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Prosa Modernista

Página de Rubén Darío

LA ETERNA AVENTURA DE PIERROT Y COLOMBINA

El alba despierta a Pierrot tirándole suavemente de una oreja. Es Pierrot, el mismo doctor Blanco de Mendés,
el amigo de Banville, el eterno enamorado de la Luna.
Pierrot no siente el peso del Tiempo. Él vive, come, y sueña. Hacer la rueda a Colombina es cosa que viene
después, a pesar de ese pícaro de Arlequín que pretende coronar, no de oro, al hombre blanco.
“Pierrot –le dice el alba–, hoy es día de Carnaval. Perezoso, levántate. Ve a mirar el rostro de Colombina, que
ha pasado una buena noche soñando con el baile de hoy. Pues tu mujercita es aficionada a las alegres fiestas, y
danza y ríe, cuando tú no estás presente. Ella asegura que tu peor defecto es la tristeza. Te crees poeta, en lo
cual no anda muy descaminada; te cree soñador. Y ella gusta de los ricos trajes de seda, de las joyas de oro, de
las perlas y de los diamantes. Tú, en realidad, Pierrot, a pesar de tu gula y tu afición al vino, eres triste; y a las
mujeres no les gustan los hombres tristes. Levántate, Pierrot, y piensa en no dejar escapar el amor de tu
compañera, alegre como un pájaro y linda como una rosa.”
Pierrot se despereza, y de un salto, se levanta.
Colombina, que ha aprendido muchas cosas, sabe Nietzsche: esteta prerrafaelista y ababún. Hace la gran
dama a maravilla y recibe a su marido con aires de princesa, envuelta en un largo peinador.
Y Pierrot, que no las tiene todas consigo, un tanto celoso, desde hace días, comienza por rogar, y ordenar a su
cara mitad que no vaya al baile. A las órdenes que se evaporan ante el mármol de Colombina, suceden las
súplicas, y Pierrot suplicante, no puede más que Pierrot autoritario. En vano se pone de rodillas, en vano hace
una cara triste, semejante a la faz de su olvidada Selene... Colombina, impasible, dícele que irá al baile.
“Pues bien –dice Pierrot, cambiando de tono–. Iremos al baile, iremos juntos. Danzaremos, reiremos, y
pasaremos las más preciosas horas.”
Él mismo va a preparar el traje que va a lucir Colombina; él mismo se presenta lleno de risa, y proclama
gustoso que no hay nada mejor que un baile de Carnaval, en compañía de una bella mujer.
Colombina le deja hacer. Pues en su cabecita de pájaro tiene las más caprichosas ideas respecto a la felicidad
conyugal. ¿No ha recibido un mensaje de Arlequín, en el cual mensaje el elegante amante le prometía cielos y
tierra por un vals en el baile carnavalesco?
Ella cree que no ofenderá a Dios ni a Pierrot acompañando a Arlequín a comer écrevisser en cabinet
particulier.
¡Pícara Colombina!
Y he aquí la pareja lista para partir al baile.
El Hombre Blanco, cándido como un cisne, como un ensueño virginal, con su sombrero blanco, su cara
blanca, su traje blanco, su alma blanca.
Y colombina de negro, con su sombrero de negro, sus guantes negros, sus medias y zapatos negros, su traje
negro que deja ver muchas cosas sonrosadas, su bastón largo y negro, y su alma de donde salen para el pobre
Pierrot muchas penas negras...
Ambos contentos a la fiesta. Es el día en que la humanidad cree necesario adornarse con las joyas de la
Locura. Suenan por todas partes músicas alegres. Las gentes, pasan y ríen. Las máscaras van en profusión por
las calles. Todo predispone al juego y al fuego, cuya ceniza servirá para el miércoles del Memento, homo...
Brazo con brazo, van Pierrot y Colombina, entre los transeúntes que dicen decires y chistes a través de las
carertas y de los disfraces.
Y Colombina va acariciando en su interior una pérfida idea.
¡Pobre Pierrot!
¡Música!
¡Música!
Flores y murmullos y luces. Es el imperio del placer. El teatro está lleno e hirviente de parejas. Los disfraces
más variados circulan. De los palcos vuelan las serpientes y las miradas ardientes.
Princesas, manolas, aves, gitanas, pasan, se confunden. Pierrot y Colombina penetran en el vasto recinto, en
la lluvia de notas de la orquesta, entre el remolino de danzantes.
Y Colombina, que ha visto a lo lejos a Arlequín, haciéndole una seña, suéltase de pronto del brazo de su
marido, y piérdese en el bullicio de la alegre muchedumbre.
Pierrot, atontado, mira a todos lados, se agita, corre aquí y allá, sin poder percibir a su consorte en fuga. Va
de un punto a otro y es estrujado. Hace grandes gestos que llaman la atención de los circunstantes. Camina, se
lo arrojan los que bailan, como una pelota, hasta que al fin, fatigado, lleno de tristeza y de desesperación, va
asentarse descansar, en la gran escalera, iluminada por las claras lámparas eléctricas que fingen un sol
meridiano.
Pasan gentes, pasan gentes, pasan, pasan, y Pierrot cree de repente ver a su mujer... No, no es ella. Es una que
se le asemeja.
Y el Hombre Blanco, desesperanzado, sigue, sigue en triste actitud, observado por los que suben y bajan por
la extensa y marmórea galería.
Ha pasado el tiempo, tiempo; ha desgranado el reloj muchos minutos, es ya más de medianoche; la música
ha destrozado muchas veces con su alegría el corazón de Pierrot, cuando de pronto siente que una suave mano
se posa sobre su hombro.
–"Es ella."
Es ella. Manifiéstale que ha sido arrastrada en el torbellino de los danzantes; que ha sido llevada por la ola de
los valses; y que felizmente, ha encontrado un amigo, a su digno amigo el Sr. Arlequín, que le ha convidado a
reparar sus fuerzas con una copa de champagne y écrevisses en cabinet párticulier...
Pierrot explota:
“!Desventurada!” –Y haciendo una mueca trágica, hace que le conduzca al gabinete en que ha tenido lugar la
cena.
Ahí están las señales de un buen divertimiento; el resto del vino, el resto del pastel...
Pierrot, delante de la falsa mujer junta sus manos y se pone a meditar en si hará sus hazañas de doctor
Blanco, o soportará con paciencia su desgracia...
Un momento después las golosinas le tientan; se come el resto del pastel y se bebe el resto del vino, ante las
miradas especiales de la esposa fatal que le acteoniza.
Ya en casa, Pierrot se echa en un sillón, inconsolable, mientras que Colombina, preciosamente, pretende
inculcarle, al buen filósofo, una cantidad mayor de filosofía.

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