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Una dama escocesa para

un barón
Trilogía Waterloo 2
Rose Lowell
© Rose Lowell
Una dama escocesa para un barón
Primera edición: febrero de 2024

Diseño de cubierta: Nerea Pérez Expósito | Imagina Designs


Corrección y edición: Mareletrum Soluciones Lingüísticas | hola@mareletrum.com

Sello: Independently published


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Reservados todos los derechos.


«Debe permitirse que las mujeres fundamenten su
virtud en el conocimiento».

MARY WOLLSTONECRAFT
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Prólogo
Bruselas, junio de 1815.

―Hace dos días estabas aterrorizada en mi casa cuando intentamos enterarnos


de lo que ocurría durante el consejo de oficiales de mi padre, y ahora me tienes
aquí fuera pasando frío y hambre, esperando enterarte… ¿de qué tenemos que
enterarnos?
―¡Por Dios bendito! Darcy, no seas tan dramática. Acabamos de cenar y no
hace frío, casi estamos en verano. ¡Y baja la voz, nos van a oír!
Las dos muchachas se habían agachado detrás de un seto, estratégicamente
situado para sus propósitos en un lateral de las amplias puertas francesas del
despacho del padre de la muchacha de ojos violetas, el coronel médico
Malcolm Stuart, lord Doune.
Saffron, que así se llamaba la muchacha, intuía que algo grande se estaba
gestando. Las reuniones de oficiales se habían intensificado.
Ya llevaban casi un año en Bruselas, y notaba la inusual agitación en el
último mes del personal militar allí destacado.
Apenas dos días antes, había tenido lugar una larga reunión en casa del
coronel Cedric Howard, conde de Bedford y padre de su amiga Darcy. De
dicha reunión no había sacado nada en claro, únicamente una turbación
inusual en su amiga, de la que se negaba a hablar, por lo tanto, tendría que
aguzar los oídos esta vez.
Eso, si la constante cháchara impaciente de su amiga lo permitía.
―Buff. ―El resoplido de la morena volvió a distraerla y rodó los ojos.
―Te van a oír, Darcy, y si nos pillan por tu culpa, te juro que…
―Me temo que es demasiado tarde, señoritas. ―Una voz de barítono hizo
que ambas dieran un respingo.
―¡Auch!
―¡Ay!
Con el sobresalto, perdieron el equilibrio y ambas dieron con sus traseros
en el suelo de gravilla.
Ambas muchachas se encontraron mirando unas brillantes botas militares y
levantaron lentamente sus cabezas hacia la varonil voz.
―¡Ay Dios! ―exclamó Darcy. Y sin dar tiempo a que su amiga reaccionara,
se levantó de un brinco y salió corriendo como alma que lleva el diablo ante la
mirada estupefacta de la pelirroja.
―Maldita sea ―murmuró entre dientes.
―Veo que hay un traidor, traidora, para el caso, entre sus filas ―comentó el
hombre, sarcástico―. ¿O debería llamarla «desertora»?
Saffron vio cómo una mano extendida se colocaba delante de su nariz.
Dudó en tomarla. Si ese militar la llevaba ante su padre…
Se encogió de hombros: la habían pillado. «Tendré que asumir las
consecuencias», reflexionó levantando su mano hacia la del caballero.
Cuando levantó su mirada hacia la del oficial que la miraba fijamente,
ambos jadearon.
―Esos ojos… ―murmuró el muchacho para sí mismo.
¡Era él!, el oficial de la reunión en casa de Darcy. Saffron estaba tan absorta
mirando los verdes ojos del muchacho que no reparó en la tensión que, de
repente, emanaba del cuerpo del oficial.
―¡¿Tú?! ―exclamó―. Te vi la otra noche, estabas espiando en la residencia
del coronel Howard… ―El muchacho entrecerró los ojos―, y había otra
persona contigo, supongo que la traidora que acaba de huir.
Saffron notó que su tono se había endurecido. Ya no había rastros de
sarcasmo.
―Yo… ―balbuceó. Aún estaba pasmada al reconocer al joven oficial que
había llamado su atención apenas dos días antes.
―Te llevaré ante mi coronel, si eres una espía tendrás tu merecido. Pareces
muy joven, pero ¡quién sabe!, esos malditos franceses utilizan hasta a niños
para sus fines.
El muchacho la asió fuertemente del brazo.
El joven militar estaba divirtiéndose de lo lindo. Sabía perfectamente que
tendría que ser alguien cercano a su coronel. Las había descubierto, a ella y a
su amiga morena, ocultas en la penumbra de las escaleras de la casa del coronel
Howard y había quedado impactado por esos ojos de un color tan inusual.
―¿Qué? ¿Espía? ―La muchacha, al oírlo, despertó bruscamente de su
ensoñación―. ¡Oiga!, pero ¿qué se ha creído?
¡No tiene la más mínima idea de quién soy yo! ―exclamó entrecerrando los
ojos al tiempo que tironeaba de su brazo para soltarse.
―¿Una maldita espía francesa? ―preguntó socarrón, acercando
peligrosamente su cara a la de ella.
―¿Espía? ¿Espía, yo?, ¿será usted botarate?
―¿Me ha llamado botarate? ―contestó él, colérico.
―Uy, disculpe, pensé que ese era su nombre. ―Ahora era ella la sarcástica.
―Señorita… ―murmuró, amenazador, el oficial.
―El tratamiento que está utilizando no es el correcto, caballero.
―¿Mejor arpía? Sí, supongo que ese sería más adecuado.
Saffron levantó la barbilla con arrogancia y, obviando el último comentario
del joven oficial, replicó con altivez:
―Soy lady Saffron Stuart, hija del coronel médico lord Malcolm Stuart.
Odiaba alardear de su título o, para el caso, del de su padre, pero ese
muchacho necesitaba que lo pusieran en su sitio.
Un destello de sorpresa pasó brevemente por los ojos del joven. «Vaya,
vaya», pensó, «así que esta belleza es la hija del coronel médico».
Decidió que ya se había divertido bastante.
―Milady, disculpe si me he comportado con impertinencia. Comandante
Oliver Fleming a su servicio. ―Se presentó realizando una perfecta reverencia.
―Comandante, mi padre se enterará de su insolencia para conmigo
―contestó, arrogante, la muchacha.
Saffron se daba cuenta de que estaba reaccionando como una niña
caprichosa, pero ese hombre le provocaba sensaciones encontradas. Con
dieciséis años recién cumplidos no se veía capaz de gestionarlas.
―Estupendo. ―Le oyó decir.
―Gustoso le aclararé a su padre bajo qué circunstancias me he
comportado irrespetuosamente con su hija. La acompañaré encantado, milady.
Soltó ligeramente su agarre, momento que aprovechó Saffron para salir
corriendo despavorida.
―¡Ni lo sueñe, comandante!
La carcajada de Oliver resonó en la noche.
Una semana después, el mal presentimiento de la muchacha se cumplió…
con la batalla de Waterloo.
Capítulo 1
Londres, septiembre de 1822.

Después de haber recibido la inquietante misiva desde Hertfordshire enviada


por el valet del barón mientras compartían un agradable rato charlando y
disfrutando de un estupendo brandy en Brooks’s, el conde de Moray y el
conde de Bedford, junto con el marqués de Milford, se habían dirigido a la
residencia del primero.
Los tres hombres esperaban en el amplio despacho del conde, con sendas
copas de brandy en las manos y sumidos en sus propios pensamientos, la
llegada de las damas.
