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Ateneo Psicopatología II Año Lectivo 2016

Trastornos Específicos del desarrollo

Autor: Gastón Piazze

Introducción

-Señorita maestra, ¿se acordó de lo que le pedí?

-Sí, niña. Fui a ver en el diccionario y busqué la palabra melodrama. Dice así:
“especie de drama en que, con recursos vulgares, se procura ante todo mantener
la curiosidad y emoción del auditorio”. Entonces busqué la palabra drama y decía:
“obra de asunto serio y generalmente triste, que conmueve profundamente el
ánimo y suele tener desenlace funesto”.

-¿Entonces un melodrama es un drama hecho por alguien que no supo, señorita?

-No exactamente, pero en cierto modo sí es un producto de segunda categoría.


Busqué más en la enciclopedia en la parte de teatro, y decía que en el drama los
conflictos están originados en los defectos o virtudes de los personajes. Cada
personaje tiene su propio carácter, con defectos y virtudes, y, de ahí surgen los
dramas, porque se trata de gente diferente entre sí, y por eso chocan. En cambio
en el melodrama lo que origina el conflicto es alguna intervención del destino,
como en “Puerta cerrada”, donde Libertad Lamarque pierde todo en la vida porque
un cartero entrega un telegrama a alguien que salía en ese momento de la casa
de ella, que era tan buena. Y también era muy buena Margaret Sullivan en “La
usurpadora”, pero se atrasa el cochero que la lleva al puerto y pierde el barco y el
novio se cree que ella no vino porque no lo quiere. En el melodrama hay siempre
esos golpes de la mala suerte. Y los reciben personas buenas. Las protagonistas
de los melodramas son siempre mujeres buenas.
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-¿Santas?

-No, una cosa es ser buena y otra ser santa.

-Señorita, una tía de mami se quedó soltera también por eso, un golpe de la mala
suerte: le prestó el vestido a una amiga que entró en la casa de un soltero, y el
novio de la tía de mami se creyó que era ella, y la esperó hasta que salió y la mató
y se escapó, y nunca nadie supo más de él. Y la tía de mami nunca más salió de
la casa. ¿Pero qué culpa tuvo ella?

-Culpa ninguna, el destino le mandó la desgracia. Hay gente que se busca la


desgracia, por defectos de carácter, y esos vendrían a ser personajes de drama,
¿entendiste?
-¿Y la tía de mami no es personaje de drama entonces?

-Según el diccionario no, es un personaje de melodrama. La pobrecita tuvo un


destino melodramático.

-Entonces, encima de no tener la culpa de nada, si filmasen la historia, ¿no


ganaría ningún Oscar?

-Tal vez no.

-¿Y qué hay que hacer para salvarse de un destino melodramático?

-Nada, porque no depende de uno. Te cae y te electrocuta como un rayo. Y ahora


basta, no pienses más en eso.

-No, señorita, a mí me da miedo, voy a rezar mucho todas las noches para
salvarme de un destino melodramático.

Puig, Manuel, Un destino melodramático: argumentos, Buenos Aires, El cuenco de


plata, 2004.

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Buenas tardes. Una vez más, elijo abrir un ateneo con una referencia
literaria; a riesgo de repetirme, pero feliz en mi porfía, decidí compartir con Uds. un
texto que me parece pertinente y divertido. Pertinente en relación con el tema que
les proponemos el día de hoy, en tanto expresa claramente una divisoria de aguas
que subyacerá a nuestro andar. En tanto referencias teóricas, considero
ineludible distinguir de antemano dos conceptos heterogéneos, “sin común
medida” para nuestro abordaje de los llamados “trastornos específicos del
desarrollo”. Se trata, en primer lugar, de aquello que pone de relieve la intuición de
Manuel Puig, mediante esta escena escolar de mediados del siglo XX: la
existencia de dos posibles sujetos, el sujeto del conocimiento y el sujeto del
inconsciente, en la consideración de los hechos psicopatológicos. Si el primero –
premisa ideal inescindible del discurso científico- se pone “de manifiesto” a lo
largo de la mayor parte de este diálogo entre una niña y su maestra en la
construcción de un saber en ciernes, el segundo irrumpe de sopetón, y divide al
yo, con el miedo que embarga a la alumna normal. A partir de allí, este temor
quizás interfiera, como una idea parásita, la apropiación de nuevos conocimientos
de la pequeña neurótica. Y es que esta incipiente “cadena hipervalente de
pensamientos”, reconocible por Uds. como índice de una probable identificación
histérica por comunidad etiológica, marca el norte de un tipo de intervención
posible como psicopatólogos de orientación psicoanalítica en el campo de las
dificultades escolares y, por extensión, en el de los trastornos específicos del
desarrollo.

Tal como lo recuerda Ricardo Piglia, “decía Puig que el inconsciente tiene la
estructura de un folletín. Él, que escribía sus ficciones muy interesado por la
estructura de las telenovelas y los grandes folletines de la cultura de masas, había
podido captar esta dramaticidad implícita en la vida de cada uno”i. Esta dimensión
del inconsciente, reconocible en Freud como aquella que caracteriza a la novela
familiar del neurótico -relato cuya estopa significante insiste en torno a un carozo

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real, que encuentra una torsión particular en el terreno de los arreglos psicóticos-,
será pues una de las vertientes que tomaremos en cuenta en la exploración de
este capítulo de la clínica infanto-juvenil mediante el recurso a algunas breves
viñetas clínicas en la segunda parte del ateneo. Pero antes de pasar de lleno a
nuestro tema, haremos un breve racconto de la génesis de ambos conceptos,
cuyo abordaje nos lleva al terreno de la historia de las ideas.

De Freud a Descartes, y visceversa

Uds. recordarán el temprano trabajo que Freud le dedica a la exploración de


de la clínica diferencial de las parálisis motoras y sus consecuencias en el terreno
de la causa. En 1893, el padre del psicoanálisis publica este texto fundamental en
su recorrido, fruto de la labor realizada a partir de un pedido de quien fuera su
maestro durante su estancia en París, el neurólogo Jean-Martin Charcot.

