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II. [ T O C Q U E V I L L E Y SU TIEMPO]* '
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a los libros que hoy se publican acerca de los tremendos proble-
mas del presente, sobre todo en Inglaterra y en Estados Unidos,
se encontraría sorprendido con que una y otra vez el autor cita a
Tocqueville como la mejor instancia. Parece, pues, que ha llegado
el momento de que se vuelva a leer a Tocqueville y por vez primera
se le entienda. Como suele acontecer, las experiencias de nuestro
tiempo nos han abierto los ojos para que podamos reconocer en él
uno de los pensadores políticos más importantes del siglo xix, en
ciertas calidades, el más seguro, rigoroso y responsable.
(1) Correspondance, I I , 8 3 .
(2) E l hecho fue demasiado frecuente para que n o tengamos que deri-
varlo d e la estructura general que la vida occidental presentó e n aquellos
años.
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vida que el joven tiene que hacer no fuese fácil ni fluida. La figura
de existencia que anticipamos se perfila dentro de una sociedad
que, a su vez, nos presenta su figura de usos colectivos, de normas
establecidas, de instituciones públicas. Ahora bien, en 1825 las
sociedades europeas, por lo menos las continentales, eran en gran
parte ruinas. La Revolución francesa había machacado el antiguo
régimen cuando estaba a punto de ser todo lo perfecto que una
forma de sociedad y de gobierno puede ser. E l joven de entonces
se encontraba, pues, con que no sabía en qué^mundo social iba a
tener que vivir. D e aquí que al proyectar su vida se encontraba
teniendo que proyectar también la sociedad en que iba a vivir. E l
problema político se convertía a limine en un problema personal.
Por eso es la primera generación en que todos se ocupan de política.
E n 1825 gobernaba en Francia la Restauración. Pero nadie
crecía en ella. Las restauraciones —y me refiero a las auténticas,
a las que se intentan después de las auténticas revoluciones— son
lo más inverosímil, el fenómeno más artificioso que presenta la
historia. Algunos las quieren, pero nadie, ni los que las quieren, las
creen. La historia tiene de río no saber andar hacia atrás.
Tocqueville, de educación y de temple, era un noble del anti-
guo régimen. Pero es prodigioso advertir hasta qué punto su mente
estaba libre de toda adscripción al pretérito. N o creo que en sus
escritos pueda hallarse una sola expresión de nostalgia hacia aquellas
formas de vida ya inactuales. Tocqueville se sintió desde luego y
sin la menor vacilación franco al porvenir.
El porvenir trae incitaciones y limitaciones. La gran incitación
de aquellos años era poder vivir en una sociedad donde el hombre
se sintiese libre, y esto quiere decir concretamente que el individuo
se encuentre con que en ciertos sectores importantes de su activi-
dad pueda existir desde su personalísimo fondo, conforme a propia
inspiración o vocación. Es no entender y, por tanto, es falsear este
postulado de libertad, según entonces era sentido, ver en él un mero
afán de insumisión. Precisamente el acto en que más radicalmente
se siente el hombre libre es aquel en que por íntima decisión se liga
y entrega a una ley o norma, a una religión, a una doctrina filosófica
o política, a una disciplina moral, a las exigencias de una profesión.
E n cambio, cuando el hombre sigue un capricho le queda en el
fondo un sabor de servidumbre.
Antes que todo y sobre todo —sobre el subsuelo de fe cristiana
heredada— Tocqueville fue liberal. L o fue en forma más consciente
y depurada que solían serlo sus contemporáneos. Creía que si la
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historia en cuanto acontecimiento intrahumano tiene un destino
y si la evolución de las sociedades tiene una meta, esta meta y aquel
destino solo pueden consistir en establecer una armazón de institu-
ciones políticas y de usos cotidianos que hagan posibles existencias
libres.
Pero lo que no hizo nunca Tocqueville fue suponer que desear
una vida informada por la libertad constituyese un pensamiento
político. La meditación política empieza cuando nos preguntamos
si es posible eso que deseamos, y, de serlo, cómo. ¿Se dan en la
sociedad las condiciones para que una instauración de formas libres
del vivir sea probable? ¿Qué camino llevan los pueblos del Occi-
dente europeo en orden a su constitución civil? Tocqueville, al asomar
por vez primera a la vida adulta, no puede apartar de sí la presión
de esta pregunta. V e que de ella va a depender su existencia y la
de las generaciones posteriores. Entonces dirige una mirada peren-
toria al horizonte histórico y, al contemplar su tiempo, ve ascender
por todas partes la forma democrática como una marea viva que
nada puede contener. La democracia le aparece como «un hecho
irresistible contra el cual no sería ni deseable ni prudente com-
batir». Es «un movimiento gradual que escapa al poder humano,
a cuyo desarrollo contribuyen todos los acontecimientos y todos los
hombres». «Dondequiera que dirijamos la mirada descubrimos esta
revolución que se continúa en todo el universo cristiano» (i). Este
carácter de inevitabilidad con que la democracia se presenta a los
ojos de Tocqueville tiene dos haces, porque, de un lado, la encuentra
imponiéndosele dentro de sí mismo como idea, y, por otro, observa
su triunfo o gestación como hecho en el mundo de las sociedades.
a a
(1) De la democracia en América, Introducción ( 1 . y 2 . partes).