Unas risas femeninas les anunciaron que las damas habían finalizado su
incursión por Bond Street.
Al abrirse la puerta del despacho, Drake dejó su copa y se abalanzó hacia
su mujer. Sin tener en cuenta al resto de los presentes, la besó como si no la
hubiera visto en meses. Darcy, sonriente, respondió con pasión al beso de su
marido.
Cuando se separaron, observó tristeza en sus preciosos ojos.
Mirando alrededor, notó también los rostros serios de su padre y del conde
de Moray.
―Drake… ¿Qué ocurre, mi amor?
―Moray ha recibido un mensaje no muy tranquilizador.
Darcy lo interrogó con la mirada.
―Es de Oliver.
―Por favor, sentaos. ―Moray hizo un gesto a las damas que, sorprendidas,
observaban los rostros tensos de los caballeros.
Darcy se sentó en un sillón junto a su marido, entrelazando sus manos con
las de él.
«¡Si hace solo un par de horas que los dejamos de excelente humor
celebrando el embarazo de Darcy!», pensó Saffron.
―Me temo que hemos de partir inmediatamente hacia Hertfordshire
―comentó lord Moray.
Ante las caras de sorpresa de su hija y de lady Connors, se apresuró a
aclarar lo que había dicho:
―El mensaje proviene de lord Oliver Fleming, barón de Albans; más
concretamente, de su valet.
Al oír ese nombre, Saffron dio un respingo… ¿Oliver Fleming? Ese
nombre le recordaba algo…, pero ¿el qué? Sacudió la cabeza y pensó que ya lo
recordaría, dedicando toda su atención a lo que en esos momentos decía su
padre.
―Drake, ¿querrías hacer los honores? ―Moray le tendió la misiva al
marqués.
Asintiendo, el joven tomó la carta con mano temblorosa, mientras Darcy
acariciaba su brazo intentando serenar su nervioso estado de ánimo.
Drake carraspeó y comenzó a leer:

En Hertfordshire, a 2 de septiembre de 1822.


Mi coronel:
Tal y como le había comentado en anteriores misivas, el ánimo del comandante
permanece igual.
Se obstina en permanecer en la silla de ruedas y se niega a realizar algún
ejercicio que pudiera fortalecer su cuerpo y distraerlo del dolor que padece.
En estos últimos días, su creciente desaliento y melancolía me preocupan cada
vez más.
Le rogaría, en virtud de su condición de médico y del cariño que siempre le ha
profesado al comandante, que acudiese a la mayor brevedad a Albans Hall.
Usted es el único a quien escucha, y la situación del comandante ahora mismo
es, cuanto menos, alarmante.
Siempre a sus órdenes,
Sargento Jonathan Murphy
Drake levantó los ojos al terminar de leer la misiva, clavándolos acusadores
en Moray.
―¿Has mantenido el contacto con Oliver y no me lo has comentado?
―Tenías tus propios demonios.
El marqués bajó la mirada, abatido. Cuando notó la caricia de su mujer en
su rostro, ambos intercambiaron una mirada conocedora.
Pensó que el conde tenía razón: obcecado como estaba con su propia
oscuridad no hubiera podido hacer nada por su único amigo.
Moray se dirigió a su hija, que lo observaba expectante.
―Saffron, partiremos de inmediato. Ordena que te preparen equipaje para
un prolongado período de tiempo. Mucho me temo que nuestra inesperada
visita al barón va a obligarnos a permanecer una buena temporada en Albans
Hall.
n
Temprano, a la mañana siguiente, el conde de Moray y su hija iban
cómodamente instalados en el amplio carruaje de viaje del conde.
El padre observaba pensativo a su hija: Saffron leía una de las
publicaciones de medicina que había llevado consigo. Moray recibía
periódicamente boletines con los nuevos avances médicos e investigaciones
publicadas de reputados científicos. Mientras él simplemente les echaba una
ojeada, Saffron se embebía de ellas.
Su pequeña se había convertido en una excelente médica. Desde luego, no
era reconocida como tal: los prejuicios existentes hacia las mujeres que
intentaban ejercer una profesión secularmente adjudicada a los hombres
impedían que hubiera podido acudir a la universidad, tal y como había podido
hacer él.
Desde niña y pese a las protestas de su madre, lady Mara Stuart, que
insistía en prepararla para el lugar que debería ocupar en la sociedad a la que
pertenecían, Saffron se encerraba con él en su despacho y leía y releía todos
los libros y publicaciones que formaban parte de la vasta biblioteca de su
padre.
Al mismo tiempo que se formaba como una joven damita que algún día
haría su debut en el círculo aristocrático al que pertenecía, Saffron aprendía
todo lo referente a la profesión de su padre, en lo que mostraba un mayor
interés.
Siendo casi una niña, Moray había permitido que lo acompañara cuando
visitaba a los heridos en los hospitales de campaña. Su presencia tranquila y
compasiva hacía mucho por los soldados heridos y separados de sus familias,
convirtiéndose en una ayuda inestimable vendando heridas y haciendo
pequeñas suturas cuando estuvo preparada para hacerlo.
Su pequeña había visto mucho ayudándole en sus tareas como médico.
Cosas que quizá no debería haber permitido que tan siquiera la rozasen, pero
su voluntariosa hija era incapaz de mantenerse al margen viendo sufrir a otros
y él era incapaz de negarle nada, máxime al observar las grandes cualidades que
demostraba para ejercer la medicina. ¿Desperdiciar tamaña inteligencia solo
por ser mujer? No podría llamarse hombre, ni médico, si intentara someterla a
las absurdas reglas que regían la vida de las damas de la aristocracia.
Cuando su madre murió, ya en Inglaterra y acabada la guerra, Saffron tenía
ya casi veinte años y, pese a haber hecho su debut junto a su íntima amiga
Darcy, no mostraba ningún interés por las reuniones sociales a las que debía
asistir según su rango, prefiriendo investigar y aprender todo lo relativo a la
profesión de la medicina.
Moray reconocía que su hija lo superaba en muchos conocimientos, no en
vano su ansia de saber no tenía fin, y se mostraba orgulloso de ella. Pese a que
su círculo de pacientes era muy limitado (amigos íntimos y damas, casadas o
no, pero que se sentían más cómodas siendo tratadas por una mujer) Saffron
era feliz con su pequeña cuota de dolientes.
La suave voz de su hija lo despertó de su ensoñación.
Saffron levantó la mirada de la gaceta que leía y, al verla, Moray supo que
no estaba muy absorta en su lectura: la mente de su hija iba por otros
derroteros.
―Drake parecía apesadumbrado por tener que quedarse, papá.
―Lo sé ―contestó Moray―. Se debatía entre su amigo y su esposa
embarazada ―continuó el conde―. Aunque Darcy insistió en que se
encontraba muy bien y todavía está al principio de su embarazo, me temo que
su marido todavía no ha superado el susto del desmayo de su mujer cuando
aún no sabíamos de su estado de ingravidez.
Saffron no pudo reprimir una risilla.
―Pobre hombre, creí que iba a tener un ataque de apoplejía. Moray apretó
la mano de su hija.
―Nuestra Darcy es su vida, cariño. Tu amiga ha logrado iluminar el mundo
lleno de amargura en el que vivía Drake, y ni Lucifer subiendo en persona del
infierno lo arrancaría de su lado.
Su hija sonrió al pensar en cuánto amaba su amiga a su marido. «Y lo que
le costó reconocerlo», reflexionó con diversión.