El encargo de esta figura eminente en el campo de la medicina científica a


su discípulo, un desconocido neurólogo vienés, tendrá como corolario algunas
conclusiones inéditas sobre la estructura del síntoma en cuestión, inferencias que
pudo extraer de la envoltura formal histérica sólo una ductilidad como la de Freud.
Dichas deducciones, al sentar las bases de una refutación de la validez de los
supuestos de la ciencia moderna para su abordaje de las formaciones del
inconciente, hicieron de este breve escrito un mojón central en la historia de la
epistemología. En el mismo, la objeción inicial a la capacidad del saber científico
para explicar los fenómenos neuróticos se acompañaba a su vez del testimonio
incipiente de Freud sobre la manera en que el psicoanálisis efectivamente
comenzaba a hacerlo. En el lugar de la causa, vacante una vez cuestionadas las
leyes naturales, Freud propuso los determinantes que se derivan del impacto
sobre el cuerpo de la materialidad significante, subvirtiendo así la oposición soma-
psique, barrera invisible imperante en la psiquiatría y la psicología de la época.
Detenernos a continuación en los orígenes históricos de esta exclusión recíproca,
premisa necesaria al establecimiento de la ciencia moderna, nos permitirá echar
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más luz sobre los hechos clínicos complejos que abarca el denominado grupo de
los trastornos específicos del desarrollo. El epistemólogo Alexandre Koyré, con su
texto de 1937 “Entrevistas sobre Descartes”, nos ayudará a rastrear los aspectos
centrales de la estructura de esta operación y su coyuntura histórica.

En primer lugar, debe señalarse cuál es el rasgo esencial que distingue a la


ciencia, desde la revolución que la impulsara en los albores del siglo XVII. Según
el epistemólogo francés, en el centro de este movimiento que se volverá
hegemónico en el campo de las diversas producciones culturales del hombre a lo
largo de los tres siglos posteriores, se encuentra el dínamo esencial de semejante
avance: una operación de reducción a la matemática de los objetos de estudio, de
aquello que se pretende conocer. La fecundidad de este procedimiento tendrá, sin
embargo, una condición sine qua non: el apartamiento del saber científico naciente
de las demás creaciones del hombre. Descartes, junto con Galileo y otras figuras
decisivas de la época, se abocan a la paulatina matematización de la física y, de
ese modo, convierten al lenguaje de la aritmética y del álgebra en el único método
válido para aprehender el modo en que funciona la naturaleza, las leyes que la
gobiernan. A partir de ese momento se inicia el retroceso del cosmos clásico,
pleno de orden y sentido, universo del hombre antiguo y medieval. En su lugar, la
ciencia hace del mundo mera extensión, materia y movimiento sin fin ni finalidad,
gobernada por la lógica matemática, pero sin órdenes jerárquicos ni sentido. Las
manifestaciones de la naturaleza –en toda la variedad de su belleza o dramatismo-
se tornan “silenciosas” una vez tamizadas por la criba científica. De allí en más,
dejan de ser pensadas como “mensajes” de los dioses, consecuencia del abismo
que se establece entonces entre el nuevo mundo científico y la subjetividad, el que
en términos del mismo Descartes separa la res extensa y la res cogitans.
Recordemos que la res extensa es el mundo físico, material, al que Galileo
concebía como un magno libro escrito en una lengua cuyos caracteres eran
círculos, triángulos y otras figuras geométricas. De esta gran maquinaria de
funcionamiento automático, la materia, se segrega la res cogitans, el mundo de los
pensamientos, de lo que Lacan llamaría la subjetividad, o de lo que Freud

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denomina aparato psíquico. En efecto, la ciencia levanta en la era moderna una
frontera inamovible entre su objeto y la subjetividad, dado que esta última se
constituye a partir de un lenguaje diferente al matemático, el lenguaje hablado y en
el campo del sentido.

De esta manera, desde los albores de la medicina científica, se aspira a


construir una lengua bien hecha, a la correspondencia entre palabra y cosa. Los
psiquiatras y los psicólogos positivistas, ellos también adhieren a “esta concepción
que haría del sujeto una pura función de la inteligencia en correlación con lo
inteligible, tal como el nous antiguo” (Lacan, 1963, 71), instancia imaginaria de una
subjetividad reducida a sus manifestaciones concientes. Sin embargo, el síntoma
neurótico se engarza y revoca la clausura dispuesta por la ciencia: justo en el
punto donde cuerpo y alma se articulan de manera problemática, tal como Freud
los reformula a partir de considerarlos constituidos por la estructura del lenguaje
hablado. En tal sentido, el psicoanálisis retoma esta dimensión ética despejada
por Freud: incluso ante los trastornos de vertiente psico-orgánica, entre los que
podríamos situar a los trastornos específicos del desarrollo, no deben quedar por
fuera de nuestro discurso y nuestra práctica dos cuestiones centrales: la demanda
del enfermo como efecto del significante y el goce ubicado en el cuerpo, en tanto
fragmentado por una satisfacción pulsional.

Primera parte: los trastornos específicos del desarrollo

I.a. Conceptualización general de la categoría

No es ocioso insistir en que, tal como se desprende de lo que Ustedes han


trabajado en distintos espacios de la cursada, la noción de cuerpo que sostiene el
psicoanálisis de orientación lacaniana no es la de la biología, disciplina científica
que aporta el concepto de organismo a las distintas ramas de la medicina. En
efecto, la idea de un ser vivo reglado por un cierto número de leyes de
funcionamiento homeostático es una referencia axial en la interpretación de los
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hechos clínicos llevada a cabo por el discurso médico. En tal sentido, debemos
considerar los trastornos específicos del desarrollo como tributarios de los
postulados del paralelismo psico-físico y de la Psicología de las facultades. El
grupo es definido por Natalio Fejerman, autor de referencia en el campo de la
neuropediatría en Argentina, a partir de los siguientes puntos:

1. Los trastornos específicos del desarrollo comprenden los trastornos


por déficit de atención con hiperactividad, los trastornos en las
habilidades motoras, los trastornos de la adquisición del lenguaje oral
y aquellos que comprometen el aprendizaje de la lecto-escritura y el
cálculo.

2. A manera de etiología, para este abanico de cuadros se admite una


base neurológica pero, a diferencia de lo que acontece con las
encefalopatías no evolutivas, “no se encuentran anormalidades
específicas en los estudios por imágenes, ni en los exámenes
neurofisiológicos, ni en las investigaciones neurometabólicas”ii.

3. A guisa de patogenia, el autor postula que “alguna noxa afectó al


cerebro en una etapa de desarrollo provocando un desfasaje en la
ulterior adquisición de pautas madurativas sin lesiones
macroscópicas ostensibles”iii

4. En cuanto a la evolución de esta pléyade de cuadros clínicos,


Fejerman subraya que la misma “tiende a mejorar con la maduración
del sistema nervioso central (SNC), es decir, con el curso del
tiempo”iv.

