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De la escritura y otros derechos básicos

Actualidad- El espectador
25 Ene 2019 - 5:53 PM
Luz Helena Rodríguez Núñez - Lingüista
Escribir de manera funcional, creativa o académica es algo que va mucho más allá de saber
codificar en una lengua.

En una charla reciente una reconocida docente universitaria me entregó una confesión:
“Yo, la verdad, aprendí a escribir hasta cuando me enfrenté al reto de tener que redactar mi
tesis de doctorado”. Esta sentencia ya la había escuchado en otras conversaciones con
colegas en las que se compartían experiencias similares. Muchos de ellos tuvieron que
desarrollar este aprendizaje solos, en ese grado de escolaridad, por ensayo y error. Otros
contaron con la suerte de encontrar en sus posgrados a un profesor, por lo general el
director de la investigación, que “destruía” los primeros borradores, deshojando una a una
las ideas que allí se querían plasmar y dando una guía de cómo reconstruir el texto para que
quedara legible. El ejercicio iba casi siempre acompañado de dos preguntas sencillas:
¿qué quiso decir en este párrafo? y ¿por qué no lo escribe así de claro como lo dice?

Y es que somos una cultura eminentemente oral y por ello, de las cuatro habilidades en las
que el lenguaje se encabalga, la de escribir nos cuesta más que hablar, leer o escuchar.
Agrava la situación el hecho de que concretar las ideas en la palabra escrita es un proceso
para el que, al decir de los hechos, no se está preparando suficientemente a los estudiantes
en la etapa natural para hacerlo: en la básica primaria y secundaria. En efecto, el sistema
está entregando a la vida social y laboral lo que Armando Petrucci (2003) llama
“semianalfabetas funcionales”: personas con limitadas competencias gráficas, que
escriben solo por necesidad, esporádicamente, con mucha dificultad y que casi nada leen,
aunque técnicamente sean capaces de hacerlo.

Esta situación es una muestra más de la inequidad y las brechas que existen en nuestra
sociedad, pues saber escribir de manera adecuada y eficaz, en todos los ámbitos, es un
derecho básico, toda vez que vivimos en un mundo que, en mucho, gira en torno a la
escritura. Un universo en el que es difícil participar activamente de la cultura, la academia,
las relaciones interpersonales o ejercer la ciudadanía al margen de ella. De tal suerte, no
dominar sus reglas significa, sin más, quedar por fuera de él, convirtiéndose esta ausencia
en un factor de exclusión.

Escribir de manera funcional, creativa o académica es algo que va mucho más allá de
saber codificar en una lengua. Parafraseando a Erasmo de Róterdam, diré que aunque
“cada escritura tiene su método”, hay estrategias esenciales que subyacen a todo acto de
escribir, las cuales deberían ser enseñadas desde temprana edad en la escuela, con los
métodos adecuados y procurando que el estudiante se acerque a la redacción con
entusiasmo y placer y sepa sacar provecho de ella. Que aprenda a generar lo que los
lingüistas llaman “actos de habla afortunados”; esto es, que si quiere escribir una carta de
amor, esta enamore; que si quiere formular un reclamo, obtenga el beneficio esperado; que
si es un ensayo, argumente robustamente y convenza al lector de sus hipótesis.
¡Para aprender a escribir, hay que escribir! Hacerlo no debe concebirse como algo
tedioso o difícil, sino más bien como un eje del desarrollo humano. Así, las actividades
propuestas para su práctica en el aula podrían ser más interesantes, genuinas, retadoras e
imaginativas, acordes con la magnitud de su valor social, cognitivo y emocional. ¿A
cuántos nos tocó soportar durante varios años la misma instrucción: “Saquen una hoja, van
a escribir sobre lo que hicieron en vacaciones”? Difícil conquistar a los chicos con esa
solicitud repetitiva y trivializada.

Pero además de la función social de la escritura, las personas deberían sentir que pueden
encontrar refugio en ella; para la necesidad, la felicidad o el dolor, no importa, pero
un refugio que les permita tomar conciencia de sí mismos y de la otredad. Experiencias
antiguas y modernas demuestran que todo, o casi todo, puede convertirse en espacio para la
escritura —incluso el cuerpo, como en el clásico del cine The Pillow Book—, disponiendo
del modo más ventajoso para hacerlo y no pensando solo en medios convencionales. La
tecnología presta sus nuevos canales y se puede hacer de un chat el medio ideal para
escribir al amor, de un blog el sitio desde donde se comparte el conocimiento y de las
“cartas de los lectores” de los periódicos la vía para expresar las opiniones.

Así pues, es válido cuestionarse sobre el rol que la escuela y la sociedad están cumpliendo
en la construcción de seres sociales alejados del mundo letrado, convertidos en
semialfabetas que, aun siendo creadores de ideas geniales, son incapaces de comunicarlas.
Con un poco más de reflexión sobre lo que ha significado y significa para la humanidad la
escritura y su poder de ser un eje definitivo de inclusión, podremos determinarnos a cultivar
su hábito desde el inicio de la vida alfabetizada y no esperar al posgrado para empezar a
ejercer ese derecho fundamental en el que ponemos en juego nuestra ideología,
nuestros valores, nuestros intereses y nuestra subjetividad.

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