―¿Me contarás qué es lo que le aqueja al barón?, todavía no me has dicho
nada sobre su dolencia.
―Es complicado, hija ―contestó su padre mesándose la barbilla―. Durante
la batalla de Quatre Bras ―prosiguió el conde― el caballo del comandante
Fleming fue alcanzado por una descarga de metralla. Aunque el barón fue
protegido de la descarga por el cuerpo de su montura, no pudo protegerse del
mismo caballo, que cayó encima de él. Quedó atrapado debajo de su propia
montura y no pudo evitar que los caballos desbocados de otros oficiales
pasaran por encima de su cuerpo atrapado.
»Todo el impacto del golpe lo recibió en la espalda, y cuando lo trasladaron
al hospital de campaña yo mismo me hice cargo de sus heridas. Además de los
moratones inherentes a ese tipo de caída, al explorar su columna vertebral no
observé ningún daño irreparable que pudiera provocar insensibilidad o
parálisis en sus piernas. Sin embargo, el muchacho seguía quejándose de dolor
y de insensibilidad en ellas.
»Ordené su traslado a Inglaterra y asumí que el dolor y la insensibilidad de
los que se quejaba desaparecerían una vez regresara a la vida civil. El rey le
concedió, por su valor y honor en batalla, el título de barón Albans que llevaba
aparejada una pequeña hacienda en Hertfordshire. Se recluyó allí con la sola
compañía del sargento que le había atendido como asistente en su
destacamento, que hoy es su valet, y otro sargento que se encargaba de las
monturas y que perdió parte de la movilidad de un brazo, al que convirtió en
su mayordomo.
―¿Entonces no padece ningún impedimento físico que le impida andar,
según tu diagnóstico? ―reflexionó Saffron.
―Me temo que no. Le he visitado en varias ocasiones a petición de su valet.
Solamente en una ocasión me ha permitido examinarlo físicamente. Alega que
tiene demasiado dolor y se resigna a padecerlo y a permanecer postrado en una
silla de ruedas. Me temo que el origen de su mal físico tiene mucho que ver
con lo que normalmente se conoce como melancolía, o lo que en los últimos
estudios sobre ese mal se define como depresión.
»Incluso mucho antes de estos estudios, algunos médicos de guerra, al
finalizar la Revolución francesa, tenían sus hipótesis sobre los síntomas que
presentaban los soldados veteranos que, si bien no presentaban secuelas
físicas, sí presentaban rasgos de lo que ellos llamaban melancolía y que se
asociaba a los horrores vividos.
La muchacha cavilaba, pensativa, tras escuchar con atención las palabras de
su padre.
―Papá, ¿puede ser que haya algún músculo o nervio comprimido en su
espalda que le produzca ese dolor?
―Podría ser, hija, podría ser… ―contestó, ensimismado, el conde―. El
problema ―continuó― es que nos permita examinarlo a fondo. Tenemos una
ardua tarea por delante, cariño.
Saffron apretó con cariño la mano de su padre.
―Si Darcy logró lo impensable con Drake, ¿por qué no vamos a conseguir
nosotros lo mismo con ese barón? ―afirmó animosa la muchacha.
Su padre la miró orgulloso.
―¿De verdad piensas que podremos?
―Por supuesto, papá ―respondió confiada Saffron.
Acababa de recordar al jovial oficial que las sorprendió espiando en los
jardines aquella noche. Haría todo lo que estuviese en sus manos para sanar el
alma del joven, porque si de algo estaba segura después de escuchar a su padre,
era de que la fuente de su dolor residía en su alma, no en su cuerpo.
No imaginaba la joven la ardua tarea que les esperaba en Albans Hall.
n
Saffron admiraba absorta el paisaje a través de la ventana del carruaje.
Grandes extensiones de campos dedicados al cultivo de cereal se extendían a
los lados del camino. A lo lejos se distinguían senderos que atravesaban
grandes campos plagados de flores silvestres.
De pronto, el camino se ensanchó y divisó a lo lejos la que, suponía, era la
residencia del barón.
Una casa rectangular de dos plantas, con el tejado a dos aguas y un tejadillo
cubriendo la parte lateral donde se hallaba la puerta principal. Había tres
grandes chimeneas, dos en los laterales de la casa y una central. Tenía altas
ventanas rodeadas por enredadera de flor amarilla. El conjunto resultaba
encantador.
Conforme se iban acercando, observó un ancho sendero de gravilla que
conducía a un lateral de la casa, donde supuso que estaría la entrada principal.
Un cuidado césped rodeaba la hacienda y, en su parte posterior, vislumbró
unos cuidados jardines rodeados de tupidos setos, con un frondoso bosque
que se divisaba más allá de estos.
―Hemos llegado ―comentó su padre.
―El lugar es precioso y está muy cuidado ―admiró la muchacha.
―Veamos si el interior se corresponde ―la previno un preocupado conde.
Tan pronto como el carruaje se detuvo, la puerta principal se abrió y un
hombre de mediana edad y fuerte complexión se dirigió hacia ellos.
Sin esperar a que el lacayo del conde saltara del carruaje, él mismo abrió la
portezuela, tendiendo la mano para ayudar a la muchacha.
Saffron tomó su mano, agradeciendo el gesto con una inclinación de
cabeza, y se apartó para permitir que su padre descendiera.
―Wilson, me alegra verlo ―saludó su padre.
―Milord, es un placer recibirlo. Bienvenidos a Albans Hall.
Tomando a la muchacha del brazo, el conde hizo las presentaciones
oportunas:
―Hija, este es Wilson, mayordomo del barón Albans. Wilson, mi hija, lady
Saffron.
El hombre realizó una perfecta reverencia.
―Milady.
Saffron asintió cortés. El hombre, observó, aún conservaba el atractivo que
debió de tener en su juventud. De abundante pelo castaño y cálidos ojos
avellana, emanaba confianza y seguridad.
Al momento, surgieron de la casa dos personas más. Primero, una mujer
que parecía tener la misma edad que Wilson y a la que el mayordomo presentó
como la señora Anna Jones, el ama de llaves.
El hombre que la acompañaba era joven. A la muchacha le pareció que
rondaría la cuarentena. Alto, de complexión fuerte, quizá no tan corpulento
como Wilson. Su pelo era rubio y muy corto y sus ojos de un azul oscuro que,
de no estar a la luz del sol, seguramente parecerían negros.
―Milord, le agradezco su presteza en acudir.
―Su mensaje expresaba la suficiente preocupación como para no perder
tiempo, Murphy.
―Saffron, te presento al señor Jonathan Murphy, ayuda de cámara del
barón y firmante del mensaje que recibimos. Mi hija, lady Saffron.
El valet hizo una reverencia correspondida por una encantadora inclinación
de cabeza por parte de la joven.
―Por favor, entren ―solicitó el ama de llaves―. Ordenaré que suban el
equipaje a sus habitaciones. ¿Desearían refrescarse un poco y descansar del
viaje, o quizá preferirían una taza de té?
―Gracias, señora Jones, el viaje no ha sido tan largo y nos encantaría tomar
un reconfortante té. ¿Estás de acuerdo, Saffron?
―Por supuesto, papá. Un té sería fabuloso.
El ama de llaves se retiró con una reverencia y Murphy les condujo a una
preciosa y acogedora salita decorada en tonos verdosos.
―He preferido no perder el tiempo, Murphy. Hay mucho que contar antes
de ver al barón. Por cierto, ¿dónde está?, ¿sabe de nuestra llegada?
