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II. [ T O C Q U E V I L L E Y SU TIEMPO]* '

A LEXIS de Tocqueville nació en 1805, de familia noble. Era


biznieto de Malesherbes e hijo del conde de Tocqueville,
prefecto de Metz. E n 18 31 fue enviado a los Estados Unidos
para estudiar el régimen penitenciario en aquel país. Permaneció
allí nueve meses. E n 1835 publicó el libro De la democracia en América
(primera y segundas partes actuales). Inesperadamente esta obra tan
severa de tema y de dicción logró un triunfo fulminante y de gran
resonancia. E l autor no contaba aún treinta años y se vio en él a
un nuevo Montesquieu. E n 1840 dio a la estampa la segunda parte
(hoy tercera) de su libro, que encontró mucha menos atención, a
pesar de ser aún más jugosa que las anteriores. E n 1839 fue elegido
diputado. E n 1848, después de la revolución de febrero, volvió al
Parlamento y en 1849 ocupó unos meses la cartera de Asuntos Exte-
riores en el segundo ministerio de Odilon Barrot. Poco después se
retiró de la vida pública. E n 1856 apareció su única otra obra: el
primer tomo de El antiguo régimen y la revolución. E n 1859 murió. Dejó
unos Recuerdos que se refieren a la revolución del 48 y que son de
extraordinario interés. E n su correspondencia, de que se han publi-
cado tres tomos más un volumen de epistolario con Gobineau, se
hallan, tal vez, las páginas más perspicaces y proféticas de su doctrina
política. D e constitución enfermiza, de carácter retraído, su vida
fue simpre recatada. Se negó a hacer las gesticulaciones a que se
entregaban sus contemporáneos y evitó con tácito desdén la fraseo-
logía del siglo. Por ello, después de haber aparentemente triunfado
tan pronto, se le olvidó no menos pronto. Pero si el lector se asoma

(1) [Apuntes para u n Prólogo a una edición de obras de Tocqueville.]

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a los libros que hoy se publican acerca de los tremendos proble-
mas del presente, sobre todo en Inglaterra y en Estados Unidos,
se encontraría sorprendido con que una y otra vez el autor cita a
Tocqueville como la mejor instancia. Parece, pues, que ha llegado
el momento de que se vuelva a leer a Tocqueville y por vez primera
se le entienda. Como suele acontecer, las experiencias de nuestro
tiempo nos han abierto los ojos para que podamos reconocer en él
uno de los pensadores políticos más importantes del siglo xix, en
ciertas calidades, el más seguro, rigoroso y responsable.