Habida cuenta de la mejoría de estos cuadros con el crecimiento, el autor


señala que se puede conservar para ellos el nombre histórico de Disfunción
Cerebral Mínima (DCM)

“tratando de aceptarlo como amplio y no estrictamente definitorio, con la idea de transmitir


a los padres el concepto de una condición que, si bien es de origen neurológico u “orgánico, no

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implica una etiqueta de “lesión” irreversible, sino verdaderamente un disfunción o alteración en
cierta funciones cerebrales” […] Más aún, en charlas informales, suelo sugerir, que todos
debiéramos reconocer en nosotros mismos algún signo de DCM, ya que es improbable que el
funcionamiento de nuestro SNC sea perfecto en todas sus áreas. ¿No es cierto, acaso, que
algunos somos más inquietos que otros, o menos habilidosos en las performances motoras y
deportivas habituales, o que tenemos diferencias en nuestras velocidades de lectura y
comprensión de textos? Pues bien, la persona que tiene dificultad para concentrarse o quedarse
sentada un tiempo prudencial, o no juega bien al fútbol a pesar de que le hubiera gustado hacerlo,
o requiere más tiempo para decidir hacia qué lado de su casa queda el negocio donde hace sus
v
compras habituales, tendría entonces signos de DCM sin haberse sentido enferma.

Elegí citar al Dr. Fejerman in extenso en razón de que sus reflexiones


ilustran, por un lado, una perspectiva teórico-clínica vigente, que abarca cuadros
de indudable valor clínico. No obstante, tal como se desprende de su peculiar
extrapolación de la hipótesis psico-orgánica al terreno de las variaciones
interpersonales, puede afirmarse que, con ímpetu renovado, las enseñanzas que
extrajo Henri Bayle del estudio de la aracnoiditis crónica en la primera mitad del
siglo XIX se deslizan por la pendiente del uso abusivo y reduccionista. Al modo de
una especie de “neuropatología de la vida cotidiana”, el párrafo revela una
concepción de los síntomas que los reduce a su costado deficitario, distanciado de
una hipotética performance ideal, signos directos de una disfunción sutil del
organismo. Tal punto de vista es solidario de un uso abusivo de la idea de
maduración neuropsíquica, según la cual la paulatina diferenciación histológica
posnatal del sistema nervioso posibilitaría la adquisición progresiva de nuevas
capacidades y funciones psicomotoras.

Entiéndase bien, no es el objetivo de este ateneo poner en duda la


existencia de eventuales perturbaciones en la adquisición del lenguaje oral o en el
aprendizaje de habilidades académicas que conlleven determinantes biológicos.
Por el contrario, quisiera poner el énfasis en el valor de contingencia que debemos
otorgar a las causas orgánicas, elementos necesarios pero no suficientes para
explicar la envoltura formal particular del síntoma de cada uno y, más allá, el
arreglo singular que entraña todo padecimiento que interese al psicoanálisis. En

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efecto, allende la disfasia o los trastornos disléxicos efectivos, insiste un sujeto
que responde a su modo a la dimensión traumática que vincula sexualidad y
lenguaje.

No obstante, nos detendremos a continuación en la más conflictiva de las


categorías clínicas que integran el grupo de los trastornos específicos del
desarrollo: el trastorno por déficit de atención con hiperactividad.

Designada con un gran número de términos: inestabilidad psicomotriz


infantil para los autores de lengua francesa, síndromes hiperkinéticos para los
anglosajones, niño acting-out, disfunción cerebral mínima, entre otros, se
construyó a lo largo del siglo XX una categoría nosográfica polémica perteneciente
al campo de la psicopatología infanto-juvenil, objeto de un debate aún vigente en
cuanto a su validez nosológica, etiopatogenia y abordaje terapéutico.

Desde la descripción inicial de Kraepelin en 1898 bajo la figura del


psicópata inestable hasta la categoría de Trastorno por Déficit de Atención con
Hiperactividad (TDAH) propuesta por el DSM V en 1994, se advierte un interés
creciente en este síndrome por parte de diferentes orientaciones teóricas. La
neuropsiquiatría, el psicoanálisis y, más recientemente, distintos abordajes
provenientes del campo de las neurociencias han intentado cernir un hecho
psicopatológico cuyas manifestaciones más bastas (distractibilidad, hiperactividad
e impulsividad) exigen una aproximación que privilegie el detalle clínico y que
permita discernir lo diverso en el seno de lo aparentemente idéntico. En tal
sentido, la alta comorbilidad señalada para el TDAH por los sistemas de
clasificación internacionales, atestigua una vez más el criterio sindrómico que
organiza esta nosografía, dado que inquietud, inatención y conductas
atolondradas e imprudentes pueden encontrarse tanto en el contexto de neurosis
de la infancia, como en organizaciones pre-psicóticas, en presentaciones del
retraso mental así como en los denominados “trastornos generalizados del
desarrollo”. Asimismo, la elevada prevalencia del cuadro en niños de edad escolar
referida por distintos autores, sumado a la notoria heterogeneidad de muchas de

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estas mediciones, llaman al psicólogo clínico a adoptar una actitud crítica frente a
los distintos instrumentos conceptuales disponibles para cernir estas
presentaciones, cuyas diferentes articulaciones clínico-etiológicas redundan en
estrategias terapéuticas divergentes.

Algunos desarrollos de la neuropsicología hacen pié en el sujeto del


conocimiento y proponen un modelo explicativo del TDAH, basado en una
concepción modular de la actividad cerebral. Entre ellos, podemos citar a Sánchez
Carpintero y Narbona, quienes recurren a la hipótesis de la existencia de un
“sistema ejecutivo” cerebral para postular una patogenia del síndrome basada en
la disfunción de dicho módulo. Según estos autores, para la traducción del término
anglosajón executive sistem

“los términos función supervisora o función directiva serían, probablemente, más exactos
en castellano, ya que [se refieren] a una función que realiza tareas de planificación y control de
otros sistemas, es decir, tareas directivas y de supervisión”vi.

A partir de esta metáfora empresarial, se explayan acerca del sentido


consensuado por la comunidad científica para el sistema en cuestión:

En resumen, la mayoría de los autores coincide en incluir en el SE aquellas capacidades


cognitivas empleadas en situaciones en las que el sujeto debe realizar una acción finalística, no
rutinaria o poco aprendida, que exige inhibir las respuestas habituales, que requiere planificación y
toma de decisiones y que precisa del ejercicio de la atención consciente.vii

Este andamiaje conceptual permite atisbar la brecha insalvable que media


entre la premisa que los atraviesa –la existencia de un sujeto del conocimiento en
el campo psicopatológico- y la hipótesis del sujeto del inconsciente. Haremos una
pequeña digresión sobre esta oposición.
En la “Presentación de la traducción francesa de las Memorias del
Presidente Schreber”, Lacan subraya la lectura impar que Freud realiza de este
documento:

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“La soltura que se permite Freud en este asunto es simple pero decisiva: introduce en él al
sujeto en tanto tal, lo cual significa no evaluar al loco en términos de déficit y de disociación de
funciones”viii
Así como con el loco, el meollo del asunto con el niño “hiperkinético” es
discernir de qué sujeto se habla, punto de separación irreversible entre la
neuropsicología o la psiquiatría y el psicoanálisis. Es que la idea de un sistema
ejecutivo averiado como explicación del síntoma actualiza la ilusión denunciada
por Lacan en la primera parte de “Cuestión preliminar” -texto que Uds. han
trabajado en Psicopatología I-, acerca de la función de garante del Percipiens en
relación con el problema del conocimiento. Este sujeto, supuesto agente de la
percepción y pretendido lugar de síntesis de la información múltiple y heterogénea
acerca del fenómeno a conocer, sería un rostro más de la función de
desconocimiento del yo. En efecto, si recordamos que la porción de realidad
abarcada por lo percibido está hecha de significantes, entonces debemos admitir
que en el niño que aprende, que se desarrolla, es necesario suponer un sujeto
que, en el mismo movimiento con que se dispone al conocimiento de la realidad,
será dividido, escindido por los significantes que le conciernen en toda percepción
singular de un objeto. Cuestión a lo que el psiquiatra o el psicólogo positivista
hacen “oídos sordos”.
Hecha este comentario acerca de la cuestión del sujeto, volvamos a la
perspectiva neurocognitiva del TDAH. Munido de esta conceptualización, el
discurso médico hace entonces de esta constelación empírica una enfermedad, en
tanto se la postula como un síndrome bio-comportamental, de presentación
heterogénea y con un componente genético importante, estrechamente
relacionado con una performance deficitaria del lóbulo frontal: conforme este punto
de vista, los circuitos involucrados (aquellos que conectan el córtex pre-frontal con
el estriado ventral -el núcleo caudado y el globo pálido-) estarían comprometidos
en la falla de las funciones ejecutivas interesadas en los procesos cognitivos: así,
esta manera de pensar es solidaria de la actual deriva nosográfica del trastorno,
que comienza a otorgar valor diagnóstico a ciertas presentaciones en las que la
distractibilidad de inicio tardío reviste un carácter exclusivo, sin inquietud ni
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conductas temerarias significativas, situándonos en los umbrales de un nuevo tipo
clínico del TDAH. Al igual que las monomanías de Esquirol de mediados del siglo
XIX, esta categoría naciente redobla la apuesta del empirismo al elevar un rasgo
observable aislado al estatuto de trastorno, en el marco del avance de la clínica
monosintomática. En tal sentido, cabe insistir una vez más, consideramos
imprescindible servirnos de la brújula conceptual que nos provee la enseñanza de
Jacques Lacan, para orientar la clínica, en tanto práctica que se organiza a partir
de la delimitación del detalle decisivo que permita precisar la articulación
fenómeno-estructura propia de cada presentación.

I.b.Trastornos del desarrollo: evolución de la categoría clínica y sus


relaciones con la patologización de la infancia

En cuanto al tema de este apartado, el íntimo vínculo entre los cambios de


la taxonomía y el avance del fenómeno denominado “Patologización de la
infancia”, he elegido introducirlo con ayuda de un cuento infantil de la joven y
talentosa escritora argentina Isol Misenta, “Petit, el monstruo”.

Petit - refiere la autora - es un niño bueno que juega con su perro. Y agrega:
Petit es un niño malo que tira del pelo a las niñas. Petit puede ser muy bueno con
el abuelo Paco… y puede ser malísimo con las palomas. Su mamá le pregunta: -
¿Cómo puede ser que un niño tan bueno a veces haga cosas tan malas? Petit no
sabe qué contestar. Y es que es difícil verlo claro! Porque Petit es malo cuando
cuenta mentiras y bueno inventando cuentos. ..

El relato transita distintas situaciones que, mediante una serie de opuestos,


mantienen abierto este interrogante hasta llegar a la última página. Es la hora de
dormir y Petit ya está en la cama. Sin embargo, permanece con los ojos muy
abiertos porque aún no ha encontrado “un manual de instrucciones que le aclare
sus dudas”.

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He vuelto en varias ocasiones sobre este librito dado que resulta
sorprendente su capacidad de dejarnos a todos con los ojos abiertos en vez de
permitirnos conciliar el sueño.

Detengámonos en el nombre del cuento: “Petit, el monstruo”. Cabe recordar


que lo monstruoso está desde siempre ligado a lo infantil. En ese sentido, y si bien
un lingüista nos podría advertir que la etimología de las palabras nos acerca a una
verdad que no deja de ser una ficción engañosa, creo oportuno citar la definición
que da de ello el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de
Covarrubias, el primer diccionario monolingüe del castellano que se publica en los
albores del siglo XVII:

MONSTRO, es cualquier parto contra la regla y orden natural, como nacer el hombre con dos cabeças, quatro
brazos, y quatro piernas; como aconteció en el condado de Urgel, en un lugar dicho Cerbera, el año 1343, que
nació un niño con dos cabeças, y quatro pies. Los padres y los demás que estavan presentes a su nacimiento,
pensando supersticiosamente pronosticar algún gran mal, y que con su muerte se evitaría, le enterraron vivo.
Sus padres fueron castigados como parricidas, y los demás con ellos.

Como se desprende de este vetusto diccionario, el monstruo muestra el


futuro, y advierte de la voluntad de los dioses. La deformidad infantil presagia un
gran mal que la divinidad depara a la comunidad en la que irrumpe lo
inclasificable. Los padres mencionados por Cobarrubias leyeron allí un signo
funesto y remediaron de manera dramática un peligro en ciernes.

Acaso no podríamos pensar que la patologización de la infancia sea un


modo aggiornado del no querer saber nada del hombre civilizado acerca del
malestar en la cultura, cuando éste asume los ropajes de la incomodidad ante la
conducta desarreglada y oscura, inexplicable, que muchas veces presentan los
niños y adolescentes?

De manera saludable, el cuento de Isol no permite que sus personajes se


respondan precipitadamente sobre aquellos comportamientos que atentan contra
“la regla y el orden natural”, aún al costo de tener que tolerar cierto monto de
angustia. Celebramos el desenlace inusual del cuento en tanto la advertencia, el

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mensaje de los dioses que insiste en hacerse oir, a veces anudado al sufrimiento,
requiere de nuestra parte un primer movimiento en el terreno de la transferencia:
dejar hablar al niño y a sus padres, a los efectos de que lo incomprensible y
molesto que diera lugar a un pedido de atención profesional pueda desplegarse en
el plano discursivo y divida a alguno de los protagonistas de la historia. Es que si
lo que anima al analista en su quehacer clínico es el deseo de saber, este impulso
al saber sobre lo reprimido ya está en marcha desde el primer momento de todo
derrotero clínico, el de la operación del diagnóstico. Cabe agregar al respecto que,
en el psicoanálisis de orientación lacaniana, incluso en la extensión de esta
práctica al campo de la infancia, se entiende al diagnóstico a partir de una
concepción diacrónica, no descriptiva de la clínica, que busca situar una estructura
permanente en el cambio. Más allá del reconocimiento de similitudes observables,
se apunta a cernir los tipos de síntomas -neuróticos, psicóticos y perversos- como
hechos de discurso distintivos en el campo de la transferencia. Sólo a partir de
pasar por este nivel de particularidad puede delimitarse lo que hay de más
singular, de inclasificable en toda presentación sintomática. La posibilidad de que
se renueve la respuesta silvestre del sujeto a su malestar se alcanza a condición
de que podamos cribar lo que es del orden del caso por caso, en lo que atañe a la
ensambladura del síntoma, a la estructura y función del mismo.