―Por supuesto, milord. El barón está al tanto de mis mensajes, pero si me
permite expresarme con franqueza…
―Murphy ―lo interrumpió el conde―, siempre he tenido confianza en tu
lealtad al barón, tanto la tuya como la de Wilson, ya desde vuestro servicio a
sus órdenes en campaña. Por favor, habla con completa libertad.
Lord Moray, a pesar de su rango y origen aristocrático, después de pasar
media vida en el ejército, cuando se relacionaba con sus antiguos oficiales o
subalternos se comportaba y los trataba con el respeto que se merecían.
En esos momentos, no se consideraba el conde de Moray, sino el coronel
médico lord Stuart y estos hombres habían sido leales y valerosos compañeros
en la guerra, aunque tuviesen un rango militar inferior. El enemigo no
respetaba rangos en la batalla.
Después de que Saffron se sentara, ambos hombres tomaron asiento, el
valet a instancias del conde: Moray pensó que no era el momento de utilizar el
protocolo permitiendo que el ayudante del barón permaneciese de pie
mientras les ponía al día de las circunstancias de Albans. La señora Jones
apareció portando el servicio de té acompañado de unos emparedados, que
padre e hija agradecieron. Aún faltaba tiempo para la cena y resultaba
gratificante poder comer algo después del viaje.
La joven hizo los honores sirviendo el té y, cuando todos estuvieron
servidos, el valet comenzó a relatar lo que le acontecía a su patrón.
―El barón ―comenzó a explicar el hombre― regresó del Continente
relativamente bien: se quejaba de dolor intenso en la espalda, pero lo
soportaba y se obligaba a andar ayudado por bastones. Caminaba dentro de la
casa e incluso se aventuraba a la terraza.
»Mandó preparar una de las salas de la planta baja como dormitorio, en
lugar del suyo propio en la planta superior, evitando el esfuerzo de subir y
bajar escaleras.
Lord Moray escuchaba atentamente, conocía todo eso de anteriores visitas,
pero a Saffron le vendría bien conocer todas las circunstancias que rodeaban la
vida del barón.
El valet continuó:
―A pesar de que se quejaba de grandes dolores, nunca estuvo dispuesto a
calmarlos tomando láudano. Decía que ya había visto a muchos hombres
destruidos por él y que no tenía intención ninguna de provocarse, a largo
plazo, más dolor del que ya padecía.
El conde asintió. Conocía los efectos de esa preparación y, a pesar de que
era perfectamente lícito recomendar su uso para calmar dolores puntuales, el
consumo continuado provocaba, junto con una potente dependencia, mucho
más daño y dolor.
―Ordenó traer una silla de ruedas de Londres. Durante mucho tiempo se
negó a usarla: la colocó en una esquina de sus estancias privadas y simplemente
la contemplaba ―prosiguió el valet―. Pero hace unos meses, algo cambió. Se
envolvió en una indiferencia absoluta por lo que le rodeaba. Se retrajo en sí
mismo y en un casi completo mutismo. Dejó de intentar caminar con los
bastones, ocupó la silla y se niega en redondo a abandonarla, ni siquiera para
dar unos pocos pasos.
»Ese es el motivo de mi mensaje, milord, nadie consigue arrancarlo de esa
silla y cada vez se aísla más. Confiaba en que quizás usted pudiera…
―Lo entiendo, Murphy. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para
ayudarle, ¿sabes si cenará con nosotros?
―Sí. Milord come muy poco. Me atrevería a decir que lo imprescindible
para subsistir, pero suele respetar los desayunos y las cenas aunque apenas
pruebe bocado.
―Conforme, entonces. ―El conde se levantó (el valet lo imitó al instante)
y, dirigiéndose a todos y a nadie en particular, prosiguió―: Subiremos a
refrescarnos y vestirnos para la cena. ¿A qué hora se suele servir?
―A las siete, milord. Seguimos el horario del campo.
―Estupendo ―tendiendo una mano a su hija, le preguntó―: ¿vamos,
Saffron?
―Wilson y la señora Jones les mostrarán sus habitaciones.
Milord, milady, si me permiten iré a avisarlos.
Después de efectuar una reverencia, Murphy salió en busca del
mayordomo y el ama de llaves.
Capítulo 2
El conde de Moray llamó a la puerta de la habitación de su hija para escoltarla
al comedor.
Lord Moray estaba impecablemente vestido de etiqueta. Saffron abrió la
puerta, llevaba un elegante vestido de corte imperio en seda color turquesa que
únicamente tenía unos pequeños adornos de encaje en el borde del escote y de
las abullonadas mangas. El pelo estaba atado en un elegante recogido del que
salían algunos tirabuzones que caían por su espalda.
―Estás preciosa ―alabó su padre.
―Muy amable, milord. ―Sonrió, haciendo una pequeña reverencia―. Me
ha peinado la propia señora Jones.
―Ha hecho un trabajo excelente con tu pelo, cariño. ¿Te agrada tu
habitación? ―dijo el conde, mirando en derredor― ¿Te resulta cómoda?
―¡Oh, sí! es preciosa, amplia y con unas vistas excelentes a los jardines
traseros ―contestó la joven, sonriendo.
―Me alegro, me alegro. Antes de bajar, conviene que te ponga al tanto de
la vida familiar del barón. No fueron las suyas, las mismas circunstancias que
llevaron a Milford al ejército.
Saffron se sentó en la cama dispuesta a escuchar.
―Albans fue un niño muy querido ―comenzó Moray―. De hecho, su
infancia no tuvo nada que ver con la de Drake. Ambos se conocieron en Eton
y se hicieron íntimos amigos. Donde iba uno, allí estaba el otro. Drake pasaba
algunos veranos en Taunton Hall, la residencia ancestral de la familia Fleming.
»Oliver tiene un hermano mayor, lord Adam Fleming, marqués de
Taunton, quien heredó el título de su padre cuando este murió. Adam tenía
veintinueve años y Oliver veinte. Ambos perdieron a su madre, lady Anne
Fleming, cuando Adam tenía dieciséis años y Oliver siete. Pero a diferencia del
marqués de Milford, el padre de Adam y Oliver los adoraba, y Adam adoraba a
su hermano.
―Entonces ¿por qué comprar una comisión, papá? Tenía el amor de su
familia, no lo entiendo.
―Hija ―prosiguió el conde―, conoces las reglas de la aristocracia. El
primer hijo hereda y el resto se dedican al ejército o a la iglesia. Oliver no
quería ser una carga para su hermano ni vivir de la asignación que este le
adjudicara. Además, su hermano ya estaba casado y esperando su primer hijo y,
aunque su cuñada le tenía un gran cariño, no quiso ser un estorbo para la
familia que se estaba creando.
―Cuando Drake compró su comisión, Oliver compró la suya. Inseparables
hasta el final. Sirvieron en el mismo regimiento, con diferentes rangos: rango
de capitán en el caso de Drake, como heredero de un marqués, y rango de
teniente para Oliver, como segundo hijo.
Saffron escuchaba atentamente, sorprendida por el interés que despertaba
en ella la vida del barón.
―Ambos, gracias a su valor y honor en el campo de batalla, ascendieron
rápidamente: teniente coronel el marqués, y comandante Fleming. Al finalizar
la guerra, Oliver fue honrado con el título de barón Albans por su valor en
batalla. El resto me temo que ya lo conoces ―continuó Moray―: ambos
regresaron con graves secuelas y sus destinos se separaron, pero ya has
comprobado el gran cariño y amistad que aún se profesan.
