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2022-2023

«HUELLAS DE EXPERIENCIA CRISTIANA»

1. Planteamiento
del problema humano
de Luigi Giussani*

Experiencia de lo humano
Después de tanta convivencia con Jesús, después del desastre del Calvario y del misterio
de la Pascua, los Apóstoles aún habían comprendido muy poco de Él. En efecto, todavía
le preguntan que cuándo establecería el reino de Israel1, tal y como lo entendían todos
entonces, un reino de supremacía terrena y política; ¡y faltaban pocas horas para su as-
censión a los cielos!
Si aún no le habían entendido, ¿por qué le seguían? Pues había entre ellos personas que
habían dejado mujer, hijos, casa, barcas y redes, oficios, negocios. ¿Por qué le seguían?
Porque Cristo se había convertido en su centro afectivo.
¿Cómo podía ser eso?
Cristo era el único en cuyas palabras se sentía comprendida toda su experiencia, sus
necesidades se veían tomadas en serio y sacadas a la luz cuando estaban inconscientes y
confusas; por ejemplo, aquellos que creían no tener más necesidad que el pan comenza-
ban a entender que «no solo de pan vive el hombre»2.
Cristo se les presenta precisamente así, como Alguien que sale sorprendentemente a
su encuentro, que les ayuda, les explica sus problemas, les cura aunque estén incluso
lisiados o ciegos, hace bien a su alma, responde a sus exigencias, está dentro de su ex-
periencia… Pero, ¿cuáles son sus experiencias? Sus experiencias, sus necesidades y sus
exigencias son ellos mismos, aquellos hombres concretos, su humanidad misma.
Cristo llega, pues, justamente aquí, a mi situación de hombre, de uno, por tanto, que
espera algo porque siente que le falta todo; se ha puesto a mi lado, se ha presentado como
respuesta a mi necesidad original.
Para encontrar a Cristo debemos ante todo plantearnos seriamente nuestro problema
humano.
Primero de todo tenemos que abrirnos a nosotros mismos, es decir, darnos cuenta viva-
mente de nuestras experiencias, mirar con simpatía lo humano que hay en nosotros. De-
bemos tomar en consideración lo que verdaderamente somos. Considerar significa tomar
en serio lo que sentimos, todo; descubrir todos sus aspectos, buscar todo su significado.
Hay que estar muy atentos porque demasiado fácilmente no partimos de nuestra ver-
dadera experiencia, es decir, de la experiencia completa y genuina. En efecto, a menudo
identificamos la experiencia con impresiones parciales, reduciéndola así a una carica-
tura, como sucede frecuentemente en el campo afectivo, al enamorarse o soñar con el
porvenir.
Y, más a menudo todavía, confundimos la experiencia con los prejuicios o con los

1
Cf. Hch 1,6.
2
Mt 4,4; Lc 4,4.
* «Huellas de experiencia cristiana» en El camino a la verdad
es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, pp. 59-64.

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esquemas quizá inconscientemente asimilados del ambiente que nos rodea. De ahí que
en vez de abrirnos con esa actitud de espera, de atención sincera, de dependencia, que la
experiencia nos sugiere y exige profundamente, le imponemos a la experiencia catego-
rías y explicaciones que la bloquean y angustian, presumiendo de comprenderla. El mito
del «progreso científico que resolverá un día todas nuestras necesidades» es la fórmula
moderna de esta presunción, una presunción salvaje y repugnante: no considera nuestras
auténticas necesidades, ni siquiera sabe en qué consisten; se niega a observar la expe-
riencia con mirada clara, y a aceptar todo lo que exige lo humano. Por eso la civilización
de nuestros días hace que nos movamos ciegamente entre esta exasperada presunción y
la más oscura desesperación.