En oposición a dichas maniobras diagnósticas preliminares, la deriva


contemporánea hacia una patologización de los supuestos síntomas infantiles, se
muestra solidaria de la hegemonía de la clasificación de manual, descendiente
empobrecida de los clásicos de la psiquiatría y, a la vez, paradójicamente
hipertrofiada, tal como lo atestigua el creciente número de trastornos mentales
inventariados por tales nosografías internacionales. Estos cuadros sinópticos cada
vez más extensos, privilegian una perspectiva meramente sincrónica y sindrómica
que apunta a circunscribir el estado actual del paciente a partir del discernimiento
de semejanzas empíricas. El diagnóstico clasificatorio procede de esta manera
mediante el reconocimiento de un mínimo significativo de descriptores
sintomáticos en el cuadro clínico presente del individuo, y deja de lado, borra los

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aspectos particulares y singulares del sujeto bajo la figura de un universal, la
especie del trastorno mental en cuestión. Más allá del tenor categorial o
dimensional de estas clasificaciones, puede aseverarse que todas coinciden en
una fragmentación y multiplicación de categorías cada vez más cercanas al
monosíntoma y acompañadas por una interpretación orgánica abusiva. Así, en el
DSM V, gran parte de los cuadros clínicos que en el viejo DSM IV correspondían a
los Trastornos de inicio en la infancia y la adolescencia, ahora integran los
Trastornos del llamado neurodesarrollo, entre los que quedan incluidos los
trastornos del espectro autista, la discapacidad intelectual, los trastornos del
aprendizaje y los trastornos por déficit de atención / hiperactividad. Tal como el
agregado del prefijo neuro lo anuncia, la asimilación de los trastornos globales, los
generalizados y los específicos en un mismo grupo, refleja el retroceso de un
criterio clasificatorio basada en una oposición descriptiva
(generalizado/sectorizado) frente al avance de hipótesis causales neurológicas
indiscriminadas. Así, esta deriva en la manera de aprehender las perturbaciones
del desarrollo, se puede considerar paradigmática del acendramiento de la
construcción de categorías a partir de la hipótesis de un déficit de base somática
que deja de lado la noción de respuesta subjetiva, propia de toda legítima
nosología psicopatológica. A guisa de ejemplos de este deslizamiento cada vez
más desembozado, examinaremos brevemente dos de ellas: el conocido
“Trastorno por déficit de atención/ hiperactividad” y el inédito “Trastorno de
desregulación disruptiva del estado de ánimo”. En cuanto al primero, es menester
subrayar que ya en el título se advierte un cambio pequeño pero significativo: la
preposición con que mantenía vinculados el déficit de atención y la hiperactividad
en el manual de 1994 en el DSM V ha sido reemplazada por una barra. Esta
modificación se liga, indudablemente, al paulatino borramiento de la demarcación
del cuadro clínico. Este obedece a cambios en las pautas diagnósticas. En lo que
atañe al criterio B, recordemos que el límite de edad antes del cual deben haberse
presentado algunos de los síntomas ha sido llevado de los 7 a los 12 años; en
cuanto al criterio A, para los mayores de 17, debe destacarse que el mismo ya no
exigen 6 síntomas sino sólo 5 de los apartados 1 y 2 que despliegan un repertorio
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de 9 síntomas posibles de inatención y 9 síntomas de hiperactividad-impulsividad,
respectivamente. De ello se desprende una creciente laxitud para la formulación
diagnóstica y el desdibujamiento del síndrome hiperkinético como uno de los
Trastornos específicos del desarrollo, “democratizando” el acceso a esta etiqueta
para el resto de la población.

Por su parte, proveniente del campo de la gran familia de la Depresión, el


“Trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo” constituye la última
novedad que el DSM propone para el niño de hoy. El rasgo central que vertebra el
cuadro es una irritabilidad crónica, grave y persistente que se instaura antes de los
10 años. Según el manual, este trastorno tiene dos manifestaciones clínicas
relevantes, la primera está representada por los accesos de cólera frecuentes,
verbales o conductuales, en respuesta a la frustración; la segunda, es un estado
de enfado crónico entre los graves accesos de cólera.

Como índice de la fragilidad epistemológica de estas categorías, es


indispensable mencionar que ambas “enfermedades mentales” presentarían una
prevalencia muy alta: alrededor del 5 % de la población general de niños en cada
caso. Además, cabe agregar que el manual reconoce la elevada comorbilidad que
ostentan estos cuadros clínicos. En el caso del “Trastorno de desregulación
disruptiva…”, incluso llega a reconocer, sin ambages, que “las tasas de
comorbilidad del trastorno (…) son extremadamente altas. Es raro encontrar
pacientes cuyos síntomas cumplan únicamente los criterios del trastorno de
desregulación disruptiva del estado de ánimo” (APA, 2014, 160).

Esta constelación, que ni siquiera considera si se trata de una fuente de


sufrimiento de los niños, encuentra así su etiqueta pseudomédica.
Descontextuado de sus resortes transferenciales, de las posibles declinaciones del
vínculo con el Otro que todo enfado puede tener, el comportamiento infantil así
encorsetado recibe finalmente la respuesta psicofarmacológica que, en realidad,
ha determinado su configuración de antemano. Esta supone un doble movimiento,
el desgarro de la presentación del infortunio de cada uno y la posterior unificación

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de algunas de sus partes en, por ejemplo, el enojo “patológico” de todos, una entre
las diversas categorías mórbidas que tendrán como complemento terapéutico una
substancia química con la que se intenta domar y silenciar lo que no anda. Así, el
avance incesante de la oferta de nuevos medicamentos va segregando una clínica
que se despliega, que se va estructurando en torno a los efectos que produce el
fármaco. No es ocioso insistir en la íntima colusión entre los efectos de los
medicamentos y los “síntomas” que resultan decisivos en la construcción de los
nuevos taxones. En tanto aquellos operan a nivel neuronal determinando un
incremento o disminución de los neurotransmisores, el efecto se refleja a nivel
comportamental también desde una perspectiva cuantitativa: más o menos
irritabilidad, mayor o menor impulsividad, tristeza o atención. Con la preeminencia
dada a estos descriptores aprehensibles en términos dimensionales, toda la
multiplicidad de matices cualitativos es susceptible de ser reducida al déficit de
una sustancia común a todos, que universaliza y oculta la heterogeneidad del
sufrimiento humano.

