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Filosofía y acontecer

Textos en homenaje a Juan Luis Vermal


Filosofía y acontecer
Textos en homenaje a Juan Luis Vermal

Cristina Calero Fernández (coord.)

KIROS
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Los autores
© Ilustración de cubierta: Rafa Forteza

Editorial Filosofía en la Calle


https://www.filosofiaenlacalle.com/editorial
filosofia.lacalle@gmail.com

ISBN: : 978-84-09-39846-1
Depósito Legal: AL 1444-2022

Maquetación:
german.balaguer@gmail.com

Este volumen ha sido editado gracias a la


financiación de Alejandro Villalba, el artista
Rafa Forteza, y la Universitat de les Illes
Balears.
Índice

A modo de introducción........................................................................................................9
Cristina Calero

Estampas de nihilismo: para Juan .....................................................................................17


Jaime Aspiunza

Aligerar el peso. Soledad y amistad en la Primera parte de Así habló Zaratustra ...33
Remedios Ávila

La encrucijada Nietzsche/Heidegger. Una aproximación a la lectura de Juan


Luis Vermal ............................................................................................................................49
Manuel Barrios Casares

Sobre la obsolescencia tecnológica del leer y escribir ....................................................63


Mateu Cabot

Pensar griegamente ..............................................................................................................69


Cristina Calero

Entre Nietzsche y Heidegger: crítica nihilista de la racionalidad instrumental ......79


Jesús Conill

Así habló Zaratustra: la «Canción de la noche». El lenguaje del ditirambo ..............91


Luis Enrique de Santiago Guervós

Hitos de la carencia. De la enfermedad al claro ............................................................103


Sergio González Bisbal
Una cartografía de la indigencia. Las figuras negativas en los Aportes a la
filosofía de Heidegger ........................................................................................................115
Juan Antonio Horrach Miralles

Otium cum dignitate ...........................................................................................................127


Miguel Morey

«Lo que he estado intentando decir en todos mis escritos». La nada y el


abandono en Heidegger y el budismo zen......................................................................133
Luis M. Pujadas

Fenomenología de lo inaparente. Lo visible y lo invisible en Merleau-Ponty y


Calasso ..................................................................................................................................151
Pedro Juan Riera

Palabras para el otro ...........................................................................................................165


Miquel Ripoll

Darwinismo y voluntad de poder. Sobre la crítica de Nietzsche a los prejuicios


de la ciencia moderna.........................................................................................................171
Diego Sánchez Meca

Delirio solar .........................................................................................................................185


Helena Tur

Heidegger: época de lectura. Traducción e historia a partir de la primera


palabra de Anaximandro ...................................................................................................191
Andrés J. Verger Morlá

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A modo de introducción
Cristina Calero

Como prolegómeno a lo importante deseo apuntar que Barthes estuvo preciso en


lo que a este texto se refiere. El comienzo de esta escritura establece de facto la pérdida
de la identidad de todo autor, puesto que en todo caso el que aquí expresa, únicamente
recopila, copia, describe, apunta y roba la vida y el pensamiento de otro. Este es un texto,
en lo que se refiere a su autoría, sin presencia central o individual, que si algo hace –de
nuevo tomando una sentencia de Barthes– es tejer citas provenientes de los mil focos de
la cultura1, una cultura representada en este caso por la vida, la obra y el pensamiento
de Juan Luis Vermal. El que suscribe solo ha tejido la escritura que lo acoge, tomando
prestadas palabras y gestos, localizando en el papel un sinfín de momentos y luces.
Advertida la notificación empiezo entonces con sus palabras, afirmando a bocajarro
que la filosofía no sólo tiene cabida en el mundo actual, sino que es casi una exigencia,
habida cuenta de que la vida humana ha sido desplazada hacia una visión técnica que la
abandona, diluyéndola entre vacía y sin sentido. El papel de la filosofía es consustancial,
en la medida en que recupera el cuestionamiento de ese sentido, siempre y cuando esa
pregunta no equivalga a la posición de un fin absoluto que quisiera aliviar su situación,
a través de la recaída en dependencias análogas a la que le han dado las religiones o
los totalitarismos políticos. Sin embargo, la dificultad reside ahí mismo, esto es, en el
encuentro de ese camino sabiendo alejarse de los absolutismos sin caer en el vacío. Vivir
la muerte de dios, sin hundirse en el nihilismo, diría un nietzscheano como Vermal.
Paradójicamente, todo el que desea dedicarse a la filosofía no puede dejar de
plantearse el cuestionamiento primero que incide sobre qué es filosofía. Y además de
una forma continua, incluso cuando esta misma pregunta ha servido frecuentemente
para descalificar la tarea del pensar filosófico. Si ese interrogante se mantiene siempre
abierto, es porque se trata de una pregunta que no admite un cierre, que no posibilita
nunca una respuesta que lo clausure. La filosofía en todo caso nos dispone a una

1
Roland Barthes, Le bruisement de la langue (París: Editions du Genil, 1984) [Trad. al esp.: El susurro
del lenguaje: Más allá de la palabra y la escritura, (Barcelona: Paidós), 3].

9
búsqueda que no consiente un punto final, sino que tiene que mantenerse siempre
en camino. Y, precisamente esa apertura, ese movimiento sin acabamiento, señala
no solamente una forma sino un contenido; un espacio abierto en el que ya siempre
estamos y en el que somos llamados a recorrer y elaborar.
La desazón que nos estimula a transitar y cuestionar está presente en todos los
filósofos, que siempre tienden a un pensamiento velado. Eso no significa que ese
pensamiento sea siempre lo mismo, sino que es ese pensar el que te arrastra a ese
lugar abierto que no está definido ni se puede definir. Y precisamente en Juan Luis
Vermal, ese movimiento continuo que te lleva a ninguna parte precisa, fue sentido
tempranamente y, –como ha sucedido y sucede tantas veces– de forma intuitiva a
través de la música, las artes plásticas y la literatura. Fue probablemente esa apertura
indefinida la que despertó y estimuló su interés juvenil, espoleando una necesidad de
vivir y observar la tensión que se intuye en las artes, y que tiene todo que ver con la que
se localiza en el pensar filosófico.
La experiencia estética nos habla y nos dice, ocultándose también en lo indefinido,
y el descubrimiento de la música, el aprendizaje de su lenguaje, de su tacto a través
del piano, hizo percibir a Juan la apertura de algunas puertas, convirtiéndolo en un
peregrino ambulante de concierto en concierto. En su recuerdo está prendido ese no
querer dejar de escuchar –que no es más que la latencia del no querer dejar la vislumbre
de esa apertura–, apegado a las partituras de Bach. Siete días estuvo Karl Richter
conduciendo la Pasión según San Mateo y la Pasión según San Juan, y siete –uno tras
otro– permaneció siguiendo sus notas sobre el papel, desde la butaca del Teatro Colón
de Buenos Aires.
Tras Bach, fue Mozart, fue Beethoven, fue Wagner, Schönberg o Stockhausen. El
efecto de los tonos –ya lo afirmó Schopenhauer2– es incomparablemente más poderoso,
infalible y rápido que el de los vocablos, y la música «ofrece las claves más profundas,
últimas y secretas de la sensación enunciada en las palabras», esto es, ese lugar abierto
indeterminado, o si se quiere, «la concordia discordante de las cosas»3. Y esa tensión
que recrea la música –mostrando y ocultando, suspendiendo toda cotidianidad– tiene
todo que ver con la que se halla en el pensar filosófico. La intuición de lo abarcante que
no se acoge, y que mantiene el cuestionamiento como una continuidad perpetuamente
inconclusa.
Fue probablemente el querer abarcador el que decidió a Juan Luis Vermal a estudiar
economía, con ese afán juvenil de necesidad de comprensión y esa inocente mirada
que creía poder saber, procurando las reglas del entendimiento de la estructuración
del mundo y de sus transformaciones. La metafísica ya estaba hablando desde lejos,
cuando todavía la búsqueda deseaba una respuesta cerrada. Ese querer saber y
comprender, se unía a un objetivo que quizá la «cosa económica» podría brindarle; la
posibilidad de estimular una sociedad que lograra unir justicia y realización individual.
Resumiendo, el deseo de comprensión abarcante y la entrega a la consecución de un
2
Schopenhauer. Metafísica de la música S12. En El mundo como voluntad y representación II.
3
Ibid., S14. En realidad, como afirma el mismo Schopenhauer, palabras de Horacio. Epístolas I, 12, 19.

10
entorno más satisfactorio, esto es, al fin y al cabo, la filosofía enmascarada en cualquiera
de sus disfraces, que ya estaba presente empujando a la indagación, así como dos años
más tarde, tras unos estudios notables, incitó el abandono de la universidad, para
embarcar a Juan en un viaje interminable por Europa, con fondos para tres meses que
se convirtieron en más de un año.
La experiencia de la diversidad invita a la riqueza y ésta es condición sine qua non
para la madurez. El trato con individuos que difieren de nuestra mirada, las noches
al raso o los periplos que no saben dónde acaban, confieren libertad a las estructuras
que la niñez nos ha dado. La soledad es la única que puede atisbar nuestros ámbitos
ahogados, alejados de la colectividad asumida y la repetición consecuente. La
singularidad no puede ser reconocida si la estancia no se vive con uno mismo, incluso
en un cierto aislamiento –acompañado del mundo–, siempre necesario y requerido con
el fin de que el sí mismo se deje ver –de nuevo Nietzsche– entre el alejamiento de las
normalizaciones. Juan Vermal sintió en ese trasiego por distintas culturas, el abordaje
de la realidad que, si bien conlleva siempre un cierto desencanto de la ilusión primera,
implica la reflexión de todo lo intuido. El pensar comienza entonces a vislumbrar lo
que la música, las artes plásticas y la literatura habían expresado sin la palabra que
da forma a la reflexión siempre a posteriori, y puede entonces tensionarse también el
pensamiento, experimentando una falta de fundamento radical.
Sin embargo, esa falta sin fondo, aunque aparente caída, abre caminos que no
quedan en el vacío, sino precisamente, en aquello que abarca y es, no obstante,
inabarcable. En ese tránsito, la vía que se inició de alguna manera con las ilusiones
de los estudios de economía y su abandono, condujeron a Juan Vermal a la filosofía,
encarnada en ese momento de regreso a Buenos Aires, en la participación en grupos
de investigación filosófica de carácter creativo, paralelamente a la realización de los
estudios de filosofía universitarios.
Tanto los grupos de debate como la indagación en el marco académico le acercaron
cada vez más a la lengua alemana, en la medida en que los autores estudiados formaban
parte sobre todo del Idealismo germano, desde Kant a Hegel. Todo esto unido a la
consecución de una beca del gobierno alemán, permitieron a Juan trasladase de nuevo
a Europa, concretamente a la Universidad de Heidelberg, donde comenzó una estancia
y rutina que le abocaron a un nivel de trabajo docente, sorprendentemente alto, que
planteaba exigencias que nunca había experimentado.
La estadía se prolongó durante varios años, y aunque tuvo luces y sombras, permitió
a Juan indagar continuamente y madurar el comienzo de la propia mirada. Sin embargo,
el trabajo personal que llevó a cabo en ese contexto no lograba ser suficientemente
profundo, ni tampoco resonar con la reflexión estimulante que se mueve en el espacio
penetrante y recóndito que habían mostrado la música, las artes y la reflexión abierta.
Durante los años de permanencia concentró su investigación en el pensamiento y la
obra de Marx, no obstante, sin resultarle completamente satisfactorio. Me permito
añadir, que profundizar en el marxismo pudo quizá ser un intermedio necesario entre
el sueño salvador que propiciaron los estudios económicos de juventud, y la reflexión

11
que posteriormente marcará el resto de la vida de Juan Vermal y en la que en breve
intentaremos ahondar.
Tanto la deficiencia que sentía en sus investigaciones como una serie de cuestiones
de carácter personal, decidieron asentar a Juan en Barcelona, lo que, ahora sí, fue
concomitante de una cierta liberación. La ruptura geográfica, el alejamiento de la
admirada –y siempre admirable– perfección académica germana y, principalmente, la
descarga de su exceso y de cierta preponderancia de lo político, abrieron la vía hacia el
pensamiento de Nietzsche y, irremediablemente de forma paralela, aunque conflictiva,
hacia Martin Heidegger. En la fecundidad metafísica, uno lleva al otro.
Fue ese el momento en el que comienza su investigación de la obra nietzscheana
y la tesis doctoral que quiso reflejar la fractura de la tradición metafísica –y su
propia quiebra–. Un objeto que perseguirá –y persiste todavía hoy–, cuestionando
la interpretación heideggeriana, llevándole hacia su complejidad y riqueza,
primordialmente en el desarrollo de su tarea como traductor, que indudablemente
ha desempeñado un ahondamiento a modo de mirada fructuosa. Es siempre una
experiencia abierta e intensa de aproximación a un autor, afirma Juan Vermal. Resalta
el papel de la palabra misma, del vocabulario empleado en los textos filosóficos,
con términos proteicos que pueden diversificar según contexto, y que obliga a una
investigación minuciosa del origen particular de las expresiones utilizadas.
La lectura de Nietzsche significó para Juan una relectura del pensamiento europeo,
y una quiebra del sentido que había guiado a la tradición filosófica. El filósofo alemán
supo percibir que la figura del dios cristiano se fundamentaba en una estructura
ontológica más profunda y ésta era, en todo caso, la que había que poner en juego.
Nietzsche es «aquel que ha experimentado como nadie la situación de crisis en la que se
encuentra occidente»4, y la conocida tesis de la muerte de dios, conlleva la más general
de un principio fundante, lo que abre un límite abismal, una nada que se hace presente
como figura clave de la modernidad y la necesidad de su superación. El pensamiento
nietzscheano trata de identificarnos «con el momento mismo del devenir», ajustarnos
«a lo que no es fijo e idéntico y crear hasta que la opacidad de la existencia quede
disuelta y haga superflua toda justificación»5.
La posterior contraposición de la filosofía nietzscheana con la exegesis
heideggeriana ocupó las siguientes décadas, y en cierto modo, sigue presente.
El enfrentamiento ahondó a lo largo de la traducción que Vermal realizó de la
interpretación que hizo Heidegger de Nietzsche a lo largo de varías lecciones, y que
publicó sobre todo en la obra Nietzsche en el año 1961. La profunda indagación de
la pugna entre los filósofos alemanes hizo que Juan llegara a la conclusión de que
Heidegger concibió y desarrolló que Nietzsche, a pesar de su crítica radical, quedó
prendido de la forma básica de la metafísica y le dio la forma que corresponde a la
modernidad, la del ejercicio de la voluntad de poder. En cambio, el acercamiento a
Heidegger a través de la lectura e interpretación de textos originales, provoca un viraje
4
Juan Vermal, Nietzsche o la superación de la metafísica, (Barcelona: Anthropos, 1987), 124.
5
Ibid., 133.

12
que expresa una distancia con respecto a la modernidad, y que nos invita a seguir
fecundos y fluidos caminos abiertos: «mientras que la destrucción nietzscheana de las
categorías centrales de la tradición metafísica –sustancia, verdad– conducen a pensar
algo así como una falta de fundamento radical, la reflexión heideggeriana elabora en
cambio la concepción de un “fundamento en falta”; mientras aquella conduce en última
instancia a subordinar el fundamento o sentido a la instancia generadora (la “voluntad
de poder”), ésta remite a una falta originaria a la que es preciso atenerse»6.
Definitivamente, si hay algo que ha estimulado a Juan Vermal, desde su profunda
indagación filosófica, hacia la posibilidad de incitar el pensamiento crítico tanto en
su trabajo como investigador, traductor o en su función como docente, ha sido y es
la lectura directa de los autores relevantes, más allá de los condicionamientos y de
las influencias. Algunos de los que participamos en este merecido Festschrift damos
fe, habida cuenta de que fuimos alumnos suyos y de que, actualmente profesores o
investigadores, insistimos a Juan Vermal para que nos siga guiando en la mirada hacia
ese lugar indefinible que produce tensión en el pensamiento, a través del ahondamiento
en lo que determina el pensar de un filósofo, en la convicción de que en todo auténtico
pensador hay un núcleo que hay que tratar de desenmarañar.
Tanto en la docencia universitaria, como en el grupo de investigación Corrientes
Críticas del Pensamiento Contemporáneo –Corrents Crítics del Pensament
Contemporani, CRIPCON–, fundado por Juan Vermal y Mateu Cabot y desarrollado
desde el año 2005, el ideal de Juan Luis Vermal ha sido llevar el trabajo filosófico
concreto a un diálogo directo con los textos y entre los participantes. Muchos han
estado bajo su guía, y proseguimos aún hoy, ya bastante más entrados en años,
participando en la investigación y la búsqueda sin acabamiento. De hecho, para Juan, el
grupo de investigación CRIPCON y otras experiencias similares, equivalen a llegar a la
forma más pura del trabajo filosófico, sobre cuestiones fundamentales ligadas a textos
concretos leídos en común, y muchas veces –en los orígenes del grupo que empezó en
el entorno de la Universidad de las Islas Baleares– preformadas por el ejercicio anterior
desarrollado en las clases.
Indudablemente existe una relación directa y necesaria entre biografía, pensamiento
y expresión de contenido filosófico. Esta relación no es fácil de establecer y con frecuencia
queda oculta por los contenidos que se imponen en la vida cotidiana. Para Juan Vermal,
sería deseable una íntima trasparencia entre los ámbitos, vida y pensamiento, no siempre
presente. Sin embargo, este homenaje –nacido de un profundo agradecimiento– quiere
poner de relieve esa confluencia en el individuo Juan y su pensamiento, en el filósofo y la
tensión que lo espolea, y, sobre todo, en la honestidad y entrega con las que ha compartido
dicho confluir. Dijo Matisse, refiriéndose a su maestro Moreau, que éste no les había
puesto en buenas sendas, sino que les saco de toda senda, sacudiéndoles la complacencia
y estimulando sus miradas hacia un lenguaje propio, en diálogo constante con las obras

6
Juan Vermal, «El origen negativo. Acerca de la nada y la negación en los Beiträge y en la concepción
heideggeriana del nihilismo», en Pensar la nada, ed. por L. Sáez, J. de la Higuera y J. F. Zúñiga (Madrid:
Biblioteca Nueva, 2007), 284.

13
originales de autores y con las resonancias de aquello indeterminado tantas veces
nombrado en este texto. Podemos decir lo mismo de Juan Vermal, que sigue guiando,
desinteresadamente y ya fuera de todo contexto académico, posibles caminos siempre
desde la honesta y directa lectura del pensar filosófico.
Se han querido unir en este volumen, además de algunos antiguos alumnos que
persisten en esas sendas, varios pensadores de diferentes universidades españolas que
han formado parte de la necesaria presentación y dinamización de la filosofía en todo
el territorio nacional a lo largo de las últimas décadas, y que en variadas ocasiones han
tenido la ocasión de investigar y disfrutar con Vermal, tanto en trabajos conjuntos de
traducción al castellano y comentario de obras fundamentales filosóficas, como en el
periplo de llevar la posibilidad del pensamiento crítico a las generaciones actuales y
futuras. Todos ellos, junto con Juan Luis Vermal, han sido y siguen siendo promotores
incansables del recuerdo que nos llega, desde aquello inabarcable que nos acoge.

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Obra publicada de Juan Luis Vermal
Libros y colaboraciones

Vermal, Juan Luis y Manuel Atienza. Introducción a En defensa de la libertad. Los artículos
de La Gaceta Renana 1842-1843, de Karl Marx. Valencia, 1983.
Vermal, Juan Luis. La Crítica de la metafísica en Nietzsche. Barcelona: Anthropos, 1987.
Vermal, Juan Luis. Comentario introductorio a Principios de la filosofía del derecho, de G.
W. F. Hegel. Barcelona, 1988.
Vermal, Juan Luis. Adorno y Schönberg en Palma: Art:arts, 1990.
Vermal, Juan Luis. «Acerca de la superación nietzscheana de la metafísica». En Nietzsche
actual e inactual. Buenos Aires, 1994.
Vermal, Juan Luis. «El Nietzsche de Heidegger». En Nietzsche: nuevos horizontes interpretativos.
La Coruña, 1994.
Vermal, Juan Luis. «Joan Riutort: del espacio al signo». En Joan Riutort 1953-1992. Palma:
Ajuntament de Palma, 1995.
Vermal, Juan Luis. Edición, traducción, introducción y glosario en Nietzsche de Martin
Heidegger. Barcelona: Destino, 2000.
Vermal, Juan Luis. «Mercedes Laguens: Hacia otro espacio». En Mercedes Laguens. Pell de
pintures. Obres 1995-2003. Palma: Ajuntament de Palma, 2003.
Vermal, Juan Luis. «Cris Pink: La mirada más allá de la forma». En Cris Pink. La temperatura
del color. Palma: Fundació SA NOSTRA Caixa de Balears, 2004.
Vermal, Juan Luis. Introducción a Desde otro lugar de Mercedes Laguens. Palma: Calima, 2004.
Vermal, Juan Luis. Edición, traducción e introducción en Fragmentos póstumos (1885-1887)
de Friedrich Nietzsche. Madrid: Tecnos, 2005.
Vermal, Juan Luis y Juan B. Llinares. Introducción, traducción y notas en Fragmentos
póstumos. Volumen IV (1885-1889) de Friedrich Nietzsche. Madrid: Tecnos, 2006.
Vermal, Juan Luis. «La meditación heideggeriana sobre Nietzsche». En El legado filosófico
y científico del siglo xx, editado por Manuel Garrido, Luis M. Valdés y Luis Arenas.
Madrid: Cátedra, 2007.
Vermal, Juan Luis. «Trascendentalidad, facticidad y fundación en los Beiträge de M.
Heidegger». En Fonamentació i facticitat en l’idealisme alemany i la fenomenologia,
editado por Salvio Turró. Barcelona: Institut d’Estudis Catalans, 2007.
Vermal, Juan Luis. «El origen negativo. Acerca de la nada y la negación en los Beiträgae y en
la concepción heideggeriana del nihilismo». En Pensar la nada. Ensayos sobre filosofía y
nihilismo, editado por Luis Sáez, José F. Zúñiga y Javier de la Higuera. Madrid: Biblioteca
Nueva, 2007.
Vermal, Juan Luis. «Ruptura de la experiencia y experiencia de la ruptura. Acerca de
Heidegger, el nihilismo y el tiempo». En Ruptura de la tradición. Estudios sobre Walter
Benjamin y Martin Heidegger, editado por Gabriel Amengual, Mateu Cabot y Juan Luis
Vermal. Madrid: Trotta, 2008.
Vermal, Juan Luis. «Notas sobre la evolución de la confrontación Heidegger/Nietzsche». En
Razón de Occidente. Textos reunidos para un homenaje al profesor Pedro Cerezo Galán,
editado por Patricio Peñalver y José Luis Villacañas. Madrid: Biblioteca Nueva, 2010.
Vermal, Juan Luis. Edición, traducción, introducción, notas y apéndices en Correspondencia
V (enero 1885-octubre 1887) de Friedrich Nietzsche. Madrid: Trotta, 2011.
Vermal, Juan Luis. «Nietzsche: verdad, interpretación y metafísica». En Nietzsche y lo trágico,
editado por Eugenio Fernández García. Madrid: Trotta, 2012.

15
Vermal, Juan Luis, Jaime Aspiunza, Marco Parmeggiani y Diego Sánchez Meca. Edición,
traducción e introducciones en Obras completas. Volumen III. Obras de madurez I de
Friedrich Nietzsche. Madrid: Tecnos, 2014.
Vermal, Juan Luis. Edición, traducción, notas y prefacio en La gaya ciencia de Friedrich
Nietzsche. Madrid: Tecnos, 2016.

Artículos

Vermal, Juan Luis. «Notas sobre la interpretación de Nietzsche de M. Heidegger». Taula.


Quaderns de Pensament, núm. 4 (1986): 79-88.
Vermal, Juan Luis. «La posibilidad de una filosofía primera. Un comentario a R. Rorty».
Taula. Quaderns de Pensament, núm. 5 (1986): 79-93.
Vermal, Juan Luis. «La crítica de la concepción idealista del sujeto en La enfermedad mortal de
S. Kierkegaard». Taula. Quaderns de Pensament, núm. 7-8 (1987): 205-212.
Vermal, Juan Luis. «La cuestión de la intencionalidad en las lecciones de Heidegger en
Marburgo en 1925». Taula. Quaderns de Pensament, núm.10 (1988): 7-19.
Vermal, Juan Luis. «Nietzsche y la metafísica». Taula. Quaderns de Pensament, núm. 21-22
(1994): 35-42.
Vermal, Juan Luis. «Crítica de la verdad y de la mentira puras». Sileno. Variaciones sobre arte
y pensamiento, núm. 8 (2000): 53-60.
Vermal, Juan Luis. «Nietzsche, el último metafísico». Revista de Occidente, núm. 226 (2000):
116-128.
Vermal, Juan Luis. «¿Quién es el Nietzsche de Heidegger?». Estudios Nietzsche, núm. 1
(2001): 173-182.
Vermal, J. L. «Nietzsche: poesía y verdad». Convivium. Revista de Filosofía, núm. 19 (2005):
85-100.
Vermal, J. L. «Über die spanische Rezeption von Heideggers “Nietzsche”». Heidegger-Jahrbuch,
núm. 2 (2005): 373-380.
Vermal, Juan Luis. «Bemerkungen über die Nietzsche-Vorlesungen Heideggers und ihren
Bezug zur Politik» en Heidegger-Jahrbuch, núm. 5 (2009): 130-144.
Vermal, Juan Luis. «Acerca de la inversión del platonismo en Nietzsche y Heidegger». Estudios
Nietzsche, núm. 10 (2010): 97-111.

Traducciones

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. Principios de la filosofía del derecho. Buenos Aires: Editorial
Sudamericana, 1975; 2ª ed., Barcelona: Edhasa, 1988; 3ª ed., Barcelona: Edhasa, 1999.
Badura, Bernhard. Sociología de la comunicación. Barcelona: Ariel, 1979.
Roth, Joseph. Fuga sin fin. Barcelona: Icaria, 1979.
Korsch, Karl. Lucha de clases y derecho del trabajo. Barcelona: Ariel, 1980.
Korsch, Karl. La concepción materialista de la historia y otros ensayos. Barcelona: Ariel, 1980.
Wedekind, Frank. Lulú: I. El espíritu de la tierra; II. La caja de Pandora. Barcelona: Icaria, 1980.
Von Hoffmanstahl, Hugo. La mujer sin sombra. Barcelona: Icaria, 1981.
Adriani, Götz. Toulouse-Lautrec. Obra gráfica completa. Barcelona: Gustavo Gili, 1981.
Marx, Karl. En defensa de la libertad. Los artículos de la Gaceta Renana 1842-1843. Valencia:
Fernando Torres Editor, 1983.
Szondi, Peter. Estudios sobre Hölderlin. Barcelona: Destino, 1992.
Heidegger, Martin. Nietzsche. Barcelona: Destino, 2000. (IV Premio de Traducción Ángel
Crespo, 2001).
Nietzsche, Friedrich. La gaya ciencia. Madrid: Tecnos, 2016.

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Estampas de nihilismo: para Juan
Jaime Aspiunza
Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

Querido Juan:
Hace tiempo que estaba por escribirte, y esta del homenaje parece una buena
ocasión. Quizá protestes contra el tetrasílabo, pero no es sino una excusa para
recordarte nuestro cariño y nuestra admiración. En mi caso particular, casi podría decir
que el origen de ambos está, entre otras cosas, en que seas como yo pero más grande,
más desarrollado y completo. Entiéndeme: lo de «ser como yo» no me lo tomes, por
supuesto, como muestra de narcisismo, porque lo que importa es el más; «yo» es solo
el punto de comparación inevitable en mi caso. Me refiero simplemente a que te has
dedicado, como yo –fundamentalmente– a Nietzsche y a Heidegger, y diría que los
has entendido –por lo que he podido leer en tus lúcidos y jugosos artículos– mucho
mejor. Por eso, aunque imitar no tenga nada de malo, no voy a intentar ponerme
a tu altura elucubrando sobre esos señores. No tengo edad. – Me conformaré con
compartir contigo algunas estampas sobre el nihilismo que he ido coleccionando en
mi experiencia.

1ª estampa: «El gusto es subjetivo»

Comienza el nuevo curso de «Estética moderna (siglos xviii y xix)» y es una


maravilla: todo el mundo sabe que el gusto es subjetivo. Lo saben los alumnos, y lo
sabe… todo el mundo: por doquier se dice que el gusto es subjetivo.
Sucede de continuo: vemos que a personas distintas les gustan cosas distintas
(canciones, comidas, casas, etc.), y «deducimos» que cada uno tiene su gusto; y como
la palabra «subjetivo» ha ido derivando en el significado de ‘personal’, ‘particular’,
concluimos que «el gusto es subjetivo», esto es, que el gusto es mío, propio y único, es
más, la prueba de mi singularidad. Queda sobreentendido que es mi libertad la que
me ha llevado a tener ese gusto.
Estarás de acuerdo en que esa supuesta deducción es un tanto excesiva: pasa de una
diferencia concreta (o de varias) a una diferencia ontológica: la de ser absolutamente

17
único y libre. Si paramos mientes, salta a la vista cómo esto último es algo que se
introduce subrepticiamente, algo de lo que ya se partía; y las diferencias en el gusto,
simple excusa para sancionarlo.
Sin pretender ir por ahora más lejos, yo diría que es al revés: no es el sujeto el que
elige gusto, sino el gusto el que nos sujeta, demostrando que lo que de sujeto tenemos
es lo que no tenemos de libre. Se entiende así aquella sentencia de La Rochefoucauld
(1665): «Se renuncia más fácilmente al propio interés que al propio gusto» (La
Rochefoucauld 2008, 433). Más hondo está el gusto que el interés.
Comenzamos, tras una introducción, a leer Of the Standard of Taste, un ensayo
que Hume publicó en 1757 –un clásico de la «Estética»–, y, efectivamente, allí se dice
bien a las claras que el gusto es subjetivo: la belleza «no es una cualidad [que esté] en
las cosas mismas: existe solo en la mente o el espíritu que las contempla» («Beauty is no
quality in things themselves: It exists merely in the mind which contemplates them.»
Hume 1987, 230). Porque una cosa es el juicio y otra el sentimiento. El juicio dice algo
del objeto, y puede por ello ser verdadero o falso; mas el sentimiento es algo que solo
el sujeto alberga en sí y en cuanto tal es siempre correcto.
La belleza, para que se entienda mejor, es como el dulzor o el amargor reales, que
dependen tanto de quien esté saboreando: lo que para uno es dulce, para el otro puede
llegar a ser amargo. – Por eso, si la belleza depende del sujeto, el gusto es subjetivo.
¡Vaya, no era esto lo que me esperaba! Pensaba que Hume sería de los nuestros,
que cuando nos gusta un vino, repetimos; es decir, que el gusto es un juicio, basado,
sí, en una sensación (o un sentimiento) pero referente a algo, en nuestro caso, el vino.
Quizá con la belleza sea diferente –habrá que pensar–, pero no deja de ser chocante
–de hecho, una de las proposiciones más chocantes de nuestra modernidad, de la de
Hume y la nuestra, ciertamente–, eso de que no esté en las cosas mismas. – Chocante,
porque significa que cuando digo «¡qué guapa estás!» no hablo de ti –¡que te zurzan!–,
hablo de mi espíritu o mente; cuando digo «¡qué película tan soberbia!» solo vuelvo a
hablar de mí y nada digo de la película; cuando encuentro bonito un jersey, por ej., por
su color, hablo solo, como diría muy ufano algún divulgador «científico», de mis filtros
neuroópticos, etc., etc. O, dicho en dirección contraria, que cuando ayer me decían
«¡Qué bien te veo!», solo era que me veían.

2ª estampa: De la belleza o la experiencia estética

Diga lo que diga Hume, yo –contagiado de fenomenología– me planteo cómo se


puede describir nuestra experiencia común de la belleza, cómo la vivimos – antes de
decidir que es subjetiva, y especular –como se hará– si es una cualidad primaria o
secundaria, si los sentidos nos engañan (o no), si todo sucede únicamente en nuestro
cerebro, etc.
a) Apuntaba antes lo chocante de la formulación de que la belleza es subjetiva, o
que está en la mente de quien la contempla, como se añadirá.

18
Desde luego, no es así como usamos el término: bello/bella, bonito/bonita, etc.,
lo decimos del paisaje, de un rostro, de una fotografía, en fin, de algo o de alguien.
Cuando digo «¡qué guapo estás!» me refiero a ti; cuando elijo un color para pintar
una habitación, una tela para hacerme un vestido, son el color y la tela lo que está en
cuestión. – Que en ocasiones concretas se puedan decir, y con sentido, expresiones
como «la belleza es subjetiva» o «está en tu cabeza o imaginación» no significa que
valgan como tesis o explicaciones fundamentales de cómo funcionan las cosas.
Y no solo no se emplea así el término «belleza», sino que tampoco la experiencia de
la belleza –la experiencia estética– queda bien descrita con el cliché de la subjetividad
de la belleza.
b) Lo bello nos llama hacia sí, nos atrae, y le prestamos nuestra atención, y en
muchos casos incluso nos arrebata: nos sorprende y nos arrastra hacia sí, nos embelesa
y cautiva. – Es decir, nos saca de nosotros mismos, nos entregamos a la experiencia
de lo bello.
Y ese salir de uno, una suerte de éxtasis nos procura placer. Por eso se insiste tanto,
sobre todo en el siglo xviii, en la importancia del placer como rasgo de la experiencia
estética. Mas el placer no es la belleza. – En cualquier caso, si estamos hablando de
«salir de uno» es que hemos dejado atrás esa supuesta subjetividad firme y cerrada.
c) El que belleza y placer estén relacionadas nos hace ver también cómo en la
experiencia estética el sujeto y el objeto en cuestión se hallan fuertemente vinculados,
hasta el punto de que se puede hablar –como hace un momento– de un salir del sujeto
hacia el objeto, de un entregarse a la experiencia y al objeto de la belleza.
La belleza nos habla, por lo tanto, de una conexión, de un vínculo que establecemos,
mejor: que surge, que se da con el objeto; una conexión bastante especial, porque en
ella prestamos atención a los detalles, a lo que de particular tiene ese objeto. El objeto
de la experiencia estética es siempre un objeto particular, en el que nos detenemos y
contemplamos: sus detalles, sus distinciones y matices, su exterioridad y sus relaciones
reales, su riqueza de rasgos, su presencia. – Frente a otras situaciones, en la experiencia
estética hay una especial atención a lo particular del objeto.
d) Y ese considerar precioso lo singular e inconfundible del objeto es una forma de
respeto, de respeto, por supuesto, al objeto y a la situación, a su entorno, a su contexto,
si se prefiere, puesto que en principio no hay objetos aislados. Y, por supuesto, es una
valoración.
Tal respeto y consideración para con el objeto ponen naturalmente en entredicho
la supuesta autonomía del sujeto. Quizá sea esa una de las razones que lleva a negar el
verdadero fenómeno de la experiencia estética y a sustituirlo por un esquema solipsista,
artificioso pero interesado, característico del pensamiento moderno.
e) De ahí el que se pueda tomar –incluso– la belleza como caso ejemplar o
paradigmático de lo que son los valores: la bondad, la justicia, etc. Es cierto que se suele
intentar remitir estos últimos a normas –escritas o consuetudinarias– cuya aplicación
daría lugar a las actuaciones que podemos considerar buenas (o no), justas (o injustas);

19
es decir, se intenta exponer tales valores como algoritmos racionales, separando
precisamente dichos valores –morales– de la subjetividad y el capricho del gusto.
Sin embargo, la cuestión del gusto, el entramado del criterio del gusto está
ahí, en su fondo. Tomar una decisión judicial no es tan sencillo como aplicar unas
normas universales a un caso particular que estuviera ya previsto en las leyes. Si es
un caso particular es justamente porque no está previsto: hace falta, por lo tanto,
una sensibilidad, una falta de prejuicios y un buen sentido, desarrollados por una
práctica efectiva para llegar a ser, si acaso, un buen juez. Dicho de otra manera: en
el fondo de una sentencia, de una nota en un examen sobre Hume o Kant, en la
selección de una persona para un empleo, etc., etc., esas mil situaciones que se nos
presentan constantemente en las que hemos de tomar decisiones siempre relativamente
infradeterminadas, hay una decisión de carácter gustativo, llamémosla estética.
f) La belleza, entonces, «es un rasgo o una característica de una situación en que
contemplador y cosa contemplada están insertos: la belleza es todo un entramado. Y no
solo están contemplador y cosa contemplada, sino que es una situación completa en
que hay un entorno que les incluye: una atmósfera de luz y sonido, así como la historia
de cada elemento» (Sartwell 2017, 305-6).
Se trata de una totalidad compleja, complicadísima, inextricable y, por lo tanto,
inanalizable – en la que, sin embargo, somos capaces de emitir juicios, o, en general, de
tener experiencias estéticas, variadas y sustanciosas, e interpretarlas adecuadamente.
g) Remite, así, la belleza a lo más habitual y corriente de la vida: nos pasan cosas
y queremos contarlas, a otros o a nosotros mismos. Tenemos experiencias mudas
y queremos decirlas, ponerlas en palabras, entenderlas, hallarles un sentido. Y ese
hallarles un sentido es situarlas respecto de una totalidad no explícita, pero sí vivida,
cual es la totalidad de la experiencia.
Es cierto que la experiencia estética suele ser una experiencia especialmente intensa
y positiva para el sujeto, una experiencia de afirmación del mundo. Es, así, el ejemplo
más claro de lo que son las experiencias de nuestra vida.
En ese sentido, la experiencia estética es una manera –o muy diversas maneras–
de estar en el mundo, de estar inmerso en el mundo. Supone apertura, sensibilidad,
lenguaje.
Postdata. H) de Hume: realmente en su ensayo sobre el gusto sí que defiende la
existencia de criterio, inconsciente, implícito, pero latente; que sale a la luz a través
de los juicios de los buenos críticos. Y los buenos críticos son gente 1) que posee
sensibilidad o delicadeza, 2) desarrollada o cultivada por la práctica, la cual exige
siempre 3) la comparación de muchas y diversas obras, 4) capaz de liberarse de sus
prejuicios y 5) de atender al buen sentido.
Nos ofrece, por lo tanto, una descripción de cómo se hace el gusto. Sobre todo,
conviene hoy día recordarlo: cultivándolo. No es algo que venga de fábrica, por defecto.
Por eso se suele –se solía– distinguir entre buen gusto y mal gusto: el primero era el
cultivado; el segundo, el silvestre o en bruto.

20
3ª estampa: Relativismo y cientifismo

La nuestra es época de subjetivismo a ultranza. Si en el siglo xviii, cuando el


término comenzó a emplearse, «sujeto» era una manera de entender el ser humano
en general, hoy remite a la persona, al particular en su plena individualidad, y se lo
concibe con un par de rasgos que, de ser ideales políticos, han pasado a tomarse por
características reales: el sujeto, a más de único, es ya de partida autónomo y libre, regido
por una voluntad autoconsciente.
Ese subjetivismo, aunque a veces choque con él, hace pareja con el objetivismo
cientifista. Digo «cientifista», pues que no me refiero a la ciencia real, sino a esa fe de
carácter religioso o fanático en una supuesta ciencia, Ciencia –con mayúscula– que no
existe, que es pura quimera. – En este mito moderno el término «objetividad» acaba
significando lo contrario y complementario de «subjetividad», y confundiéndose con
la Realidad transparentada. Se llama así «objetividad» a lo que constituye en sí misma
la realidad que nos rodea o de que estamos hechos.
Subjetivismo y objetivismo cientifista se reparten el mundo. La Realidad toda se
divide clara y netamente en sujetos y objetos. La Ciencia se hace cargo de la Realidad y
la Verdad, los sujetos, de sus opiniones, que comparten con el gusto su ser subjetivas,
por lo que parece que en el fondo fueran algo difícil de distinguir entre sí: opiniones y
gusto propio. – Ahora bien, ¿es un buen gusto o un mal gusto, que también se suele –se
solía– considerar simple falta de gusto?
Los problemas que esto trae, los conocemos: la indistinción general entre opinar y
conocer, aun el desprecio del verdadero saber; el rechazo de la discusión y el diálogo,
de una supuesta racionalidad; y, sobre todo, lo que aquí quiero destacar – la pérdida
de valor de la capacidad de juicio, de la capacidad de discernir, es decir, de apreciar las
cualidades, la calidad, el valor o la belleza de las cosas, en definitiva, de pensar.
Cuando consideramos el valor de una persona o de una película, sea para elegirla
para un trabajo o para darle un premio; cuando juzgamos cómo se ha portado alguien
a quien conocemos con un amigo nuestro; cuando pretendemos hacernos una idea
de la situación política, de las relaciones entre dos grupos, entre varias personas, etc.,
es decir, cuando hablamos de los ámbitos personal, psicológico, social o político,
se da por supuesto que son los sujetos subjetivos los que hablan, los que piensan o
consideran, los que deciden. – Pero estos ámbitos ocupan ¡la mayor parte de nuestra
existencia…! Y todo en ellos ¡¿va a ser solo subjetivo?! ¡¿No hay acercamiento posible
a cierta objetividad?!
Pero sigamos con el mito: la Verdad, en cuanto conocimiento de la Realidad, la
procura la Ciencia; todo lo demás son juicios de valor, en el fondo siempre subjetivos.
Es más, un juicio subjetivo ni siquiera puede aproximarse a la Verdad, a la Realidad. La
realidad ha quedado reducida a lo que la Ciencia sepa o diga saber sobre ella; lo demás
no es realidad, por eso no puede dar lugar a verdades, sino solo a opiniones, que forman
parte –como mucho– de la realidad de cada cual. ¡Hay infinitas realidades, cada uno

21
vive en la suya, y no puede salir de ella! – Y esto se toma como fatalidad insuperable,
para la que no hay salida.
Volveremos al gusto y a la subjetividad. Antes, sin embargo, convendría hacer una
pequeña corrección ¡de grandes consecuencias!
En principio, «objetivo» no significa constituyente de lo real, sino el movimiento
de rectificación de la subjetividad de una experiencia, es decir, imparcialidad: soy
objetivo cuando dejo de lado mis intereses particulares y procuro ver las cosas
imparcialmente. Por supuesto, esto es algo que hay que aprender y que se da en cierto
grado. Es mucho más fácil hacerlo centrándose en mediciones y cantidades; de ahí que
la matematización del conocimiento sea una manera de lograr objetividad. – No porque
la realidad sea matemática –como gusta a muchos repetir–, sino porque manejando
mediciones y cálculos interfieren menos las propias pasiones e intereses y se logra
cierta imparcialidad.
Con esta corrección cambia, sin embargo, el panorama: ya no tenemos en un lado
sujetos y en otro objetos, sino que solo tenemos sujetos que tratan de manera más
o menos subjetiva u objetiva con la realidad. En el extremo de máxima objetividad
podemos poner, sí, a las ciencias más matematizables, sin que eso signifique en ningún
caso que tales ciencias logren hacer trasparente la realidad: la elección de un punto
de partida es siempre subjetiva. Mas hasta el otro extremo de suma subjetividad
quedan muchas posiciones intermedias, la mayoría de ellas situaciones en las que es
imprescindible cierta subjetividad, simplemente para percibir y entender en cuanto ser
humano, pero en la que caben también –y es lo deseable– diferentes ensayos –y grados–
de objetividad, para que se pueda llegar a entender dicha experiencia, y sea además
compartible. Por ej., si hemos de elaborar un informe acerca de la situación actual de
la enseñanza en este país, obviamente convendrá tener alguna relación personal con
el medio, si no, será difícil captar nada; no obstante, tampoco se tratará de dar una
impresión puramente subjetiva de la experiencia. Habrá que hablar con otra gente
implicada, situar sus discursos…
Valoramos especialmente a quien es capaz de exponer su propia experiencia en
cuanto algo que puede tener sentido para los demás, esto es, de dar una dimensión más
general, más objetiva a su lectura de lo acontecido, dicho de otro modo, de ponernos
delante de nosotros –en cuanto objeto contemplable– eso acontecido. – ¡Y eso es algo
que se puede hacer con lo más subjetivo!
No se divide, pues, el mundo en lo subjetivo y lo objetivo, sino que es cosa de los
sujetos el procurar más o menos objetividad a sus relatos o informes, a sus explicaciones
o interpretaciones de lo que acontece.

4ª estampa: Ser-de-mundo

Los lectores de Heidegger ya sabemos que no hay sujeto que, cual cápsula cerrada,
solo tras estar formado en plenitud –con sus gustos, sus ideas, sus capacidades, su
carácter– se relacione con el mundo, sino que, por el contrario, todo ser humano

22
es –permítaseme la expresión– ser-de-mundo, desde el primerísimo momento de
su concepción. Con «mundo» no me refiero al conjunto de cosas y de personas o
instituciones con que nos topamos en nuestra vida, en cuanto simple conjunto, – sino
en cuanto elemento, en cuanto medio de nuestra existencia: así como se dice que el pez
es de agua, el ave, de aire, así el ser humano es de-mundo. Y quisiera que se entienda esto
literalmente. En sentido estricto no hay individuo que valga, si no es por su vinculación,
por su estar entrañado, su estar implicado –desde siempre– en un mundo. Que el ser
humano es finito, como viene intentando pensarse desde que Dios muriera, significa,
entre otras cosas, que es dependiente, no autónomo ni libre. ¡Cuidado! Autónomo,
libre son ideales modernos, para nosotros irrenunciables, pero de carácter político,
¡no ontológico! Precisamente porque el ser humano es dependiente de su mundo es
por lo que surge el deseo, el proyecto de la autonomía, de la libertad: respecto de otros
seres humanos, de las instituciones, de la tradición.
Somos, sí, singulares, mas eso no significa que seamos absolutamente distintos unos
de otros, como parece pretender el subjetivismo a ultranza. Somos una combinación
única de materiales o ingredientes comunes, compartidos. Como dice F. Toutain: «La
identidad personal, en la medida en que sea pertinente referirse a ella, no puede estar
constituida más que por cualidades compartidas» (Toutain 2020, 88). Como también
suele decirse: «“Yo” soy las voces que hay en mí».
Tanto la autonomía y la autosuficiencia como la idea de un yo íntimo verdadero
y auténtico que podríamos desplegar en lucha contra la sociedad y el mundo son
fantasías, ficciones, mitos de la actualidad –cuentos– cuya función es estrictamente
ideológica; es decir, sirven a una concepción determinada del mundo, a una práctica,
a un modo de vida que es el del capitalismo actual. – Tienen muy poco que ver con el
saber y el pensamiento, no son –como a veces se nos quiere hacer creer– ni ciencia ni
filosofía.
De hecho, vivimos una época de colosal predominio de la ideología, y no me estoy
refiriendo a las clásicas de la política, sino –y sobre todo– a esa tiranía del subjetivismo.
Negando lo común del ser humano se vacía de contenido al individuo, esto es,
se da una paradoja chocante pero real: se insiste en la particularidad de cada uno,
pero se exige la identidad colectiva o la igualdad absoluta. O quizá sea al revés: como
se impone una igualdad clónica a todos, se les regala el caramelo ideológico de su
supuesta particularidad. Hago y soy como todo el mundo, pero me creo único, y el
Gran Hermano lo sanciona por doquier. Lo de ser único no es más que un axioma:
indemostrable pero eficiente.
Vuelvo al ser-de-mundo. Ya Heidegger aclaraba que para poder darse la
separación sujeto / objeto, característica del esquema epistemológico, antes de ello,
el ser del humano es ser-de-mundo, y solo sobre esa familiaridad y conocimiento
práctico del mundo, que vamos adquiriendo y asimilando consciente pero sobre
todo inconscientemente desde que nacemos –viviendo, mediante la experiencia–,
es posible intentar distinguir entre lo subjetivo y lo objetivo, esto es, aprender a ser

23
–subjetivamente– objetivo. El ser humano no está en el mundo como quien está en un
contenedor, sino que habita el mundo, vive en él y de él.
Que el ser humano sea-de-mundo implica también la superación de otro de
los dualismos más pertinaces: el de sentimiento y pensamiento o juicio. No hay
pensamiento que no tenga su tinte afectivo; no hay sentimiento que no se nos dé a
través de un cierto pensar. Nuestro estar en el mundo es de primeras sensible, es un
sentir, y es ese sentir el que de inmediato o luego pensamos. Es la experiencia muda la
que tratamos de llevar a la palabra; mas el sentir está ya entreverado de algunos juicios
y pensamientos. El sentimiento –nos dice A. Gándara– es también comunidad (cf.
Gándara 2020, 146).
Eso es lo que sucede en la experiencia del gusto a que nos hemos estado refiriendo.
El buen crítico es el que sabe hacer el recorrido completo de la sensación a la palabra,
el que sabe decir algo pertinente, adecuado de la experiencia estética. Y la experiencia
estética es antes que nada experiencia sin más.
La subjetividad, bien pensada, es, por lo tanto, inherencia al mundo (Merleau-Ponty
2000, 414). Yo soy yo siendo-de-mundo1.
No está por un lado la objetividad y el conocimiento, por otro la subjetividad y
el gusto, como nos propone el relativismo absolutista aliado con el cientismo. Está la
experiencia del mundo, que es la de una subjetividad inmersa en el mundo, la de una
subjetividad atravesada, entreverada de mundo, que en la mayoría de los casos se queda
en experiencia muda; en algunos, no obstante, entra en el ámbito de la reflexión y se
piensa y hasta se formula en palabras, o se expresa mediante otros medios – ahí el arte.
Y en unos pocos casos pasa a ser observada de una manera más general y objetiva y
puede llegar a convertirse en conocimiento. El experimento científico es una manera
de saltar lo más rápidamente posible a lo más objetivo.
Merleau-Ponty explicita en otros términos el ser-de-mundo: «Soy un campo, soy
una experiencia». Somos fundamentalmente apertura, apertura de un cuerpo, apertura
–si se quiere– de una mente: somos seres de situación, seres sociales e históricos, y esto
no significa –una vez más– que estemos entre más gente, que vivamos en un tiempo;
significa que formamos parte de un mundo común, en el que hemos aprendido a
movernos, a relacionarnos, a tratar con las cosas, con el ambiente y –luego– a hablar.
Y el lenguaje es la presencia manifiesta y permanente de lo social y lo histórico en cada
uno de nosotros, así como el cuerpo es prueba irrefutable de nuestra universalidad
genérica, animal. Cuerpo y lenguaje son muestra y evidencia de lo común que nos
constituye.
De una manera más perspicua que Heidegger, que también habla de la dimensión
impersonal del ser humano, Merleau-Ponty insiste en la participación de lo que él
llama lo anónimo en cada uno de nosotros. Soy yo entre mi ser anónimo, mi no-ser yo,
esto es, entre mi individualidad absoluta y mi universalidad o generalidad absoluta

1
Si se niega esto sucede lo que está sucediendo en la enseñanza actual: no se enseña nada –se prohíbe
enseñar y aprender– para que los jóvenes no sean nadie y de ese modo colaboren adecuadamente en este
mundo de adicción al consumo. Cf. Navarra 2021b, 100.

24
(Merleau-Ponty 2000, 456). Lo anónimo es el mundo común, que nos constituye – y es
a la vez condición de nuestra existencia en cuanto seres-de-mundo. Y eso anónimo,
ese mundo común es un mundo con sentido, o con sentidos acumulados, entre los
cuales vamos haciéndonos humanos, a través de la existencia, en el trato con él, y del
continuo aprendizaje que esta nos posibilita. De ahí que lo anónimo sea campo de
relaciones y de posibilidades.
Así pues, no se puede entender la subjetividad en cuanto individualidad puramente
particular, sino que implica una apertura y un habitar lo impersonal, lo anónimo que
es el mundo compartido del que vivimos y en el que nos singularizamos, haciéndonos
merecedores de un nombre propio. – «La universalidad y el mundo se encuentran en el
corazón de la individualidad y del sujeto» (Merleau-Ponty 2000, 413-5. Cursiva, mía:
JA.).
En las primeras páginas de la Fenomenología de la percepción Merleau-Ponty
dice que pensar es reaprender a ver el mundo2. Desde que nacemos hemos estado
aprendiendo, puesto que vivir es aprender, y más los primeros años de nuestra vida.
No es exagerado decir que es el gusto lo que ahí se forma, lo que ahí se configura,
ciertamente no a modo de una lista de normas o reglas, sino en cuanto hábito de
discernimiento que permite situar objetos particulares en totalidades abiertas, esto es,
en cuanto saber práctico del estar en el mundo.
Reaprender a ver el mundo, pensar, singularizarse, llegar a ser uno mismo supone,
pues, «entrar en contacto con nuestra situación encarnada, con nuestra implicación
en el mundo natural y humano que no nos podemos representar, sino que expresamos
viviendo» (Garcés 2013, 141). En su obra póstuma, Lo visible y lo invisible, Merleau-
Ponty nos dice que ese pensar no es un descomponer el mundo en elementos reales o
en referencias ideales, sino que es discernir articulaciones, que están ocultas, pero son,
sin embargo, eficaces, es decir, están latentes: «es hundirse en lo sensible, en el tiempo,
en la historia, preguntar por la presencia del mundo en mí y de mí en el mundo»,
explica M. Garcés (Garcés 2013, 141). Pensar, diría yo, es recuperar –en toda la riqueza
del vocablo– el gusto3.

5ª estampa: El relativismo en la educación o la ideología pedagogista

Hace ya muchos años que tenemos la sensación de que en pedagogía hay mucha
tontería, y de que «los pedagogos» mandan en este país. Y los entendidos confirman
esa sensación.
«Admitámoslo –nos dice G. Luri–: la educación en España está en manos de un
monopolio ideológico» (Luri 2020, 48). Y en la mayoría de los países occidentales hay
una fascinación por «supuestas grandes ideas» que pronto demuestran no valer para

2
«La vraie philosophie est de rapprendre à voir le monde» (Merleau-Ponty 2005, 21).
3
Recuperar: 1. Volver a tener algo que se había perdido. 2. Recobrar la salud, las fuerzas, la serenidad
o la moral. 3. Volver en sí. 4. Rehabilitar. (MM).

25
aquello que se pretendía: una educación igualitaria de los ciudadanos (cf. Luri 2010,
35-36).
En realidad, parecen aspirar a algo mucho más ambicioso: por medio de formas
supuestamente inéditas de aprender que darían lugar a un ser humano supuestamente
nuevo, crear un mundo nuevo, a brave new world? (Cf. Luri 2020, 29).
Una de las cuestiones fundamentales de nuestro tiempo es cómo está afectando
la técnica –llamada ahora «tecnología»– a la existencia o el ser de los humanos.
Comenzando con Heidegger, siguiendo con G. Anders y V. Flusser y acabando en
Byung-Chul Han o en É. Sadin tendríamos un hermoso recorrido lleno de ideas
fulgurantes: «de la Gelassenheit al sometimiento al smartphone», podría titularse.
Aquí me voy a centrar en la intromisión de las llamadas «nuevas tecnologías» (NT)
o «tecnologías de información y comunicación» (TIC) en el ámbito de la educación.
No sé si se debe al afán de novedad de nuestra época –¡no podemos quedarnos
atrás!, se nos dice (cf. Luri 2014, 121; L’Ecuyer 2015, cap. 8)–4, o al ímpetu de fuerzas
y potencias, si no telúricas, quizá etéreas o eléctricas, pero la nueva pedagogía, aparte
de sus «novedosas» ideas que datan de los años veinte y treinta en EE.UU. (cf. Hirsch
2017, 6; Luri 2020, 48 ss.), ha puesto todo su empeño en llenar las aulas de artilugios
digitales y hacer orbitar las cabezas –y los cuerpos– de niños y jóvenes en torno a las
NT y las TIC (prescindiré de distinguirlas).
Podemos, pues, observar de primera mano, en lugar especialmente transparente
y cercano, los efectos de la tecnología digital en la formación de los seres humanos.
La nueva pedagogía, en palabras de F. Tonucci, está convencida «de que la misión
de la escuela ya no es enseñar cosas, sino permitir que los niños aprendan a utilizar las
nuevas tecnologías, a usar un método de trabajo de investigación científica, a adquirir
el pensamiento crítico y a cooperar y a trabajar en equipo.» (Luri 2010, 59). Antes que
nada, como se ve, las NT; de hecho, se queda en eso. Lo otro es muy bonito –ideal–,
pero demasiado complicado, difícilmente alcanzable. Como apostilla G. Luri: «Dicen
eso y se quedan tan anchos» (Luri 2014, 103).
Recuerdo de mis tiempos de pedagogo (impartiendo en el famoso CAP la
«didáctica de la filosofía», hace unos 12 años) la infición pedagogista ostensible en
una alumna del todo incompetente, que pretendía autoevaluarse para así compensar
el suspenso inminente. No sabía nada –pero ¡nada de nada!– de «filo», pero haría la
clase «en plan ética» … y ante mi gesto de incomprensión y consiguiente pregunta me
aclaró con desdén y más que suficiencia: «¡Ética…: una peli y que hablen!». Ejemplo
perfecto de dos de los rasgos que señalan todos los críticos de la nueva pedagogía: el
alumno es el protagonista –hasta el punto de evaluarse a sí mismo– y vaciamiento
total de conocimiento –hasta el punto de que quien aspiraba a impartir, y puede que
ya lo esté haciendo, la asignatura de «Ética» en la ESO no tenía la más mínima idea
de qué significaba «eso»–. Añadiré que la banda de excuras aberchales que dirigían el
cotarro –el llamado Servicio de Asesoramiento Educativo de la UPV–, tras intentar
4
«La principal aspiración de la escuela actual es no quedarse rezagada… aunque dudo que sepa muy
bien de qué.» (Luri 2020, 36).

26
chantaje mediante que yo lo hiciera, prefirieron aprobar a la muchacha y deshacerse
de mí, que «traía problemas».
Lo cierto es que si uno atiende de buena fe las propuestas de dicha pedagogía
puede quedar complacido: ¡qué mejor que formar a la persona íntegra, dotarle de un
pensamiento crítico y de la capacidad de colaborar y trabajar con los demás, incluso
adquirir una racionalidad de carácter científico…! Son ideales muy humanos… – Ese
es, sin embargo, el problema: son ideales, difíciles de alcanzar en un adulto, aberrantes
cuando se pretenden directamente en un niño. Pero, sobre todo –y esta es la cuestión
que se hurta al ciudadano (L’Ecuyer 2015, 24; Desmurget 2020, 26 ss., y en general,
todo el «prólogo»)–: cómo engarzar las NT y estos ideales rousseaunianos (cf. Hirsch
2017, 10) es un asunto no resuelto, que se fía a la mera publicidad, cuando de hecho
chocan, se excluyen.
Mi tesis es que las NT, la tecnología digital no viene a poner por obra dichos
ideales sino a ir formando una nueva especie de ser humano bien acomodado y
ajustado al mundo de los algoritmos que se nos está viniendo encima (cf. Sadin 2020,
«introducción»). Nos «encontramos ante una dictadura pseudoeducativa», dice A.
Navarra (cf. Navarra 2021a).
La propuesta rousseauniana es claramente antiintelectualista, antirracionalista. Es
también antisocial. Y lo va a ser sobre todo porque desconoce la naturaleza del niño y
su evolución en esos primeros años. Como señala I. Enkvist: «basarse en la voluntad y el
nivel actual del alumno es mantenerlo por largo tiempo en un estado infantil» (Enkvist
2018, 8), algo que nuestra época ha promovido y sigue promoviendo. – Lo grave de esto
es que el subjetivismo rousseauniano ha acabado triunfando –lo que Sloterdijk llamará
el «Big Bang de la moderna poética subjetivista de la libertad» (cit. por González Sainz
2021, 62)– como teorización válida de la subjetividad del sujeto, frente a, por ej., el
modo como, en el mismo siglo y en clara contraposición a Rousseau, lo harían Hume
o Kant, por citar solo a los más conocidos.
A. La nueva pedagogía va a recalcar, encareciéndolos, sobre todo dos puntos: a) la
autonomía del niño, su particularidad –que el niño sea el centro de la educación; b) la
emocionalidad– hay que cuidar de modo especial su afectividad.
Que somos seres particulares, singulares, y que somos seres afectivos, no mera
racionalidad es innegable. Hasta aquí, todo bien. Tan fina sensibilidad encandila al
oyente. – El problema es el énfasis, que acaba traduciéndose en exclusividad: no somos
solo afectividad, y justo la racionalidad –una potencia humana bastante apreciable,
mal que les pese a algunos– es lo que se aprende –mejor o peor– en la escuela, en la
relación con los demás niños, con otros adultos especialmente preparados –maestros
y profesores–, a través del trato con el conocimiento y las realizaciones que la tradición
pone a nuestra disposición. Dicho de otra manera: la educación, en lo que tiene
de socialización y maduración, enseña a manejar las emociones, a distinguirlas de
los sentimientos, a gestionar los deseos, las satisfacciones, el dolor, la privación, la
frustración, etc., etc. Si se toman las emociones del niño, obviamente, infantiles, por

27
cosa sagrada que solo se puede mimar, nada se estará haciendo por su desarrollo y
posible evolución. Se eterniza así el niño emocional, caprichoso, egoísta e irresponsable.
Respecto de la singularidad del niño, es indudable que todos lo somos: singulares,
particulares, únicos, si se quiere. Cosa bien distinta es que el niño sea autónomo e
independiente, que sepa lo que quiere y lo que puede y le conviene. Pretender algo así
raya, si no en la estupidez, al menos en la parvulez. – El niño necesita de los demás,
no solo para sobrevivir, sino –especialmente– para convertirse en ser humano adulto,
para que sus potencialidades puedan desplegarse.
Ese antirracionalismo y antiintelectualismo, así como la antisocialidad que viene
a instaurar la nueva pedagogía resulta, por lo tanto, fatal para el desarrollo humano
del niño.
B. La tecnología digital aplicada a la educación, más bien, invasora de la escuela
(y de los hogares) desde que los niños son muy pequeños (cf. L’Ecuyer 2015, 27 ss.;
Desmurget 2020, 193 ss.) viene a incidir en dos aspectos que en cierto modo coinciden
con los presupuestos del subjetivismo pedagogista: a) aísla al niño, alejándolo de la
realidad, es decir, no solo no necesita de los demás, vivos o muertos, sino que puede
prescindir asimismo de la realidad; b) lo estimula de continuo, convirtiendo su
existencia en fluido acelerado de emociones.
a) El tiempo que el niño pasa delante de la pantalla, tanto da si está jugando,
navegando por internet, enviando mensajes por WhatsApp o actualizando su muro de
Facebook, es tiempo usurpado al trato con la realidad real. Las conexiones electrónicas,
pantalla mediante, no tienen nada que ver con las conexiones con personas, cosas o
situaciones reales. – Ese es el problema principal: el déficit de realidad que la invasión
de lo digital genera. Porque los niños y los jóvenes necesitan de la realidad para ir
madurando. En el fondo, más allá de todas las pantallas y artilugios electrónicos está
la realidad, y con ella habrá que saber apañárselas alguna vez.
b) Por otro lado, para que se mantenga el interés ante la pantalla hace falta la
renovación continua de imágenes y contenidos, un ritmo temporal acelerado, a veces
frenético que, una vez más, desacostumbra para la vida real: esta ya solo puede resultar
aburrida, sin interés, desmotivadora, irrelevante y sin sentido. – ¡Qué nos diría ahora
Camus?
El efecto principal, entonces, tanto de los presupuestos implícitos (o explícitos) de la
nueva pedagogía como de la adopción encandilada y fanática de las NT es la pérdida de
contacto con la realidad, el aligeramiento de los vínculos sociales, una transformación
que redunda en otro tipo de ser humano. Justo por eso un libro reciente de C. L’Ecuyer
se titula Educar en la realidad. Si tal título es necesario es o porque se ha olvidado que
ese es el fin de la educación o porque se ha olvidado en qué consiste la realidad. Nuestra
época es la época de la tecnología de lo virtual, eso es impepinable; pero eso no significa,
como a veces parece entenderse, que la realidad actual sea la llamada «realidad virtual».
¡Aunque quizá sea eso a lo que el mundo tiende, y la escuela propicia!
Bien es cierto, como nos recuerda G. Luri, que, siendo el discurso entre los
docentes –más del 90%– el de la nueva pedagogía, en concreto, el del constructivismo,

28
su práctica, no obstante, es –también en su mayoría– relativamente clásica: «decían lo
que es pedagógicamente correcto y hacían lo que es pedagógicamente posible» (Luri
2020, 23-24).
Está bien que así sea, pero tampoco vamos a ser ingenuos. Estamos aún en fase
inicial. El discurso irá encontrando arraigo efectivo, aunque solo sea porque no le
quedará otra opción. La pedagogía no es independiente de la deriva del capitalismo
digital. – Por otra parte, las NT también han invadido el tiempo de ocio (cf. Desmurget
2020, 189 ss.).
Esa pérdida de contacto con la realidad, ese aligeramiento de los vínculos sociales y
personales tiene un efecto muy poderoso en el modo de ser, de ir haciéndose del niño y
del joven. Durante miles y miles de años, el trato con personas y cosas en muy diversas
situaciones ha sido el medio en que nos hacíamos adultos, humanos.
En los últimos 50 o 60 años la psicología evolutiva ha ido descubriendo cómo el
bebé se convierte en adulto sano (o disfuncional). De los primeros tiempos de la vida de
un niño sabemos la importancia que tiene el apego para dotar al adulto de confianza y
seguridad ante el mundo. Hasta que aprende a hablar el niño pasa por una serie de fases
de intenso aprendizaje, desde el mundo de las puras sensaciones hasta una interioridad
hecha de «paisajes mentales» donde habitan ya los deseos, las intenciones, etc., pasando
por el descubrimiento y cultivo del mundo social inmediato, el estudio de los rostros y
los gestos, la interpretación del «alma» de los demás… (cf. Stern 1990).
En fin, del mismo modo que se aprende a hablar en contacto directo con
personas, porque los rostros, los gestos, la situación completa –real, no «virtual» o
fantasmagórica, como diría G. Anders– son condición sine qua non, así también va el
niño cultivando su sensibilidad –que no es mera emocionalidad, respuesta biológica
directa a los estímulos–, va aprendiendo a gestionar sus deseos, en el marco de juego
de la realidad concreta, con sus límites e impedimentos, sus opciones alternativas o
imposibilidades, es decir, va aprendiendo a planear la acción conducente a satisfacerlos,
practicando la previsión, esforzándose, disciplinándose incluso, eligiendo qué es lo
que verdaderamente quiere. Y va aprendiendo de ese modo la relevancia de las cosas,
el sentido de lo que vive, y aprendiendo también a tomar la iniciativa, a actuar por
sí mismo. – Eso, que sería el verdadero camino de la autonomía, solo es posible con
personas de carne y hueso, en el mundo real.
No por nacer en un país formalmente «libre» se es efectiva y realmente libre. – Esta
confusión es algo que se confronta a diario en las aulas.
Mucho más habría que decir al respecto, pero tampoco quiero, ni debo, extenderme
demasiado. Resumiré, entonces, la influencia fundamental de la intrusión de la pantalla
en la escuela. ¿Qué efectos concretos tiene ese desprestigio de la realidad de que en
tantos ámbitos somos testigos?
El menor trato con personas y cosas a que la ocupación con pantallas da lugar:
1) afecta negativamente a la creación del vínculo afectivo con las personas cercanas
–llamado también «apego»–, que será el sostén fundamental de su estar en el mundo
el resto de su vida;

29
2) dificulta la fijación de la atención: las pantallas dispersan;
3) acostumbra al niño a lo que se llama «motivación externa», en detrimento de
la interna –o descubrimiento del deseo–, lo que tiene consecuencias tremendas en la
conformación de los hábitos. La motivación externa (algo que atrae la atención del
niño) tiene efectos de corto plazo y debe ser constantemente renovada, lo que crea
dependencia y cierta apatía vital; además, inhibe –y esto es lo más grave– la gestión
del deseo interno de aprender, natural en todo niño.
Como dice L’Ecuyer: «Un entorno educativo que fomenta la motivación externa
“produce” adolescentes y adultos que se mueven exclusivamente por interés propio.
Hacen las cosas únicamente porque se lo piden y solo en la medida en que se les da
algo a cambio (dinero, recompensa, favor, fama, etc.). En una sociedad en la que las
personas se mueven por motivaciones externas, todo tiene un precio y un componente
económico, no hay nada gratuito» (L’Ecuyer 2015, 57-58);
4) descuida el cultivo de la sensibilidad: «nos emocionamos, pero no sabemos
sentir» (Lacroix 2001, cit. por L’Ecuyer 2015, 188);
5) y como consecuencia, el sentido de relevancia de las cosas y las situaciones; «Los
niños necesitan realidad. Y necesitan una educación humana. Necesitan que la mirada
de sus padres y maestros calibren la realidad» (L’Ecuyer 2015, 46), para aprender a
interpretar lo que sucede. Me viene siempre a la cabeza la escena esa del niño que,
distraído jugando, cae y se da un porrazo, se levanta de inmediato y mira a su madre
para saber si puede seguir jugando o toca llorar;
6) en definitiva, la capacidad de discernir y juzgar, de pensar por uno mismo.
7) La falta de experiencias reales va a su vez reduciendo la formación de una
memoria biográfica que es la que a la postre configura eso que llamamos identidad
propia. Los huecos de la memoria vital propia se rellenan, cuando es necesario, con
lo que se suele llamar la «memoria implícita», que es la derivada de las series o los
videojuegos favoritos –el personaje con que se identifica– o del tono de los mensajes
de WhatsApp que el joven guarda en el bolsillo (cf. L’Ecuyer 2015, 103).