Soledad
Una sugerencia importantísima nos viene de la situación de los apóstoles que describen
los versículos 9-11 del capítulo primero de los Hechos. Cristo se ha ido, y ellos perma-
necen allí, parados, con la boca abierta –su esperanza se les ha ido–; desciende entonces
sobre ellos la soledad como lo hacen sobre la tierra la oscuridad y el frío en cuanto el sol
se pone. Cuanto más descubrimos nuestras exigencias, más cuenta nos damos de que no
las podemos satisfacer nosotros mismos, ni tampoco pueden los demás, hombres igual
que nosotros. El sentido de impotencia acompaña a toda experiencia seria de humanidad.
Y es este sentido de impotencia lo que engendra la soledad. La verdadera soledad no
proviene tanto del hecho de estar solos físicamente cuanto del descubrimiento de que
nuestro problema fundamental no puede encontrar respuesta en nosotros ni en los demás.
Se puede perfectamente decir que el sentido de la soledad nace en el corazón mismo
de cualquier compromiso serio con la propia humanidad. Puede entender bien esto todo
aquel que haya creído haber encontrado la solución a una gran necesidad suya en algo
o en alguien; pero luego esto desaparece, se va, o se revela incapaz. Estamos solos con
nuestras necesidades, con nuestra necesidad de ser y de vivir intensamente. Como uno
que está solo en el desierto: lo único que puede hacer es esperar a que alguien llegue.
Y la solución no vendrá ciertamente del hombre; porque lo que se trata de resolver son
precisamente las necesidades del hombre.

Comunidad
Los apóstoles volvieron del lugar donde Cristo había ascendido al cielo y permanecieron
juntos3.
El que verdaderamente descubra y viva la experiencia de la impotencia y de la soledad
no está solo. Más aún, físicamente, todo el que tiene experiencia de la profunda impoten-
cia humana y, por tanto, de la soledad personal, se siente cercano a los demás, se estrecha
fácilmente con ellos, como gente perdida y sin refugio en medio de una tormenta. Su gri-
to lo siente como el grito de todos, y su ansia y espera como el ansia y la espera de todos.
Solo el que tiene verdadera experiencia de la impotencia y de la soledad está con los
demás sin cálculo ni dictadura, pero al mismo tiempo sin pasividad, sin gregarismo, sin
doblegarse ni convertirse en esclavo de la sociedad.
Un hombre solo se puede decir seriamente comprometido con su experiencia humana
cuando siente esta comunidad con los hombres –comunidad sin fronteras y sin selección,
comunidad con todos y cada uno– porque vive el compromiso con lo más profundo que
hay en nosotros y, por tanto, con lo que tiene en común con todos.
Un hombre está verdaderamente comprometido con su experiencia humana cuando

3
Cf. Hch 1,12-14.

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al decir «yo» lo vive tan sencilla y profundamente que lo siente fraternalmente solidario
con el «yo» de cualquier otro hombre.
En general, la respuesta de Dios alcanzará solo al hombre que está comprometido de
este modo.
Conviene, en seguida, señalar que esta solidaridad con toda la humanidad se produce,
de hecho, viviendo en un ambiente determinado. En los Hechos de los Apóstoles la co-
munidad de los apóstoles surge también en una situación (o ambiente)4 muy concreta. No
escogieron ellos los lugares ni las personas; se encontraron dentro casi por casualidad; y
toda su vida dependerá de esto5.
Así es como nuestra humanidad personal brota también, tomando forma y alimen-
tándose en un ambiente bien concreto: nos encontramos dentro de él, no lo escogemos
nosotros.
La atención que pongamos a comprender todo el ambiente, el ofrecimiento de nuestro
sentido de comunidad hacia todas las personas del ambiente, es lo que mide la apertura
real de nuestro compromiso humano, coincide con la sinceridad de nuestro compromiso
con toda la humanidad. No nos toca a nosotros excluir a nadie de la experiencia de nues-
tra vida humana; la elección le pertenece solo a Dios, que la realiza con la situación en
que nos coloca. Lo contrario sería intimismo nuestro, abuso de un esquema preconcebido
por nosotros.