Nada garantiza mejor la autenticidad y, por tanto, el valor de


una obra intelectual como el hecho de que el autor se haya dedicado
a sus meditaciones y estudios movido por una necesidad íntima,
es decir, personal. La persona es pura intimidad. N o es nada hacia
afuera ni para otro. Es el ser hacia sí mismo y, por ello, pura verdad.
L o que pasa es que el hombre no se ocupa en ser persona, en ser su
propia persona, sino muy infrecuentemente. N i la curiosidad mental
ni el oficio bien aprendido aseguran esa última calidad en la operación
de intelecto que es la decisiva. Es preciso que el asunto importe al
autor como un elemento de su existencia que ha hecho presa en él
y lo lleva a la rastra, como la fiera a su víctima. Solo así se levantan
unidos en la mente el infinito estado de alerta y el sentimiento de
radical responsabilidad que hacen algo probable en el hombre ver
las cosas como son.
Tocqueville es un ejemplo claro de esto. Era incapaz de escribir
por escribir. D e aquí la escasez de su producción. Sus dos únicos
libros se ocupan de un mismo tema, tomado primero por su anverso
y luego por su reverso. Ese tema exclusivo de Tocqueville es la
democracia. Y a veremos cómo para él el reverso de la democracia,
esto es, la maquinaria en que la democracia consiste es la centra-
lización. E n vez de «centralización» hoy solemos decir «intervencio-
nismo del Estado», y si queremos emplear un vocablo antipático y
bastante estúpido que ha andado muy en boca en estos últimos
quince años, hablaremos de «totalitarismo».
Nótense las fechas. E l libro De la democracia en América se publica
en enero de 1 8 3 5 . Tocqueville vuelve a los Estados Unidos, con su
amigo Beaumont, en febrero de 1832 y en diciembre imprime su
memoria sobre el sistema penitenciario en los Estados Unidos.
Quedan, pues, poco más de dos años para la redacción de su grande
obra. La enorme masa de ideas sobre las diferentes formas de gobierno
que ella contiene, el sistema de principios sociológicos tan firme y
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madurado que las sustentan y que todo buen lector puede percibir
no han podido brotar en tiempo tan reducido. Máxime cuando
sabemos que Tocqueville era lento en su escritura. N o porque pade-
ciese tartamudez literaria, sino porque, como él mismo declara a
Beaumont, su más próximo amigo, en 1838, «vuelve a y revuelve su
pensamiento antes de emitirlo» ( 1 ) . Esta es precisamente, como vere-
mos, la condición sin par de su estilo intelectual, tan insólita en los
que escriben de política y a la que debe el magisterio que puede aún
ejercer sobre nosotros. T o d o ello nos obliga a retroceder más atrás
de 1 8 3 1 , fecha de su partida para América, y nos hace descubrir
que Tocqueville, apenas sale a la vida, desde sus veinte años, se
siente obsesionado por el tema «democracia», que va a dominar todo
el curso de su existencia. N o debe sorprender el carácter prematuro
de su preocupación y las meditaciones por ella suscitadas. La prema-
turación fue característica de la época. E n esta primera generación
posterior a la Revolución francesa, la generación romántica, es normal
que los individuos lleguen a la madurez muy poco después de los
veinte años y envejezcan también con celeridad. E l caso más repre-
sentativo fue Alfredo de Musset, decrépito antes de los treinta años (2).
A l salir de la adolescencia el hombre se forma, por vez primera,
el proyecto de su vida. La dosis de deliberación con que esto se
hace varía en los individuos. E l impulsivo se embarca, sin más,
en la primera figura de existencia posible que el azar fleta a su vera.
E l tímido, por el contrario, retiene sus primeros movimientos.
Vuelve sobre ellos. N o se contenta con la sugestión de su faz atrac-
tiva. Mira las cosas por todos lados, procura descubrir sus límites,
anticipar sus consecuencias, como en una jugada de ajedrez. Este
movimiento mental que detiene provisoriamente la resolución y da
la vuelta en torno de un proyecto de modo que descubre tras de su
faz halagadora su espalda peligrosa, es lo que llamamos reflexión.
Tocqueville era y fue siempre un tímido. Casi todos los grandes
pensadores han sido, por lo pronto, tímidos. La timidez es el gran
método intelectual. La duda metódica del hidalgo Descartes no era
sino timidez metódica. Cuando la coyuntura histórica permite que se
adueñen del poder los impulsivos y nada tímidos sobrevienen las
grandes catástrofes en las civilizaciones.
Pero hacia 1825 había otra razón para que la proyección de

(1) Correspondance, I I , 8 3 .
(2) E l hecho fue demasiado frecuente para que n o tengamos que deri-
varlo d e la estructura general que la vida occidental presentó e n aquellos
años.