6ª estampa: Lo subjetivo, sujeto

A lo que iba, dando todo este rodeo: ¿qué significa, entonces, «subjetivo» cuando
se oye decir que «el gusto es subjetivo»? ¿Propio, independiente, singular? – ¡Quia!
Lo de que cada uno es autónomo y único, que es sujeto «subjetivo», con su gusto,
su pensamiento y su libertad no es –visto lo visto– sino un reclamo, una engañifa
para entrar más fácilmente y sin sospechas en la vida de cada uno de los que se van
haciendo adultos, y así tenerlos bien sujetos. ¿Qué gusto va a haber sin cultivo de la
sensibilidad, sin práctica ni experiencia en el trato con algún arte, sin la disciplina de
observar los propios prejuicios para suspenderlos, sin el cuidado del razonamiento y
la palabra justa?
El sujeto que la nueva pedagogía aspira a crear es un conformista, no en el
sentido de que acepte todo lo que le ocurra, porque no se considera a sí mismo

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origen de sus propias acciones; él solo responde, reacciona: «tienden a no asumir las
responsabilidades de sus acciones, porque piensan que sus acciones están impuestas
por el entorno, o que son siempre consecuencias de otros. Esas personas echan
sistemáticamente la culpa a otros por sus errores» (L’Ecuyer 2015, 126).
Es el hombre masa de Ortega que se cree único. Con la revolución tecnológica han
crecido de manera exponencial las posibilidades de no ser nadie, de ser el perfecto
anónimo convencido de su particularidad. O, mejor: «La afirmación del yo es en
realidad la renuncia del individuo a singularizarse como individuo» (Toutain 2020,
42). – De ahí el éxito del sedicente subjetivismo de cada cual.

Querido Juan: estoy ya cansado, y supongo que tú también. Voy a poner la «tele»,
y a perderme un rato en el blando anonimato de los perdedores de un clásico, anticipo
del sueño eterno.

¡Buenas noches!

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Referencias bibliográficas
Desmurget, M. 2020, La fábrica de cretinos digitales. Los peligros de las pantallas para
nuestros hijos, tr. de L. Cortés Fernández, Península.
Enkvist, I. 2006, Repensar la educación, Edic. Internacionales Universitarias.
Enkvist, I. 2014, Educación: guía para perplejos, Edic. Encuentro.
Enkvist, I. 2018, «Prólogo» a J. Sánchez Tortosa, El culto pedagógico. Crítica del populismo
educativo, Akal.
Gándara, A. 2020, Dioses contra microbios. Los griegos y la Covid-19, Ariel.
Garcés, M. 2013, Un mundo común, Ed. Bellaterra.
González Sainz, J.Á. 2021, La vida pequeña. El arte de la fuga, Anagrama.
Han, B.-C. 2021, No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, Taurus.
Hirsch, E.D. 2017, Why Knowledge Matters: Rescuing Our Children from Failed Educational
Theories, Harvard Education Press.
Hume, D. 1987, Essays Moral, Political, and Literary, ed. de Eugene F. Miller, Liberty Fund.
La Rochefoucauld, F. de 2008, Reflexiones o sentencias y máximas morales, en Moralistas
franceses. Máximas, pensamientos y caracteres, ed. de J.A. Millán Alba, Almuzara.
Lacroix, M. 2001, Le culte de l’émotion, Flammarion.
L’Ecuyer, C. 2015, Educar en la realidad, Plataforma Edit.
Luri, G. 2010, La escuela contra el mundo. El optimismo es posible, Edic. CEAC.
Luri, G. 2014, Mejor educados, Planeta.
Luri, G. 2020, La escuela no es un parque de atracciones. Una defensa del conocimiento
poderoso, Planeta.
Luri, G. 2021, «La Lomloe o la exaltación de la mediocridad», El Mundo, 30 de marzo de
2021.
Merleau-Ponty, M. 2000, Fenomenología de la percepción, tr. de J. Cabanes, Península.
Merleau-Ponty, M. 2005, Phénoménologie de la perception, Gallimard.
Navarra, A. 2021a, «Educación, burocracia y espectáculo», El País, 4 de enero de 2021.
Navarra, A. 2021b, Prohibido aprender. Un recorrido por las leyes de educación de la
democracia, Anagrama.
Sadin, É. 2020, La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo
radical, tr. de M. Martínez, Caja Negra Editora.
Sartwell, C. 2017, Entanglements. A System of Philosophy, SUNY Press.
Stern, D. N. 1990, Diary of a Baby, Basic Books.
Toutain, F. 2020, Imitación del hombre, Malpaso.

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Aligerar el peso
Soledad y amistad en la Primera parte de Así habló Zaratustra
Remedios Ávila
Universidad de Granada

La soledad lo rodea y lo anilla siempre más amenazante,


más estranguladora, más agobiante, esa terrible diosa y
mater saeva cupidinum, pero, ¿quién sabe hoy qué es la
soledad?…
(Humano, demasiado humano I, Prólogo parág. 3)

Sin phíloi nadie querría vivir.


(Aristóteles, Ética a Nicómaco VII, 1555 a5)

Introducción

Este trabajo trata de la Primera parte de Así habló Zaratustra y está dedicado a Juan
Luis Vermal. Con respecto a lo primero, quiero señalar que prolonga la línea iniciada
en el último capítulo de mi libro Las pasiones trágicas, que comentaba el Prólogo a esta
obra. Por otra parte, esta reflexión contiene algo que el profesor Vermal apunta en varias
ocasiones, especialmente en su magnífico Estudio introductorio a La gaya ciencia y
que cabe resumir en tres puntos: la importancia del «período intermedio» en el que
Nietzsche encuentra una voz propia; la consideración del Zaratustra como la lógica
«desembocadura» de La gaya ciencia; finalmente, la importancia del tránsito desde la
enfermedad a la salud y, por tanto, de la convalecencia (Vermal 2014: 705 y 714-716).
Pero toda esta reflexión considera Así habló Zaratustra como una obra cuya labor
fundamental es la paideia, la educación, la enseñanza. Zaratustra es un maestro, aunque
más que una doctrina y una fe, está interesado en la enseñanza (y la autoenseñanza) del
arte de vivir bien, de aprender a vivir. Muchos son los puntos clave de esta enseñanza,
pero hay dos pilares que sostienen la obra: la importancia concedida a la soledad y a la
amistad. De todo ello nos ocupamos en lo que sigue.

1. Romper con el pasado

El llamado «período intermedio», entre los años 1880 y 1882, al que pertenecen
Aurora, Humano, demasiado humano I y II y La gaya ciencia, tiene mucho en común,
tanto en el tono vital como en el contenido, con Así habló Zaratustra. Aunque, según su
autor, esta sea una obra «absolutamente aparte», comparte con ellos el punto de partida
y el destino: hay en su origen silencio, soledad y desierto, pero todo apunta hacia la luz.

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Fueron tiempos difíciles (aunque realmente para Nietzsche lo fueron casi todos),
pero su autor se refiere (Nietzsche 1984: 93-94) a la primavera de 1881 como el
momento de un cambio de gusto y de tonalidad, en un sentido casi musical. Como
advierte Vermal (2014: 705), las obras de ese período son para Nietzsche las más
personales, algo que vale especialmente para La gaya ciencia, para el estado de ánimo
que lo inspira y que M. Parmeggiani ha recogido muy bien en el Estudio que introduce
la Correspondencia de esos años.
Con respecto a la época de Aurora, desde enero de 1880 hasta marzo de 1881,
sus cartas describen la profunda vivencia de enfermedad y soledad (Nietzsche 2010:
53) (Parmeggiani 2010: 11-12). Pero entre marzo de 1881 y julio de 1882, la época de
La gaya ciencia, hay ciertas fluctuaciones entre la experiencia de incomprensión y de
desesperación y la de una cierta y rara felicidad (Nietzsche 2010: 134) (Parmeggiani
2010: 20-21). En el año cargado de emociones que fue 1882, tras experimentar un
amor arrebatado por Lou Salomé seguido de una desilusión ardiente que lo hunde
en la desesperación, refiere la necesidad de convertir «el fango en oro», la negativa a
dejarse vencer por el resentimiento y el rencor y la firme resolución de convertir todo
eso en gratitud (Parmeggiani 2010: 23 ss.).
En esas condiciones, en ese entrelazamiento entre la escritura y la vida surge el
Zaratustra. Ya las cartas de ese tiempo, entre 1882 y primeros de 1883, evidencian la
posición de Nietzsche («contra el hastío vital, tener un objetivo») (Nietzsche 2010:
237), pero también su ánimo tras la ruptura con Lou (Nietzsche 2010: 301-302); la
tristeza y la voluntad de superación (Nietzsche 2010: 306, 313, 316, 317 y 326). Como
advierte Parmeggiani, se trata de un libro para «edificación y exhortación», de una obra
«musical», que intenta llegar al lector de manera afectivo-emotiva y cuyo contenido
«teórico» está en Aurora y La gaya ciencia: es como si hubiese escrito el comentario
antes que el texto (Parmeggiani 2010: 41).
Es verdad: La gaya ciencia es el comentario de un texto que vendría después:
el Zaratustra. Sobre todo evoca el mismo espíritu de tránsito desde la enfermedad
a la salud. Y quiero insistir en esto, en la idea de transición, pues lo que de verdad
caracteriza a Zaratustra es lo que siempre fue Nietzsche: un convaleciente. Por eso, es
tan importante la figura del volatinero del Prólogo a esta obra: porque él es alguien que
camina sobre «una cuerda tendida sobre un abismo» y porque cuenta con la posibilidad
de que las cosas no salgan bien. La filosofía de Nietzsche es trágica por eso, porque no
promete paraísos ni utopías, porque la esperanza es sólo un nombre para el esfuerzo,
en donde no falta la ambivalencia, una afirmación «a pesar de todo», un sí que encierra
un no; un placer que contiene un gran dolor… Lo contradictorio es el síntoma de la
vida y de lo trágico.
Pocos textos son tan relevantes en este punto como los cuatro parágrafos que
componen el Prólogo a la Segunda edición de La gaya ciencia, aunque daten del año
1886, entonces Nietzsche resume perfectamente el contenido de esa obra en cuatro
puntos esenciales que reconocen una ruptura con el pasado y anuncian una nueva
manera de pensar.

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En primer lugar, en filosofía se trata siempre de una cuestión personal (cfr.
Nietzsche 2014: parág. 1), Nada tiene esto que ver, como dice Vermal (2014: 716), con
ese malentendido nunca bien resuelto a propósito de Nietzsche de un subjetivismo o
un individualismo, sino con el reconocimiento de que lo más profundo de sí mismo,
las vivencias más personales y más hondas pueden contener lo más universal. Pero
tales vivencias son especiales y se duda con razón de su transmisibilidad. En todo
caso Nietzsche describe la suya como «un tiempo de abril», «una victoria sobre el
invierno», acompañada de «la gratitud de un convaleciente». Alguien que conoce bien
las inclemencias del invierno, pero que ahora celebra una fiesta: «las saturnales de un
espíritu que ha resistido paciente, estricto, frío, sin esperanza, una presión terrible»;
alguien que de pronto se siente invadido por «la esperanza de la salud», por «la ebriedad
de la convalecencia». La alegría, la fuerza, la fe… parecen retornar. Y, bajo ese fondo,
se recuerda, como algo que ha quedado atrás, «la tiranía del dolor», que lo reduce todo
a su óptica, y la «tiranía del orgullo», que no acepta ningún consuelo. Bajo ese estado
de ánimo uno puede «descargar la maldad» mediante la ironía y hacer compatibles la
tragedia y la parodia.
En segundo lugar, toda filosofía esconde algo más profundo que la filosofía
misma: una cuestión psicológica (cfr. Nietzsche 2014: parág. 2). La relación entre
salud y filosofía se vuelve ahora crucial y se advierte que en filosofía no se trata tanto
de la verdad, como de la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida… Y
hay dos tipos de filosofía: la que expresa una carencia y se presenta a sí misma como
necesidad; y la que expresa una sobreabundancia y se presenta como el lujo que uno
se puede permitir (Nietzsche 2014: parág. 370. Véase también Ávila 2005 y 2007).
Pero hay siempre un referente esencial: el cuerpo. La filosofía es una interpretación (y
un malentendido) del cuerpo y los juicios de valor que sostiene remiten a un cuerpo
determinado: enfermo o sano. Aunque esos juicios científicamente no tengan ningún
valor, psicológicamente poseen un valor enorme. Cuando el pensamiento se somete a
la presión de la enfermedad, sólo suscribe valores y juicios de valor que esa enfermedad
necesita: suavidad, tranquilidad, paciencia, alivio… Peo «hay que preguntarse si no
es la enfermedad la que está detrás de una filosofía que pone la paz por encima de la
guerra; de una ética que tiene un concepto negativo de la felicidad; de una metafísica
y una física que conoce un finale, un estadio último, de una estética o religión que
apuntan a un más allá…».
En tercer lugar, hay que advertir que en esta convalecencia entra en juego una
cuestión de confianza (cfr. Nietzsche 2014: parág. 3). Por una parte, Nietzsche expresa su
voluntad de despedirse agradecido de un tiempo de grave padecimiento y reconoce que
la filosofía es un «arte de transfiguración» de la enfermedad. No hay luz sin oscuridad,
ni iluminación sin sombra. Ambas son necesarias, pero «vivir significa convertir en luz
y en llama todo lo que somos». Son mucho más que palabras. No es posible prescindir
de la enfermedad, pero no valdría nada abandonarse a ella y dejar que nos conduzca
hacia otro lado. Sólo «el gran dolor» nos conduce a nuestra última profundidad: ese
dolor en el que uno arde como leña verde y al que puede oponerse «la maldad del indio

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que se venga del torturador con la malignidad de su lengua», o el abandono completo
de sí del nirvana… Un dolor prolongado, que se toma su tiempo y del que ya no se
sale como uno era, sino como alguien diferente: entre otras cosas con algunos signos
de interrogación más. Un dolor así «nos obliga a deshacernos de toda confianza». Tal
vez no nos mejore, pero nos hace sin duda más profundos. «Se acabó la confianza en la
vida», es cierto, pero eso no nos obliga a ser necesariamente más sombríos, ni a dejar
de amar la vida, a destruir cualquier forma de alegría…
Finalmente, se puede conocer un arte nuevo (cfr. Nietzsche 2014: parág. 4). El
refinamiento y la exquisitez forman parte de un nuevo y mejor gusto que rechaza todo
lo que carece de matices y todo lo que exige un sí o uno no… Un arte que hace suya
una cierta «superficialidad», un arte nuevo burlón, ligero, fugaz… Un arte que tiene
dos condiciones: la alegría y el olvido, pero que no prescinde de un cierto pudor y no
quiere ya la verdad desnuda, sin velos, la verdad a toda costa, la verdad sin reservas…
Un arte así conoce el valor de la superficie, no por banalidad: como supieron bien los
griegos, que «eran superficiales por profundidad» (cfr. Nietzsche: 721).

2. El surgimiento de una obra «a pesar de»

Lo ha señalado bien L. de Santiago (2016: 107 ss.): una de las cosas más llamativas
de esta obra es el contexto en el que surgió. Eran tiempos duros, pesados, difíciles
y, sin embargo, esta obra fluye como si todo fuese natural, fácil, ligero… A pesar
de las circunstancias, así surgió esta obra. Y las de Nietzsche no eran en ese tiempo
precisamente felices: entre finales de 1882 y primeros de 1883, había roto con Lou, con
su amigo P. Rée, con su madre y con su hermana. Las relaciones con el matrimonio
Wagner eran inexistentes y el propio Wagner había hecho indicaciones respecto a
que el «cambio filosófico» de Nietzsche se debía a una conducta sexual antinatural.
La universidad aducía como prueba de su decadencia mental sus últimas obras. Y su
amistad con Rohde, una de las personas más queridas para él, pasaba por horas muy
bajas. Nietzsche se encuentra exhausto, enfermo, solo. Y lucha por encontrar remedios
para una enfermedad de la que está decidido a ser su propio médico. También se trata
aquí de una cuestión personal: casi podría decirse que esta obra es tanto un testamento
como una especie de autobiografía ideal, en la que están presentes cuestiones esenciales
como la soledad, el dolor, la enfermedad, la virtud, el amor…
Por lo que respecta al personaje histórico, conviene recordar que Nietzsche no lo
elige tanto por sí mismo, como por su significado: el inventor de la moral, el primero
que hizo girar la rueda del mundo en torno al binomio «bien/mal», debe ahora
reconocer su error (Nietzsche 1984: 125). Además, la obra que lleva su nombre recoge
las «idas y venidas» de Zaratustra, su alternancia entre la relación con los hombres y la
búsqueda de la soledad, el paso de la confianza a la desilusión…
Por primera vez, a la edad de treinta años, Zaratustra «abandonó su patria y el
lago de su patria y se fue a la montaña». Allí vivió diez años en soledad y entonces,
cumplidos los cuarenta, baja del monte y, tras atravesar el bosque, llega a la plaza de

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un mercado y se dispone a hablar a todos. El resultado es el fracaso y el malentendido
(«no me entienden, no soy boca para estos oídos»): la burla de los que no comprenden
y la decisión de Zaratustra de no dirigirse nunca más al pueblo, de buscar en adelante
«compañeros de viaje», amigos, discípulos. Como Jesús, Sócrates y Buda.
Las cuatro partes en las que el libro se divide narran tanto la necesidad de amistad
y de comunicación, como de soledad y silencio. La Primera recoge los inicios de las
enseñanzas de Zaratustra: su posición ante una serie de temas y cuestiones que hemos
apuntado y que veremos más detenidamente. Pero el capítulo final de esta parte, «De
la virtud que hace regalos», es la coda y el desenlace de esta primera experiencia, de
la peculiar relación entre maestro y discípulo. Zaratustra se va solo de nuevo, por
segunda vez. Volverá luego, en la Segunda parte, después de que transcurran «meses
y años». Al final de esta parte vuelve a irse por tercera y última vez. Y toda la Tercera
parte transcurre en un largo peregrinaje por mar y tierra firme hasta volver «a casa»,
hasta llegar de nuevo a sus montañas y a su caverna: a su soledad. Pasan de nuevo meses
y años, y allí, en la caverna, es donde, en la Cuarta parte, tiene lugar otro encuentro:
una Cena a la que invita a los hombres superiores, pero son ellos ya los que visitan a
Zaratustra.
En lo que sigue nos ocupamos de la Primera Parte de la obra, que, en principio,
no contaba con partes sucesivas. Encontramos allí un programa de filosofía y de vida,
una paideia donde están presentes los grandes temas señalados antes. Y, aunque los
capítulos que componen esta parte pueden ser organizados de muchas maneras, una de
ellas, que creo que facilita su comprensión, atiende a estos cinco temas: (1) El propósito,
la finalidad de esta obra (capítulos 1 y 15); (2) la enfermedad y la importancia del
cuerpo (3, 4, 6, 9, 21); (3) la virtud y la salud (2, 5, 7, 10 y 22); (4) la soledad (8, 11, 12,
17); y (5) las formas del amor (13, 14, 16, 18, 19, 20, 22).

3. Una meta en tres etapas

Aunque no en un sentido usual, hay en esta obra algo parecido a un programa, una
finalidad, un propósito. Y hay también un cierto reconocimiento de que, aunque no
seamos iguales, existe un mensaje que todos podemos entender (no hay que olvidar
que se trata de «un libro para todos y para nadie»).
En una reflexión que respira calidez y dulzura, en lugar de acritud y frialdad;
invitación, en lugar de rechazo; suavidad, en lugar de aspereza, tolerancia en lugar de
exigencia y hasta una cierta duda respecto de las propias enseñanzas… En una reflexión
así no hay dogmatismo, pero tampoco hay un relativismo sin matices. Hay un lugar
al que se apunta, una meta desde la cual puede saberse qué es un obstáculo y qué la
facilita: Nietzsche lo expresa claramente en la Cuarta parte de Así habló Zaratustra,
en el capítulo titulado «La sombra»: «Sólo el que sabe hacia dónde se dirige sabe qué
viento es bueno para su navegación» (Nietzsche 1992: 366).
Incontables, infinitas metas ha habido hasta ahora, tantas como pueblos, dice
Zaratustra. Cada pueblo define sus valores, como su camino hacia la libertad y la mejor

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expresión de sí mismo. De acuerdo con su meta define sus valores: «laudable» es lo
difícil; «bueno» lo que, además de difícil, es indispensable; y «santo» lo que, siendo
raro y difícil, libera de la suprema necesidad. Pero ningún pueblo valora como valora
el vecino (por eso, los vecinos no se entienden). De manera que, si se conocieran tanto
la necesidad de un pueblo como su vecino, se conocerían también sus valores y la ley
de sus superaciones.
Nietzsche destaca la escala de valores de algunos de esos pueblos (el persa, el
griego, el judío, el alemán…) y concluye que «mil metas ha habido hasta ahora,
porque mil pueblos ha habido». Pero se pregunta si, a pesar de las diferencias, podría
postularse una meta común, si habría algún modo de corregir esa multiplicidad. Y
es posible una cierta corrección del individualismo y relativismo, siempre que esa
corrección se refiera más a la forma que al contenido. Esta forma (esta «cadena que
ata las mil cervices»), que está impulsada por una voluntad de expresividad y de
poder, es, si se pudiera hablar así y a pesar de lo dicho más arriba, el elemento utópico
de su filosofía: el superhombre.
Apenas se vislumbra tanto en esta parte como en el resto de las que componen la
obra la esencia y el contenido de este filosofema que tanto ha dado que hablar y que
Nietzsche no desvela ni concreta, tal vez para no traicionar la propia esencia de su
mensaje. Pero lo que más se le acerca es el capítulo 1 de esta Primera parte.
Se relata allí la historia de una superación, de una autosuperación en tres etapas
necesarias que forman parte de un único proceso. La primera está simbolizada por el
camello, el animal «fuerte, paciente, en el que habita la veneración», que pone a prueba
su fuerza cargando con «lo más pesado»: lo más duro, difícil y áspero. Cargado así,
recorre el camino que conduce al desierto, símbolo del silencio y de la soledad. El
camello significa disciplina, autodominio, fortaleza, interiorización del «tú debes». Es
una «bestia de carga», pero sería errado valorarlo de manera negativa. En su lealtad al
«tú debes» hay resistencia, fuerza, autodominio y, lo que es más importante, respeto y
veneración, es decir, capacidad de creer en algo y de luchar por ello.
En lo más profundo del desierto tiene lugar una segunda metamorfosis: el camello
se convierte en león: es la fiera salvaje capaz de hacer frente al dragón del «tú debes»,
en cada una de cuyas escamas brillan todos los valores inventados; todas las escalas
de valores de los pueblos que ha habido, como si ya no fuera posible nada nuevo, ni
nuevos valores. En un acto de valentía, el león es la autoafirmación del yo quiero. Pero
no sólo eso: su no es un «no santo», que, aunque no crea valores nuevos, cuenta con la
libertad: el «tomarse un derecho» para hacerlo.
Finalmente, el niño, última fase de esta evolución espiritual, que no es tanto
exhibición de fuerza como ejercicio de la libertad para lo nuevo, que no actúa desde el
no ni la reacción. Su libertad es una libertad positiva y creadora: «Inocencia, olvido, un
nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un nuevo comienzo,
una santo decir sí». Más allá de «tú debes» o «yo quiero» afirma un «yo soy», que apunta
al superhombre.

38
4. La enfermedad

Como se acaba de señalar, Zaratustra apunta hacia un propósito, pero hay también
un punto de partida, el lugar de donde se viene, un inicio que coincide con una etapa
desgraciada: la enfermedad. No tienen mucho peso los argumentos ad hominem contra
Nietzsche. Todo lo contrario: es preciso aguzar el oído cuando habla el enfermo sobre
la enfermedad, con tal de que sea sincero y, sobre todo, de que haya en su discurso una
voluntad inequívoca de sanar, un deseo de curación y superación.
Zaratustra evoca la época de su enfermedad, una época en la que también él
proyectó su ilusión fuera de este mundo («sueño, humo coloreado, obra de un dios
sufriente me pareció entonces el mundo»). Bajo el influjo del romanticismo, sirviéndose
del andamiaje conceptual de Schopenhauer, Nietzsche entiende la dialéctica apolíneo-
dionisíaco como un trasunto de las categorías de la representación y la voluntad del
filósofo de Danzig. En muchas ocasiones encontramos en la obra de Nietzsche un
balance de esa época, pero uno de los pasajes más notables, en los que ajusta cuentas
con la suya, es el aludido parágrafo 370 de La gaya ciencia.
Sólo la enfermedad, la fatiga, el cuerpo enfermo alentaron una ilusión «más allá
de este mundo»: fue el cuerpo el que desesperó de la tierra. Siempre se trata del
cuerpo, que se expresa a través de nuestras valoraciones. Y los valores son siempre e
inequívocamente un síntoma, una señal, un indicio del cuerpo, de un tipo de cuerpo:
«una mímica de los afectos» (Nietzsche 1972: 116). Al cuerpo enfermo opone Zaratustra
el cuerpo «sano, perfecto, rectangular», que se rige por la virtud más joven de todas, la
honestidad, comprometida con el sentido de la tierra y dispuesta a «querer ese camino
que el hombre ha recorrido a ciegas y llamarlo bueno y no volver a salirse a hurtadillas
de él, como hacen los enfermos y moribundos» (Nietzsche 1992: 58).
Y, sin embargo, Zaratustra mira también con comprensión a los que, enfermos de
nostalgia y de melancolía, «poetizan y revolotean con alas rotas»; a los que «miran con
delicadeza su ilusión y a medianoche se deslizan furtivamente en torno a la tumba de su
dios» (Nietzsche 1992: 58). Zaratustra dirige una mirada compasiva a los que vuelven
la vista atrás y en el momento del recuerdo y del recuento desean volver a estar donde
estuvieron… Pero también eso es enfermedad y cuerpo enfermo y les recomienda
vivamente que se transformen en convalecientes: que recorran el camino que transita
desde la enfermedad a la salud, que sean ellos mismos puentes y pasarelas hacia la salud.
Una vez más se trata del cuerpo. La ontología materialista que Nietzsche
suscribe es una especie de «mística al revés» que hace del cuerpo lo más elevado y
el referente de todo: los valores y sus contrarios son sólo un síntoma del cuerpo y de
un tipo determinado de cuerpo. Frente a las tesis mantenidas por el platonismo y el
cristianismo, cuerpo y alma no se oponen: el alma es algo del cuerpo. Tampoco se
oponen el sentido y el espíritu: ambos se refieren al cuerpo. Y el cuerpo no es un yo
(Ich), sino un sí-mismo (Selbst), al que remite todo apreciar y despreciar. Los valores son

39
sólo síntomas de un «estado de salud» determinado1. Incluso en aquellos que desprecian
el cuerpo «su despreciar constituye su apreciar», de manera que el cuerpo constituye el
límite y la condición de posibilidad de todos los valores: devaluarlo es autodevaluarse,
despreciarlo es síntoma de una mirada oblicua, una «envidia inconsciente», incapaz
de hacer lo que más quiere: «crear por encima de sí» (Nietzsche 1992: 62).
Bajo esta luz se entiende la crítica de Zaratustra a la causalidad y al discurso de
la culpa y de la moralina contra «los delincuentes y condenados»: «enemigo debéis
decir, pero no bellaco; enfermo debéis decir, pero no bribón; tonto debéis decir, pero
no pecador» (Nietzsche 1992: 66). Y se aleja de aquellas interpretaciones moralistas
basadas en un concepto de causalidad que siempre busca culpables. No existe una
relación causal entre «el antes de la acción», la acción misma y «el después de la acción»:
aunque se distingue entre pensamiento, acción e imagen de la acción, se advierte de
que «la rueda de la causalidad no gira entre ellas»; que hay dos «demencias»: la de
«antes de la acción» (que tiene que ver con la respuesta a la pregunta ¿por qué?) y la de
«después de la acción» (el «hechizo» de la identificación con una sola y única acción).
En la crítica a esas dos demencias están presentes las consideraciones de Schopenhauer
y Spinoza. Respecto a la primera, uno y otro advierten que la conciencia crea la ilusión
de la libertad: creemos que somos libres de elegir porque tenemos conciencia de lo
que queremos. Y, en cuanto a la segunda, se sigue de la anterior como un corolario: la
identificación con una sola acción, a veces la peor de las que cometemos, sólo hechiza y
engendra sufrimiento, cuando tal vez también allí había una necesidad no controlada.
De ahí, la inutilidad en estos autores del arrepentimiento.
Además de al romanticismo, los dardos de Zaratustra se dirigen también contra
todos los tipos de nihilismo, contra todos «los predicadores de la muerte», que expresan
su desprecio no sólo por el cuerpo, sino también y consecuentemente por el mundo
y esta vida: «Si encuentran un enfermo, o un anciano, o un cadáver, en seguida dicen
“la vida está refutada”. Pero sólo están refutados ellos y sus ojos que no ven más que un
solo rostro en la existencia» (Nietzsche 1992: 77). «Un solo rostro», olvidando así algo
que los griegos tuvieron muy presente: aquella divinidad bifronte, Jano, que da nombre
al primer mes del año y que simboliza la doble faz, la multilateralidad de la existencia.
Habría que predicar la muerte, sí, pero no a todos ni a toda costa, sino a aquello
que en nosotros quiere morir. Nietzsche lo expresa de manera inequívoca en el parag.
26 de La gaya ciencia. Todo aquello que en nosotros dice «no» a la vida; todo lo que
conspira contra su expresión y su sobreabundancia; todo lo que mira con ojos cansados
y resentidos la existencia… A todo eso habría que predicar y aconsejar la muerte. Y
también a lo que es incapaz de vislumbrar pacientemente un destino capaz de dar
sentido al esfuerzo, a lo que es incapaz de trazarse «metas de más de un día» (Nietzsche
1992: 78). En relación con esto, «la muerte libre» que predica Zaratustra no constituye
1
En un interesantísimo análisis de esta obra de Nietzsche, Jung sostiene que hay un materialismo
equivocado en Nietzsche: en lugar de «cuerpo», debería decir «cuerpo viviente». Y le reprocha también
que no distinga con precisión entre «mente» y «espíritu» (Jung 2011: 389 ss.) Espíritu es animus, viento,
y lógos se relaciona con noûs; como el espíritu se relaciona con la mente. Pero, a juicio de Jung es un error
confundir Sí mismo con el cuerpo; para Jung, este sí-mismo es más bien el anima (Jung 2011: 422 ss.).

40
una incitación al abandono de la vida, sino más bien una reflexión sobre el tipo de
muerte que debe acompañar a la vida buena. Es una meditación sobre la muerte y
sobre el «buen morir», como complemento adecuado a «vivir bien». Nietzsche parece
retomar aquí la idea de morir a tiempo del héroe trágico: morir a tiempo es morir «en
la lucha y prodigar un alma grande» (Nietzsche 1992: 115).

5. El camino a la salud

Frente a la enfermedad, la salud y los remedios para la enfermedad. Y, entre ellos, la


virtud. La virtud como fuerza, potencia, expresividad y camino desde la servidumbre a
la libertad: como dirá más tarde: «virtù en sentido renacentista» (Nietzsche 1975: 28).
De momento Zaratustra descarta aquellas virtudes que son como «adormideras».
Se trata de «dormir bien». Y Nietzsche, que era un insomne y seguramente sentía
simpatía por aquellos que enseñan a «dormir bien» y por las virtudes que contribuyen
al sueño, aconseja «evitar a los que duermen mal y andan desvelados por la noche». Con
ese fin, el sabio, a cuya cátedra se acerca Zaratustra, ofrece «cuarenta recomendaciones»
(10 superaciones, 10 reconciliaciones, 10 verdades y 10 carcajadas), y no sin ironía
reconoce que, «a pesar de ser un necio, este sabio entiende bien de dormir» y añade
que «si la vida careciese de sentido y yo tuviera que elegir un sinsentido, éste sería para
mí el sinsentido más digno de que se le eligiese» (Nietzsche 1992: 54). Pero Zaratustra
es un «despierto»: uno que «le gusta mirar a la cara a todas las cosas que duermen»,
de modo que comprende bien qué buscaban en otro tiempo todos los maestros de la
virtud: sueño y virtudes que fuesen como «adormideras».
La virtud debe contribuir a velar y a permanecer despiertos. Se ve aquí la apuesta
por la cultura griega: se valora la guerra frente a la paz; la insumisión frente a la
mansedumbre… No hay que olvidar que se enfrentan aquí dos concepciones vitales
muy distintas, la judía y la griega, y que, mientras el pueblo judío es un pueblo de
sacerdotes, el griego es un pueblo guerrero. En esta línea se advierte de la importancia
de «elegir» enemigos, en una sorprendente valoración positiva de la enemistad2:
«el hombre libre es un guerrero». Y un guerrero debe aprender a obedecer. No
estamos lejos aquí de la primera fase del espíritu: el camello, la importancia de la
disciplina y la disposición a cargar con lo más pesado. No es la fase más elevada en las
transformaciones del espíritu, pero no puede minimizarse su importancia. Además, el
guerrero homérico no tiene nada que ver con el soldado de tiempos posteriores. Bajo
esa óptica se entiende la crítica a la uni-formidad, en el sentido de pensar, y hacer todos
lo mismo, como si se tratase de un rebaño3.
Por ese camino llegamos a una importante característica de la virtud: la
originalidad, la expresión de lo más propio de uno mismo: «Si tienes una virtud y
esa virtud es la tuya, entonces no la tienes en común con nadie». Y, como advierte

2
Sobre el odio, y no el desprecio, al enemigo, véase también lo que señala en Crepúsculo de los ídolos
(Nietzsche 1974: 55 y ss.).
3
Sobre esto véase también Crepúsculo de los ídolos (Nietzsche 1974: 113-115).

41
Sánchez Pascual, Nietzsche inventa el término Freudenschaft (asimilable al término
«alegría») para oponerlo a Leidenschaft (entendido como pasión, en el doble sentido
de pasividad y padecimiento). Lo primero, en cuanto alegría, es algo ingrávido,
elevado, aéreo, activo… Es la virtud que Zaratustra enseña, opuesta a las virtudes
como «adormideras», y emparentada con lo que enseña Spinoza en la Tercera y
Cuarta partes de la Ética.
Habría que destacar algunas características a propósito de estas virtudes (o
«alegrías»). En primer lugar, la virtud es inexpresable y propia de cada uno. Además,
hay una continuidad entre pasión y virtud (la virtud no es la pasión pero surge de la
pasión). En tercer lugar, existe una lucha entre las virtudes: tal vez sea este el aspecto
dramático de la virtud: uno es a veces el campo de batalla en que luchan sus virtudes.
Por último, esta lucha es necesaria: cada virtud está dotada de una «voluntad de poder»
y trata de imponerse sobre el resto.
La ética naturalista de Spinoza está presente en Nietzsche y es acorde con la
ontología materialista destacada antes, que gira en torno a la noción de fuerza y de
voluntad de poder4. También la virtud cae del lado de la fuerza (de las fuerzas activas,
de la voluntad de poder afirmativa). Para decirlo en el lenguaje spinoziano: se aviene
con la actividad, con la alegría, que es lo contrario de la pasión, de la pasividad, del
padecimiento. Pero hay otra característica esencial de la virtud: la ligereza. Si Nietzsche
suscribe el ideal trágico, el héroe es ligero, jovial, ingrávido. Esta es la innovación
nietzscheana en lo que respecta al arte trágico y Zaratustra lleva a cabo una espléndida
contraposición entre el espíritu ingrávido y el espíritu de la pesadez.
Con estos cuatro adjetivos, «valerosos, despreocupados, irónicos, violentos»,
se resume la ligereza y la ingravidez de un espíritu, que se opone punto por punto
al demonio o espíritu de la pesadez, caracterizado como «serio, grave, profundo,
solemne». Zaratustra no ignora las dificultades de la vida, pero, como Spinoza, reconoce
una tendencia natural a la alegría y a la vida5.
La ligereza referida nada tiene que ver con la banalidad, con la superficialidad…
O tal vez sí, pero con una cierta superficialidad, con aquella apuntada más arriba, a
propósito del Prólogo a la segunda edición de La gaya ciencia, donde se advierte que los
griegos, el pueblo más admirado por Nietzsche, «eran superficiales por profundidad»6.
Finalmente, conviene hacer referencia a dos virtudes fundamentales: la generosidad
y la honestidad. Cuando al final de esta Primera parte Zaratustra, se despide de sus

4
Nietzsche sostiene su concepto de fuerza y del cuerpo como campo de fuerzas (en el sentido de
campo eléctrico o magnético). Desde el punto de vista cuantitativo, las fuerzas pueden clasificarse en
«dominantes» o «dominadas»; desde el punto de vista cualitativo, en «activas» o «reactivas». Pero hay que
tener presente el siguiente principio: toda fuerza, independientemente de su cualidad, tiende a convertirse
en dominante. Eso significa que está dotada de una cierta «voluntad de poder» o de un cierto conatus,
como diría Spinoza. Cuando dominan las fuerzas activas, tenemos una voluntad de poder afirmativa;
cuando dominan las reactivas, tenemos una voluntad de poder negativa.
5
«Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos
acostumbrados a amar» (Nietzsche, 1992: 70).
6
Sobre este punto véase mi artículo «De la muerte de Dios al superhombre: el sufrimiento y la risa
en Así habló Zaratustra» (Ávila 2001: 13 ss.).

42
discípulos y se dispone a marchar solo por segunda vez, recibe de su parte un regalo:
un bastón con un puño de oro donde se representa una serpiente enroscada en torno
al sol. Todo aquí está lleno de símbolos. Por una parte, el oro: lo más preciado, que
sirve de pretexto para distinguir entre lo más valioso (la virtud, la salud) y lo peor (la
degeneración, la enfermedad). Y allí se alude a la generosidad de la que hablábamos:
se distingue un «egoísmo bueno» (que lo quiere todo para darlo luego) y un «egoísmo
malo» (que mira codicioso y resentido); pero de nuevo se advierte que los valores son
«símbolos» que expresan una voluntad y algo del cuerpo. Y hay que saber «quién habla»
a través de ellos. Zaratustra evoca «la virtud más joven de todas»: la honestidad. Se
trata de «permanecer fieles a la tierra» y de restituirle a ella «lo que se había perdido
volando», de recuperar el sentido de la tierra. Esa es la salud, es decir, la virtud.

6. Los peligros de la soledad

De alguna manera el Zaratustra viene a ser el testamento de un solitario, una


especie de biografía de la soledad. Y no es un camino fácil el del solitario: mil obstáculos
se interponen entre él y su meta.
En primer lugar, el dominio de «los más», y en este punto cabe destacar el Estado
y el mercado; ellos son lo más opuesto al solitario. El Estado es «el nuevo ídolo»
(sucedáneo de la Iglesia, de la antigua fe), donde este acaba empieza el superhombre.
La reflexión sobre él y su crítica permite a Zaratustra elogiar la soledad y a los eremitas
que viven «solos o en pareja» (Nietzsche 1992: 85). Luego está el mercado, donde se
imponen la prisa y el desasosiego; donde no es posible la lentitud, ni los matices (y le
obligan a uno a elegir entre un sí o un no); ni la nobleza del espíritu…El mercado está
constituido por «los más», los superfluos, los demasiados, los que argumentan con la
sangre (Nietzsche 1992: 87 y 41) (como si esta pudiese ser alguna vez en argumento);
es el lugar donde anida el ruido (Nietzsche 1992: 87 y 194), donde se asientan bufones
y comediantes.
A todo eso opone Zaratustra la soledad: «Vosotros los solitarios de hoy, vosotros
los apartados, un día debéis ser un pueblo», dice Zaratustra (Nietzsche 1992: 122), A
ella se hace referencia en el bellísimo capítulo titulado Del árbol de la montaña, donde
se reconoce que no está exenta de peligros. Se narra allí el encuentro del maestro con
un discípulo excepcional, pero también díscolo y lleno de ambivalencias.
En primer lugar, se hace referencia a la compleja relación entre el bien y el mal
y se denuncia la falsa creencia en un camino lineal en el que uno se desprendería
progresivamente de los aspectos negativos y sombríos para instalarse en la parte
luminosa de la vida. La claridad y lo oscuro se implican mutuamente y así es la relación
entre el bien y el mal. El maestro se dirige al discípulo, cuyo ánimo se encuentra
ensombrecido a causa de la eterna lucha que experimenta en su interior, del campo de
batalla en el que se ha convertido, y lo compara con el árbol que ha crecido, solitario
y firme, en la cima del monte; que cuanto más extiende sus ramas hacia el cielo tanto
más hunde sus raíces en la tierra: hacia abajo, lo oscuro, lo profundo, hacia el mal.

43
«Solo y libre ha crecido este árbol». Y se apunta así, en segundo lugar, la compleja
relación entre soledad y libertad: nada valioso, ninguna cosa noble se da sin esfuerzo,
pero la libertad tiene un precio: la soledad, el desierto, el destierro. Por último, y en
tercer lugar, se advierte de los peligros que tiene que afrontar el noble: «los buenos y
los justos» no lo miran con buenos ojos y no ocultan su desconfianza, «pues el noble
quiere crear cosas nuevas y una nueva virtud. Mientras que el bueno quiere las cosas
viejas y que se conserven». Ambos asumen unos valores, aunque sean muy distintos;
«pero el peligro del noble no es que se vuelva bueno, sino insolente, burlón, destructor»
(Nietzsche 1992: 75). No hay duda de lo lejos que se está del nihilismo, del que no cree
en nada y se burla de todo, de los que son incapaces de trazarse una meta y un objetivo.
A este espíritu, que Nietzsche llama «libertino», opone la consistencia y la paciencia del
que es capaz de conservar, a pesar de todo, «su más alta esperanza»: «Yo he conocido
nobles que perdieron su más alta esperanza y desde entonces calumniaron todas las
esperanzas elevadas. Desde entonces han vivido insolentemente en medio de breves
placeres y apenas se trazaron metas de más de un día» (Nietzsche 1992: 74-75).
Y en esta línea hay que destacar el hermoso capítulo titulado Del camino del creador,
donde se llama la atención sobre los peligros que acechan al solitario. Zaratustra
reconoce que entonces la soledad se experimenta como culpa y que el camino que
lleva hacia uno mismo es un camino de tribulación, sembrado de «tentaciones» que
amenazan con aniquilar al solitario:

… hoy conservas aún todo tu valor y todas tus esperanzas. Mas alguna vez la
soledad te fatigará, alguna vez tu orgullo se curvará y tu valor rechinará los dientes.
Alguna vez gritarás «¡estoy solo!»
Alguna vez dejarás de ver tu altura y contemplarás demasiado de cerca tu ba-
jeza; tu sublimidad misma te aterrorizará como un fantasma. Alguna vez gritarás
«¡todo es falso!».
Hay sentimientos que quieren matar al solitario. ¡Si no lo consiguen, ellos mis-
mos tienen que morir entonces! Mas ¡eres tú capaz de ser un asesino? (Nietzsche
1992: 102)

Como en el parágrafo 6 del Prólogo en el que se narra la trágica aventura del


funambulista, considera los riesgos y el peligro de que no toda salga bien. Pero, junto
al reconocimiento del peligro, está también la serena firmeza, la decisión y el valor.
Zaratustra destaca finalmente aquellas situaciones ante las que hay que estar alerta y de las
que hay que guardarse. Y hay que guardarse de los buenos y los justos: de los simples; de
los asaltos del amor del solitario, que con demasiada prisa entrega su afecto y su confianza;
y también de uno mismo, que es a veces el peor enemigo (Nietzsche 1992: 103-104).

7. Las formas del amor

Hay que guardarse de «los asaltos del amor del solitario» que corre el peligro de
entregarse demasiado pronto y a cualquiera… Es este un buen punto de partida para

44
terminar estas reflexiones con otra que atañe a un ámbito fundamental: el amor y sus
formas. Y hay muchas formas de amor: sexual, filial, el de los amigos, el que se da entre
maestro y discípulo…
En la clave del anhelo de superación, de crear por encima de sí hay que entender
las reflexiones de Zaratustra sobre los hijos y el matrimonio. No hay en esta parte de
la obra (frente a las posteriores) una reflexión sobre el amor entendido a la manera
convencional, como el amor entre un hombre y una mujer, por ejemplo. Y, cuando
la hay, Nietzsche parece más convencional todavía, en el sentido de que nos habla de
un amor «romántico», con todos los vicios del romanticismo. Pero también es cierto
que sus reflexiones, a pesar de algunas afirmaciones convencionales, misóginas o
sencillamente insostenibles, se entienden bajo la luz de la propuesta y la búsqueda del
superhombre7.
Hay también otras formas de amor y entre ellas destaca la amistad. A la reflexión
sobre ella se une otra: la reflexión sobre el prójimo y la enemistad. Por un lado,
Zaratustra opone a la compasión y al amor al prójimo, la amistad8. Cinco notas pueden
destacarse para caracterizarla. En primer lugar, el amigo es un «tercero»: un mediador
entre las partes que nos componen, entre los distintos «yos» que somos cada uno
(Nietzsche 1992: 92). En segundo lugar, para ser amigo, se tiene que ser capaz también
de ser enemigo, de luchar por y de hacer la guerra por el amigo. Y algo más: hay que
ser capaz de mantener la distancia de nos separa («¿Puedes tú acercarte mucho a tu
amigo sin pasarte a su bando?»). Además, la verdadera relación de amistad exige pudor:
no se debe querer saberlo todo, ni indagar más allá de cualquier límite, ni tampoco
mostrarse desnudo («el que no se recata provoca indignación»). En cuarto lugar, se
necesita firmeza, en lugar de compasión («tal vez él ame en ti los ojos firmes y la mirada
de la eternidad»). Finalmente, si se quiere ser amigo, uno no puede ser ni un esclavo
ni un tirano: el primero no puede ser un amigo; el segundo no puede tener amigos.
Por otra parte, Zaratustra opone el término Nächste (el más próximo, el prójimo) a
Fernste (el más lejano, el país de los hijos, el superhombre). Y si, como se ha señalado
más arriba, se tiende a interpretar una valoración como síntoma de una carencia, en
este caso, la recomendación de amor al prójimo encubre a veces un cierto desamor
hacia uno mismo. De manera que el amor al prójimo es interpretado como huída de
uno mismo. Por eso se recomienda, en lugar del amor al prójimo, el amor al lejano (de
nuevo, el superhombre) y se denuncia que la necesidad de amor y reconocimiento
revela con frecuencia una incapacidad para amarse a sí mismo. En definitiva, Zaratustra
recomienda, no el amor al prójimo, sino al amigo, y destaca la importancia de una
relación que, como la amistad, exige paridad e igualdad.
Sobre ese trasfondo se entiende la reflexión sobre la enemistad: el enemigo tiene
que ser merecedor de respeto y en el trato con él deben estar presentes la gratitud y
7
Sobre este punto véanse los capítulos: «Del hijo y el matrimonio», «De la castidad», «De las mujeres
viejas y las jóvenes».
8
Es imposible no recordar aquí el parágrafo 279 de La gaya ciencia, en el que, bajo el título de «Amistad
de estrellas», Nietzsche celebra con nostalgia al que fue para él uno, si no el más grande, de los amigos
de su vida.

45
el pudor. Zaratustra sugiere cuál debe ser el trato con los enemigos: no amarlos, no
devolverles bien por mal («pues eso les avergonzaría»), sino, si es posible, demostrar
que del mal recibido se desprende algún bien para el que lo recibe. En este sentido
se habla de gratitud y se insiste en «no avergonzar»: antes que avergonzar al otro es
preferible encolerizarse con él. Si se ha sido objeto de una gran injusticia por parte de
alguien, habría que cometer unas cuantas pequeñas contra él. Con cierta ironía se habla
aquí del significado del amor, de la justicia, de la venganza.
Y hay otro amor distinto del sexual, del filial y del amor entre iguales o amistad. Me
refiero al sentimiento que une al maestro y al discípulo. El final de esta Primera parte
del Zaratustra es un reconocimiento de esta relación y de la necesidad de transformarla.
Encontramos aquí una hermosísima reflexión sobre esta importante relación
bidireccional. Zaratustra, el maestro, se despide de los que hasta ahora habían sido
sus discípulos. Y afirma que el valor de un maestro consiste en hacer posible la
emancipación. Como aquella famosa escalera de Wittgenstein, cuyo destino consiste
en ser arrojada después de haber trepado por ella, también Zaratustra reconoce
esa paradójica fatalidad. Y lleno de paradojas está este apartado: por una parte, el
reconocimiento de que «no sólo se debe amar al enemigo, sino que habría que aprender
también a odiar a los amigos». Algo parecido ha de ocurrir también con el maestro.
Zaratustra advierte a sus discípulos contra él mismo y contra sus enseñanzas: «¡Alejaos
de mí y guardaos de Zaratustra! Y aun mejor: ¡Avergonzaos de Zaratustra! Tal vez
os ha engañado» (Nietzsche 1992: 122). E inmediatamente después reconoce que es
esa una relación destinada a no durar: una relación que no puede y no debe durar,
porque impediría la maduración y la libertad («Se recompensa mal a un maestro si se
permanece siempre discípulo»), pues para crecer es necesario pensar por sí mismo,
buscarse a sí mismo, perderse a sí mismo («No os habías buscado aún a vosotros,
entonces me encontrasteis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda
fe»). Sólo entonces, después de haberse buscado, puede volver la antigua relación
maestro-discípulo a tener sentido, pero ahora ya como una relación entre iguales,
como una relación de amistad.
Este sentimiento, tan importante entre los griegos, cuya cultura no podría
entenderse sin el culto a la amistad y al que Aristóteles dedicó un papel central en sus
reflexiones éticas, fue también para Nietzsche (y para Zaratustra) uno de sus puntos
de referencia vitales. El entrecruzamiento entre escritura y vida se hace patente aquí
y el solitario de Sils María suscribía sin duda con Aristóteles, que «sin amigos nadie
querría vivir» (Aristóteles, Ética a Nicómaco 1155 a 55).

Con esta reflexión sobre la amistad y la relación entre maestro y discípulo reitero
mi dedicatoria afectuosa a mi amigo Juan Luis Vermal y quiero también expresar mi
reconocimiento a sus discípulos, que han hecho posible este Homenaje. Sin duda estos
antiguos alumnos se cuentan ahora entre los mejores de sus amigos.

46
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número 10.
Vermal, Juan Luis. 2014. «Estudio introductorio» a La gaya ciencia. Madrid: Tecnos.

47
La encrucijada Nietzsche/Heidegger
Una aproximación a la lectura de Juan Luis Vermal
Manuel Barrios Casares
Universidad de Sevilla

Mi contribución a este volumen de homenaje al profesor Juan Luís Vermal quiere


centrarse en uno de los aspectos fundamentales de su espléndida labor de exégesis
de los textos de Heidegger y Nietzsche: sus consideraciones sobre la interpretación
heideggeriana del pensamiento nietzscheano. Se trata, sin duda, de una de las
cuestiones que han ocupado de manera preferente sus desvelos filosóficos y a la que
ha dedicado una parte sustantiva de su producción intelectual. Entre sus publicaciones
al respecto cabe mencionar títulos como «Notas sobre la interpretación de Nietzsche
de M. Heidegger» (Taula, Quaderns de pensament, 4: 1984, pp. 79-88), «Verdad y
apariencia: Una reflexión sobre Nietzsche y la metafísica» (Taula, 21/22, 1994: 35-42),
«Nietzsche, el último metafísico: la lectura de Heidegger» (Revista de Occidente, 226,
2000: 116-128), «¿Quién es el Nietzsche de Heidegger?» (Estudios Nietzsche, 1, 2001:
173-182), «Acerca de la inversión del platonismo en Nietzsche y Heidegger» (Estudios
Nietzsche, 10, 2010: 97-112) o «Notas sobre la evolución de la confrontación Heidegger/
Nietzsche» (en Patricio Peñalver y José Luis Villacañas (eds.), Razón de occidente: textos
reunidos para un homenaje al profesor Pedro Cerezo Galán, Madrid, Biblioteca Nueva,
2010, pp. 123-132). Pero esta dedicación no sólo la ha ejercido el profesor Vermal de
forma extensiva, sino sobre todo intensiva, con una especial penetración, sabiendo
subrayar siempre la singularidad de esa soberbia Aus-einander-setzung emprendida
por Heidegger en la segunda mitad de los años treinta del siglo pasado, en la medida
en que la pretensión del «brujo de Messkirch» no fue tanto la de tomar al pie de la letra
y exponer fielmente lo dicho por Nietzsche cuanto calibrar su efectividad histórica,
dilucidar su lugar esencial dentro de la historia de la filosofía, sacando a flote lo no-
dicho por el pensador del eterno retorno, el trasfondo impensado subyacente a su
gigantomáquico intento de acabar de una vez por todas con el modo metafísico de
representarse la realidad propio de Occidente1. Para abordar este asunto, Vermal se
1
Esta «reserva hermenéutica» la reitera Vermal en el arranque de casi todos sus trabajos dedicados a
esta cuestión. Vid. por ejemplo «Acerca de la inversión del platonismo en Nietzsche y Heidegger», 2010:
98. De lo que se trata para Heidegger es de articular una comprensión epocal que busca expresarse de

49
capacitó además como pocos gracias a su minucioso trabajo de traducción y edición en
castellano de los dos volúmenes del Nietzsche de Heidegger, la célebre compilación de
los cursos elaborados por el filósofo para su impartición en la Universidad de Friburgo
entre 1936 y 1942, que la editorial Günther Neske publicó originalmente en 1961 junto
con algunos ensayos de carácter complementario redactados por él entre 1941 y 19462.
Basta con hojear el glosario de términos que acompaña a la edición española de dicha
obra para hacerse una idea de la calidad de esta magnífica aportación.
Por todos estos motivos, el profesor Vermal ha podido pasar en la apreciación común
por ser «el más heideggeriano de los nietzscheanos en España», cosa que, si bien no resulta
desacertada en su estricta formulación –acaso excepción hecha de Jaime Aspiunza, si
hablamos de los componentes de los equipos de investigación que acometieron, bajo
la dirección de Diego Sánchez Meca, la edición en castellano tanto de los Fragmentos
póstumos de Nietzsche como de sus Obras Completas– suele sin embargo malentenderse
cuando se piensa tal adscripción en el sentido de un mero seguidismo de las tesis de
Heidegger. Esto en absoluto es así en términos generales, ni tampoco lo es en el caso
específico que aquí nos ocupa, el de la posición asignada a Nietzsche como pensador del
acabamiento de la metafísica. Ya lo señaló oportunamente nuestro querido y admirado
Eugenio Trías en el prólogo escrito al primer libro de Vermal, La crítica de la metafísica
en Nietzsche, al afirmar que este trabajo –en su origen la tesis doctoral brillantemente
defendida por el autor en 1984 en la Universidad de las Islas Baleares– sabía mantenerse
«a una inteligente distancia respecto a la interpretación heideggeriana sobre Nietzsche»
(Vermal, 1987, p. 11). En efecto: lo que este y otros textos vermalianos pretenden más bien
es aprovechar el horizonte hermenéutico abierto por Heidegger para explicitar no sólo sus
puntos de divergencia con Nietzsche, sino también sus puntos de convergencia a la hora
de proponer una alternativa al discurso filosófico tradicional: su complicidad, pues, en
la tarea de desfundamentación de la metafísica. En esa medida, Vermal nos proporciona
indicaciones de indudable interés para revisar algunos pasajes importantes de la lectura
heideggeriana, como, por ejemplo, aquel severo dictamen que mantiene a Nietzsche en

la forma más esclarecedora en términos de la filosofía de Nietzsche. Pero precisamente por eso, añade
Vermal, hay que tener en cuenta la advertencia de Heidegger de que no tiene sentido refutar proposicio-
nes esenciales del tipo de «la verdad es una ilusión», porque, como dice el de Messkirch, una afirmación
como ésa «remite a un fundamento que no puede eliminarse, sino que, por el contrario, sólo exige que
se ahonde en él de manera más profunda» (Heidegger, Nietzsche, Barcelona, Destino, 2000, p. 406; en
adelante citamos abreviadamente como N, volumen y página).
2
En el primer volumen se recoge material de tres cursos: el del semestre de invierno de 1936-37,
«Nietzsche. La voluntad de poder», incluido ahí con el título de «La voluntad de poder como arte»; el
del semestre de verano de 1937, «La posición metafísica fundamental de Nietzsche en el pensamiento
occidental», que se nombra según el subtítulo del manuscrito de las lecciones, «El eterno retorno de lo
mismo»; y el del semestre de verano de 1939, «La doctrina nietzscheana de la voluntad de poder como
conocimiento». En el segundo volumen, las dos últimas clases del semestre de 1939, que no llegaron a
impartirse, aparecen bajo el título de «El eterno retorno de lo mismo y la voluntad de poder». «Nietzsche:
el nihilismo europeo» recoge el contenido de unas lecciones del segundo trimestre de 1940 y «La meta-
física de Nietzsche» el de unas lecciones anunciadas para el semestre invernal de 1941-42, que tampoco
llegaron a impartirse. Los cuatro textos que completan este volumen se titulan «La determinación del
nihilismo según la historia del ser», «La metafísica como historia del ser», «Esbozos para la historia del
ser como metafísica» y «El recuerdo que se interna en la metafísica».

50
la órbita del platonismo, enunciado por el de Messkirch ya en el curso del semestre de
invierno de 1936/37. Lo que ocurre es que Vermal se desmarca asimismo con claridad de
la tendencia habitual a efectuar una crítica parcial y circunscrita tan sólo a determinadas
facetas de dicha lectura. Por el contrario, sus análisis se distinguen por integrar los muy
diversos matices de la misma y hacerlos valer, en el transcurso de su exposición, como
un factor de contraste dentro de la propia caracterización heideggeriana del pensamiento
nietzscheano. Es verdad que, en algunos de sus escritos, Vermal suele optar por una
manera de exponer las tensiones internas que recorren esta exégesis que parece mimetizar
a veces aquel estilo de discurso tan caro a Heidegger, donde el pensador se mide
esencialmente con la cosa del pensar y obvia toda referencia histórica a las condiciones
concretas en que se despliega su interpretación. Pero en un trabajo de madurez como es el
que lleva por título «Notas sobre la evolución de la confrontación Heidegger/Nietzsche»,
esa impresión se corrige significativamente. En él, Vermal subraya la fecundidad de leer
ciertos desarrollos de la citada confrontación al hilo del compromiso político asumido
por Heidegger en 1933, su posterior abandono y el subsiguiente repudio de algunas de
las premisas teóricas que contribuyeron a que adoptase tan siniestro activismo (Vermal,
2010 b, 123). No se trata, sin embargo, de volver a dictaminar sobre «el caso Heidegger»
con celo inquisitorial, ni de disculpar benévolamente las oscuras y ciertamente peligrosas
liaisons políticas del «señor Heidegger» (Eric Weil dixit), sino de comprender la conexión
existente entre su actitud cada vez más crítica hacia las ideas de Nietzsche y su creciente
desengaño respecto a la posibilidad de conferir a la propia tarea filosófica una plasmación
efectiva en su tiempo, como si ésta consistiese en una «misión histórica». Así, el modo en
que Heidegger procura leer a Nietzsche a la luz de la experiencia de su época se carga de
complejidad y ambigüedades, por cuanto va comprometiendo esta labor exegética con
el devenir de su propia reubicación filosófico-política, así como con unas exigencias de
actualidad que no siempre hacen entera justicia al pensamiento nietzscheano. Veamos
todo esto con más detalle.
Son bien conocidas las líneas principales de la interpretación heideggeriana:
Nietzsche no es un mero ensayista ingenioso, un filósofo-poeta o un crítico de la
moral, ni tampoco un simple filósofo de la vida –en el sentido sugerido por Georg
Simmel, Ludwig Klages u Oswald Spengler– o de los valores –tal como lo presenta
Max Scheler– sino que es, ante todo, un pensador de la metafísica. Heidegger confiere
a esta aseveración un empaque imponente, puesto que la metafísica no constituye
para él una mera disciplina filosófica, sino el núcleo esencial del pensamiento y la
cultura occidentales. Lo que en ella vendría a expresarse con singular pregnancia es la
manera en que Occidente ha tratado siempre de dar respuesta a la pregunta por el ser.
Y la grandeza del pensamiento de Nietzsche estribaría en el hecho de haber seguido
orientándose por esta cuestión hasta apurar su posibilidad última.
Con este enfoque, Heidegger rescata en verdad la obra de Nietzsche de muchas
de las devaluaciones y deformaciones que circulaban por aquel entonces3; pero no
3
Heidegger toma más en serio monografías como las de Alfred Baeumler, Nietzsche, el filósofo y
político (1931) o Karl Jaspers, Introducción a la comprensión de su filosofar (1936), que en cierto modo

51
es menos cierto que lo hace en buena medida a costa de desgarrarla internamente.
Al consignarla dentro de estos parámetros, legitima su derecho a tomarla no por sí
misma, sino como cifra de una determinada época en el curso de la historia del ser, la
época de su olvido y oscurecimiento total. Así, Nietzsche acaba formando parte, para
Heidegger, de aquello mismo que acertó a presagiar. Y lo que este filósofo supo intuir
genialmente fue una crisis sin precedentes de la cultura occidental, algo que no consistía
simplemente en un fenómeno de decadencia pasajero, sino que era el resultado de la
lógica de los valores hasta entonces imperante en Occidente, algo que involucraba
todo el saldo de su recorrido histórico: fue a esa caída de los valores suprasensibles del
mundo cristiano-platónico a lo que se refirió con el término «nihilismo». Ahora bien:
si en sus primeras lecciones Heidegger presenta esta caracterización como un rasgo
positivo de la filosofía de Nietzsche, ponderando su lucidez a la hora de tomarle el pulso
al presente, poco a poco va viéndolo cada vez más ligado al destino de la metafísica,
hasta concluir que el modo en que ésta ha respondido siempre a la pregunta por el ser
–ese modo ontificante, cosificador, que lo reduce a un ente en presencia– ha terminado
por impregnar el propio intento nietzscheano de superación. Su filosofía no sería, por
tanto, sino la expresión de ese momento de nihilismo consumado en que del ser como
tal ya no queda nada y donde únicamente resta la conciencia de que su sentido se ha
vaciado por completo, esto es, una cabal expresión de la época del acabamiento de la
metafísica.
De esta forma, como bien dejó anotado Karl Löwith en un amplio comentario
elaborado con motivo de la publicación de las famosas lecciones de su antiguo maestro,
Heidegger eleva a Nietzsche al rango de los más grandes metafísicos, pero lo hace
justamente al precio de aplanar su pensamiento mediante su incorporación a una
historia de la metafísica construida unitariamente y concebida como la única válida
posible, la sublime historia del «olvido del ser» (Löwith, 2006, 34). Este forzamiento
interpretativo, por más que permite a Heidegger poner en juego la temática de la
superación del nihilismo como última frontera filosófica con la que aún tendría que
lidiar el pensar de Occidente, extrayendo de ahí motivos para un análisis sumamente
sugestivo de su tiempo, descuida elementos clave de la crítica nietzscheana de la
metafísica.
Recogiendo todos estos ingredientes, la revisión de la exégesis heideggeriana
llevada a cabo por Juan Luis Vermal incide en dos momentos que se antojan
fundamentales para captar el sentido de su complejo despliegue interno: la catalogación
del pensamiento nietzscheano como una inversión del platonismo que acaba
recayendo en aquello que quiere superar y la concepción de la voluntad poder como
una radicalización de la metafísica moderna de la subjetividad. Estos dos momentos
estarían relacionados con ese salto en la interpretación de Heidegger, que los estudiosos
sitúan por lo general en el tránsito del primer al segundo tomo de la edición original
de las lecciones sobre Nietzsche, es decir, entre 1939 y 1940, y que Vermal acierta

anticipan un abordaje de Nietzsche desde motivos metafísicos, pero deplora su mala comprensión del
pensamiento del eterno retorno (N, I, 29ss.).

52
a contextualizar con bastante más precisión. Heidegger, nos dice, se encuentra
verdaderamente con Nietzsche a partir del inacabamiento de Ser y Tiempo, ahí donde
su meditación sobre la nada entronca con la problemática del nihilismo (id., 126). Ahí
es donde Nietzsche, con su idea de la «muerte de Dios», se le vuelve de veras relevante,
porque nadie como él habría sabido formular tanto la experiencia de la crisis como la
necesidad de un nuevo comienzo. Y es que, en ese «instante decisivo», Heidegger busca
también una intervención que dé un vuelco al destino del pueblo alemán y, con él, al de
Occidente. Por eso el activismo de Nietzsche le resulta un estímulo e incluso un motivo
de emulación. Es la época del Rectorado, en la que, de forma excepcional, la noción
de voluntad se cubre de tintes positivos para él, empeñado como está en su reciente
compromiso político y en el ambicioso sueño de una refundación histórica. Vermal
remarca esta idea, coincidiendo además con Pedro Cerezo (vid. infra) al destacar la
importancia de la obra de Ernst Jünger para la visión heideggeriana de Nietzsche, si
bien matiza lo siguiente: la integración de la figura jüngeriana del trabajador dentro
de esta constelación teórica posee inicialmente un componente afirmativo para
Heidegger y sólo con posterioridad, conforme crece su decepción ante la marcha de los
acontecimientos, se convierte en un ejemplo negativo más de ese mundo rendido a la
maquinación total, en el que el dominio planetario de la técnica vendría a certificar que
los viejos principios de la metafísica han dejado de ser meras entelequias para pasar a
realizarse materialmente (id., 125-126). Creo que este enfoque es sumamente acertado.
Como yo mismo he tratado de mostrar en un trabajo coetáneo al referido ensayo de
Vermal, la evolución de la lectura heideggeriana de Nietzsche viene determinada en
gran medida por su creciente recelo hacia la manera en que Jünger encara la cuestión
del nihilismo4. Y esto, a su vez, se halla íntimamente relacionado con su adhesión
al nazismo. En el fondo, el ajuste de cuentas lo mantiene Heidegger con sus propios
demonios, con su frustrada pretensión de dar cuerpo al decisionismo existencial de Ser
y Tiempo mediante la aproximación de su filosofía a la revolución nacionalsocialista.
Conforme se desengaña del sueño de ser «Führer del espíritu», conforme descubre tras
la fachada ideológica del nazismo un puro deseo desenfrenado de poder por el poder
que responde por completo a las «maquinaciones» del ente imperantes en la época5, no
sólo abandona las equívocas asociaciones que había establecido a principios de los años
treinta entre su jerga de la autenticidad y las proclamas superadoras del nihilismo de
Nietzsche o Jünger, sino que corta todo vínculo con los postulados de la movilización
total. Desde entonces, juzga la resolución propia de un nihilismo activo como una
4
Vid. M. Barrios, «Jünger y la deriva de la interpretación heideggeriana de Nietzsche», en Estudios
Nietzsche 10, 2010, pp. 33-52. Ahora en Tentativas sobre Nietzsche, Madrid, Abada, 2019, pp. 283-319.
5
En una anotación de sus llamados Cuadernos negros de los años 1938-39 escribe Heidegger: «Pensando
de forma puramente “metafísica” (es decir, en términos de la diferencia de ser), durante los años 1930-1934
yo consideraba que el nacionalsocialismo era la posibilidad de una transición a un nuevo comienzo, y le
di esta interpretación. Con ello se estaba conociendo mal y se estaba infravalorando este “movimiento”,
tanto en sus auténticas fuerzas y en sus necesidades internas como en su forma y tamaño propios y en la
naturaleza de sus dimensiones. Más bien es aquí donde comienza la consumación de la Modernidad, y
lo hace de forma mucha más profunda, es decir, abarcadora e incisiva, que con el fascismo» (Heidegger,
2017, 343).

53
respuesta a las fuerzas operantes en el mundo moderno que no es capaz de hacerse
cargo de su esencia y que, por tanto, yerra en el planteamiento. Jünger, dirá, alcanza a
darnos una «fría descripción» de lo que hay, es un buen observador, percibe la potencia
arrasadora de la técnica, pero no entiende realmente lo que pasa (GA, 90, 263-264). Y
esta pauta de interpretación, que hallamos en sus anotaciones inéditas sobre Jünger de
la segunda mitad de los años treinta, la repite Heidegger exactamente a propósito de
Nietzsche, derivando hacia una valoración cada vez más severa del filósofo, ya no como
aquel que supera la metafísica, sino como quien la conduce a su expresión más acabada.
Así, si todavía en los tres primeros cursos de Friburgo (1936-1939), al igual que
ocurre en el arranque de los Aportes a la filosofía, los comentarios positivos sobre la
concepción de la voluntad de poder y sobre la notoriedad de la empresa nietzscheana
de desmontaje de la metafísica conviven con la señalización de sus insuficiencias,
pronto Heidegger zanja las oscilaciones de su devenir intelectual trasladando los
reproches al propio Nietzsche. La idea de que el pensamiento nietzscheano permanece
en el lugar del que quiere salir por haberse mantenido dentro del esquema platónico
de los dos mundos, limitándose a invertirlo al poner ahora como «verdadero» aquél
que la tradición conceptuó como «mundo aparente», se vuelve más insistente,
nutriéndose a partir de entonces de nuevos motivos polémicos. El centro de atención
se va desplazando poco a poco de la relación de Nietzsche con Platón a su más estricta
filiación dentro del pensamiento moderno. Vermal comenta con perspicacia el
sentido de este desplazamiento y cómo las ambivalencias de la lectura heideggeriana
se resuelven en términos cada vez más críticos hacia la «posición fundamental» de
Nietzsche: a juicio de Heidegger, ésta no sería, a fin de cuentas, sino una posición de
valor más, que cree posible determinar el ser del ente –nombrado ahora en su totalidad
como voluntad de poder– y que, por tanto, se cierra el acceso hacia un cuestionamiento
más originario de la verdad del ser6.
Heidegger se decanta claramente por la idea de que la nihilidad implicada en el
nihilismo no habría sido pensada por Nietzsche hasta sus últimas consecuencias, en
la medida en que la habría considerado mero producto de un modo de valorar hostil a
la vida y, por consiguiente, susceptible de ser corregida mediante una nueva posición
de valores, ordenada ahora en base a la concepción de la voluntad de poder como
carácter fundamental de todo ente. Consistiendo su esencia justamente en valorar, la
voluntad de poder se mostraría, pues, como el principio incondicionado que reemplaza
la verdad por el valor, un valor que ella misma instituye en términos absolutos; con lo
cual, pese al presunto carácter anti-metafísico de su filosofía, Nietzsche no se habría
6
«La mostración de la voluntad de poder como carácter fundamental del ente habrá de eliminar la
mentira en la experiencia e interpretación del ente. Pero no sólo eso. Con ello también se fundará el
principio, se colocará el fundamento desde donde surgirá la posición de valores y en el que tendrá que
quedar enraizada; porque la voluntad de poder es ya en sí misma un apreciar y un poner valores» (N, I,
43). Se podría decir que toda posición de valores sigue siendo platónica para Heidegger por cuanto ya la
verdad del mundo verdadero se funda en el primado de la idea de Bien. Cabe preguntar, no obstante, si
tiene el mismo sentido un Bien abstracto que se toma como absoluto, que determina incondicionalmente
el valor de lo existente, y la manera en que Nietzsche describe la acuñación de los adjetivos «bueno» y
«malo» en La genealogía de la moral.