Saffron recordó el comentario que le había hecho Drake a Darcy cuando
ambas discutieron acerca del propio Drake, semanas atrás: «Una amistad como
la que tenéis no se rompe por un malentendido». El marqués no se refería solo
a la amistad entre ambas.
La joven meneó la cabeza, entristecida. Evocó la imagen de aquel alegre
muchacho que la sorprendió, siendo una jovencita, espiando en los jardines de
su padre aquella noche en Bruselas. Tanto horror vivido, tanto dolor…
―¿Estás bien, cariño? ―preguntó solícito su padre.
―Sí, papá. Solo recordaba.
―¿Bajamos, entonces?
―Por supuesto.
El conde tomó del brazo a su hija y ambos se dirigieron directamente al
comedor, donde se serviría la cena.
La estancia les causó muy buena impresión. Decorada con suaves tonos
crema, no era tan grande como para resultar intimidante, ni tan pequeña como
un comedor de mañana familiar.
En una habitación anexa que comunicaba por medio de una arcada con el
comedor, había un hombre sentado en una silla de ruedas. Se encontraba de
espaldas a ellos, contemplando el jardín a través de las amplias puertas
francesas. No hizo ningún ademán que evidenciara que los había oído entrar.
El corazón de Saffron comenzó a latir fuertemente. Después de tantos
años, ¿qué quedaría de aquel atractivo y arrogante joven oficial? ¿Conservarían
aquellos maravillosos ojos verdes su brillante y expresiva mirada?
Su padre carraspeó, alejándola de su ensoñación.
El hombre colocó su mano derecha sobre una manilla situada al lado del
reposabrazos y giró la silla.
El conde se acercó decidido.
―Albans, querido muchacho, es un placer volver a verte ―dijo con afecto
mientras se acercaba y tendía su mano hacia el joven.
―El placer es mío, lord Moray ―contestó el joven, estrechando la mano
del conde.
Saffron notó indiferencia y vacío tanto en la mirada que dirigía hacia su
padre, como en su tono de voz.
―Permíteme, milord, presentarte a mi hija ―comentó mientras se giraba
hacia ella y extendía una mano que la joven tomó.
―Barón Albans, mi hija, lady Saffron Stuart.
Haciendo una perfecta reverencia, la joven saludó:
―Milord.
Cuando la indiferente mirada del barón se posó sobre ella, el corazón de la
muchacha volvió a agitarse.
―Milady, un placer ―contestó tendiendo su mano para tomar la de la joven
y, levemente, rozarle los nudillos con sus labios. Haciendo un gesto que
abarcaba la silla, añadió―: Disculpe que no me levante.
Saffron solo atinó a inclinar la cabeza, asintiendo cortésmente. La verde
mirada no se demoró más de un segundo en ella y el barón se dirigió a su
padre.
―¿Aceptarías un whisky, Moray?
―Me encantaría, gracias.
El barón hizo un gesto hacia el aparador en el que reposaban varios
decantadores y copas.
―Sírvete tú mismo ―contestó indiferente.
La joven y su padre intercambiaron una mirada.
―¿Saffron? ―interrogó su padre, mostrando un decantador.
―Sí, gracias.
Solo una levísima mirada de reojo evidenció la sorpresa del barón cuando
oyó a la joven aceptar el whisky que le ofrecía su padre.
Oliver apenas se había fijado en la muchacha. No sabría decir si era rubia o
morena, alta o baja, y le importaba un ardite. Le divirtió oírla aceptar la bebida
ofrecida por su padre. «¡Vaya! La muchachita no es la típica flor de
invernadero», pensó.
Apenas habían tomado unos sorbos cuando Wilson entró para avisar de
que la cena estaba lista.
Dejaron los vasos y los tres se dirigieron al comedor.
Oliver acercó su silla a la cabecera de la mesa y le indicó con un gesto a
Saffron que se sentara a su izquierda.
Moray ayudó cortésmente a su hija a sentarse y luego se dirigió a su lugar, a
la derecha del barón.
Comenzaron a servir los platos: una delicada crema de espárragos seguida
por una deliciosa pularda rellena con guarnición de patatas y zanahorias
hervidas.
Padre e hija observaron que el barón apenas había picoteado de su plato y
jugueteaba distraídamente con la comida.
Moray rompió el silencio que reinaba en la mesa.
―Milford te envía sus saludos. Me pidió que te comentara que lamenta
profundamente no haber venido, pero no se atrevió dejar a su embarazada
esposa.
Un leve interés se notó en Oliver al oír hablar de su mejor amigo.
―¿Drake se ha casado? ―preguntó, extrañado.
―Sí, y adivina: con la hija del conde de Bedford.
―¿La hija del coronel Howard? ―preguntó, todavía incrédulo.
―Están muy enamorados ―terció Saffron.
El barón ni siquiera la miró. Se dirigió al conde para saber más:
―¿Drake está… ha superado…?
Entendiendo los contradictorios sentimientos del joven, Moray contestó
directamente.
―Gracias a Darcy ha superado todo lo que le atormentaba, vuelve a ser el
joven encantador y alegre que conocimos.
―Me alegro, me alegro mucho ―murmuró el joven barón.
Entretanto, Saffron, que había acabado de cenar y estaba harta de que el
barón la ignorara, decidió retirarse. Sabía que su padre la pondría al corriente
de la conversación que tuviese con Albans y se temía que, si permanecía en el
comedor, no habría ninguna conversación.
―Caballeros, me temo que estoy un poco cansada, así que con vuestro
permiso... ―Se puso en pie.
Moray se levantó cortésmente, al ver levantarse a su hija. Saffron se dirigió
hacia su padre para besarlo en la mejilla.
―Buenas noches, papá. ―mirando hacia el barón, añadió―: Milord.
Y, después de hacer una reverencia hacia los dos hombres, se giró y salió de
la habitación.
Ya en la alcoba que le habían asignado, repasó mentalmente el
comportamiento del barón.
No la había reconocido. Para el caso… ni siquiera la había mirado.
El trato para con su padre no había pasado de ser indiferentemente cortés.
El único destello de interés que notó por parte del joven fue cuando se
nombró a Drake y, para eso, fue tan breve que si no hubiera prestado atención
a sus reacciones habría pasado desapercibido.
Mientras se cepillaba el pelo, después de haberse puesto su camisón,
consideró si su padre lograría encontrar la manera de llegar hasta el muchacho.
n
Los dos hombres habían pasado a la salita anexa al comedor.
Ambos tenían sendas copas de brandy en las manos. Moray advirtió que,
así como Oliver no había probado apenas la comida, tampoco parecía tener
interés en tomar el excelente brandy. Suspiró: al menos no tendrían que lidiar
con el alcoholismo además de con la depresión.
Observó al joven barón. Parecía ajeno a su presencia, mirando
ensimismado la noche a través de los ventanales.
Carraspeó, intentando captar su atención.
―Albans ―comenzó a hablar el conde―, ¿puedo suponer que conoces la
razón por la que estamos aquí?
El barón simplemente asintió.
―¿Nos permitirías examinar tu espalda en la mañana?
―¿Nos? Exactamente, ¿cuánta gente pretendes que me examine? ―Su tono
continuaba siendo de indiferencia. No expresaba ninguna emoción.
―Solamente mi hija y yo, por supuesto.
―¿Tu hija?, ¿tu hija me va a examinar a mí la espalda?
―Es médica, Albans. Y una muy buena, además. El barón dejó su copa en
una mesa cercana.