Autoridad
Pedro, el tipo más representativo de la comunidad, se levanta y habla. Y le siguen6.
En nuestro ambiente existen de hecho personas que tienen mayor sensibilidad para
vivir una experiencia de humanidad, que desarrollan de hecho una mayor comprensión
del ambiente y de las personas que hay en él, que provocan de hecho más fácilmente un
movimiento comunitario. Estos viven nuestra experiencia más intensamente, más com-
prometidos; cada uno de nosotros se siente mejor representado en ellos; estando ellos,
uno se siente más a gusto codo con codo con los demás, en comunidad.
Reconocer este fenómeno es tener lealtad hacia uno mismo y hacia la propia humani-
dad; es un deber de sabiduría.
Pero el encuentro con alguien que siente y comprende más mi experiencia, mi sufri-
miento, mi necesidad, mi espera, me lleva naturalmente a seguirle, a hacerme su dis-
cípulo, debido a esa humanidad que, al descubrirnos impotentes y solos, nos empuja a
reunirnos.
En este sentido tales personas constituyen naturalmente para nosotros una autoridad,
aunque no estén condecorados con derechos o títulos. De forma natural se convierte pri-
mero en autoridad el que más lealmente comprende o vive la experiencia humana.
La autoridad brota así como una riqueza de experiencia que se impone a los demás, que
produce novedad, estupor y respeto. Hay una atracción inevitable en ella. Tiene un enér-
gico poder de sugerencia. No valorar la presencia de esta autoridad de hecho, de la que el
Ser siembra todo ambiente, es tacañería que refleja nuestras propias medidas. Cuando los
judíos decían de Cristo: «Este sí que tiene autoridad», abandonaban los planteamientos
de los fariseos, y le seguían.
El encuentro con esta autoridad natural educa nuestra sensibilidad y nuestra concien-
cia, nos hace descubrir mejor de qué estamos hechos y a qué aspiramos desde el fondo
de nuestra actual indigencia.

4
Cf. Hch 1,13
5
Cf. Hch 1,21-26.
6
Cf. Hch 1,15-22.

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Oración
El versículo 14 del capítulo 1 de los Hechos nos muestra a la comunidad de los apóstoles
esperando lo que Cristo había prometido, toda ella «perseverante en la oración».
El hombre que descubre su impotencia solo vive la comunidad y siente la «conviven-
cia» con los otros cuando presiente algo, más allá de su situación, capaz de resolverla.
La comunidad surge únicamente allí donde hay un esperar juntos (también el hombre
y la mujer que verdaderamente se quieren tienen ese presentimiento inextirpable; de lo
contrario no están juntos seriamente).
Nuestras experiencias, tomadas verdaderamente en serio, llevan consigo sufrir, des-
cubrirse cargados de necesidades, de problemas sin solucionar, de dolor, de ignorancia;
verdaderamente tomadas en serio, inexorablemente exigen algo «distinto», algo «fuera»
de lo común: tienen, por tanto, una auténtica dimensión religiosa.
Nuestras experiencias, tomadas en serio, son una auténtica profecía (espera, esperan-
za...) de lo que todavía no se tiene.
El sentido de todas nuestras experiencias: he aquí lo que todavía no tenemos. Y todos
lo esperamos, quizá inconscientemente.
Si esta espera es auténticamente consciente –consciente de la inexorable incapacidad
humana y de la sugerencia inexorable de la naturaleza–, entonces se convierte forzosa-
mente en oración, oración al «Otro» misterioso que me podrá ayudar a resolver; oración
a ese Dios que, puesto que Él mismo hace surgir la petición, Él dará la respuesta.
La oración es, por tanto, simple petición, el acto más sencillo para todos y más sentido
por todos, el acto más fundamental de la conciencia humana, el acto más concreto que
existe.
Reza el que es más realista, quien considera más seriamente su experiencia humana.
Y es petición hecha juntos, en común. Nuestra impotencia para ser felices constituye el
descubrimiento de lo que tenemos más en común con todos los demás: la impotencia es
efectivamente lo más humano que hay en cada uno.
Entonces, también el planteamiento de esperar que ese «Otro» nos ayude es algo de
todos juntos, es comunitario por naturaleza, de modo que nadie puede adoptarlo verda-
deramente sin sentirse «un solo corazón»7 con todos.

Recordamos que se pueden enviar preguntas y testimonios a la web


http://eventi.comunioneliberazione.org/gscontributi/

7
Hch 4,32.

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