54
apartado ni un ápice del pensamiento de una subjetividad ponente, característico de
la metafísica moderna. Heidegger, en cambio, entiende que la liquidación de aquella
consistencia y sustancialidad atribuidas al ente a lo largo de la historia de la metafísica y
la subsiguiente vivencia de la falta de sentido que se generaliza en la época del nihilismo
no son algo que deba eliminarse ni repararse, sino en todo caso aprovecharse para dejar
atrás la noción tradicional de fundamento y, de esta forma, aprestarse a pensar el ser
ex novo, en su apertura e irrebasable condición abismática. En su artículo «¿Quién es
el Nietzsche de Heidegger?», Vermal resume espléndidamente cómo queda planteado
ahora el contraste entre ambos pensadores:

A partir de ahí se produce la auténtica Aus-einander-setzung, en la que se se-


paran las posiciones de una manera sutil. La destrucción del ente presente puede
remitir, en lugar de a una nada, a la construcción de lo ente, que a su vez remite, de
algún modo, a una subjetividad creadora. La nada de fundamento queda así redu-
cida a una mera nihilidad que debe ser simplemente eliminada. Resulta entonces
que la falta de consistencia y sentido del todo sólo es destructiva en la medida en
que se la ha puesto de antemano, por lo que se trata precisamente de cambiar esa
perspectiva y no poner sentido alguno. De este modo se reduce aparentemente
la instancia trascendente, metafísica, pero con ello se destruye la totalidad del
movimiento. Desde la destrucción del fundamento como algo en sí no se accede
entonces a un abismo que sería de cierto modo fundante, y en el que se podría
ver el nombre previo (Vorname) del ser, sino que se encuentra lisa y llanamente
la fuerza productora de la vida, la voluntad de poder. (Vermal, 2001: 180-181)

En definitiva, Heidegger considera que la activación del nihilismo no resuelve


el problema de la conversión del ser en valor. Sean cuales sean los valores elevados
al rango de supremos, se sigue apelando a una instancia –el mundo real, la vida, la
voluntad de poder– que funda de manera absoluta esa jerarquía. Dicha fundación no
es en el fondo sino autofundación. Al completarse el proceso histórico de totalización
del fundamento metafísico es cuando se hace manifiesto que esta instancia carece
de meta, que no pretende nada externo, sino únicamente su máximo aumento y
consolidación. Los valores que establece son simples instrumentos al servicio del
afianzamiento de su voluntad omnímoda, la cual, en tanto sólo se quiere a sí misma
para ejercer el poder de determinar cuanto es, resulta caracterizada por Heidegger
como «voluntad de voluntad». Tal sería el rasgo más notorio del dispositivo (Gestell)
que se pone en funcionamiento con la técnica moderna, reclamando la disponibilidad
de todo lo existente, su sometimiento a un mecanismo ciego que se reproduce sin
parar. Este proceso es lo que vendría a reflejar el pensamiento del eterno retorno7,
del mismo modo que la esencia de su dinámica, que Heidegger ve realizándose en la
técnica con su plena instrumentalización de lo ente, tendría su correlato filosófico en
7
Al eterno retorno de lo mismo dedica Heidegger su curso de 1937. De nuevo comienza ponderando
la reivindicación del momento de la decisión que late en este pensamiento nietzscheano, para pasar a
objetarle después que en él la ruptura queda limitada al instante puramente extático, donde lo que ver-
daderamente retorna es la presencia consistente de la voluntad de poder (N, I, 376).

55
la concepción nietzscheana de la voluntad de poder8. De ahí el certero comentario de
Vermal, que puede servir como colofón al resumen de las líneas fundamentales de la
exégesis heideggeriana que acabamos de exponer: «La interpretación alcanza de cierto
modo su punto de llegada cuando puede entrelazar la inversión del platonismo y el
carácter central de la modernidad» (Vermal, 2001, 180).
La acomodación del pensamiento nietzscheano a las directrices de la lectura
heideggeriana de la historia del ser acaba mostrando, así pues, esta doble cara.
Nietzsche se presenta a la postre como un platónico y como un idealista, o sea, como
un consumado nihilista. Interpelada siempre sólo a partir de la pregunta por el ser,
su filosofía va siendo moldeada por Heidegger al ritmo de las distintas inflexiones
establecidas dentro de la historia del olvido de la diferencia ontológica, hasta quedar
atrapada finalmente en «la época del dominio de la inesencia del nihilismo» (N, II,
312). Curiosa fidelidad, sin duda, la que presume de ejercer el pensador de Messkirch
al leer los textos nietzscheanos; y, sin embargo, como ya hemos advertido, de ahí
surge una meditación imponente, de innegable valor, sobre algunos de los signos
más problemáticos de esa modernidad ensombrecida que atraviesa la vorágine de los
totalitarismos en la primera mitad del siglo veinte. Lo cual no quita para poder formular
ciertos reparos a la manera en que Heidegger ha ido reconduciendo su diálogo con
Nietzsche. Con ello no se pretende, desde luego, reclamar una objetividad que sería
inane a efectos del tipo de esclarecimiento hacia el que está orientada esta confrontación
filosófica; pero sí reflexionar sobre el alcance de otras posibilidades hermenéuticas
para el pensar nietzscheano, posibilidades que, entrevistas por el propio Heidegger,
han quedado soslayadas luego en el discurrir de su exposición.
Vermal es bien consciente de que este desplazamiento se produce ya en el debate
en torno a la cuestión del platonismo en Nietzsche, un tema que él ha abordado con
asiduidad en sus escritos, prestándole una atención preferente en el caso del ensayo
«Acerca de la inversión del platonismo en Nietzsche y Heidegger». En ese texto
señala cómo el comentario que Heidegger dedica en sus lecciones de 1936/37 a la
conocida sección de Crepúsculo de los ídolos titulada «Cómo el mundo verdadero
acabó convirtiéndose en una fábula» permite apreciar de forma muy evidente las
ambigüedades y oscilaciones de que venimos hablando. Como se recordará, Nietzsche
hace ahí un recuento burlesco de la historia de la metafísica, distinguiendo seis períodos
en el proceso de disolución del platonismo: en el quinto de esos momentos, el mundo
verdadero se ha vuelto inútil, superfluo, en virtud de una acentuación de la crítica
ilustrada y positivista como la que Nietzsche practica en su etapa de «espíritu libre». El
sexto momento corresponde a la última etapa de su filosofía y el pasaje concluye con la
famosa declaración: «Hemos eliminado el mundo verdadero. ¿Qué mundo ha quedado?
¿Quizá el aparente? ¡No, de ningún modo, al eliminar el mundo verdadero, hemos
eliminado también el aparente!» (OC, IV, 635). A tenor de este último paso, Heidegger

8
«La voluntad de poder es la esencia del poder. Es en esta esencia del poder –que no es nunca un
simple quantum de poder– donde reside la finalidad de la voluntad con el sentido específico de que la
voluntad no podría ser voluntad más que en la esencia del poder mismo» (N, II, 215).

56
reconoce que Nietzsche parece estar buscando algo más que una simple inversión de la
división platónica entre los dos mundos y, en esa medida, es como si atisbase una salida
del platonismo. En este punto, añade Heidegger, la inversión (Umdrehung) vendría a
convertirse en una expulsión (Herausdrehung) fuera del platonismo. Y de hecho se
pregunta, dubitativo, hasta qué punto Nietzsche llega a una superación del platonismo
y hasta qué punto no (N, I, 198). Pero en seguida toma partido, pasando a interpretar
la declaración nietzscheana de que también el mundo aparente queda abolido no tanto
en el sentido de una supresión de la divisoria misma, cuanto como una alteración
del «esquema de orden» platónico, esto es, como una mera supresión del carácter
apariencial de ese mundo, que ahora pasaría a ser el único real. Con esto la supresión
del mundo aparente queda reducida, en efecto, a una pura inversión. Semejante línea
de lectura puede resultar coherente con otras afirmaciones de Nietzsche9, pero ¿es de
veras lo que quiere decir en el pasaje citado? ¿Se agota su crítica de la metafísica en
un platonismo al revés o apunta a algo de mayor radicalidad? Vermal reconoce que
Heidegger tiende a recortar el sentido de este paso decisivo pretendido por Nietzsche,
y para certificarlo acude a páginas suprimidas en la edición de 1961 y recogidas en la
edición de sus obras completas (GA, 43, 261ss.), que iluminan algunas de las crípticas
observaciones realizadas en este punto de las lecciones. Al situar la transvaloración
en este plano único de una afirmación incondicional de la vida que funcionaría como
nuevo criterio de imposición de valores, Heidegger prepara el camino hacia esa
caracterización de la voluntad de poder como principio absoluto de determinación
de lo ente que desarrollará en sus cursos de los años posteriores.
Por estos derroteros lo sigue Vermal en el artículo mencionado, hasta explicitar la
centralidad de la cuestión de la verdad para toda la interpretación heideggeriana de
Nietzsche10. Pero también, abundando en aquella inteligente distancia que Trías alababa
ya de su primer libro, observa que «se podría seguir otra línea interpretativa, que sólo
en parte se toca con la de Heidegger» y comenta al respecto:

El mundo «verdadero», que en principio quedaba abolido, vuelve a aparecer


en el lenguaje mismo, en la consideración corriente de las cosas, con lo que la
crítica no se refiere ya sólo a las entidades o principios primeros, sino a la onto-
logía sedimentada en el lenguaje. Es en relación a esto que Nietzsche dice que el

9
Vid. v.g. en Crepúsculo de los ídolos: «El “mundo aparente” es el único: el “mundo verdadero” no es
más que una mentira añadida» (OC, IV, 631).
10
Desde su idea de verdad como desvelamiento, como apertura de lo que a la vez se mantiene ocul-
to, Heidegger considera que Nietzsche estrecha doblemente este sentido: por una parte, la verdad es
desenmascarada como un error, como un «tener-por-verdadero» ejercido para dar consistencia a la vida
humana; pero a su vez esta ordenación de la vida humana a las exigencias de la voluntad de poder supone
una «conformidad» a la misma. Como esta conformidad ya no puede serlo a un mundo «verdadero» en
ninguno de los sentidos que esta expresión tuvo hasta ahora, pues se ha producido su abolición y la de
la distinción platónica misma, lo que queda es un ordenar arbitrario, no vinculado a nada que no sea
el juego mismo del poner valores por parte de esa voluntad (vid. N, I, 500ss.). Como dice Vermal: «La
concepción de la verdad como ilusión tiene como supuesto la determinación tradicional de la verdad
como corrección del representar, pero ésta se transforma al comprenderse como una estimación de valor»
(2010 b, 105). Para las distintas fases de este proceso, vid. en especial id., pp. 103-109.

57
verdadero nombre de lo real es apariencia, no porque lo siga siendo en referencia
a un mundo verdadero, sino porque no puede tener el carácter que se le atribuía
a ese mundo verdadero (identidad, «ser»). La afirmación contradictoria de la
abolición del mundo aparente sólo querría decir entonces que no seguiría siendo
aparente en el antiguo sentido, pero no por ello mantendría en sí el carácter de
lo verdadero, es decir, no puede heredar las características del mundo-verdad.
(Vermal, 2010, 110)

Como puede apreciarse, se apunta aquí a una dimensión de la filosofía de Nietzsche


que el llamado pensamiento de la diferencia tuvo después muy en cuenta y a la que
Heidegger no prestó la debida atención. Es una dimensión que tiene que ver con la
conciencia de la naturaleza retórica del lenguaje. Jacques Derrida, por ejemplo, la
formuló como «cuestión del estilo», entendiendo que ahí se jugaba buena parte del
potencial postmetafísico de una obra tan singular como la de Nietzsche, que no trata de
comunicar una doctrina en los términos acostumbrados de la tradición filosófica, sino
que procura transmitir al lector las condiciones y sugestiones teóricas precisas para que
él mismo pueda realizar un experimento con la verdad. Un lenguaje nuevo, un primer
lenguaje para nuevo orden de experiencia (OC, IV, 810) es lo buscado por Nietzsche,
sabedor de que las categorías que empleamos para describir eso que llamamos «la
realidad» contienen siempre una interpretación. De ahí que su crítica de la metafísica
no consista sin más en un rechazo de la creencia en un trasmundo, sino en una honda
problematización del modo en que se nos da «lo real». No hay donación inmediata
de un sentido del mundo, que permanece para Nietzsche tan enigmático en su fondo
como lo es para Heidegger. En la medida en que necesitamos recurrir a identidades
para comprender lo que acaece, podríamos decir que hay un cierto platonismo
insuperable para Nietzsche, sí, pero se trata de una insuperabilidad de la que él es muy
consciente, tal como pone de relieve ese apartado de Crepúsculo de los ídolos dedicado
a desenmascarar la «razón» en el lenguaje, en el que concluye irónicamente: «¡Temo
que no vamos a librarnos de Dios, porque continuamos creyendo en la gramática!»
(OC, IV, 633). Por eso su escritura está repleta de llamadas de atención al lector y
efectos de distanciamiento irónico respecto a lo que se dice. La lectura de Heidegger
tiende a tomar la voluntad de poder como un nuevo intento de ontificación del ser,
de estabilización del devenir, pero eso supone obviar hasta qué punto las propuestas
del último Nietzsche, encaminadas a liberar a la voluntad del sometimiento al espíritu
de venganza, subvierten esa fe metafísica de la que nace el afán de un mundo estable,
ordenado en base a identidades sustantivas, orientado a una finalidad. Por todo ello,
tampoco se trata ya para Nietzsche de restaurar lo griego ni de volver a un origen
prístino (¿quién y cómo podría acceder a esa memoria perdida de lo que es el ser tras
toda una historia de ocultamiento?), sino de ejercer la crítica desde el mismo suelo de
finitud del nihilismo, no saltando a una patria metafísica, sino desde las condiciones
concretas heredadas a partir de la experiencia histórica de la muerte de Dios y de la
conversión del mundo verdadero en fábula. Difícilmente cabe aseverar entonces que
Nietzsche permanece preso sin más de una metafísica de la subjetividad, donde el

58
ente se determina desde las condiciones de re-presentación puestas por este principio
incondicionado, cuando las mismas nociones de ente y sujeto, así como la idea de
que sea posible derivar lo incondicionado de lo condicionado, quedan hondamente
cuestionadas por él. Por más que Heidegger se empeñe, Nietzsche no pretende tanto
responder a la pregunta-guía de la metafísica de qué es el ente, cuanto desmantelarla.
Vermal aborda toda esta temática en relación al problema de la relación entre
verdad y apariencia. En el artículo que venimos glosando, explica la intensificación
de la crítica heideggeriana por una mayor exigencia de rigor a la hora de pensar
las nociones de perspectiva, apariencia e interpretación (id., 104ss.). El reparo de
Heidegger a la concepción nietzscheana de la apariencia reside en su convicción de
que ésta habría sido pensada por Nietzsche como aquello que la voluntad de poder
produce: la apariencia sería la ficción que tomamos habitualmente como verdad, sin
reconocerla como tal, pero en cierto modo seguiría estando por detrás lo que el mundo
es en realidad, Wille zur Macht. De modo que «la diferencia entre verdad y apariencia
vuelve a aparecer sólo que en otra forma» (GA, 43, 261). Esta disociación, empeñada
en sancionar el platonismo nietzscheano, me parece discutible. Para empezar, la
insistencia de Heidegger en homologar la idea de Umwertung (transvaloración) a
la de una mera inversión (Umdrehung) no posee una base textual tan sólida como
podría suponerse, pues se apoya excesivamente en una declaración episódica de
Nietzsche en un fragmento inédito de la primera época (NF-1870, 7 [156]) y denota
una reconstrucción de la relación ser-apariencia que se mantiene apegada a un modelo
restrictivo de la dualidad Dionisos (ser)-Apolo (apariencia) –modelo que ciertamente
no agota el sentido de la concepción trágica del mundo del joven Nietzsche11– así
como a una noción de voluntad dependiente aún de Schopenhauer, sobre todo en lo
tocante al modo en que el pensador de Danzig reelabora la distinción kantiana entre
fenómeno y cosa en sí. Por eso sugiere Heidegger que el movimiento último del pensar
nietzscheano consiste en un limitado perspectivismo en el que lo dado se interpreta
como apariencia, sin que esto elimine la idea de que la vida impone a las cosas su
carácter fenoménico, cuando lo que Nietzsche tiende a liquidar propiamente con
su cuestionamiento de las verdades de la lógica y la metafísica es la creencia en que
hay un mundo verdadero tras las ficciones y apariencias. El carácter perspectivístico,
apariencial, no es por tanto un añadido a la «cosa», debido al cual la captamos sólo en
su manifestación fenoménica, sino que es, por así decirlo, «inherente a ella», es lo que la
hace aparecer como tal. El aparecer desborda ya de siempre lo que la conciencia puede
atrapar, y no simplemente por una incapacidad de dicha conciencia para representarse
adecuadamente lo que hay, sino porque no hay fondo óntico de lo real al que agarrarse.
Como dice Vermal, «el carácter de interpretación no es pensado por Nietzsche como
un comentario a un suceder primario o a un texto básico al que sería posible acercarse
desde diferentes perspectivas o, más aún, del que se podría dar cuenta en su verdad.
El carácter interpretativo no se refiere primariamente a nuestro conocimiento de un
11
Para esta cuestión remito a mi libro Voluntad de lo trágico. El concepto nietzscheano de voluntad a
partir de El nacimiento de la tragedia. Madrid, Biblioteca Nueva, 2002.

59
hecho, sino a la noción de hecho mismo» (Vermal, 1989, 192). La ficción lo es del
fundamento. Redimido de toda teleología, el acaecer es sin por qué12. La dimensión de
ocultamiento que Heidegger echa en falta en esta filosofía despunta de hecho a través
de esta temática. Es así como Nietzsche procura disolver la separación entre apariencia
y realidad. Y es en ese sentido en el que escribe:

«NB. Apariencia, tal como yo la entiendo, es la efectiva y única realidad de las


cosas, –aquello a lo que se asignan todos los predicados existentes y que, en cierto
modo, se podría caracterizar del mejor modo posible con el conjunto de todos
los predicados, también con los predicados opuestos […] No contrapongo, pues,
“apariencia” a “realidad”, sino que, por el contrario, tomo la apariencia como la
realidad que se resiste a transformarse en un imaginario “mundo-de-verdad”. Un
nombre concreto para esta realidad, caracterizada así desde dentro y no desde su
naturaleza proteica, inasible, fluida, sería el de “la voluntad de poder”». (NF-1885,
40 [53]: Cfr. FP, IV, 799-800)

Nietzsche sabe que no hay palabra para nombrar adecuadamente eso a lo que
alude cuando habla de vida, apariencia o devenir. Este fluir incesante, juego relacional
que no tiene orientación ni sustrato alguno, del que no cabe postular consistencia
ontológica alguna, escapa siempre a la razón y al lenguaje. De manera que, al hablar de
la voluntad de poder, se cuida bien de avisar de su condición hipotética13, de señalar que
«no hay voluntad» sino como unidad fingida, de que no es posible concebirla como un
principio incondicionado, etc. Las unidades que Nietzsche considera que tienen para
nosotros un cierto rango de «realidad» no son sino el efecto de un juego de fuerzas,
cuya contraposición da lugar a una organización más o menos estable, pero ninguna
constituye un «en sí». Hablamos de «yo», «sujeto», «ente», «cosa», presuponiendo un
mundo de identidades que no existe más que como resultado de nuestras herramientas
lingüísticas y conceptuales14. Queda claro para él que este límite no proviene sin más
de las formas de la sensibilidad y el intelecto humanos, sino del carácter mismo del
aparecer, de suyo insondable. Es verdad que estos dos aspectos se conjugan en su
pensamiento y no siempre de la manera más nítida. Pero borrar por completo uno de
ellos supone hacer una lectura unilateral, por genialmente esclarecedora que pueda
resultar en otro sentido. La virtud exegética de Vermal reside en hacernos el regalo de
saber leer a Nietzsche en la clave heideggeriana hasta sus últimas consecuencias y, a
la vez, guardar esta otra posibilidad de lectura. Con ello, por descontado, no aspira a
deshacer las equivocidades de un pensamiento laberíntico, seductor, lleno de trampas
y cauciones para el lector como es el nietzscheano. Una y otra vez nos indica que hay

12
Sobre esta temática, vid. Remedios Ávila, Nietzsche y la redención del azar, Universidad de Granada,
1986.
13
En el apartado de su libro Nietzsche. La experiencia dionisíaca del mundo (Madrid, Tecnos, 2005)
que lleva justamente por título «La hipótesis de la voluntad de poder», Diego Sánchez Meca explica de
forma inmejorable este carácter de «hipótesis de lectura del texto de la realidad-apariencia» (p. 120) que
tiene la mentada noción nietzscheana.
14
Para todo esto, vid. Müller-Läuter, 1974, en especial, pp. 10-33.

60
una tensa coexistencia entre ambas líneas interpretativas, sólo que no llega a resolverla
de forma tan negativa como hace Heidegger. Esto resulta particularmente evidente
no sólo en su libro La crítica de la metafísica en Nietzsche, sino también en uno de sus
artículos más tempranos, «Verdad y apariencia. Una reflexión sobre Nietzsche y la
metafísica», donde podemos leer lo siguiente:

Esta concepción de la apariencia como lo real mismo es la base desde la cual


Nietzsche disloca toda posibilidad de construcción ontológica. O, mejor dicho,
es una base que no se puede tomar como tal, y ya allí está la dislocación. Mien-
tras que lo que la metafísica llamaba «ser» es una mera ilusión, lo efectivamente
real es apariencia, en el sentido de lo no permanente, inaccesible, de aquello a lo
que «pertenecen los predicados opuestos». De esta manera, no sólo se atribuyen
diferentes características a lo real (por ejemplo, que sea cambiante y fluido en
lugar de fijo y permanente), sino que se pierde el carácter de base, de aquello en
principio determinable que se le atribuía. El «fundamento», a pesar de serlo, de
cierto modo deja de ser tal, y es como si permaneciera siempre afuera, indomi-
nable. (Vermal, 1994, 40)

Al apuntar este otro nivel en el que Nietzsche esboza una concepción alternativa a
la metafísica, Vermal no ha pretendido dar por zanjado el asunto en sentido contrario a
la interpretación de Heidegger. Simplemente ha querido dejar constancia, con agudeza
y honestidad intelectual, de la imposibilidad de resolver en una única dirección el
continuo trasvase que registra el pensamiento nietzscheano entre una dimensión
de excedencia, donde el acaecer escapa a toda fijación óntica, y una dimensión
constructiva o propositiva, que aspira a dictar nuevos valores a base de asimilarse al
carácter mismo de lo real. En esta encrucijada quedan sin duda otros interrogantes
abiertos, como el de hasta qué punto la insistente renuncia de Heidegger a asumir
toda posición de valor conduce a otro sitio que no sea un nihilismo inoperante, o en
qué medida la conciencia nietzscheana del carácter situado de su crítica genealógica
de la cultura no la hace irreductible al viejo patrón del discurso metafísico. Pero son
cuestiones que conviene tratar con más detalle en otro momento y que no deben
distraernos, para concluir, del merecido homenaje que hemos querido rendir con este
texto, motivado por su excelente trabajo, a nuestro apreciado colega, Juan Luis Vermal,
por una trayectoria filosófica tan rica y estimulante como la suya.

61
Referencias bibliográficas
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Nietzsche, Friedrich, Fragmentos póstumos (= FP) Edición en cuatro volúmenes dirigida
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Manuel Barrios Casares, Jaime Aspiunza, Diego Sánchez Meca, Jesús Conill, Juan Luis
Vermal y Joan B. Llinares. Madrid, Tecnos, 2006-2010.
Nietzsche, Friedrich, Obras Completas (= OC). Edición en cuatro volúmenes dirigida por
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Enrique de Santiago Guervós, Killian Lavernia, Joan B. Llinares, Alejandro Martín, Marco
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de la Sociedad Española de Estudios sobre F. Nietzsche, 1. Universidad de Málaga,
2001: 173-182.
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Patricio Peñalver y José Luis Villacañas (eds.), Razón de occidente: textos reunidos para
un homenaje al profesor Pedro Cerezo Galán, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010: 123-132.

62
Sobre la obsolescencia tecnológica del leer y escribir
Mateu Cabot
Universitat de les Illes Balears

Para Juan Vermal, Maestro en la «lectura lenta».

Hay una conocida pintura que representa de perfil a una joven con un libro abierto
en la mano, inmóvil, absorta en la lectura. Sentada entre mullidos almohadones, en un
apacible rincón de la casa, ataviada con un esplendoroso vestido de un color amarillo
que tiñe de dorado toda la estancia. La pintura se titula La lectora y fue pintada por
Jean-Honoré Fragonard alrededor de 1770. Pintor semi-olvidado, al margen de los
revoltosos tiempos de decadencia del Antiguo Régimen, se ha hecho notar la influencia
de la escuela holandesa al plasmar la quietud de la acción de una mujer, tal como
ocurre en La lechera o La mujer con una jarra de agua de Vermeer. El momento en que
Fragonard pinta su apología de la lectura es el mismo en que Kant despierta del sueño
dogmático e inicia su período crítico. Es el momento en que la alfabetización alcanza en
Francia a la mitad de la población, unos dieciséis millones de personas, con sus enormes
consecuencias políticas: la lectura es el instrumento revolucionario de la Ilustración.
Leer y escribir son las puertas y ventanas que se abren en la mente para que la luz de
la razón puede iluminar allí donde antes solo había tinieblas. Leer y escribir significa
abrirse a otro mundo, uno tan amplio como había sido experimentado y consignado
sobre el papel por los escritores del momento y de todos los momentos del pasado. La
inmersión en el mundo que abren los signos alfabéticos escritos sobre una página es,
a la vez, abstracción del mundo circundante, físico, el de las necesidades imperiosas.
El mundo de la experiencia lectora, la inmersión creada por el autor escritor, es a la
vez una abstracción del mundo de la vida cotidiana. Por eso precisa un determinado
entorno (y así se busca un lugar apartado) y olvidar el cuerpo entre almohadones en
una posición concentrada en un único punto del libro. Unos mundos de los cuales ni
se sospechaba su existencia es posible experimentarlos en la lectura de aquello escrito
por alguien que nos habla desde una muy cercana lejanía. Nosotros, ahora, somos
lectores en cuanto reconocemos la experiencia de leer transmitida por la pintura de
Fragonard; porque aún podemos compartir la experiencia de la figura de hace más de

63
dos siglos. ¿Realmente el leer, leer un libro absorto del mundo, pertenece ya a un tiempo
del pasado? ¿Es inútil económicamente la lectura en el sentido citado?

Porque todo lo que empezó un día, va a terminar. El nacimiento de la lectura fue


lento. Para que se diera, finalmente, la experiencia de leer tal como vemos representada
en la pintura de Fragonard fue necesaria una larga serie de invenciones y algunos
saltos imprevistos. Los signos gráficos se estilizaron durante siglos, para hacerse mejor
reproducibles, pero, sobre todo, se prepararon para un salto cualitativo: el que se dio de
representar cosas a representar sonidos que podemos emitir. De esta forma la lengua, y
con ella la grafía, podían independizarse de la función de designar el mundo palpable
y moverse en un nivel más alto de abstracción. El primer sistema desarrollado de
escritura fonética fue el griego. El nacimiento de la filosofía prueba las posibilidades
de abstracción y facilidades constructivas del alfabeto fonético griego, en comparación
con escrituras ideográficas. El discurso escrito se abre así a la expresión de ideas y
también de sentimientos. Martin Lutero es el primer moderno que utiliza la escritura
como motor de una revolución, en este caso el ataque a la autoridad absoluta del Papa
sobre el rebaño cristiano. El asalto se inicia clavando un escrito con 95 afirmaciones o
exhortaciones a las puertas de la catedral de Wittemberg para que pudieran ser leídas
por todo aquel que fuera capaz. No en vano, la capacidad de leer un escrito es la vía
de acceso directo a las sagradas Escrituras, donde se contiene «la palabra de Dios».
La lectura directa de la escritura es, así, la reivindicación del reformista y, a la vez, la
consagración de la lectura y escritura como puerta de entrada al nuevo mundo, el de los
nuevos tiempos. Se trata de una medida política en cuanto subvierte la base del poder
ideológico en aquel momento: la lectura e interpretación del Libro. La imprenta recién
inventada servirá para acabar con el privilegio que suponía poseer en propiedad el libro.
Las cartas de Lutero a obispos y príncipes para que se instituyeran escuelas donde los
niños aprenderían a leer, escribir y contar (calcular) son ilustrativas. Se inicia así la era
del libro sustentada en los dos pilares de la reproducción masiva y de la escolarización
obligatoria. La lectura se convierte en la posibilidad efectiva de acceder a espacios
exteriores al de la realidad cotidiana. Inversamente, la palabra escrita también tiene
acceso a lo más íntimo que pueda pensar el fiel. La disciplina necesaria para aprender
a leer, escribir y contar se ve apoyada por la estructura cada vez más compleja de la
escritura. La lectura y la escritura obligan a seguir un proceso que se extiende en el
tiempo, con un principio y un final. Y el principio, la primera frase, lleva consigo un
contexto. La lectura y la escritura disciplinan la mente en un sentido procesual, siempre
situado respecto del contexto del escritor. La educación fundamentada en la letra escrita
presupone y refuerza una concepción del tiempo, de lo que es «pasado», «presente» y
«futuro», y de cómo se han constituido en las tres únicas dimensiones del tiempo. El
carácter procesual descrito someramente es del todo diferente al de la imagen que, en
ocasiones, acompaña al texto escrito. Aunque pueda hablarse, en un sentido metafórico,

64
de «leer las imágenes», más bien tendría que hablarse de que las imágenes se ven o
no se ven; esto es: que hay una imagen y no un borrón de claroscuros coloreados. La
metáfora debería construirse para comparar la imagen con un texto escrito en una
grafía desconocida para nosotros, por ejemplo, una frase en alfabeto jémer o, más
cercano, un sinograma. No pasamos de observar los trazos, no podemos ver más que
eso. La imagen se presenta en nosotros o no la vemos. Este carácter podríamos llamarlo
inmediatez, conscientes en todo caso de que este concepto tiene un largo recorrido en
la filosofía pos-hegeliana, empezando por Kierkegaard. Un carácter súbito que no lleva
consigo el contexto de producción, a diferencia del texto escrito. En la lectura, aún en
las novelas de suspense más radicales, se hace presente en cada frase el contexto y el
proceso de interpretación.

En el anuncio televisivo con que la empresa de grandes almacenes comerciales El


Corte Inglés anunciaba la Navidad de 2009 se presenta de forma resumida el problema
o cuestión que nos atañe. En 40 segundos, el estándar en el que debe caber toda historia
se ve a una familia de padres y niña en edad escolar que retornan a la ciudad. A medida
que se adentran en la ciudad, la niña va deletreando y construyendo las palabras que
aparecen en los rótulos vistos desde la ventanilla del coche. Sílaba a sílaba se enfrenta
hasta a cuatro mensajes, como si fueran enigmas pues su significado sólo aparecerá
después de un esfuerzo de interpretación. «Ca-ra-va-nas» o «flo-ris-te-rí-a» tienen que
leerse de izquierda a derecha y su significado necesita del final de la palabra para abrirse
plenamente. Adentrándose en la ciudad, las luces publicitarias de la navidad invaden
las calles y el siguiente cartel no necesita ningún esfuerzo de lectura: El Corte Inglés.
Pero no se da ninguna lectura, como si esa marca comercial no necesitara de deletreo
y construcción, se ve un icono complejo que la publicidad anterior ha ido cargando
de contenidos significativos, la mayoría de las veces por vía sentimental. No es que la
lectura de ese rótulo sea más rápida, sino que no se da lectura alguna, el rótulo no se lee,
se ve. No es necesaria ninguna lectura. La imagen, en este caso el icono de una marca
comercial aparece siempre envuelta en un contexto: un flujo continuo de imágenes y
sonidos que se sustentan una con otra. La inmediatez del reconocimiento, que no de la
lectura, no es tal, sino que es una supuesta inmediatez que, en realidad, es el resultado
de mediaciones sociales (aprendizajes, sean institucionalizados, como la escuela, o no
y del otro aprendizaje no institucionalizado a través de los medios de comunicación
de masas, que en la creación de estereotipos han sucedido y superado a la escuela y
ésta a la familia como referentes de socialización para las nuevas generaciones). La
influencia ejercida por la televisión se retroalimenta; con cada nueva emisión se amplía
la biblioteca de recursos audiovisuales que funcionan como estímulo al que sigue una
respuesta conocida y prefijada. Los mecanismos mediante los cuales se puede inducir y
reforzar una respuesta predeterminada ante un estímulo han sido objeto de estudio de
la psicología desde que se constituyó en ciencia, en los albores del pasado siglo xx. Los

65
procedimientos para que esta conexión entre estímulo y respuesta pueda trasladarse al
campo de la televisión o cualquier otro medio audiovisual se estudiaron y explicaron
a mitad de ese mismo siglo. Por tanto, sobre una y otra hay abundante bibliografía.
Unos y otros están determinados por el funcionamiento de la tecnología que permite la
reproducción masiva de ese torrente continuo de imágenes y sonidos. La organización
de ese sector productivo ni difiere ni podría diferir del conjunto de la economía
nacional y ésta de su inserción en el sistema capitalista global. El desarrollo que ya
Marx había previsto en 1867 se ha realizado globalmente a principios del siglo xxi.
Pero este sector productivo, el de las «industrias culturales», ha mostrado su eficiencia
en un doble plano: la consecución de beneficios en el plano económico y la sumisión
de las voluntades en el plano psicológico. Simultáneamente. Por tanto, las ventajas de
la audiovisualidad respecto a la literalidad en el sentido de obtención de beneficios en
la producción capitalista son: el público potencial se multiplica al no tener la barrera
de la lengua; puede presentar el objeto de deseo de consumo apelando directamente
(es la obscenidad del medio); está organizado para su recepción sin esfuerzo racional.
La figura del sujeto moderno, el del «yo pienso» de Descartes, se ha convertido en la
figura del consumidor o cliente.

Friedrich Schiller escribe en 1795 Über die ästhetische Erziehung des Menschen
in einer Reihe von Briegen bajo la conmoción y desconcierto por el fracaso de la
Revolución. El poeta ve a su alrededor, no el triunfo de la razón práctica de su maestro
Kant, sino el triunfo del «provecho». La desolada situación del presente se compara
con un pasado remoto e imaginado, más que conocido, que se adopta como modelo
de futuro. Así es como la Grecia clásica, la de la «serena y noble» belleza, como diría
Winckelmann, se convierte en un pasado a realizar en el futuro. La necesidad de
transformar a los hombres para ese futuro de belleza y felicidad, para dejar de lado
el «provecho» como guía de su relación con los otros y con lo otro, es el impulso
schilleriano. Pero sobre todo es una admisión de la derrota o incapacidad de la
revolución política para transformar radical o realmente la vida de los hombres. Más
bien es la constatación de que Schiller piensa separadamente la transformación social
y la individual, común a la época hasta que llegará Marx. Hay que recordar que sólo
Marx pensó ambas transformaciones como ligadas estructuralmente a partir de su
concepción del ser humano como aquel que transforma sus propias condiciones de
supervivencia y reproducción. Se abre el debate histórico sobre la prioridad en la
transformación, si de las condiciones de vida en el que se desarrolla la vida del sujeto,
o bien la transformación del sujeto en un «hombre nuevo». Herbert Marcuse sería
el exponente más notorio de la posición política que acentúa el segundo polo de la
ecuación. Sin embargo, cabe plantear dos cuestiones: una, la idea de ampliación de
la razón, más allá de su vertiente cientifista de designación se lleva al terreno de la
sensación y emoción, que aunque recortadas por la racionalidad instrumental no

66
suponen una ampliación de la razón en el sentido de más potencia cognoscitiva,
crítica o de recepción estética, sino una recaída en la intuición intelectual prohibida
por Kant; dos, la atención que se presta al goce estético está desligada de cualquier
determinación de dicho goce, de una concepción del cuerpo más allá de la abstracción
que supone el concepto de Humanidad. No deja de ser, pues, una apelación abstracta
a un goce sin cuerpo. Necesariamente no estaba aún al alcance de la época de Schiller
adentrarse en los sótanos somáticos de esa Humanidad que solo Freud iluminó. Lo
que descubrió, aparte del carácter ilusorio del «yo pienso» tal como lo ha concebido la
historia de la filosofía al uso, fue que la palabra pronunciada es la vía, quizás la única,
por la que puede accederse a la vida anímica del sujeto y que la construcción de un
discurso con sentido compartible es el objetivo terapéutico. «Un discurso» es, en su
definición, compartible con una comunidad más o menos amplia, pues implica reglas
de acción que se coordinan necesariamente con los otros, por ejemplo, aprendiendo el
lenguaje. De otra manera sería un lenguaje privado. Desde esta perspectiva el antiguo
sujeto trascendental se abriría como un lenguaje y la generación de discurso en un
determinado lenguaje (incluyendo las dificultades, errores y pedazos de inconsciente
insertos) como la actividad que revela lo esencial de cada sujeto. Sin duda se trata
de lenguajes especializados, transmitidos en ocasiones en la forma de síntomas que
necesitan interpretarse o sonsacarse, pero un lenguaje, al fin y al cabo. Esto es: una
estructura de lenguaje, que funciona procesualmente con reglas y bibliotecas, y no
como una sucesión de fogonazos ópticos o un carrusel de descargas emocionales.
Precisamente, en convertir la vida en una sucesión de (supuestas) «experiencias
espectaculares» parece ser el objetivo o el deseo de la parte de población mundial no
acosada por necesidades más básicas. Es la llamada «estetización de la vida cotidiana»;
por una parte, cumplimentación distópica de la educación estética de la humanidad que
propugnaba Schiller, por otra última piel del capitalismo desarrollado, aquella en que
se cumple el dicho de Walter Benjamin de que el objetivo del capitalismo es hacernos
creer que pone la totalidad al alcance de nuestra mano, a punto para ser consumido.

«No es poesía, idiota, es publicidad». La educación estética no ha sido como


Schiller la soñó como única culminación posible de la racionalidad que se escapaba,
pues contradecía lo existente. En manos del sistema económico irracional, como
lo única calificación que le dio Marx, la belleza se presenta como reproducción del
canon de belleza que surge de las necesidades de producción y beneficio, y la verdad
en coherencia con un todo que hace mucho tiempo, si no desde siempre, que es lo no
verdadero. La sociedad del espectáculo que previera Guy Debord hace medio siglo,
«la vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción
modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos», es hoy la
realidad imperante. Aunque podría decirse que un diagnóstico más certero sería no
que la sociedad es un espectáculo, sino que a todos se nos convierte en espectadores,

67
sabiendo como nos debe tratar la industria cultural: como niños con poco raciocinio.
Lo urgente del «todo lo directamente experimentado se ha convertido en una
representación» se encuentra en el «se ha»: La llamada «industria del entretenimiento»
es la que se encarga de producir en masa y, por tanto, estandarizados, las mercancías
que satisfacen los deseos previamente inducidos por la propia industria. El impersonal
«se» se refiere, por tanto, al ciego mecanismo del beneficio en la industria, en ningún
caso a la «libre voluntad» del sujeto racionante.
Sin embargo, la supuesta cerrazón del mundo en, primero, un circuito acelerado
de producción y consumo de mercancías y, segundo, una creciente red de control y
domesticación de ideas y deseos choca con algunos límites objetivos. El primero es la
propia dimensión del «pequeño e indefenso cuerpo humano». Este cuerpo tiene límites.
Una cosa es escribir el signo de infinito, otra poder concebir el concepto de infinito,
en el caso de que sea posible. Freud señaló las heridas infringidas al orgullo humano:
verdades que se creían eternas se muestran como ilusiones interesadas o proyección de
las debilidades propias. Así, la tecnología actual se ha asentado en la dimensión de lo
mega, giga o tera unidades, cuando la constitución somática del individuo tiene como
límite las seis, siete u ocho unidades a lo sumo. Nuestra capacidad de producción y
recepción de frases (pensamientos) con sentido compartible tiene límites. El discurso
de la superación también. El segundo es la dimensión del planeta convertido en el
escenario del continuo espectacular. La simple constatación de la finitud de recursos
cortocircuita el mecanismo automático de producción de valor. Los signos palpables
de una alteración (¿irreversible?) del clima del planeta desmiente cualquier análisis
político o económico sobre el modelo capitalista global sustentado en la explotación de
los recursos naturales finitos. Esa visión de infinito poder ha alimentado desde su inicio
la idea de progreso; la terca objetividad de las cosas la ha desmentido. El espectáculo
audiovisual se ha mostrado como el principal sostén de la megalomanía humana.

68
Pensar griegamente
Cristina Calero
Universidad Nacional de Educación a Distancia - Illes Balears

Ser – ¿Un producto del pensar?


Pensar es siempre apropiación acaeciente del Ser
Aprended primero a agradecer –
Y podréis pensar
Nada es en vano
Todo es único
(Heidegger 2014, p. 37)

A Juan Vermal, agradecida por su luz.

Cuando sentimos algo como separado, el adjetivo implica siempre una intimidad
que involucra su opuesto, aunque tal conveniencia aparezca como algo apenas
consciente. En nuestra cotidianeidad ser y pensar andan descabezados, sin apenas
referencia el uno al otro, y de ahí la inautenticidad que provoca la actividad convulsa. Si
nos dispusiéramos ínsitos en la pertenencia de ser y pensar –y su diferencia–, entonces
sabríamos del dejar ser más que del intervenir a toda costa, por lo que probablemente
la actividad cesaría en gran medida y la contemplación volvería a nuestro ser-en-el-
mundo. Y digo «volver», no porque apunte a pasados nostálgicos o a épocas doradas
en las que el hombre, cuentan, fue otro hombre; sino porque esa contemplación
corresponde de alguna manera al espacio prenato de todo ser vivo, asimismo como al
del deceso.
Sin embargo, ya dijo Heráclito, los que no entienden se rigen por los opuestos y
confrontan la vida a la muerte –y el pensar al ser– cuando en realidad la contraposición
es derivación desligada, «desajuste de la obstinación por la permanencia», en la que
se «esconde el intrínseco miedo a la muerte que no pensamos». La contemplación es
el camino como aquello que cuida, cuando cuidar sólo puede ser consecuente de una
profunda consciencia, de una profunda atención (Heidegger 1995 p. 325)1.
Virar con Heidegger hacia la diferencia de ser y pensar, implica aceptar que, si esta
desligazón «es íntima y necesaria, tiene que fundarse en una originaria correspondencia
de lo separado» (Heidegger 2003 p. 118). No obstante, la luz de esa correspondencia
originaria devino invalidada por la lógica, que cegó la mirada al pensar determinado
desde la alétheia y la φύσις. Aconteció entonces el final de la filosofía –apenas en sus
1
El año de publicación se refiere a la edición en castellano que aparece en el listado bibliográfico a
final del texto.

69
prolegómenos–, estableciéndose el comienzo lógico que veló el verdadero inicio. Es ya
vox populi que ese principio fue protagonizado por Platón y Aristóteles, o mejor, por
la escolástica postclásica que interpretó unilateralmente, sustituyendo φύσις por idea,
deviniendo esencia lo que está despejado, por lo que un aspecto presente se erigió a
modo de ser.
Cada una de las miradas filosóficas hacia el pensar griego temprano «está
dominada por los cuestionamientos propios de la metafísica que vendrá después»,
arrebatándole así «la libertad de su decir propio» (Heidegger 1994 p. 176). La esencia
aislada fue establecida como modelo a imitar desde la corrección, y el λογος «al
servicio del desocultamiento», pasó a convertirse en enunciación y verdad como
adecuación. Únicamente quedó una posibilidad: La relación sujeto-objeto, el pensar
como manipulable, la extracción de la verdad como utensilio, enseñable a través
de la formulación que fundamenta la lógica, a la que siquiera arriba el olor de la
correspondencia.
Las transiciones que revela la mitología griega muestran el acontecer de la
fragmentación que olvida la procedencia. Quizá Eros es el que más habla de ello a través
de su profunda metamorfosis. Del arcaísmo griego a la época postclásica, pierde Eros
su esencia de principio originario, como aquello que brota del encubrimiento del Caos;
Cháos es «divinidad» imposibilitada de culto o personalidad, de la que nada puede ser
dicho, etimológicamente abismo, asociado a la raíz indoeuropea que indica «un estar
abierto», como origen y movimiento desde sí, que despliega. De lo encubierto emana
–sin ser creado– Eros –protógono adorado en los misterios de Eleusis–, como impulso
creativo fuertemente asociado a φύσις. Hermanado en la cosmogonía hesiódica con Gea
–madre de toda detención presente–, que no puede engendrar el cosmos manifiesto
sin la potencia generadora del dios. Eros también está ligado a Afrodita Filomedea,
heredera del semen uraniano, lluvia fértil y simiente de los titanes.
Sin embargo, aquel «que en los pechos de todos los dioses y todos los hombres su
mente y prudente decisión somete» (Hesíodo 1986 p. 35), deviene mercadería útil a
modo de instrumento que promueve la consecución del deseo fácil y el querer narciso.
Ya en el Helenismo es habitual el Amor enjaulado que, como canta Teócrito, es vendido
al comprador que exige inflame su virilidad, puesto que, si así no hace, no tendrá reparo
en lanzarlo al fuego del hogar. La utilidad del divino, que una vez fue garante de la
generación de ser, es representada en los frescos de las domus romanas: Las pinturas
brindan, como temática principal, una mujer que expende un Eros tomado por las alas
a modo de mercancía avícola, ofreciéndoselo a una joven sufriente de mal de amores.
El dios suspendido apenas se rebela, mientras otro cupido apesadumbrado observa la
escena desde la jaula que porta la mercader.
Siglos más tarde –prosiguiendo en el mismo fondo–, la imprenta de Nápoles
facilitó el estudio de las temáticas romanas a los artistas neoclásicos, publicando ocho
volúmenes que representaban los hallazgos arqueológicos que habían producido
Herculano, Pompeya y Estabia, a lo largo de la segunda mitad del siglo xviii. Los frescos
se divulgaron a modo de grabados en La Antichità di Ercolano Esposte, publicada entre

70
1757 y 1792, donde –concretamente en el volumen número tres– Carlo Nolli reproduce
la obra de la vendedora del dios. En 1763 Joseph-Marie Vien elabora su óleo La
Marchande d’Amours según el grabado de Nolli –y por tanto de la pintura romana–, no
obstante, transformando un elemento en la iconografía que nos muestra la desmemoria
del olvido: La jaula de los cupidos ha sido transformada en cesto abierto que ofrece lo
presente a disposición. El sometimiento del adormecido Eros es abrumador.
Afirma Heidegger que la lógica –como extracción de lo presente dispuesto–
únicamente pudo surgir «cuando ya se había producido la separación entre ser y pensar
y, concretamente, de una manera muy determinada y según un interés muy preciso»
(Heidegger 2003, p. 114). Habida cuenta de la fragmentación anterior a la irrupción
de la lógica como tal, el filósofo advierte de la imposibilidad de elucidar el origen de
la ruptura desde la lógica surgida a posteriori, incluso desde la historia, selección
acomodada desde esa misma lógica; «la equivocada interpretación del pensar y el
abuso del pensamiento malentendido sólo se pueden superar por medio de un pensar
auténtico y originario, y por nada más» (Heidegger 2003, p. 115). De ahí su regreso
al arcaísmo filosófico heredero de los cantores Hesíodo y Homero, como el frenético
Calcante de la Ilíada, aquel que «se va fuera de la mera afluencia de lo que yace ante los
ojos, de lo que sólo está presente actualmente» (Heidegger 1995 p. 313).
Heidegger quiere desquiciar la lógica en el ejercicio que salta hacia la comprensión
preconceptual, hacia el decir poético y el pensar como dictare originario. Hallarse
con los primeros pensadores en el terreno de lo mismo –la correspondencia de ser y
pensar y su diferencia–, y pensar griegamente, que no es clarificar aquello que el pueblo
heleno discurrió, ni acometer estudios de su cultura o conformación, tampoco renovar
la filosofía griega, lo cual sería imposible e inservible, sino disponerse en el «destino
bajo cuya forma el propio ser se aclara en lo ente y reclama su esencia en el hombre»
(Heidegger 1995 p. 303). En el conjunto de la lengua griega nos habla la Alétheia,
siempre y cuando «dejemos de lado los modos de representación romanos, medievales
y modernos, y no busquemos en el mundo griego ni personalidad ni conciencia»
(Heidegger 2000 p. 357).
El inicio de Occidente –y por tanto «la fuente oculta de su sino» (Heidegger 1994 p.
168) muestra su originariedad en el comienzo arcaico heleno, en el que el ser del ente
se convirtió en lo digno de ser pensado. En el pensar presocrático pervive un destello
de la presencia y la esencia del lenguaje a la luz del ser.
Las palabras de Anaximandro muestran un atisbo de esta videncia, apareciendo
ese lenguaje inicial en el que el ser se hace presente, a través de la huella de la presencia
que se alberga en la palabra que llega a ser. La manifestación de lo presente en lo ente
«muestra una cara y un aspecto pensado en relación con su presencia» (Heidegger
1995 p. 334), por lo que en el lenguaje del filósofo se escucha la diferencia a partir de
la correspondencia de ser y pensar.
Sin embargo, «el rayo se apagó repentinamente. Nadie cogió la luz que él lanzó ni la
cercanía de aquello que él iluminó» (Heidegger 1994 p. 169); y ahora, sabiendo que lo
mismo atañe a los griegos que a los hombres actuales, destinalmente de distinta forma,

71
parece que se trata de pensar aquel destello, aquel habitar griego que no fue pensado. Y
así, «con la mirada puesta en la Alétheia», experimentar que con ella «nuestro pensar
se ve interpretado por algo que ya lo ha asumido a él en su interior antes del inicio de
la filosofía y a través de toda su historia».
El claro del ser vino antes que la historia de la filosofía, «pero de tal manera que
se sustrajo a la determinabilidad filosófica» (Heidegger 2000 p. 358-359). El mirar y el
escuchar relacionados con el destello, no pueden definirlos nuestros ojos y nuestros
oídos –de esa forma permaneceríamos en el empobrecimiento de la lógica–. Ese ver y
oír están determinados a partir del claro del ser, puesto que «estar dentro de él, articula
todos los sentidos humanos» (Heidegger 1995 p. 315).

II

En las últimas décadas se han levantado voces en contra de los comienzos absolutos
helenos, regresando a ámbitos de pensamiento y devenir humano más alejados, con la
finalidad de clarificar correlaciones, diferencias y nacimientos.
Sloterdijk –él mismo lo advierte– deambula con y contra Heidegger. En el
entretiempo que vivimos, acunados por la impaciencia del no alcanzar y la escucha que
no sabe desistir, busca siguiendo huellas heideggerianas, no obstante, decantándose
por abrir otras posibilidades, y afirma que «la historia comienza mucho antes de lo que
hasta ahora han creído sus narradores» (Sloterdijk 2011, p.126).
Queriendo otear algún destello, y a falta de ese rayo que no acaba de iluminarnos,
pretende una clarificación del claro. En el pensar del filósofo el salir fuera, al claro del
ser, converge con la historia de la hominización como la narración que exilió al ser
humano de la naturaleza, y que hizo llegar al hombre a la posibilidad del claro.
Si los procesos que se desarrollan en los prolegómenos de la hominización se
registran en el claro mismo, entonces –corrobora Sloterdijk– se niega la afirmación
heideggeriana que dará a los griegos el originario sentir y expresar el claro con la palabra
Alétheia, estado de desocultamiento. El encuentro hombre-claro tuvo que nacer de una
mutualidad, y por tanto el ser vivo extático debía estar preparado para ese acontecer,
«vibrar a una frecuencia tan alta que “el mundo” puede representársele como mundo»
(Sloterdijk 2011, p. 102), afirmando entonces la conjunción del «fenómeno humano» y
el «penetrar en el claro del Ser»; o lo que es lo mismo, hermanar hominización y claro
con la intencionalidad de vislumbrar una historia del claro «desde abajo».
Sin embargo, para esta historia –descolocada de antemano del viraje heideggeriano–
Sloterdijk necesita de la fantasía filosófica, abriendo un camino resbaladizo que puede
imaginar destellos, habida cuenta –a modo de traspunte– que la imaginación es una
capacidad de nuestra conciencia que implica intencionalidad, y por tanto alejamiento
del «dejar ser».
Este imaginario filosófico se mueve en base a una serie de datos hipotéticos –que
Calasso (2020) conduce a la radicalidad casi desmesurada en su visión de la prehistoria
y la separación hombre-animal en El cazador celeste– y «ensaya la reconstrucción de

72
un producto de la evolución del tipo hombre-en-la-historia» (Sloterdijk 2011, p. 101),
queriendo poner de manifiesto que tuvo que producirse un desarrollo desde la «pobreza
de mundo» del animal, hacia una premundanidad intermedia que ya dispusiera el
hombre al claro.
El salir a lo abierto necesitó de una serie de intermundos engranados: el efecto
invernadero, el consecuente favorecimiento de la seguridad y la dilatación del periodo
infanto-formativo, el pre-lenguaje y la lito-instrumentalización. Para Sloterdijk la
«escena original del claro» sólo puede estar relacionada con el trozo lítico y su finalidad
para arrojar, golpear o cortar. Así «comienza la historia del homo technologicus como
la de un animal que toma las cosas con la mano» (Sloterdijk 2011, p. 116).
La piedra le da al hombre «una oportunidad de salir al claro»; «el homínido como
lanzador, operador y cortador es así, si no el único productor del claro, sí un cooperador
del mismo» (Sloterdijk 2011, 117). El éxito de golpes, lanzamientos y cortes inició el
comienzo de la recreación de la verdad y su adecuación a la conformidad, así como el
establecimiento de modelos que implicaron una mirada correcta para alcanzar desde lo
aparente y defectuoso; una mirada, por tanto, ya en ajuste desde el sujeto y su necesidad
instrumental. Toda la historia se balancea desde este anclaje, y puede atisbarse ahí la
fragmentación de ser y pensar, ya desvinculada de la correspondencia, que «prefigurará
el juicio analítico» unilateral.
Dejando la prehistoria como terreno en demasía inclarificado y que por tanto
exige una cierta fantasía para alcanzar conclusiones, Bottéro documenta arduamente
el asombro de una cultura olvidada, con la finalidad de desencajar el inicio heleno. La
compleja civilización desarrollada en la tierra de Summer y Acad, Babilonia y Nínive,
cayó en la desmemoria profunda a consecuencia de la ininteligibilidad de su palabra
hasta hace apenas unas décadas.
Dominico seducido por el conocimiento filosófico e histórico –obligado a pedir la
reducción al estado laico en 1950–, Bottéro se zambulle en la asiriología –conocimiento
«inútil» del que hace apología–, puesto que si hubo algo que le retuvo «junto a los
canales de Babilonia» fue «reconocer allí la patria de los primeros padres discernibles
del Occidente» (Bottéro 2004, p. 18), que abrían espacio para profundizar en los
interrogantes que nos acosan de forma continuada.
Su investigación reivindica un cuestionamiento de «las certezas –imaginadas– de
inicios absolutos que señalan a los griegos, y que, en realidad, no son más que partes
de una totalidad evolutiva» (Bottéro 2004, p. 46).
La sociedad mesopotámica, nacida de la inclarificación prehistórica, atraía lo ente
con la palabra, creyendo que la cosa misma se acercaba en el lenguaje. Ligados a una
inconmensurable curiosidad, que los lanzó hacia la sistematización y posibilidad de
comprensión de todo entorno, su perspectiva influenciará sobremanera en el primer
pensamiento de la Hélade, trasladado desde Babilonia a los hititas y desde éstos al Egeo
y la Costa Jónica, donde Éfeso y Mileto florecieron.
Millares de tablillas de escritura cuneiforme, que pudieron ser ordenadas,
relacionadas y comprendidas asociativamente en el último cuarto del siglo xx,

73
atisban un inicio en la búsqueda de la materia primera, además de una observación
del devenir y lo impermanente, que nutrieron el desarrollo de los helenos en diversos
ámbitos disciplinarios. El acontecer científico y el filosófico –reitera Bottéro– debe ser
comprendido como culminación de una evolución compartida y una historia común.
Los pueblos mesopotámicos ensayaron una «extraordinaria obstinación en
penetrar las cosas más allá de sus apariencias» (Bottéro 2004, p. 50). La palabra dicha
que determinó lo ente, apareciendo en origen como intimidad entre el hombre y
lo presente, devino escritura –que los sumerios despertaron hace cinco milenios–
inmovilizando lo despejado en el signo. Esta retención cristalizada, asentó conceptos e
ideas que se mantuvieron en el tiempo, y que, por tanto, establecieron la permanencia
y el convencimiento de un conocer, aumentando la convicción del «mayor acierto»
en las conclusiones. El surgimiento del lenguaje escrito impacta sobre «la óptica, la
mentalidad y lo que podríamos llamar la “lógica” o la “dialéctica” y las reglas que
ordenan el progreso del saber» (Bottéro 2004, p. 113).
El primer movimiento de la escritura fue dejar constancia de lo conocido, bajo una
insistencia desmesurada que produce innumerables calificaciones de todo lo presente
y posibilitado de «cognoscibilidad». La primera mitad del segundo milenio nos ha
legado una enciclopedia que, con afán inexorable de sistematización, agrupa en bloques
diversos el «mundo» material, el mundo no humano y el modificado por el hombre, a
través de seriaciones interminables y conjuntivas de animales, árboles, utensilios, partes
del cuerpo, vegetales, gramíneas, ciudades, profesiones, montañas, ríos, etc.
Tras las seriaciones fijadas que posibilitaron una observación de lo singular,
el segundo movimiento fue la elaboración de asociaciones y, como culminación,
la creación de los denominados «tratados» dedicados a diferentes disciplinas:
Matemáticas, jurisprudencia, medicina de diagnóstico o adivinación fueron las
más habituales. Escritos a modo de manuales de carácter escolástico, ejercieron «el
razonamiento y la facultad de concluir sobre multitud de casos, cuya esencia y orden
mismo eran, a su vez, instructivos» (Bottéro 2004, p. 60).
Del primer al segundo movimiento de la escritura en Mesopotamia, se produce un
tránsito desde los listados y seriaciones de grupos de entes conjuntados –agrupaciones
de lo particular sin conclusión asociativa–, hacia la visión de objetos o aconteceres
concomitantes, relacionados entre sí. Pudo provocarse entonces el encuentro –según
percepción epocal– con el análisis, la deducción y la «génesis de la abstracción», siendo
ejemplares las seis mil líneas cuneiformes del tratado de medicina de diagnóstico,
que establece –como estructura frecuente de tales manuales– razonamientos lógicos
conformados por hipótesis –prótasis– y consecuencias –apódosis–, suprimiendo
particularidades y estableciendo datos derivados de la observación empírica, que
deducen sistemáticamente, y disponen el juicio validado con la finalidad de predecir
de manera rigurosa.
Los pueblos entre ríos realizaron «una larga ruta hacia la adquisición de la
ciencia, en el sentido definitorio de esa palabra»; reconocieron «la importancia de
la observación», la necesidad de la sistematización con el fin de la comprensibilidad

74
objetiva; «habían discernido la causalidad» y la analogía, «hacia lo universal científico
que desborda lo real constatado y se extiende hasta la precisión y la deducción de lo
posible» (Bottéro 2004, p. 123).
La escritura cuneiforme nos habla con claridad de la inconmensurable necesidad
de aferrar el asombro, aun todavía quizá no conminado, puesto que la visión
particular y fragmentaria impedía todo intento de constricción. Mesopotamia se
nos aparece agraciada con una voluntad desorbitada para examinar «las cosas del
universo buscando en ellas con obstinación, más allá de su materialidad casual y
fugaz, lo que ocultan de permanente, de necesario y de universal; y, a fin de cuentas,
las primeras líneas si no de una teoría, sí al menos de una conciencia y una aplicación
de la causalidad y de la prueba –en otros términos, el primer bosquejo serio de lo que
retomado, engrandecido, profundizado y organizado más tarde por pensadores griegos,
se convertirá en el “espíritu científico”» (Bottéro 2004 , p. 11). No hay inicios absolutos,
reivindica Bottéro, y Sloterdijk asiente. No fueron los griegos.

III

Heidegger tilda de decisivo, y por tanto definitivo y crucial, el hecho de que


salgamos de la seguridad que nos permite tratar sobre filosofía, para comenzar con
el actuar en la metafísica. Pensar griegamente está hermanado con este proceder
ínsito, en el que el lenguaje habla desde la metafísica y en ella: «Todo sigue siendo
un malentendido si no estamos arrebatados por el preguntar» (Heidegger 2007, p.
85). Frenéticos, como Calcante, cuando aquí el adjetivo atiende a delirio –phrenesis–,
profunda crisis de las entrañas, el alma, la mente.
La metafísica es un pensamiento abarcador que «pregunta en cuanto al conjunto»
y que comprende también al inquiriente. El pensar metafísico «busca el conjunto y
abarca la existencia» (Heidegger 2007, p. 32). Y es el claro, como lugar abierto en medio
de lo ente en su totalidad, «el único que proporciona y asegura al hombre una vía de
acceso tanto al ente que no somos nosotros mismos, como al ente que somos nosotros
mismos» (Heidegger 1995 p. 44-45).
Regresar a ámbitos prehomínidos con la esperanza de clarificar el claro, de recrear la
convergencia hombre-claro desde abajo, o construir una «paleo-ontología» como teoría
misma de la estancia más originaria, puede aparecer entonces como reiteración de aquello
que Heidegger critica a la filosofía postclásica. El claro frente al sujeto deviene un ente
entre otros, situando la metafísica «en el mismo nivel que otros entes en las ciencias o en
conocimientos práctico-teóricos». ¿Cómo sería posible si el claro nos contiene, nos da qué
pensar? Es el desocultamiento el que nos expone ya en el claro, por lo que pensarlo como
algo presente, de un modo homogéneo, hace en todo caso que el conocimiento muera
«en la misma actitud cotidiana del conocer y demostrar las cosas» (Heidegger 2007, p.
71), persistiendo entonces «la enajenación y la exterioridad del concepto de metafísica».
A todo esto, conviene añadir, un olvido que continuamente nos acompaña: el
de la negación encubridora que forma parte del desocultamiento como claro. Si «la

75
abstención encubridora es la que atribuye a todo claro su origen permanente», con una
historización del claro volvemos a confundir el inicio.
Indagar espacios prehistóricos que perforen el origen del hombre y querer historizar
el claro, o bien elucidar la inconmensurable curiosidad de los pueblos sumerio-acadios
desde la documentación más pertinaz y laboriosa, nos habla de pasos inevitables en
nuestro recorrido. Indudablemente todo inquirir sobre el devenir humano amplía el
territorio hermenéutico –que todavía no salta– y la posibilidad de «cognoscibilidad»
y comprensibilidad.
Sin embargo, las prospecciones desde el sujeto, oscurecidas por toda la tierra de
los diferentes estratos dispuestos, se realiza siempre lejos de la palabra, como aquella
que nos aborda trayendo el olor de la correspondencia de ser y pensar. «En el sentido
particular u obstinación, que no tiene acceso al λόγος, sólo se atiende a uno u otro
aspecto en cada caso y cree encontrar en él lo verdadero» (Heidegger 2003, p. 123); por
lo que, además de necesarios sondeos y perforaciones en los pasados más recónditos,
siempre subordinados a la finalidad humana de saber y conocer, se trata de recibir la
sabiduría histórica «más radical», que «nos preserve de una nueva irrupción de la mera
restauración de las estériles imitaciones» (Heidegger 2003, p. 118).
Ni en las seriaciones, ni en los tratados mesopotámicos se halla un principio de
generalidad o enunciación que abstraiga la integración universal. El mismo Bottéro
lo afirma (2004, pp. 71-72, 211). Siempre y en todo caso son listados reiterativos,
condicionales y conclusiones innumerables, necesarias para ordenar y conocer el
mundo que nos entorna; no obstante, sin conducir hacia un destello abarcador. Se
busca conocer lo concreto, la singularidad que el hombre observa, determina y escribe,
siendo entonces proceso desligado del viraje que permitió la luminosidad metafísica
abarcadora, que trasciende los casos concretos y las particularidades acotadas, para
confluir en la apertura sobreabundante y preguntar desde ella.
Pensar griegamente no es pensar o cuestionar qué es, o cómo se asocia, o qué
parte de un subconjunto conforma. Se debe producir el giro hacia lo que hace que
sea, estando nosotros inmersos en ese viraje. Una vez dada la sobreabundancia,
la percepción nos toma y enfoca nuestra mirada de lo particular a lo abarcador y
universal, y puede entonces aparecer el destello en el lenguaje, donde la perspectiva
abierta ya no es de algo concreto, ni de algo empíricamente afirmado, sea lo que sea ese
algo; ya no aquello en lo que sucede la posibilidad de ser, tampoco la totalidad de lo
que es; sino el acontecer mismo, el continuo emerger que acoge y «dura desde siempre»
(Heidegger 1994 p. 200).
Es entonces el relumbre de la plenitud no dicha, aquel que únicamente podemos
decir «en el camino de las perspectivas que nos sean otorgadas», o lo que es lo mismo,
el asombro metafísico que mueve a Anaximandro, Heráclito o Parménides; un asombro
profundo que más allá del estar vuelto a lo presente, «piensa preguntando en dirección
al despejamiento» (Heidegger 1994 p. 208). En Heráclito la vibración de la «coherencia
subyacente a las cosas» (Kirk, Raven, Schofield 194, p. 273) que considera expresada en
el λόγος, es sonora, aunque no evidente. Heráclito escucha, pudiendo entonces pensar

76
en una detención presente, que «todas las cosas son una» (196, p. 273). El hombre
pertenece –así como su pensamiento– a la unidad coherente. Así, en esa pertenencia,
puede entonces ser el pensamiento abarcador: «φύσις Κρύπτεσθαι ϕιλεῖ» (208, p. 272).
Un pensamiento acogedor en el que resuena lo oculto.
Si queremos hablar desde la metafísica, el salto necesita del pensamiento
destellante que pueden señalarnos los presocráticos –aunque la intuición proviniera
de más lejos2–, aquello que reflexionaron «sobre el imperar de lo ente, sobre la φύσις,
para pronunciarla en el λόγος» (Heidegger 2007, p. 54), como asunto de la σοφία y
por tanto de los φυσιολόγοι, que preguntan por lo ente en su conjunto, trayendo al
desencubrimiento.
El pensar de la Grecia arcaica aun todavía ofrece una significación no obtenida
desde el sujeto, algo imposibilitado desde nuestra elucubración ahogada en la tradición.
Pesar griegamente es «dejar que algo se acerque a nosotros, pero no sólo pasivamente
sino adoptando una posición activa de espera receptiva frente a lo que se nos muestra»
(Heidegger 2003, p. 129).
Esa espera receptiva está a la escucha, correspondiendo a lo que se recibe al
«detenerse lo que se manifiesta». La percepción –el pensar– es otorgamiento de la
detención de lo que se despliega, por lo que «el pensar está presente por causa del
pliegue que permanece no dicho» (Heidegger 1994 p. 179). Pensar no es algo expresado,
no es designación de nombres y palabras que fragmentan, no es perceptible por los
sentidos, de la misma manera que «nunca es un acto de la conciencia». El pliegue es lo
que da que pensar, de ahí la imposibilidad de pensar –aunque creamos que hacemos–
hasta que no se dé el viraje a «una localidad completamente distinta» (Heidegger 1994
p. 98).
En la copertenencia de ser y pensar (de encubrimiento y desocultamiento, de φύσις
y λόγος, de tierra y mundo) que a su vez tiende a oponerse, se abre entonces el claro.
Ahí, en la detención que brota de lo oculto –o se despliega del pliegue–, en el pensar del
ser, es donde el ser humano al recibir es determinado. En la apertura del claro es en la
que el hombre llega a ser histórico –en el sentido radical–, habitando la percepción –el
pensar– abierto que lo esencia.
Pensar griegamente no atiende sólo a lo presente, sino que dispone a la pregunta
por la relación de correspondencia originaria de ser y pensar. Esta pregunta es desde
donde «empieza el asombro», y por tanto la posibilidad de abandonarnos a él.
Pensar griegamente implica una torna –Kehre–, un viraje. Es más bien una
experiencia desvinculada de la tematización sola y sobre sí misma; una experiencia
–un «actuar en la metafísica»– en la que nuestro pensar habitualmente centralizado,
deviene otro al salirse del marco, al desquiciarse, en el vuelco de la correspondencia
de ser y pensar y su diferencia.

