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CARTA IV.

A la señora de Saville, Inglaterra

5 de agosto de 17…

Hemos vivido un incidente muy extraño que no puedo abstenerme de anotar, aunque es
muy probable que me veas antes de que esta correspondencia llegue a tus manos.

El pasado lunes (31 de julio) estuvimos prácticamente rodeados por el hielo, que se había
cerrado en torno a los costados del buque dejando apenas espacio suficiente para que la
nave se mantuviera a flote. Nuestra situación revestía cierto peligro, sobretodo porque nos
envolvía una niebla muy espesa, y decidí que nos pondríamos al pairo para esperar algún
cambio atmosférico y en las condiciones climatológicas.

Hacia las cuatro oímos mar gruesa y, antes de que anocheciera, el hielo se rompió y liberó
la nave. Decidimos navegar un corto tramo, hasta que una gran masa de hielo nos bloqueó
el camino. Aproveché esa circunstancia para descansar unas horas.

Por la mañana, sin embargo, en cuanto despuntó el día, salí a cubierta y encontré a todos
los marineros afanados en uno de los costados de la nave, hablando al parecer con alguien
que se encontraba en el mar. Sobre ellos se vislumbraba un ambiente extraño, incómodo.
En realidad se trataba de un trineo, que había arribado a nuestro casco durante la noche
sobre un gran fragmento de hielo. Sólo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano
en el vehículo a quien los marineros intentaban convencer de que subiera al buque. No
parecía europeo, sino más bien un habitante salvaje de alguna isla ignota, de estatura alta.
Llevaba una tela gruesa que le cubría el cuerpo, lo que nos dificultó descubrir su apariencia.
Aún así, sentía alrededor del viajero algo sobrenatural, inexplicable. Si hubiera entendido lo
que sentí, y sabido lo que me encontraría, quizás no habría insistido en convencerlo de
subir a nuestra cubierta. Cuando aparecí en cubierta, el teniente de navío dijo:

—Aquí está nuestro capitán. Él no permitirá que perezca usted en mar abierto.

Al percatarse de mi presencia, el desconocido se dirigió a mí en francés, su voz era gruesa.

—Antes de subir a bordo de su barco, ¿tendría la amabilidad de informarme de hacia dónde


se dirigen?

Imaginarás mi desconcierto al oír que un hombre al borde de la muerte me planteara tal


pregunta. Había supuesto que para alguien en su estado mi barco representaría una opción
preferible a las riquezas más preciadas de la Tierra. Le respondí que estábamos en una
expedición que viajaba hacia el Polo Norte.

Al oír mis palabras pareció satisfecho y consintió en subir a bordo. ¡Alabado sea Dios!
Margaret, si hubieras visto al hombre que de ese modo capitulaba y aceptaba su salvación,
tu sorpresa habría sido infinita. Su cuerpo era grande, más alto que todos los tripulantes a
bordo, pero tenía las extremidades heladas y el cuerpo consumido por un sufrimiento
inexplicable. Se negó a quitarse el manto que le ocultaba el cuerpo, a pesar de mi
insistencia. Conseguimos llevarlo hasta un camarote, lo envolvimos en unas mantas y tomó
un poco de sopa, que le sentó magníficamente.
Pasó un tiempo antes de que pudiera hablar, y a menudo temí que sus sufrimientos le
hubieran privado de la capacidad de discernimiento. Cuando se hubo recuperado un poco lo
trasladé a mi camarote para poder atenderlo cuando mi deber me lo permitiera. Jamás
había visto una criatura tan fascinante: su figura muestra por lo general una expresión de
fiereza e incluso de locura que desaparece cuando alguien le dedica un gesto amable o le
dispensa el servicio más insignificante, y entonces siento que una sonrisa de indecible
bondad y dulzura le ilumina el rostro. No obstante, suele estar melancólico y con aire de
desesperación, y a veces le rechinan los dientes, como si le impacientase el peso de las
tripulaciones que le oprimen.