El probable apaciguamiento del malestar psíquico o la rectificación del


desarreglo conductual procurado por un psicofármaco puede tener, sin embargo,
un costo mayor que el económico: y es que el uso del medicamento como
modalidad terapéutica excluyente es una de las tantas maneras en que la lógica
de mercado intenta dar consistencia imaginaria a aquello que sólo puede ser
bordeado: el objeto causa del deseo. Empujado hacia el consumo constante de
sus sustitutos, los objetos producidos por el capitalismo contemporáneo, el
paciente experimenta la ilusión fallida de evitar la castración, siempre acompañada
por una satisfacción cada vez más efímera que se despeña en ocasiones en una
insaciabilidad constante y la voracidad renovada del sujeto. Apartado de este
modo de la condición de sujeto del inconciente, que en su paso por el Otro logra
condensar un exceso de satisfacción en el síntoma, el niño tiende a participar del
nuevo estatuto de sujeto propiciado por la patologización de la infancia, una de las
consecuencias de la intromisión del discurso capitalista en el campo de la
medicina. Este nuevo estatuto de sujeto supone una modalidad de goce más

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elusivo a la intervención por la palabra en la medida en que no está amarrado al
lazo social, correlativo de lo que ha sido denominado la declinación social del
discurso histérico, modo de vinculación de los seres que hablan indispensable
para que un exceso de satisfacción encuentre algún anclaje en el campo de la
transferencia.

Lo planteado hasta aquí, permite señalar que las estrategias tendientes


justamente a reinstalar el amor de transferencia son las que convienen para
promover la construcción de un síntoma que quizás se avenga a recircular por los
caminos del Otro en el encuentro con un objeto especial, uno que no entra en la
serie de los objetos producidos por la técnica capitalista. Nos referimos al objeto
analista, cuya introducción producirá un necesario reordenamiento de los
fenómenos en el campo de la transferencia.

Con la ayuda eventual de un medicamento en algunos casos, peros


siempre privilegiando el recurso al encuentro con un otro, es posible que algo de lo
monstruoso que jalona la consulta por un niño dé un giro inesperado y suscite, a
partir de la fidelidad del clínico a la envoltura formal del síntoma, efectos de
creación.

Pasemos entonces a las viñetas clínicas. Las tres primeras intentan poner
en primer plano distintas posiciones subjetivas a partir de un mismo aspecto
conductual. Estos niños –que transitaban el período de la latencia al momento de
la consulta- llegan derivados por dificultades escolares con un diagnóstico previo
de TDAH. La detección de los síntomas cardinales de dicho cuadro en estas
presentaciones había dado lugar a sendos intentos infructuosos de abordaje
psicofarmacológico, tanto con metilfenidato como con otros medicamentos de
segunda elección.
La cuarta y última formalización corresponde, como veremos, a un
pequeño en cuya presentación pudo cernirse la imbricación de dos cuadros
clínicos solidarios de perspectivas teóricas heterogéneas.

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Segunda parte: casos clínicos.

II. a. De la distractibilidad a la identificación parcial al rasgo

El primer fragmento clínico que examinaremos hoy corresponde a un


recorrido preliminar con una jovencita derivada por el equipo de orientación de su
colegio, en razón de un fracaso académico de larga data. Conforme las
evaluaciones realizadas, además de la desatención como síntoma que destaca en
primer plano, Candela presentaba un nivel intelectual fronterizo, asociado a
dificultades evidentes de tipo disléxico. El deambular silencioso por el aula, sus
salidas repetidas a los pasillos del colegio donde permanecía sin hacer nada, en
actitud distraída, dieron lugar a una primera consulta psiquiátrica con un
profesional, quien, basándose en una mera delimitación empírica del cuadro,
formuló un diagnóstico de trastorno por déficit de atención e implementó sucesivos
ensayos farmacológicos, sin resultados terapéuticos. Por el contrario, la palabra
dada a esta niña de 9 años y a su madre, permitió comenzar a cernir la naturaleza
del síntoma.

Durante los primeros encuentros, Candela se muestra plácidamente


distraída, cuenta sucesos escolares en los que siempre ocupa el lugar de
espectadora y sus ropas y accesorios portan la imagen de una calavera fantasmal,
ícono de la película “El extraño mundo de Jack”. No obstante, instada a tomar
posición respecto de su participación en el dispositivo, algunos olvidos
significativos comienzan a jalonar su discurso: por un lado, si bien acepta venir a
las entrevistas, dice no recordar por qué lo hace, y por otro, refiere que, toda vez
que le pregunta a su mamá por los motivos de la consulta, olvida lo que ésta le ha
dicho no bien llega a la sesión.

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Según su progenitora, Candela es el fruto de una breve relación con un
hombre que jamás se interesó por su hija. Agrega que hasta ese momento no le
ha hablado de su padre porque ella no ha preguntado. Luego de admitir el temor
angustiante que la embarga cada vez que considera tomar la palabra al respecto,
refiere que, en llamativo contraste con sus frecuentes olvidos de los deberes
escolares, Candela nunca deja de mostrarle las “comunicaciones a los padres”
que su maestra prende en su carpeta.

El relato de Candela y de su madre arroja entonces una luz incipiente sobre


el motivo de consulta: las dificultades escolares empiezan a revelar así sus
resortes estructurales en tanto manifestaciones de una neurosis entendida como
“una pregunta cerrada para el propio sujeto, pero organizada, estructurada como
pregunta, [en la que] los síntomas se dejan comprender sin que el sujeto sepa que
la articula” (Lacan, 1957, p. 392). La decisión de la madre de hablar con su hija
sobre el padre ausente –indicación del analista-, conduce a Candela a confiar en
sesión un “antiguo secreto”: ella sigue pensando que su padre está muerto, a
pesar de que su madre le ha confirmado que está vivo. En el marco de la apertura
de la transferencia, el “Papá Noel” espectral de la película de Tim Burton revela su
valor de pivote significante capaz de relanzar el deseo y movilizar el goce
congelado en la identificación imaginaria al padre muerto. Así, surge
paulatinamente el interés de Candela en actuar en una obra de teatro… ¡como
fantasma! Comienza a llevar libros de aparecidos a la sesión y se anima a
compartir estas historias bajo la condición del analista de que sea ella quien las
lea. Poco a poco, la niña comienza a arriesgar hipótesis sobre lo que pasará a
continuación en cada relato, a volver sobre lo escrito cuando su lectura parece
tropezar, aduciendo que “uno puede equivocarse”.