2
«…sabemos que la α-λήϑεια que se oculta en la luz griega y concede la luz por vez primera es más
antigua e inicial y, por ende, más permanente que toda la obra y configuración ideada por el hombre y
obtenida por la mano del hombre» (Heidegger 2014, p. 168).

77
Referencias bibliográficas
Bottéro, Jean. Mesopotamie. L’écriture, la raison et les dieux. Editions Gallimard, 1987.
Traducción al castellano: Mesopotamia. La escritura, la razón y los dioses. Ediciones
Cátedra. Madrid 2004.
Calasso, Roberto. Il Cacciatore Celeste. Adelphi Edizioni. Milán 2016. Traducción al
castellano: El cazador celeste. Anagrama ediciones. Barcelona 2020.
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presocráticos. Historia crítica con selección de textos. Editorial Gredos. Madrid 1987.
Sloterdijk, Peter. Nicht Gerettet. Versuche nach Heidegger. Suhrkamp Verlag Frankfurt
am Main, 2001. Traducción al castellano: Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger.
Editorial Akal. Madrid 2011.

78
Entre Nietzsche y Heidegger: crítica nihilista de la
racionalidad instrumental
Jesús Conill
Universidad de Valencia1

Introducción

Me sumo con gusto al homenaje a nuestro colega y amigo Juan Luis Vermal,
impulsado y organizado por Cristina Calero, un proyecto que surge del respeto
y agradecimiento a un profesional dedicado a la filosofía y a su divulgación en la
sociedad en que vivimos. Como es bien sabido, Juan Luis Vermal ha llevado a cabo
una polifacética actividad como profesor de Filosofía en la Universidad de las Islas
Baleares. Ha sabido crear un ámbito de reflexión filosófica a partir del estudio de los
textos clásicos y dirigiendo tesis doctorales. Destaca su especial labor como traductor
en prestigiosas editoriales de importantes obras de historia (Las revoluciones burguesas,
Feudalismo tardío y capital mercantil) y de muy relevantes pensadores como los
Principios de Filosofía del Derecho de Hegel, artículos del joven Marx en la Gaceta
Renana (En defensa de la libertad), libros de Karl Korsch (Lucha de clases y derecho del
trabajo, La concepción materialista de la historia y otros ensayos), La gaya ciencia de
Nietzsche, participando en la traducción en la editorial Trotta de la Correspondencia de
Nietzsche (edición dirigida por Luis Enrique de Santiago), en la editorial Tecnos de los
Fragmentos póstumos de Nietzsche (un proyecto dirigido por Diego Sánchez-Meca), y
asimismo la traducción de la gran obra de Heidegger sobre Nietzsche. A lo que hay que
añadir su libro La crítica de la metafísica en Nietzsche (en la editorial Anthropos, 1987),
con prólogo de Eugenio Trías (director de la tesis doctoral de Juan Luis), y significativos
artículos sobre Nietzsche y Heidegger, especialmente en la revista Estudios Nietzsche
(dirigida por Luis Enrique de Santiago) (Vermal, 2001 y 2010).
Dentro del ámbito de estudio de Juan Luis Vermal destacan su preocupación por la
libertad, como puso de manifiesto en su «Comentario introductorio» a la traducción

1
Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico PID219-
109078RB-C22, financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, y en las actividades
del Grupo de Investigación de Excelencia PROMETEO/2018/121 de la Generalidad Valenciana.

79
de los Principios de la Filosofía del Derecho de Hegel (Vermal, 1988; Amengual, 2001)
y la crítica a la metafísica en Nietzsche y Heidegger (Vermal, 1987). Juan Luis estudia
algunos puntos que considera centrales pero divergentes entre ambos pensadores,
para intentar lograr «una alternativa fundamental» (Vermal, 1987: 216), tras haber
puesto de relieve su contundente crítica tanto a la entificación tradicional del ser
como a la subjetivización moderna del pensamiento (Vermal, 2006), lo cual conduce
al magno acontecimiento que supone la experiencia del nihilismo (Vermal, 2014: 712).
Aunque sea por caminos distintos y con diferente significación, tanto Nietzsche como
Heidegger ponen de relieve el «agotamiento de la tradición metafísica» (Vermal, 1987:
224) y el horizonte nihilista del pensamiento contemporáneo.
En mi modesta contribución quisiera mostrar que ambos autores constituyen una
base fecunda para llevar a cabo una crítica de carácter nihilista de la deriva moderna
y contemporánea propulsada por una racionalidad instrumental, que en su desarrollo
reduce o perturba la experiencia radical de la vida.

Crítica de la racionalidad instrumental

La genealogía constituye una nueva forma –más radical– de «crítica», en la medida


en que nos ofrece la génesis de la categoría misma de la racionalidad instrumental, a
partir del subsuelo del que emerge su necesidad y potencialidad. Una categoría que
expresa mucho de lo que nos pasa en nuestra vida cotidiana y profesional. Cada día
somos más conscientes de que la racionalidad instrumental ha conformado una cultura
tecnocientífica, que se ha ido imponiendo como modelo paradigmático de la forma de
pensar y vivir en la sociedad contemporánea. Una reflexión básica sobre este proceso ha
sido la crítica de la racionalidad instrumental que aporta la Escuela de Frankfurt, desde
sus comienzos hasta los actuales desarrollos (Cortina, 2008). Por su parte, la crítica
genealógica complementa la visión anterior desde otra perspectiva (Conill, 1997),
aportando nuevas dimensiones para comprender los procesos por los que se origina y
desarrolla la racionalidad instrumental, así como algunas de las graves consecuencias
que provoca en la vida contemporánea.
Esta nueva forma de crítica genealógica no se refiere a lo que «es» la racionalidad
instrumental, como si se tratara de una objetivación, cosificación o entificación, sino
que intenta determinar lo que «significa» la racionalidad instrumental, es decir, se
trata de una peculiar interpretación y por eso la crítica genealógica puede calificarse
de «hermenéutica». No es una crítica transcendental, como la kantiana, pero tampoco
se inspira en la Economía Política, como la Escuela de Frankfurt en su primera época,
sino que abre una nueva vía de comprensión de los procesos desde los que se origina
el dinamismo de la racionalidad instrumental. Es una genealógica hermenéutica de la
experiencia vital, que acompaña a ese tipo de racionalidad en su implantación histórica
y cultural (Nietzsche, 1980).
Fue Nietzsche uno de los que promovieron esta nueva perspectiva de pensamiento
que indaga los orígenes de los fenómenos, los procesos por los que se originan, de

80
una manera tal que su origen los cualifica. De ahí el interés por la «protocultura» y la
«protohistoria», que ha llegado a caracterizarse como una «fascinación de los orígenes»
y que fue constituyendo una nueva forma de pensar, una perspectiva que se aplicó a las
emergentes ciencias de la religión, del lenguaje y de la cultura. Pero este pensamiento
crítico del origen (Ursprung) cultivaba al mismo tiempo las dos vertientes de la vida
humana, la evolutivo-biológica y la histórico-cultural. Era una forma de crítica, que
pretendía ir a la raíz de los fenómenos, aprovechando las nuevas aportaciones tanto
de las emergentes ciencias naturales como de las culturales (Nietzsche, 1980 y 1996).
Esta forma de crítica genealógica de carácter hermenéutico aspira a diagnosticar y a
curar (superar) lo que ha significado la racionalidad instrumental, que se ha convertido
en el alma de la vida moderna, al haberse producido un cambio del marco histórico
y cultural de la ciencia y la técnica, cada vez más determinado por las tecnociencias,
que imponen la «cultura de las máquinas». «La máquina, ella misma un producto de
la suprema fuerza intelectual, en las personas que la atienden pone en movimiento
casi solamente las más bajas fuerzas carentes de pensamiento. Desencadena al hacerlo
una inmensidad de fuerza […]; pero no da el impulso a la elevación, a hacerse mejor,
a convertirse en artista» (Nietzsche, 1996: II, 188). «La máquina no educa a la voluntad
en el autodominio» (Nietzsche, 2008: 453).
Ante este panorama creado por la razón instrumental, lo que Nietzsche propone
en su «Gaya ciencia» o Gay saber es una vitalización de la cultura por otras vías y con
nuevas energías, para llegar a ser «los poetas de nuestra vida» (Nietzsche, 2014: p.
839). Se abre así el horizonte de una cultura superior a través de una más profunda
sabiduría de la vida, por la que los hombres logren ser dueños de sí mismos, que sepan
«dominarse y que no se avergüencen de sus instintos» (Nietzsche, 2010: 186). De
aquí arranca la transvaloración nietzscheana de la Ilustración moderna, a partir de la
que todavía cabe la esperanza de que emerjan los «buenos europeos, los herederos de
Europa» (Nietzsche, 2014: p. 890; 1996: I, 230).
Sin embargo, en el nuevo marco configurado por la racionalidad instrumental y las
tecnociencias ha aumentado exponencialmente su poder fáctico y simbólico, en tanto
que se han convertido no sólo en potentes fuerzas de producción, sino en una nueva
ideología (conformadora de una cosmovisión e incluso del horizonte utópico para la
vida humana) y han impuesto como vigencia social una tecnorracionalización, que
goza de la presunción de eficiencia a través de la tecnocracia (el poder de los técnicos,
expertos y especialistas en todos los campos) y de la tecnoestructura (la conformación
de la sociedad a través de sus instituciones).
Estamos en una época en que la racionalidad instrumental a través de la
tecnociencia nos configura la vida (Laín, 2013). Se puede llegar fácilmente a tener
la sensación de que todo ha sido producido, ya que estamos rodeados de artefactos
y parece que la phýsis o natura se haya esfumado. Ciertamente vivimos sometidos
a una creciente artificialización y tecnificación de la vida. Y, desde luego, ahora la
técnica ya no significa una revelación del ser (Heidegger, 1994: 9-37), ni un proceso
de originación, sino que lo que importa es su fuerza de producción. Las cosas son por

81
lo que valen como factores de producción y, por tanto, la verdad aquí no consiste en
desvelación o revelación sino en factibilidad y productividad (Gracia, 2004 y 2013).
En este nuevo modo de entender las tecnociencias, en su forma de saber y de
racionalidad, opera un interés de dominio y dominación (Scheler, 1973; Apel, 1985;
Habermas, 1984; Cortina, 2008), que cabe relacionar no sólo con el «voluntarismo de
la razón» (Zubiri, 1987) desde los orígenes de la modernidad, sino de modo especial,
en la perspectiva de la crítica genealógica, con la nietzscheana «voluntad de poder»
(Nietzsche, 1978a).
Se ha instaurado el predominio de la razón técnica y de su carácter instrumental,
es decir, la tecnorracionalización, que se convierte en ideología y horizonte utópico,
porque se ha llegado a creer que en ella se expresa la libertad en el nuevo escenario
histórico, una libertad consistente en el poder querer y el poder hacer, el poder de un
ideal que sigue siendo, según Nietzsche, un «ideal ascético» (Nietzsche, 1978b: III).
La fe en la razón científica y técnica reposa sobre una «fe metafísica» y expresa una
voluntad que sigue siendo nihilista: «el hombre prefiere querer la nada a no querer…»
(Nietzsche, 1978b: 182-186).
La trágica consecuencia de este proceso de creciente hegemonía de la racionalidad
instrumental no es sólo el «politeísmo axiológico» (Max Weber, 1980; Cortina, 1986),
según el cual lo que impera es la racionalidad funcional de los medios con respecto
a fines dados, pero sin que sea posible contar con un orden compartido de fines y
valores, sino que, según el diagnóstico de Nietzsche, este vacío es más profundo, porque
conduce al «nihilismo europeo» (Nietzsche, 2006: 164).
A partir de la visión nietzscheana de los fenómenos, podemos lograr una
interpretación más profunda de los componentes de la racionalidad científico-
técnica. Pues se suele presuponer que tanto el conocimiento tecnocientífico, como la
racionalidad técnica y la tecnocracia como tales, tienen la peculiaridad de estar exentos
de valores, es decir, se presume que son axiológicamente neutrales. Y, de este modo,
se ha ido instaurando la creencia de que la ciencia y la técnica están libres de valores
(wertfrei), una falsa ilusión positivista y tecnocrática, con enorme relevancia e impacto
social en el mundo actual. Una consecuencia de este modo de entender el conocimiento
científico-técnico es creer que se trata de un conocimiento objetivo y de una acción
técnica axiológicamente neutrales. La neutralidad axiológica sería una garantía, por
una parte, para acceder mediante el conocimiento a un mundo «objetivo» y, por otra,
para lograr un creciente bienestar mediante la razón instrumental. Pero, a mi juicio y
aprovechando la aportación nietzscheana, lo que se ha producido con la hegemonía
de la razón instrumental, a través de las tecnociencias, no es una neutralización de los
valores, sino una transvaloración de los valores que predominan en la forma de vida
moderna y contemporánea (Conill, 1997).
En este punto creo que es muy fecundo el pensamiento de Nietzsche para
interpretar el dinamismo histórico-cultural de la época de la ciencia y la técnica. Si
ponemos en marcha una genealogía hermenéutica con respecto a la racionalidad
tecnológica, descubriremos las estimaciones de valor, los instintos, los intereses, las

82
creencias y los prejuicios que están posibilitando el ejercicio de tal tipo de racionalidad,
los dinamismos que hay detrás de sus interpretaciones y valoraciones, más allá de
la presunta objetividad exenta de valores. Lo que se impone a través del poder de la
racionalidad instrumental y de las tecnociencias no es la ausencia de valores, sino otros
valores, que atraen más, que tienen más vigor, más fuerza, en definitiva, que valen
más. En la racionalidad moderna lo que predomina es el valor de la eficiencia y del
bienestar, eso es lo que ahora se valora primordialmente. Porque ninguna de las formas
de la razón es neutral; antes bien, la razón tiene su arraigo en un trasfondo axiológico e
incluso es ya desde la raíz «voluntad de razón» (reconocido explícitamente en términos
apelianos) (Apel, 1985: II, 141) y, en la perspectiva nietzscheana, «voluntad de poder»
(Nietzsche, 1978a: 62 y 44-45).
No obstante, hay quienes han alertado sobre los peligros a los que nos conduce
el «destino» del poder de la técnica. Por ejemplo, para Heidegger, la tecnificación
del mundo y de la vida amenaza con la asfixia de lo que otorga dignidad, pues con
la técnica, con «el día de la técnica, que no es sino la noche del mundo hecha día, un
invierno sin fin nos amenaza a los hombres» (Heidegger, 1969: 244; Laín, 1973: 49; Laín,
2013). De todos modos, ante este tipo de reflexión heideggeriana, hay que preguntarse
si es preciso dejarse llevar por el pesimismo frente a la técnica, o podría aplicarse el
propio dictum de Hölderlin, citado por Heidegger, de que «donde está el peligro, crece
también lo salvador». La cuestión sería si, a partir de estas «sibilinas palabras» de
Heidegger (como las considera Laín), que sólo sugieren, pero que no proponen nada
en concreto, se puede abrir algún camino prometedor para afrontar la creatividad y el
poder de la técnica en nuestro mundo. Por tanto, hay que ver si cabe la posibilidad de
domesticar (humanizar por elevación) la técnica, determinando un marco de sentido
para la racionalidad instrumental.
A mi juicio, como bien recuerda Laín (2013), la técnica comienza siendo la
respuesta creativa del hombre a una necesidad inherente a la condición humana: la
deliberada modificación del mundo para conseguir resultados que mejoren la vida
del hombre. Esta visión que ofrece Laín no se sitúa en la línea heideggeriana, sino
que prosigue la concepción de la técnica que ofrecieron José Ortega y Gasset y Xavier
Zubiri (Ortega y Gasset, 2006; Zubiri, 1986; Conill, 1991; Gracia, 2004 y 2013). La
meditación sobre la técnica sirve para comprender mejor al ser humano y ofrecer una
respuesta potencialmente humanizadora en esta época radicalmente marcada por las
tecnociencias, cuya racionalidad de fondo es la instrumental. De ahí la necesidad de
plantearse, más a fondo, preguntas como las siguientes: ¿Qué significa actualmente
«ser humano» y «naturaleza humana»? ¿Hay algo normativo en la naturaleza?
¿Son el naturalismo y el tecnicismo capaces de justificar algo así como la dignidad
humana, como instancia axiológica y/o normativa? ¿Se impone pasar a una posición
transhumanista y/o posthumanista, como algunos proponen? ¿Es realmente posible
naturalizarlo y tecnificarlo todo, también la libertad y la responsabilidad? ¿No hay
que rebasar el enfoque de la objetivación e instrumentalización, dado que, en último

83
término, nos movemos siempre entre diferentes interpretaciones y autocomprensiones
de lo humano? (Habermas, 2019).

Nihilismo europeo

La transformación cultural más radical que descubre la crítica genealógica de la


época moderna es la de la transvaloración de los valores, a partir de los instintos y
las estimaciones de valor que conllevan (Nietzsche, 1978a, 1978b y 1980). Esa es la
dimensión más profunda a la que accedemos para interpretar el dinamismo de la
realidad y a donde ha conducido el movimiento histórico: al gran acontecimiento del
«nihilismo europeo» (Nietzsche, 2006: 164; Heidegger, 1969: 174-221; Heidegger, 2000:
II, 31-205; Kuhn, 2000; Vermal, 2014).
Lo que significa el nihilismo es que los valores supremos se desvalorizan. Falta
el objetivo y el fin, falta la respuesta al porqué (Nietzsche, 2006: 241 y 242; Vermal,
2014). Se produce una desvalorización de los valores que se consideraban superiores;
por ejemplo, se pone en cuestión la igualdad. ¿Es que somos todos iguales? ¿No es
una ficción la igualdad de derechos? ¿No es fruto del democratismo y de la creencia
en el rebaño? Según Nietzsche, estas creencias surgen de un instinto que debilita la
voluntad y de un criterio cuantitativo del valor, un «prejuicio» que degenera la vida
y que produce una esclavitud espiritual, debido a la mercantilización del valor. En la
medida que se impone este dinamismo emerge el acontecimiento del nihilismo: «el
nihilismo está a las puertas: ¿de dónde nos llega éste, el más inquietante de todos los
huéspedes?» (Nietzsche, 2006: 114).
El nihilismo europeo constituye el gran acontecimiento cultural, por el que se
desmorona toda la moral europea. En él se cumple el espíritu mismo del cristianismo,
por cuanto en realidad viene a ser una especie de kénosis (Vattimo, 1996). La moral
estaba inspirada en la «hipótesis moral cristiana» que tenía ciertas «ventajas», como
la de otorgar al hombre un «valor absoluto», a pesar de su «pequeñez y contingencia
en la corriente del devenir», y la de hacer que el mal pareciera «pleno de sentido»
(Nietzsche, 2006: 164). Pero lo que se descubre es que incluso en la «voluntad de moral»
está encubierta la «voluntad de poder», por tanto, el oprimido no goza de ningún
«privilegio» moral, ni tiene un «rango superior», sino que el oprimido y el opresor
están «en el mismo plano», porque el rasgo esencial de la vida es el poder: «no hay nada
en la vida que tenga valor fuera del grado de poder» (Nietzsche, 2006: 166). ¿No es
desesperante esta experiencia del poder como esencia de la vida? «La moral protegía
del nihilismo a los malparados atribuyendo a cada uno un valor infinito, un valor
metafísico, e integrándolo en un orden que no concuerda con el del poder y la jerarquía
mundanos […]. Suponiendo que sucumba la creencia en esta moral, los malparados no
tendrán ya su consuelo – y sucumbirán» (Nietzsche, 2006: 166).
Una fórmula en la que se ha expresado con crudeza, en la cultura occidental,
la experiencia del nihilismo ha sido la de la «muerte de Dios» (Nietzsche, 1986:
155-156; Hegel, 1962; Heidegger, 1969: 174-221; Heidegger, 2000: II, 34-35; Jüngel,

84
1984; Vermal, 2014). Que «Dios ha muerto» tiene un significado cultural profundo,
porque no sólo se alude al Dios religioso y cristiano, sino a su larga sombra en los
nuevos ídolos modernos, en las cavernas en las que se muestra su sombra, en los
múltiples sepulcros de Dios. Y, en el fondo, hay una relación entre el nihilismo y el
pragmatismo instrumental. La «transvaloración de todos los valores» se produce a
partir de una valoración de la vida a partir de la voluntad de poder, a diferencia de la
aparente (superficial) voluntad de verdad, puesto que la verdad está al servicio de la
vida. Lo que descubre Nietzsche con su crítica genealógica es que las estimaciones de
valor expresan condiciones de conservación y crecimiento, es decir, condiciones de
vida (Nietzsche, 2006: 242) y que «el origen de nuestras estimaciones de valor [está]
en nuestras necesidades» (Nietzsche, 2006: 188). Desde esa experiencia radical surge
la interpretación nietzscheana de que la desvalorización y caducidad de los valores
supremos abre una nueva época, la del nihilismo europeo, que se expresa también en
el dictum «Dios ha muerto».
Así pues, esta nueva época del nihilismo, según la concepción nietzscheana,
constituye una interpretación en términos de valor. El nihilismo significa que los
valores supremos se desvalorizan, falta la meta y la respuesta al «por qué», se produce
el acontecimiento de la caducidad de los valores. Ahora bien, según Heidegger, «el
concepto nietzscheano de nihilismo es él mismo un concepto nihilista. A pesar de todo
lo que comprende, no es capaz de reconocer la esencia oculta del nihilismo porque lo
comprende de antemano y exclusivamente desde la idea de valor, como el proceso de
desvalorización de los valores supremos» (Heidegger, 2000: II, 51).
Asimismo, Heidegger interpreta este modo de pensar nietzscheano en relación
primordial con los valores como un pensamiento metafísico al final de la metafísica
(Heidegger, 2000: I, 373), por tanto, a su juicio, Nietzsche todavía pertenece a la historia
de la metafísica, al pensar en valores y olvidar el ser, cuando todavía presenta una
metafísica de los valores en su concepción de la voluntad de poder. «En la idea de valor,
la esencia del ser se piensa –sin saberlo– en un respecto determinado y necesario: en
su inesencia [Unwesen]» (Heidegger, 2000: II, 51-52).
En definitiva, el concepto nietzscheano de nihilismo es para Heidegger una
expresión de la metafísica axiologizada, porque lo que cree el «nihilista filosófico»,
según Nietzsche, es que «todo acontecer carece de sentido y es en vano; y que no debería
haber ningún ser carente de sentido y en vano» (Nietzsche, 2006: 394; Heidegger, 2000:
II, 52-54), ya que la época nihilista es entendida como aquélla en que «sobreviene» el
sentimiento de carencia de sentido y de valor.
En cambio, según Heidegger, el nihilismo remite a la «época que denominamos
moderna, y en cuyo acabamiento comienza a entrar ahora la historia occidental», pero
lo entiende referido a que la época moderna «está determinada por el hecho de que el
hombre se vuelve medida y centro del ente» (Heidegger, 2000: II, 56).
No obstante, si se tienen en cuenta los textos de Nietzsche (por ejemplo, Nietzsche,
2006: 396; Nietzsche, 1978a: 45-46), la genealogía de la razón desvela (desenmascara)
la fe en la razón y la «hiperbólica ingenuidad» de proponerse como medida de valor

85
de todas las cosas. De este modo va quedando clara la «procedencia» de los valores.
Nos encontramos en un «estado intermedio» del nihilismo, en el que van desfilando las
sombras de Dios a través de los nuevos ídolos, como ahora ocurre en nuestro mundo,
cuando emerge con inusitada fuerza la racionalidad instrumental y calculadora.
Lo que descubre el enfoque genealógico de Nietzsche es que «la fe en las categorías
de la razón es la causa del nihilismo», ya que «hemos medido el valor del mundo
mediante categorías que se refieren a un mundo puramente fingido». El «resultado
final» es que «todos los valores [con los que hemos tratado de hacernos evaluable el
mundo y con los que al final lo hemos desvalorado] son resultados de determinadas
perspectivas de utilidad para la conservación y la intensificación de formaciones
humanas de dominio: y no han sido sino falsamente proyectadas en la esencia de las
cosas. Continúa siendo la hiperbólica ingenuidad del ser humano el <proponerse> a
sí mismo como sentido y medida de valor de las cosas…» (Nietzsche, 2006: 396). Por
tanto, cuando se descubre «la mezquina procedencia de estos valores», se desvalora
el todo, que se convierte en «carente de sentido», al menos en el «estado intermedio»
del nihilismo.
Pero, según Nietzsche, hay un hecho básico y es que seguimos buscando «sentido»
y valor en todo acontecer, es decir, el «fin», el para qué, porque necesitamos un orden
y de ahí que confiemos en un orden moral del mundo, porque preferimos querer la
nada antes que no querer (Nietzsche, 1978b: 186). Éste es el «hecho fundamental» de
la voluntad de poder, y «en toda voluntad hay un estimar», una estimación de valor.
Lo que ocurre es que estos fines no han sido nunca alcanzados, ni son alcanzables,
porque el mundo ideal no es realizable dentro del real: el «devenir» no alcanza nada.
Entonces, ¿para qué esos valores supremos, si no garantizan la realización de los fines
que encierran? Sólo para la autoafirmación del hombre y por una necesidad psicológica,
«fisio-psicológica» (Nietzsche, 1978a: 45-46). La genealogía nietzscheana del valor
revela (desenmascara) el nihilismo de los valores.
En cambio, en la perspectiva heideggeriana el nihilismo axiológico es insuficiente,
todavía está preso de la metafísica en términos del valor, que oculta e impide la
experiencia del ser, porque lo más radical sería el nihilismo ontológico, el que proviene
del «olvido del ser» y de su ocultamiento, al convertir el ser en valor, de tal manera que
el «pensar en valores» sería la forma en que «la supuesta superación» del nihilismo
sería, más bien, su «consumación», puesto que «el pensar que todo lo piensa en valores»
sigue siendo «nihilista», ya que «el valor no deja que el ser sea lo que es como ser
mismo» (Heidegger, 1969: 213-214).
Nietzsche y Heidegger, pues, interpretan de diferente modo la famosa fórmula
«Dios ha muerto» como experiencia del nihilismo. Para Nietzsche, expresa el
diagnóstico de un «movimiento histórico», un «destino» de la historia de Occidente,
pero no en los términos de una peculiar ontología, como la heideggeriana, sino
más acorde con la filosofía moderna de la religión: el sentimiento religioso en los
tiempos modernos (Hegel, 1962). El más grande de los acontecimientos es que el
mundo suprasensible, que se había considerado como el mundo verdadero, carece

86
de fuerza operante y no dispensa vida. Se ha producido una subversión o inversión
de los valores, que constituye en realidad una nueva transvaloración, aunque por el
momento sea un nihilismo incompleto. Porque el orden moral va quedando sustituido
por la racionalización social de marcado sentido instrumental. Pero lo que late en el
fondo es otra valoración de la vida, a partir de la fuerza básica del querer ser dueño,
crecer, ordenar, en definitiva, lograr «más poder». La tierra aparece como objeto de
la técnica y de la lucha por su dominio, aunque las interpretaciones de Nietzsche y
Heidegger sean diferentes y haya una confrontación entre ellos en lo que se refiere a
la consumación del nihilismo. Pues, para Heidegger, lo más radical se encuentra en
el olvido del ser y en la ceguera para lo sagrado (lo santo, la gracia) (Heidegger, 1969;
Gracia, 2004; Conill, 2006).

La consumación del nihilismo en la racionalidad técnica e instrumental

La razón predominante y, al final, hegemónica, en la modernidad contemporánea


ha sido una razón instrumental. Incluso el cientificismo se ha ido convirtiendo cada
vez más en instrumentalismo y tecnicismo. Pues la versión preponderante de la razón
científica desarrolla la capacidad calculadora, la versión tecnoeconómica de la razón,
que se atiene a los medios silenciando los fines (MacIntyre, 1987; Pinillos, 2000).
En la modernización se ha impuesto la razón instrumental a través de la creciente
tecnologización de la vida.
Precisamente Heidegger reflexiona sobre la técnica distinguiendo entre la
técnica como instrumento y la esencia de la técnica (Heidegger, 1994). En tanto
que instrumento, la técnica es un medio para unos fines dados, es un hacer del
hombre; este aspecto sirve de base a la definición instrumental y antropológica de
la técnica. Pero la esencia de la técnica nos la descubre ya no como un mero medio,
sino como un modo de salir de lo oculto, un desocultamiento, por tanto, una cierta
manifestación de la verdad. Pues la téchne es un modo del aletheúein (Aristóteles,
1970), por tanto lo decisivo de la técnica consiste en hacer salir de lo oculto, en
«traer-ahí-delante».
Pero Heidegger se pregunta si ese sentido esencial de la técnica se aplica también
a la técnica moderna. Y responde que la técnica sigue siendo una provocación, un
emplazamiento, por ejemplo, la agricultura es industria mecanizada. La técnica
promueve e impulsa formalmente la máxima utilización con el mínimo gasto, configura
la «economía maquinal» de la época moderna: el cálculo maquinístico de todo actuar
y planificar. ¿Quién lleva a cabo ese emplazamiento que provoca? El hombre es el que
lleva a cabo ese emplazamiento para aprovechar los recursos que se ofrecen. Por tanto,
la técnica exige una nueva humanidad acorde con la técnica, la de aquella forma de
hombre que se deja dominar por la esencia de la técnica para manejar y aprovechar
sus crecientes posibilidades (Heidegger, 2000: 137).
En su concepción de la esencia de la técnica moderna, a la interpelación que
provoca y que coliga al hombre a solicitar lo que sale de lo oculto como existencias lo

87
llama Heidegger la estructura de emplazamiento (Ge-stell). Aunque parezca paradójico,
se trata de una interpelación liberadora, pues, aunque su «sino» es el peligro, «lo
peligroso no es la técnica», ya que «no hay nada demoníaco en la técnica», sino que
«lo que hay es el misterio de su esencia» y es la esencia de la técnica, como un sino
del hacer lo oculto lo que es el peligro, según Heidegger. En el Ge-stell se encuentra el
sentido del sino y del peligro (Heidegger, 1994: 27-29).
Ahora bien, el dominio del Ge-stell amenaza con negar al hombre otro modo
más originario de hacer salir de lo oculto, de negarle la experiencia de una verdad
y un desocultamiento más originarios. «Pero –aquí surge la paradoja histórica del
acontecer del ser– donde está el peligro, crece también lo que salva» (Heidegger, 1994:
30). Es la técnica la que nos pide que pensemos en otro sentido la «esencia», el modo
como la técnica esencia. Heidegger nos sitúa así ante la ambigüedad de la técnica y nos
impele a afrontar su misterio. ¿Hay posibilidad de otro hacer salir de lo oculto, de otra
desocultación, que salva, a pesar de la «furia de la técnica»?
Una posible salida se encuentra en el camino de la meditación del sentido
(Bessinung) y la serenidad (Gelassenheit) (Heidegger, 1994: 59; Gracia, 2004; Conill,
2006), que son capaces de abrir un nuevo espacio para medir «nuestro hacer y dejar
de hacer». Pero para emprender ese camino, como camino de salvación, se requiere
una cierta «conversión», un «viraje», que consistiría en la configuración de un êthos o
modo de estar el hombre sobre la tierra, un modo de «habitar poéticamente» el hombre
en la tierra, cuya primordial tarea sería «cuidar», en el sentido de dejar a algo en su
esencia y rodearlo de protección, es decir, habitar en la «verdad del ser» y abrirse a la
experiencia de lo sagrado (das Heilige).
El insinuante sentido liberador de esta propuesta heideggeriana consiste en situarse
más allá de las coerciones técnicas, lógicas y metafísicas, al abrir nuevas dimensiones (la
experiencia del ser y del misterio) y posibilitar una nueva actitud vital (la de escuchar y
no sólo calcular). Una propuesta que, en definitiva, se presenta como una alternativa al
imperio de la razón instrumental, porque, aunque suele creerse que sólo la racionalidad
instrumental es la que funciona para establecer las relaciones provechosas con el
mundo, según Heidegger, lo que ocurre es que el irrestricto poder de la técnica hace
que no haya estancia tranquila sobre la tierra y que todo vínculo con «arraigo» esté
amenazado, dado que la vida se hace cada vez más de constantes excitaciones a través
de los crecientes medios técnicos. De ahí que Heidegger haya promovido un pensar
meditativo ante la técnica y ante el peligro de reducir todo pensar al mero cálculo,
como si no hubiera también un pensar meditativo sobre el sentido. La nueva actitud
del pensar meditativo, ante la creciente tecnologización mediante la racionalidad
instrumental implica otro modo de estar en el mundo, que ha de integrar la «serenidad
con las cosas» y la «apertura al misterio».

88
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90
Así habló Zaratustra: la «Canción de la noche»
El lenguaje del ditirambo
Luis Enrique de Santiago Guervós
Universidad de Málaga

Canción de la noche1

Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un
surtidor.
Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también
mi alma es la canción de un amante.
En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay un ansia de amor,
que habla asimismo el lenguaje del amor.
Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar circundado de luz.
¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!
¡Y aun a vosotras iba a bendeciros, vosotras pequeñas estrellas centelleantes y gusanos
relucientes allá arriba! – y a ser dichoso por vuestros regalos de luz.
Pero yo vivo dentro de mi propia luz, yo reabsorbo en mí todas las llamas que de mí
salen.
No conozco la felicidad del que toma; y a menudo he soñado que robar tiene que ser
aún más dichoso que tornar.
Ésta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el
ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo.
¡Oh desventura de todos los que regalan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh ansia de ansiar!
¡Oh hambre ardiente en la saciedad!
Ellos toman de mí: ¿pero toco yo siquiera su alma? Un abismo hay entre tomar y dar;
el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.
Un hambre brota de mi belleza: daño quisiera causar a quienes ilumino, saquear
quisiera a quienes colmo de regalos: – tanta es mi hambre de maldad.
Retirar la mano cuando ya otra mano se extiende hacia ella; semejante a la cascada,
que sigue vacilando en su caída: – tanta es mi hambre de maldad.
Tal venganza se imagina mi plenitud; tal perfidia mana de mi soledad.
¡Mi felicidad en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí
misma por su sobreabundancia!
Quien siempre regala corre peligro de perder el pudor; a quien siempre distribuye
fórmansele, a fuerza de distribuir, callos en las manos y en el corazón.
1
El título de la copia del manuscrito para la imprenta era «Luz soy yo» («Licht bin ich», procedente
de la «La canción de la soledad»). Cf. KSA XIV, p. 299. OC IV 134-135.

91
Mis ojos no se llenan ya de lágrimas ante la vergüenza de los que piden; mi mano se
ha vuelto demasiado dura para el temblar de manos llenas.
¿Adónde se fueron la lágrima de mi ojo y el plumón de mi corazón? ¡Oh soledad de
todos los que regalan! ¡Oh taciturnidad de todos los que brillan!
Muchos soles giran en el espacio desierto: a todo lo que es oscuro háblanle con su
luz, – para mí callan.
Oh, ésta es la enemistad de la luz contra lo que brilla, el recorrer despiadada sus
órbitas.
Injusto en lo más hondo de su corazón contra lo que brilla: frío para con los soles, –
así camina cada sol.
Semejantes a una tempestad recorren los soles sus órbitas, ése es su caminar. Siguen su
voluntad inexorable, ésa es su frialdad.
¡Oh, sólo vosotros los oscuros, los nocturnos, sacáis calor de lo que brilla! ¡Oh, sólo
vosotros bebéis leche y consuelo de las ubres de la luz!
¡Ay, hielo hay a mi alrededor, mi mano se abrasa al tocar lo helado! ¡Ay, en mí hay
sed, que desfallece por vuestra sed!
Es de noche: ¡ay, que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de lo nocturno! ¡Y soledad!
Es de noche: ahora, cual una fuente, brota de mí mi deseo, – hablar es lo que deseo.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un
surtidor
Es de noche: ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi
alma es la canción de un amante. –Así cantó Zaratustra.
…………………

1. Un nuevo lenguaje. El lenguaje del «ditirambo»

Cuando leemos una sección como esta del libro de Nietzsche Así habló Zaratustra,
no deja de sorprendernos y llamarnos la atención su estilo en comparación con sus
obras anteriores. Jung, en su comentario sobre Zaratustra decía que «cuando pienso en
Zaratustra pienso en capítulos como “la canción de la noche” porque son la sustancia y
el mérito inmortal del libro» (Jung, 2019, p. 375). Su amigo Rohde, que conocía bien a
Nietzsche, y que había seguido desde el principio la evolución de sus escritos, hace un
juicio de valor acertado, poniendo el énfasis en la «nueva forma» y el «nuevo lenguaje»
que utiliza para expresar sus más vivos pensamientos:

Tu Zaratustra, en todos los aspectos, ha tenido en mí un impacto mucho más


benéfico que muchos de tus últimos escritos. Me alegro contigo por esta forma más
libre en la exposición de tus ideas, que además es nueva no solamente como forma, y
se distingue de tus precedentes cadenas de sentencias. Eres tú, a decir verdad, el sabio
persa, pero el declarar directamente como tales, opiniones completamente perso-
nales de algo completamente distinto de crear un individuo ideal que exponga todo
esto como sus opiniones […]. Creo que con esa nueva forma –sin duda susceptible

92
de muchas variaciones y metamorfosis– has comenzado a encontrar tu verdadera
forma. También tu lengua, ahora solamente alcanza su acento más pleno: encuentro
en este sentido insuperable el «Prólogo», pero también muchos otros capítulos2.

La respuesta y el juicio de un amigo, «homo litteratus», como lo llamaba Nietzsche,


cuando lee la primera parte de Z, son sintomáticos, pues lo sorprendente es que Rohde
se fije más en el estilo que en el contenido y el mensaje, obviando cualquier comentario.
La perspicacia de Nietzsche se deja notar cuando unos meses más tarde en un alarde
de autocomplacencia y exaltación con el resultado de su escrito se dirige una vez más
a su amigo manteniéndose en el mismo terreno del lenguaje y del estilo:

no puedo dejar de confesar –con este Zaratustra creo haber conducido la


lengua alemana a su perfección. Después de Lutero3 y Goethe quedaba por dar el
tercer paso–; mira tú mismo, viejo compañero del corazón, si se ha dado alguna
vez en nuestra lengua una combinación parecida de fuerza, agilidad y musicali-
dad. Lee a Goethe, después de una página de mi libro – y te darás cuenta de que
ese carácter «ondulante», típico de Goethe como dibujante, tampoco era ajeno al
escritor. Respecto a él, yo tengo líneas más severas y viriles, sin caer no obstante,
como Lutero, en lo grosero. Mi estilo es una danza4; un juego de simetrías de todo
tipo que luego supero de un salto, burlándome de ellas. Un juego que llega hasta
la elección de las vocales. –
[…] en una ocasión tú, y creo que has sido el único en hacerlo, me hablaste del
placer que te causaba mi estilo.
Por lo demás, he seguido siendo un poeta hasta el límite extremo de este
concepto, a pesar de haberme tiranizado a mí mismo a conciencia con todo lo
opuesto a la poesía5.

De este texto, que nos da una serie de claves para valorar la perspectiva de Nietzsche
en cuanto al estilo y al lenguaje de su obra, hay que destacar dos cosas: los calificativos
que da Nietzsche a su lenguaje: «fuerza», «agilidad» y «musicalidad» y, sobre todo un
carácter «ondulante». Todas estas cualidades se reúnen de una manera especial en
la «danza», en la que juegan las simetrías que Nietzsche hace y deshace, en un caos
consciente que enmascara lo que podíamos denominar un género literario. Esta falta
de concreción consentida es lo que ha dado pie desde la misma obra de Nietzsche a
que los lectores se pregunten qué clase de obra es esta, pues no se encuadra en ningún
género literario determinado y parece inclasificable, aunque Gadamer, por ejemplo, la
quiera calificar como «un libro mediopoético, que pertenece al género de la mímesis,
de la imitación. Es una obra de arte literaria.» (Gadamer, 2003, 115-130).

2
El 22 de diciembre de 1883 escribe Rohde a Nietzsche (KGB III/2, 412). Nietzsche responde el 22
de febrero de 1884, CO IV 437-438.
3
Cf. FP III 487, 25[172] y 25[173]. 25 [173]. «El lenguaje de Lutero y la forma poética de la Biblia
como base de una nueva poesía alemana: – ¡éste es mi invento! El arcaizar, la rima – todo falso y no nos
habla con suficiente profundidad: cuando no, ¡la aliteración de Wagner!».
4
Cf. FP III 310, 1884, 25[332].
5
Carta a Rohde, 22 de febrero de 1884, CO IV 438.

93
Este «superior ejercicio de estilo»6 del que hablaba Karl Spitteler, representa para
Nietzsche un «máximum» en su vida como escritor y, al mismo tiempo representa a
su juicio el «más variado dominio del estilo que haya estado nunca a disposición de un
hombre». Ante esta versatilidad estilística, los lectores se preguntan: ¿qué es este libro
realmente? ¿Es todo eso y con ello la variante nietzscheana de una «obra de arte total»
(Gesamtkunstwerk), como a veces se ha insinuado no sin razón? (Vitens, 1951, p. 66).
Lo cierto es que aquí predomina una variedad de registros estilísticos, que sería una
faceta del perspectivismo nietzscheano (Nehamas, 2002, p. 38) o una de esas «muchas
posibilidades estilísticas»7 de las que hacía gala el propio Nietzsche, como autor, o un
juego de máscaras bajo formas figurativas y literarias que se van sucediendo a un ritmo
trepidante. Esto demuestra una vez más la complejidad de la obra y la necesidad de
una línea de interpretación en la que se dilucide ese estilo que marca este escrito. Y lo
primero que llama la atención en relación con sus otras obras es el lenguaje. El propio
Nietzsche, a propósito de la sección de su libro, «Los siete sellos» decía:

El arte del gran ritmo, el gran estilo de los períodos para expresar un inmenso
arriba y abajo de pasión sublime, de pasión sobrehumana, yo he sido el primero
en descubrirlo; con un ditirambo como el último del tercer Zaratustra, titulado
«Los siete sellos», he volado miles de millas más allá de todo lo que hasta ahora
se llamaba poesía8.

El «lenguaje del ditirambo». Este es el lenguaje que también está presente en esta
«Canción de la noche», sin duda, uno de los mejores exponentes de la representación
nietzscheana de la música dionisíaca, como un movimiento formal libre, cuyo modelo
paradigmático sigue siendo para él los griegos, y en concreto el ditirambo griego,
reinterpretándolo desde la comprensión actual de la música: «El gran ditirambo es la
sinfonía griega»9, afirmaba en una anotación. Al interpretar el ditirambo antiguo como
sinfonía Nietzsche lo eleva al rango de paradigma para poder evaluar la tragedia que
surge a partir del mismo ditirambo (Akiyama, 1974, p. 108). Pero, como dice Fietz,
«en el intento de la legitimación estética de la tragedia como el gran modelo del drama
musical wagneriano se enreda Nietzsche ahora en dificultades análogas como en el
intento de legitimación de este drama musical» (Fietz, 1992, p. 74). Frente a la objeción
de que este género de música no es sólo instrumental, sino vocal, Nietzsche apunta
que originalmente se había dado una identidad entre el lírico y el músico10. Aquí las
palabras son utilizadas simplemente como material de sonido para el instrumento
vocálico humano. El coro griego no era más que un sonido completo de voces humanas,
de tal manera que el canto hacía las funciones de un instrumento, como la coral en
la Novena Sinfonía, y no ponía el acento en el material de los conceptos, sino en los

6
OC IV 809, EH, «Por qué escribo libros tan buenos», §1.
7
CO IV 813, EH, «Por qué escribo libros tan buenos», §4.
8
Ibidem.
9
FP2 I 263, 9[57] 1871.
10
E, OC I 62, El nacimiento de la tragedia, sec.5.

94
tonos, es decir, se desborda en el «ritmo del tiempo y en la melodía»11. Y precisamente
por eso, la música dionisíaca «no responde a los deseos de los oyentes», pues el lírico
canta como canta el pájaro, desde su más profunda intimidad y «debe enmudecer si se
planta ante él el oyente exigente»12, pues la verdadera música dionisíaca no entiende
de «contenidos». Estas exigencias corresponden a la tragedia, el prototipo del gran
estilo, que lleva a expresión ese sentimiento vital dionisiaco en un estilo adecuado a la
tragedia como «obra de arte total». Por eso Nietzsche llama a la tragedia «ditirambo
dramático», porque el coro canta y danza ditirámbicamente, ya que el estilo ditirámbico
es el medio de expresión único de la experiencia vital trágico-dionisiaca. De Bleeckere
(1979, p. 287s.) ha demostrado con sólidos argumentos que hay razones bien fundadas
para hablar de un «estilo ditirámbico» en Z. No olvidemos que las tragedias de Esquilo y
Sófocles eran los modelos originales del «gran estilo» en Nietzsche: «Todo mi Zaratustra
es un ditirambo a la soledad o, si se me ha entendido, a la pureza…»13, aunque hay
secciones que las califica expresamente de ditirambos, en concreto algunas como la ya
mencionada de «Los siete sellos», última sección del tercer Z, en el que Nietzsche ha
«volado miles de millas más allá de todo lo que hasta ahora se llamaba poesía»14, o «La
canción de la noche», que rememora en EH para definir su estilo y lenguaje:

¿Qué lenguaje hablará tal espíritu cuando hable él solo consigo mismo? El
lenguaje del ditirambo. Yo soy el inventor del ditirambo. Óigase cómo Zaratustra
habla consigo mismo antes de la salida del sol: tal felicidad de esmeralda, tal divina
ternura no la poseyó antes de mí lengua alguna. Aun la más honda melancolía
de este Dioniso se torna ditirambo; tomo como signo La canción de la noche, el
inmortal lamento de estar condenado, por la sobreabundancia de luz y de poder,
por la propia naturaleza solar, a no amar15.

Esta canción muestra ese impulso dionisíaco con toda su fuerza expresiva
estilística y por eso mismo se puede también decir que el Zaratustra es el libro de la
filosofía trágica por excelencia y como la tragedia, una imagen originaria del «gran
estilo». Y Aquí se reafirma la idea del nacimiento de la tragedia a partir del ditirambo,
y se desarrolla la contraposición de lo apolíneo y lo dionisíaco como polaridad y
complementariedad de principios estéticos, algo que ya Aristóteles sostenía, cuando
afirmaba que la tragedia surge «de los que bailaban el ditirambo»16. Pero, además,
como apuntaba el propio Nietzsche, el ditirambo, del que nace la tragedia, nunca
fue un lirismo individual, sino que era el lirismo de una muchedumbre de creyentes,
el lirismo impetuoso de todo un pueblo: «en el ditirambo está ante nosotros una
comunidad de actores inconscientes, que se ven a sí mismos los unos a los otros como

11
FP2 I 276, 9[111] 1871.
12
FP2 I 307, 12[1] 1871.
13
OC IV 805, EH, «Porqué soy tan inteligente», §8.
14
OC IV 813, EH, «Por qué escribo tan buenos libros», §4.
15
OC IV 840, EH, «Así habló Zaratustra», §7.
16
Aristóteles, Poética IV, 1449 a9 ss.

95
transformados»17. En ese proceso la «música se descarga en imágenes», y nos permite
comprender «cómo la capacidad lingüística entera es incitada por el nuevo principio
de imitación de la música»18. Es, por tanto, la realidad de la música la que fuerza y
violenta a utilizar un lenguaje figurado que, por otra parte, nunca podrá expresar su
sentido más profundo en cuanto símbolo de la apariencia. Young en su Seminario sobre
Así habló Zaratustra decía que la cualidad musical del libro «expresa una parte de la
naturaleza de lo inconsciente que es intraducible» (Jung 2019 p. 374). Y precisamente
por eso, es por lo que en el Zaratustra el ritmo y la musicalidad como fuerza primitiva
genera el drama y como en los griegos lo trágico no se puede derivar sino de la música,
y en concreto de la música dionisiaca. En este sentido el poeta expresa en imágenes
la apariencia de la música, habla de la música en símbolos apolíneos, aunque lo ideal
sería incluirlo como parte de la orquesta a fin de que no altere la música, es decir, ha
de actuar como coro, como sonoridad plena de la voz humana fundida con la orquesta,
tal y como ejemplifica Beethoven en la novena sinfonía19.

2. La «Canción de la noche»

Esta canción pertenece a la II parte de Así habló Zaratustra, junto con otras
dos canciones, la «Canción del baile» y la «Canción de los sepulcros», y configuran
el verdadero centro material e intelectual de la obra, ya que es precisamente en el
transcurso de estas tres canciones donde se le revela a Z el secreto de la voluntad
de poder. Las tres canciones apuntan a una sabiduría que desborda plenitud de
vida, la «sabiduría salvaje» que anunciaba al principio de esta parte, y hacia una
sabiduría sobreabundante de vida que nace desde la más absoluta y dolorosa soledad,
barruntando algo nuevo e incluso una transformación violenta del propio espíritu de
Z. Algunos han querido ver en ellas una expresión directa de determinadas vivencias
personales de Nietzsche. ¿Son canciones que expresan estados de ánimo, resultando
inútil en ese caso interrogarlas por un sentido más profundo? Es posible que estos
les hayan dado tono y color, pero son algo más que confesiones existenciales. (Fink,
1976, p. 61; Scheier, 1985, p.179s.). A través de estas canciones Nietzsche interrumpe
ahora el curso interno de las ideas y muestra el camino de una nueva postura del
pensador en relación a los objetos de su pensamiento más profundo. Introduce un
nuevo modo de discurso: cantar más bien que hablar20, como una nueva forma de
decir con movimientos lentos, que suelen ser líricos, y también filosóficos, que tratan
de la paradójica felicidad del espíritu que se atreve a ir más allá de los grandes valores
incuestionables. Pues el desmantelamiento de la idea de justicia cristiano-moderna y
el descubrimiento del impulso primordial de la vida, hacen del camino de Z un camino
cada vez más solitario. Con estas visiones se aparta cada vez más de lo ya sabido y dado
17
OC I 366, El nacimiento de la tragedia, sec. 8.
18
Ibid., sec. 6, OC I 357.
19
FP2 I 249, 9 [10] 1871.
20
Cf. OC I 331, Ensayo de autocrítica, §3, donde Nietzsche decía: «entonces tenía que cantar en lugar
de hablar».

96
por supuesto, adentrándose en un terreno que los «últimos hombres» no quieren que
nadie transite, aquel que puede poner en cuestión lo venerado hace siglos.
El poema de la «Canción de la Noche», presenta un lirismo y una carga temática
que son lo bastante sugerentes como para inspirar esta canción, capaz de jugar con el
timbre y los efectos sonoros, con motivos que nacen y se retoman, conformando, así,
una armonía que escapa sutilmente de la normatividad. La naturaleza, el hombre y la
mujer; la luna y el bosque, la serenidad y la desesperación; un amor fructífero y sincero
que roza lo maravilloso. Nietzsche la define explícitamente como un «ditirambo»21,
el lenguaje dionisíaco por excelencia, un ditirambo «al aislamiento en la luz solar»22.
Este lenguaje nuevo es su manera más poderosa de enseñar, y lo utiliza Nietzsche
cuando Zaratustra habla consigo mismo con un entusiasmo hímnico: «¿Qué lenguaje
hablará tal espíritu cuando hable él solo consigo mismo? El lenguaje del ditirambo…
Óigase cómo Zaratustra habla consigo mismo antes de la salida del sol: tal felicidad
de esmeralda, tal divina ternura no la poseyó, antes de mí, lengua alguna»23, una
altura que nunca nadie había alcanzado, ni siquiera Goethe o Shakespeare, según su
testimonio en Ecce homo. En este sentido, Gooding piensa que el cantor de la canción
es Dioniso (Gooding-Williams, 2001, p. 164) personificado en Z, y para representarlo
lo hace en términos neoplatónicos como fuente última y origen, utilizando las figuras
de Plotino para la emanación del Uno –la fuente rebosante y el sol radiante que sería
la voluntad de verdad de Z–. Es indudable que esta canción indica un cambio en la
estrategia retórica del libro. Los recursos narrativos y poéticos utilizados hasta ahora
son desplazados por una inserción lírica visionaria que interrumpe el discurso crítico
estándar modelo dominante en Z I y II. Aquí Z se dirige a sí mismo, adoptando una
actitud de preocupación y recogimiento.
Esta «canción solitaria como ninguna», que Nietzsche redactó algunos meses antes
que el resto de Z II, tiene una especial importancia para él. En Ecce homo24 confiesa que
«nada igual se ha compuesto nunca, ni sentido nunca, ni sufrido nunca», y continúa
con una confesión autobiográfica que delata el espíritu personalista de la canción: «así
sufre un dios, un Dioniso». La propia interpretación de Nietzsche nos permite ver
en las «Canción de la noche» como el lamento de Dioniso-Zagreo que sufre, como el
héroe trágico. La importancia de esta canción para el espíritu de su autor es, además,
destacada por el hecho de que es citada in extenso en el §7 del capítulo sobre Zaratustra
de Ecce homo, y luego es nuevamente mencionada al principio del §8. Esta canción
supone, por otra parte, una interrupción en el desarrollo de su doctrina y en la crítica
a los distintos grupos sociales. Después de escuchar las distintas formas en las que Z
habla a los otros, ahora escuchamos cómo se habla a sí mismo, como en anteriores

21
Hablando con rigor sólo es ditirambo el diálogo de Zaratustra consigo mismo, sobre todo las cancio-
nes, como las tituladas la «Canción del baile», la «Canción de la noche», la «Canción de los sepulcros»,
«Antes de la salida del sol», «Del gran anhelo», «Los siete sellos», (La canción de ‘Sí y Amén’).
22
OC IV, EH, «Así habló Zaratustra», §8.
23
Ibidem, §7.
24
OC IV 841, EH, «Así habló Zaratustra», §8.

97
ocasiones25. Pero esta canción también es un lamento del caminante apasionado en
busca de la verdad, que anticipa la respuesta de la sabiduría sobre el espíritu solitario
descrito en la última parte del anterior capítulo, es decir, los espíritus libres atados por
su propia necesidad a practicar sobre sí mismo la crueldad del hombre de conocimiento.
Pero también es una canción de amor, un cántico del anhelo que el pensador aislado
en la luz solar de su conocimiento siente por la noche26, por el abismo, por el cobijo.
Es una canción de amor, muy probablemente dedicada a Ariadna /Cosima, en la que
Z lamenta la obligada ausencia del amor en su vida.
Por sus características, es una de las secciones del libro en las que Nietzsche da más
detalles biográficos. Nos recuerda el entorno de su composición y creación. «Por este
tiempo rondaba siempre a mi alrededor una melodía indeciblemente melancólica, cuyo
estribillo reencontré en las palabras “muerto de inmortalidad”»27. No es casualidad que
fuera compuesta en Roma, una ciudad no precisamente amada por Nietzsche. Con el
sonido de las fuentes de la ciudad eterna, símbolo del cristianismo y a la vez del Imperio
Romano, comienza ese movimiento de afirmación de la vida que fuera arruinado
por el «espíritu de la venganza» de la moral cristiana. Así, la hora más oscura, la de la
«eterna campana de medianoche», opuesta al mediodía del superhombre, sobreviene en
Roma, donde el tiempo se ha vuelto pesado y el eterno retorno una visión insoportable.
Nietzsche nos recuerda en sus primeros versos los «surtidores» de la Fontana del
Tritone, en la Piazza de Barberini de Roma28, donde vivió con su hermana Elisabeth
durante el mes de mayo de 1883. Ahora esos surtidores los compara con su alma, que
como una fuente derrama la vida. Pero esta vez no se ensalza al hombre que regala, al
que dona, sino que la honda melancolía y el lamento se apodera del pensador solitario
que, cegado por la luz del conocimiento solar, anhela la noche, recogerse en su silencio,
para oír aquello que ahora «habla más fuerte», y en el momento en que se ponen en
juego las canciones de los «amantes». «Tomo como signo –decía en EH– la Canción
de la noche, el inmortal lamento de estar condenado, por la sobreabundancia de luz y
de poder, por la propia naturaleza solar, a no amar»29.
La canción empieza y termina de la misma manera en un paralelismo retórico
para enfatizar la soledad en medio de la noche30. En primer lugar, se compara Z al
creador, ante todo de sí mismo, a la fuente que derrama la vida, y al amante que habla
«el lenguaje del amor». Dentro de las imágenes que usa Z en la canción destacan sobre
todo las metáforas astronómicas relacionadas con la luz, el sol y su resplandor. Hasta
ahora siempre había sido una imagen positiva, ahora la perspectiva es distinta pues
se produce un cambio importante en su sabiduría al prevalecer la noche sobre el día,
25
Cf OC IV 71, Así habló Zaratustra, Prólogo, §2.
26
Como Wagner en el Tristan und Isolde, Nietzsche tampoco escapó de la potencia simbólica de la
noche en esta canción de Zaratustra.
27
OC IV 837, EH, «Así habló Zaratustra», §4.
28
Nietzsche en su estancia en Roma con su hermana Elisabeth, en mayo de 1883, vivió en Piazza
Barberini 56, último piso, en la que se encuentra la fontana del Tritone, a la que hace alusión Nietzsche.
Desde allí divisaba toda la ciudad.
29
OC IV 840, EH «Así habló Zaratustra», §7.
30
Cf. FP III 252 y 316, 9 [53] y 13[9]

98
el cielo sobre el sol. La sabiduría de la noche sustituye de este modo a la sabiduría del
día celebrada hasta ahora, pero sin reemplazarla. Es solo en la noche donde el hombre
puede reencontrarse a sí mismo, desnudo, puro, auténtico; es solo la noche la que nos
reserva el espacio sagrado donde confluyen todas las cosas eternamente, y donde la
soledad de éste repite, como un susurro, que «Dios ha muerto». Aquí tenemos otra
forma de lenguaje, un «inmortal lamento de estar condenado por la sobreabundancia
de luz y de poder»31.
De nuevo en esta canción aparece el tema de la donación, esta vez asociada a
la luz y a la soledad. Hay reminiscencias de Jesús que aparece con frecuencia en los
evangelios como la luz (Jn 1, 4, 8,12)32. Aquí Z es la luz (Cristo se proclamaba como
la luz del mundo), tiene luz propia como el sol o las estrellas, y su lamento se resume
en que vive «dentro de su propia luz», ilumina dando a los demás la luz. Pero su luz
es la de un sol que no puede calentarse a sí mismo o que no puede ser afectado por la
luz de otros soles. Como todo ser iluminado, pese al amor que por los hombres pueda
tener, siente el rigor de una urgencia que no le permite vivir entre los hombres: «Hay
en mí algo insatisfecho, algo insaciable, que quiere hablar. Hay en mí un ansia de amor,
que habla así mismo el lenguaje del amor. Luz soy: ¡ay, si fuera noche! ¡Mas ésa es mi
soledad, estar circundado de luz!». Toda la canción es un «lamento» que se centra en
la melancolía y la soledad que conlleva toda donación. Él regala y regala, pero ¿quién
le da a él? Ama ardientemente, pero ¿quién le ama de nuevo? Como el sol, el astro
súper rico, ilumina al planeta, sin volver a recibir luz de él, así también él a los hijos
de los hombres; iluminando a todos los contemporáneos, él ya no recibe ningún rayo
extraño. Pero el sol no puede prescindir de aquellos a quienes ilumina. Él es un sol
aislado, privado de la satisfacción que él supone en aquellos que se sacian de su luz y
extraen de ella consuelo.
En un brillante análisis psicológico va describiendo cómo Z ya no siente alegría
cuando regala sus dones, pues solo da y no recibe nada. La infelicidad del dar está
negando el principio evangélico33: «Mayor felicidad hay en dar que en tomar» (Act.
20,35). Es mejor tomar, y todavía más dichoso «robar». Se abre el abismo entre tomar
y dar. Suspira ahora por la noche que es la que recibe luz. Aunque está lleno de luz,
es pobre a pesar de su plenitud, y esa pobreza del alma que experimenta la donación
no conoce reposo desde la extravagancia de su propio dar o crear. Pero experimenta
algo más que pobreza, una envidia que le lleva a contemplar la venganza sobre el
envidiado, sobre los que pueden ser lo que él no puede ser, los que reciben. Mientras
que sus amigos siguen su invitación de probar la venganza en su enseñanza, su propia
prueba abre un deseo de venganza que no es mero residuo del veneno de la mordedura
de la tarántula, sino que está enraizada en su ser como «donador de regalos». El ansia
31
OC IV 130, Así habló Zaratustra II, «De las tarántulas».
32
Aparece Jesus como la luz del mundo que ilumina en las tinieblas.
33
Cf. OC IV 184, Así habló Zaratustra III, «El retorno a casa» (Heimkehr): «“¿tomar no es una cosa
más dichosa que dar? ¿Y robar, una cosa más dichosa que tomar?” – ¡aquello era abandono»; Id. IV «El
mendigo voluntario». Nietzsche invierte la sentencia: la infelicidad, dice, la otorga el dar; es mejor tomar;
y aún mejor, robar y arrebatar.

99
de recibir que le mueve a desear incluso venganza no es solo el lado oscuro. En las
próximas canciones se muestra que esto es una anticipación de la transformación
que va desde el puro donador de regalos a recibir un regalo sin precedentes, el eterno
retorno, que le hará superar el deseo de venganza. La canción de la noche puede ser,
entonces, una anticipación del fin del nihilismo a través de la enseñanza de la voluntad
de poder y del eterno retorno.
A pesar de su dolor, éste no es provocado por la impotencia, ni por un deseo que
implique una carencia. Nietzsche persigue en este pasaje mostrar, no sin grandes
esfuerzos, cómo lo que hace sufrir al alma dionisiaca es su sobreabundancia y su poder,
que no encuentra un eco en los demás, que sólo toman de ella sin transformarse. Y
el autor confiesa que ya no es el mismo de antes: su carácter se ha «endurecido». Está
cansado de luchar en una batalla de fracasos: decide rendirse con su «falso pesar» y
aparentar que los hechos no le afectan de igual manera que antaño: «¡Mi felicidad
en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí misma por su
sobreabundancia!» Sin embargo, como es propio de nuestro protagonista, encontramos
una contradicción latente en el texto: Pese al endurecimiento que cree mostrar con
éxito, la melancolía vuelve a relucir en toda su acritud. Aún tras haber sufrido todas
sus derrotas amorosas, parece entristecerle que su propia furia se halla apagado con
el paso del tiempo: «¿Adónde fueron las lágrimas de mis ojos y la gala de mi corazón?
¡Oh, soledad de los generosos! ¡Oh, silencio de los que brillan!¡Ay, hielo me rodea,
hielo abrasa34 mi mano! ¡Ay, en mi hay sed, que desfallece por vuestra sed!». El alma
solitaria tiene hambre, el genio se congela por la necesidad de amor. En «De la virtud
que hace regalos», en la primera parte de la obra, se presentaba la donación como una
fuerza que se desborda y que se prodiga en virtud de que el individuo se olvida de su
propio yo. «Yo amo a aquél cuya alma está tan llena que se olvida de sí mismo, y todas
las cosas tienen lugar en él: todas las cosas nombran su descenso»35. Ese «descenso» es
la fuerza del donar del héroe. Es riqueza del que da: «Creo que soy el más rico: por eso
me doy a mí mismo. ¡No toco ni la piel de su alma! Cada vez más solitario y excluido:
cada vez más abrasado de amor y de deseo por los hombres»36. La riqueza está orientada
hacia la pérdida pues el poder se caracteriza como capacidad de perder. El más rico es al
mismo tiempo el más pobre y el dar es silencioso y solitario, y se practica sabiendo que
hay siempre un peligro, «el peligro de perder el pudor», que se necesita para preservar
una relación de distancia.
La canción termina, como empezó, con la reafirmación de un amor en espera, de
una sed, de un deseo al cual nada parece tener que corresponder. Por ello es una canción
que lamenta su espantosa soledad. La respuesta que da en la siguiente «Canción del
Baile» es esencial pero incompleta, pues no es por sí mismo lo que Nietzsche dijo que
sería necesario como una repuesta: Ariadna. ¿Cómo Ariadna puede ser la respuesta? Es

34
La utilización del oxímoron, contraposición de dos términos en un mismo sintagma, el «hielo que
abrasa», refuerza retóricamente la intensidad de la soledad de Nietzsche-Zaratustra.
35
OC IV 73, Asi habló Zaratustra, Prólogo, §3.
36
FP III 247, 9 [31].

100
un misterio que será resuelto solo más tarde en el curso de Z. Una vez más encontramos
en EH (EH, «Así habló Zaratustra», §8; Santiago Guervós, 2007, pp. 155-202) una
respuesta a esta canción. De una forma enigmática señala:

La respuesta a este ditirambo del aislamiento solar en la luz sería Ariadna…


¡Quién sabe, excepto yo, qué es Ariadna! De todos estos enigmas nadie tuvo
hasta ahora la solución, dudo que alguien viera siquiera aquí nunca enigmas. –Z
define en una ocasión su tarea –es también la mía– con tal rigor que no podemos
equivocarnos sobre el sentido: dice sí hasta llegar a la justificación, hasta llegar
incluso a la redención de todo lo pasado.

Ariadna, que simboliza el potencial humano para el nacimiento de nuevas formas


y también la habilidad para espiritualizar este potencial como para acelerarlo. Ariadna
es la respuesta en cuanto que ella puede llegar a ser también sol. ¿Esa añoranza de la luz
por la noche está señalando a Ariadna-Cosima Wagner o a Lou-Salomé? Aunque cabe
una interpretación simbólico-filosófica, hay datos que permiten otra interpretación
biográfico-psicológica. Realmente es un problema que atañe al modo de filosofía
experimental que está presente en Nietzsche en el que biografía y obra se entrecruzan,
y que habría que enmarcarlo en el carácter de su filosofía, sumamente vivencial (cf.
Santiago Guervós, 2011/2012, pp. 1-19). En este texto la trama básica sería el amor,
un sentimiento ligado al dolor del que el autor no puede olvidarse. Para Nietzsche el
amor es como «un desbordamiento hacia lo infinito», y Z se queja aquí de no obtener
recompensa por todo lo que ha dado de él a su amada, sentir que ofrece y no recibe
una y otra vez. El enigma debe ser desvelado en las páginas de este libro que es donde
Nietzsche ha encriptado la historia de su exploración íntima de su enamoramiento con
Lou, así como de las consecuencias de lo que tal enamoramiento significó para él y su
pensamiento, lo mismo que sus intenciones ocultas con Cosima Wagner.

101
Referencias bibliográficas
Escritos de F. Nietzsche:

[Utilizamos la edición en español de la Sociedad Española de Estudios F. Nietzsche (SEDEN).]


FP I (2007) F. Nietzsche. Fragmentos Póstumos (1869-1874). Dir. Diego S. Meca. Tr. esp.
notas e introducción, Luis Enrique de Santiago Guervós. Madrid: Tecnos, 2ª ed.
FP III (2010) F. Nietzsche. Fragmentos Póstumos (1882-1885). Dir. Diego S. Meca. Tr. esp.
notas e introducción, Diego Sánchez Meca y Jesús Conill. Madrid, Tecnos.
CO IV (2010) Correspondencia Friedrich Nietzsche (enero 1880-diciembre 1884). Dir.
Luis Enrique de Santiago Guervós. Tr. esp., notas e introducción, Marco Parmeggiani
Rueda. Vol. IV, Madrid: Trotta.
OC I (2011) Obras Completas de F. Nietzsche, vol. I. Dir. por Diego Sánchez Meca. Tr.,
introd. y notas: Diego Sánchez Meca, Joan B. Llinares, Luis Enrique de Santiago
Guervós. Tecnos: Madrid.
OC IV (2016) Obras Completas de F. Nietzsche, vol. IV. Dir. por Diego Sánchez Meca. Tr.,
introd. y notas: Jaime Aspiunza, Manuel Barrios, Kilian Lavernia, Diego Sánchez Meca,
Joan B. Llinares, Alejandro Martín. Tecnos: Madrid.

Akiyama, Hideo, (1974),«Nietzsches Idee des “Grossen Stils”», en Nietzsche-Studien, 3


(1974), p. 108.
Aristóteles, Poética IV, 1449 a9 ss.
De Bleeckere, Sylvain, (1979), «Also sprach Zarathustra: Die Neugestaltung der “Geburt
der Tragödie”», en Nietzsche-Studien 8 (1979), p. 287s.
Fietz, Rudolf, (1992), Medienphilosophie. Würzburg: Königshausen & Neumann, p. 74.
Fink, E., (1976) La filosofía de Nietzsche. Madrid: Alianza, p. 61.
Gadamer, G.-H, (2003), «El drama de Zaratustra», en Estudios Nietzsche, 3, pp. 115-130.
Gooding-Williams, Robert, (2001), Zarathustra’s Dionysian Modernism. Standford:
Standford University Press, p. 164.
Jung, Carl Gustav, (2019) El Zaratustra de Nietzsche. Vol. I. Ed. de James I. Jarrett. Trd. esp.
de Antonio Fernández Diez. Madrid: Editorial Trotta.
Nehamas, A., (2002), Nietzsche: la vida como literatura. Madrid: Turner, p. 38.
Santiago Guervós, Luis E. de, (2012), «Nietzsche’s self-interpretation within his own work:
a philosophical experiment», en New Nietzsche Studies, Vol 8, Numbers 3 and 4
(Winter 2011/Spring 2012), pp. 1-19.
Santiago Guervós, Luis E. de, (2007), «Cosima Wagner y F. Nietzsche: Claves para la
interpretación de una relación enigmática», Estudios Nietzsche, 7 (2007), pp. 155-202.
Scheier, Claus-Artur, (1985), Nietzsches Labyrinth. Freiburg/München: Verlag Karl Alber,
pp. 179ss.
Vitens, Siegfried, (1951), Die Sprachkunst F. Nietzsches in “Also sprach Zarathustra”. Bremen:
Horno, p. 66.