―Haced lo que gustéis. Cuanto antes acabéis con lo que sea que hayáis
venido a hacer, antes os iréis. ―Tras una pausa, añadió―: Y ahora, con tu
permiso, estoy cansado, creo que voy a retirarme. Buenas noches, Moray.
Sin esperar respuesta, giró su silla y salió de la habitación ante la
preocupada mirada del conde.
No estaba todo perdido, reflexionó Moray. Aunque indiferente y
únicamente por desembarazarse cuanto antes de ellos, por lo menos Albans
había consentido en que lo examinaran.
n
Una vez que su valet lo hubo ayudado a desvestirse, Oliver se tumbó en la
estrecha cama que habían colocado en la sala que hacía las veces de su
dormitorio.
Era más cómodo dormir en la sala situada en el piso bajo que subir las
escaleras que conducían a su alcoba en el piso superior. En la silla de ruedas le
resultaba imposible subir, y no tenía ninguna intención de ser cargado por sus
sirvientes escaleras arriba. Para el caso, le era indiferente dormir en un sitio
que en otro.
La visita del antiguo coronel médico no le había sorprendido. Sabía que
Murphy, preocupado, le había escrito. Apreciaba al coronel, había hecho
mucho por él y por Drake. De hecho, por muchos hombres en el frente.
Drake casado, y nada menos que con la hija de su antiguo coronel al
mando. Darcy, le pareció entender que ese era su nombre: lady Darcy Howard.
No la recordaba, debía de ser una niña en aquel tiempo. ¿Y ella había
conseguido sanar a Drake? No le extrañaba, la joven debía ser tan voluntariosa
y enérgica como su padre. Sonrió satisfecho, al menos uno de los dos había
conseguido la paz.
Badajoz, Vitoria, los Arapiles y después Bélgica, Waterloo, Quatre Bras…
Se pasó una mano por la cara. Badajoz… aquella masacre marcó el comienzo
del suplicio de Drake y los horrores de Quatre Bras lo acabaron de destrozar.
«Quatre Bras destrozó a muchos hombres de ambos bandos», pensó
amargado. Él fue uno de ellos, quizá no roto mentalmente como su amigo,
pero sí físicamente. Su espalda no volvió a ser la misma después de aquello, y
los dolores martirizaban su vida diaria.
Para él no habría lo que la hija del coronel había conseguido con su amigo
gracias, suponía, al amor. La silla de ruedas que lo ataba era una condena de
por vida y ninguna mujer lograría revocarla. Su dolor era físico, eso no podría
curarlo el amor.
Suspiró tristemente, intentaría dormir. Mucho se temía que mañana iba a
ser un día muy largo.
Capítulo 3
A la mañana siguiente, mientras rompían el ayuno, el conde explicó a su hija la
conversación, si es que se le podía llamar conversación, que había mantenido
con el barón la noche anterior.
―¿Y dices que consiente en que lo examinemos? ―preguntó sorprendida
Saffron.
―Exactamente no es que consienta, hija, es que le da absolutamente igual.
Albans piensa que cuanto antes nos demos por vencidos, antes nos iremos.
―Algo es algo ―reflexionó la muchacha.
―Milord, milady. ―El ayuda de cámara del barón entró en el comedor.
―Wilson me ha dicho que requerían mi presencia.
―Murphy, el barón ha consentido en que esta mañana le realicemos una
revisión médica.
El rostro del valet se iluminó.
―¡Gracias a Dios! ―exclamó. Moray sonrió.
―Deberás prepararlo. ¿Hay en su aposento alguna superficie que admita su
tamaño tumbado y no sea muy blanda?
―Por supuesto, milord. La casa tiene un desván y creo recordar una chaise
longue que, aunque un poco desvencijada porque le faltan los reposabrazos, es
lo suficientemente larga para la estatura del barón. Me ocuparé de trasladarla a
su alcoba.
―Necesitaremos que lo tumbes boca abajo y que tenga el cuerpo
descubierto hasta la cadera. Debemos revisar exhaustivamente la totalidad de
su espalda. Por favor, mándanos aviso cuando todo esté preparado.
―Me encargaré de ello. Milord, milady.
Esperanzado, Murphy abandonó la habitación después de hacer una
reverencia.
Transcurrida media hora, el conde y su hija hicieron su entrada en los
aposentos privados del barón.
Saffron observó la sencilla habitación. Constaba de una cama no muy
grande, el armario, de reducidas dimensiones, una pequeña mesita al lado de la
cama y una estantería rebosante de libros que cubría una de las paredes. La
amplia puerta francesa daba acceso a una terraza.
El barón permanecía inmóvil, tumbado boca abajo en la chaise longue que
había proporcionado su valet.
Tenía los musculados brazos subidos rodeando la cabeza y la muchacha
observó su torneada espalda. Supuso que el ejercicio de mover la silla había
desarrollado la musculatura en la parte superior de su cuerpo.
―¿Preparada? ―preguntó su padre. La muchacha asintió.
Ambos se acercaron al hombre tumbado, que no hizo ningún gesto.
«¿Se habrá dormido?», pensó la joven.
Ajeno a lo que sucedía a su alrededor, Oliver permanecía absorto en sus
pensamientos. Maldijo interiormente. Confiaba en que todo el ajetreo al que le
había sometido su valet y el toqueteo que esperaba sufrir en su espalda
mereciese la pena. Que el maldito conde y su maldita hija se dieran por
vencidos cuanto antes y se marchasen pronto de su casa.
Apreciaba a Moray. Habían compartido muchas vivencias durante la
condenada guerra, pero sabía que sus dolores no remitirían por mucho que el
antiguo coronel médico lo intentara.
Una suave voz femenina lo sacó de sus funestos pensamientos.
―Por favor, milord, ¿podría bajar los brazos y colocarlos pegados a su
cuerpo?
Instintivamente, sin pensar, Oliver hizo lo que la mujer le pedía.
―Gracias.
Casi al momento, notó cómo unos finos dedos empezaban a presionar a lo
largo de su columna vertebral.
La sensación lo paralizó. Presionaba suavemente pero con seguridad desde
la base de su cuello hacia abajo.
Cuando las suaves manos llegaron a la zona baja de su espalda, casi en la
cadera, oyó otra vez la suave voz.
―Papá.
―¿Has encontrado algo?
―¿Podrías presionar aquí, por favor?
Moray presionó en la zona que su hija le mostraba, la parte baja de la
columna vertebral, próxima a la cadera.
―¡Ay! ―El alarido de dolor de Oliver resonó en la habitación.
―Lo siento, Albans.
Oliver farfulló una maldición. Soportaría lo que fuera con tal de verlos
marcharse. A poder ser, ese mismo día.
―No había reparado en esto en el anterior examen. ―Oyó que murmuraba
el conde.
―Seguramente el músculo no estaría tan inflamado y no te fue posible
notarlo.
―Puede; o puede que, al ser tus manos más pequeñas que las mías, hayas
percibido mejor la inflamación.
Saffron colocó ambas manos a los lados de la parte baja de la columna del
barón y volvió a presionar.
Otro alarido del joven la sobresaltó.
―¡Maldita sea! ―tronó Albans―. ¿Sería tan amable de dejar de
manosearme?, por si no se ha dado cuenta al oírme gritar, le aclaro que me
está haciendo daño.
Sin alterarse, Saffron respondió.
―Lo lamento, milord, pero necesitaba cerciorarme.