Cuando mi huésped se encontró algo más restablecido, me costó muchísimo mantenerlo


alejado de los hombres, que deseaban plantearle multitud de preguntas. Pero no podía
permitir que lo atormentaran con su vana curiosidad, pues era evidente que la recuperación
de su estado dependía del reposo. En una ocasión, sin embargo, el teniente le preguntó por
qué había llegado tan lejos por el hielo en un vehículo tan extraño, y la razón por la cual
portaba la tela que le cubría todo el cuerpo.

Su semblante se trocó de inmediato en la viva imagen de la tristeza más profunda, y


contestó:

—Estoy huyendo de alguien que me busca.

Como supondrás, la respuesta que dio me sorprendió en gran medida. ¿Qué podría haber
hecho un ser cuya bondad era tan magnificente? Quizás aquello era la razón de su
sufrimiento constante.

—¿Es esa la razón por la cual lleva una capa?

—Temo que mi aspecto les atormenten.

—Eso no es posible, señor. ¿Por qué nos atormentaría su aspecto, sabiendo lo que alberga
su afable corazón?

Pero mi huésped simplemente se dedicó a negar, e intuí el dolor y la tortura que producía
nuestras palabras en su mente. Le pedí al teniente que saliese del camarote, y cuando
estuvimos a solas, el extraño dijo:

—Sin duda he despertado su curiosidad, así como la de esa buena gente, pero usted es
demasiado considerado para hacerme preguntas.

—Por supuesto, sería muy impertinente e inhumano por mi parte molestarle con cuestiones
insidiosas.

El viajero se quedó en silencio. Había algo extraño en sus movimientos, dudaba de hacer
muchas cosas, como si no mereciera todo lo que le ofrecíamos. Atribuí sus actos a la
desconfianza, pero no estaba convencido.
Antes de que saliera del camarote para darle un momento de tranquilidad a mi huésped, me
detuvo.

—Espero que mi horrible aspecto no altere nuestra relación, capitán Walton.

Con una lentitud horrorosa, pude ver cómo el manto caía al suelo, y su aspecto —
inhumano, sobrenatural, inexplicable— se iluminó por la luz de luna y los reflejos del hielo.
Creí que mi decisión fue un error. ¿Cómo pude acoger a semejante monstruo con mi
tripulación? Antes de que un grito de horror saliera por mi garganta, pude ver que aquel
“monstruo” agarró el manto, volviendo a cubrir su aspecto inhumano.

Sentí el aire frío golpear mi cuerpo, y reaccioné. Había traicionado a mi amigo por su
aspecto. Su mirada (que ahora podía ver y sentir) estaba fija en mí, estaba decepcionado.

—Es evidente que he causado horror a mi protector al revelar mi aspecto, pues juzgando su
expresión, intuyo que ya no requiere de mi compañía. No se preocupe, pues los ambientes
extremos no afectan mi cuerpo como a los humanos, entonces partiré de su barco,
únicamente con la luna como testigo. Si se pregunta la razón por la cual terminé junto a su
nave, fue la marea y el cansancio lo que me llevó a usted.

Sentí la culpa invadir mi cuerpo. El extraño siempre había sido de actitud bondadosa hacia
nosotros, pero yo, ante el horrible —si se me permite decir— aspecto de mi huésped, casi
cometí el error de echarlo de mi barco.

—Perdona mi reacción, querido amigo. Su aspecto es en verdad extraño, y si no fuera por


su demostrada amabilidad, yo… he cometido un grave error al expresarme de tal manera.
Pido su perdón, y si no acepta mis disculpas, comprenderé su razón.

Al escuchar mis palabras, mi huésped pareció esperanzado, aunque no se atrevió a volver a


quitarse la capa.

20 de agosto de 17…

El afecto que siento por mi huésped va en aumento. Este desconocido me inspira


admiración y piedad hasta extremos asombrosos. ¿Cómo puedo ser testigo de la desgracia
de un ser tan noble sin acusar el dolor más lacerante? Su aspecto provocó su soledad y
alimentó el odio de los demás hacia su persona, sin saber lo que su corazón albergaba.