102
Hitos de la carencia
De la enfermedad al claro1
Sergio González Bisbal

El Ser humano siente que ocupa un lugar especial dentro de la totalidad de las
cosas. No es un mero ente entre otros entes, sino que tiene algunas características
que lo hacen distinto a todo lo demás, desempeñando un rol destacado. Mucho se
ha reflexionado a lo largo de los siglos en torno a estos rasgos distintivos y mucho
se ha escrito. Numerosos son los planteamientos que se han hecho desde el instante
mismo del nacimiento de la filosofía, hasta el punto de poder afirmar que indagar en
la peculiaridad humana es uno de sus motores principales. Desde el tópico animal
político aristotélico (para quien también es el ser humano el animal que habla) hasta
el que piensa (Descartes), el que ríe (Rabelais) o el que juzga (Kant), pocos han sido
los autores que se han sustraído a pensar en el papel que juega el ser humano en la
creación (no sólo lo que lo hace diferente, sino también el lugar que ocupa dentro del
todo). De todos ellos, queremos destacar algunos que han cifrado el rasgo distintivo de
lo humano por la vía negativa, es decir, señalando la carencia que marca la diferencia,
aquél vacío que nos coloca en un mayor grado de apertura y por lo tanto nos permite
un abanico de posibilidades ajeno a cualquier otro ser de la creación. Lo que nos
convertiría en humanos no es una potencialidad propia nuestra y que nadie más tiene,
sino una falta que nos pone en una situación muy diferente frente al mundo. De todas
ellas, queremos centrar nuestra atención en varios autores que han hecho hincapié
en la dimensión enferma del ser humano, tales como Hegel, Nietzsche o Calasso. Por
otra parte, también queremos traer a colación otra perspectiva desde la que se pone de
manifiesto la naturaleza –si es que es posible utilizar dicho término– carencial y abierta
del ser humano, pero en esta ocasión desde el punto de vista de instancias ajenas a él,
como es el caso de Heidegger y sus consideraciones acerca del claro del Ser. Todas estas
concepciones manifiestan una situación incómoda del ser humano, consigo mismo y

1
El presente texto versará sobre textos y autores trabajados en los seminarios que a lo largo de los años
hemos realizado con el profesor Vermal, así como algunos materiales de nuestra tesis doctoral, elaborada
bajo su dirección. De este modo pretendemos exponer al público, a modo de homenaje y reconocimiento,
una pequeña muestra de la labor que con él realizamos y los frutos que nos brinda.

103
con su situación en el mundo, que por ser especial resulta en un desgarro producto de
la tensión entre las fuerzas que nos atan a la tierra y las que nos elevan a las alturas2.

1. Hegel y la enfermedad

Puesto que nos proponemos repasar esta dimensión negativa de la especificidad


del ser humano en términos de enfermedad, debemos acercarnos a Hegel, el primer
gran autor que relaciona al ser humano con la ella. Y aunque lo relaciona también con
la animalidad, adelantamos que Hegel no piensa que el ser humano sea un animal
enfermo, sino que la humanidad, aquello que nos convierte en humanos, supone una
enfermedad para el animal que en definitiva somos. No se trata, pues, de que estemos
enfermos, sino que somos enfermedad.
Para intentar desentrañarlo, hemos de acudir en primer lugar a algunas concepciones
acerca de la muerte en los animales y en el ser humano, las cuales podemos encontrar
en la Fenomenología del Espíritu. Allí se refiere a la muerte como el ser empujado más
allá de su existencia inmediata, un «ser arrancado de su sitio»3. Para los animales (que se
limitan «a una vida natural»), esto ocurre de forma pasiva y natural, pero el ser humano
posee conciencia, la cual le lleva a ir más allá, a superarse e ir hacia su propio concepto,
sacando de sus goznes la propia existencia inmediata, abriendo la puerta a la inquietud y
la angustia4. Hay un conflicto entre el ser humano y lo real dado, un continuo ir más allá
de él, lo cual le lleva a sobrepasar su animalidad y llevar al máximo sus límites –aunque,
como señala Kojève, «lo único que pone término a la autotrascendencia humana es el
final del animal antropóforo» (Kojève 2013, 611)–. Es por eso que la muerte en el ser
humano no es algo pasivo que llega sin más, sino que él mismo se acaba llevando a su
propia muerte, puesto que en su afán se arranca de continuo de su propio sitio. Debido a
ello la vida humana es menos plácida que la animal, en la medida en que se las ve con la
negatividad y la muerte de una forma consciente. Cabe decir que este proceso no ocurre
en el curso de una vida individual ordinaria, sino que se va encadenando en la sucesión
de las diversas generaciones, dando lugar a la Historia, que no sería otra cosa que la senda
por la cual se llega al Espíritu5.
2
Valga la imagen plotiniana del ser humano con la cabeza «fija descollando por encima del cielo»
(Enéada IV, 3,12,1), que Calasso rescata para decir que «el hombre está inmerso en el cosmos, pero con
la cabeza afuera» (Calasso 2020, 298) para manifestar la naturaleza dual y escindida del ser humano.
3
«Lo que se limita a una vida natural no puede por sí mismo ir más allá de su existencia inmediata, sino
que es empujado más allá por un otro, y este ser arrancado de su sitio es su muerte» (Hegel 2000, 55).
4
«Pero la conciencia es para sí misma su concepto y, con ello, de un modo inmediato, el ir más allá
de lo limitado y, consiguientemente, más allá de sí misma, puesto que lo limitado le pertenece; con lo
singular, se pone en la conciencia, al mismo tiempo, el más allá, aunque sólo sea, como en la intuición
espacial, al lado de lo limitado. Por tanto, la conciencia se ve impuesta por sí misma esta violencia que
echa a perder en ella la satisfacción limitada. En el sentimiento de esta violencia puede ser que la angustia
retroceda ante la verdad, tendiendo a conservar aquello cuya pérdida la amenaza. Y no encontrará quietud,
a menos que quiera mantenerse en un estado de inercia carente de pensamiento, pero el pensamiento
quebrantará la ausencia del pensar y la inquietud trastornará la inercia» (Hegel 2000, 55-56).
5
«Por eso la muerte del hombre siempre es, en cierto modo, prematura y violenta, por oposición a
la muerte “natural” del animal o de la planta, que han acabado el ciclo de su evolución. Y también por
eso la trascendencia humana puede realizarse en tanto que Historia una y única a pesar (o a causa) de

104
De este modo, enfrentando la negatividad, superándola en la síntesis superior en el
camino hacia el Espíritu, el ser humano «mata» al animal que lo alberga, pudiéndose
afirmar que es la enfermedad mortal del animal. Y en la medida en que el ser humano
es animal y se pone a sí mismo en la senda del Espíritu, acogiendo en su seno la
negatividad y superándola, llevándola a un estadio superior, se puede decir que es un
animal enfermo. Los textos en los que realiza Hegel estas afirmaciones los podemos
encontrar en los inicios de su andadura intelectual, en las Lecciones de Jena de 1803-
1804, y aunque no lo dice de forma explícita como tal6, el ser humano es el animal
enfermo, aquel que supera su mera concreción y va hacia lo universal, superando las
oposiciones que en su camino va encontrando, transitando la senda dialéctica, algo
que supone la muerte del animal7. En su brillante y pormenorizada Introducción a la
lectura de Hegel, Alexandre Kojève realiza un notable análisis de estos textos, y afirma
que «la enfermedad que lleva a la muerte del animal es el “devenir del Espíritu” o del
Hombre. (El Espíritu no es, pues, un Dios eterno y perfecto que se ha encarnado, sino
un animal enfermo y mortal que se trasciende en el tiempo)» (Kojève 2013, 613).
No se trata con exactitud que el ser humano sea un animal enfermo, sino que él es la
enfermedad del animal que en definitiva es, enfermedad que lo lleva a la muerte y hace
que su vida y su estar en el mundo sea totalmente distinto al del resto de los animales,
los cuales son incapaces, en su salud, de vérselas con la negatividad y entrar en la senda
dialéctica. Somos, pues, una entidad especial, la que permite el despliegue de Espíritu
y que por tanto se trasciende a sí misma, formando parte de algo más grande que ella.
Que el ser humano ocupe un lugar capital en un sistema filosófico no es nada nuevo,
lo que sí fue una novedad introducida por Hegel fue que esta dimensión única venga
por el lado de la negatividad y nuestro trato con ella, que nos coloca en la tesitura de
enfermar al animal que somos.
La enfermedad que el Hombre es supone una amenaza y un desafío a su animalidad,
la hace tambalear y que pierda pie. Por eso es enfermedad, que rompe el suelo concreto
en el que está y se desarrolla y le hace poner sus miras más allá, suponiendo la muerte
del mero imperio del aquí y ahora (al que como animal está sujeto) y abriendo el
horizonte del ser humano en toda su plenitud. Pero esto no lo habría logrado de no
haber trascendido la mera animalidad, de haberla sacado de sus goznes, de haberla
enfermado en definitiva. La enfermedad ha hecho su aparición, pero es ad maiorem
homo gloriam, es una enfermedad «en positivo», y en realidad los que tienen la carencia
son los animales. Todavía estamos ante un ser humano central y necesario, summum

la sucesión de las generaciones, que en el reino animal y vegetal permanecen absolutamente separadas
entre sí» (Hegel 2000, 55-56).
6
Sí dice que «la enfermedad del animal es el devenir del Espíritu» (JS I, 179: 1-4 y 6-7), que como
vemos es lo que distingue al ser humano (las citas de las lecciones de Jena son tomadas de Kojève 2013).
7
«En la medida en que el sistema universal eleva al animal al interior de sí mismo hasta el punto
de que su entidad-universal queda fijada de manera opuesta (gegen) a su diferencia [que lo distingue
de todo cuanto no es él], de que ella existe para sí misma y no coincide con esa diferencia, ahí se pone
la enfermedad, en la que el animal quiere [ir] más allá de sí mismo. [Pero] En la medida en que él no
puede organizar esa entidad-universal para sí sin relacionarla con el proceso animal […], no hace sino
transformarse en su muerte» (JS 1, 167: 38-168: 6).

105
de la creación y soberano del mundo. Para encontrarnos a un ser humano ya enfermo
y sometido al mundo, destronado de la cima del mundo, hemos de acudir a otros
autores como Nietzsche.

2. Nietzsche y la enfermedad

En Nietzsche el ser humano ya no ocupa ningún lugar privilegiado, es tan sólo un


momento, un pequeño destello en medio de la oscuridad magmática de la voluntad de
poder, una fugaz forma apolínea surgida del maremágnum dionisíaco. La concepción
nietzscheana del ser humano queda bien clara en los primeros compases de su
producción intelectual, en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, donde se
expresa en los siguientes términos:

En un apartado rincón del universo, que centellea desperdigado en innume-


rables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que unos animales astutos
inventaron el conocer. Fue el minuto más arrogante y mentiroso de la «historia
universal»: pero, a fin de cuentas, fue sólo un minuto. Después de que la naturaleza
respirara unas pocas veces, el astro se heló y los animales astutos tuvieron que
perecer. –Podría inventarse una fábula como ésta y, sin embargo, no se habría
ilustrado suficientemente cuán sombría y caduca, cuán inútil y arbitraria es la
presencia del intelecto humano en la naturaleza; hubo eternidades en las que no
existió y cuando de nuevo desaparezca, no habrá sucedido nada. Pues ese intelecto
no tiene misión alguna fuera de la vida humana9.

El ser humano no es una parte más de la naturaleza y no ocupa ya ningún lugar


especial. Sin embargo, aquí estamos y lo somos todo para nosotros. No hay forma de
saber cómo conocen las otras formas de vida porque sencillamente no somos ellas, así
que es con nuestros mecanismos con los que nos las hemos de ver y tan sólo podemos
conocer aquello para lo que estamos constituidos. Por lo tanto, si somos especiales es
por constituir una perspectiva, un punto de observación único en el universo, en medio
de muchos otros puntos de vista imposibles de aventurar. Pero lejos de abandonarse a
la inacción y el derrotismo, Nietzsche se volcó en la reflexión en torno al ser humano y
sus peculiaridades. Es en medio de ellas en las que nos encontramos con la definición
del mismo como «animal enfermo».

8
Para un desarrollo más pormenorizado del asunto, ver nuestra tesis doctoral dirigida por el profesor
Vermal, que bajo el título El animal enfermo. El pensamiento de Nietzsche como pensamiento de salud y
enfermedad fue defendida en 2018.
Para las citas de este apartado utilizaremos la notación acostumbrada de las obras de Nietzsche según sus
siglas en alemán, siendo las usadas aquí: WL (TL) (Sobre verdad y mentira en sentido extramoral), GM
(Genealogía de la moral, seguido de un número romano que corresponde al número del tratado del que se
toma la cita), AC (El Anticristo). En todos los casos, se sigue el parágrafo en el que está el texto citado dentro
de la obra y el lugar en el que se puede encontrar (volumen y página) en las obras completas en español
publicadas por Tecnos. Igualmente, para los fragmentos póstumos se indica el cuaderno y el número, así
como el volumen en el que los podemos encontrar dentro de la edición española (en números romanos).
9
WL (TL), I (OC I, 609).

106
Teniendo en cuenta la animalidad de base y el carácter perspectivista de su
conocimiento, Nietzsche ve en la enfermedad la principal particularidad del ser
humano, aquello que lo hace diferente a los demás y le lleva a adoptar las dinámicas
que nos han traído hasta nuestro presente. Básicamente, estas dinámicas son la cultura
en general y la moral en particular, las cuales centran buena parte de las reflexiones
de Nietzsche. Es precisamente en sus consideraciones en torno al origen de los
sentimientos morales donde nos encontramos con la referencia al ser humano como
animal enfermo. En concreto, dice en el tercer tratado de Sobre la Genealogía de la moral
que «el hombre está más enfermo, es más inseguro, más voluble, más indeterminado
que cualquier otro animal, de eso no hay duda, – es el animal enfermo»10.
El ser humano es más indeterminado que cualquier otro animal, lo cual no quiere
decir que los demás no lo estén, sólo que lo están menos. La indeterminación y la
inseguridad son, pues, generalizadas, pero en el ser humano lo son aún más, por lo que
está más expuesto al peligro y a la incertidumbre. Los animales están más constreñidos
por todo su aparato instintivo, que dirige sus posibilidades de un modo mucho más
rígido, otorgándoles una senda de la que resulta difícil desviarse. El ser humano, en
cambio, está totalmente desamparado. En un medio hostil en gran medida, débil, sin
el repertorio de características que hacen a otros animales fuertes (ni posee grandes
garras, ni fuerza, ni siquiera es capaz de escapar de la mayoría de depredadores), y con
unos instintos más bien endebles que si bien están ahí, son perfectamente modulables
hasta adquirir una variabilidad que nos otorga un mar de posibilidades en el que no
hacemos pie y corremos el riesgo de naufragar. Y a pesar de ello, nos hemos convertido
en esa arrogante especie que se cree la clave de bóveda del universo.
En la enfermedad reside nuestra fortaleza, puesto que hemos sido capaces de
sobrellevarla y no sucumbir. En buena parte lo hemos logrado otorgándonos una
segunda naturaleza en la que nos encontramos más seguros y a salvo, a base de rituales,
creencias, organización social y moral… A esta situación en la que nos mantenemos
a salvo de la pura intemperie la hemos llamado salud atendiendo a su etimología (del
latín salus, que tiene que ver con salvatio). A la intemperie e inseguridad primordiales
nos referimos con el término enfermedad, también en relación con su etimología
(infirmitas, que hace alusión a una situación de falta de firmeza). Así, el ser humano,
si bien es el más expuesto, el que parte de una situación más débil, más enferma, ha
logrado mantenerse y prosperar a pesar de ella, lo que denota una gran salud, en la
medida en que esta es la capacidad de afrontar la enfermedad y no tanto su mera
ausencia. No obstante, el peligro siempre está ahí, y el afán de Nietzsche se dirige a
diagnosticar los males de la cultura, puesto que no todo fenómeno cultural es válido a la
hora de hacer frente a la enfermedad que es la existencia. Así, puede haber culturas que
sin ser conscientes de ello nos aboquen a la disolución, al agotamiento y el nihilismo,
resultando enfermas y decadentes. Por el contrario, las culturas que nos afirman y nos

10
GM III §13 (OC IV, 531).

107
brindan un suelo (es decir, un sentido) sobre el que transitar en el proceloso mar de la
existencia son saludables y deben ser promovidas11.
En otros lugares también se refiere Nietzsche a que el ser humano es un animal no
fijado, variable, indeterminado, frente a los otros animales, que están más sujetos a su
naturaleza (hasta el punto de que podemos llegar a afirmar que la naturaleza humana es
no tener una naturaleza fija). Así, en Más allá del bien y del mal (§62), afirma que «el ser
humano es el animal que está aún sin fijar», y en los fragmentos póstumos reconoce que
esto, que nos sitúa en una posición inferior a las otras especies, en última instancia es
lo que nos ha obligado a ir más allá de nosotros en busca precisamente de alguna clase
de anclaje que nos otorgue algo de fijeza12. Queremos subrayar la paradoja de que esta
debilidad a priori, a la postre resulta el elemento que nos ha brindado nuestra mayor
fortaleza. El par salud-enfermedad (que es más un continuo que una pura oposición) se
caracteriza por la paradoja y el equívoco, ya que se trata de conceptos con un marcado
carácter farmacológico13, y lo que en un momento es perjudicial desde otro punto de
vista puede ser beneficioso. De este modo, la falta de firmeza (la enfermedad) de no
estar fijados, nos ha brindado la oportunidad de ser creativos y la salud en medio de
la intemperie más hostil. Como afirma en El Anticristo, nos ha hecho interesantes14.
Pero al mismo tiempo esta salud es frágil y alberga en sí la semilla de la enfermedad y la
disolución. No basta con llegar a un punto en el que nos sintamos a salvo (o en el camino
a la salvación), hay que perseverar en una senda en la que no vamos a alcanzar nunca el
objetivo al completo. Ello es debido a la naturaleza farmacológica de las herramientas
mismas que nos ponen a salvo, las cuales al mismo tiempo pueden albergar la semilla
del hundimiento. Esto es lo que Nietzsche cree que ha ocurrido con el cristianismo y
la modernidad, que han pretendido llegar a la salud y además lo hacen apelando a un
mundo externo al nuestro (en términos nietzscheanos, un trasmundo), despreciando
el juego que se establece en él, haciendo que todas nuestras esperanzas se vuelquen en
un más allá. Se trata de un esquema rígido que durante algunos siglos habría aportado
estabilidad, pero que Nietzsche siente cercano al colapso, el cual anticipa en la llegada
del nihilismo, que es incapaz de ver ningún sentido en el mundo más allá que el que el
cristianismo pregonaba, el cual gracias a su propia dinámica interna se habría acabado
desenmascarando como falso e insuficiente. De este modo se cumple la idea de que
todo intento de aseguramiento alberga en sí las bases para el derrumbe, sólo que en
11
En resumidas cuentas, y a riesgo de caer en una burda simplificación, para Nietzsche la cultura
europea de su tiempo supone la culminación de la decadencia iniciada con el cristianismo. En cambio,
la cultura de la época trágica de los griegos representa el culmen de la salud.
12
«Principio: aquello que en la lucha con los animales dio al hombre su victoria ha traído consigo a la
vez el desarrollo difícil y peligroso, enfermizo del hombre. Él es el animal todavía no fijado» (primavera
de 1884. FP III 25[428]).
13
Nos apoyamos en la idea del pharmakon derridiano (que aparece en La farmacia de Platón), que es
la idea de aquello que, al igual que las sustancias medicinales pueden ser una cosa y su contraria a la vez
(la misma sustancia que nos cura nos puede matar). Se trata de conceptos que no tienen un significado
claro y distinto y que por lo tanto no están fijados.
14
«Y, al afirmar esto, todavía afirmamos demasiado: el ser humano es, en términos relativos, el animal
más malogrado, el más enfermizo, el que se ha desviado de sus instintos de la manera más peligrosa –
¡desde luego, es, con todo ello, también el más interesante!» [AC §14 (OC IV, pág. 714)].

108
el caso del cristianismo esto ocurre de una forma mucho más aguda y peligrosa, en la
medida en que la salvación que se pregona es tan total y completa, tan cerrada, que el
peligro que alienta es su seno lo es en mucha mayor medida.
Así pues, la enfermedad del animal humano, su indeterminación esencial, le hace
estar mucho más expuesto al peligro de la existencia, a esa infirmeza del mundo que
todo lo impregna. En realidad, está igual de expuesto que todo lo demás, pero su
situación es de mayor desamparo, al no contar con las defensas que los otros seres
vivos sí tienen (por el peso de sus instintos y comportamientos, mucho más regulares
y estables).

3. Calasso y la enfermedad

Muy en relación con lo expuesto respecto a Nietzsche están las reflexiones del
italiano Roberto Calasso desarrolladas en El cazador celeste. En ellas profundiza en
la distinción entre el ser humano y el resto de animales, la cual viene nuevamente
por la vía negativa de poseer carencias con respecto a ellos. Pero si con Nietzsche se
trataba de generar una segunda naturaleza menos hostil y más habitable para nosotros,
espoleados por la necesidad de la indigencia, en Calasso de lo que se trata es de imitar
a los animales, en quienes reconocemos mayores capacidades y potencialidades que
las nuestras. Podemos acudir a las teorías de René Girard para intentar comprender
el mecanismo que opera tras las intentonas miméticas del ser humano respecto a los
animales.
En resumidas cuentas, para Girard los humanos percibimos a nuestros congéneres
como más completos y seguros que nosotros mismos (al no vivir en primera persona
sus zozobras y carencias) y deseamos alcanzar la plenitud que representan respecto
a nosotros. Ansiamos ser ellos y colmar nuestros deseos y ansias, que son algo
inespecífico que nos lleva a ir husmeando en los demás en busca de concretar el
deseo15. Así, el ser humano aparece como alguien en continua búsqueda y decepción
(porque una vez alcanzadas las metas que suponemos que hacen del prójimo alguien
más completo nos damos cuenta de que no brindan la plenitud ansiada), movido por
una indigencia intrínseca que nos conduce hacia los demás y nos lleva a establecer
relaciones con ellos, conformando en última instancia la sociedad y todos sus resortes
y mecanismos.
En Calasso también nos encontramos este afán mimético, pero no tanto respecto a
nuestros semejantes como a los otros animales. Y además movido por la enfermedad
que nos impulsa a distinguirnos, a negarnos y a explorar nuevos caminos16. Así, nos
hallamos de nuevo ante el rasgo hegeliano de la enfermedad, de ir más allá de uno
15
«Una vez que sus necesidades primordiales están satisfechas, y a veces incluso antes, el hombre
desea intensamente, pero no sabe exactamente qué, pues es el ser lo que él desea, un ser del que se siente
privado y del que cualquier otro le parece dotado. El sujeto espera de este otro que le diga lo que hay que
desear, para adquirir este ser» (Girard 1998, 152).
16
«Para Homo existieron dos pecados capitales: la separación y la imitación. La separación sucedió
cuando Homo decidió oponerse al continuum zoológico, tomando algunos animales a su servicio y

109
mismo y superar los límites, dando muerte al animal que somos para dar a luz una
nueva entidad que es propiamente el ser humano. Para ello, adoptó las estrategias
que veía en los otros animales, en los más poderosos y a los que más temía, que eran
los depredadores y carroñeros. Y en su afán no dudó en dotarse de prótesis que le
proporcionaran las ventajas que admiraba y envidiaba17. Es el principio de la caza, en
la que Calasso sitúa el origen de lo propiamente humano18. Por ella, el ser humano
pasa a verse distinto a los demás, siente la distancia respecto a ellos, y a la vez dirige la
mirada hacia sí mismo (es lo que implica dicha distancia, la consciencia de la diferencia
respecto a ellos y al mismo tiempo el anhelo de adquirir sus potencialidades). Resulta
paradójico que en este quererse parecer a ellos, se acabe separando y tomando unos
rasgos propios, en un primer paso que nos ha acabado conduciendo hasta nuestros
días, sutilizando y adaptando la caza a numerosos ámbitos de la existencia.
Imitación que nos distingue, negación afirmadora, la caza nos coloca de nuevo
en el terreno de lo farmacológico y su ambigüedad. No hay un significado unívoco
y lo que es positivo alienta en su interior la negatividad y viceversa, en un juego sin
fin. Porque si con la caza, al querer imitar a determinados animales, nos acabamos
distinguiendo de ellos hasta el punto de crearnos una segunda naturaleza (lo que en
principio parece positivo en la medida en que nos hace humanos y nos convierte en
animales especiales), al mismo tiempo nos sitúa ante la culpa por habernos distanciado
y la necesidad de restablecer de algún modo el daño hecho (puesto que así es vivido
por el recién nacido humano, que aún conserva el recuerdo de su pasado animal).
Con la caza se ha producido una transgresión del orden natural de las cosas, y ha sido
responsabilidad única del propio ser humano, que persiste en sus actitudes cobijándose
bajo un paraguas ritual que en última instancia acabará dando lugar a todo el edificio
de la cultura, llegando hasta nuestros días.
Según los planteamientos de Calasso, el motor de todo el desarrollo humano es
su debilidad frente a otros animales, lo que le llevó a intentar adoptar sus tácticas y
potencialidades a base de utilizar lo que tenía a la mano (piedras, palos…). Este suceso
supuso un gran paso, una toma de distancia respecto a ellos y la toma de conciencia de
sí. Al mismo tiempo, ese primate que empezó a reconocerse y a verse como otro respecto
a los demás, sintió que con ello estaba realizando un acto sacrílego, pero continuó con
él intentando congraciarse con las fuerzas a las que sentía que estaba traicionando19. De

considerando a los demás como material potencialmente útil para sus fines. La imitación, cuando Homo
se acercó, en su comportamiento, a los depredadores» (Calasso 2020, 109).
17
«El hombre no es un depredador nato sino un depredador devenido. Para llegar a serlo debió ne-
gar aquello que era, agregando a su cuerpo una prótesis: un sílex astillado, una lanza afilada, un arco.
Entonces empezó a cazar. Sin ayuda de una prótesis, la caza hubiera sido ineficaz. Por eso la negación es
intrínseca a la caza. El cazador es el hombre de la negación. Existe en cuanto niega una situación inicial.
Si el hombre, como quería Hegel, es el “animal enfermo”, su enfermedad implica igualmente la negación
de la caza» (Calasso 2020, 110).
18
«La caza es el lugar en el que se cumple el desdoblamiento primordial, la bifurcación de las que
descienden todas las demás» (Calasso 2020, 108).
19
En El Cazador celeste, además de esta genealogía de lo propiamente humano, nos encontramos ante
una concepción de lo religioso como algo previo a las religiones concretas. El misterio y lo divino, la

110
ese juego surgió toda la cultura humana, la cual es todo un compendio de debilidades
y fortalezas, positividad y negatividad, una realidad farmacológica, imposible de fijar
y en una movilidad continua. Se trata de un infinito acecho, de una caza infinita de
algo que se anhela pero que al mismo tiempo se desconoce. Sea como fuere, en ese
impulso inicial hay una carencia, un vacío que es el que nos ha forzado a movernos y
llegar a ser lo que somos.

4. Heidegger y el claro

Queremos cerrar este recorrido por algunos autores tratados en nuestros


seminarios con algunas pinceladas en torno a la relación de Heidegger con lo
negativo, la ausencia, el anhelo, y la forma que tiene de determinar al ser humano20,
que es radicalmente distinta a las expuestas hasta el momento. Si en ellas la carencia
venía dada desde el propio ser humano y este se afanaba en solventarla mediante sus
potencialidades (caso de Nietzsche y Calasso), o si se trataba de una superación del
estadio animal superando sus límites (como sucede en Hegel), en Heidegger el vacío
viene dado desde el plano ontológico y las peculiaridades del ser, que nos sitúa en una
posición muy especial al respecto21.
Si hay un asunto que ocupa el pensamiento de Heidegger de un modo predominante
y constante es el de la diferencia ontológica. No se cansa de repetirnos que el ser ha
sido mal comprendido, olvidado, desde tiempo inmemorial, si es que alguna vez se
tuvo acceso a él. Y ello es debido no a una carencia nuestra, sino al propio ser, que se
bate en retirada, que se resiste a cualquier intento de fijarlo y cosificarlo. Aquello que
tradicionalmente ha sido conocido como el ser no es más que una suerte de destilado
de lo ente, un ente supremo y absoluto, pero no el ser propiamente dicho. La pregunta
por el Ser22 se ha transformado en la pregunta por el ente, quedado el primero olvidado.
Pero este olvido del Ser no es un despiste, sino que es él mismo el que desaparece,
se rehúsa, y deja que en la estela de su huida aparezca todo lo ente y sus diversas
interpretaciones. Es una desaparición fecunda, puesto que a rebufo de y en relación

relación con fuerzas que nos trascienden, son previos a los dioses, de ahí la profusión de cultos y creencias
que se han desarrollado para intentar dar curso a esa intuición.
20
Ciertamente es arriesgado hablar de que Heidegger hace algo así como una antropología, ya que
su principal tema es el ontológico. No obstante, es evidente que el ser humano ocupa un papel especial
dentro del despliegue conceptual que desarrolla a lo largo de su profusa producción intelectual, y que en
última instancia algo tiene que ver con nosotros y nuestro papel en el mundo. Y lo traemos aquí dado
que ha sido el autor al que más seminarios hemos dedicado con el profesor Vermal.
21
Las siguientes consideraciones son un somero resumen de algunas ideas que hemos rastreado a lo
largo de los años en nuestros seminarios, las cuales pueden encontrarse en las diferentes conferencias,
lecciones y obras heideggerianas sobre las que hemos trabajado: El camino al habla, La cosa, La palabra,
La esencia en el poema, ¿Y para qué poetas?, Tiempo y Ser, Serenidad, El origen de la obra de arte, El
principio de identidad, El final de la filosofía y la tarea del pensar, el Seminario de Le Thor, La constitución
onto-teológica de la metafísica, y Aportes a la filosofía. Acerca del evento.
22
Nos referimos al ser heideggeriano en mayúsculas. Él adoptó a lo largo de los años diversas grafías
para evitar que se confundiera con el ser del ente (al que se refirió en minúscula): además de la simple
mayúscula, le cambió la grafía (Seyn), e incluso llegó a tacharlo, para remarcar su carácter eminentemente
ausente.

111
a este rehusarse se va desplegando la totalidad de lo ente y se acaba configurando el
mundo de lo existente. No es, pues, un mero vacío hueco, sino que está preñado de
posibilidades.
Pero al mismo tiempo que brinda oportunidades, también nos aporta una gran
dificultad23: que el Ser borra todo rastro tras de sí, incluso el de su huida, por lo que se
requiere una actitud atenta para con ella. No se trata de alcanzar al Ser y aprehenderlo,
como se pretendería en el paradigma ontoteológico tradicional (que en todo momento
proclamó haber dado cuenta suya en las distintas formas que a lo largo de la historia
se fueron desarrollando), sino de atender y desenmascarar el juego del Ser, desvelando
no el Ser en sí, sino su carácter ausente y en continuo rehúso, algo que por lo tanto no
puede ser acometido de una vez para siempre, sino que la tensión de la escucha debe
mantenerse.
Lo que Heidegger reprocha a la historia de la filosofía es haberse centrado en la
presencia en lugar de la ausencia, que es lo propio del Ser, hasta el punto de que en las
múltiples formas con las que se refiere al Ser, para evitar cualquier lastre semántico e
histórico que pudieran llevar a confusión utiliza a partir de los años 30 la expresión
«evento apropiador» (Ereignis), que viene a ser el suceso mediante el cual el ser se
rehúsa y queda ausente y desaparecido. Es en este movimiento en el que se genera
un claro (la Lichtung) que permite la aparición de todo lo ente, generando la falsa
sensación de que es eso que aparece lo más relativo al ser, quedando el verdadero Ser
apartado totalmente24, así como el evento en el que es más propiamente (de ahí que sea
apropiador) Ser: el rehúso, el hacerse ausente (no es pues, un algo fijo, definible, sino
una cuestión dinámica lo que caracteriza al Ser).
¿Y dónde coloca esto al ser humano? Las teorías ontológicas de Heidegger guardan
un papel especial para el ser humano dentro de todo este juego del Ser. En Ser y
tiempo, el ser humano (Dasein) es el ente especial que lleva en su ser la posibilidad de
la pregunta por el Ser25, al que le atañe hacerse esa pregunta y así salvar la diferencia
ontológica y al Ser en cuanto rehúso. Tras la Kehre, y sobre todo en los últimos años,
el papel del ser humano es a menudo referido como el del pastor del Ser, lo cual puede
llevarnos a confusión. No se trata de que esté en posesión suya y lo dirija, sino que con
ello hace mención a la especial dimensión de copertenencia entre ambos: el pastor
protege y cobija, mantiene unido al rebaño, pero al mismo tiempo si no hay rebaño no
puede haber pastor. El ser humano, entonces, es el guardián, el que tiene encomendada
la tarea de mantener abierto el claro, el lugar en el que se da el aparecer y el desaparecer
del Ser (donde se da y al mismo tiempo se rehúsa). Su relación es con el vacío y lo
negativo que deja la ausencia, con la estela, manteniéndola y señalándola, habitándola.
Y ello puede hacerlo desde diversas instancias: el pensamiento (el pensar rememorante,
Andenken), el lenguaje (principalmente el poético) o el arte. Sea como fuere, al ser
23
De nuevo nos hallamos ante una cuestión ambivalente, farmacológica.
24
En la medida en que pueda hablarse en estos términos, arriesgados, al referirnos a las reflexiones de
Heidegger.
25
«Es propio de este ente el que con y por su ser éste se encuentre abierto para él mismo. La compren-
sión del ser es, ella misma, una determinación del ser del Dasein» (Heidegger 1997, 35).

112
humano le compete esta tarea, se ha de sentir interpelado por la llamada del Ser, que
le impele a dejarlo ser y no ontificarlo, lo cual es el gran riesgo en que la metafísica ha
caído (pero no por un error, sino porque el mismo Ser así lo acaba exigiendo en su
desaparecer, dejando sólo lo aparente). En definitiva, al ser humano le caracteriza ser
el cuidador del claro del Ser, el que ha de velar por evitar que el Ser quede en el olvido.

5. Conclusiones

El ser humano ha indagado a lo largo de los siglos en su propia naturaleza buscando


qué es lo que lo hace especial porque así se siente: portador de alguna clase de privilegio
que le otorga un estatus distinto en medio de la creación. Numerosos han sido los
intentos por dar con ese algo que nos distingue, y en gran medida se han hecho en
positivo: proponiendo rasgos que poseamos que nos distingan de todo lo demás. Sin
embargo, ha sido en los dos últimos siglos en los que se ha explorado la vía negativa,
es decir, la de la carencia o la indigencia, que nos ha dotado de un impulso que nos ha
llevado hasta la conciencia y la exploración del mundo con tal de cubrirla de forma
satisfactoria. Algunos ejemplos de esta vía son los que hemos tratado de exponer aquí,
no como una historia sino tan sólo como hitos en ese camino, en nuestra reciente
relación con el vacío y la ausencia, con lo abismático (relación consciente, puesto que
en esa relación estamos desde siempre). Además de ello, hemos visto también como
la práctica totalidad de las soluciones propuestas se las ven con lo indecidible y lo
ambiguo, que hemos definido como lo farmacológico a partir de las concepciones
de Derrida y el pharmakón. Estas soluciones farmacológicas ponen de manifiesto
que el abismo y la ausencia resultan imposibles de resolver, y de un modo u otro
acaban abriendo la puerta a nuevas incertidumbres que no hacen sino subrayar la
falta primordial y alimentan la dinámica que nos impulsa y nos ha conducido hasta
la humanidad.

113
Referencias bibliográficas
Calasso, Roberto. 2020. El cazador celeste. Editorial Anagrama. Barcelona.
Derrida, Jacques. 2015. «La farmacia de Platón». En Diseminaciones. Ed. Fundamentos.
Madrid.
Garrido Periñán, Juan José. 2015. «Lichtung: el claro del ser. Un estudio a raíz de las
meditaciones de Holzwege». Ágora, papeles de Filosofía, 34/2: 161-177.
Garrido Periñán, Juan José. 2017.«Lichtung en El final de la filosofía y la tarea del pensar:
qué nos tiene que decir el claro del Ser». Tópicos, Revista de Filosofía, 53: 148-174.
Girard, René. 1998. La violencia y lo sagrado (trad. Joaquín Jordá) (3ª ed.). Anagrama.
Barcelona.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 2000. Fenomenología del espíritu (trad. de Wenceslao
Roces). Fondo de cultura económica. Madrid.
Heidegger, Martin. 1997. Ser y tiempo (trad. de Jorge Eduardo Rivera). Ed. Universitaria.
Santiago de Chile.
Hermoso Félix, María José. 2015. «El alma ante el espejo: mitología y filosofía en las Enéadas
de Plotino». Revista de Estética e Semiótica, julio 2015: 59-70.
Kojève, Alexandre. 2013. Introducción a la lectura de Hegel. Trotta. Madrid.
Muñoz Pérez, Enrique. 2007. «Heidegger y la pregunta por el hombre». Veritas, vol. II,
núm. 16: 91-105.
Nietzsche, Friedrich. 2010. Fragmentos póstumos (4 vols., edición dirigida por Diego
Sánchez Meca), Tecnos, Madrid, vol. III.
Nietzsche, Friedrich. 2011. Obras completas (4 vols., edición dirigida por Diego Sánchez
Meca), Tecnos, Madrid, vol. I.
Nietzsche, Friedrich. 2016. Obras completas (4 vols., edición dirigida por Diego Sánchez
Meca), Tecnos, Madrid, vol. IV.
Plotino. 2015. Enéadas (trad. de Jesús Igal). Gredos, Madrid.

114
Una cartografía de la indigencia
Las figuras negativas en los Aportes a la filosofía de Heidegger
Juan Antonio Horrach Miralles

A mi maestro, que me enseñó a leer filosofía,


el respetado y querido «Tigre de la Pampa».

La obra de Heidegger Aportes a la filosofía. Acerca del evento, aparecida póstumamente


en 1989 aunque escrita poco antes de la II Guerra Mundial (1936-38), se muestra como
una pieza fundamental para profundizar en lo que se ha venido a llamar «el segundo
Heidegger», esto es, el que de alguna manera va asimilando y reelaborando todo aquello
que abriera y cerrara su epocal Ser y tiempo1, con especial hincapié en conceptos clave
de su ontológico (y existencial) viraje como Ereignis o Lichtung. En esta obra a la que
nos referimos, que ha sido tratada en diversas ocasiones por los seminarios de Juan
Luis Vermal en la Universitat de les Illes Balears (de hecho, supuso su inicio hace casi
dos décadas), aparecen nociones clave de esta singladura heideggeriana, como evento,
resonancia, último dios o cuaternidad, y en ella vemos lo que señalaba Franco Volpi en
su polémico estudio: se abre una visión del Ser «alternativo a las grandes concepciones
de la metafísica occidental» (Volpi, 2010: 55) y en el que incluso el Dasein mismo se
transfigura. Pero los conceptos que trataré de analizar en este momento son los que
asociarían a Heidegger con figuras de las que se ha intentado alejarlo, pensadores cercanos
de una manera u otra a la cultura judía2 como Lévinas, Blanchot o René Girard3, aquellos
que fueron explorando de diversa manera lo que significa el derrumbe de todo proceso
identitario y el sentido del desarraigo y la incertidumbre.

1. Una fenomenología de la indigencia. El fracaso del principio de


identidad

En mi tesis doctoral, a cuenta del trabajo de Girard, y vinculándolo a autores


que podríamos llamar (post)metafísicos como Derrida o Heidegger, me referí a lo
1
Es decir, el replanteamiento ontológico necesario al encontrarse su pensamiento ante la aporía de que
la pregunta por el Ser siempre es una propedéutica pura, aunque no inane en absoluto. La idea vendría
a ser de alguna manera asumir la esencia de lo aporético, lo que se trasluciría en los Aportes en un sinfín
de figuras negativas que se van engarzando unas a otras, pero con un fin no paralizante sino creativo.
2
Curiosamente sí vio desde el principio esa analogía el pensador nazi Ernst Krieck (Volpi, 2010: 73).
3
A René Girard dediqué en 2012 mi tesis doctoral Hacia una fenomenología del desarraigo. El lugar
de la filosofía en el proceso mimético-sacrificial de René Girard.

115
que llamo el pathos identitario, es decir, aquel impulso propio de todo individuo o
cultura para escapar a la incertidumbre configurando identidades fuertes definidas
en clave antagonista, es decir, discursos que interpretan la verdad como certeza
y cuya máxima finalidad consiste en arraigar alrededor de creencias sagradas y
principios incuestionables. En ese proyecto, que Girard plantea a nivel psicológico-
antropológico y Heidegger en clave metafísica, toda pretensión de plenitud y de
redimir las dificultades inherentes a la vida y al pensamiento se encuentran con el
imprevisto hundimiento de sus propósitos. Si en la verdad (aletheia) siempre se nos
escapa algo, incluso siendo la verdad aquello que se nos escapa (como dijo el científico
Richard Feynman, «lo que no esté rodeado de incertidumbre no puede ser la verdad»4),
en esta dinámica de apuntalamiento de lo pretendidamente fijo e inmóvil, aquello
que pretendería redimirnos de la confusión atávica de nuestra naturaleza, quedaría
atestiguado que si el proceso se lleva hasta sus últimas consecuencias el resultado
siempre es el mismo: el fracaso. Fracaso al menos visto desde una perspectiva metafísica
como falla del concepto de superación, que ansía un escenario cerrado por un dictamen
definitivo5. Porque siguiendo a Heidegger o Derrida, ese aparente descarrilamiento
se transfiguraría positivamente permitiendo nuevas y esenciales posibilidades para el
pensar, aclarando el fulgor de lo abierto. Como recuerda Felipe Martínez Marzoa, «el
griego nombra la verdad con una palabra de negación o rechazo referida al permanecer
oculto, o sea: nombra en realidad el permanecer-oculto, sólo que, como corresponde,
lo nombra en el rechazo. La verdad es ruptura, desgarro; la presencia consiste en una
brecha» (Martínez Marzoa, 1994: 19).
Emergería en este momento la cuestión del desarraigo, esto es, el hundimiento de
todo proyecto identitario y de la verdad entendida como certeza, además del discurso
concebido como visión del mundo. Estaríamos ante un desarraigo entendido tanto en
clave epistemológica como existencial, que por así decirlo no existe por sí mismo, carece
de sustancialidad propia ya que emerge y se manifiesta por mor del fracaso de todo
proyecto identitario y esencialista. El nihilismo desarraigante visto como aquello que
se revela cuando pierden su pretendida sustancialidad los principios identitarios que
han guiado el camino genético de la metafísica de la presencia. En el caso heideggeriano
podemos ver cómo la verdad, inficionada de dogmatismo, va perdiendo su esencia
interrogadora para, presionada por la angustia ante la incertidumbre y la ambivalencia,
tratar de clausurarse en la seguridad de lo fijado, de manera que así «veritas se convierte
en certitudo» (Heidegger, 2003: 154), es decir, en un puro objeto de cálculo, un resultado
categórico.
Al final de estos proyectos, de los discursos totalizadores y doctrinales, desarbolados
de su finalidad principal, que no es otra que fijar el fundamento y asentar la verdad
como evidencia, siempre acecha el desarraigo, el hundimiento de las posiciones y el
descalabro del deseo (lo deseado, al ser obtenido, no nos transmite el aura de pureza
y redención que le habíamos conferido). El desarraigo aparece al final del proyecto
4
Carta al editor de California Tech, febrero de 1976.
5
La «custodia del centro», siempre a salvo, que rehúye «la magia del desvío» (Blanchot, 2008: 32).

116
idealizado, cuando éste se desmorona, pero también emana del inicio del mismo, pues
sería aquel malestar que todo sistema identitario intenta conjurar y superar6. Por tanto,
no aparece ni puede aparecer por sí mismo, ya que es aquello que se cuela por las grietas
de todo sistema, carcomiendo sus presupuestos, señalando los límites y quebrando el
círculo de la clausura del sentido que trata de fijar la verdad a priori (Castoriadis, 1999:
184). Por tanto, no puede afirmarse, porque su naturaleza pertenece a la esfera de lo
farmacológico, el siempre ambiguo phármakon, veneno y antídoto a la vez (Derrida,
La farmacia de Platón7), carece de las condiciones objetivizadoras que caracterizan a
la metafísica de la presencia, y por ello tratar de fijar el desarraigo como fundamento
genético supondría la paradójica prolongación del dominio de dicha metafísica y su
acotado marco de articulación.
En el Idealismo alemán, por ejemplo, la conciencia de la escisión originaria
señalada por Hölderlin y que generaría la aparición de lo reflexivo con su separación
de sujeto y objeto, se impone ya claramente, abriéndose de esta manera una dimensión
de desarraigo como hasta la modernidad no se había conocido y cuya influencia se
extiende a todo espacio cultural y social de Occidente en nuestros días. Según Martínez
Marzoa, a diferencia de la filosofía griega, el Idealismo alemán proyectaría afirmar
dicho estado de disolución, es decir, la imposibilidad de postular ningún principio
como garantía absoluta de validez, tratando de fijar de alguna manera el desarraigo
como sujeto. Pero el preguntar filosófico no consiste en un «instalarse en algún otro
modo de saber o decir; la pregunta filosófica no tiene estatuto; es irreductiblemente
desarraigo» (Martínez Marzoa, 1994: 110); aquello que permanece fuera de las
coordenadas identitarias. Y es que, en el discurso moderno, la ruptura, la pérdida,
puede llegar a alcanzar «el carácter de autocerteza y de afirmación» (Martínez Marzoa,
2003: 114), afirmándose así la inconsistencia real de las cosas. Sin embargo, en Grecia
(en Platón, sin ir más lejos) las cosas son en principio algo inmediatamente consistente,
de modo que es sólo cuando las analizamos mediante la reflexión que esta consistencia
inicial se nos escapa. De esta manera, en el pensamiento griego no se promovería un
instalarse definitivo, sino que se mantiene una cierta distancia con el instalarse, con la
misma identidad. Por tanto, en Grecia la dimensión del desarraigo estaría más presente,
no como tema (al menos no como tema con pretensión de clausura) sino como fondo
inmanente, y sería este similar método de planteamiento el que caracterizaría la
reflexión de pensadores modernos como Heidegger o Derrida.

2. El fracaso necesario

En sus Aportes a la filosofía, Heidegger plantea la cuestión del «pensar inicial»


y del «otro comienzo», que más que superar rehace y ahonda, entendiendo que es

6
El hecho de que el desarraigo ya se perciba desde el inicio de todo sistema tiene que ver con la
naturaleza identitaria del hombre, que nace de una reacción expiatoria ante la escisión originaria y que
determina su perspectiva primordial de inicio a fin.
7
En La diseminación (Espiral, 1975).

117
necesario un reposar que, en su retención de pulsiones metafísicas (el dominio de lo
verdadero), permita abrir el camino del «acaecer sumo», aquel que nos aleje de los
meros acontecimientos, las maquinaciones del cálculo y la coacción de lo prejuiciado.
Se trataría de algo así como replantear el comienzo (que sería lo oculto) para,
substrayéndose (entendiendo el rehusar como donación), esquivar ciclos de supuesta
plenitud y recorrer la senda negativa de aquella indigencia que productivamente (no
en un sentido instrumental, se entiende) se va manifestando de múltiples formas:
extrañamiento, carencia, falta, rehuso, penuria, abandono, denegación, pérdida,
extravío, desbordamiento, sustracción, abismo, quiebre, caída, etc. «El resistir creador
del abismo» (Heidegger, 2003: 46): experimentar el punto álgido de la ausencia del
ser y soportarlo inventivamente. Y todo ello sin congraciarse con estas figuras de lo
negativo como si fueran otras formas (más profundas, si cabe) de arraigo. Se trataría,
más bien, de un «juego de lo abismoso» (Heidegger, 2003: 375) que, sin pretender
superar la metafísica de la presencia, se consagraría a la profundización de todo aquello
que se desvía de los caminos prefigurados («quien quiere avanzar tiene que desviarse»
[Blanchot, 2008: 40]), en cierto sentido aletheiano de que en aquello que se escapa
reside una mayor capacidad esenciante, una perspectiva más intensa de la apertura y
del pensar.
Heidegger plantearía ese pensar abisal tal que un «atreverse a lo inhabitual no
como peculiaridad de lo llamativo sino como necesidad de lo más inaparente, en el que
se abre el fundamento abismoso de la ausencia-de-fundamento de los dioses y de la
fundacionalidad del hombre y es asignado al ser aquello que la metafísica nunca podía
saber, el ser-ahí» (Heidegger, 2003: 373). La labor es ardua y compleja, por supuesto
inacabable (indecidible), ya que «el ser es la prohibición de todas las “metas” y la
negación de toda explicabilidad» (Heidegger, 2003: 377). No habría pauta ni circuito
(no hay sistema ni totalidad), sino pura extrañeza, «el anonadamiento de la nada»
(Heidegger, 2003: 381), pues «el no pertenece a la esencia del ser» (Heidegger, 2003:
219). Pero sin que eso signifique deleite (de nuevo, no se trata de plantear el desarraigo
como el mejor de los arraigos), sino experiencia conmocionante del espanto (propio
del otro comienzo) por el abandono del ser, residiendo en ese espanto la creación de
la retención fundadora. No se trataría tanto de explicar como de «transfigurar en su
fundamento y abismo» (Heidegger, 2003: 264).
En este sentido, el concepto de trascendencia sería plenamente metafísico, esencia
de todo proyecto identitario (al menos entendiéndolo en su sentido fuerte), como
proverbial camino firme y sustancial lugar de llegada, no tanto como horizonte a
explorar. Partiendo de una concepción fija de la esencia humana determinada como
subiectum normativo, trataría de fijar el fundamento como finalidad del proceso,
cerrando todo el sistema sobre un círculo sin fisuras8. En su elevación de un ente a
una dimensión superior, que no pertenece al ser aunque así se pretenda, es decir, en su
concepción de ente supremo como principio, implicaría un no escapar a la dimensión
8
Es decir, aquel que partiría del fundamento como presupuesto para acabar fijándolo como objetivo
final a consumar en un circuito cerrado de representaciones que hipostasia la dimensión del ser.

118
óntica que se desea superar, ya que el movimiento del trascender mismo no sería aquí
más que la voluntad de asegurar lo propio mediante la conveniente vuelta atrás que
genera implícitamente. El trascender sería un sobrepasar que vuelve sobre lo ente, y lo
importante no es tanto el punto hacia el que señala el impulso de la trascendencia sino
ese empuje mismo que la determina, la pauta y el circuito anteriormente señalados.
Podemos entender, siguiendo a Heidegger, que esta necesidad metafísica no es más que
huida (abandono) del ser y ocultamiento de su esencia. Y esto valdría también para las
dos trascendencias del deseo mimético que señala Girard en su obra Mentira romántica
y verdad novelesca: la horizontal (lucha entre iguales y ambivalencia con el modelo a
seguir) y la vertical (ascensión/imitación hacia seres superiores), pues aunque en esta
última el nervio antagónico pueda reducirse, al menos en su aplicabilidad empírica
permanece abierta la necesidad de fijar el principio identitario, esto es, la verdad
como certeza, el sistema como totalidad omnicomprensiva y el pensar como vía casi
mesiánica de acceso a lo trascendente.
La figura máxima de la trascendencia es el círculo: como sucede con el término
revolución, implica un avance y una progresión, cuando, según su astronómica
etimología, en realidad su movimiento se caracteriza por una inmovilidad esencial,
un volver siempre al punto de partida, un cierre del (y en el) movimiento circular,
que es lo que se trata de justificar y consolidar; se produce el habitual equívoco de
un ocultamiento esencial bajo la apariencia del desvelamiento, de la misma manera
que en el deseo mimético se lucha por la servidumbre cuando la apuesta se refería a
la libertad. Por tanto, en la trascendencia de la metafísica de la presencia no se da un
paso más allá, no se avanza realmente, y todo se articula a partir de una dialéctica que
no se mueve de lo propio, dominado por el estéril y paradójico principio de identidad.
Podríamos decir, interpretando a Heidegger de alguna manera, que este sobrepasar del
movimiento de la trascendencia sería la metafísica misma, pues su idea básica es la del
superar-algo, un ir más allá de este algo tomado como referencia fija e incontestada;
por tanto, lo que se pretende superar se da por supuesto, como algo incuestionado e
incuestionable. No olvidemos que la dinámica metafísica es puramente antagónica,
siempre representándose a partir de aquello que enfrenta y de lo que es enfrentado,
limitándose el sentido de su búsqueda, clausuradora de la interrogación, a un litigio con
la otredad satanizada. La metafísica se despliega como voluntad de superar que olvida
el camino que permite el despliegue, pero sólo gracias a ese olvido podemos conocer
la esencia nihilista de la metafísica de la presencia: «sólo porque la pregunta “¿Qué es
metafísica?” piensa de antemano en el sobrepasar, en el trascendens, en el Ser del ente,
puede pensarse el No del ente, aquella Nada que con igual originariedad es lo mismo
que el Ser» (Heidegger, 1994: 121). La metafísica no quiere saber de la indigencia,
aunque la padezca estructuralmente.
El camino queda cerrado, la metafísica identitaria revela así su inherente
contradicción para englobar en sí la verdad del ser, frustrándose la consumación de
su proyecto cuando parecía que podía resolverse. La derrota se nos hace explícita en
el momento decisivo, desarrollado el camino y al final del trayecto. Es en este fracaso

119
del pensar metafísico donde se produce la caída cuando surge el desarraigo, que sin
embargo implica en su revelación del fracaso un abrirse absoluto de las cosas, la
dimensión de lo abierto instaurada y en la que confluye todo aquello que es previo
(ontológicamente) a toda operación metafísica, y que sólo se manifiesta ya no como
presencia, sino como ruptura o escisión de lo que es presencia, cuando la metafísica
fracasa en su lucha de apropiación de la totalidad; las posibilidades esenciales del ser
desveladas así en el fracaso del intento de apropiárselo, señalando la experiencia de la
caída como aquello que debe llevarse a cabo.
Pero, y he aquí la paradoja (aparente) de este proceso, resulta que nos es preciso ese
fracasar, es necesario que lleguemos a un límite (se trata de un fracaso a posteriori tras
una experiencia pensante, no un fracaso a priori, esto es, autocomplaciente y vacuo),
y que la indigencia revele lo baldío del proyecto metafísico-identitario para que la
posibilidad del claro de la apertura se nos presente como tal. No se trata de prescindir
de la metafísica, de excluirla en favor de otro modo de pensar, pues ese sería el método
habitual de todo sistema identitario9, sino que precisamente la necesitaríamos para
poder llegar a ese punto decisivo del fracaso propiciador, cuando el ente escapa a la
esfera de dominio restrictivo del pensar metafísico, cuando el hundimiento se consuma
y en este hundir se abren posibilidades esenciales que permanecían cerradas mientras
el proyecto identitario estaba vigente. Como señala Martínez Marzoa, «la inadecuación
[del lenguaje filosófico] no es meramente un defecto, sino que en ella está a la vez la
posible virtud. Quiere esto decir que la inadecuación ni puede ni debe ser “superada”»
(Martínez Marzoa, 1996: 113). Se nos abriría así la dimensión del claro/ocultamiento,
la del acontecer, diferente de la del ser entendido desde lo óntico, lo que provocaría
una destilación aquilatada de la idea de verdad, entendida ahora como «quiebre abisal»
(Heidegger, 2003: 268). Por tanto, es preciso el fracaso de la metafísica, aunque una
viable superación del propio pensar metafísico tal vez no consistiría en otra cosa que
en un cierto reintentar en un modo más sutil sus procedimientos teniendo en cuenta
la amenaza de la indigencia y todo lo que representa. Para Heidegger esa ingenua
superación no era explícitamente posible, pues la metafísica acabaría así regresando de
esa experiencia salvífica «transformada» e incluso revigorizada (Heidegger, 2001: 52),
más ciega que nunca, cristalizándose «la definitiva caída en las redes de la Metafísica»
(Heidegger, 2001: 57). Sólo gracias al fracaso (invertido en clave de apertura, aceptando
la indigencia y proyectándose sobre su crepitar) hay perspectiva y recorrido, se abren
posibilidades (desde luego no se cierran); merced al revés (no)clausurador podemos
caminar con cierta propiedad y mayor clarividencia, sin separarnos completamente
de la cercanía del ser, próximos al «espacio de acaecimiento» (Heidegger, 2003: 82)
del evento, de la misma manera que únicamente gracias al desarraigo cobra auténtico
sentido la necesidad (y sus limitaciones) del arraigo del hombre. Se manifiesta así un
vacío de apariencia óntica pero de raíz ontológica (es el vacío del ser que brota del
desplome de lo ente), ofreciéndonos el choque con la suprema extrañeza del ser. Es un
9
Es decir, excluir aquello que se considera negativamente, esperando que por el simple hecho de la
exclusión la situación problemática que se pretende superar experimentará una resolución.

120
ocaso, no entendido como degeneración ni como final sino como un nuevo comienzo
plasmado en la renovada capacidad abisal de preguntar sin urgencia. Hay en los
Aportes una necesidad de «ir-al-ocaso» (Heidegger, 2003: 318) que pueda ampliar la
inagotabilidad del preguntar y afinar así su capacidad sondeadora. Como escribiera
Samuel Becket, «todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual.
Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor» (Beckett, 2001: 11).

3. La filosofía como indigencia y aporía

Por todo ello, la filosofía tal y como la entiende Heidegger (y, por extensión,
Derrida) si es alguna cosa es indigencia (soportada y fundamentada), desarraigo, un
perder pie y la relativización de toda consistencia permanente, de toda pretendida
autonomía o autosuficiencia. De esta manera, el olvido del ser manifestaría algo más
fundamental y problemático: el abandono del ser. Y ese abandono se puede certificar
permanentemente al no manifestarse la indigencia por la ausencia del ser («la suma
indigencia de la falta de indigencia» [Heidegger, 2003: 27, 99, 194]), cuando la verdad
ya no es una pregunta y todo se blinda neuróticamente bajo la figura autorreferencial
de la certeza. «Sólo a través de grandes hundimientos y vuelcos del ente» (por «los
golpes del tiempo», [Heidegger, 2003: 32]) se llega a «ceder ante el ser y con ello a su
verdad» (Heidegger, 2003: 199).
Hemos visto que no se trata de que el decir filosófico articule un discurso doctrinal
sobre las cosas, un decir positivo y normativo, sino precisamente una puesta en cuestión
de todo discurso clausurador, una crítica de los sistemas y cosmovisiones, sobre todo
en lo que estos tienen de vocación totalizadora y pretensión dogmática. Por eso mismo,
la filosofía no puede ser nunca, sin traicionarse esencialmente, ideología o religión,
pues éstas se caracterizan, bajo el patrón de la promoción de identidades fuertes y la
fijación de certezas absolutas, por intentar escamotear esta dimensión de indigencia
esencial, pretendiendo arraigar algo, fijarlo, en aquel lugar donde fluye la escisión del
ser, y ese peligro siempre amenaza el proceder filosófico: «Filosofía es el saber inútil,
aunque señorial […], el terrible pero insólito preguntar por la verdad del ser […], la
fundación de la verdad bajo simultánea privación de lo verdadero […]. Filosofía es
siempre un comienzo» (Heidegger, 2003: 46-7).
Llegados a este punto, deberíamos precisar que también existen dos concepciones
de la indigencia, dos modos de manifestarse: la primera, entendida como algo negativo
y perjudicial, aquella que tiene que ver con la pérdida de unos valores o principios, es
decir, con la caída desde una posición de pretendida seguridad y arraigo; y la segunda,
aquella que, más allá de la primera, no experimenta caída ni fracaso alguno, sino un
severo y extático sondeo del desarraigo, del vacío del ser. Esta segunda indigencia, que
es la planteada por Heidegger en los Aportes, no contiene, como tampoco el desarraigo,
una connotación trágica o dramática, sino que se aceptaría como tal en sentido creador
y posibilitante (la indigencia como «a-bismosa inagotabilidad», [Heidegger, 2003: 41]),
planteándola como cuestión a tratar y problematizando aquello que en el primer caso

121
no se pondría en juego. Es decir, entender que la experiencia de la indigencia sería
fuente de toda necesidad, de manera que la filosofía «no tiene que apartar sino soportar
y fundamentar esa indigencia, convertirla en fundamento de la historia del hombre»
(Heidegger, 2003: 53). Es más, la indigencia «pertenece a la verdad del ser mismo», es
«necesidad suprema» (Heidegger, 2003: 265), y por ello no puede ser renuncia sino
«fuerza para la clara decisión como premensajera de lo esencial» (Heidegger, 2003:
104).
De esta manera, la filosofía entendida como indigencia, esto es, como
reconocimiento de su indigencia propia 10, es consideración y plasmación de la
misma, en la medida en que respeta la pregunta fundamental como objetivo principal
a mantener; no busca una solución inmediata y definitiva, sino que supera la ansiedad
dogmatizante y se entretiene en el movimiento mismo del reflexionar y del cuestionar,
ahondando en las condiciones que hacen posible ese propio cuestionar. A través de
la profundización en la indigencia, el pensar filosófico podría elevar el abandono
del ser a conocimiento y decisión («el ser se retiene como el ocultarse», [Heidegger,
2003: 210]), de manera que se plasme la esencia de lo verdadero, aquello que se escapa
siempre, una «aclarante ocultación» (Heidegger, 2003: 213). Experimentando «al
ser como lo que se oculta» (Heidegger, 2003: 210), exactamente, el «golpe del ser»
(Heidegger, 2003: 343) que nos impone la exigencia de su esenciar fundamental. El
pensar de la indigencia resistiría creadoramente en el abismo, asumiendo el desarraigo
y la incertidumbre, soportando la urgencia de sentido, negándose a ser certeza forzada
ni génesis totalizante, para no perder nunca «la fuerza interrogante» (Heidegger, 2003:
26) de todo aquello que realmente tiene que ver con el ser, esto es, con la verdad más
profunda y digna. Se trataría de una verdad en la que fracasarán «todos los “ideales” y
“planteos de meta” y “cosas deseables”» (Heidegger, 2003: 380).
Si el preguntar instrumental sólo interroga sobre el ser, el preguntar esencial lo haría
sobre el esenciar del ser, y por eso éste es evento y apertura, no pudiendo constituirse
en doctrina porque no explica sino que transfigura. Es así un «cuestionar originario»
(Heidegger, 2003: 264) que experimenta «la noche del extravío del preguntar»
(Heidegger, 2003: 344). De esta forma, el preguntar esencial sería aquel proyecto que
prepara las condiciones para la exploración de un horizonte fundamental, aunque
esa exploración nunca pueda acabar en conquista. Más que conquista, se trataría de
una escenificación de su imposibilidad, aunque con el ahondamiento en la abierto,
esenciando el ser como evento, respetando así su «nobleza» (Heidegger, 2003: 28). Una
búsqueda que «ama el abismo» (Heidegger, 2003: 29) porque sabe que todo fundamento
no puede ser otra cosa que abisal, sin raíces permanentes y fijas, recalcando que el
socorrido abismo en absoluto «es el no a todo fundamento, sino el sí al fundamento
en su oculta amplitud y lejanía» (Heidegger, 2003: 309).
El proyecto, sin embargo, es necesario, y debe manifestarse para poder fracasar,
no puede eludirse. Y todo ello es así porque el fracaso no es el final del camino sino su
sentido, su esencia interna, el trayecto necesario (es necesario que se experimente el
10
Pues la «ausencia de indigencia es lo extremo de esta indigencia» (Heidegger, 2003: 343).

122
trayecto como fracaso porque el ser siempre está en falta y la verdad se rehúsa) de todo
proyecto. Entendido así, como fracaso que desvela lo fundamental, que es en gran parte
el cuestionamiento sustancial del principio de identidad, vemos que no hay final del
camino, no puede haberlo, y el proceso sólo puede desarrollarse a partir de una especie
de introitología11 que trata de desarrollar una preparación infinita de la que da cuenta,
si se me permite la licencia, la riqueza del castellano: introducción, pórtico, entrada,
prólogo, prolegómeno, pródromo, pórtico, prefacio, pórtico, anunciación, vísperas,
prefacio, proemio, preliminares, exordio, gestación, etc. Un errar sin final que siempre
va iniciando caminos que no podrán consumarse («El errar no tiene camino, es esa
fuerza árida que desarraiga el paisaje, devasta el desierto, abisma el lugar» [Blanchot,
2008: 32]), aunque debamos intentarlo con empeño, sin poder abandonarlo ni tampoco
consumarlo, alejados tanto del dogma como del relativismo. La filosofía se encontraría
así en aquel espacio que la falta de fundamento, en cuanto reconocimiento de su
condición abisal, deja libre; pero esa apertura no es más que un terreno de tránsito,
sin certeza ni seguridad, en el que no se puede arraigar, no permite establecerse en la
Tierra Prometida.
Si Heidegger se ha decantado por definir el sentido del pensar filosófico como
indigencia, Derrida ha preferido el término aporía para tratar de entender el fracaso
de toda tentativa de hacerse con la verdad y asaltar los dominios del ser, cuando el
dispositivo de todo discurso encuentra un límite insuperable. El momento de la
aporía surgiría entonces cuando nos quedamos sin resguardo ni protección, en la
pura intemperie, al tornarse imposible la tarea problemática, incapaz de resolverse
en términos evidentes y desmoronándose también todo el dispositivo conceptual
que conducía la pregunta. Por eso la filosofía sería una experiencia interminable y
condenada al desarraigo, que sólo permitiría, o bien un tipo de resolución identitaria-
metafísica que liquidara el problema como tal12, o un ahondar en esa experiencia
aporética (experiencia del no-pasar), un pensamiento de la aporía, una familiarización
con las «dislocaciones aporéticas» y con las «marcas de la indecidibilidad» (Derrida,
1998: 34), experimentando las «posibilidades de la errancia» (Derrida, 1998: 61). Si
todo discurso tiene como fin lo aporético es porque el contenido que llevaba consigo
y que pretendía fijar se disuelve en el momento que parecía corresponderse con la
resolución (el momento de la gran síntesis que lo relacionara todo)13; entonces, la
experiencia aporética se caracteriza por el vacío de contenido, aunque eso no implica
que no se deba tematizar, ni que sea dándole la vuelta a toda forma de tematización,
convirtiendo las condiciones de posibilidad en «condiciones de imposibilidad»
(Derrida, 1998: 35) y sosteniendo la pregunta como interrogación pura. Derrida
reivindica esta necesidad de la experiencia de la aporía (ni se rechaza ni tampoco se
supera, sino que se experimenta su esencia interna), del enfrentamiento no resoluble
11
Concepto que introduje en mi tesis y que considero pertinente para tratar de explicar la cuestión.
12
Al concebir la verdad como propiedad, el pensar identitario entiende que si el problema se disuelve
sin resolverse deja de ser importante.
13
«el lugar del reposo, de la certidumbre, de la reconciliación, del sueño tranquilizador» (Foucault,
2006: 24).

123
con lo irreductible, pues sería aquello que pone en marcha el pensar más poderoso,
en la medida en que mantiene abierto un cuestionamiento fundamental indecidible,
escapando a las limitaciones del pensar. «La filosofía tendría que errar hacia el sentido
de su muerte– o que haya vivido siempre de saberse moribunda […] o que haya vivido
siempre de agonía» (Derrida, 1989: 107). De esta manera, y del mismo modo que con
la indigencia heideggeriana, no quedaría otra que «resistir la aporía, como ley de todas
las decisiones, de todos los deberes sin deber, de todas las responsabilidades» (Derrida,
1998: 126).