II. b. Ser o no ser el tesoro de mamá, he aquí la cuestión

Por su parte, Joaquín, llega a la consulta señalado como un „soñador


despierto‟ por sus padres y maestros. Es el propio niño quien intenta ilustrar esta
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distractibilidad aduciendo no haber podido concentrarse para redactar una
composición escolar cuyo título, propuesto como disparador por la maestra, no
puede recordar: al fin recuperado, el título “A ella no le quedaban más que cinco
centavos”, se acompaña de la siguiente asociación: “si continua dándome 5 pesos
por cada tarea terminada, a mi mamá no le va a quedar nada de plata”. Tal como
esta viñeta permite vislumbrarlo, en este caso la distractibilidad era un indicio del
retorno de lo reprimido en el ámbito del pensamiento de este pequeño obsesivo:
aquello de lo que nada quiere saber, la castración del Otro, puesta de manifiesto
por la problemática relación de su madre con el dinero, quien, tal como lo ha
advertido Joaquín, no tiene éxito como comerciante dado que pretende, de
manera inflexible, vender sus mercadería al doble de su precio de costo.

Acompañar su cuestionamiento a la interpretación inicial del lugar en el que


se ha instalado para el Otro, acarreó por añadidura la posibilidad de interesarse y
de responder por sus labores escolares.

II. c. La inquietud de no tener un cuerpo

En el marco de las entrevistas preliminares, brindar la oportunidad a cada


paciente de hablar sobre aquello que lo aqueja, posibilita al analista precisar
posiciones distintas en relación al orden del lenguaje: en el caso de Juan, sus
relatos reiterados sobre sucesos de su vida siempre distintos y abiertamente
inverosímiles, su pregunta recurrente y perpleja acerca del punto exacto del inicio
de su vida y sus rituales inflexibles concernientes a su vestimenta, ponen de
relieve la dramática posición del esquizofrénico, quien debe afrontar el problema
que le plantean la realidad, el yo y el cuerpo sin el auxilio de la operación de la
castración. Aquí, las fabulaciones cambiantes que recuerdan a las ensoñaciones
patológicas descriptas por Minkowski y los rituales pseudo-obsesivos constituían
modestos arreglos frente a un Otro intrusivo y a un goce en exceso que retornaba
en el cuerpo tal como lo atestiguaba su inquietud distraída casi permanente. La
escritura en sesión de una historia del vestido femenino, una y otra vez retomada
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por el paciente, se acompañó de un sensible apaciguamiento de su malestar, a la
vez que permitió atisbar un posible viraje paranoico a través del narcisismo de
recomposición delirante que se anunciaba en el horizonte de sus producciones.

II. d El telegrama mal telegrafiado…a la segunda potencia.

Por último, quisiera compartir con Uds. una viñeta clínica que no supone
una disyunción, sin una conjunción diagnóstica. Es traído a mi consulta un niño de
tres años y 10 meses con un retraso en la adquisición del lenguaje oral y una
cierta tendencia al aislamiento. Esta presentación había motivado la consulta de
sus padres tiempo atrás a otro equipo profesional. El cuadro clínico presentado
por Ernesto fue diagnosticado en aquella oportunidad como un Trastorno
Generalizado del Desarrollo, de tipo autista, según los criterios vigentes en ese
entonces del DSM IV. Basado en la constatación de supuestas limitaciones
significativas en la reciprocidad social, la imaginación y el juego simbólico y en la
comunicación verbal y no verbal, ejes que conforman la denominada Tríada de
Wing (Wing & Gould, 1979) este juicio clínico de pesadas resonancias pronósticas
decidió a los padres a hacer una nueva consulta.

En consonancia con el comportamiento desplegado por los pequeños


pacientes que Kanner describe en 1943, en la entrevista de admisión, el niño
ingresa al consultorio sin mirar a los ojos del extraño que lo recibía, explorando la
habitación en un deambular incesante. Tras sacar todos los juguetes de la caja y
examinarlos sumariamente, los abandona y se dirige a la ventana donde se
detiene unos segundos a mirar hacia afuera. Me acerco, miro también hacia
afuera y le pregunto qué hay de interesante. Por un instante, vuelve la mirada
hacia mí y dice “¡pípi!” para luego continuar con su recorrido silencioso por el
cuarto. La aparente tendencia al aislamiento “autista” de Ernesto es puesta en
cuestión por este detalle clínico que, no obstante su fugacidad, constituye un
elemento de juicio decisivo para comenzar a cernir la posición subjetiva del niño.
Lo que el pequeño hizo fue un “comentario” de una sola palabra. Allí estaban las
22
palomas en los techos vecinos para darnos la prueba del despliegue de un acto
declarativo, parco sin duda, pero donde el deseo se vislumbra articulado al deseo
del otro, en la coordinación de las miradas, en la búsqueda de la atención
conjunta.

Ya desde un primer encuentro con Ernesto la posibilidad de hallarnos ante


un cuadro de autismo infantil precoz de Kanner quedaba seriamente cuestionada.
El carácter sindrómico de los criterios con que el DSM delimitaba sus categorías
clínicas permite explicar el yerro inicial: al enfatizar los aspectos deficitarios, las
limitaciones, en desmedro de la búsqueda de los síntomas primarios que
distinguen y vertebran la constelación clínica que Kanner estabiliza en 1956, el
DSM conduce a numerosos “falsos positivos”.

El retraso significativo de la adquisición del lenguaje oral que el paciente


presentaba se acompañaba de alteraciones fonológico-sintácticas en la
construcción de las frases, con sustitución, omisión e inversión de fonemas,
emisiones ecolálicas inmediatas y déficits en la comprensión, entre otras
manifestaciones. Las mismas corresponderían a un trastorno específico del
desarrollo que suele ser confundido con el Autismo: nos referimos a una variedad
del grupo denominado “Disfasias de evolución” o “Trastornos específicos del
desarrollo del lenguaje” (TDL). Esta familia de alteraciones heterogéneas y
persistentes de la adquisición del lenguaje oral -considerado este último desde
una perspectiva instrumental- forma parte de los trastornos “específicos” en la
medida en que “no puede explicarse ni por déficits intelectuales más generales, ni
por déficits socioemocionales, ni por déficits neurológicos, perceptivos o motores”
(Riviére y otros, 1992, 719). El carácter sectorizado de esta limitación, la ausencia
de una genuina discapacidad intelectual –déficit global-, es atestiguado
tempranamente, entre otros elementos clínicos, por la frescura y los matices de
sus ocurrencias. Proveniente del litoral platense, conocedor de diversos términos
náuticos, en un juego con bloques me muestra una construcción: “mi ancha”,
expresión que remite a una embarcación paterna a motor. A los pocos días, al
descubrir una reproducción de Joaquín Sorolla ix en el consultorio, Ernesto me mira
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y exclama sorprendido “¡baco piata!. El temprano discernimiento de todo un
abanico lexical relativo a las embarcaciones y la frescura de su utilización son
algunos de los fenómenos que cuestionan la posibilidad de encontrarnos ante un
retraso mental.