Se encuentra muy recuperado, y muchas veces sale a la cubierta a contemplar el vasto


páramo de hielo y mar. Desde esa noche, no se quita la capa, lo que me causa cierta culpa.
Prometí a mi huésped que su aspecto no sería de tal desagrado, pero mi reacción sólo hizo
aumentar su desdicha. Me he esforzado por volver a ganar su confianza y confío en haberlo
conseguido.

Muchas veces se siente inquieto al contemplar el mar y los bloques de hielo. Repite una y
otra vez, ensimismado, que sus acciones no pueden ser perdonadas, y lo que está
haciendo es imperdonable. Supondría que está aceptando su castigo, la cual aún no sé qué
pudo hacer tal bondadosa persona, y al ser acogido en mi buque, está huyendo de lo que
merece. Muchas veces, al ver que se pierde en su melancolía, lo consuelo con mis
palabras, con la esperanza de aplacar su dolor.

El extraño aún no me ha dado el honor de conocer su nombre, y por esa razón temo que
por su aspecto fue abandonado al nacer y, así, no le dieron el privilegio de poseer algo que
fuera solamente suyo. A veces, siento una profunda tristeza al pensar las desgracias que
pudo haber sufrido mi querido huésped.

—Ser amigo de usted, querido Walton, es el mejor regalo que haya podido obtener, así
pues no es necesario que me acompañes en mi desgracia.

—Es tan bondadoso que al pensar lo injustos que fueron los demás con usted, siento
demasiada rabia e impotencia.

—Querido Walton, debe saber que no soy tan bueno como usted se imagina, pues cometí
muchos errores irreparables, y algunos contra la humanidad.

—Tuvo que tener sus razones, así lo creo.

Mi huésped simplemente negó con la cabeza, sabiendo que no me llegaría a convencer.

—Entonces, dado el caso, le contaré mi historia. Eté atento, ya que puede que aquellos
errores que cometí yo, y mi creador, sean de ayuda en su futuro para ser más precavido…

Querida Margaret, imagino tu sorpresa al leer, al igual como yo reaccioné, que mi amigo fue
nada más que una creación terrorífica fruto del egoísmo y curiosidad de su creador, quien le
negó su posibilidad de ser feliz, produciendo esta serie de desgracias.

Tu hermano que te quiere,

Robert Walton

CARTA V. A la señora de Saville, Margaret, de Inglaterra.

29 de agosto de 17…

Se preguntará la razón por la cual la caligrafía de su hermano ha cambiado, pues en este


momento, no es él quien está escribiendo. Según su petición, yo terminaré de escribir su
relato para entonces mandar sus pertenencias junto a usted, a su tierra natal, Inglaterra, con
sus cartas y su diario narrando los hechos que pasaron a continuación.

Después de terminar de narrar mi historia (supondré que ya me conoce por cartas


anteriores), temí que mi único y querido amigo me temiese y odiase, mas al final no fue así.
Comprendió mi situación y lo que me llevó a actuar de tal forma, estrechando nuestros lazos
de amistad.
Pero tal como quiere el destino, cuyo propósito es estar en mi contra, una mañana divisé un
con terror un trineo: era mi creador y verdugo. Si antes no me importaba la muerte, ahora
que había conocido a una persona que me amaba y comprendía, no podía evitar querer huir
de ella. La tripulación salvó a mi creador, Víctor Frankenstein, de entre el hielo y el frío, y
cuando se recuperó, le fue imposible no reconocerme.

—¡Tú, criatura infeliz! ¿Haces de mi vida un sufrimiento, pero ahora deseas la felicidad?

Se levantó con dificultad, y en una lucha larga y extensa, logró arrancarme la capa que
cubría mi monstruosidad. Los tripulantes se horrorizaron. Algunos huyeron, mientras que
otros, recordando mi actitud, me defendieron. Pero la desgracia no terminó ahí, pues mi
creador, sabiendo de mi amistad con Walton, en medio de la lucha se abalanzó contra él, y
yo, en un ataque de ira quise apartarlo.

Querida Margaret, lamento informarle que su amado hermano, mi amado amigo, murió.

A mis manos.

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