4. Tragedia o catástrofe

Este camino desarraigante e indigente, abierto y transitado tanto desde la filosofía


como desde lo judeocristiano representado por Girard, Lévinas o Blanchot, se ha hecho
más manifiesto que nunca en la modernidad reciente, aunque su sentido interno se
nos siga mayormente escapando. La existencia trágica, aquella que no reniega de la
apertura, la que se sumerge en el desarraigo sin resignarse a la clausura, aparece como la
única alternativa a la existencia catastrófica, aquella otra que, entregada a los hermanos
siameses del orden y el caos, no conoce otro camino que el de la fuerza totalizadora
que trata de superar en el terreno del dominio lo que no puede consumar en el mundo
reflexivo, pues le cuesta asimilar que no se trata de consumar nada.
En mi tesis doctoral traté de relacionar la crítica de Girard a los sistemas sacrificiales
y la de Heidegger a la metafísica de la presencia, y en este punto de nuestra reflexión
podríamos ver que esta posible dualidad fundamental se daría en ambos ámbitos, el
político-histórico del análisis girardiano y el postmetafísico heideggeriano, en el sentido
de que la ilusión de la pureza o el anhelo de la revolución/superación no nos permiten
ir más allá, saltar a una mejor situación, sino que nos conducen a un repliegue en el
gelatinoso meollo de todo aquello que se pretendía superar. En este caso de los Aportes,
Heidegger plantea algo similar criticando la apariencia de grandeza del hombre (¿el
de 1936-1938 en Alemania, mientras escribía estas reflexiones?) subyugado por la
«desencadenada violencia del frenesí por lo gigantesco» (Heidegger, 2003: 25), que no
es otra cosa que algo esencialmente deforme y que brota de la tentativa de purificación
de la indigencia-desarraigo-incertidumbre. Se trataría de una alienante apariencia
de dominio y sabiduría que oculta un vacío esencial (el abandono del ser, sustituido
por entes sacralizados que usurpan su lugar), una angustia primigenia que, al no ser
reconocida y encarrilada, intenta ser acallada «a gritos» (Heidegger, 2003: 123) con
inconscientes estrategias expiatorias, casi podríamos decir que siguiendo el patrón
de la sombra junguiana (falsas virtudes que proyectan su mala conciencia en chivos
expiatorios14). No habría lugar para la indigencia en estos sistemas redentoristas e
identitarios, en una ceguera edificante que acostumbra a darse «en la apariencia de
hacer lo auténtico» (Heidegger, 2003: 210) o de representar el único (virtuoso y puro)
14
En este sentido resulta fundamental el breve texto del junguiano Erich Neumann, Psicología profunda
y nueva ética (Alianza, 2001).

124
camino posible, y por eso el ser abandonaría completamente lo ente, quedando éste
así en manos de la maquinación, el cálculo y el vivenciar.
Lo catastrófico se alza, así, como aquella pertinaz beligerancia expiatoria que trata
con todas sus energías de encubrir furiosamente el fracaso esencial de su proyecto, el
desenlace de su deseo pero también su propia génesis, asumiendo completamente el
ejercicio del mecanismo expiatorio (eliminar aquello que sobra o contradice la supuesta
verdad del proceso) a cualquiera de sus niveles. No entender y asumir las claves
desarraigantes que anidan en el seno de todo proyecto metafísico-identitario conduce,
de forma desviada pero efectiva, a la multiplicación del enfrentamiento y a la profusa
sacralización del antagonismo, ya convertido en el único eje de la existencia: en esencia,
el ansia de dominio y la completa ceguera respecto al ser. No asumir la complejidad
de la verdad del ser, de la escurridiza y siempre ambivalente verdad farmacológica
(de nuevo, La farmacia de Platón derridiana), el sentido del fracasar esencial de todo
proyecto identitario, la filosofía entendida como aporía e indigencia nos aleja cada
vez más de las posibilidades que en esta experiencia esenciadora se manifiestan.
Por eso lo trágico supondría, a nuestro modo de ver, una alternativa más respetuosa
con lo analizado, pues mantiene abierta una mayor capacidad interrogadora y la
comunicación con la extraña resonancia del ser, aunque no permita alcanzar ningún
tipo de solución absoluta, redentora, catártica, ni en un ámbito existencial ni tampoco
en uno de orden más teórico. En lo trágico pervive el sufrimiento, el padecer y la
inseguridad, pero no tiene cabida la destructividad absoluta de los sistemas identitarios,
pues fallan los cimientos encargados de legitimarlos. «En el orden de la tragedia no hay
fracasos, ya que queda entendido que el fracaso es la condición humana» (Domenach,
1969: 159)15; se trata de una idea de la tragedia que la entiende como la médula del ser
del hombre. En este caso no se parte de la génesis unitaria sino del reconocimiento de
la ruptura primigenia (la escisión originaria) que, siempre abierta, mantiene incólume
la dignidad del pensamiento humano y de su existencia.
Podríamos concluir con que lo más verdadero en el hombre es a la vez lo más
trágico, la manifestación de su ser paradójico, del phármakon o double bind, la
indecidibilidad de lo esencial, la verdad de lo farmacológico, la más sobrecogedora
pero también enriquecedora indigencia, la aporía más rutilante: «nada está cerrado, y,
sin embargo, no hay ningún horizonte» (Blanchot, 2008: 33).

15
«El mecanismo del conocimiento y el de la acción funcionan según los esquemas trágicos» (Dome-
nach, 1969: 160).

125
Referencias bibliográficas
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Blanchot, Maurice (2008): La conversación infinita. Arena Libros, Madrid.
Castoriadis, Cornelius (1999): Figuras de lo pensable. Cátedra, Madrid.
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Foucault, Michel (2006): La arqueología del saber. Siglo XXI, Madrid.
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Volpi, Franco (2010): Martin Heidegger. Aportes a la filosofía. Maia Ediciones, Madrid.

126
Otium cum dignitate
Miguel Morey

Cogitanti mihi saepenumero, et memoria vetera repetenti,


perbeati fuisse, Quinte frater, illi videri solent, qui in optima
republica, cum et honoribus, et rerum gestarum gloria flo-
rerent, eum vitae cursum tenere potuerunt, ut vel in negotio
sine periculo, vel in otio cum dignitate esse possent.1
M.T. Cicerón, De Oratore, I, 1.

Alivio y disponibilidad, pero también vacío, desasosiego o extrañeza… Se hace


muy difícil inventariar ni que sea aproximadamente la variedad de sentimientos y
sensaciones que se ponen en marcha con ocasión de la jubilación (gozosos algunos,
otros más bien tristes), y que insisten de ahí en adelante, en continuidad o de modo
intermitente, como recuerdos nostálgicos que irrumpen de pronto: cursos y seminarios
que se impartieron, conversaciones con estudiantes o colegas que reaparecen de pronto
ahí, después de largo tiempo. Y de tanto en tanto, también la amargura que repite en la
boca, por los trapicheos sabidos de la vida académica, las zancadillas, la ingratitud…
Y luego, algo como una niebla imprecisa que va apareciendo con parsimonia,
confundiendo los tiempos y los lugares en un día que se repite, tan igual a sí mismo.

¿Cómo no pensar en Nietzsche, en esta tesitura, jubilado de la docencia cuando no


ha cumplido los treintaicinco años? Después de su estancia en Sorrento, la vida docente
se le hace insoportable, y su salud se resiente, claro. Así se lo escribe a Rohde, a finales
de agosto de 1879: «Me aterroriza un poco este invierno; las cosas tienen que cambiar.
Una persona que sólo tiene en el día muy poco tiempo para sus asuntos principales, y
que ha de gastar casi todo el tiempo y las fuerzas en cometidos que lo mismo podría
desempeñar otro, una persona así no vive armónicamente, sino en disonancia consigo
mismo, y, al final, se pone enferma». La jubilación le abre otro transcurrir a los días, y
Nietzsche los va a dedicar a crearse una salud mediante el ejercicio de la vida filosófica.

1
«Cuando, como sucede a menudo, hermano Quinto, pienso y recuerdo los días de antaño, siempre
me parece que fueron singularmente felices aquellos hombres que, con el Estado en su mejor momento,
y mientras disfrutaban de altas distinciones y de la fama de sus logros, fueron capaces de mantener un
modo de vida tal que podían dedicarse a una actividad que no implicaba ningún riesgo o disfrutar de
un reposo honorable».

127
Si hubo un tiempo en el que se consideró profesor de filología, ahora, cuando abandona
la cátedra pasa a llamarse a sí mismo: espíritu libre. Y da que pensar.

A nosotros nos ha pillado a otra edad la jubilación, cuando la vida ya de por sí se


ralentiza. A estas alturas, si no hemos hallado el modo de, pese a todo, llevar una vida
filosófica, parece una necedad tratar de encararlo ahora. Y sin embargo, me apuesto que
algo de ese asunto se removió por dentro cuando llegó el momento; más humildemente,
si se quiere, sin prosopopeyas. Pero de lo que sí estoy seguro es que se hizo presente la
pregunta por cuál iba a ser nuestra vida en adelante, sin angustia ninguna, con mucha
curiosidad si acaso, más que nada por saber cómo debía ser la existencia propia del
pensador privado, sin horarios ni interlocutores.
De todos modos, como ya no nos es dado vivir disfrutando de la despreocupación
del ignorante (así lo decía Robert Walser en uno de sus microgramas), no nos queda
otra que perseguirla por arriba esa despreocupación, y buscar la del sabio –es decir,
seguir haciendo lo que hemos venido haciendo desde siempre, vamos– aunque de
otra manera.

Siempre nos quedará la lectura, claro, las relecturas sobre todo, también los
paseos, los encuentros inesperados, los viejos amigos, las nuevas rutinas… Algo
así es lo que me decía a mí mismo cuando decidí jubilarme hace ya muchos años,
que el mundo no se va a acabar por ello, no hay cuidado. Hubiera debido recordar,
imagino, lo que Nietzsche dejó escrito en Humano, demasiado humano, poco
antes de comenzar sus errancias como espíritu libre. «Quien enseña es la mayoría
de las veces incapaz de hacer algo propio por su propio bien, siempre piensa en el
bien de sus alumnos y no disfruta de cada uno de los conocimientos más que en la
medida en que puede enseñarlo. Acaba por considerarse un transmisor del saber y,
en definitiva, como un medio, de modo que ha perdido la seriedad para consigo».
Y sí, de hacerle caso a Nietzsche, lo que ahora tocaría es recuperar esa seriedad se
supone que perdida, comenzar a leer para uno mismo exclusivamente, por el propio
bien, sin conceder importancia ninguna a que los hallazgos y descubrimientos con
los que uno se encuentre tengan de ahora en adelante un uso tan solo personal,
fuera de la cadena de transmisión del saber. Otros ocuparán nuestro lugar – nos
decimos entonces… Y sin embargo, apenas dicho esto, viene a hacernos tropezar la
pregunta por la permanencia de ese lugar, ¿hasta cuándo seguirá existiendo? Que
nuestra jubilación ocurra en pleno proceso de desmantelamiento de la Universidad
por obra de las estrategias empresariales no permite albergar muchas esperanzas
de futuro. Tampoco a la lectura (y a la escritura, por tanto) parece aguardarle un
porvenir más halagüeño en el nuevo hábitat de las redes sociales, los 140 caracteres,

128
y el like / dislike omnipresente, ocupando el lugar de la reflexión y el espíritu crítico.
Y si además vemos que, en las normas editoriales de no pocas revistas académicas
bien consideradas, se prohíbe el empleo de la voz pasiva o se desaconsejan las frases
subordinadas, es que decididamente algo no va nada bien encaminado al respecto…
Pero veo que casi sin darme cuenta he omitido el principio del aforismo de
Nietzsche antes citado (§ 200: «Precaución al escribir y al enseñar»), en un lapsus
interesado probablemente. Me excuso, y restituyo las líneas que faltaban: «Quien
ha escrito una vez y siente en sí la pasión de escribir, de casi todo lo que hace y vive
solo aprende aquello que es literariamente comunicable. Ya no piensa en sí, sino en el
escritor y su público; quiere comprender, pero no para su propio uso». Sin duda esto
es algo que habrá que tener también muy en cuenta.

A pesar de las nuevas rutinas, siguen quedando los viejos amigos, sí, bien
presentes. A lo largo de nuestra vida profesional y también en la privada nos hemos ido
encontrando no pocas veces (tanto en Palma como en Barcelona, también en París, creo
recordar…), aunque no sea capaz de fechar con precisión los encuentros, seguramente
a causa de esa niebla de los días iguales que acaba envolviéndolo todo… En cambio,
sí tengo muy claro el recuerdo de las veces que nos hemos encontrado estando yo ya
jubilado, encuentros en persona o con libros y publicaciones de por medio, con bastante
detalle. Y quisiera destacar, de este segundo tipo de encuentros a través de nuestras
publicaciones respectivas, en particular dos, que fueron en verdad importantes para
mí. El primero tuvo lugar cuando finalmente conseguí editor para un viejo proyecto,
traducir los Petits traités de Pasqual Quignard al español, una tarea de envergadura en
la que me empeñé a partir de la sospecha de que se trataba de una colección de tratados
en la que se ensayaban todos los procedimientos y recursos prosísticos que Quignard
iba a desarrollar en adelante. Estuve un par de años a vueltas con el asunto, y el trabajo
cumplió con las expectativas que había puesto en él, ni que sea por el modo que tuvo de
acompañar el tiempo hueco del jubilado, dándole la pátina de un otium cum dignitate. Y
fue precisamente este aspecto el que propició nuestro encuentro, por la insistencia con
la que me preguntaba cómo había sido posible traducir el Nietzsche de Heidegger sin
que esta tarea (monumental también) absorbiera todo el tiempo disponible; porque no
acababa de entender de qué modo se pudo simultanear la empresa de traducción con el
cumplimiento de las tareas académicas… Me repetí un montón de veces que tenía que
informarme al respecto, pero la pregunta ha quedado pendiente, hasta hoy. También
quedaron pendientes una multitud de pequeñas cuestiones al respecto que se suscitaron
a partir del momento en que se me impuso el paralelo imaginario entre ambas tareas
de traducción. La lectura que yo había hecho del texto de Heidegger en su momento
fue siguiendo la traducción al francés de Pierre Klossowski, pero a partir de entonces
comencé a contrastarla con la nueva traducción al español, y hacerlo se convirtió en
un hábito, y también en una excusa para descansar de las exigencias de la prosa de

129
Quignard, y hacer novillos… cum dignitate. Y como una cosa lleva a la otra, conforme
la tarea de traducir iba mostrándose en toda su riqueza, con sus arrobamientos y
sus vértigos consabidos, las preguntas que me hubiera gustado compartir se fueron
encabalgando unas sobre otras, haciéndose inagotables. Pienso que un autor que se ha
traducido se conoce de otro modo que mediante la mera lectura, por más cuidadosa que
ésta sea, porque la traducción deja al descubierto la mímica de sus palabras, los gestos
sintácticos, la cadencia con la que se va desgranando el pensamiento… Y sobre todo,
por esos momentos extraños en los que uno se encuentra en posesión del sentido de la
frase sin que acabe de acomodarse en ninguna forma verbal, ni en el lenguaje original
ni en el de destino, pero el sentido está, aunque en un espacio como exterior a toda
lengua. Finalmente, las preguntas que a partir de ahí se sucedieron, ya extrapolaban
abiertamente la cuestión (como en una buena conversación), por probar hasta dónde
se puede llegar… Como por ejemplo cuando me planteaba si en nuestra tarea como
docentes habíamos hecho otra cosa sino traducir, de otras lenguas (vivas o muertas),
o insistir en la práctica de la traducción intralingüística…

El segundo encuentro tuvo lugar un par de años más tarde, y propició la ocasión
la escritura de mi texto Vidas de Nietzsche, en la que estuve comprometido un año
largo. Aquel trabajo me dio la oportunidad de volver a entrar en diálogo tanto con
las traducciones de los escritos de Nietzsche (especialmente durante la redacción del
último capítulo «Todos los nombres de la historia (1886-1890)», cuando conforme
a la obligación que me había propuesto de confrontar la traducción de todos los
fragmentos que citaba, tuve que frecuentar el volumen IV de los Fragmentos póstumos
y el V de la Correspondencia), como con los libros y artículos dedicados al pensamiento
de Nietzsche (pienso en particular en La Crítica de la metafísica en Nietzsche,
naturalmente, pero también en textos tan espléndidos como «Nietzsche: poesía y
verdad» o «Crítica de la verdad y de la mentira puras», por ejemplo). Y fue como si
durante unos meses hubiéramos compartido fraternalmente la mesa de trabajo y los
vientos que se arremolinaban en ella, las dudas y las evidencias, sorpresas y hallazgos…
Y me hace muy feliz el recordarlo ahora.

Amigo mío, va un brindis jovial con la esperanza de que esta jubilación cumpla
debidamente con sus deudas etimológicas, y con mis mejores deseos también, que no sé
expresar mejor que evocando el aforismo 324 de La gaya ciencia («In media vita»), que
Heidegger cita parcialmente como epígrafe de su Nietzsche, y que copio aquí completo
según tu traducción: «¡No! ¡La vida no me ha decepcionado! Por el contrario, de año
en año la encuentro más verdadera, más deseable y más misteriosa, –desde aquel día
en que descendió sobre mí el gran liberador, el pensamiento de que la vida podía ser

130
un experimento del hombre de conocimiento– ¡y no un deber, no una fatalidad, no
un engaño! – Y el conocimiento mismo: puede que para otros sea algo diferente, por
ejemplo un lecho o el camino hacia un lecho, o un entretenimiento, o una actividad de
ocio, – para mí es un mundo de peligros y victorias en el que los sentimientos heroicos
también tienen sus sitios para danzar y luchar. “La vida un medio del conocimiento”
–con este principio en el corazón no solo se puede vivir valerosamente sino incluso
vivir alegremente y reír alegremente! ¿Y quién sabría reír y vivir bien si previamente no
hubiera sabido de guerra y de victoria?».

¡Salud y suerte!

L’Escala, noviembre de 2021

131
«Lo que he estado intentando decir en todos mis escritos»
La nada y el abandono en Heidegger y el budismo zen1
Luis M. Pujadas

Según cuenta William Barrett, un amigo de Heidegger lo encontró leyendo alguna


obra de Daisetsu Teitaro Suzuki2 (1870-1966), uno de los primeros y más influyentes
introductores del budismo zen en occidente. Al comentar su lectura, Heidegger habría
declarado: «Si entiendo bien a este hombre, esto es lo que he estado intentando decir
en todos mis escritos» (prefacio de Barrett a Suzuki 1956 XI). Suponiendo que esta
tantas veces referida anécdota sea veraz, se impone la necesidad de comparar la obra
de Heidegger con el budismo zen. No cabe duda de que Heidegger fue tempranamente
conocido en Japón y de que influyó, en concreto, en la escuela de Kioto, estrechamente
relacionada precisamente con esta variante del budismo. Más difícil es determinar
hasta qué punto puede hablarse de semejanza entre el zen y Heidegger y, en caso
afirmativo, hasta qué punto debe hablarse de influencia directa del pensamiento zen
sobre Heidegger –sea ésta reconocida o no por el autor– o de mera coincidencia.
En lo que sigue proporcionaré algunos datos sobre la recepción y el impacto del
pensamiento heideggeriano en Japón. A continuación, examinaré ciertos indicios
de la posible influencia de algunos aspectos del pensamiento oriental en la obra de
Heidegger. También comentaré brevemente algunas de las obras más relevantes de la
creciente bibliografía sobre estos temas. Nada original ni nuevo encontrará el lector
en esto, de modo que quien lo conozca de antemano hará bien en pasar directamente
a una última sección en la que consideraré algo más detalladamente las aportaciones
del recientemente fallecido Ueda Shizuteru (1926-2019) y de su discípulo Bret Davis,

1
Me complace colaborar en este Festschrift dedicado al doctor Juan Vermal, por la oportunidad que
me ofrece de agradecer el haber podido participar durante años en el seminario por él dirigido, en el que
tanto he aprendido, muy en particular sobre Heidegger. Pero un agradecimiento pleno debe corresponder
al don recibido con el ofrecimiento, a su vez, de otro don, por pequeño que sea, según la capacidad del
receptor ahora donante. En mi caso, quisiera aportar a cuanto se ha tratado en el seminario la perspectiva
de la interrelación entre el pensamiento oriental, en concreto el budismo zen, y la obra de Heidegger.
2
El nombre de Suzuki aparece aquí como es habitual en occidente, con el apellido al final. Para el
resto de nombres japoneses sigo la usanza de su país, con el apellido al principio.

133
centrándome en la comparación de su tratamiento de las nociones de nada y, ante todo,
de abandono (Gelassenheit)3, con el que se da en el último Heidegger.

La recepción de Heidegger en Japón

Es bien sabido que a partir de la era Meiji (1868-1912) se inició en Japón un proceso
de modernización y occidentalización sin parangón en cualquier otra época o país. Tal
proceso, con todo, debía compatibilizarse con la preservación de la cultura tradicional
japonesa, bajo el lema wakonyõsai («alma japonesa, técnica occidental»; Stevens 2008
34). Múltiples becarios fueron enviados a distintos países europeos para obtener los
conocimientos tecnológicos, científicos, jurídicos, militares, etc., necesarios para llevar
a cabo esta inmensa tarea. En este contexto se introdujo en Japón también la filosofía,
en el sentido occidental del término. El neologismo tetsugaku, «literalmente: estudio
de la sabiduría» (Stevens 2008 30), fue adoptado como designación de la noción
occidental de filosofía. No solo llegaron a Japón obras filosóficas francesas, inglesas y
alemanas, sino que estudiantes de filosofía japoneses viajaron a Europa, especialmente
a Alemania, en el período de entreguerras, para profundizar allí en sus conocimientos.
Nishida Kitarõ (1870-1945), es generalmente considerado el primer y más
importante exponente de la tetsugaku y fundador de la escuela de Kioto, la mayoría de
cuyos miembros compaginaron la tarea de elaborar una filosofía à la europea tanto con
la práctica del zen como con la teorización filosófica del mismo. De hecho, Nishida, a
quien cabe considerar el maestro de todos ellos, llegó a decir: «Mi deseo más querido
desde que tenía unos treinta y tantos años ha sido unir Zen y filosofía», por más que
concluyera resignadamente la frase con un «incluso aunque ello sea imposible» (carta
del 19 de febrero de 1943 a Nishitani, sobre el que vuelvo enseguida; cit. en Michiko
Yusa, xx). Conocedor de autores occidentales tan diversos como William James,
Henri Bergson o el neohegeliano Thomas H. Green, Nishida fue influido por ellos en
su primera gran obra, Zen no kenkyu (1911; título no demasiado bien traducido como
Indagación del bien4). Sin embargo, poco después se centró en el neokantismo y en la
fenomenología predominantes por entonces en Alemania. Así, aunque él mismo nunca
salió del Japón, animó a varios de sus alumnos a acudir a Freiburg para estudiar filosofía
con Husserl. Sin embargo, algunos de estos quedaron en lugar de ello atrapados por
la fascinación que ejercía entonces el joven Heidegger. Éste, llegado a Freiburg como
Privatdozent justo al final de la Primera Guerra Mundial, había impartido durante el
primer semestre de 1919 el llamado Kriegsnotsemester (Semestre por necesidades de
3
Tomo de la versión italiana la traducción de Gelassenheit por abbandono, que me parece preferible
a la española –serenidad–. Sirva la espléndida y extensa nota 3 del traductor al italiano del texto de Hei-
degger, Adriano Fabris, sobre la que volveré más adelante, como justificación de mi elección.
4
La traducción de la editorial Gedisa (1995) que circula actualmente se hizo, al parecer, a partir de la
versión inglesa (A Study of Good, 1960), aunque no se reconoce explícitamente. No he podido consultar
una anterior traducción con el título más adecuado de Ensayo sobre el bien (Revista de Occidente, 1963),
aunque por la fecha de traducción sospecho malpensadamente que padece del mismo mal. Nótese también
que el término zen que aparece en la transcripción a nuestra escritura de los kanji japoneses no tiene
nada que ver con el budismo zen, sino que significa «bien».

134
guerra, traducido como La idea de la filosofía y el problema de la concepción del mundo)
al que asistieron jóvenes traumatizados por sus recientes experiencias bélicas. Pero es en
1921 cuando encontramos a su primer alumno japonés, Tokuryu Yamanouchi (1890-
1982), apenas un año más joven que Heidegger, que a su regreso al Japón publicaría su
Filosofía de la escuela fenomenológica (1926).
Con todo, la primera gran figura japonesa que encontramos en Freiburg, ya en
1922, (figura hasta cierto punto todavía en ciernes por más que en Japón ya hubiese
publicado un par de libros sobre, respectivamente, teoría del conocimiento y filosofía
de las ciencias naturales), es Tanabe Hajime (1885-1962), a quien se suele considerar,
junto a Nishida, cofundador de la escuela de Kioto. Sorprendentemente, tras regresar
al Japón, en 1924, Tanabe fue el primero en publicar un artículo sobre Heidegger,
con el título de «El nuevo giro de la fenomenología – la filosofía heideggeriana de la
vida»5 (antes de que se publicara otro en cualquier país, incluida Alemania, y antes de
la aparición del para siempre inacabado Ser y Tiempo en la primavera de 1927). Por
cierto, Nishida recibió ya en junio de 1927 la recién publicada obra de Heidegger, que
le fue enviada desde Freiburg por Mutai Risaku (1890-1974), su exalumno, colega y
posteriormente uno de los editores de su obra. El temprano artículo de Tanabe y la
presunta lectura –o al menos posesión– de la principal obra de Heidegger por parte
de Nishida, apenas unos meses después de su publicación, constituyen por sí solos una
buena muestra de la presteza con que la influencia de Heidegger llegaba al Japón 6. Por
cierto, la primera traducción de Sein und Zeit fue la japonesa 7.
También el barón Kuki Shuzo (1888-1941), al que no puede considerarse miembro
de la escuela de Kioto, después de haber estudiado filosofía en Tokio, pasó ocho años en
Europa estudiando en Heidelberg con el neokantiano Rickert, en Freiburg con Husserl
(en cuya casa conoció a Heidegger, al que acabó uniéndole una profunda amistad), en
Paris tratando personalmente a Henri Bergson y, last, but not least, introduciendo a un
joven Jean Paul Sartre en el pensamiento de Heidegger, caso curioso de lo que cierta
sociología un tanto frívola denomina efecto pizza 8. De vuelta al Japón, Kuki publicaría
en 1933 La filosofía de Heidegger, «el primer volumen dedicado al pensamiento de
Heidegger en el mundo» (Saviani 1998 70). Kuki es el único pensador japonés tratado
con algún detalle en el conjunto de la obra de Heidegger, concretamente en el Diálogo
acerca del habla entre un japonés y un inquiridor, incluido en De camino al habla,

5
Hay traducción al alemán como Die Neue Wende in der Phänomenologie – Heideggers Phánomenologie
des Lebens, en Hartmut Buchner (ed.) 1989.
6
John Krummel sostiene un tanto contradictoriamente, por una parte, que alguna crítica de Nishida
a Heidegger «parece basarse en su lectura de Sein und Zeit», y por otra, justo a continuación, que «parece
que solamente ojeó esta obra» (Krummel 106).
7
La obra ha sido traducida hasta seis veces al japonés, más veces que a cualquier otra lengua. La
primera fue en 1939-40. La traducción española de Gaos en 1951, dicho sea de paso, fue la segunda en
el mundo (Ciocan 12).
8
Se trata del retorno, con renovada fuerza, de un fenómeno cultural exportado a una cultura diferente a
la de su país de origen, como la pizza «emigrada» primero a los Estados Unidos de América desde Nápoles
para triunfar en toda Italia en su triunfal regreso. En nuestro caso la obra de Heidegger es asimilada por
un japonés que luego transmite sus conocimientos al europeo Sartre.

135
escrito en ocasión de la visita, en 1954, de Tezuka Tomio (1903-1983), especialista en
literatura alemana, quien publicó en Japón su propio resumen del encuentro con el
título de Una hora con Heidegger. Entre las dos versiones se dan notables diferencias,
nada sorprendente teniendo en cuenta que no parece que Heidegger, a diferencia de
Tezuka, pretendiera ceñirse a lo que se habló, sino más bien tomarlo como ocasión
para elogiar a Kuki, elucidar su noción estética de iki y encontrar el término japonés
equivalente a la noción occidental de lenguaje.
Pero aún hay más. Nishitani Keji (1900-1990), quien, junto a Nishida y Tanabe
completa la tríada de los representantes más significativos de la escuela de Kioto,
estudió con Heidegger en Freiburg desde 1937 a 1939. Enseguida veremos que también
Nishitani recibió su influencia, pero antes conviene comentar la importancia de un muy
representativo opúsculo del autor alemán. Poco después de la aparición de Ser y tiempo,
Heidegger tomó posesión de la cátedra de filosofía de Freiburg, en la que sucedió a su
maestro Husserl. La lección inaugural, pronunciada el 24 de julio de 1929 y publicada
el mismo año con el título de ¿Qué es metafísica?9, es especialmente interesante en
nuestro contexto. En efecto, uno de los asistentes a esta lección fue Yuasa Seinosuke
(1905-1970). Este joven estudiante japonés, llegado a Alemania en 1926, fue discípulo
de Jaspers en Heidelberg en 1928, para pasar a continuación a Freiburg, donde lo
fue de Heidegger, asistiendo personalmente a la mencionada lección inaugural y
traduciéndola inmediatamente al japonés. Heidegger comentó en diversas ocasiones,
a lo largo de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, lo que había representado
para él esta traducción. Como dice Saviani, «Heidegger ha señalado repetidas veces
la plena comprensión que este texto alcanzó en el acto en Japón frente a la errónea
interpretación de “nihilista” que recibió en Europa» (Saviani 70 74). Todavía en 1969,
en la celebración de los ochenta años de Heidegger, es llamativa la presencia entre los
participantes del japonés Tsujimura Kōichi (1922-2010), En su discurso, afirmaba que
«al menos para nosotros los japoneses, el único acceso posible a una comprensión de
esta obra de pensamiento [se refiere aquí a Sein und Zeit] estaba oculto en nuestra
tradición del budismo zen» (cit. en Saviani 166). A lo que respondía Heidegger, en su
breve discurso de agradecimiento, recordando el significado central de la mencionada
lección inaugural de 1929: «el discurso versaba sobre la nada, he intentado mostrar
que el ser, a diferencia de todo ente, no es un ente y que, en este sentido, es una nada»
y añade que mientras en occidente se tildó su discurso de nihilista, el joven traductor
«comprendió lo que quería decir dicha lección» (cit. en Saviani 172) para concluir con
un escueto «Esto bastará como respuesta a su discurso» (Ib.). En definitiva, el evidente
componente zen presente en la escuela de Kioto comparte con Heidegger una visión
positiva de la nada, de ninguna manera desmerecida por el hecho de que no deba ser
considerada un ente.

9
El texto fue ampliado en sucesivas ediciones. En la cuarta se añadió un epílogo (1943) y en la quinta
(1949) una introducción, lo que demuestra el sostenido interés de Heidegger por este opúsculo incluso
con posterioridad a su viraje (la famosa Kehre).

136
También en la obra principal de Nishitani, La religión y la nada 10, en la que se cita,
comenta, y en algunos aspectos se critica, a Heidegger, aparece un rastro indudable del
opúsculo en cuestión al hacerse eco de una de sus afirmaciones más contundentes, en la
que se expresa el sentido del Dasein: «Da-sein heiβt: Hineingehaltenheit in das Nichts»
(traducido por Zubiri como: «Existir (ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de
la nada»; 49, cursiva de Zubiri). Nishitani, al aludir a estas palabras de Heidegger sobre
la existencia «que queda suspendida en la nada», entrecomilladas, aunque sin citar su
procedencia exacta (Nishitani 150), reconoce que «el punto de vista de la Existenz-
en-éxtasis, suspendida en la nada […] indica un gran avance» (151), pero pretende
ir más allá de este punto de vista al considerar que en él «todavía perduran algunas
huellas de la representación de la nada como alguna cosa que es nada» (Nishitani
150). El tratamiento de la noción de nada es, pues, uno de los tópicos (junto con el del
abandono) donde se da el parentesco más estrecho y significativo entre Heidegger y el
budismo zen asimilado e interpretado por los miembros de la escuela de Kioto, pese
al recién mencionado aspecto en que según Nishitani el tratamiento de Heidegger se
queda corto.

Heidegger y el budismo zen: ¿coincidencia o influencia?

La anécdota con la que he comenzado estas páginas parece indicar que el propio
Heidegger reconocía que se daba una profunda coincidencia entre su pensamiento y el
de Suzuki –y, por tanto, con el pensamiento zen–. Pero se podría dudar de la veracidad
de la misma, por el carácter indirecto e inconcreto de sus fuentes. De hecho, Barrett
no especifica quien le transmitió la información según la cual un amigo de Heidegger,
tampoco especificado, relató la conversación, que por lo demás brilla por su ausencia
en los textos heideggerianos. Más de primera mano y creíble parece, en cambio, la
afirmación de Suzuki según la cual Heidegger «le contó que había leído sus pocos libros
traducidos» (Saviani 79). Sea como fuere, a partir del final de los años ochenta del siglo
pasado se produce una auténtica eclosión de textos sobre la relación en cuestión. Entre
ellos cabe destacar dos influyentes publicaciones de tendencias opuestas, una antología
de artículos editada por Graham Parkes, Heidegger and Asian Thought (1987), y una
obra de Reinhard May, publicada en alemán con el título en latín de Ex oriente lux
(1989)11.
10
La primera edición de la traducción española a cargo de Raquel Bouso (Siruela 1999) ha sido ree-
ditada con numerosas modificaciones en 2017. El título original japonés significa ¿Qué es la religión?, tal
como se mantiene en las traducciones alemana y francesa. La española y la italiana siguen la traducción
inglesa, la primera en una lengua occidental (Religion and Nothingness, 1982) a la que dio su beneplácito
Nishitani.
11
Con el subtítulo Heideggers Werk unter Ostasiatischem Einfluss. La traducción inglesa, de 1996, cambió
el título en latín por el más desconfiado Heidegger’s Hidden Sources. East-Asian nfluences on his Work,
que parece conllevar implícitamente la acusación de una deliberada ocultación de las fuentes orientales
por parte de Heidegger. En la edición inglesa (1996) se añadió un ensayo del traductor, Graham Parkes
(que previamente fue el editor de la antología mencionada), con el sugerente título Sol naciente sobre
la Selva Negra: las conexiones japonesas de Heidegger. Dado que, como ya he dicho, los puntos de vista
de Parkes y May son opuestos, a lo que vuelvo enseguida, no deja de ser curioso que el primero no solo

137
En la introducción a su antología Parkes no tarda en mencionar una comunicación
personal de Gadamer en el sentido de que «los estudios heideggerianos harían bien
en llevar a cabo serias comparaciones de su obra con las filosofías asiáticas» (Parkes
1987 5), quejándose a continuación del relativo descuido, tanto de los estudios
heideggerianos como de los relacionados con el pensamiento asiático, en la tradición
filosófica anglosajona, debido al predominio en ella de la filosofía analítica. En la
misma antología se incluye un artículo de Pöggeler, a quien Parkes considera, «junto a
Gadamer, el principal estudioso de Heidegger en Alemania» (Ib. 8), que por cierto no
había tenido a bien comentar siquiera brevemente la similitud que estamos tratando
en su El camino del pensar de Martin Heidegger. En el artículo en cuestión, West-East
Dialogue: Heidegger and Lao-Tzu, Pöggeler destaca la existencia de «una gran cantidad
de evidencia que sustenta la opinión de que Heidegger reconocía con mucho gusto
ante quienes le visitaban cuan próximo era su pensamiento a la tradición taoísta y
al budismo zen» (Ib. 49). Por supuesto, ni Gadamer ni Pöggeler son sospechosos de
tener una querencia especial por la aproximación del pensamiento heideggeriano
al pensamiento asiático, lo que da más peso, a mi parecer, a su reconocimiento. En
cualquier caso, las cosas han cambiado desde 1987 y, además, en buena parte gracias
a la antología en cuya introducción aparecen la queja de Parkes-Gadamer y el artículo
de Pöggeler.
Reinhard May, por su parte, defiende una «tesis más dura», como señala Martín
Morillas –aunque sin compartirla–, de acuerdo con la cual la filosofía del último
Heidegger «parece apoyarse en una serie de “fuentes ocultas” de procedencia oriental
que afectan a algunas de sus ideas centrales» (May; cit. en Martín Morillas 2012 338). De
aquí a una acusación de plagio queda solo un paso, que May prácticamente da ya desde
su introducción, al concluir que la obra de Heidegger no solo fue «significativamente
influida por fuentes del extremo oriente (East Asian)», sino que además «en algunos
casos concretos Heidegger se apropió por completo y casi literalmente de algunas de las
ideas más importantes a partir de las traducciones alemanas de los clásicos del taoísmo
y del budismo zen». Se trata, añade May, de una «clandestina apropiación textual de
la espiritualidad no-occidental, cuyo alcance ha pasado desapercibido hasta ahora»
(May 1996 xv; cursiva mía).
Martín Morillas12, tratando de mediar entre los puntos de vista de Parkes y May,
sostiene la existencia de una «convergencia negativa» entre Heidegger y el pensamiento
oriental: «Convergen en su anti-cosismo y anti-dualismo […]; en su anti-humanismo
[…]; en su anti-intelectualismo y anti-objetivismo», pero sobre todo, dado que ahí
aparece la noción que, junto a la de nada, va a ocupar el centro de nuestra comparación,
«en su anti-moralismo: más allá de las morales hay una ética originaria de la serenidad»

tradujese la obra del segundo, sino que añadiese el ensayo mencionado. En 1989 apareció también Japan
und Heidegger, la antología compilada por Hartmut Buchner en la que apareció la traducción del primer
artículo sobre Heidegger mencionado en la nota 3.
12
En el resumen ofrecido en su interesante artículo «El encuentro de Martin Heidegger con el pensa-
miento asiático» (2012). Véase también su tesis doctoral titulada La nada en segundo Heidegger y el vacío
en oriente, presentada en 2003 en la Universidad de Granada bajo la dirección de Pedro Cerezo.

138
(cursiva mía; 2012 328), donde evidentemente «serenidad» traduce «Gelassenheit»,
que en lo que sigue prefiero traducir por «abandono», como he dicho en la nota 3.
En cualquier caso, ¿de qué coincidencia estamos hablando? Como en este breve
texto es imposible llevar a cabo una comparación siquiera mínimamente exhaustiva
del pensamiento zen con el heideggeriano, voy a centrarme, como ya he anticipado,
en dos pares de nociones que me parecen de suma importancia en sus respectivos
contextos: la nada (Nichts) y el abandono (Gelassenheit) del alemán, por una parte, en
comparación con la nada (mu) y el desapego (mushin) del budismo zen, Ueda Shizuteru
y su discípulo Bret Davis, por otra13.

Nada y abandono en la obra de Heidegger, Ueda Shizuteru y Bret Davis

Algo he dicho ya sobre la recepción en Japón del opúsculo de Heidegger sobre la


metafísica en que la noción de ser, central en la ontología tradicional, es por así decir
substituida y superada (digamos que aufgehoben) por la de nada. También sobre la
satisfacción de Heidegger ante el mayor grado de comprensión de su concepción de la
nada por parte de los pensadores japoneses en general. Por lo demás, Heidegger cita
con aprobación, hacia el final de la parte central de su opúsculo14, la famosa afirmación
de Hegel en la Ciencia de la lógica según la cual «el ser puro y la pura nada son lo
mismo». Esta frase, dice Heidegger, «es justa» (1929 54). Pero tal consideración puede
ser engañosa, puesto que acto seguido añade que la razón de Hegel para sostener su
afirmación es errónea: «El ser y la nada van juntos; pero no porque ambos coincidan
en su inmediatez e indeterminación –como sucede cuando se los considera desde el
concepto hegeliano del pensar–, sino [porque] el ser es, por esencia, finito, y solamente
se patentiza en la transcendencia de la existencia que sobrenada en la nada» (Ib. 54).
No se trata, pues, de que el ser y la nada sean lo mismo por el hecho de que ambos
carezcan de característica alguna. Se trata de que la nada es el sustento de los entes.
Pero, si se me permite decirlo de una manera un tanto burda, solo algo que sea una
cosa puede ser un sustento. De ahí la crítica de Nishitani a los restos de cosificación
presentes en la concepción heideggeriana de la nada. Quizá no haya más remedio que
tener en cuenta la crítica de Rudolf Carnap al famoso «das Nichts selsbt nichtet» –la
nada misma anonada– de Heidegger (1929 49), afirmación que se encuentra, una
vez más, en el opúsculo que estamos considerando15. Por lo que yo sé, Heidegger no
menciona jamás en sus escritos a Nishitani o a Carnap, pero en algún momento parece
escribir teniendo in mente al segundo y, por tanto, sin pretenderlo, también al primero,
en la medida en que haya cierta semejanza entre las críticas de ambos a Heidegger.

13
Aunque en la abundante obra de Ueda escrita en alemán mushin es traducido por el mismo término
heideggeriano de Gelassenheit y en la obra en inglés de Davis (no, obviamente, en las escritas en japonés)
es traducido por releasement.
14
Es decir, la lección original de 1929, descontando el epílogo añadido en 1943. V. nota 8.
15
Recuérdese que la crítica de Carnap, en Überwindung der Metaphysik durch die Logische Analyse der
Sprache (1932), consiste en denunciar el error de usar la palabra «Nichts» como un nombre (substantivo),
aparte de alguna otra contradicción lógica para cuyo tratamiento no dispongo de espacio ahora.

139
Así, éste, en su Introducción a la metafísica, sostiene que «quien habla de la nada, al
hacerlo, la hace algo», que «hablar de la nada es ilógico» y que «semejante hablar de la
nada consiste en puras proposiciones sin sentido» (Heidegger 1953 61). No solo parece
aquí estar parafraseando a Carnap16, sino dándole la razón. Pero Heidegger se desdice
unas páginas más tarde al sostener que, aunque «la nada sigue siendo, en principio,
inaccesible a toda ciencia», sin embargo «sigue siendo una gran desdicha creer que el
pensar de la ciencia sea el único pensamiento estricto» (1953 63), y lo hace dando un
paso ya característico del último Heidegger, en el sentido de que «la filosofía y el pensar
son del mismo orden que la poesía». Pero lo chocante es que este salto de la metafísica
a la poesía no difiere demasiado del que Carnap está dispuesto a dar finalmente para
salvar la cara a la metafísica, reconociendo que, al igual que el arte en general y la poesía
en particular, «la metafísica también brota de la necesidad de dar expresión a la actitud
del ser humano ante la vida» (Carnap 1932 79), si bien, eso sí, adoptando una forma
de expresión propia del conocimiento teórico, que en realidad no le corresponde. Así
pues, puede decirse que el estilo poético del último Heidegger se libraría hasta cierto
punto de las críticas de Carnap (y, de paso, lo que se ciñe más a nuestro tema central,
de la crítica fundamental de Nishitani). Al fin y al cabo, si la metafísica, o lo que quede
de ella, se encuentra más próxima a la poesía, será lícito adoptar un punto de vista
mucho más laxo a la hora de establecer criterios para la significatividad o aceptabilidad
de sus proposiciones.
Tras la muerte de Nishitani, su discípulo Ueda fue indiscutiblemente el principal
continuador de la escuela de Kioto. Por desgracia, la mayor parte de su obra, como
la de la mayoría de los miembros de la escuela de Kioto, sigue sin traducir a lenguas
occidentales. Además, los tres temas principales que han sido objeto de su atención han
sido el misticismo del maestro Eckhart, el budismo zen y el pensamiento de Nishida,
con lo que puede resultar dificultoso poner al descubierto sus propios puntos de vista
originales, por lo demás íntimamente entrelazados con estos tres temas (salvo su
teoría de los dos estratos del mundo –Dopplelwelt o Twofold World–17), De hecho fue
un seguidor tan estrecho de Nishitani 18 que no parece que tuviese demasiado interés
en insistir sobre las diferencias que pudiese haber entre ambos. Según Bret Davis,
Ueda podría incluso decir de Nishitani lo que éste dijo de su maestro Nishida: que en
16
Aunque la Introducción a la metafísica de Heidegger se publicó en 1953, recoge el texto de un curso
de 1936, solo cuatro años posterior a la publicación del artículo de Carnap.
17
Sobre esta teoría v. el artículo de Steffen Döll The Self that is not a Self in a Twofold World, incluido
en B. Davis, ed., The Oxford Handbook of Japanese Philosophy, 2020b.
18
Tras el fallecimiento de Ueda en 2019, Ōhashi Ryōsuke (1945-) es sin duda quien merece ser consi-
derado su sucesor como principal representante de la tradición de la escuela de Kioto. Véase en particular
su Philosophie der Kyoto-Schule (1990). Debido a sus estudios y estancias en Alemania, la lengua occi-
dental en que tanto Ueda como Ōhashi han publicado parte de su obra o a la que ha sido principalmente
traducida es el alemán. También es alemana la primera monografía sobre el pensamiento de Ueda, Se
trata de Wozu also suchen. Zu Einführung in das Denken von Ueda Shizuteru (2005), de Steffen Döll. A
día de hoy (23 de noviembre de 20021) es inminente la publicación del Tetsugaku Companion to Japanese
Philosophy-Ueda Shizuteru, compilado para la editorial Springer por Raquel Bouso, Adam Loughnane y
Ralf Müller, que será la primera gran antología de artículos de los mejores especialistas sobre la obra de
Ueda.

140
él había encontrado a «alguien que estaba “más próximo a mí de lo que yo estaba de
mí mismo”» (Davis, 2013 321). Aun así, cabe destacar algunas diferencias entre las
filosofías de Nishitani y Ueda. Para empezar, como dice Davis, la filosofía de Ueda es
eminentemente práctica, experiencial y religiosa, inseparable de una mayor insistencia
en una concepción de la filosofía como forma de vida que la que encontramos en
la obra de Nishida o Nishitani 19. En particular, es una filosofía del zen en el doble
sentido de genitivo objetivo y subjetivo. «Ueda –dice Davis– no solo filosofa sobre el
zen sino que también filosofa desde el zen» (2019 713). Para continuar, y volviendo a
nuestro tema, la noción de nada que encontramos en Ueda se aparta sutilmente de la
de sus antecesores. Cito nuevamente a Davis: «Mientras Nishida hablaba del lugar de
la nada [nothingness] absoluta […], [y] Nishitani hablaba del “campo de la vacuidad”,
las expresiones preferidas por Ueda para designar este lugar fundamental [ultímate],
tales como campo, fundamento [ground] o Ungrund de la realidad son “la extensión
vacía” […], “la apertura infinita” […], “la expansión infinita” […] y “el englobante e
ilimitado espacio de apertura” (die umfassende umbegrenzte Erschlossenheit)» (Davis
2013 322, cursivas en alemán en el original). Significativamente, Ueda comenta la
diferencia entre los matices introducidos por las expresiones de Nishida y Nishitani
(por qué, por ejemplo, este último usa el concepto de vacuidad, que traduce el sánscrito
śūnyatā, de claras resonancias provenientes del budismo mahāyāna, mientras que el
absoluto de Nishida es más próximo al pensamiento hegeliano), pero en cambio no dice
nada sobre el porqué de la elección de su nueva terminología. Para entenderla, no nos
queda más remedio que confiar de nuevo en Davis, que, en esta ocasión, no pudiendo
recurrir a textos escritos, nos transmite una de sus conversaciones con su maestro Ueda.
Davis se refiere a un seminario que tuvo lugar en Kioto en 2011, en el que Ueda sugirió
que la nada absoluta de Nishida «continúa en parte ligada al pensamiento metafísico
del “absoluto” que resuena vacuo (rings hollow) en la moderna época del nihilismo»,
mientras que la vacuidad de Nishitani, «desarrollada a través de una “auto-superación
del nihilismo”, continúa siendo de alguna manera demasiado positiva, demasiado
“brillante”». Frente a estas concepciones, Ueda cree que «debe reconocerse que la
vacuidad tiene una cualidad “oscura” a la vez que liberadora» (Davis 2013 323).
Por desgracia, Davis no explica, en este texto, en qué consiste esta cualidad
«oscura» y «liberadora» que Ueda atribuye a la vacuidad. Por suerte, en un entrañable,
autobiográfico y confesadamente nada académico artículo posterior, que tiene bastante
de necrología y mucho de respetuoso homenaje a su maestro, Davis explica que más
adelante, en otro encuentro, le pidió a Ueda, diez meses antes de su muerte, que
ampliara su comentario sobre la cualidad oscura de la vacuidad. En esta ocasión, dice
Davis, Ueda «insistió en la incognoscibilidad de la naturaleza» (Davis 2020a 165). La
explicación de Ueda, o por lo menos su transcripción por Davis, dista mucho de ser

19
Al parecer, Nishitani dio a un alumno suyo «el mismo consejo que él mismo había recibido de Nis-
hida: “dedícate a la filosofía como filosofía y al Zen como al Zen”» (Horio, 1992; cit. en Davis 2004 270).
Ueda no hubiera estado de acuerdo con lo que tal consejo implica respecto a la separación de filosofía y
zen.

141
una aclaración definitiva, pero parece al menos sugerir que la vacuidad que envuelve a
la realidad y la sostiene, como la nada de Heidegger sostiene el Dasein, es equivalente
al oscuro bosque que rodea el claro (Lichtung) en que mora este mismo Dasein, desde
el cual el ser/nada da (o dona –Es gibt–) el evento apropiador (Ereignis) a la vez que se
retira 20. Justo a continuación, en uno de los momentos que Davis caracteriza como
«menos teóricos y más personales» de su propio artículo (Davis 2020ª 164), añade
que la aclaración se produjo en el contexto de una conversación «tanto sobre su [de
Ueda] experiencia de una vida solitaria a los 92 años, tras la pérdida de su querida
esposa, compañera constante durante muchas décadas, […] como sobre su actitud
ante su muerte [de Ueda] indudablemente cercana» (Davis 2020a 165). Ueda afirmó
también que no se sentía solo y que «su actitud hacia la muerte era de aceptación de, y
Gelassenheit hacia, lo desconocido» (Davis 2020 165). He aquí la conexión que siempre
quiso conservar Ueda entre la teoría y su experiencia más directa y, de paso, la aparición
de la noción de Gelassenheit (o abandono), uno de los temas que ya hemos anticipado
como centro de estas páginas, sobre la que enseguida volveremos.
Quizá se encuentre otra pista que nos ayude a entender el sentido de la alusión
de Ueda a la oscuridad de la nada en el opúsculo de Heidegger, lo que de paso nos
proporciona otra vía de acceso a la comparación entre éste y el propio Ueda. «La nada
se descubre en la angustia», dice Heidegger (1929 48), quien poco después se refiere,
con un chocante cuasioxímoron, a «la clara noche que es la nada de la angustia» (49,
cursiva mía). También Ueda considera que la angustia está íntimamente conectada a
la nada. John Krummel, en su interesante exposición de la filosofía de Ueda, recalca
cómo éste presta especial atención al último párrafo de ¿Qué es metafísica? 21, en el
que Heidegger concluye que «la respuesta adecuada a la apertura de la angustia hacia
la nada consistiría en abandonarse a la nada». Aquí «abandonarse a la nada» traduce el
inglés «to release oneself into the nothing», que a su vez traduce el alemán «Sichloslassen
in das Nichts». (Krummel 2019 103). En «Sichloslassen» aparece el mismo verbo «lassen»
(dejar) que aparece en «Gelassenheit»22.
Llegados aquí, no podemos aplazar más la exposición de las razones que nos llevan a
preferir la traducción de «Gelassenheit» por «abandono» en lugar de por «serenidad»23,
aunque esta última sea la que aparece como primera acepción en diversos diccionarios
alemán-español y sea la preferida por el traductor español. «Abbandono» ha sido la
traducción al italiano elegida por Adriano Fabris, cuya semejanza, casi identidad, con
el español «abandono» nos permite, no tratándose de un caso de faux amis, apropiarnos
20
Para una mejor compresión de este donar o hacer presente retirándose al mismo tiempo, v. por
ejemplo, Heidegger 1961 II 286 ss.
21
Sin contar el Epílogo de 1943, que en el tomo 9 de la Gesamtausgabe aparece, al igual que la Intro-
ducción de 1949, junto a otros artículos publicados entre 1914 y 1970 ordenados cronológicamente y,
por tanto, ochenta páginas después del cuerpo central de nuestro opúsculo.
22
El término español «dejadez» es definido en el DRAE como «pereza, negligencia, abandono de sí
mismo o de las cosas propias». Si no fuese por las dos primeras palabras de esta definición, «dejadez»
hubiese sido una posible traducción de «Gelassenheit».
23
Alguna vez se ha traducido también como «desasimiento», que también prefiero a «serenidad»,
aunque tiene solo uno de los dos sentidos que, como veremos, «abandono» acoge cómodamente.

142
de sus razones, siempre, claro está, que, como es el caso, nos resulten convincentes.
Fabris, también autor de las notas al texto de Heidegger en la edición italiana, en su
nota 3 argumenta su elección como sigue. Reconoce, para empezar, que en el alemán
corriente «Gelassenheit» significa ‘calma’ o ‘tranquilidad’ (a lo que podríamos añadir
sin mayor problema la «serenidad» de la traducción española). Pero inmediatamente
añade que «tal traducción no haría justicia a la pregnancia histórica del término»,
de la que Heidegger es plenamente consciente y a la que implícitamente se remite.
«“Gelassenheit” es de hecho un término clave de la tradición mística tanto católica como
protestante». El término apunta, sobre todo a partir del maestro Eckhart, al «completo
abandono a Dios que se produce solo con la “anihilatio” de las propias pasiones y de
los propios deseos». (Fabris 84), Lo que comparativamente nos remite, una vez más, al
budismo, no solo zen, y a su recomendación del desapego que puede contrarrestar el
sufrimiento (además de ayudar a alcanzar el nirvana, samadhi, satori o comoquiera que
se denomine el estado superior al que puede llevar la práctica del budismo). Pero tal
‘anihilatio’ no abarca todo el significado de «Gelassenheit» en Eckhart, donde el término
alemán «viene a significar a la vez la actitud preliminar de abandono de las cosas y el
efectivo abandono a Dios que permite acoger Su voluntad». (Fabris 85; cursivas mías).
Hay que abandonar las cosas para poder abandonarse a Dios.
En cuanto a la traducción inglesa más frecuente, releasement, hay que decir que
Davis la acepta con desgana meramente para no romper con la práctica habitual.
‘Abbandonment’ podría haber recogido también los dos sentidos que recoge Fabris.
‘Letting be’ ha sido usado también como traducción24. En cualquier caso, Davis
comparte, casi verbatim, la atribución de los dos mismos significados al término
‘Gelassenheit’ y, consiguientemente, al término ‘releasement’. Así, en un contexto
cristiano como el de Eckhart, el término inglés, al igual que el alemán o el italiano,
(pero no el término español ‘serenidad’) conserva el doble sentido de «un liberarse
de [releasement from] –una renuncia o abandono (Ablassen) de– la propia voluntad,
lo cual permite una entrega [releasement over to] –un diferimiento o dejar las cosas
(Überlassen)– a la Voluntad de Dios» (Davis 2010 169). Pero, aunque la noción
heideggeriana de Gelassenheit procede de la eckkartiana, conservando el «de» y el
«a» del abandonarse, desaparece en ella toda alusión a lo divino. Según Davis, para
Heidegger la Gelassenheit es «el abandono del (a releasement from) pensar [entendido
como] una forma de voluntad, de hecho de todos los modos del ser como voluntad, y
el abandono a (a releasement into) una involuntaria (non-willing) manera de estar-en-
el-mundo» (Davis 2010 170).
Quizá uno de los escritos más interesantes de Ueda por lo que se refiere a nuestro
presente tema sea su «El abandono en el budismo zen» (Die Gelassenheit in Zen-
Buddhismus), donde el pensamiento del último Heidegger es yuxtapuesto al budismo

24
Por ejemplo, en The Heidegger Dictionary de Daniel Dahlstrom (2013 121). Si se me permite ahora a
mí una frivolidad, la letra de la canción de Paul McCartney que da título al último álbum de The Beatles,
Let it be, constituye un buen ejemplo del uso de la expresión en la cultura popular, en un tono vagamente
filosófico y/o religioso hasta cierto punto cercano al de Eckhart.

143
zen y a la propia filosofía experiencial de Ueda. Justo al comienzo del mismo, Ueda
expresa su interés existencial a la vez que filosófico por el abandono. Es existencial
«porque el abandono representa un modo fundamental del ser-ahí típico del budismo
zen» y filosófico «porque es un término fundamental de Heidegger en su pensar
meditativo del ser» (Ueda 1993 207). Por supuesto, Ueda reconoce que los problemas
del mundo moderno de la técnica a los que se enfrenta Heidegger eran desconocidos
en el budismo zen originario. Cree, sin embargo, que, aun así, el budismo zen tiene
algo importante que decir, incluso en nuestra época de la técnica, cuando del «cómo»
del estar-en-el-mundo se trata. Vale la pena comparar el artículo de Ueda con la
conferencia-opúsculo (El abandono) de Heidegger.
En su artículo, Ueda cita constantemente a Heidegger, concretamente ¿Qué es
metafísica? en siete ocasiones y El abandono (o Serenidad, si se prefiere seguir usando
el título de la versión española de Gelassenheit) en veinte ocasiones 25. No cabe duda
de que Ueda considera que se da una estrecha relación entre el abandono del que
habla Heidegger y el desapego del budismo zen. De hecho afirma que en éste hallamos
«una imagen primigenia del abandono» (1993 209), entendido como desapego tanto
respecto de las cosas como del propio yo. Según Heidegger, vivimos en una época de
la técnica y rodeados inevitablemente por sus objetos. Debido a esa inevitabilidad, no
nos queda más remedio que decir «sí» a sus objetos. Pese a ella, hemos de ser capaces de
decir «no» a los mismos. Justo después de la exposición de este conflicto se menciona
por primera vez el abandono en «El abandono»: «Quisiera denominar esta actitud
que dice simultáneamente “sí” y “no” al mundo técnico con una antigua palabra: la
serenidad para con las cosas» (Gelassenheit zu den Dingen) (Heidegger 1959 27)26.
Como dice Heidegger (y cita Ueda): «Podemos usar los objetos técnicos, servirnos de
ellos de forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo
momento podamos desembarazarnos (loslassen) de ellos» (Heidegger 1959 26; cit. en
Ueda 1993 226).
Ahora bien, el abandono de las cosas, en particular de los objetos técnicos, y más
en particular de la bomba atómica27, no evita que éste venga acompañado por una

25
Conviene tener in mente desde el principio que este nuevo opúsculo, fruto de una conferencia
pronunciada en Messkirch en 1955 y aparecido en 1959 en edición por la cual lo cita Ueda, no es más
que una tercera parte (según los editores del volumen 77 –Feldweg Gespräche–, de las Obras Completas
de Heidegger) o de una cuarta parte (según Davis, 2010 X) del primer texto incluido en el volumen, a
saber: Άγχιβασίη. Ein Gespräch selbstdritt auf einem Feldweg zwischen einem Forscher, einem Gelehrten
und einem Weisem.
26
Conservo por esta vez la traducción como «serenidad» para mantener intacta la versión de Zim-
merman, aunque a la vez nos muestra la inadecuación del término. La serenidad es un estado de ánimo
no intencional (en el sentido brentaniano) que no requiere, sino que más bien rechaza, que cuelgue de
él un «para con qué» o un «de qué» es tal estado. «Antigua» alude aquí, dicho sea de paso, al origen
eckartiano del término, y da muestras de una cierta afiliación a la tradición del misticismo renano, que
ya he mencionado antes.
27
Heidegger alude frecuentemente a la era de la técnica como era atómica. Recuérdese que la confe-
rencia en que se basa «El abandono» se pronunció en 1955, en plena guerra fría, cuando todavía estaba
muy fresco el recuerdo de la explosión de Hiroshima y la convicción de que después de ella el mundo no
volvería a ser el mismo.

144
sensación de misterio. «No sabemos –dice Heidegger– qué significación atribuir al
incremento inquietante del dominio de la técnica atómica. El sentido del mundo
técnico se oculta.» (Ib. 28). Heidegger denomina apertura al misterio a la actitud
de estar abiertos a ese sentido oculto y cree que la copertenencia del abandono y
de la apertura al misterio «nos hacen posible residir en el mundo de un modo muy
distinto» (Ib. 28). Los misterios son, por definición, si no inexplicables, por lo menos
inexplicados. Pero algo ha de poder decirse de este misterio al que nos abrimos en el
abandono. Quizá es el bosque que rodea el claro (Lichtung), por usar la metáfora de
Heidegger, o el ello que dona (el «es» del «es gibt»), o el «Sein» que se hace presente
en el «Dasein», o la nada, que al fin y al cabo es idéntica al ser, en la que se sostiene el
Dasein. En cualquier caso, «[lo] que así se muestra y al mismo tiempo se retira es el
rasgo fundamental de lo que denominamos misterio» (Ib. 28; v. también la nota 21).
En definitiva, éste es el rédito que nos proporciona el abandono. Según Heidegger,
«el hombre se encuentra en una situación peligrosa en esta tierra» (Ib.), pero no solo
porque la humanidad pueda aniquilarse a sí misma, sino también porque «al iniciarse
la era atómica, es un peligro mucho mayor el que amenaza» (29), a saber, que «un día
el pensar calculador pudiera llegar a ser el único válido y practicado» (Ib.). O, dicho
a la inversa, que desapareciera el pensamiento reflexivo, «lo que [el hombre] tiene de
más propio, a saber, que es un ser que reflexiona» (Ib.). Solo este pensamiento reflexivo
podría llevarnos al abandono de las cosas y a la vez al abandono al misterio que nos
permitan alcanzar una nueva manera de estar-en-el-mundo.
Si hay algún continuador de la obra de Ueda, éste es Bret Davis, el alumno
aventajado que ya ha ido apareciendo en estas páginas. Davis tiene algo de rara avis,
tratándose como se trata de un filósofo anglosajón especialista tanto en Heidegger
como en la filosofía japonesa, dos temas que, como vimos, Gadamer echaba en falta
en el mundo filosófico anglosajón. Por si esto no fuera suficiente, durante más de una
década ha sido asiduo practicante del budismo zen rinzai en el monasterio de Shōkoku
de Kioto, con la participación de Ueda en su calidad de inka shōmei (maestro laico al
que se le ha reconocido institucionalmente la capacidad de enseñar en un monasterio).
Como especialista en Heidegger, publicó en 2007 su Heidegger and the Will. On
the way to Gelassenheit28, donde, como insinúa en su título, destaca la centralidad
del desatendido tema de la voluntad en Heidegger con la intención de mostrar la
posibilidad de superar la voluntad para alcanzar el abandono, sin caer en la trampa
–que tan a menudo se ha considerado en el pensamiento budista– de un imposible,
por autocontradictorio, querer no querer. Significativamente, el segundo epígrafe de
la Introducción es la siguiente cita de Debate en torno al lugar de la serenidad. De un
diálogo sobre el pensamiento en un camino de campo29: «La transición de la voluntad al
abandono es, a mi parecer, lo difícil» (Heidegger 1959 35). Aunque la obra en cuestión
28
Obra no traducida, cuyo título podríamos verter como Heidegger y la voluntad. De camino al aban-
dono.
29
Parte de Άγχιβασίη, citado en la n. 27. Modifico la traducción de Zimmerman, que reza así: «La
transición del querer a la Serenidad es, a mi parecer, lo difícil (Der Übergang aus dem Wollen in die Ge-
lassenheit scheint mir das Schwierige zu sein)».

145
fue escrita básicamente en Japón, apenas se trata en ella la relación de Heidegger con la
filosofía japonesa, lo que no obsta para que ya en el prefacio aproveche la ocasión para
agradecer a los monjes de Shōkoku «por su dirección en los rigores holísticos de una
práctica corporal (embodied) y espiritual (inspirited) de la Gelassenheit» (Davis 2007
xv). Esta pasajera alusión a la práctica merece nuestra atención, ya que consuena con el
carácter experiencial de la filosofía de Ueda y, además, pone en relación con ella el tema
heideggeriano del abandono. Más adelante, en un excursus sobre «una exhortación
a partir del zen», Davis comenta en passant que el pensamiento tardío de Heidegger
sobre el estar de camino hacia el abandono «concuerda con el camino del zen hacia
un despertar en un modo de estar-en-el-mundo por medio de una muerte existencial
del sujeto egoico de la voluntad (ego-subject of the will)» (2007 59).
En otro reciente artículo de título intencionadamente ambiguo, Nothing Matters
(2021)30, Davis resume su punto de vista sobre la nada y el abandono, coincidente con
el de Ueda y en buena parte también con el de Heidegger. Vale la pena reproducirlo in
extenso. «El último Heidegger […] se apropió del término Gelassenheit para caracterizar
nuestra actitud más adecuada (most proper comportment) hacia el ser (o la nada) en el
que abandonamos la moderna metafísica de la voluntad y nos abrimos a la experiencia
del misterio de la región abierta (Gegnet) del ser que rodea los limitados horizontes
de nuestros mundos significantes poblados por entes definidos. Abandonando la
voluntad antropocéntrica de comprender científicamente y controlar tecnológicamente
un campo finito de entes, nos abandonamos a la experiencia de la nada como oculto
trasfondo, los apartados excedentes de la amplia-región-abierta (wide-open-region) del
ser, una reserva incalculable de posibilidades de que las cosas se revelen de otro modo»
(Davis, 2021 25). En definitiva, abandonar y abandonarse.
En cualquier caso, ¿cómo resolver la paradoja del querer no querer o, si se prefiere,
del no querer querer (sic)? Según Davis, ambas formulaciones siguen inmersas en
lo que denomina dominio de la voluntad, mientras que de lo que se trataría es de
abandonar este dominio para abandonarse al abandono, a dejar que las cosas sean
como son. Claro que ello, aun si fuese posible, podría ser criticado por caer en un
pasivo quietismo, ante lo que Davis se pregunta: «¿Es la Gelassenheit compatible con
la vita activa?» (Davis 2007 X; cursivas del término alemán y de la expresión latina en
el original inglés). Según Davis, la respuesta sería afirmativa. Dicho de otro modo: «A
duras penas podría decirse que hablar de un “abandono comprometido” (engagierte
Gelassenheit) fuese un oxímoron» (Davis 2007 xxvii). Dicho de otro modo aún más
simple, el abandono es una actitud receptiva hacia las cosas que se nos dan. No se trata,
pues, de un mero quietismo.
Davis, como decía antes, ha dedicado gran parte de su atención a la filosofía
japonesa y al budismo zen. Así, ha editado The Oxford Handbook of Japanese Philosophy
y acabe de aparecer su Zen Pathways: An Introduction to the Philosophy and Practice of
Zen Buddhism. Como muestra de esta dedicación, comentaré brevemente uno de sus
30
«Nothing Matters» significa a la vez que ‘nada importa’ y que ‘la nada importa’, donde el primer
sentido alude al abandono de las cosas y el segundo al abandono al oscuro misterio de la nada.

146
numerosos artículos sobre estos temas, especialmente relevante para la cuestión de la
relación entre Heidegger y el pensamiento oriental que ha sido nuestro punto de partida
e interés principal. Se trata de East-West Dialogue after Heidegger. En él Davis se plantea
dos cuestiones inversas: ¿Por qué aquellos interesados en el pensamiento de Heidegger
deberían interesarse en el diálogo Este-Oeste? Y ¿por qué aquellos interesados en el
diálogo Este-Oeste deberían interesarse en el pensamiento de Heidegger?
Respecto a la primera, reconociendo que todavía son pocos los estudiosos del
pensamiento de Heidegger interesado por ella, considera que quienes sigan el camino
de su pensar «eventualmente tendrán que enfrentarse con la inevitabilidad de este
diálogo» (Davis 2018 335). Sin embargo, no parece que este único argumento pueda
oponerse a la tozuda realidad de que la inmensa mayoría de estos estudiosos ignoran
esta supuesta inevitabilidad. Aunque me cuento entre los que piensan que el diálogo
es sumamente interesante, me parece inútil e innecesario tratar de demostrarlo para
reconducir las investigaciones de los ignorantes (en el buen y literal sentido de la
palabra).
Respecto a la segunda, vale decir que en principio su implícita admonición va
dirigida a un colectivo mucho más amplio, puesto que no es estrictamente necesario
tener interés filosófico alguno para interesarse por el diálogo Este-Oeste. Por lo demás,
Davis cree que su segunda recomendación «puede parecer a algunos más controvertida
que la primera» dada la frecuencia con que actualmente se recuerda a Heidegger
«más como un nazi o antisemita impenitente que como crítico radical de la metafísica
occidental y del moderno y homogeneizador reduccionismo de la tecnología» (Davis
2018 339). Pero Davis, reconociendo ciertos «errores y arrogancia» de Heidegger,
considera a la vez que «eliminar a Heidegger del foro del diálogo Este-Oeste sería una
muestra de miopía y simpleza comparable a la eliminación de Aristóteles y Kant de
los programas de ética en razón de su condenable misoginia o racismo» (Ib. 340). Lo
cierto es que el punto de vista de Heidegger fue oscilando en las contadas ocasiones
en que se pronunció sobre la inevitabilidad del diálogo y la posibilidad de que éste
contribuyera a librarse del «deliberado nihilismo tecnológico en que ha culminado la
historia occidental de la metafísica» (Ib. 340). En cualquier caso, en uno de sus últimos
pronunciamientos Heidegger sostuvo que un diálogo entre «un pensamiento europeo
transformado» y el pensamiento oriental podrá contribuir a «salvar la esencia de lo
humano del cálculo y manipulación extremos del Dasein humano» (Heidegger 1989
230; cit. en Davis 2018 340).
En conclusión, diría que ciertamente hay claras semejanzas y analogías entre
Heidegger y «lo que Suzuki quería decir» (que puede y debe en su mayor parte hacerse
extensivo al budismo zen en general), en particular por lo que se refiere a la nada y el
abandono. Además, tanto en Ueda como en Davis encontramos exitosos intentos de
sintetizar el pensamiento de Heidegger con el zen. También puede darse por seguro
el conocimiento, por parte de Heidegger, de la obra de Suzuki y del budismo zen31.
31
Según Davis, mientras Nishitani era alumno de Heidegger en Freiburg, éste «le pedía frecuentemente
que fuese a su casa para que le informase sobre el zen» (Davis, 2007 xv).