―¿Cerciorarse? ¿Cerciorarse de qué? ¿De que duele como el demonio? Le
debería haber quedado claro con el primer quejido, ¡condenación!
Ignorando los bramidos del barón, el conde se dirigió a Murphy, que
observaba toda la escena en silencio.
―Ya puedes vestir a milord, y que se reúna con nosotros en la salita de
anoche.
―¡Estoy aquí! ―vociferó el barón― Podrías tener la cortesía de dirigirte
directamente a mí, Moray. No soy un niño sujeto a las órdenes de su institutriz.
―Pues no te comportes como tal, Albans.
Indiferentes a la indignación del barón, padre e hija abandonaron la estancia
intercambiando una sonrisa.
Murphy estaba completamente asombrado. Era la primera reacción que
veía en su patrón después de tanto tiempo. Ocultó una sonrisa: aunque fuera
por un ataque de furia, el barón había abandonado su perenne mutismo.
Cuando la silla de ruedas con su, ahora furioso, dueño llegó a la salita, el
conde y su hija estaban saboreando sendas tazas de té.
―¿Té, milord? ―preguntó Saffron cortésmente.
―¡No!
La seca respuesta hizo sonreír tanto al padre como a la hija. Ambos
compartían el mismo pensamiento. El barón por fin empezaba a despertar,
daba igual que fuese por ira o enojo.
―Ordenaré a Wilson que disponga la preparación de vuestro carruaje,
supongo que querréis marcharos cuanto antes.
―Me temo que eso no va a ser posible, Albans. Nuestra estancia aquí va a
ser un poco larga, nos queda mucho trabajo por delante.
A Oliver casi se le desencaja la mandíbula de la sorpresa.
¿No se iban? ¿Trabajo? «¿Qué trabajo?».
Se dio cuenta de que había pensado en voz alta cuando el conde le
contestó.
―Trabajo contigo, con tu espalda. Hemos averiguado qué es lo que te
producía esos dolores y puede ser tratado. Eliminaremos la causa y, por ende,
tu sufrimiento físico.
―¿Intentas decirme que me has examinado en multitud de ocasiones sin
encontrar nada y, ahora, milagrosamente, descubres la causa de mi
padecimiento?
―Yo no lo he descubierto, ha sido Saffron. Y te recuerdo que solo me has
permitido examinarte una vez.
―¿Saffron? ¿Quién demonios es Saffron?
Oliver estaba confuso: la pasada noche no había prestado mucha atención…
ninguna, para el caso, a lo que le decía el conde. Por eso el nombre de Saffron le
era totalmente ajeno.
La aludida estaba enfadándose por momentos: primero despreciaba el
trabajo de su padre y ahora ¿ni siquiera recordaba su nombre?
―Yo.
Se levantó de su silla y se acercó a la silla de ruedas, que ya empezaba a
odiar y, poniendo los brazos en jarras, clavó su mirada en el barón.
A Oliver no le quedó más remedio que levantar la vista hacia ella, y creyó
que se le paralizaba el corazón. ¡Esos ojos!
Sin pensar en lo que decía, exclamó:
―¡La maldita espía!
―¿Qué espía? ¿De qué demonios hablas, Albans? Es mi hija, lady Saffron.
Moray, asombrado, empezaba a pensar que la mente del barón también
estaba dañada.
La muchacha rodó los ojos aguantando la risa. ¡Vaya, por fin había
reparado en ella!
Oliver solo era capaz de mirar boquiabierto esos maravillosos ojos.
Recordó aquella noche en Bruselas. La pequeña espía que descubrió en los
jardines de la residencia del conde de Moray se había convertido en una
preciosa mujer y, además, ¡médica! Esa jovencita… «ya no tan jovencita»,
pensó observándola con detenimiento, no dejaba de sorprenderlo.
Saffron estudiaba divertida la cara de sorpresa del barón.
De repente, Oliver salió bruscamente de su ensimismamiento.
―¿Has permitido que tu hija, una dama por nacimiento, examinara a un
hombre desnudo, Moray? ―Se dirigió secamente al conde.
―¡Por Dios Santo, Albans! ¿Acaso no has oído lo que te he dicho? ¡Saffron
es médica! Sus conocimientos en algunas áreas superan los míos. Me ha
asistido muchas veces ayudándome con los heridos en las batallas en el
Continente, y era mucho más joven. ―Hizo una pausa―. No te olvides de que
yo estaba presente ―añadió, serio― y tú no estabas desnudo. No te creía tan
mojigato, milord ―apuntilló, sarcástico.
El barón gruñó y volvió a dirigir su vista hacia el ventanal.
Harta de tantos rodeos, Saffron comenzó a explicar en qué consistirían los
métodos que utilizarían para eliminar la inflamación muscular en la base de la
columna del joven.
―Comenzaremos con masajes en la base de la columna, hasta ir rebajando
la inflamación. Lo siguiente será ejercitar las piernas, que seguramente habrán
perdido algo de masa muscular, y comprobar… ―Aquí la muchacha se
interrumpió.
―Milord, ¿ha escuchado algo de lo que he dicho? ―preguntó Saffron,
entrecerrando los ojos.
Ausente, Albans contestó.
―No, no me interesa nada de lo que tenga que decir.
Saffron miró hacia su padre, que se encogió de hombros. «Muy bien»,
pensó, «si quiere hacer las cosas de esa manera, por Dios que así se harán».
Sin reparar en que era una simple invitada y una dama, y dejándose llevar
por el enojo que le producía el comportamiento del obtuso muchacho, abrió la
puerta y gritó:
―¡Murphy!
Al momento apareció el valet del conde.
―¿Milady?
―Mañana, después de que el barón tome su desayuno, encárguese de
tumbarlo otra vez de la misma manera que hoy. Cuando esté preparado, mi
padre y yo comenzaremos el tratamiento.
La sonrisa que empezaba a extenderse por el rostro de Murphy se congeló
bruscamente al oír el bramido de su patrón.
―¡Y una mierda!
―Albans ―censuró el conde― olvida tus maneras militares, estás en
presencia de una dama.
Oliver levantó la mirada y clavó sus fríos ojos verdes en ella, pero no se
disculpó.
―Milady ―comenzó, con forzada paciencia― creo que le he dicho…
Saffron lo interrumpió.
―Ha dicho, si no he oído mal, y puedo presumir de que mi audición es
excelente, que no le interesaba nada de lo que yo tuviera que decir, así que
mucho menos le interesará lo que yo vaya a hacer.
La joven se giró hacia el valet.
―Por favor, Murphy, haga lo que le he dicho.
―Será un placer, milady. ―El valet, no bien hubo dicho eso, se inclinó
respetuosamente y salió de la habitación como alma que lleva el diablo.
Intentaría evitar en lo posible la furia recién despertada de su patrón.
La muchacha realizó una cortés reverencia.
―Caballeros, lamento tener que renunciar a su agradable compañía, pero
debo realizar los preparativos para la jornada de mañana, ―Mirando de reojo
al barón, agregó―, que, me temo, será muy larga.
Saffron abandonó la estancia dejando tras sí a un orgulloso y divertido
Moray y a un confuso y aturdido barón.
El conde se levantó, sonriendo para sí.
―¿Contaremos con tu presencia durante la cena, Albans?
Irritado, el barón replicó fríamente.
―Me temo que no, necesitaré descanso para la tortura que me espera
mañana.
Ignorando el sarcasmo de la respuesta, el conde colocó una mano sobre el
hombro del joven.
―Harás bien en descansar, lo vas a necesitar.
