con los materiales más diversos.
2
Conviene recordar que unos años antes, en 1965, Chillida había iniciado
con el Homenaje a Kandinsky la larga serie de esculturas en alabastro
Elogio a la luz que suponen su reconciliación con el arte griego y en la que
el escultor atribuye al alabastro la misma significación espiritual.
231

naturaleza, se arruina. El alabastro pierde su luz interior, se


apaga y se transforma en cemento. La madera, antes labrada y
barnizada, recupera al árbol de su estado original y exhibe,
abrazada a la oscuridad del cemento que encierra, la agonía
secreta de la naturaleza. El escultor decía haberse inspirado en
un fenómeno corriente en el bosque que rodeaba su caserío.
Parece ser que algunas grandes piedras, que se deslizan desde
las alturas del monte, son detenidas en su camino hacia el valle
por los árboles. Y
que en ocasiones
las piedras se in­
troducen entre sus
raíces o en algún
hueco abierto en el
tronco. Y que el
árbol, a menudo,
crece con la piedra,
alrededor de ella, Mendiburu. Bitartekoa (1982)
(madera y cemento)
en un combate sin
composición posi­
1
ble... A partir de
entonces las es­
culturas de Men­
diburu abandonan
toda pretensión de
resolver los pro-

Mendiburu (madera y cemento) detalle.

1
En este punto hay que mencionar que Mendiburu, que tuvo durante toda
su vida una salud muy precaria, padeció, entre muchas enfermedades, una
232

blemas que plantean las mezclas heterogéneas y vuelven a la


uniformidad de un mismo material. Sólo al final de su vida,
cuando con motivo de la conmemoración del bombardeo de
Guernica quiere expresar de nuevo la angustia de vivir, la
destracción y la muerte, retoma combinados materiales tan
distintos como el hierro y el cemento, la madera y el barro, en
las que serían sus últimas y acaso más terribles esculturas, las
Casa bombardeada de 1987.

Las obras de cemento y madera, que constituían para


Mendiburu su creación más valiosa, concluyen y ratifican el
proceso de toma de conciencia
que se inició durante su estan-
cia en las Malloas. Lo que estas
obras nos enseñan es que no
hay más vida que la que muere
en cada uno. Y que el impalpa-
ble aliento que nos habita, fu-
riosa y desesperadamente, eri-
giendo la comunidad devora-
dora y la continuidad huidiza
de las personas y las cosas a lo
largo de los tiempos, al que
distinguimos con el nombre de
Mendiburu
Naturaleza, sólo existe por el
Gernika (boceto)
(1987) madera y barro
temor que el saber de la muerte
nos causa.

litiasis recurrente que le hacía expulsar por vía urinaria, con grandes
dolores, las piedras de su riñon.
233

Sin ese temor, la con-


ciencia de la muerte represen-
tada en la escultura de Mendi-
buru nos conduce y, cumplida
su misión, nos deja, más allá de
sí misma, en la frontera que
separa el «ser para la muerte»
del existir tan sólo, nos aban-
dona con todo el poder y la
libertad de una indigencia ab-
soluta (sin nada que proteger ni
conquistar), en el umbral de
una vida y una muerte entera-
Mendiburu. Gernika (boceto) mente propias, en el punto de
(1987) madera y barro.
partida de un mundo y de un
hombre imaginarios, dispues-
tos a vivir indiferentes e ilusionados, ignorantes y sabios, como
un niño en su jardín de infancia. Porque, como dice Sartre -pero
no por sus razones-, «No soy 'libre para la muerte', sino que soy
un libre mortal... puesto que, justamente, siempre morimos por
1
añadidura ».

Quizá la tarea propia del hombre -siempre eludida- no


sea otra que la de hacerse cargo de su propia muerte. La muerte
que Adán obtuvo en el Paraíso ha resultado ser nuestro daimon.
La conciencia de morir -la extraordinaria herencia que hemos
recibido- nos ha hecho únicos, insustituibles e "infinitos de
finitud". Somos dioses porque sólo con ella y por ella no

1
J. P. Sartre, El ser y la nada, p. 668 y 669 (Ed. Losada, B. Aires, 1966).
234

tenemos semejante, dioses porque morimos. Tal vez debiéra­


mos preguntarnos si los planes dirigidos a despojarnos de la
muerte y depositarla en otras manos no constituyen una
conspiración criminal y si la nostalgia de eternidad que nos
han imbuido y que inspira en el hombre las visiones idílicas de
un jardín del Edén antes del pecado original no son un suicidio.

* * *

Quienes tuvieron la oportunidad de verlo recordarán, sin


duda, a Mendiburu entrando en su Exposición Antológica del
museo de San Telmo de San Sebastián en Noviembre de 1989,
poco antes de su muerte. Le recordarán sentado en una silla de
ruedas, por demás delgado y pálido, con las manos enguanta­
das y la boca cubierta por una mascarilla. Pero recordarán,
sobre todo, su mirada inocente, ilusionada y gentil paseando
entre sus esculturas.
Foto cedida por el diario "Egin".
F1TXA TEKNIK0A I FICHA TECNICA
EL JARDIN DE UN CABALLERO
Argitaratzailea / Edita
GIPUZKOAKO FORU ALDUNDIA
DIPUTACION FORAL DE GIPUZKOA
Diputatu Nagusia / Diputado General
ELI GALDOS ZUBIA
Kultura eta Turismo Departamentuko Diputatua
Diputada del Departamento de Cultura v Turismo
MARIA JESUS ARANBURU ORBEGOZO
Kultura eta Turismo Departamentuko Zuzendaria
Directora del Departamento de Cultura y Turismo
GARBIÑE EGIBAR ARTOLA
Artelekuko Zuzendaria I Director de Arteleku
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Argitalpena eta Textua / Edición y texto
PEDRO MANTEROLA
Aurkezpena / Presentación
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FAX 943 46 22 56
1. Juan Luis Moraza
"Seis sexos de la diferencia. Estructura y límites,
realidad y demonismo". 1990

2. Juan Luis Moraza

"Un Placer. Cualquiera, todos, ninguno. Más allá de


la muerte del autor (vol. 1)". 1991

3. Carlos Martínez Gorriarán, Jabier Mina, Mikel


Azurmendi, Juan Carlos Rodríguez Delgado, Xabier
Puig, Mikel Iriondo, Imanol Agirre Arriaga. "Arte y
Estética, metáforas de la identidad". 1991

4. Francisco Jarauta, José Jiménez, Remo Bodei, José


Luis Brea

"Walter Benjamin. Tiempo, Lenguaje, Metrópoli".


1992

5. Francisco Javier San Martín

"La mirada nerviosa. Manifiestos y textos futuris-


tas". 1992

6. Juan L. Moraza, Carlos Bousoño. Ana Martínez


Collado, José Luis de la Mata, Angel González
"Cualquiera todos ninguno. Más allá de la muerte
del autor (vol. 2)". 1992

7. Pedro Manterola

"El jardín de un Caballero". La escultura de la pos-


guerra en la obra y el pensamiento de Oteiza, Chillida
y Mendiburu. 1993

Foto Contraportada: Haya Trasmocha

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