147
Tampoco puede discutirse la coincidencia de algunos términos clave en la obra de
Heidegger con la terminología usada por los traductores al alemán de los textos budistas
clásicos asequibles en la Alemania de entreguerras. Lo que no debe darse por probado,
en cambio, es que Heidegger tomase conscientemente prestada esta terminología y
algunos puntos de vista a ella asociados ni mucho menos que lo hiciese, como dijo
Reinhard May, clandestinamente. Finalmente, aunque simpatizo profundamente con el
diálogo entre Heidegger y el zen tal como se expresa explícitamente en la obra de Ueda
y Davis, no creo que las preguntas planteadas por el segundo «deberían» contestarse
afirmativamente. Ni los estudiosos de Heidegger tienen el «deber» de interesarse por
el diálogo entre oriente y occidente, ni éstos tienen el «deber» de interesarse por aquel.
Por lo que a mí respecta, y sin que medie ningún deber, comparto ambos intereses.

148
Referencias bibliográficas32
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32
Se añade entre paréntesis la traducción cuando se cita por ella en lugar de por el original.

149
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150
Fenomenología de lo inaparente
Lo visible y lo invisible en Merleau-Ponty y Calasso
Pedro Juan Riera

1. Parecidos razonables

En El cazador celeste, recorriendo abismalmente nuestra historia, Roberto Calasso


muestra su parentesco con quienes, desde Heidegger, intentan trazar lo originario
encubierto e inaparente más allá de lo óntico. Esta proximidad se acentúa en el segundo
Merleau-Ponty, el autor de Lo visible y lo invisible y El ojo y el espíritu. Partiendo del giro
heideggeriano que hace de la escucha un tiempo que al temporalizar da, de lo lejano, la
cercanía a lo próximo, hay en el autor de Lo visible y lo invisible idéntica pretensión de
señalar cómo lo inaparente, las raíces mismas del ser se traducen en ideas «sensibles»
que ofrezcan las articulaciones del mundo. Para Merleau-Ponty lo invisible late en lo
visible, se encarna, es invisibilidad carnal y moviente, quiere atrapar las intrusiones
(empiètements) corporales y sociales y el estilo de escucha que muestra en su pintura
Cezanne o un escritor como Proust. También las experiencias que cuenta Calasso,
por ejemplo en los rituales animistas, muestran la unidad vivida entre lo visible y lo
invisible, entre el ausente y lo presente, entre el animal o el dios y el hombre. En ellas
somos habitados («hantés» escribe Merleau-Ponty) por un pasado remoto, por cierta
«otredad» radical –lo animal–, por el «otro lado» –lo divino–. Lo animal y la cultura,
lo sensible corporal y lo ideal, lo ominoso y lo divino aparecen, en ambos, en su
articulación y, a la vez, mutua recusación.
El hilo conductor de nuestra lectura comparada de estos dos autores no será otro
que el entrecruzamiento de lo visible y lo invisible. Pero no es ni mucho menos su
única relación: encontraremos en ambos el «tiempo mítico», idéntico interés en el arte
y especialmente en la iconografía, por la magia presente en la pintura así como en los
rituales religiosos, menciones en ambos del ojo-conciencia como «punctum caecum»
de la visión, etc.

151
2. Sentidos de lo invisible en el último Merleau-Ponty

La relación entre lo visible y lo invisible tiene en mi opinión dos claros antecedentes,


profusamente mencionados en sus textos (v. espec. cursos impartidos entre 1959
y 1961 que contienen largos comentarios sobre El origen de la geometria e Ideas II
de Husserl y de los últimos textos de Heidegger). Por un lado remite a la diferencia
ontológica heideggeriana, nunca jugada ni del lado del ente ni del lado del ser sino
de la negación e imbricación mutuas. Aunque ser es nada en relación a lo óntico,
negación de toda determinación, lo es sólo como trascender de lo óntico mismo, como
diferencia, no desde otra presencia. En la interpretación que hace Merleau-Ponty el
giro heideggeriano niega el Nichtiges Nichts, la pura nada, puesto que hay alguna cosa:

Lo que se llama Seyn o Sein tachado es lo que no es nada, es el «es gibt» el


«hay», el «etwas» abierto al que nosotros tenemos «apertura», en la verdad de la
cual nosotros somos. No se la llama ya Welt sino Sein, igual que no se habla ya
de Dasein, estando su pura diferencia en relación a la nada («rien») de lo que en
ellos no es nada [«n’est pas rien»]. (Merleau-Ponty 1996,102)1

Si se atiende a la inaparente fenomenalidad del fenómeno, a lo que condiciona


el aparecer, la inspiración husserliana es aún más prístina. Igual que el horizonte en
Husserl, tanto lo visible como lo invisible apelan a la condición de aparición de lo dado,
que no se dan justamente en él sino de manera latente, en una dación no dada, im-
presentable pero originariamente presente. El horizonte es siempre lo que nos engloba
y es englobado en lo percibido, en nosotros: la tierra entendida como «arché» último,
el cuerpo (Boden) como inaprehensible suelo de toda experiencia, el Lebenswelt en su
relación-fundación con el mundo. Lejos de ser la idealidad –lo invisible– la que geste
la experiencia o la historia, hay siempre un reenvío pasivo, una unidad de pasividad y
actividad en la Fungieren. Lo que se da es la unidad en la simultaneidad de experiencia,
idealidad y lenguaje.

Verdadero pensamiento husserliano: hombre, mundo y lenguaje estan entre-


cruzados, verflochten. Qué quiere decir esto: hombre, lenguaje, mundo (mundo
vivido, y mundo objetivado, idealizado) dados en paquete –en correlación: las
referencias (Beziehung) relaciones en principio lineales, forman una unidad, son
«simultáneas» (Ideen II). (Merleau-Ponty 1998, 50)

El presente vivo de Husserl es el de la simultaneidad, el del Ineinander, lo uno-en-


lo-otro que permite vincular lo presente y el pasado de lo invisible.
En suma, lo que aparece, lo dado contiene su condición, su horizonte inaparente
que, sin embargo, difiere infinitamente por no ser nunca «dato». Porque, para el autor
de Lo visible y lo invisible, lo invisible no es «otro visible» posible –como lo considera
Husserl–, porque es la transcendencia pura, se impone la tarea de una fenomenología

1
Todas las citas de libros en versión original son traducción mía.

152
de lo escondido: «Hacer una fenomenología del “otro mundo” como límite de una
fenomenología de lo imaginario y de lo “escondido”» (Merleau-Ponty 1964, 282-283).
Pero no, claro, en ningún otro lado que el del mundo sensible:

Busco en el mundo percibido núcleos de sentido que son in-visibles, pero no


como negación absoluta […], sino en el sentido de otra dimensionalidad, como la
profundidad se ahueca [creuse] detrás de la altura y la longitud, como el tiempo,
se ahueca detrás del espacio. (Merleau-Ponty 1964, 289)

Comienza a entreverse la prolijidad de usos de lo «invisible» en Merleau-Ponty, aun


descartando el husserliano «otro visible posible». Lo invisible es «sentido» de lo visible
pero también lo no visible ni para mí ni para el otro, como ángulo ciego de toda mirada,
y aún dimensionalidad de lo visible, profundidad espacial y temporal (simultaneidad),
también lo que sólo existe tactilmente o kinestésicamente. (v. especialmente Merleau-
Ponty 1964, 311).
Lo negativo de lo in-visible en Merleau-Ponty no es la negatividad dialéctica,
contraposición a un otro; llama más bien a negar la negación lógica, las negaciones
clásicas de la filosofia. Cuando decimos, por ejemplo, que lo invisible es el significado de
lo visible sólo lo entenderemos si superamos de entrada la oposición hechos/esencias,
cosas percibidas/significaciones. Como dice nuestro autor, hay un solo mundo, el
sensible y si el sentido es invisible lo es sólo como contrapartida exacta de lo visible,
inscrita en él porque lo visible no es a su vez sino la estructura, la articulación de lo
invisible; no lo objetivo sino lo trascendente:

Las comparaciones entre lo invisible y lo visible (dominio, dirección de pensa-


miento) no son comparaciones (Heidegger), significan que lo visible está preñado
de lo invisible, que para comprender plenamente las referencias visibles (casa)
hay que ir hasta la referencia de lo visible a lo invisible. (Merleau Ponty 1964, 269)

Menos se entiende aún si, como hace Sartre, se parte de un mundo en sí al que se
opone la representación o cuadro visual del mismo, si, a la positividad de la primera,
se superpone la negatividad de la conciencia que lo representa. La única ausencia, para
Merleau-Ponty, es la que cuenta en el mundo, la que está detrás de lo visible. Por eso,
frente a un ser lineal, reinvindica el pliegue en el ser, la ontología «du dédans», un ser
doblado de nada.
Habla, en ese sentido, de que lo invisible es el «hueco» de lo visible, el «pliegue»
de la pasividad, un ser englobante y lateral; en suma, lo que llama «chair». La carne es
nuestro ser, oponiéndolo así a sujeto intencional, pero es también el ser del mundo:
todo en nosotros, dice, es cultural y natural. En realidad, en este ser doblado de nada, lo
sensible es lo invisible como muestra los colores (verbig. lo amarillo) como horizonte,
la profundidad o la simultaneidad. Lo que percibimos son radios (rayons) del mundo,
elementos, dimensiones. En efecto, como se ve en Cezanne o en Van Gogh, el color
irradia, pone todo en su dimensión, lo engloba como elemento en el que son las cosas.

153
El pintor usa esa lógica perceptiva en cada trazo, opera con ideas sensibles como los
colores o la profundidad que superan el problema de la generalidad del concepto
opuesta a los hechos: «Ver es esa especie de pensamiento que no tiene necesidad de
pensar para poseer el Wesen» (Merleau-Ponty 1964, 301).
El espacio del cuadro es un no-lugar donde la topología plana o lineal y la lógica,
en suma, el espacio cartesiano, es quebrantado por la dimensión de trascendencia
que es la profundidad, por el quale elemental del color o la luz, por la simultaneidad
de capas dimensionales y temporales. Frente al espacio «sin escondite» de lo en sí, del
dónde, el pintor rehace en el cuadro el enigma de la visión, el ser vertical, el abismo
de la profundidad. La luz, la profundidad son la filosofía por hacer del pintor cuando
su «visión se vuelve gesto, cuando “piensa en pintura”, dirá Cézanne» (Merleau-Ponty
1986, 45).
Lo invisible se vuelve así lo impensable si no se recupera la lógica perceptiva.
Cuestiona todo fundamento, es Abgrund porque remite a un tiempo mítico y porque
desde el movimiento y el tiempo obliga a replantearnos lo que llamamos real o
verdadero desde una identidad estática. Como enigma perceptivo interroga hacia
una condición última invisible, nuestro punctum caecum y como simultaneidad –o
profundidad temporal– presente y pasado se enredan en el bergsoniano «movimiento
retrógrado de la verdad».
La ilusión referida por Bergson consiste en creer que el pasado contiene al presente
y por eso sólo desde el presente puede des-cubrirse; retroyectamos produciendo así
la identidad del pasado con el presente que llamamos verdad. Lo que muestra es
que el pasado es irrecuperable (invisible) como tal, que, al hacerlo desde el presente,
introducimos su prisma, su «para mí ahora» que lo malea. Pero lo que lo hace posible
es el encabestramiento de pasado, presente y futuro propio de un movimiento temporal
que no entiende de «instantes», la simultaneidad de capas temporales que confiere
profundidad a todo ahora. Lo que es falso no es que lo pasado se encuentre en lo
presente, sino que desde el presente lo entendamos con la lucidez de un ahora-presente
que desvela lo que el ahora-pasado contenía en su preñez. Estamos en el tiempo,
estamos en el movimiento del des-velamiento, de la verdad como a-letheia pero no
hay instante desde donde ver todo el recorrido, ver sin ocultamiento. Si el pasado es
irrecuperable para la conciencia, es presente en nosotros como lo inconsciente, si el
tiempo anterior al tiempo es mítico, es empero de donde surgimos y lo que somos;
precisamente porque es invisible actúa en nosotros, no lo podemos distanciar.
Por otra parte, el punctum caecum, como imposible asistir al propio mirar, no
es lo invisible de hecho sino de derecho, que pone en tela de juicio la promesa de
transparencia plena del theorein:

Lo intocable (y también lo invisible: ya que el mismo análisis puede ser repe-


tido para la visión: lo que se opone a que yo me vea es un invisible de hecho de
antemano (mis ojos invisibles para mí) pero, más allá de ese invisible (cuya laguna
puede ser rellenada por el otro y mi generalidad) un invisible de derecho: no
puedo verme en movimiento, asistir a mi movimiento. (Merleau-Ponty 1964, 308)

154
Cierto, todo tocar o ver supone poder tocarse porque somos parte de la carne
del mundo, sintientes pero también sensibles. Ahora bien, eso no significa que nos
captemos en el movimiento mismo de sentir, que nos veamos viendo porque incluso
en el espejo somos vistos, el ojo que ve solo es visto como no viendo. El distanciamiento
del mirar no da sino para objetivarse; es desde dentro, en una reflexividad sin distancia,
que oscuramente me apercibo. Se trata en fin de sacar todas las consecuencias de
ser carne del mundo: igual que las cosas no se dejan ver plenamente, trascendentes
como son por su profundidad, tampoco, como sintientes, nos sentimos sintiendo,
no accedemos jamás a la apercepción plena soñada por la conciencia porque somos
conciencia corpórea o cuerpo sintiente. Lo que nos permite estar emplazados en la
dimensionalidad de la carne del mundo, por ello mismo, nos impide salir de ella,
trascenderla como espíritu, cerrarse sobre sí como conciencia de sí. Sentir y ser sensible
se entreveran en una reversibilidad quiasmática donde siempre hay un ángulo ciego
porque ni el sentir es nunca sentido como tal ni lo sensible tiene ser sino en el sentir.

Mi cuerpo es en el punto más alto lo que toda cosa: un esto dimensional. Es la


cosa universal – Pero, mientras las cosas no devienen dimensiones sino en tanto
que son recibidas en un campo, mi cuerpo es este campo mismo, i.e. un sensible
que es dimensional de sí mismo, midiente universal. (Merleau-Ponty 1964, 313)

Ser excedidos por lo sensible y por el sentir mismo; ésa es la trascendencia, a la


que llama Merleau-Ponty espíritu del cuerpo, no lugar o lugar escondido que nombra
el punctum caecum porque ese punto no es alma ni es cuerpo.

3. El juego de simulacros entre lo visible y lo invisible en El cazador


celeste
Metamorfosis

Es la caza para Roberto Calasso «el acontecimiento de toda historia antes de la


historia» (Calasso 2020, 13). Marca una cesura irreversible por la que lo animal queda
atrás en el hombre a costa de una culpa originaria. No es un hecho inocuo porque la
caza es caza de almas. «El mayor peligro de la vida reside en que el alimento de los
hombres está hecho de almas» (Calasso 2020, 12). ¿Dónde va lo que desaparece? «Va
a lo invisible que, al final, está lleno de presencias» (Calasso 2020, 12).
Los simulacros, las imitaciones de los animales han permitido al hombre ser
cazador, esto es, invertir su situación, pasar de víctima a verdugo. En esos tiempos
remotos, que actúan en Calasso como «topos» de una continuidad perdida entre
animales, hombres y dioses, entre vivos y muertos, «lo invisible era visible y se
transformaba continuamente» (Calasso 2020, 9). De hecho, la historia que cuenta
Calasso, la del hombre, es la de la retirada de lo existente a lo invisible, la desaparición de
las metamorfosis, la progresiva muerte de los dioses: «Todo sucedía en el interior de un
único flujo de formas, desde las arañas a los muertos. Era el reino de la metamorfosis»

155
(Calasso 2020, 9). El cazador, para transformarse de cazado en predador, debía imitar
a este último descubriendo de paso la igualdad, la sustitución, iniciando el camino del
conocimiento. Para cazar había que vestirse con las pieles del oso o del lobo o dibujar
la presa antes de cazarla. El que dominaba las metamorfosis era el chamán porque
estaba en los tres mundos y, en él, los confines entre lo visible y lo invisible se diluían.
El chamán llama a los espíritus, habla con los antepasados, domina la lengua secreta de
los animales y los atrae para la caza: «Extasis, posesión, palabras que acompañan, según
los lugares y según las épocas, connotaciones positivas o negativas; designan ambas el
conocimiento metamórfico, el conocimiento que transforma –aquel que conoce en el
momento en el que conoce» (Calasso 2020, 20).
Solo porque somos el Yo moderno, dueño de su recinto, vemos esos estados como
anomalías mentales o magia; no entendemos, por falta de fluidez, el flujo único y
continuo entre el animal y el hombre que lo dibuja. Lo invisible, en cambio, no quedaba
en el otro lado para el chamán o el cazador, estaban en su mirada, en su mente, los
dioses o los antepasados muertos: «Lo invisible es el lugar de los dioses, de los muertos,
de los antepasados, el pasado entero. No exige necesariamente un culto, pero penetra
en todos los intersticios de la mente. […] Lo invisible termina en la cabeza de cada
uno» (Calasso 2020, 23).
Pero si el hombre se metamorfosea en el animal, lo imita o lo tiene en la mente
es porque ha dejado de ser animal, se ha distanciado irremisiblemente en un
acontecimiento que nos inicia como hombres. La mirada del cazador pone distancia,
se vuelve teórica, no es ya un ver circunspecto, no quiere reconocerse en la presa
porque trata de aprehenderla, de cazarla (con la flecha o con la mente). Así, dejaba de
ser parte del mundo visible, ya no pertenecía a la comunidad de los animales, ya no era
presa sino el que ponía en su diana, mirando, a la presa, aunque secretamente fuera él
mismo la presa cazada. Se sentían culpables porque cazaban a sus hermanos, estaban
unidos incestuosamente a ellos y por ello precisamente debían cazarlos, para ser, en la
separación, hombres. La pérdida de esa unidad con los animales nos convierte en el
ser indeterminado, sin naturaleza; nos permite imitar cualquier cosa, transformarnos
continuamente, ser todo por no ser nada.
Paulatinamente el mundo visible se vuelve invisible, lo exterior, interior. Primero
dejamos de ser presas imitando a los depredadores, luego nos alejamos de estos
últimos con prótesis (armas, etc.), utensilios artificiales que nos alejan de la naturaleza,
finalmente, representamos a nuestras presas, las dibujamos, las tenemos en nuestra
mente, las pensamos sin necesidad de verlas. La mente es ubicua, no necesita como el
cuerpo transformarse, imitar para hacerse «otro»: podemos aprehender cualquier cosa
por el pensamiento, podemos asimilar cualquier otredad. Pero el mundo con eso se
vuelve opaco, dejan de verse los antepasados, paulatinamente también los dioses porque
la mirada cazadora se vuelve luz de la mente, mirada interior, ve así lo invisible pero
solo en su interior. Cae toda relación visible entre lo que era y lo que parecía. Ahora
lo invisible se llama espíritu o alma y es anterior a lo corpóreo, infinito y englobante
de cuanto hay.

156
Lo divino y el alma: lo infinito

«Si el alma del mundo no es percibida como algo más grande que todo el mundo
visible, el pensamiento está perdido» (Calasso: 2020, 274). La distancia se vuelve
transcendencia, nada visible contenta a la inspectio mentis, la contemplación silenciosa
del alma se dirige al más allá invisible de donde todo emana, también la mente. Todo
está en el interior; en la contemplación coincidimos con el objeto contemplado,
somos uno. Es ahora prescindiendo de lo externo, de todo ruido y toda imagen que
contemplamos: en «profundidad silenciosa». Nos adentramos en lo profundo de la
mente para abismarnos en lo de «allá arriba», un más allá que no necesita de nada,
ni siquiera pensamiento. En Platón y Plotino llega a su culmen la separación entre lo
visible y lo invisible, la separación del espíritu en relación al animal:

Llegada [el alma] a su máxima proximidad con lo que está «más allá de la esen-
cia», depone toda posibilidad de declararse hombre o animal o una entidad o el
ser. Donde el hecho de poder ser animal es tan sorprendente como la posibilidad
de ser el todo. (Calasso 2020, 311)

¿Por qué es necesario para pensar algo más grande que lo visible, el más allá infinito?
Como decía Platón solo alcanza el pensar su meta cuando llega al Uno, al agathos, al
Ser. El alma se emparenta con lo que precede y envuelve al mundo visible, aspira a una
vida verdadera de la que ésta no es sino su rastro. Busca su ser en lo invisible, su unidad,
en la Unidad de todo, más allá de toda esencia. Por ello, para pensar, debe transcender
lo visible, hacerlo en silencio y quietud: «El hombre es por constitución incapaz de ser
uno. La naturaleza es siempre por defecto o por exceso. […] Sin la autorreflexión no
hay pensamiento –no hay contacto con lo divino» (Calasso 2020, 302).
La separación respecto a la comunidad de los animales deja al hombre en la
indeterminación; incapaz de volver a ese origen, pero impotente cuando imita
heroicamente a los dioses. La unidad consigo perdida es la que intenta recuperar con el
pensamiento, encontrar la unidad con el Alma del mundo desde lo íntimo del espíritu,
en la autorreflexión. Conoce así su finitud irreversible necesitada de la eternidad de los
dioses a los que invoca con libaciones, derramando líquidos que son su frágil vida. Está
necesitado de dejar atrás su animalidad para ser en su deseo de infinito, en su tensión
pensante. Si antes se desplegaba en lo visible, en continuas metamorfosis, ahora se
repliega en el interior, en la invisible profundidad de su alma, cuyo parentesco es con
los dioses del más allá. Pero siempre en Calasso, en lo originario o en la experiencia
mística, cabe hablar de unidad. Hay un continuo flujo originario con los animales (en
comunidad o ruptura culposa con ellos, metamorfoseando), con los muertos y los
dioses; pero también, en Plotino o en los místicos como Eckhart, en la unidad silenciosa
en el interior del alma entre ésta y los dioses o con el alma del mundo. Es este último
un fluir ininterrumpido de la mente, en quietud, como lo es la emanación que la mente
ofrece a la materia en forma de logos. Nos fundimos con el todo cuando el alma va hacia
su naturaleza primera, tan indeterminada que terminamos sin atributos.

157
Unidad también entre ser, bien y lo bello pedía Platón. Pero si el ser es Bello no cabe
la contraposición entre bellas apariencias y el más allá invisible: el ser es bueno y bello,
luego, lo primero que es bello son las imágenes en mi mente. Lejos de ser «apariencia»
lo bello es profundo dirá, en distintos pasajes, Calasso:

Zeus aparece en algún lugar invisible y enceguece a los que están debajo. Sólo
unos pocos consiguen mantener fija la mirada sobre él. Es la belleza de lo profun-
do. La belleza es esa luz que inviste a quien queda envuelto. (Calasso 2020, 301)

La mirada, la luz, la belleza de lo profundo vienen del más allá y nos envuelven
e incluso nos poseen si vemos esa luz, ese dios en nosotros mismos. La infinitud, la
transparencia, la mirada infinita, la visión feliz, el ser de todas las cosas está en el
otro lado. Pero esa raíz, esa fuente de vida pasa necesariamente por los «simulacros»
(agalmatha). Como decía Nietzsche, los dioses olímpicos fueron profundos por
superficialidad. No les importaba metamorfosearse en animales o personas, o ser en
las estatuas. En ellos conservaban su profundidad, su eternidad. Para pasar de esta vida
a la vida auténtica, hay que traspasar la puerta hacia lo invisible, la puerta aparente,
estrecha pero visible de la que hablaban los egipcios. Tampoco las estatuas son meros
simulacros: los muertos fueron las primeras estatuas (Calasso 2020, 323); en lo visible,
lo invisible.

La mirada de las estatuas

Sin la luz de los dioses no hay belleza, porque no trasciende la mirada si no


encuentra la dimensión infinitamente elevada o profunda. Pero ¿necesita el fulgor, el
resplandor de los dioses nuestra mirada? Para que lo divino sea, conmocione, solo el
arte, como lo bello profundo, puede ponernos ante su luz. Es lo que sucedió, cuenta
Calasso, cuando von Hoffmansthal entró en el museo de la Acrópolis y vió los ojos de
las estatuas dirigirse hacia él: «Sin embargo, de esas estatuas podía venir aún el fulgor
que abría los ojos, más de las estatuas que de las palabras. “Algo como líquido”, to theion,
lo divino, todavía» (Calasso 2020, 314). En una suerte de teofanía interpuesta, las korai,
estatuas de origen insondable, anónimas, sepultadas durante siglos devuelven la luz que
abre a lo divino a quien las mira, mucho tiempo después. Esas estatuas que eran para
los griegos divinas y animadas encierran aún, en sus opacos ojos, esa visión perdida y,
al ser miradas, resucitan su mundo, donde se transfiguraban los dioses, y el fulgor de
la mirada de Zeus. No los dioses, lo divino es el quale de las estatuas, no el infinito, algo
infinito y divino. Sin duda producen estupor ante el abismo: sus ojos no se ven, fueron
invisibles (sepultadas), no ven, son opacos pero reaniman a los que reflejaban sus ojos
y eso justo en el momento en que se las descubre en la mirada. Decimos re-animar
con todo el peso: eran vivas para los griegos, luego sepultadas hasta ser des-cubiertas,
llevadas a su luz. Pero también eran estatuas los muertos para los egipcios: las fronteras
entre lo visible y lo invisible vuelven a tornarse difusas. ¿Cómo era ese mundo en que lo
divino se transfiguraba en animales, hombres y estatuas? Reanimando el «algo» divino
158
de las korai se revive la dimensionalidad infinita y profunda que provocaba, se reúne
pasado y presente en el mirar, el momento en que los animales podían ser dioses o los
dioses hombres, se reencuentra ese fulgor en todo.
La dimensión divina debe abrirse en anchura y no solo en la profundidad infinita de
lo eterno: cabe verla en lo individual, en lo instantáneo, en múltiples símbolos. Puede
ser divino un gato para el egipcio porque su gesto es impasible, su mirada hierática,
puede ser divina la anónima estatua griega, de origen insondable, o puede que exista
más bien en quien, al mirarlas, las crea como divinas. Son los dioses momentáneos
de los que habla Usener, los que aparecen creados en la mirada. Lo que presenció
Hoffmansthal era un milagro, irrepetible y único del que era su espectador-creador.
En ese instante hizo resurgir lo originario remoto, hizo de ese momento lo eterno,
simultáneo a las estatuas. Quien sabe contemplar lo bello lo crea, lo lleva desde la
incierta creación de quien dio a esas obras vida inmortal a su ser divino actual, el del
espectador. Su mirada crea (re-crea) la mirada del artista. Es profunda la brecha en lo
invisible de ese mirar. Vemos la pupila opaca de la kore que refleja los ojos cerrados de
quienes la crearon en quienes era presente aún otro mundo, aquel en el que eran visibles
los dioses. En la estatua la mirada congelada de los dioses aparentemente muertos se
vuelve eterna porque en ellas siempre están por resucitar cuando alguien las descubra.
Pero esa pupila que refleja ese mundo perdido nunca, ni siquiera en quienes lo vieron
se vio a sí misma; es lo invisible «de derecho» del que hablaba Merleau-Ponty:

Core sigifica «pupila» –y la pupila es el único punto del cuerpo que aloja en sí
el reflejo. Donde hay reflejo hay también una mirada que se mira a sí misma. No
hay vida, para los hombres, sin esa mirada. Al mismo tiempo, esa mirada revela
el predominio insoslayable de la ausencia sobre la presencia. […] en quien mira
está contenido el que se mira a sí mismo mientras mira. […] Quien mira somos
nosotros. Entonces, quien mira la mirada se vuelve otro respecto de nosotros,
que, sin embargo, habita en nosotros. (R. Calasso 2020, 390)

Estar vivo significa verse en la pupila que refleja y se refleja. Pero, o bien refleja el
mundo y entonces no se ve, o se ve pero siempre como otro aunque habite en nosotros.
En Calasso, la filosofía es ese intento de desvelar a ese otro que somos pero nos es ciego:
lo invisible ha sido nuestro ominoso origen animal o el alma que nos emparenta con los
dioses y con los muertos. No es solo desconocido a falta de verificación, es misterioso
y está destinado a permanecer como tal; ante él, los iniciados veían y callaban. Calasso
más bien trata de confrontar nuestro ignoto, el de la era de la ciencia y el de los griegos
a los que envolvía lo divino; piensa que acercando infinitos pueden suceder cosas que
alteren el «sentido común» (v. Calasso 2020, 362).
¿Qué había en el iris de las estatua?, ¿qué vemos nosotros en sus opacos ojos? El
incomprensible golpear de la presencia insólita de lo divino no acierta a ser dicho,
nunca fue pensable, mucho menos ahora en la era de la muerte de los dioses. Pero si es
difícil pensarlo peor es vivir sin lo divino, perder el mundo sin límites de lo invisible.

159
Por eso Calasso y Merleau-Ponty tratan de acceder a lo que no se ve desde el interior
de lo que aparece, de lo que irrumpe (v. Calasso 2020, 359).

4. Acercando infinitos: hacia una filosofía de lo inaparente

Hemos descrito dos proyectos filosóficos paralelos en lo que respecta a lo invisible,


siempre que los entendamos como dos líneas que no pueden cruzarse, similitudes
que no esconden su distancia. Ambos autores conciben la filosofía como pensar lo
impensado, lo que desborda los límites de la razón: el fondo invisible, lo originario
mítico, la indeterminación esencial que recorre las vivencias y al hombre mismo. Pero
su extrañamiento, su asombro tiene raíces diferentes y por ello trascienden nuestro
mundo racional y objetivante con prismas propios.
Hay en Calasso un asombro que nace de cierto misterio ominoso o divino que
traciende y habita nuestra cotidianidad revolviéndola a la vez. Es un aura divina que
envolvía el mundo que va desapareciendo de nuestra mirada dejándonos un espacio
inhóspito. Es un recuerdo culposo que amenaza el olvidado corte con el mundo que
somos. El extrañamiento a mundo, con los animales y con los dioses es, a la vez, lo
que somos, ese ser extraño a sí mismo por indeterminado, y lo que nos amenaza, estar
expuestos nudamente en el mundo, estando por definir, proyectados sin horizonte de
trascendencia.
En Merleau-Ponty lo invisible no es sino la otra cara de lo visible, lo dimensional
es el fondo que hace justamente del mundo un mundo familiar. Lo extraño, lo invisible
no lo es sino para la razón científica o lógica, ciegas al fondo de lo vivido por su fijación
objetivista. En Merleau-Ponty el aura siempre envuelve el mundo en la experiencia si
somos capaces de verdad de verlo en su puridad y riqueza, sin anteojeras que aplanen
lo profundo y lo dimensional.
Calasso arranca su libro desde el fondo originario de la conciencia, un fondo mítico
en varios sentidos. Se trataría, por un lado, de un pasado irrecuperable, no solo por no
histórico sino sobre todo por ser inconsciente en el sentido al que Freud se refería como
tiempo fuera de los tiempos, motivo por el cual precisamente era tan irrecuperable
como indestructible. En segundo lugar, mítico por la mescolanza entre presencia y
ausencia, entre la vida y la muerte, entre lo humano y lo divino propias de lo que suele
llamarse pensamiento mágico.
Merleau-Ponty justamente, en Fenomenología de la percepción dedicada a C. Levy-
Strauss, se refiere con asiduidad a ese pensamiento anterior al pensamiento, llámese
infantil o «primitivo», en el que se difumina lo interior y lo exterior como también lo
racional y lo irracional. Se trataría para Merleau-Ponty de un narcisismo sin ego en
el que el mundo es un vínculo afectivo mucho antes que algo pensable o decible. Ese
origen, infancia o irracionalidad solo aparentemente desaparecen –justo como en
Calasso– en el olvido que permite una conciencia predicativa, reapareciendo cuando
la delgada capa cultural se desvanece –en el sueño, en la neurosis...–. Es precisa en
cualquier caso una arqueología de ese fondo que reconstruya los diversos espacios

160
antropológicos, resultado de vivencias singulares que desbordan el mundo objetivado
y lógico.
La profundidad de lo que irrumpe, de la presencia es así primeramente temporal,
la simultaneidad de lo pasado, de los muertos, de los hábitos adquiridos, de lo
inconsciente en lo que vivimos. En nosotros está el niño, el animal y el primitivo,
aunque no como simplemente recogidos. Como queda claro en Calasso la relación
con el pasado es de continuidad y ruptura.
En ambos proyectos, la profundidad es la simultaneidad de capas temporales y
la articulación de mundo que da densidad, dimensión a la presencia, que hace de
la irrupción de lo que aparece algo cargado de aura o de culpa. Pero para Merleau-
Ponty lo invisible es la articulación no figurativa, lo que llama «existenciarios de lo
visible», el fondo que confiere peculiar presencia a lo dado figurativamente. Así por
ejemplo la profundidad o el color dotan de «ser vertical», configuran con un tejido de
ser lo real. Por eso habla Merleau-Ponty de una «ontología del dentro» porque lo que
atraviesa lo óntico y le da generalidad no es una conceptualidad ajena a lo sensible sino
la articulación misma del color que irradia o de la profundidad que sintetiza capas
espaciales y temporales verticalmente. En cambio, Calasso entiende por profundidad
ante todo el repliegue al interior, la abolición de lo externo. Lo que cruza los tiempos
desafiando superficiales presentes parece el alma cuando «yendo más allá de la esencia»
se une a lo divino y convierte en eterno lo que aparece. En principio nada más distante
que esta declaración del autor de Lo visible y lo invisible: «Mi invisibilidad para mí
no se atiene a que yo sería un espíritu […] se atiene a algo que soy y que (1) tiene un
mundo visible, i.e. un cuerpo dimensional y participable» (Merleau-Ponty 1964, 303).
Pero esa «chair» a la que se refiere es todo menos óntica, es más bien ausencia de sí
en la presencia de sí. Ese cuerpo que somos es la misma «carne del mundo» y es, para
nosotros, invisible en el corazón mismo de la visibilidad. Es por ello también finitud
cuya indeterminación, falta de subjetividad (por nunca presente a sí) lo convierte en
vehículo de unidad con todos los entes, posibilidad misma de trascendencia. Es porque
Cézanne recoge en su mirada el ser carnal de la montaña Sainte-Victoire por lo que la
textura y color expresados por su mano sensible la reflejan y la dotan de nuevo ser en
la tela. El cuerpo de las cosas y mi cuerpo sintonizan, son por naturaleza un mismo ser
carnal, y por eso puedo trascenderlo culturalmente convirtiéndolo en literatura, en arte.
Tampoco para Calasso el hombre llega a ser nunca uno (uno mismo). Pero esa
unidad perdida origina necesidad de infinito, de lo divino como lo que reúne, trasunto
en cierto modo del propio ser indeterminado, metamórfico. Es posible ampliar el
horizonte hacia lo ancho, tener continuidad con lo animal y lo divino, con los muertos,
con lo invisible cuando menos en la cabeza de cada uno. En esa tesitura el cuerpo
por su finitud es limitante, mientras el pensamiento reflexivo pude volverse hacia lo
anterior a lo corpóreo y englobante de todo: el Alma del mundo. Primero tratamos de
encarnarnos en lo otro de sí (magia), ahora accedemos a lo invisible desde lo invisible.
¿Pueden dos autores tan aparentemente cercanos ser a la vez tan lejanos? Lo que
llama Merleau-Ponty «chair», carne del mundo es para Calasso «espíritu», lo divino;

161
si, para el primero, lo que permite trascender es el pliegue interior al ser carnal mismo,
para el segundo, es la ruptura con toda finitud corpórea; si el proyecto de Merleau-
Ponty está anclado en la inmanencia que reúne lo cultural y lo natural, al hombre con el
ser, el de Calasso muestra un hombre des-vinculado y anhelante de ser uno justo desde
la ruptura misma con lo natural o con el animal, desde el pensamiento o el espíritu.
¿En qué radica entonces para mí su cercanía, más allá de la tematización de lo
invisible? En cierta mirada que comparten:
1. Mirada arqueológica que quiere recuperar cierta mirada perdida, volver a lo
que hemos dejado de ver: fundamentalmente la dimensión de lo dado en el aparecer
cegada por los planos datos de la actualidad científico-lógica.
2. Para ambos, lo invisible no lo es solo por razones históricas o por el devenir
del pensamiento humanos sino por cierta ceguera consustancial al mirar mismo. Esa
opacidad o punctum caecum es lo enigmático no sobrepasable por una ulterior y mejor
mirada porque está en el centro mismo del ser y del mirar.
3. Su mirada se dirige a las obras de arte como aquellas en las que se vuelve visible
lo invisible. Son la puerta hacia lo invisible según Calasso porque ésta ha de ser visible y
lo profundo se da en lo superficial. Pero, añade Merleau-Ponty, hace visible lo invisible
porque lejos de ser opuestos, lo invisible es la trama que permite lo visible, trama que
recoge el artista para tejer su propia obra: lo que leemos en sus cuadros o escritos es
lo invisible de lo visible.
4. Podemos etiquetar sus obras como fenomenologías de lo inaparente porque
para ambos la tarea del pensar es la de rescatar lo inaparente, los tiempos perdidos,
la irradiación de un color o la profundidad vertical de las cosas en la literatura, el
pensamiento y el arte. Recojo la idea de Dominique Janicaud:

La «fenomenología de lo inaparente» es una fenomenología de la proximi-


dad. Si un acercamiento al arte de la pintura es esclarecedor, haría falta buscar
mucho menos en el minimal art que en la sobriedad obstinada de Cézanne ante
la montaña Sainte-Victoire o antes los acantilados de Bibemuns. La «fenomeno-
logía de lo inaparente» no es ya un espectador ideal de la verdad del mundo y
de las esencias: aprende a habitar el mundo sobre la base del retiro de las cosas.
(Janicaud 2009, 265-266)

Más que otra filosofía proponen un pensamiento de lo impensado latente en


Plotino como en Proust o en Cézanne. Filosofías mínimas porque pretenden ser solo
el reflejo de las pupilas de los artistas o pensadores que supieron mirar.

He tenido la suerte de ser educado en esa filosofía de la escucha por el magisterio


de Juan Luis Vermal. Quienes le hemos seguido sabemos que la lectura paciente de
Heidegger, Schelling o Hegel son ante todo un camino para escuchar un llamado o para
mirar lo que aparece, incluso lo abismal, sin recato. También sabemos que los invocados
somos nosotros. Esta Koiné de escuchantes no deja por eso cada año de llamar a Juan
Luis para seguir leyendo.

162
Referencias bibliográficas
Calasso, Roberto. 2020. El cazador celeste. Traducción Edgardo Dobry. Anagrama.
Janicaud, Dominique. 2009. La phénoménologie dans tous les états. Éditions Gallimard.
Merleau-Ponty, Maurice.1964. Le visible et l’invisible. Éditions Gallimard.
Merleau-Ponty, Maurice. 1986. El ojo y el espíritu, trad. Jorge Romero Brest, Paidós.
Merleau-Ponty, Maurice. 1998. Notes de cours sur L’origine de la géometrie de Husserl suivi
de Recherches sur la phénoménologie de Merleau-Ponty sous la direction de R. Barbaras.
PUF.
Merleau-Ponty, Maurice. 1996. Notes de cours 1959-1961. Éditions Gallimard.
Otras obras consultadas:
Carbone, Mauro. 2015. Una deformación sin precedentes. Marcel Proust y las ideas sensibles.
Traducción Eduardo González Di Pierro. Anthropos.
Dastur, Françoise. 2003. «L’in-visible et le negatif chez le dernier Merleau-Ponty» en
Merleau-Ponty aux frontières de l’invisible. Les Cahiers de Chiasmi International,
núm. 1.

163
Palabras para el otro
Miquel Ripoll

Poemas dedicados a Juan Luis Vermal,


con profundo afecto y agradecimiento.

La justicia, en tanto que experiencia


de la alteridad absoluta, es no-presentable,
pero es la ocasión del acontecimiento
y la condición de la historia
J. Derrida

CORAZÓN DE PALABRA, infinito


preservado en el íntimo abismo.
Puertas abiertas, hospitalidad
de lo indómito increado.
Palpitación serena, proximidad
ausente del color de lo otro.

Corazón de palabra, inscripción


de la ley, singularidad-cripta del nombre.
Viento soplante, combate contra-violencia.
Origen sin origen, estupor
del habitar y el decir, el tú del pronombre.

Corazón de palabra, palabras-huella


que contornan el lindero del alma.
Intimidad del trazo, redoblado,
serenidad, apertura-abierta insondable.
Amor a lo otro, amor por el otro…

165
¿Qué escoger, la palabra o la vista?
Y si la vista hablara, si el ojo escribiera,
habría quizás una escritura de la vista
S. Fathy

El ojo muere no por lo que ha visto


sino por lo que nunca percibirá
E. Jabès

PERSISTENTE MIRADA, percepción


cristalizada en el azur hueco del alba.
Cubre los párpados.
Reseca la lágrima.

Centelleos de ser en el fondo


azur-blanco del ojo.
Rueda abierta, temor y temblor.
Augurio, la voz hiere la vista.

Instantes singulares, plenos,


en el azur de océano y cielo.
Dicción del dolor.
Lengua del ojo entre-abierto.

Persistente mirada, percepción


del cuerpo-luz empapado.
Azur, redoblado azul, de la dicha.
Quemadura de la pestaña…

166
El tiempo, para nosotros,
no puede devenir la eternidad
J. Hersch

SILENCIO DE CLAMOR, abierto


el ancho cielo crepuscular y vacío.
Aullidos de cristal, oscuro
entreluz del destello de Centauro.

Ecos de tiempo, cadencia eterna,


voz de mundos pretéritos.
Destino errante, en estrella-errante
de dolores e incendios.
Abre tu rostro, insondable espera.

Silencio de clamor, vasto océano


de clamores-cristales extintos.
Sueña en la noche, la llegada
del tiempo-tu-aurora.
Oye la presencia
de la ausencia irrevocable.

167
No tornar nunca inasible la escritura: expuesta
a todos los vientos de un comentario reductor,
ya siempre apresada y retenida, o repelida
M. Blanchot

IMPOSIBLE ESCRIBIR, palabras


gastadas en contornos quebrados.
Exigir unidad, en una pluralidad sin cese.

Imposible escribir, certera palabra


ante la violencia del lenguaje.
Compromiso ineludible, exhortar a los muertos.

Imposible escribir, sencillez del gesto,


destellos de bondad en un mediodía sangrante.
Inscribir la vida en una memoria sesgada.

Imposible escribir, la ausencia doliente,


el otro-del-otro-lado.
Palabras confines de esperas insomnes.

Imposible. Indecible. Inscribir lo posible


en el umbral abierto del corazón,
los ojos y las manos.

168
El Decir descubre, más allá de toda desnudez,
lo que puede haber de disimulo en la exposición
de una piel puesta como desnuda. Es la misma
«respiración» de esa piel antes de cualquier intención
E. Lévinas

HUELLA DE TACTO, poder


de lo vivo abierto del mundo.
Multiplicidad pluriforme,
miradas de ojos varados.

En el calor-piel-a-piel
se escribe la historia del tú.
Signos de signos nuevos,
criptograma de esperas.

Tacto del aire, en el interior


del corazón y el pulmón abierto.
Expansión de la cadencia,
fuente de vida, presente-ausente.

Huella de tacto, finitud viva


del sentir de los latidos.
Sentido del sentido,
proximidad del dedo sincero.

Huella de lo vivo. Escansión de la muerte.


Cuerpo-recuerdo del latir
de cada instante presente…

169
Miedo de la noche.
Miedo de la no-noche
F. Kafka

BAJO LA ANGUSTIA de un sol aureolado


se extingue el claro de luna.
Noche preserva la noche,
cantar de canto extranjero.
Hurga,
en lo hondo,
el cortante
camino
del encuentro.

170
Darwinismo y voluntad de poder
Sobre la crítica de Nietzsche a los prejuicios de la ciencia moderna
Diego Sánchez Meca
Universidad Nacional de Educación a Distancia

1. Ciencia y progreso científico en el s. xix

Para entender adecuadamente la relación de Nietzsche con el darwinismo es


conveniente señalar, ante todo, algunos de los rasgos más importantes de la situación en
la que se encontraba la ciencia y las investigaciones científicas en el siglo xix, y de qué
modo incidió la obra de Darwin en esta situación y cómo la transformó. Hacia mediados
de este siglo, el prestigio de la ciencia experimental era ya muy alto en Europa, pues se
iban sucediendo nuevos inventos técnicos desde que apareció la máquina de vapor: la
electricidad, los rayos x, la anestesia, el termómetro clínico, la dinamita, la fotografía,
el teléfono, etc. Las ciencias físicas estaban avanzando a un ritmo muy acelerado. Se
perfeccionó el mecanicismo newtoniano a partir de los descubrimientos que Herschel
y Laplace habían realizado ya a finales del xviii y principios del xix. Se avanzaba en
el ámbito de la química a partir de los descubrimientos de Lavoisier, aprovechando
los progresos en la construcción de microscopios cada ver de mayor alcance. Y se
dio un gran impulso a la biología con el descubrimiento de la célula como elemento
unitario de toda la vida orgánica, elemento que representaba un vínculo conceptual
decisivo entre las plantas y los animales. Pero entre todos estos avances, destaca, de
un modo particular, la formulación, en la década de 1850, de los dos principios de
la termodinámica. Estos principios representaron, realmente, un paso de gigante
en el conocimiento de las relaciones entre materia y energía, porque facilitaron las
formulaciones matemáticas correspondientes a las transformaciones del movimiento,
el calor, la luz y la electricidad. Y todo esto era algo de la máxima importancia para
una sociedad cuya prosperidad y bienestar dependía, cada vez más, de la proliferación
y de la eficiencia de las máquinas térmicas alimentadas con carbón. Así, en lo que se
refiere a la electricidad concretamente, Faraday sentó las bases para su aplicación al
alumbrado público y al trabajo de las máquinas en las fábricas en los años 1840 y 1850.
De igual modo son de destacar las leyes del electromagnetismo, que fueron formuladas

171
por Maxwell en 1864, y que también tuvieron múltiples y revolucionarias aplicaciones,
al igual que tantos otros avances que sería muy prolijo enumerar ahora aquí.
Todo este progreso científico y técnico generó, como era de esperar, una inmensa
confianza en la ciencia, reforzando la convicción de que sus éxitos los debía al hecho
de que desplegaba procedimientos comprobadamente eficaces sobre bases sólidas, que
luego eran ampliamente revalidadas en su aplicación tecnológica. Como dice Nietzsche,
«no es la victoria de la ciencia lo que caracteriza a nuestro siglo xix, sino la victoria
del método científico sobre la ciencia»1. Y esto tuvo un efecto importante, a saber: que
a medida que crecía esta confianza en la eficacia del saber científico, disminuía en la
misma proporción la autoridad de otras fuentes de conocimiento como habían sido
y eran la metafísica, las escrituras sagradas, o la tradición de los clásicos. A grandes
rasgos, este es el contexto en el que el evolucionismo de Darwin apareció como una de
las aportaciones científicas decisivas para consolidar, en un determinado sentido, las
bases de lo que, desde el siglo xix, ha venido siendo el desarrollo de la ciencia hasta
nuestros días. En tal contexto, lo propio del evolucionismo darwiniano no fue sólo que
lograra perfeccionar de un modo importante la metodología científica, sino que –lo que
es más crucial– que consiguiera cambiar de manera profunda la mentalidad de toda
una época y la de los siglos que le han seguido hasta hoy. Porque el método de Darwin
recababa datos, no sólo de la paleontología, sino también de la anatomía comparada, de
la ecología, de la cría experimental de especies y de otras muchas disciplinas científicas,
de tal modo que se presentaba como el triunfo de la minuciosidad y del rigor en los
procedimientos de observación, clasificación y experimentación.

2. Nietzsche frente al mecanicismo y el evolucionismo

Para Darwin, el logro de grandes y buenos resultados en ciencia no depende,


por tanto, de que a alguien se le ocurran ideas o explicaciones geniales sobre los
fenómenos o su dinámica. Ni tampoco depende del reforzamiento y la dogmatización
de verdades afirmadas finalmente como definitivas, sino que depende de la paciente
y pormenorizada acumulación de observaciones y a su paciente comparación
y validación. Darwin dio, por esta razón, enseguida la imagen de un científico
convincente, porque las pruebas empíricas que aportaba para apoyar sus tesis eran
prácticamente irrebatibles. Con semejante poder de convicción, no le fue difícil, pues,
alcanzar una amplia aceptación de la curiosa, sorprendente, y en muchos aspectos, nada
simpática (para sus contemporáneos) teoría de cómo, según él, tenía lugar el origen
y la evolución de las especies, incluido el hombre, en función de estos dos principios
esenciales: la necesidad de adaptación al medio y el mecanismo de la selección natural.
Las explicaciones de la religión y de la filosofía quedaban inmediatamente sustituidas
por el nuevo evangelio de la ciencia, de modo que la fe se dirigía ahora ya a las leyes
naturales tal como las revelaban los científicos. A medida que avanzaban las ciencias
avanzaba también el materialismo y el determinismo, que se extendían del campo de
1
FP IV, 15 [51].

172
la naturaleza también al ámbito del psiquismo humano y de la vida social. Herbert
Spencer proclamó su famoso principio de continuidad entre la materia física, la vida
y el pensamiento, y se ocupó en sus obras de tratar de exponer las leyes unitarias que
regían en todos estos ámbitos.
En buena medida, Nietzsche utilizó ampliamente esta generalización materialista
y determinista que llevó a cabo Spencer de la ciencia de su tiempo2. Y tomó también
él, a su vez, una posición unitaria, tanto frente al mecanicismo de la física newtoniana
como frente al determinismo del evolucionismo darwiniano, aunque en muchas
cosas bastante diferente a la de Spencer. En concreto, del mecanicismo lo que discute
Nietzsche directamente es su tesis principal, o sea, la idea de que todo acontecer en la
naturaleza es un movimiento mecánico de relaciones causa-efecto. Para el mecanicismo,
la naturaleza, el universo y todo lo que comprende funcionan como una gran máquina
que se rige de acuerdo con leyes deductivas de tipo matemático. De modo que, una
vez que se conoce y se domina el lenguaje matemático, se pueden llevar a cabo los
correspondientes cálculos para poder intervenir de manera segura en la naturaleza y
que ella nos obedezca. Tal es, en su esencia más depurada, la idea fundamental de la
ciencia que se desarrolló de Galileo a Newton, y que venía triunfando sobre todo en la
física moderna. Nietzsche se detiene en analizar las implicaciones que este mecanicismo
tiene, cuando Darwin lo introduce en la tesis principal de su evolucionismo. Porque,
en último término, lo que Darwin afirmaba era que todo acontecer, en el ámbito de la
biología y de la vida de las especies, está regido por la necesidad de adaptarse al medio
y por el mecanismo, también de tipo mecánico, de la selección natural.
El medio externo y la necesidad de adaptarse a él son las causas que determinan,
como efectos necesarios, todas las modificaciones en las que consiste el complejo
proceso evolutivo de los seres vivos en sentido universal. No es, pues, ninguna
novedad aclarar que el adaptacionismo darwiniano y la teoría de la selección natural
se comprenden siguiendo el mismo modelo de materialismo y causación que es propio
del mecanicismo. A Nietzsche le parece que no está de más explicitarlo, porque de
este modo va a poder hacer frente, en lo fundamental, con una misma crítica a ambos
movimientos científicos (mecanicismo y darwinismo).
En cierto modo, se podría decir que, al emprender esta crítica, Nietzsche se siente
un poco más cercano de Leibniz que de Kant; en el sentido de que Leibniz ya había
avisado de que la generalización del determinismo, extrapolado por el newtonismo a

2
Las principales diferencias de Nietzsche con Spencer se refieren, no obstante, al modelo de sociedad
que éste propicia desde su peculiar evolucionismo, y al que Nietzsche opone una abierta defensa del
individualismo: «Una adaptación tal como la que tiene Spencer a la vista es pensable, pero de tal manera
que cada individuo se convierta en herramienta útil y además se sienta tal: esto es, como medio, como
parte – superando, pues, el individualismo, según el cual uno pretende ser ¡fin y totalidad, y, ambos juntos,
alguien único! Esa transformación es posible, ¡quizá hasta discurra la historia en ese sentido! Mas en ese
caso los particulares serán CADA VEZ MÁS DÉBILES – es ¡la historia de la decadencia de la humanidad,
en la que rigen el principio de desinterés del vivre pour autrui [vivir para el prójimo] y la socialidad! Si
se quiere que los particulares sean más fuertes, la sociedad entonces tendrá que permanecer en situación
de emergencia y habrá que esperar grandes cambios: llevar siempre una existencia provisional» (FP II 2ª
parte, 10 [D60]).

173
todo acontecer del mundo, era una exageración inadecuada y peligrosa. Él veía más
razonable una concepción del acontecer en el mundo de tal naturaleza que el azar
y la libertad pudiesen tener también cabida en ella. Los detalles de esta polémica se
encuentran en los textos que generó la controversia entre Leibniz y Clarke, en los que
se discutieron aspectos relevantes de la gran ciencia que, entre finales del siglo xvii y
principios del xviii, estaba en la apoteosis de su esplendor: el mecanicismo de Newton
(cuyo pensamiento se expresaba tras el nombre y la máscara de Clarke)3. Por ello
le resultó a Nietzsche sorprendente, a propósito de esta discusión, que un pensador
tan inteligente como Kant se arrodillara ante la física newtoniana y la reconociera sin
discusión como la ciencia más perfecta que era posible concebir por el ser humano.
A partir de esta valoración, para Kant, toda filosofía, en adelante, incluida la suya,
sólo podía ser ya análisis del modo en que estaba constituida la ciencia newtoniana,
y cuáles eran las condiciones de su validez. Para Nietzsche, en cambio, afirmar que
todo en el universo no son más que encadenamientos necesarios de causas y efectos
plantea, inexcusablemente, una serie de preguntas que la reflexión filosófica seria no
puede dejar de hacerse. Lo cual vale tanto para el mecanicismo de Newton como para
el evolucionismo de Darwin. Preguntas como las siguientes: ¿Cómo puede considerarse
como el mejor tipo de conocimiento sobre el acontecer en el mundo un tipo de saber
que no es más que un saber puramente externo a la naturaleza misma de las cosas?4
¿Por qué no se pregunta en ningún momento qué sentido y alcance tienen esos
aparentes encadenamientos necesarios entre los fenómenos? ¿Por qué no se analiza a
fondo la validez de los conceptos de causa y efecto? ¿O qué significa en tales relaciones
de conocimiento la dualidad sujeto-objeto desde la que se despliega esta ciencia? etc.
Ninguna de estas preguntas brota en Nietzsche de una actitud de rechazo a la
ciencia moderna ni al progreso que la teoría de la evolución representa en la tarea de
liberar a la humanidad del sobrenaturalismo teológico y del dogmatismo filosófico. En
La genealogía de la moral, Nietzsche reconoce abiertamente este gran mérito de Darwin,
a saber, el de la naturalización del hombre y la cultura, que él incorpora plenamente a
su filosofía asumiendo muchos aspectos del darwinismo que considera irrebatibles5.
Ahora bien, sin perjuicio de este reconocimiento, uno de los grandes objetivos de la
filosofía de Nietzsche es abrir espacio a un pensamiento de «la libertad del mundo»; o
sea, del azar, incluso del caos como aspectos que deben coexistir (porque es necesario
3
Cfr. La polémica Leibniz-Clarke, trad. cast. E. Rada, Madrid, Taurus, 1980.
4
«La exactitud científica puede alcanzarse en primer lugar en los fenómenos más superficiales, o sea
allí donde se puede contar, calcular, palpar, ver, donde se pueden constatar cantidades. Así, los ámbitos
más pobres de la existencia han sido los primeros en ser cultivados fructíferamente. La exigencia de que
todo tenga que explicarse mecánicamente es el instinto que hace como si precisamente allí se hubieran
alcanzado en un sentido primero los conocimientos más valiosos y fundamentales; lo que es una inge-
nuidad. De hecho, todo lo que puede contarse y asirse tiene poco valor: aquello a lo que no se llega con
el “concepto” lo consideramos como “más elevado”. La lógica y la mecánica sólo son aplicables a lo más
superficial: en realidad, sólo un arte de esquematizar y abreviar, un dominio de la multiplicidad por
medio de un arte de la expresión, – no un “entender”, sino un designar con el fin de entenderse. Pensar
el mundo reducido a la superficie quiere decir en primer lugar hacerlo “conceptualizable”. La lógica y la
mecánica no tocan nunca la causalidad» (FP IV, 5 [16]).
5
OC IV, GM, Tratado Primero, 1.

174
que coexistan) con el orden necesario y determinista que es propio de una parte, pero
sólo de una parte, de los procesos del acontecer universal: «Negación de la causalidad.
Para no hacer a todo responsable de cada cosa y acortar el hilo del que algo pende.
El “azar” existe realmente»6. Por eso su razonamiento tiene que discurrir, al mismo
tiempo, asumiendo algunos de los planteamientos del evolucionismo darwiniano,
pero resistiéndose, a la vez, a aquellos que le cierran y le impiden la perspectiva
que él persigue de la libertad del mundo, frente a esa generalización totalizadora y
omniabarcante del determinismo mecanicista. Esto es justamente lo que él lleva a cabo
con su reflexión y su discurso en torno a la hipótesis que él llama del mundo como
«voluntad de poder».

3. El mundo como «voluntad de poder»

Es importante subrayar desde el comienzo que, en los términos concretos del


desarrollo y formulación por parte de Nietzsche de su hipótesis del mundo como
voluntad de poder, acepta y aplica determinadas inspiraciones del darwinismo,
mientras que, al mismo tiempo, se distancia críticamente de la forma final que esas
mismas inspiraciones tienen en la formulación que de ellas ofrece este movimiento
científico. En un fragmento póstumo de 1888 dice Nietzsche: «La voluntad de poder no
es el ser ni el devenir, sino una acción, un pathos, un producir efectos»78. Analicemos
brevemente cada una de estas caracterizaciones.
Primera: La voluntad de poder es una acción. Lo primero que se ha de tener
en cuenta es que Nietzsche propone la idea de la voluntad de poder como una
nueva hipótesis para explicar y comprender la acción o el acontecer del mundo,
contraponiéndola explícitamente al modo en que este acontecer había sido explicado
tanto por la metafísica –con los conceptos de ser y devenir–, como por la ciencia
mecanicista moderna. ¿Qué diferencia introduce esta nueva idea de la voluntad de
poder frente a los modelos metafísicos y científicos antes propuestos para explicar
el mundo? Pues que entiende el universo como un relacionarse entre sí de una
pluralidad de centros de fuerza que tienen las mismas características de lo que nosotros
conocemos como voluntad, o sea, como querer9. No habría más motor que inicie e
impulse el movimiento del mundo que la interacción de estas fuerzas o voluntades
unas con otras. De modo que la idea de esta interacción de voluntades sustituiría a la
de la relación causa-efecto, que era la base tanto de las explicaciones metafísicas como
científicas del acontecer del mundo.
Segunda caracterización: la voluntad de poder es un pathos, concretamente el
pathos del querer que, como todo querer, es siempre un mandar. De modo que, frente
al esquema anterior de causa y efecto, Nietzsche trata de ofrecer con su hipótesis un
6
FP IV, 2 [167]; Cfr. 9 [153]; «El mundo no es en absoluto un organismo sino el caos». FP IV, 11 [74].
7
Cfr. FP IV, 2 [76], 14 [188].
8
«La voluntad de poder no es un ser, no es un devenir, sino un pathos, es el hecho más elemental,
sólo a partir del cual resulta un devenir, un producir efectos» (FP IV, 14 [79]).
9
Cfr. FP IV, 1 [58].

175
nuevo modelo explicativo que es el de la relación mandar-obedecer. Nietzsche critica
a la relación causa-efecto el hecho de que recae inevitablemente en un determinismo:
de las causas se siguen necesariamente los efectos, y esto no puede ser más que así, sin
alteración posible. Esto, para él, no es lo que generalmente tiene lugar en el acontecer
del mundo. Por eso propone, para sustituirla, la relación mandar-obedecer10. Esta
relación no está afectada por la necesidad determinista, sino que lo que se da en ella
es una fuerza que quiere poder más que las demás, y que, por tanto, manda, desde un
sentido de superioridad o de mayor fuerza, a las fuerzas que quiere que le obedezcan.
Por tanto, en este nuevo esquema lo que hay son fuerzas mayores o más poderosas que
tratan de dominar a las menos fuertes, las cuales pueden, o bien ceder y obedecer a ese
mandato, o bien resistirse y negarse a doblegarse. ¿Por qué esto es así? Pues porque
el mandar –dice Nietzsche– lo que hace es transmitir algo a otra voluntad, que no
es simplemente una orden externa que se emite en el plano consciente. Por debajo
de esa orden externa, lo que transmite el mandar es un impulso, una coacción que
provoca en la otra voluntad una modificación y una transformación en consecuencia.
Y esa transformación o modificación se produce, en la voluntad a la que va dirigida el
mandato, desde dentro de ella misma, y de manera autónoma. Porque ante la presión
del mandato ejercido por la fuerza que se propone como superior, la fuerza destinataria
puede, como he dicho, obedecer o bien resistirse al mandato. En los dos casos, no
obstante, hay una modificación que se produce desde dentro y autónomamente.
No hay aquí el determinismo externo de la relación causa-efecto. Mientras que
en la relación causa efecto hay una determinación externa a las cosas mismas y que se
ejerce sin ninguna posibilidad de que el efecto no se produzca, en la relación mandar-
obedecer existe esa transformación desde dentro que se produce, en las dos fuerzas en
lucha, de manera autónoma. Creo que éste es uno de los puntos centrales de la crítica
de Nietzsche al darwinismo. La perspectiva del darwinismo es ilusoria, porque consiste
en situarse como fuera del mundo y en tratar de ver desde fuera relaciones externas
de causa-efecto entre las cosas. A esto se le llama objetividad, porque el conocimiento
científico no puede tener nada de subjetivo. Esto es, para Nietzsche, absurdo. No es
posible salir de uno mismo y del mundo para ver las cosas desde esta exterioridad
objetiva. Lo que él propone es reconocer que nuestro acceso al conocimiento del
mundo parte, lo queramos o no, de dentro de nosotros mismos, y sobre todo parte de
la experiencia de nuestro propio cuerpo como lucha de fuerzas y enfrentamiento de
voluntades de poder. De ahí su propuesta metodológica: tomar al cuerpo como hilo
conductor de toda investigación. Adviértase que, en todo momento, Nietzsche está
hablando de voluntades en plural, y no como hacía Schopenhauer, que hablaba de la
voluntad del mundo en singular. Si la voluntad es una fuerza, tiene que nombrarse
siempre en plural, es decir, «las fuerzas», porque las fuerzas siempre se dan como
enfrentamiento, pugna y combate entre varias. No hay nunca una fuerza que actúe
sin una resistencia que se le oponga. Se perdería en el vacío y desaparecería al instante
como fuerza. Por tanto, el mundo es un combate interminable entre fuerzas enfrentadas
10
Cfr. FP IV, 2 [69].

176
que sólo alcanzan equilibrios provisionales bajo la forma de alianzas, configuraciones, o
dispositivos coyunturales. En esta lucha, el objetivo nunca es la eliminación de la fuerza
opuesta que se resiste, o sea, el exterminio del contrario, sino sólo su dominación y
su asimilación. Esto es así porque lo que define la cualidad del impulso hacia el poder
por parte de una fuerza es que es tendencia al autofortalecimiento continuo; o sea, la
voluntad de poder no consiste en otra cosa que en querer siempre más poder. De modo
que voluntad de poder no es más que un movimiento incesante de superación de esa
voluntad hacia niveles siempre más altos de fuerza y de poder11.
Otra cosa esencial a este respecto es que el modo en el que tiene lugar ese combate
entre las fuerzas por lograr el máximo de poder es justamente el del ejercicio de la
evaluación y de la interpretación. Es decir, la imposición por parte de una fuerza
dominante de un sentido o de un valor a las otras fuerzas en función del juego de
dominación propio de los afectos en lucha. Interpretar una cosa, evaluarla es imponerle
un significado o conferirle un valor o un disvalor. Ese es el medio más originario de
intentar dominarla. Nietzsche describe esta actividad de interpretación y de evaluación
de la voluntad como un proceso de digestión de la realidad por el que una fuerza crece
alimentándose de otras fuerzas. Ahora bien, esta asimilación es siempre selectiva, es
decir, empieza con un acto de discriminación de las fuerzas para asimilar aquellas que
se estiman como susceptibles de ser eficazmente incorporadas, por su capacidad para
autofortalecer y aumentar el nivel propio de poder, mientras que todo lo que no se
estima útil para este fin es desestimado y desechado.
Y tercera y última caracterización que da Nietzsche a la voluntad de poder: La
voluntad de poder es un producir efectos. Como he dicho antes, el darwinismo explica
la acción, o sea, el acontecer en la naturaleza, como una evolución cuyo motor es la
lucha externa regida por la necesidad de adaptación al medio y por el principio de la
selección natural. Nietzsche acepta esta idea de lucha propuesta por Darwin, pero hace
ver enseguida que esa lucha entre las fuerzas que se confrontan no se produce según
el esquema causa-efecto, es decir, según el esquema de la determinación del medio
como causa. Para Darwin, el ambiente externo y sus condiciones son los estímulos
que producen como efectos determinísticamente las respuestas de adaptación de los
seres vivos. Nietzsche, en cambio, no entiende que la voluntad de poder produzca
efectos de este modo. Para él, el movimiento no parte del medio externo, sino que
parte de dentro de los seres vivos, que tienen constitutivamente un poder interior de
creación de formas, de órganos, de funciones. Es decir, Nietzsche defiende un principio
de autorregulación interior como poder propio de los seres vivos, frente al mero
adaptacionismo de los darwinistas.
Es significativo recordar que Nietzsche empieza a gestar esta idea de la voluntad
de poder en torno a 1882, al hilo de una serie de lecturas que hace de científicos
alemanes y franceses que por ese tiempo sostenían una importante polémica con el
darwinismo anglosajón. Los autores que más le influyen fueron Wilhelm Roux, padre
de la embriología actual, el maestro de éste, Rudolf Virchof, uno de los principales
11
Cfr. FP IV, 14 [82].

177
representantes de la teoría celular, y entre los franceses Claude Bernard, el teórico
del principio de la autorregulación interna de los seres vivos12. Si atendemos a los
términos en que se producía este debate, veremos que presentaba una cierta analogía
y continuidad, en el fondo, con la contraposición clásica entre el empirismo, defendido
por los anglosajones, frente al racionalismo, sostenido por los filósofos continentales.
Para el empirismo, el ser humano es al nacer una hoja de papel en blanco, y es el
medio externo, la experiencia que se hace de él, la que, desde fuera, va escribiendo
ahí todo lo que el hombre sabe, puede y es. Por el contrario, el racionalismo defiende
que la experiencia es sólo el pretexto para que el ser humano extraiga de su interior el
poder que posee, un poder de creación de sentido, que es la razón, o de producción
de formas, como es la vida. Nietzsche se sitúa, dentro de este debate, en el lugar que
le corresponde, o sea, en el bando de la filosofía continental. Y defiende que la lucha
entre las distintas voluntades entre sí parte de principios internos de autorregulación
dotados de un cierto poder de libertad, de modo que es posible tanto someterse y
obedecer, como rebelarse contra la voluntad que manda y enfrentarse a ella, si es que
se estima que es posible dominarla.
Es probable que, a primera vista, este esquema del mandar y el obedecer, con
el que Nietzsche pretende proponer una alternativa de explicación al acontecer del
mundo, no resulte del todo convincente o creíble a primera vista, debido a nuestra
fuerte mentalización y al gran carácter de convicción que para nosotros tiene la
relación causa-efecto. Sin embargo, ésta ha sido la razón de porqué algunos autores
han asimilado, erróneamente, la idea nietzscheana de la voluntad de poder a la idea
darwinista de lucha y de selección natural con resultados graves, como, en concreto,
sucedió entre los lectores nazis de Nietzsche. La asimilación de la lucha darwinista
y la voluntad de poder nietzscheana fue un verdadero cóctel explosivo. Porque la
idea de lucha como ley del más fuerte fue el punto de vista desde el que se interpretó
al superhombre como imagen de la raza superior, y otras malinterpretaciones en la
línea de fusionar a Nietzsche con Darwin sin respetar las esenciales diferencias e
incompatibilidades entre los planteamientos de ambos.

4. Los prejuicios de los científicos

Podemos, pues, abordar ya, aunque sea sumariamente, las críticas que Nietzsche
dirige al evolucionismo, a su método, a su concepción de la verdad, y a su idea de
progreso. Ante todo, Nietzsche destaca que, en la autoconcepción que la ciencia
moderna tiene de sí misma en general, se pueden ver actuando diversas clases de
prejuicios que muestran su dependencia última, no sólo de una cierta metafísica, o
de una moral o de una teología incluso, sino, más que de ninguna otra cosa, de una

12
Sobre estas influencias cfr. Müller-Lauter, W., «Der Organismus als innerer Kampf: Der Einfluss
von Wilhelm Roux auf Friedrich Nietzsche», en Nietzsche-Studien 1978 (7), pp. 189–223. También me
permito remitir a mi artículo Sánchez Meca, D., «Voluntad de poder e interpretación como supuestos
de todo proceso orgánico», en Estudios Nietzsche 2009 (9), pp. 105-122.