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vida que el joven tiene que hacer no fuese fácil ni fluida. La figura
de existencia que anticipamos se perfila dentro de una sociedad
que, a su vez, nos presenta su figura de usos colectivos, de normas
establecidas, de instituciones públicas. Ahora bien, en 1825 las
sociedades europeas, por lo menos las continentales, eran en gran
parte ruinas. La Revolución francesa había machacado el antiguo
régimen cuando estaba a punto de ser todo lo perfecto que una
forma de sociedad y de gobierno puede ser. E l joven de entonces
se encontraba, pues, con que no sabía en qué^mundo social iba a
tener que vivir. D e aquí que al proyectar su vida se encontraba
teniendo que proyectar también la sociedad en que iba a vivir. E l
problema político se convertía a limine en un problema personal.
Por eso es la primera generación en que todos se ocupan de política.
E n 1825 gobernaba en Francia la Restauración. Pero nadie
crecía en ella. Las restauraciones —y me refiero a las auténticas,
a las que se intentan después de las auténticas revoluciones— son
lo más inverosímil, el fenómeno más artificioso que presenta la
historia. Algunos las quieren, pero nadie, ni los que las quieren, las
creen. La historia tiene de río no saber andar hacia atrás.
Tocqueville, de educación y de temple, era un noble del anti-
guo régimen. Pero es prodigioso advertir hasta qué punto su mente
estaba libre de toda adscripción al pretérito. N o creo que en sus
escritos pueda hallarse una sola expresión de nostalgia hacia aquellas
formas de vida ya inactuales. Tocqueville se sintió desde luego y
sin la menor vacilación franco al porvenir.
El porvenir trae incitaciones y limitaciones. La gran incitación
de aquellos años era poder vivir en una sociedad donde el hombre
se sintiese libre, y esto quiere decir concretamente que el individuo
se encuentre con que en ciertos sectores importantes de su activi-
dad pueda existir desde su personalísimo fondo, conforme a propia
inspiración o vocación. Es no entender y, por tanto, es falsear este
postulado de libertad, según entonces era sentido, ver en él un mero
afán de insumisión. Precisamente el acto en que más radicalmente
se siente el hombre libre es aquel en que por íntima decisión se liga
y entrega a una ley o norma, a una religión, a una doctrina filosófica
o política, a una disciplina moral, a las exigencias de una profesión.
E n cambio, cuando el hombre sigue un capricho le queda en el
fondo un sabor de servidumbre.
Antes que todo y sobre todo —sobre el subsuelo de fe cristiana
heredada— Tocqueville fue liberal. L o fue en forma más consciente
y depurada que solían serlo sus contemporáneos. Creía que si la

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historia en cuanto acontecimiento intrahumano tiene un destino
y si la evolución de las sociedades tiene una meta, esta meta y aquel
destino solo pueden consistir en establecer una armazón de institu-
ciones políticas y de usos cotidianos que hagan posibles existencias
libres.
Pero lo que no hizo nunca Tocqueville fue suponer que desear
una vida informada por la libertad constituyese un pensamiento
político. La meditación política empieza cuando nos preguntamos
si es posible eso que deseamos, y, de serlo, cómo. ¿Se dan en la
sociedad las condiciones para que una instauración de formas libres
del vivir sea probable? ¿Qué camino llevan los pueblos del Occi-
dente europeo en orden a su constitución civil? Tocqueville, al asomar
por vez primera a la vida adulta, no puede apartar de sí la presión
de esta pregunta. V e que de ella va a depender su existencia y la
de las generaciones posteriores. Entonces dirige una mirada peren-
toria al horizonte histórico y, al contemplar su tiempo, ve ascender
por todas partes la forma democrática como una marea viva que
nada puede contener. La democracia le aparece como «un hecho
irresistible contra el cual no sería ni deseable ni prudente com-
batir». Es «un movimiento gradual que escapa al poder humano,
a cuyo desarrollo contribuyen todos los acontecimientos y todos los
hombres». «Dondequiera que dirijamos la mirada descubrimos esta
revolución que se continúa en todo el universo cristiano» (i). Este
carácter de inevitabilidad con que la democracia se presenta a los
ojos de Tocqueville tiene dos haces, porque, de un lado, la encuentra
imponiéndosele dentro de sí mismo como idea, y, por otro, observa
su triunfo o gestación como hecho en el mundo de las sociedades.

a a
(1) De la democracia en América, Introducción ( 1 . y 2 . partes).

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