A lo largo de los años, con apoyo fonoaudiológico y una adaptación de las


propuestas curriculares pedagógicas, preescolares y escolares, Ernesto ha
avanzado paulatinamente en el despliegue de sus competencias lingüísticas y se
encuentra, ya en los albores de la pubertad, embarcado en un dificultoso
aprendizaje de la lectoescritura. Esta constatación confirmaría los datos de la
bibliografía, los que señalan una frecuente asociación co-mórbida de los TDL con
el trastorno específico de adquisición de aquella habilidad académica. Habida
cuenta de estos aspectos deficitarios, y si bien la adquisición del juego simbólico y
de las capacidades de representación no verbal en los niños puede estar
perturbada por un trastorno disfásico (Riviére ), en Ernesto se verifica
tempranamente el despliegue de diferentes juegos que imitan las actividades
propias de las figuras masculinas de la casa, escenas de rivalidad con su hermana
mayor, y diversos juegos simbólicos modestos en los que muestra una particular
atracción por los dinosaurios, los transportes y los robots. Estos intereses y
comportamientos, que serán acompañados durante años por un habla telegráfica
compuesta de palabras distorsionadas, no abonan la presunción de una
estructuración subjetiva autista. Agregaremos otro dato clínico que contribuye a
descartar esta hipótesis: En los primeros meses de seguimiento, la madre del niño
informa la rápida generalización del uso del pronombre demostrativo “este” a
diferentes objetos de su interés, luego de que ella se lo enseñara para que
Ernesto le comunicase qué disco compacto quería escuchar. El contraste con el
peculiar aprendizaje del adverbio “sí” evidenciado por Donald, el “paciente cero”
de Leo Kanner es notorio. Recordarán que en este caso el “sí” quedó férreamente
ligado a la azarosa situación inicial -ser subido a los hombros de su padre-; en
cambio, la ductilidad de Ernesto nos revela que, lejos de insistir en una
construcción del mundo signada por la holofrase, aquí el sujeto está constituido a

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partir del funcionamiento del polo metafórico, la sustitución paradigmática. La
emergencia del sujeto de la cadena significante en este niño puede ser seguida en
sus declinaciones con algunas viñetas más.

Ya en los primeros años la fijeza de los pedidos obstinados de Ernesto lo


vuelven intolerable para sus padres. “Quiero la cajita…feliz” era su demanda con
carácter de exigencia absoluta. Tal como lo señala Lacan en el Seminario V, la
modalidad de este pedido anuncia el futuro estilo obsesivo de dirigirse al campo
del Otro, jalonado “demasiado pronto” por una torsión particular de la condición
absoluta del deseo. En desmedro del Otro del amor, en lugar de hacer su recorrido
por el tesoro de los significantes, el deseo será degradado, imaginarizado,
haciendo del falo, que designa la falta, un objeto que le falta y que exigirá
perentoriamente.

En efecto, la estructuración obsesiva en ciernes de su deseo dará paso,


hacia el final de la latencia, a una modalidad de retorno de lo reprimido descripta
por Freud magistralmente en “Nuevas puntualizaciones”. En una de las últimas
entrevistas conjuntas con la pareja parental, el paciente insulta a su padre luego
de que éste diera su consabida negativa –con un acento burlón- a los habituales
pedidos insoportables de su hijo. Tras el “¡pelotudo!” espetado a su progenitor,
Ernesto se pasa la mano por delante de la cara, como apartando algo y agrega
“¡basta Jesús!” “¡No molestes Jesús!”.

Al igual que Pablo, el hombre de las ratas, Ernesto intenta apartar con su
“magia motriz” pensamientos que lo molestan, que irrumpen repentinamente
luego de haber agraviado a su padre. Las clases de catequesis constituyen la
fuente de la que extrajo las figuras religiosas que, una vez elevadas al rango de
significantes, anudan de modo singular su versión del complejo paterno.

Ernesto refiere que, desde hace un tiempo, Jesús “se mete” en sus juegos
de la play. Al momento de hacer uso de las armas virtuales, de ejercer la violencia
“como si”, Jesús no lo deja en paz, lo importuna con sus apariciones compulsivas.
Así como el temor de la alumna normal del relato de Manuel Puig reflejaba la
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división subjetiva propia de una identificación histérica, los autorreproches con
ropaje católico marcan otra escisión del yo, aquella que distingue al retorno de lo
reprimido en una neurosis obsesiva.

La clínica de la disfasia es pensada por los autores más relevantes de la


bibliografía especializada a partir de considerar el desarrollo del lenguaje como la
competencia primaria de un subsistema cognitivo relativamente autónomo. Desde
una concepción modular, se postula entonces que el lenguaje sigue un curso
evolutivo independiente de las otras capacidades generales (competencias
simbólicas o representacionales no lingüísticas). Esto sería particularmente
evidente en el caso de las habilidades fonológicas y morfosintácticas (habilidades
formales). Dicha perspectiva, común a diversos autores de raigambre cognitivista,
se basan en la hipótesis del carácter “instintivo” del lenguaje, su aprendibilidad,
apoyada en la idea de una disposición genética distintiva del ser humano.
Volvemos una vez más a toparnos con la noción del sujeto del conocimiento,
necesario garante en este caso de la síntesis del input lingüístico, sujeto
interpelado por la ciencia en su búsqueda de las causas biológicas de la disfasia.
Sin embargo, el psicopatólogo infanto-juvenil, no puede soslayar que, junto a la
pertinencia del uso de estas conceptualizaciones para pensar tales presentaciones
fenoménicas, es imprescindible introducir, en su abordaje de la demanda
terapéutica, la premisa del sujeto del inconsciente. Los casos presentados así lo
testimonian.

Bibliografía

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26
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Rivière, A.; Belinchon, M; Igoa, J.M. (1992/2004) Las alteraciones del lenguaje
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Piglia, R. (2003) Los sujetos trágicos (literatura y psicoanálisis), en Virtualia #7, Revista digital de la Escuela
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ii
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motricidad, aprendizaje, lenguaje y comunicación. Paidós, Biblioteca de Psicología Profunda 275. Buenos
Aires, p. 32.
iii
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iv
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v
Op. cit. 67.
vi
Sánchez-Carpintero, R.; Narbona, J. (2001) Revisión conceptual del sistema ejecutivo y su estudio en el
niño con trastorno por déficit de atención e hiperactividad, REV NEUROL 2001; 33 (1): 47-53, p. 47.
vii
Op.cit. p. 47.
viii
Lacan, J. (1966) Presentación de la traducción francesa de las Memorias del Presidente Schreber, en
Intervenciones y textos 2, Manantial, Buenos Aires, 1988.
ix
Se trata de una marina con un tema favorito del pintor español: el regreso a la playa de los botes almejeros
valencianos con su característica vela latina.

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