178
cierta política. De algunos de estos prejuicios participa también el darwinismo. Por
ejemplo, primer prejuicio: el de reducir todo tipo de causalidad en la naturaleza a la
causa eficiente, considerando de este modo el principio de causalidad como el eje de
cualquier explicación propiamente científica. Aquí le parece a Nietzsche, que actúa
una cierta metafísica que falsea los fenómenos, al llevar a cabo en ellos esa separación
universalizada entre causas y efectos. En la mayoría de los casos, lo que se hace es
aislar la fuerza que actúa de sus exteriorizaciones. O sea, algo así como separar el rayo
(en cuanto causa) de su resplandor (como su efecto) lo cual es absurdo y no se puede
hacer porque el rayo es el resplandor sin más. La causa y el efecto son lo mismo. Otro
ejemplo: la metodología científica moderna distingue entre el fuego como causa y el
quemar como efecto. Pero en el fuego no hay ninguna especie de sujeto agente que
pudiese decidir si quema o no. El fuego es justamente la acción de quemar y nada
más. Por tanto, esa distinción entre causa y efecto no es más que una pura operación
metafísica de la mente que, cuando leemos el fenómeno adecuadamente, vemos que no
se da: «La separación del “hacer” y el “agente”, del acontecer y un (algo) que hace que
acontezca, del proceso y un algo que no es proceso sino que permanece, substancia,
cosa, cuerpo, alma, etc., es – el intento de comprender el acontecer como una especie
de desplazamiento y cambio de posición del “ente”, de lo que permanece: esta antigua
mitología ha fijado la creencia en “la causa y el efecto”, después de que esa creencia
hubiera encontrado una forma firme en las funciones gramaticales, lingüísticas»13.
La distinción, en suma, entre la acción y un agente de la acción como causa no es
más que la proyección, en la naturaleza, de la distinción lingüística entre el sujeto y el
verbo. Y añade Nietzsche: no es más que la vieja superstición de creer en un poder como
cosa en sí que mueve. Entonces se proyecta fuera de la acción una causa como causa de
esa acción, mientras que, en el fenómeno, la causa de la acción es la acción misma. Lo
cual introduce una distorsión en la explicación científica, en la medida en que obliga
a comprender el comportamiento de los fenómenos de acuerdo con una semiótica de
las consecuencias que postula un orden metafísico de causas permanentes, eternas y
en sí14. Este es el trasfondo de aquella exclamación a primera vista sorprendente de
Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos cuando dice: «Temo que no vamos a librarnos
de Dios porque seguimos creyendo en la gramática»15.
El segundo prejuicio del que adolecería la metodología de la ciencia moderna
es el de la nivelación igualitaria o democrática de los acontecimientos en virtud del
axioma: de causas iguales, efectos iguales. Este ya sí es un prejuicio abiertamente
político, pues consiste en equiparar a priori igualitariamente causas y efectos con el
objeto de demostrar el funcionamiento de leyes estables, regulando sin distinción, o

13
FP IV, 2 [140].
14
«“Causa” y “efecto”: revisado psicológicamente, es la creencia que se expresa en el verbum, activum
y passivum, hacer y padecer. Es decir: la división del acontecer en un hacer y un padecer, la suposición
de un agente es previa. Detrás está la creencia en el agente: como si, una vez sustraído toda acción del
“agente”, éste aún permaneciera. Lo que aquí siempre ejerce de guía es la “representación del yo”: Todo
acontecer es interpretado como hacer: con la mitología de un ser correspondiente al “yo”» (FP IV, 7 [1]).
15
OC IV, GD, La razón en la Filosofía, 5.

179
sea, democráticamente, a masas de fenómenos. Para Nietzsche, el que algo suceda en
la naturaleza de determinada manera regular no significa la existencia de una ley, o
de un orden metafísico que se cumpla porque la naturaleza esté hecha de acuerdo con
esas leyes y con ese modo de funcionar. El mundo no es más que un devenir más o
menos caótico de fuerzas en lucha continua que sólo conoce momentos pasajeros de
equilibrio, como lo podemos comprobar en nuestro propio cuerpo o en las siempre
provisionales constelaciones de fuerzas que intervienen en cualquier clase de actividad
social. No hay, por tanto, regularidades que se mantengan porque obedezcan a leyes
en sí de la naturaleza. Al contrario, dice Nietzsche, parece más bien que lo que sucede
en el conjunto del acontecer del universo y de la vida es que, cuando algo se alcanza y
parece haber llegado a una perfección más o menos definitiva, entonces lo que sucede es
que, en vez de conservarse de manera estable, le impulsa una dinámica o una voluntad
a no quererse conservar, y entonces se desestabiliza y se descompone.
Por ejemplo, Nietzsche critica el dogma darwiniano del instinto de autoconservación
como ley de toda vida. Él afirma, sin embargo, que se puede mostrar del modo más
claro, en cualquier ser natural, que hace todo lo que puede, no para conservarse en el ser
que ya tiene, sino para llegar a ser más16. Así que, en vez de equiparar acontecimientos
bajo leyes que igualan causas y efectos, lo que propone es entender el mundo como
si lo que le subyaciera fuese una lucha indeterminada e interminable entre polos de
fuerza que se jerarquizan en función de sus desigualdades y del dominio de unos sobre
otros, del mismo carácter que la que subyace o en la que consiste nuestro cuerpo. Y
ello porque también el ser del universo consiste, no en conservarse, sino en que unas
fuerzas ejerzan su poder sobre otras fuerzas que se le resisten en una lucha sin fin. Por
lo tanto, no hay principio de conservación de la energía, sino querer ser más fuerte por
parte de cualquier centro de fuerza; no hay preservación de sí mismo, sino voluntad de
apropiarse, de adueñarse de lo extraño para ser más y poder más17.
Por último, Nietzsche cree necesario revisar la vanidad que lleva a la ciencia
moderna a autoconcebirse como acercamiento progresivo a la verdad. Y en esto se
adelanta a muchas de las tesis, hoy aceptadas, por parte de la filosofía de la ciencia
16
«Contra el darwinismo – la utilidad de un órgano no explica su surgimiento, ¡al contrario! – en la
mayor parte del tiempo durante el cual se forma una propiedad, ésta no conserva al individuo y no le es
útil, menos que nada en la lucha con las circunstancias exteriores y con los enemigos – ¿qué es, en última
instancia, “útil”? Hay que preguntar ¿útil en referencia a qué? P. ej. lo que es útil para la duración del
individuo, podría ser desfavorable para su fortaleza y su esplendor; lo que conserva al individuo podría
al mismo tiempo fijarlo y detenerlo en la evolución. Por otra parte, una carencia, una degeneración puede
ser de la mayor utilidad en la medida en que actúa como stimulans de otros órganos. Del mismo modo,
una situación crítica puede ser condición de existencia al reducir al individuo a la medida en la que se
contiene y no se desperdicia» (FP IV, 7 [25]).
17
«Un quantum de poder se define por el efecto que produce y el efecto al que se resiste. Falta la adiaforia
[indiferencia]: la cual, en sí, sería pensable. Es esencialmente una voluntad de violación y de defenderse
de las violaciones. No [es] autoconservación: todo átomo produce efectos en todo el ser entero, – se lo
suprime si se suprime esta radiación de querer-poder [Machtwillen]. Por eso lo llamo un quantum de
“voluntad de poder” [“Wille zur Macht”]: con lo cual se expresa el carácter que no puede ser suprimido
del orden mecánico sin que se suprima este orden mismo. Una traducción de este mundo de efectos a
un mundo visible – a un mundo para los ojos – es el concepto de “movimiento”» (FP IV, 14 [79] y 14 [81
y 82]).

180
más actual. Para Nietzsche, lo único que proporciona la ciencia son interpretaciones
provisionalmente útiles que sirven a modo de instrumentos o herramientas para fines
prácticos y técnicos. De modo que los descubrimientos, a lo largo de la historia de la
ciencia, de nuevos avances y nuevas fórmulas de aplicación práctica de su saber, no
significa ningún acercamiento progresivo a la verdad, sino precisamente el trabajo de
superación de la vida por mediación de voluntades diferentes. Lo cual se comprende
si se tiene en cuenta que la voluntad de poder no es sólo ni esencialmente búsqueda
de la utilidad para la autoconservación, sino esfuerzo de autosuperación también en
la forma del combate científico e intelectual.
Por tanto, el desarrollo de la ciencia, en el proceso histórico del conocimiento,
habría transcurrido tomando cada vez mayor conciencia de la inadecuación de su
definición como conocimiento verdadero del mundo, para entenderse como un
simple entramado de ficciones y de constructos teóricos con los que funciona una
técnica o una medicina. Hoy podríamos decir, por tanto, que ciencia es más bien un
desconocimiento del mundo consistente, no en verdades, sino en meras ficciones útiles.
El progreso histórico del conocimiento científico habría conducido así a una especie
de ignorancia final en cuanto evidencia de que la ciencia no contiene ninguna verdad,
sino que cuando soñaba que podría tenerla, sólo mostraba una forma de vanidad.
Entonces, lo que Nietzsche añade a esto es que ahora no bastaría tan sólo con reconocer
esta ignorancia o esta ausencia de verdad, sino que habría que aprenderla y hacer de
ella una valoración adecuada; o sea, habría que tener la voluntad de esta ausencia de
verdad como condición de una forma más elevada de vida: «Dioniso: sensibilidad y
crueldad. La caducidad podría interpretarse como el gozo de la fuerza generadora y
destructora, como continua creación»18.
La ciencia ya no es búsqueda de la verdad, sino que conscientemente se practica
como imposición al caos de unas regularidades y de unas leyes como interpretaciones
que nos permiten humanizar el mundo y, por tanto, dominarlo para nuestros fines
prácticos. De hecho, los mecanismos en los que consiste el conocimiento científico son
mecanismos como la abstracción, la simplificación, la generalización de fenómenos
y de experiencias, con los que no se pretende conocer, sino adquirir poder sobre las
cosas. Lo que mueve al conocimiento científico es, por tanto, un poder que ordena,
que simplifica, que generaliza, que impone leyes y, por tanto, que violenta, que falsea
y que separa artificialmente. No hay aquí búsqueda de la verdad, sino voluntad de
apoderarse de la multiplicidad de los estímulos, de las observaciones y de los datos
con el propósito de organizar los fenómenos obligándoles a encajar en determinados
conceptos, categorías y leyes. Nietzsche concluye de esto que, al estar el progreso
del conocimiento científico determinado por esta voluntad de utilidad y de poder
práctico de los fenómenos del mundo, la práctica científica constituye un ámbito
más donde puede verse la voluntad de poder superándose hacia niveles cada vez más
elevados de poder. La cima de esta tendencia, lo que podríamos llamar el nivel más
elevado sería el que se expresaría en lo que él llama la actitud dionisíaca, de la cual, en
18
FP IV, 2 [107].

181
la creación artística tendríamos su imagen más adecuada. Es decir, el nivel más alto
de pensamiento o de conocimiento sería justamente aquel en el que la ficción ya no
pretende valer abiertamente como verdad, sino que comprende el devenir del mundo
como la cambiante expresión de una fuerza creadora y destructora que se satisface en
una especie de recreación y destrucción constante de todo19.
De modo que los momentos de innovación crítica o de transformación reconstructiva
en la historia de la ciencia, que son los que con más fuerza impulsan el movimiento
ascendente de la voluntad de poder en el proceso del conocimiento científico, los identifica
Nietzsche como momentos de pensamiento dionisíaco comparables, en cierta medida,
a acciones de libre creación artística. Porque son estos momentos de creación de nuevas
categorías para la organización de la experiencia, y de nuevos lenguajes que amplían el
dominio y el poder sobre el mundo, los que resultan de una confrontación intelectual en
la que se expresa una situación de máxima elevación y dominio de la voluntad de poder.
Esa es la razón de por qué Nietzsche se refiere a ellos identificando su condición con
la del arte. Kant tenía razón cuando afirmaba que no hay leyes lógicas que estén en las
cosas, sino que esas leyes están en nosotros. Los conceptos con que conocemos las cosas
no son más que estructuras subjetivas en las que intervienen nuestros sentidos y nuestro
intelecto. Por eso, en un mundo en el que un ser en sí no se nos da, organizamos con
estos dispositivos los fenómenos para podernos desarrollar en él. Esto significa que no
es más que este valor pragmático el que decide acerca de su realidad para nosotros. Por
tanto, no podemos hablar, en relación con el conocimiento de los fenómenos del mundo,
de verdad o de falsedad más que en el sentido de si nos hace posible vivir en él de una
manera sana y plena o no. Esa sería la prueba de su verdad para nosotros.
Nietzsche lleva a cabo, pues, sus críticas a la ciencia moderna proyectando sobre sus
procedimientos y sus prejuicios su propia hipótesis de la voluntad de poder, de tal modo
que es la lucha misma, y no otra cosa, lo que se encontraría en el origen de las funciones
lógicas y lo que presidiría el desarrollo y evolución mismos del conocimiento científico.
Sería, pues, la elevación de la vida a niveles cada vez mayores de fuerza y poder lo que
tendría lugar también a través de la superación de teorías e interpretaciones científicas
que se han hecho cada vez más restringidas, sustituyéndolas por otras capaces de
incorporar nuevas perspectivas y que permiten vislumbrar nuevos horizontes. Esto
significa una original reformulación de la idea de progreso, entendida por Nietzsche
como movimiento de superación de la vida. Desde esta perspectiva, todos los fines
de la ciencia y sus utilizaciones prácticas no serían más que expresiones de la lucha
incesante entre diversas voluntades de poder. No hay un progreso científico único,
global, necesario, sino que lo que habría sería una cadena ininterrumpida de ensayos
y de reajustes que resultan de procesos de dominación de resistencias, de acciones
y de reacciones, un sucederse, en suma, de variaciones discontinuas y azarosas, de
avances y de retrocesos en los que tienen lugar tanto adquisiciones como pérdidas, y,
en consecuencia, tanto aumentos como disminuciones de poder20.
19
Cfr. FP IV, 14 [14].
20
Cfr. FP IV, 15 [8].

182
Referencias bibliográficas
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183
Delirio solar
Helena Tur

Escribir en la arena tiene algo de oralidad. Es un acto efímero. Es, además, un hablar
a solas. Sólo la mirada casual puede oír el susurro mudo antes de ser engullido en el mar.
Escribir en la arena es jugar con la piel y la huella. El dedo traza su marca en la
tierra, dos superficies que se tocan un instante para crear un signo que inexorablemente
se ha de borrar.
Pero eso no importa, porque tal vez no tengamos nada que decir. Y, aunque lo
tuviéramos, no sabríamos.
En cambio, la experiencia es imborrable.

II

Una vez más, con el sol clavado en la nuca, nos agachamos para arrancarle un
puñado de arena a la playa. Buscamos el ritual de abrir lentamente la mano y observar
cómo se vacía levemente tras filtrarse entre dedos hasta volver a las dunas. Siempre,
un poco de arena permanece en la palma. Y sentimos con ello que hemos retenido
algo de tiempo.
A veces hacemos trampas. Para que tarde un poco más en deslizarse, cogemos arena
de la orilla, donde la humedad hace una falsa masa. Pensamos, con este simulacro de
cemento que se demora al caer, que somos capaces de construir algo. No lo pensamos
con las manos. Todavía no hemos aprendido a pensar con las partes extremas del
cuerpo.
Sin embargo, somos señalados por estos dedos que abren huecos al tiempo.

III

De niños nos enterrábamos en la arena. Con los huecos justos para no ahogarnos,
cubríamos nuestros cuerpos hasta hacernos invisibles. Puñado a puñado, nos

185
ocultábamos también para el subsuelo y nuestros ojos apuntaban al cielo para no
convertirnos en habitantes de criptas ocultas
Jugábamos con nuestra ausencia. Nos infiltrábamos así en un camuflaje que era un
lugar sin lugar, ni adentro ni afuera. Enarenados, ni estábamos ni dejábamos de estar.
Pero a veces sentíamos el miedo a que al enterrador se le fuera la mano, a la
profundidad que tal vez nos quisiera abrazar más de la cuenta, a la imposibilidad del
regreso.
Entonces, un grito nos devolvía la presencia ante algunos, como hacen los versos
de un poeta ya muerto.
Ahora, este silencio salino supone otro modo de desaparición.

IV

Antes de llegar a la playa ya hemos visto gaviotas. Sus gritos escandalosos han
venido a anunciarnos que está cerca el mar. También, para el marino, la gaviota le
adivina la costa. Es la esperanza del horizonte seco en el que podrá descansar. La gaviota
es el principio del desabismarse, desde el barco.
Pero, en tierra, la gaviota es el camino hacia el destierro marino. Es la promesa del
asomo a lo inmenso, al salir del lugar, al misterio.
La gaviota vive así entre lo familiar y lo incógnito. Une en sí lo seguro y el riesgo
porque tiene alas de sal. A veces, un individuo abandona a los suyos y se adentra a lo
lejos. Ocurre cuando algo lo empuja a aventurarse más allá de sí mismo. Entonces,
cabe la posibilidad del no regreso, de la pérdida en lo infinito, de la extrema libertad.
El ave sabe que asumir el destino es asumir el peligro en su milagroso volar.
La gaviota es el habitante del límite.

No sabemos por qué, nos gustaba construir castillos de arena. No había engaño
permeable en aquello, era un hacer por hacer. Desde sus primeros montículos ya tenían
carácter de ruina arrancada al desierto, de borradura trémula en este espacio dormido.
Había un placer de tocar con las manos.
Pero, tampoco sabemos por qué, el deleite mayor era anticiparnos al tiempo. Tocar
con los pies. Romper a patadas las torres y almenas, pisotear los muros de tierra altiva
y tumbarnos encima después, implacables en nuestra crueldad infantil.
Entonces sí nos sentíamos dioses, pero no se lo contábamos a nadie.

VI

Al nombrarlo, creamos el horizonte. No hay otro modo, antes ha permanecido


confinado en la brumosa incerteza que viene de lejos.

186
Desde el barco, no engaña a nadie en sus bailes. Se mece al compás del empuje
marino, se deshace y recompone en su vaivén de niño travieso que no sabe estarse
quieto.
Pero, desde aquí, no logramos inmutarlo. Permanece oculto en sus lindes, con una
apariencia de asomo de tanto en tanto, como anciano curtido que observa sin dejarse
ver.
Imprecisión que se nos escapa como una imagen primigenia que ya sólo intuiremos
en sus figuraciones.
El horizonte, lo hemos visto, es un acaecer personal.

VII

En este delirio solar, los cadáveres se desentierran fácilmente. Basta escarbar un


poco y uno se topa con ellos. Incluso el aire levanta velos de arena de tanto en tanto, y
aparecen entonces con transparencias de antaño a arroparnos un poco.
No podemos verlos, por eso cerramos los ojos. Sus formas invisibles navegan en
aires de sal y sentimos, de pronto, que nos estaban esperando con paciencia arrugada.
No son ellos, sino nosotros, los invitados, y en este pacto habitamos la arena con
cuidado de no molestar. Nos miran como si nuestra presencia les limpiara la cara,
incluso a los que han venido del agua. Hay una tremenda paz en todo esto. Tragamos
saliva como si no diéramos crédito y queda un regusto de voces en distintos idiomas
que no logramos entender.
Sin embargo, sabemos que han venido a legarnos la somnolencia.

VIII

De pronto, no sabemos cómo, nos envuelve un estallido de color. Mil tonos


azules juegan en el calidoscopio marino para ofrecernos un espectáculo refulgente y
cambiante.
Llueve sol.
Las centellas son arpones que atraviesan los ojos para atraerlos al mar. La luz va y
viene, viene y va. Poco a poco, la marea de brillos penetra en nosotros para aturdirnos
mientras el mar fosforece. Nuestra mirada, en este punto ya es inevitable, zozobra en
la embriaguez de sales y luces.
Desde que hemos llegado, el espejo de azules ha estado ahí, pero sólo ahora hemos
reparado en su magia. Antes nos cegaba la luz o, simplemente, no habíamos sabido
demorarnos en ella.
Por un instante, somos parte de este mar apoteósico y apofántico.
Sentimos, así, que, en la superficie cambiante, el mar nos habla de algo profundo.

187
IX

Aquí, la lengua oprime de otro modo. No hay dolor en esta inefabilidad. Nombrar
las cosas sin decirlas, ahora, es de una levedad casi irrisoria y esta constricción se
disuelve en la luz sonora que se repite una y otra vez.
El poso psíquico que nos fue entregado se disuelve como humo en azufre. De este
modo, la música se convierte aquí en origen.
Tal vez sea el peso de la humedad que se agarra al concepto y, por ello, la palabra
huye sin él. Sólo sonido, eso es todo. Y un eco leve como estela en imágenes que se van.
Pero ¡qué bello nos parece este silencio de ideas que no tiene dueño!
Más tarde volveremos a la lengua materna. Y callaremos. No sabríamos expresarnos.

X
Acostumbrarse a la monotonía cromática, a la maraña de luces vestales que
ocultaban otra luz, y a la mirada extraviada, se hacía necesario. Salir de sí y regresar. Y
no saber si uno está aquí o desprendido en fantasmas.
Acercarse al tedio con cierta felicidad, inundados de cian, centella y blanco.
Adormecerse. Despertar los muertos propios que uno encierra y fundirse con ellos
más allá del cuerpo translúcido.
Pensar sin palabras, desoprimirse del pecado original, abrir imaginarios nuevos
que también habrán de morir. Y crear esta luminosidad nebulosa.
Ser aquí solamente.
Tuvimos que aburrirnos para aprender a ver.

XI
De reojo vemos las rasantes de los cormoranes moñudos. Derraman paralelas
perfectas a ras de un mar acolchado que aguarda sus cuerpos. Se ven y no se ven; en
su remolino de plumas, derriten el vidrio en rizos prolongados.
El cielo y el mar son suyos en este momento.
Estén o no estén, no dejamos de mirar allá donde los hemos visto. Hay una belleza
olvidada en su precisión intuitiva.
El cormorán no sabe nada de geometría algorítmica, tal vez por eso no hace el pato
como el buceador.

XII
Caminar así, sobre nuestros pensamientos caídos y las algas que el mar pone a secar,
tiene algo de ensueño febril. La pereza agarra las sombras que no quieren alcanzarnos,
y avanzamos despacio en esta profecía solar.
Caminar en la espuma que acoge la arena es un modo de olvidar el nombre.
Tenemos raíces de agua.

188
Descalzos en esta orilla amodorrada, amarrados en este aplastar de letargo y sopor,
sin ir a ningún sitio, sin querer ir a ningún sitio.
Todo espacio. La quietud luminosa besa nuestros pies.
Caminar aquí es dejarse y dejar ser.

XIII

Bajo este sol nervioso, capaz de destilar los sonidos que salen a flote, sólo cabe
vaciarse.

XIV

Sólo en esta modorra abrumada de tanto mediodía, vienen a mecerse en balandros


de oro y a bañarse los pies con salitre caliente. Saltan, ríen, juegan, se enojan, a veces
turbulentamente; otras, de forma aplazada y casi aterradora.
Vuelan entre sombras de gaviota o en dunas de brisa dilatada, gimen con su boca
inmaterial, gritan, festejan diáfanos en este instante usurpado a su propia divinidad
especular, como si no se pertenecieran.
Los observamos perplejos, cautos de no hacer ningún ruido, y poco a poco
sentimos que cruzamos transparencias.
¡Qué indiferentes les somos a los dioses…!
¡Y qué suerte hay en esta insignificancia, que nos dejan pasar!

189
Heidegger: época de lectura
Traducción e historia a partir de la primera palabra de
Anaximandro
Andrés J. Verger Morlá

… la extrema antigüedad de nuestra historia proviene de


que se desarrolla antes de cierto cambio y cierto límite que
han trastornado profundamente la vida y la conciencia…
(Thomas Mann, La montaña mágica)

En profundo agradecimiento a Juan Luis Vermal,


traductor y maestro.

Que la cuestión de la conciencia histórica es inherente a la situación contemporánea


es ya un lugar común en el ámbito del pensamiento actual. Esta conciencia de época
está constituida por una reflexividad ineludible desde la cual se dan, en un mismo
gesto, la apertura y la clausura:

La conciencia histórica es ella misma histórica […]. «Época» significa referente:


se marca una detención «ideal» en medio de la corriente de acontecimientos desde
la cual el presente histórico, y surgiendo de él, también el pasado, se hace imagen
histórica, es decir, se convierte en una unidad perdurable de sentido. Sin embargo,
en la medida en que ello mismo es histórico, se diluye de nuevo necesariamente el
referente que establece. Tanto si se comprende como el derrumbe de un mundo
o el nacimiento de otro, como decadencia por ejemplo de la época burguesa de
Occidente o como el comienzo de un nuevo orden planetario, su carácter histórico
lo convierte en hacerse y disolverse en lo uno. (Gadamer 1998, 121)1

El carácter disolutivo de la demarcación, que las palabras citadas atribuyen


al posicionamiento histórico, se hace patente también en la deriva moderna del
ser humano: así ocurre con la figura elusiva del hombre como doble empírico-
trascendental, a la vez sujeto y objeto de conocimiento (Foucault 2006, 310); del
mismo modo, con el vacío taxonómico de lo humano, en el que «el hombre no tiene
ninguna identidad específica, si no es la de poderse reconocer» (Agamben 2005, 40)2.
1
El pasaje citado pertenece al texto de 1949 «Los límites de la razón histórica».
2
A partir de la obra de Linneo.
* Las referencias a las obras de Heidegger van seguidas de la correspondiente ubicación del texto alemán
según se conserva en la Gesamtausgabe (GA) y se reproduce en la mayoría de las ediciones actuales. El
segundo volumen de Nietzsche es referido mediante N II, siguiendo la edición de Günther Neske. Con
el objetivo de aclarar algunos pasajes, se ha cotejado la traducción española con el texto en alemán.
Las ediciones utilizadas para tal fin quedan incluidas en la lista final de referencias acompañando a sus
respectivas traducciones.

191
En esta disolución continua del límite –mero señalamiento que conduce sin remedio
al escamoteo de lo que se señala– surge la referencia al fin de la historia, que se
reproduce en una sucesiva comparecencia de cesuras: en lo político-económico, con el
establecimiento de un sistema global de organización; en el ámbito biológico y cultural,
con la irrupción del ensueño transhumanista; en general, con la ininterrumpida
recreación de las identidades. Con ello se pone de manifiesto tanto la apremiante
necesidad de sentido como la falta de éste.
Este sinsentido, que participa de una redundante descripción externa de lo histórico
en la que siempre queda un espacio entre bambalinas para espiar la reflexividad, hace
de la historia –y del propio sujeto histórico– espectáculo: su tramoya funciona como
condición de posibilidad de cualquier referirse a… El caso de la tradición filosófica y de su
transmisión sería sólo un ejemplo de cómo opera el marco de comprensión mencionado.
Más acá de este marco y de cualquier filosofía de la historia, el pensamiento de
Heidegger supone un intento fenomenológico de pensar la cesura como tal, esto es,
pensar el acontecer sin recurso a lo trascendental: sin estructura universal, sea ya ésta
la figura de un sujeto o un esquema hermenéutico siempre aplicable, que prescriba
el camino a seguir3. Este pensar aporético –pensar sin poder– responde al límite
de lo pensable. En el texto de 1946 «La sentencia de Anaximandro [Der Spruch des
Anaximander]» (Heidegger 1998, 239-277; GA 5, 296-343)4, representativo de lo
anterior, la cesura de que se trata aquí se da en el cruce entre traducción e historia.
Lo que sigue pretende aclarar, en la medida de lo posible, el lugar de este cruce en el
planteamiento heideggeriano.

1. Al comienzo, la historia

Ἐξ ὧν δὲ ἡ γένεσίς ἐστι τοῖς οὖσι καὶ τὴν φϑορὰν εἰς ταῦτα γίνεσϑαι κατὰ τὸ χρεών·
διδόναι γὰρ αὐτὰ δίκην καὶ τίσιν ἀλλήλοις τῆς ἀδικίας κατὰ τὴν τοῦ χρόνου τάξιν5.
3
Cabe considerar que la máxima «¡a las cosas mismas¡ [zu den Sachen selbst]» preside la totalidad de
la obra heideggeriana. El darse de las «cosas mismas» es necesariamente fenomenológico, en la medida
en que el fenómeno es lo que se muestra a sí mismo y la fenomenología, el «hacer ver desde sí mismo
aquello que se muestra, y hacerlo ver tal como se muestra desde sí mismo» (Heidegger 2003, 57; GA 2,
34). Sache es la «cosa», pero asimismo –o, más bien, en tanto que– la «cuestión» o el «problema» de que
se trata, aquello que se da al pensamiento y da que pensar. Y no hay pensamiento sin «cosa» (vid. infra,
nota 10). El aparente defecto de método que supone renunciar a lo trascendental –o concebirlo como algo
dado– en el ámbito del pensamiento es la cuestión radical que la fenomenología plantea a todo saber (y
a sí misma). La fenomenología puede aparecer, entonces, como un contra-método (Marion 2005, 13-17).
4
«Sentencia» viene a traducir correctamente «Spruch», con lo que se pierde de manera inevitable parte
de la familiaridad del término alemán con Sprache (‘habla’, ‘lenguaje’) o Anspruch (‘exigencia’, ‘demanda’,
‘derecho’).
En cuanto al pensador milesio, éste ya había sido tratado anteriormente por Heidegger en cursos de
1926 (GA 22), 1932 (GA 35) y 1941 (GA 51). La comparación de lo dicho en estos cursos con el texto
del que se parte aquí supera el objeto del presente artículo. En cualquier caso, los avatares de la relación
del pensamiento de Heidegger con los llamados «presocráticos» (especialmente Parménides y Heráclito,
además de Anaximandro) están íntimamente ligados a los giros que la obra del alemán efectúa en torno
a la cuestión de la historicidad. Vid. Zarader 1986.
5
«Las cosas perecen en lo mismo que les dio el ser, según la necesidad. Y es que se dan mutuamente
justa retribución por su injusticia, según la disposición del tiempo» (Bernabé 1988, 55).

192
Esta sentencia es considerada la «más antigua [älteste] del pensamiento occidental
[abendländischen]» (Heidegger 1998, 239; GA 5, 296; cursivas añadidas) y se enmarca
en un fragmento más extenso perteneciente al comentario de Simplicio a la Física
aristotélica. La fuente de la cual toma el texto Simplicio es la obra de Teofrasto Φυσικιῶν
δόξαι: las ‘opiniones de los físicos’ o las de «aquellos que hablan de los φύσει ὄντα»
(241; GA 5, 298). Esta nota doxográfica no hace más que confirmar, según Heidegger,
el prisma platónico-aristotélico a través del cual la tradición filosófica posterior,
hasta Hegel y más allá, recibe la influencia de los primeros pensadores griegos. Así,
la sentencia pasa por ser representativa de una «filosofía de la naturaleza» o de una
determinada perspectiva moral y jurídica, cuando no de una «vivencia primitiva
que interpreta el mundo de manera acrítica y antropomorfa y por eso se refugia en
expresiones poéticas» (247; GA 5, 306)6.
Todo ello da la pauta interpretativa que también está presente en Nietzsche: la
traducción del fragmento que éste lleva a cabo alrededor de 1873 es la primera que
se transcribe en el ensayo de Heidegger (1998, 239; GA 5, 296)7. Nietzsche tiene el
privilegio de ser el primer traductor citado porque es el último y definitivo pensador
metafísico: con él, acontece el acabamiento (Vollendung) de la metafísica (Heidegger
2005, 551; N II, 34)8. La traducción no es, pues, la mera transmisión de algo dicho
en una lengua a otra; y no sólo porque esta transmisión esté lejos de ser neutra e
intervengan en ella prejuicios inherentes a toda posibilidad de interpretación9. En
la presentación citada de la sentencia, la mutua referencia en que se dan lo occidental
y lo más antiguo marca la dimensión de la apertura histórica: en la traducción está en
juego la época.

2. Traducción y escucha

Si aún es posible traducir las palabras de Anaximandro y, con ello, atender a lo que
se dice en ellas, cabe considerar sus derroteros historiográficos e interpretativos como
desligados de lo fundamental, puesto que no aclaran «qué ocurre con el asunto que
tiene que ser trasladado de una lengua a otra. El asunto es aquí el asunto del pensar
[Sache des Denkens]». Una traducción «es fiel cuando sus palabras son palabras que
hablan a partir del lenguaje del asunto [Sprache der Sache]» (Heidegger 1998, 240; GA
5, 297)10. Una lectura inadvertida asumiría que lo que se propone es una suerte de

6
Teofrasto, según escribe Simplicio, ya decía que Anaximandro se expresaba en términos «más bien
poéticos» (Heidegger 1998, 245; GA 5, 304).
7
Cf. Nietzsche 2016, 584.
8
Para una aproximación certera a esta cuestión, vid. Vermal 2008.
9
Algo de lo que igualmente advierte Heidegger respecto de la «ciencia histórica» (Heidegger 1998,
243; GA 5, 301). Al hacer de esta cuestión la central, se deduce de la lectura heideggeriana de cualquier
autor una teoría de la interpretación, como en Aronadio 1987. Por muy fecundo que resulte este tipo de
análisis, es discutible que haya lugar para la teoría en el planteamiento de Heidegger.
10
Como sucede a menudo en el lenguaje heideggeriano, el «asunto del pensar» es sostenido por un
doble genitivo, a la vez subjetivo y objetivo (al modo del ambiguo «miedo del enemigo»): el asunto, la
cosa, acerca del pensar y, también, perteneciente al pensar. El mismo juego se pone de manifiesto en «el

193
traducción extemporánea, liberada ingenuamente de las cargas de la tradición. Pero la
apuesta de Heidegger es muy distinta: traducir de la mano del asunto del pensar implica
un cambio en la relación con la tradición, relación que ya no está constreñida por la
investigación filológico-histórica, sino que se instituye en el ámbito de una experiencia:

… el hacer una experiencia [Erfahrung] con el habla [Sprache] es algo distinto


a la adquisición de conocimientos sobre el habla. Tales conocimientos la ciencia
de las lenguas, la lingüística y la filología de los diversos idiomas, la psicología y la
filosofía del lenguaje los pone a nuestra disposición hasta tal punto que vienen a
ser inabarcables. Últimamente, la investigación [Erforschung] científica y filosófica
tiende, cada vez más resuelta, a la producción de lo que se llama «metalenguaje».
La filosofía científica que persigue la producción de este «super-lenguaje» se
entiende consecuentemente a sí misma como metalingüística. Esta expresión
suena a metafísica pero no sólo suena como ella: es como ella; porque la metalin-
güística es la metafísica de la tecnificación universal de todas las lenguas en un
solo y único instrumento operativo de información interplanetaria. (Heidegger
1987, 144; GA 12, 160)11

Para la perspectiva filológico-historiográfica, el lenguaje es un campo ilimitado de


relaciones cuasimecánicas virtualmente explicitables que permiten trasladar lo dicho
de una lengua a otra: la representación de lo dicho ya está ahí, disponible en potencia
como algo común y compartido, reproducible en diversas lenguas o en diversas
subjetividades. Asumida esta situación, la distinción entre Erfahrung y Erforschung
permite entender la paradoja que se plantea a la hora de acometer la traducción:
aunque, en esta tarea, sólo pueden ayudarnos los pensadores, si vamos en busca de
tal ayuda «buscaremos en vano» (Heidegger 1998, 240; GA 5, 297). Mientras que
la investigación sigue un método12 para llegar al final del camino como meta, como
objetivo prefijado y al alcance, «hacer una experiencia, erfahren, significa, en el sentido
preciso del término: eundo assequi, obtener algo en el caminar; alcanzar algo en la
andanza de un camino» (Heidegger 1987, 152; GA 12, 169)13.
La sentencia griega encamina la búsqueda que, en la traducción, se da desde
la ambigua circunstancia de ser «los últimos epígonos [spätesten Spätlinge] de la
filosofía», la circunstancia de encontrarse en la víspera anterior al surgimiento de la
«tierra del ocaso» que, en un «nuevo amanecer», pueda convertirse «en el lugar de la
historia venidera de destino más originario [die Ortschaft der kommenden anfänglicher
lenguaje (o el habla) del asunto», «la historia del ser», «el pensar del ser» y, forzando quizás esta articu-
lación, «la sentencia más antigua del pensamiento occidental».
11
En la edición española manejada, se vierte erróneamente «die Philologie der verschiedenen Sprachen»
a «la filosofía de los diversos idiomas».
12
«El método no es, sobre todo en la ciencia contemporánea, un simple instrumento al servicio de la
ciencia; al contrario, el método mismo ha tomado las ciencias a su servicio» (Heidegger 1987, 159; GA
12, 178). Μέθοδος: ‘camino a seguir’.
13
Cabe continuar la cita del pasaje: «¿Qué es lo que logra el poeta? No un simple conocimiento. Alcanza
a entrar en la relación de la palabra con la cosa. Pero esta relación no es una conexión entre cosa de un
lado y palabra del otro. La palabra misma es la relación que en cada instancia retiene en sí la cosa de tal
modo que “es” una cosa» (cursivas añadidas).

194
geschickten Geschichte]» (Heidegger 1998, 242; GA 5, 300)14. De algún modo, lo por
venir pasa por el giro hacia el origen. Aparece aquí una cronotopía, abierta entre
lo más tardío y lo más temprano, entre el ocaso y la aurora, que posee un sentido
necesariamente escatológico:

La Antigüedad, que determina la sentencia de Anaximandro, pertenece a la


aurora de los primeros tiempos de la tierra del atardecer, esto es, de Occidente
[Abend-Landes]. Pero, ¿qué decir, si acaso la aurora de toda tarde, es más, si hasta
lo verdaderamente más temprano superase [überholte] todavía con muy amplio
margen a lo más tardío? El antaño [Einst] de la aurora del destino [Geschickes]
vendría entonces como antaño del final (ἔσχατον), es decir, como despedida [Abs-
chied] del destino del ser hasta ahora velado. El ser de lo ente se reúne (λέγεσϑαι,
λόγος) en el final de su destino. La esencia del ser que era válida hasta ahora,
desaparece en su verdad todavía velada. La historia del ser [Geschichte des Seins]
se reúne en esta despedida. La reunión en esa despedida, como reunión (λόγος)
de lo extremo (ἔσχατον) de su anterior esencia, es la escatología del ser. El propio
ser, en su condición destinal, es escatológico en sí mismo. (Heidegger 1998, 243;
GA 5, 301-302)15

Desde esta escatología, la historia deja de lado la crónica historiográfica extendida


a lo largo del calendario para darse paso en cuanto envío destinal16. Una interpretación
teleológica de lo citado no dejaría de ser la repetición de una cierta dialéctica que,
describiendo etapas consecutivas, cumple finalmente su forma completa. En cambio,
Heidegger introduce esta lógica en el interior de lo destinado, como expresión de su
necesaria relación con el límite que reúne. Una vez marcado el límite desde el cual la
tradición aparece como metafísica, ésta es recibida como olvido de la diferencia entre
ser y ente, olvido que forma parte esencial del destino del ser:

Pero el olvido de la diferencia [Vergessenheit des Unterschiedes] con que se inicia


el destino del ser [Geschick des Seins], para consumarse [vollenden] en él, tampoco
es un defecto, sino el acontecimiento [Ereignis] más rico y vasto en que la historia
occidental del mundo llega a su resolución [Austrag]. Es el acontecimiento de la

14
Esta situación de viraje está ligada a la «autoridad» [Anspruch] de la sentencia (cf. loc. cit.).
15
El premeditado guion de Abend-Landes obliga a aclarar su doble sentido: ‘tierra del atardecer’
y ‘Occidente’. Teniendo esto en cuenta, Frühe (‘aurora’), Früheste (‘lo más temprano’), Späte (‘tarde’),
Späteste (‘lo más tardío’) ganan un peso especial. El verbo überholen se traduce por ‘superar’, también
con el significado de ‘adelantar’: así, lo más temprano ‘va por delante’ de lo más tardío. Por otro lado, en
Einst (‘antaño’; ‘una vez’) resuena el Ἔν griego.
Las alusiones a Occidente o al «tránsito por la noche del mundo» llevan a pensar en «El habla en el
poema», texto ya citado e incluido en De camino al habla. A pesar de la década de diferencia entre el texto
sobre Anaximandro y esta recopilación, la relación entre pensamiento y poesía está presente en ambos.
Sin embargo, lo que en la década de los cincuenta es una relación de vecindad que apunta a lo mismo
entre la palabra poética y la pensante, en 1946 aparece bajo un tono algo más unilateral: «el pensar [del
ser] es el decir poético originario» (Heidegger 1998, 244; GA 5, 303).
16
Es conocida la distinción heideggeriana entre Historie (‘ciencia histórica’, ‘historiografía’) y Geschichte
(‘historia’ en sentido fenomenológico, como envío). Vid. Heidegger 2003, 44-45; GA 2: 20-21.

195
metafísica [Es ist das Ereignis der Metaphysik]. (Heidegger 1998, 271; GA 5, 336;
cursivas añadidas)17

Marcaje, aparición y recepción se dan a una, de manera indisoluble, en esta


despedida: la separación da aquello –completo, clausurado, transitable– a lo que
atenerse. Es el límite, el corte en su doble irrupción como inicio y fin, lo que lleva a
hacer una experiencia con la historia. Por ello, el antaño –también redoblado– aparece
como el punto de fuga al que se ve llamada la traducción: desde él, cabe escuchar la
sentencia18.
La escucha de lo antaño permite el diálogo entre lo inicial y lo último. El diálogo
no responde a una estructura meramente dual: inicio y final hablan en tanto que se
presentan ligados a un antaño. Este tertium non datur articula la llegada de ambos polos
en copertenencia respecto de lo mismo: tanto en Anaximandro como en Nietzsche,
principio y final del pensamiento occidental, el ser de lo ente llega a la palabra
(Heidegger 1998, 247; GA 5, 306-307)19. Es necesario subrayar que el ser de lo ente no
aparece aquí como el común denominador subyacente a dos pensamientos separados
por dos mil quinientos años que abarcan toda la tradición. Lejos de tratarse de un tema
en común, sobre el cual uno u otro pensador hablan, el ser de lo ente se presenta en el
habla como marca de su impensado, de aquello otro que la enmarca en una tradición
que se recibe. Así, «ser de lo ente» y «lo mismo» no son lo mismo, ni entre ellos ni
respecto de lo dicho por Anaximandro y Nietzsche, sino que marcan, en su diferir, la
salida que rige cualquier mismidad20. «Ser» es el señuelo de un afuera que ilumina lo
que llega al lenguaje:

¿Nos habla la sentencia de los ὄντα en su ser? ¿Oímos lo que ha hablado, el εἶναι
de lo ente? ¿Llega todavía un rayo de luz [Lichtblick] hasta nosotros, atravesando
la confusión del errar y a partir de lo que dicen en griego ὄντα y εἶναι? Sólo en la
claridad de ese rayo de luz podemos tra-ducirnos o tras-ladarnos [über-setzen]
a lo hablado por la sentencia, para después traducirla en un diálogo del pensar.
(Heidegger 1998, 251; GA 5, 312)21
17
Austragen: ‘entregar’, ‘llevar a término’ (un embarazo), ‘resolver’ (una disputa).
18
«Si pensamos desde la escatología del ser, nos tenemos que esperar algún día el antaño de la aurora
en el antaño de lo venidero y aprender hoy a meditar el antaño desde allí.
Si somos capaces de escuchar [hören] la sentencia desde antaño, ya no nos hablará como una opinión
hace tiempo pasada desde el punto de vista histórico» (Heidegger 1998, 244; GA 5, 302).
19
Parménides ofrece a Heidegger la ocasión de poner de relieve la misma estructura en la relación
identitaria entre ser y pensar: «… en la aurora del pensar la propia identidad habla mucho antes de llegar
a ser principio de identidad, y esto en una sentencia que afirma que pensar y ser tienen su lugar en lo
mismo y a partir de esto mismo se pertenecen [gehören] mutuamente» (Heidegger 1988, 69; GA 11, 36).
20
La pregunta por el ser señala ya esta salida: «Lo puesto en cuestión en la pregunta que tenemos que
elaborar es el ser, aquello que determina al ente en cuanto ente, eso con vistas a lo cual el ente, en cual-
quier forma que se lo considere, ya es comprendido siempre. El ser del ente no “es”, él mismo, un ente»
(Heidegger 2003, 29; GA 2, 6).
21
El verbo übersetzen significa tanto ‘traducir’ como ‘trasladar algo de un lado a otro’, algo que conserva
perfectamente el traducere latino; de ahí el desdoblamiento en la versión en español.
En la misma página, Heidegger alude al «rayo» del fragmento 64 de Heráclito: τὰ δὲ πάντα οἰακίζει
κεραυνός. Alberto Bernabé (op. cit., 141) traduce: «Y todas las cosas las timonea el rayo». El rayo (Blitz)

196
3. Afuera

La traducción es un movimiento que traslada por encima de…:

La traducción pensante hacia aquello que en la sentencia llega al lenguaje, es el


salto por encima del abismo. Tal abismo no consiste sólo en la distancia histórico-
cronológica de dos milenios y medio. El abismo es mucho más grande y profundo.
Si es tan difícil saltarlo es, sobre todo, porque nos encontramos excesivamente
cerca de su borde. (Heidegger 1998, 245; GA 5, 303)22

Es necesario, entonces, que se abra la distancia para la traducción. Abrir


esta distancia no implica dar efectivamente el salto, sino hallar la «oportunidad
[Gelegenheit]», la ocasión propicia, que resitúe la relación con la palabra. Esta
oportunidad la brinda la sentencia de Anaximandro. Con todo, advierte Heidegger,
falta la «precisa atención [Achtsamkeit]» requerida por la traducción (Heidegger 1998,
252; GA 5, 312)23: de nuevo, lograr esto depende de un movimiento de salida. Por un
lado, habrá que hallar el lugar desde el que habla la sentencia, aquello previo a ella
desde lo cual toma sentido. Por otro, acotar el texto literal correspondiente a lo dicho
por Anaximandro.
En cuanto a la segunda cuestión, el uso de términos más propios del aristotelismo
que del pensamiento arcaico señala aquella parte del texto de Simplicio que, con toda
probabilidad, no pudo ser obra del pensador milesio. Teniendo esto en cuenta, la
extensión de la sentencia es la siguiente: … κατὰ τὸ χρεών· διδόναι γὰρ αὐτὰ δίκην
καὶ τίσιν ἀλλήλοις τῆς ἀδικίας24. A pesar de ello, el marco de significación de lo
añadido con posterioridad no es ajeno a Anaximandro: γένεσις y φϑορά aparecen ya
en Homero y remiten a un uso preconceptual de φύσις que apunta al terreno del que
parte la sentencia, el de «lo ente». Este uso no opone el devenir al ser entendido como
persistencia, sino que se funda en que «sea el mismo ser el que soporte [trägt] y acuñe

es «la mirada del ser [der Blick des Seins]» (Heidegger, loc. cit.). «Lichtblick» es, también, el rayo de es-
peranza que, momentáneamente, ilumina la oscuridad. El fragmento heraclíteo se encontraba grabado
en una corteza de árbol colgada sobre el dintel de la puerta de la cabaña de Heidegger en Todtnauberg
(Gadamer 2001, 17-18). Además, en 1950, Heidegger entregó a Hannah Arendt un ejemplar de Caminos
de bosque con el fragmento escrito a modo de dedicatoria y traducido del siguiente modo: «La mirada,
sin embargo, dirige el todo con presencia» (Arendt y Heidegger 2017, 396).
22
En este sentido, es posible hablar de una traducción transitiva (übergänglich) que sólo se da con
respecto a lo griego y que corresponde al movimiento inicial del darse como tal (Ereignis). Esta transiti-
vidad es reclamada por un origen otro, fuera de la metafísica, precisamente porque lo que ya no puede
acontecer es la traducción esencial a la que responden las figuras del olvido del ser constitutivas de la
tradición del pensamiento occidental. Vid. De Gennaro 2000, 13-14. Sobre las figuras mencionadas, vid.
infra, nota 25. Nuevamente, hay transición (Übergang) desde el declive (Untergang).
23
Gelegen es el participio perfecto del verbo legen: ‘poner’, ‘colocar’, ‘situar’. La oportunidad es un ajuste
de posiciones. Aunque suponga adentrarse en el terreno de lo cómico (en el mejor de los casos), cabe
reseñar además que el término alemán Achtsamkeit traduce actualmente el inglés y popular Mindfulness.
24
Respecto a la acotación de la sentencia, Heidegger menciona los estudios de John Burnet y de Franz
Dirlmeier (1998, 252-255, 279; GA 5, 313-316, 345). El artículo de Dirlmeier citado por Heidegger está
traducido en Lledó 1995, 229-234. La extensión de las palabras atribuibles a Anaximandro puede ser
ligeramente distinta a la que propone Dirlmeier, como en Kirk, Raven y Schofield 1987, 177-179.

197
[prägt] al devenir (γένεσις-φϑορά) conforme al ser en su esencia» (Heidegger 1998,
255; GA 5, 316)25.
En la reajustada extensión del fragmento se aprecian dos partes separadas
por la cesura entre χρεών y διδόναι. Sobre esta cesura se concentra el movimiento
retrotrayente que concuerda con el aparecer y que hace de la traducción un modo de
manifestación de la historicidad: un darse. El proceder de dicho movimiento agota el
horizonte para dar testimonio de la finitud en un rebasamiento, tan imposible como
constitutivo, que se efectúa desde lo anterior a la sentencia y a partir de ella misma.
Como ya se ha señalado respecto de la escucha, la manifestación se da en la
remisión de un tercero no dado que, no obstante, abre una cierta distancia. Esta
apertura, atendiendo al lugar desde el que habla la sentencia, queda indicada por algo
no expresado en ella: τὰ ὄντα26. Ahora bien, esta indicación no surge a causa del afán
inquiridor del intérprete situado ante el interpretandum: toda indicación proviene de
un fondo de sentido que hace posible cualquier inquirir. Por ello, la oportunidad se ve
sobrepasada por sí misma. La sentencia, incluso antes de ser interpretada, dirige hacia
τὰ ὄντα, es decir, hacia «aquello que llega a lo no oculto por medio de su surgimiento y
que, una vez llegado allí, se marcha partiendo de allí» (Heidegger 1998, 254; GA 5, 316).
Este llegar –que es un partir– vertebra la lengua griega en que se expresa la primera
sentencia del pensamiento occidental27. Esta primacía, en consecuencia, es deudora de
lo que deja tras de sí, fuera de ella: «es necesario encontrar una ocasión [Gelegenheit]
que se halle fuera de la filosofía desde el punto de vista del tema, el tiempo y el ámbito,
y que preceda desde todos los puntos de vista al decir del pensar» (255; GA 5, 316).
En la Ilíada I, 68-72, se halla la ocasión precedente que permite el traspaso de
τὰ ὄντα hacia su fondo. En la lengua arcaica de Homero (que es la de Parménides,
Heráclito y Anaximandro), se utilizan las formas ἐόν y ἐόντα, de las que se derivan ὄν
y ὄντα como desinencias participiales y atemáticas: ὄν combina el sentido verbal de ser
un ente y el sentido nominal de un ente que es. Esta doble dimensión, el «enigma del
ser» en el que la trascendencia se redobla en su sentido trascendental y trascendente
(Heidegger 1998, 255-256; GA 5, 317-318), estructura la metafísica como onto-teología:

La palabra [trascendencia] nombra, por un lado, el pasar por encima [Übers-


tieg] del ente hacia lo que éste es en cuanto a su qué-es (su cualificación). El pasar

25
Este fundarse del devenir está presente en la «segunda parte» de las palabras literales de Anaximandro.
Respecto al verbo prägen (‘acuñar’): «Sólo hay ser cuando lleva en cada caso la marca [Prägung] que le
ha sido destinada: φύσις, λόγος, Ἓν, ἰδἐα, Ἐνέργεια, substancialidad, objetividad, subjetividad, voluntad,
voluntad de poder, voluntad de voluntad» (Heidegger 1988, 143; GA 11, 72-73).
26
«Teniendo en cuenta la amplitud desde la que habla el αὐτὰ de la segunda frase y dada la relación
que mantiene esa frase con el anterior κατὰ τὸ χρεών, no puede nombrar otra cosa más que lo ente en su
totalidad comprendido preconceptualmente: τὰ πολλὰ, τὰ πάντα, “lo ente”» (Heidegger 1998, 254; GA
5, 315).
27
«… es necesario que, antes de interpretar la sentencia y en lugar de esperar a recibir su ayuda, nos
traslademos [über-zu-setzen] al lugar desde el que lo hablado en la sentencia toma la palabra, el τὰ ὄντα.
Este término nombra aquello de lo que habla la sentencia antes que lo que expresa. Eso de lo que habla
es ya, antes de ser expresado, lo hablado en la lengua griega en su uso cotidiano, vulgar o elevado» (ibid.,
252; GA 5, 313).

198
por encima hacia la essentia es la trascendencia en el sentido de lo trascendental.
Kant, de acuerdo con la limitación crítica del ente a objeto de la experiencia,
equiparó lo trascendental con la objetividad del objeto. Pero trascendencia tam-
bién significa, al mismo tiempo, lo trascendente, que, en el sentido del primer
fundamento existente del ente en cuanto lo existente, pasa por encima de él, y,
sobresaliendo, se eleva con toda la plenitud de lo esencial. La ontología representa
la trascendencia en el sentido de lo trascendental. La teología representa la tras-
cendencia en el sentido de lo trascendente. (Heidegger, Nietzsche, 800; N II, 349)

En el poema homérico, la forma arcaica τὰ ἐόντα se encuentra en relación con


Calcante, el vidente que ha visto ya por adelantado y que, por tanto, está referido a
la presencia de lo que será como lo que ha sido. El vidente es el que está «fuera de sí
en la unida amplitud de lo presente de eso que está presente bajo cualquier forma»
(Heidegger 1998, 258; GA 5, 321)28, ya sea lo actualmente presente como lo que está
presente en cuanto ausente (el pasado y el futuro): el vidente ve en tanto que está abierta
la comarca [Gegend] del desocultamiento a la que toda temporalidad queda ligada
bajo el modo de la presencia, que encierra en sí el devenir de la ausencia en presencia
«actual» y su vuelta a la ausencia (257; GA 5, 319-320). Este «ver» no es el de un sujeto
frente a un objeto, sino que se determina «a partir del claro del ser» (259; GA 5, 322).
El vidente pertenece a la totalidad de lo presente, está concernido por ella y depende,
como vidente, de su apelación. Es necesario estar de salida, «fuera de sí», para que,
en el pertenecer señalado, la comarca encamine como lo abierto del desocultamiento:

… el camino permanece dentro de lo que llamamos región (Gegend). Para


decirlo de modo alusivo, la región –entendida como lo que viene-en-contra (Geg-
nende)– es el Claro (Lichtung) dador de lo libre donde lo esclarecido (Gelichtete),
junto con lo que se oculta, llegan al espacio libre (Freie). Lo dador de lo libre de la
región que a la vez cobija es la puesta-en-camino (Be-wëgung) donde son dados
los caminos que pertenecen a la región.
[…] Sólo la región como tal da caminos. Ella en-camina (be-wëgt); hace don
de camino. (Heidegger 1987, 176-177; GA 12, 197)

4. Tras la primera palabra

Lo fuera de sí se halla violentado. Que la traducción revista también una apariencia


de violencia, como confiesa Heidegger29, no responde a su arbitrariedad, sino a que el
mismo vínculo con la lengua, que en todo momento determina el acceso al habla y que
acompaña al darse de lo que hay, parece forzosamente violento. Hacer una experiencia

28
Heidegger indica de modo explícito que el sentido de ἐόν es el de «presente [anwesend]» y el de εἶναι,
el de «estar presente [anwesen]» (ibid., 261; GA 5, 324). A lo largo del ensayo, aparecen como equivalentes
«ser» y «presencia», así como «ente» y «presente». La cuestión sigue siendo el sentido de esta «presencia».
29
«Es como si todo lo que hay que oír y decir aquí tuviera necesariamente que padecer una violencia.
[…] Puesto que, pensando, poetiza, la traducción que quisiera dejarse decir la más antigua sentencia del
pensar, tiene que parecer forzosamente violenta» (Heidegger 1998, 244; GA 5, 302-303).

199
del vínculo con la lengua supone dar el salto de la traducción, quedar a distancia de
aquello a lo que se pertenece sin que se dé nada más que esa pertenencia.
Algo de esto sucede en el desajuste –la ἀδικία– de lo presente que, en la sentencia de
Anaximandro, es reparado. En su movimiento desde la procedencia hacia la partida, lo
presente se presenta en el ajuste de la morada: «La morada se hace presente en el ajuste
[Weile west in der Fuge]» (Heidegger 1998, 264; GA 5, 327)30. Pero lo que se presenta
se encuentra desajustado (aus der Fuge): Fuge es la ‘junta’, la ‘juntura’, algo así como el
quicio. El desajuste es un estar «fuera de quicio», desunido, descolocado. Este desajuste
consiste en la insistencia en la permanencia, en la demora de lo presente, porque la
morada no es más que la llegada transitoria hacia la partida. Al ser transitivo pero
demorarse en la presencia, lo que llega a esa presencia está desajustado: sale fuera del
ajuste de la morada31.
Según la sentencia, sin embargo, lo presente –que está en el desajuste– es tal porque
da ajuste (διδόναι δίκην): «Ese dar permite que le pertenezca a otro lo que le pertenece
como suyo. Lo que pertenece a lo presente es el ajuste de su morada, que lo ajusta
en relación con la procedencia y la partida» (Heidegger 1998, 265; GA 5, 329)32. Lo
reseñable aquí es que el ajuste –«El ajuste es el acuerdo [Die Fuge ist der Fug]» (id.)– se
da en relación con el desajuste. La pareja Fuge-Fug señala el vuelco entre el desajuste
y el ajuste, entre el desacuerdo y el acuerdo. El ajuste es el ajuste de lo adecuado, lo
pertinente, que se da al resto del desajuste de lo inadecuado. El enquiciar del quicio,
el morar, viene a ocupar un espacio abierto en retirada. La propia transitoriedad de
la presencia de lo presente conlleva la reparación del desajuste, del desacuerdo: la
reparación del desacuerdo implica el encubrimiento de una negatividad que da la regla.
Esta negatividad se rezaga en el paso, la transición, de la segunda parte de la sentencia
a la primera:

Lo presente se presenta en la medida en que repara el des- del des-acuerdo


[das Un- im Un-Fug], el ἀ- de la ἀδικία. Este ἀπό de la ἀδικία equivale al κατά del
χρεών. El γάρ que hace de puente [Das überleitende γάρ: ‘el γάρ transicional’] en
la segunda frase, tensa el arco que va del uno al otro. (Heidegger 1998, 271; GA
5, 335)33

La segunda parte de la sentencia habla de la presencia de lo presente en tanto que


explicación de algo anterior. Esto anterior debería mostrar la presencia misma, pero
30
Lo presente, lo que se presenta, es aquí das Je-Weilige, lo ente que «mora un tiempo en cada caso».
Weile posee un sentido eminentemente temporal: la morada es mientras se está en ella.
31
«[Lo que mora un tiempo en cada caso] Se derrama [spreizt sich] en la obstinación de la insistencia»
(Heidegger 1998, 264; GA 5, 328). Spreizen puede significar ‘sobrepasarse’ en lo que se hace, demorarse
de manera afectada (como alguien con afán de protagonismo).
32
En el texto se oponen weggeben (‘regalar’; ‘dar’ deshaciéndose de lo que se da) y zugeben (‘conceder’;
‘admitir’ algo).
33
A tenor de lo dicho en la cita, entender que la presencia de lo presente reside en la ἀδικία supone
dejar fuera el papel rector de la negatividad, esto es, dejar fuera el permanecer fuera: quizá por eso habla
Heidegger de «nihilismo de la experiencia griega del ser» (ibid., 264; GA 5, 328). Vid. Vermal, op. cit.,
181.

200
este mostrar sólo alcanza a dejar que la presencia de lo presente aparezca como un
declinar. De ahí que el sentido de χρεών se encuentre en κατά:

… κατά significa: de arriba abajo, hacia aquí, pasando por encima de. El κατά
remite a algo desde lo que, como desde algo superior, desciende algo inferior que
se presenta bajo él y lo sigue. Eso, en referencia a lo cual se ha dicho κατά, entraña
un declive [Gefälle] a lo largo del que van cayendo unas y otras cosas. (Heidegger
1998, 270; GA 5: 334)34

La misma sentencia nace de una fuente invisible, tras un telón al que se llega
remontando una gradiente insalvable. Heidegger traduce τὸ χρεών por der Brauch: ‘el
uso’ que deja que algo se presente como tal (Heidegger 1998, 273; GA 5, 338-339). Esta
traducción no posee término anterior, no tiene inicio ni referente último:

… el claro de la diferencia tampoco puede significar que la diferencia aparezca


como diferencia. Por el contrario, en la presencia como tal puede anunciarse la
relación con lo presente, de tal manera, que la presencia llegue a la palabra como
dicha relación.
[…]
[Τὸ χρεών] sólo puede nombrar lo que hay de presente en la presencia de lo
presente, es decir, la relación tan oscuramente expresada por el genitivo. Τὸ χρεών
es entonces la entrega en mano [Einhändigen] de la presencia, la cual entrega en
mano la presencia de lo presente y, así, man-tiene [be-halt] lo presente como tal,
lo guarda en la presencia. (Heidegger 1998, 272; GA 5, 337)35

El genitivo que «tan oscuramente» expresa la relación –la presencia como relación–
es clave para entender que la entrega en mano de la presencia es, a un tiempo, la llegada
de la presencia y el que la presencia se entregue como presencia de lo presente. No hay
entrega de la presencia si no es junto con el mantenimiento y la guarda de lo presente36.
En todo momento, lo que acontece es una correspondencia sin inicio ni intención,
sin deseo ni poder. No hay iniciativa primera, sino una distribución en torno a la
cesura37, en torno a la separación entre primera y segunda parte de la sentencia. En
34
Parece reproducirse el movimiento descrito en La fuente romana de C. F. Meyer, poema citado por
Heidegger en «El origen de la obra de arte», texto de 1935/1936 (ibid., 26; GA 5, 26).
35
Vid. supra, nota 13.
36
«La relación con lo presente que reina en la propia esencia de la presencia es única [ist eine einzige].
Permanece por excelencia incomparable con cualquier otra relación. Forma parte de la unicidad [Einzi-
gkeit] del propio ser. Así pues, para nombrar lo que se hace presente en el ser, la lengua debería encontrar
una única palabra, la única. […] La dificultad reside menos en encontrar en el pensar la palabra del ser,
como en conservar puramente [rein] la palabra hallada en el auténtico pensar» (Heidegger 1998, 272; GA
5, 337-338). Esta unicidad también remite a un único poema: «Todo gran poeta poetiza sólo desde un
único Poema [einem einzigen Gedicht]. La grandeza se mide por la amplitud con que se afianza [anver-
traut wird: ‘es confiado’] a este único Poema y hasta qué punto es capaz de mantener puro [rein] en él su
decir poético» (Heidegger 1987, 35; GA 12, 37). En el ejemplar de mano de Heidegger del texto citado,
tal como aparece en GA, una nota al margen acompaña a «anvertraut». La nota se compone solamente
de una única palabra: «Brauch».
37
Τὸ χρεών es «la primera y suprema interpretación que piensa aquello que los griegos experimentaban
bajo el nombre Μοῖρα como concesión o reparto de la parte» (Heidegger 1998, 274; GA 5, 340).

201
este distribuir(se) y dejar(se) disponer, el encaje se da junto con un otro meramente
negativo: lo Mismo, el Entre, el abismo. Un mero dar(se) que se juega entre lo presente
–que deja que el acuerdo pertenezca a la presencia– y la presencia –que decreta que lo
presente deje que tengan lugar el acuerdo y la atención mutua de un presente respecto
a otro en su morar (Heidegger 1998, 269; GA 5, 333-334)38.

5. Conclusión: fin de época

La traducción, teniendo en cuenta lo dicho hasta aquí, no supone un proceso


meramente operativo en términos histórico-filológicos. Tampoco parece suficiente la
caracterización constructiva de la traducción que hace hincapié en la carga lingüística
e interpretativa de la que parte el traductor que se aproxima a un texto, puesto que
deja en blanco el lugar desde el que se construye dicha caracterización, cayendo en un
juego de espejos incuestionado: la apelación a la reflexividad, para este punto de vista,
pasa por ser la última palabra.
Para Heidegger, en cambio, la traducción consiste en hacer una experiencia del
lenguaje a la escucha de la primera palabra, permitiendo que se muestre lo que se pone
en juego en el aparecer, juego en el que se engasta la referencia a un escrito. Este mostrar,
que conduce al aparecer como si se llegara a él desde fuera, se agota en el punto del que
surge: el entre que articula el paso a la presencia de lo presente en el diferir de ambos39.
Pensada internamente, la sentencia de Anaximandro proviene del diferir y lleva
hasta su límite:

Pero este uso [Brauch], que disponiendo el acuerdo, confina a lo presente [das
Anwesende be-endet], entrega en mano límites [händigt Grenze] y, de este modo,
es también, en cuanto τὸ χρεών, τὸ ἄπείρον, eso que es sin límite en la medida
en que se presenta allí, para distribuir los límites de la morada a lo presente que
mora un tiempo en cada caso.
[…] Lo que se presenta [west] sin límite no se encuentra dispuesto [gefügt]
según el acuerdo y la atención, no es algo presente, sino: τὸ χρεών. (Heidegger
1998, 274; GA 5, 339)40

La búsqueda de un origen se resuelve en el diferir: no hay más allá. Lo presente


está presente en el límite41. Lo presente es lo necesariamente limitado, pero no frente
38
En las páginas referidas, la forma verbal «Gehörenlassen» (‘dejar tener lugar’, ‘dejar pertenecer’) es
el eje distributivo.
39
A partir de un verso de Trakl («El dolor petrificó el umbral»), Heidegger señala: «El umbral está
constituido por la viga sobre la que se descansa todo el portal. Sostiene el Medio [Mitte] en el que ambos,
fuera y dentro, se atraviesan. El umbral sostiene el Entre [Zwischen]. En su fiabilidad, se junta lo que, en
el Entre, entra y sale. La fiabilidad del Medio no debe ceder hacia ningún lado. Llevar el Entre a término
[Der Austrag des Zwischen] requiere perseverancia y, en este sentido, dureza» (Heidegger 1987, 24; GA
12, 26).
40
Vid. supra, nota 20.
41
«El ajuste de la morada confina [be-endet] y delimita [be-grenzt] a lo presente como tal. Lo presente
en cada caso, τὰ ἐόντα, está presente en el límite [Grenze] (πέρας)» (Heidegger 1998, 273; GA 5, 339). El
verbo beenden significa ‘llevar algo a su fin’, ‘terminar’.

202
a un ilimitado horizonte, sino que no hay más que ese darse del límite que acompaña
sin alternativa a todo surgir. No puede darse un ilimitado: lo que (se) da es el juego
esencial entre límite y negatividad.
Como se ha visto, la cesura interna de la sentencia también irrumpe desde su
afuera, desde el inexpresado ἐόν, ἐόντα, εἶναι en el que habla la presencia en su
juego de desocultamiento: «[presencia y desocultamiento] son lo mismo, pero
no iguales» (Heidegger 1998, 275; GA 5, 341). Lo presente surge en lo abierto del
desocultamiento en un movimiento de obturación que deja oculto lo propio de
dicho surgir: el desistimiento, el repliegue del ser como ἐπογή. La no igualdad de
presencia y desocultamiento resulta del esenciar extático del ser, esto es, de su
carácter epocal: «La esencia epocal del ser hace acontecer [ereignet] a la esencia
extática del ser aquí». El ereignet debe entenderse de manera unitaria y no causal, es
decir, como el acontecer de la correspondencia entre ambas esencias. La ἐπογή del
ser, su «replegarse iluminador» (251; GA 5, 311)42, está inextricablemente ligada al
estar de salida del Dasein, a su ex-sistencia. En otras palabras, época y éxtasis son y
no son lo mismo puesto que «lo mismo» es el acontecer de la relación en su unidad
disyuntiva. A partir de esta unidad cabe comprender la exigencia (Anspruch) de lo
destinal: la separación ocurre de cara a lo abierto y en lo abierto43. La separación
es presencia.
Así, la historia (Geschichte) como destino (Geschick) no supone una lectura
alternativa, en clave «ontológica», de lo ocurrido a través de los siglos, sino el darse
de lo limitado:

La expresión «final [Ende] de la Filosofía» significa, por el contrario, el acaba-


miento [Vollendung] de la metafísica. […]
El antiguo significado de nuestra palabra «Ende» es el mismo que el de «Ort
[lugar]» […]. El «final» de la Filosofía es el lugar en el que se reúne la totalidad
de su historia en su posibilidad límite. «Final», como «acabamiento», se refiere a
esa reunión. (Heidegger 2009, 78; GA 14, 70-71)

La situación liminar que corta la historia en su aparecer es un «estar fuera de…»


sostenido tan sólo por la relación en la que se mantiene con lo que queda a distancia:
un dejar atrás constitutivo. Se trata, pues, de una relación declinante: Occidente44. En
este declinar, la historia (se) recibe (en) la traducción. Al final, en torno al límite, sobre
la línea, se traduce. Se traduce el final. El final traduce.

42
No se trata, como deja claro Heidegger, de la ἐπογή husserliana, sino más bien de la de raíz estoica:
‘suspensión’, ‘abstención’.
43
«El estar de lo extático reside, por raro que pueda sonar, en el estar dentro en el “fuera” y en el “aquí”
del desocultamiento, bajo cuyo horizonte viene a la presencia el propio ser [das Sein selbst west: ‘el propio
ser esencia’]» (Martin Heidegger 2000, 306; GA 9: 374).
44
«… aunque la sentencia sea la más antigua de las transmitidas, no sabemos si es la primera sentencia
de ese tipo de todo el pensamiento occidental. Es verdad que podemos suponerlo, siempre que empecemos
por pensar la esencia de Occidente a partir de aquello de lo que habla la sentencia» (Heidegger 1998, 242;
GA 5, 300; cursivas añadidas).

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