Oliver no tuvo oportunidad de responder: el conde había abandonado la
habitación.
n
La noche transcurrió para Oliver en continuo sobresalto. Las pocas veces
que conseguía dormitar, sueños inquietantes sobre unas pequeñas y delicadas
manos femeninas recorriendo su cuerpo lo espabilaban al momento.
Completamente despierto, temía el momento en que las presiones en su
espalda avivaran el dolor y avergonzarse delante del conde y su hija.
Cuando intentaba volver a dormirse, al cerrar los ojos ya no notaba las
suaves manos, sino que esta vez eran unos extraordinarios ojos color violeta,
clavados en él, lo que lo alteraban.
Maldiciendo, se resignó a pasar la noche en vela.
Ignorando las maldiciones y amenazas que vociferaba el barón, Murphy
preparó a su patrón tal y como le había pedido la joven médica la mañana
anterior.
Con el torso desnudo y sus pies descalzos, Oliver solo estaba cubierto por
unos holgados pantalones.
Moray y su hija entraron en la alcoba. Ambos iban vestidos de forma
sencilla.
El conde vestía una ligera camisa remangada hasta los codos y unos
pantalones, también holgados, que no coartaban sus movimientos.
La joven usaba una especie de delantal blanco sobre un sencillo vestido
gris, con las mangas por encima del codo. Portaba un maletín que colocó
encima de la pequeña mesita que había en la austera alcoba.
Abrió el maletín y de él extrajo un frasco que, al abrirlo, desprendió un
suave aroma a eucalipto.
Ambos se lavaron las manos en una jofaina con agua caliente que había
llevado el valet.
―¿Preparada? ―preguntó el conde a su hija.
Saffron asintió y vertió un poco del ungüento del frasco en sus manos,
frotándolas para calentarlas.
Se acercó al barón, que permanecía tumbado e inmóvil. Cuando colocó sus
manos a ambos lados de la columna del joven, este dio un respingo.
―¡Infierno sangriento!
―Discúlpeme, milord ―se excusó la joven―, me temo que al principio
puede sentir un poco frías mis manos.
Albans levantó la cabeza.
―¿Sus manos? ―preguntó, confundido―. ¿Pero quién demonios me va a
dar el maldito masaje?
En la posición en la que estaba, Oliver no podía ver a padre e hija situados
a ambos lados de sus caderas.
―¡Moray!
―Cálmate, Albans. Estás berreando como un bebé enfurruñado. Saffron te
dará el masaje, sus manos son más hábiles que las mías. Y, por favor, ten la
cortesía de dejar de maldecir, hay una dama presente que, además, es mi hija.
Oliver farfulló algo que los demás interpretaron como una maldición que
incluía las palabras dama y médico.
La joven comenzó con su trabajo. Sus pulgares presionaban con firmeza
ambos lados de la parte baja de la columna. Después de unos minutos,
incorporó el resto de los dedos, presionando hacia los costados del barón.
Cuando la muchacha notaba resistencia en la piel del joven, su padre vertía
en sus manos un poco de ungüento para facilitar el deslizamiento.
Oliver apretaba los dientes. Dolía como el demonio, pero por nada del
mundo soltaría un solo quejido. Notaba las manos y los brazos de la muchacha
por sus costados y, si no fuese por el dolor que sentía, mucho se temía que
acabaría poniéndose en evidencia.
Después de lo que a él le pareció una eternidad, la muchacha cesó el
masaje. Suspiró con alivio, ¡por fin había terminado el suplicio!
Cuando iba a ordenarle a Murphy que lo levantase notó cómo dos pares de
manos le asían: unas por debajo de los brazos y otras por las piernas, girándolo
para colocarlo boca arriba en la otomana.
«¿Y ahora qué?», pensó malhumorado.
Gracias a la nueva posición observó como el conde se situaba a sus pies y
su hija permanecía en uno de los laterales.
Saffron, tomando una de sus piernas por la pantorrilla, le hizo flexionar la
rodilla.
Oliver ahogó un alarido de dolor. La joven lo miró de reojo.
―Sé que duele, milord, pero poco a poco el dolor irá disminuyendo.
El muchacho se limitó a lanzarle una furiosa mirada.
―Coloca el pie sobre mi hombro, Albans. ―Oyó que le pedía el conde.
―¿Qué?
―Me has oído perfectamente, haz lo que te digo, muchacho.
Rezongando, el barón hizo lo que le decía Moray.
―Y ahora empuja con fuerza.
Saffron empujaba la pierna del joven ayudando a este a apretarla contra el
hombro del conde, que oponía resistencia al empuje del barón, para forzar a
este a realizar más presión.
El sudor por el esfuerzo empezaba a correr por las sienes del barón.
Apretando los dientes se obligó a empujar, hasta que Saffron aflojó el agarre.
―Ahora la otra ―ordenó Moray.
Repitieron el mismo movimiento. El sudor empapaba el torso del joven.
Dolía como mil demonios, pero no iba a permitir que ella lo viera derrotado.
«¿Ella?» pensó, «¿Qué me importa lo que piense la hija del conde de
Moray?». El dolor, era el dolor lo que le estaba haciendo delirar.
Se concentró en hacer la fuerza necesaria y, cuando pensaba que ya no
resistiría más, la tortura se acabó.
―Es suficiente. Milord, lo ha hecho muy bien ―animó Saffron.
La mirada que le dirigió el barón haría dar un paso atrás a muchos
hombres.
―¿No desea darme una palmadita en la cabeza por haber sido un buen
chico, milady? ―preguntó, sarcástico.
―Si cree que de veras la necesita…
Oliver alzó una ceja, ¿es que esa mujer tenía respuesta para todo?
―Murphy ―habló el conde―, ¿has prestado atención a los movimientos
que hemos hecho con sus piernas?
―Por supuesto, milord.
―Bien, en algún momento tendrás que ser tú quien tome mi lugar para
ayudar a realizarlos.
―Murphy, ―Saffron llamó la atención del valet―, después de cada sesión
deberá prepararle a milord un baño bien caliente y asegurarse de que
permanezca en él todo el rato que pueda pero sin dejar que el agua se enfríe.
―Como ordene, milady.
―Vierta en el agua unas gotas de esta esencia. Es lavanda, le relajará.
Oliver refunfuño por lo bajo.
―¡Maldita sea! Además acabaré oliendo como una damisela.
Moray y Saffron contuvieron una sonrisa al oírlo.
Saffron miró al barón: jadeaba por el esfuerzo realizado, pero había
aguantado y completado todos los ejercicios exigidos.
―Esta noche, después de la cena, proseguiremos con los masajes ―le dijo
sin quitarle la vista de encima.
―¡Santo Dios! ¿No habéis tenido suficiente? ¿Pretendéis matarme?
―Solo será una sesión de masaje, Albans, no empieces a lloriquear ―se
burló el conde. Dirigiéndose a Saffron, añadió―: Vamos, hija, deberías
descansar un rato.
La joven guardó el ungüento que había usado, se volvió a lavar las manos y,
tomando el brazo que le ofrecía su padre, ambos abandonaron la alcoba.
Murphy los observó marcharse. Estaba sumamente agradecido al conde y a
su hija. El barón había abandonado por fin su melancolía y, aunque la hubiera
reemplazado por furia y malhumor… «Es preferible esto que la apatía», pensó.
El barón apareció en la sala en la que habían tomado por costumbre
reunirse antes de la cena, impecable en su vestimenta de noche.
―Me satisface ver que has superado tu sufrimiento de esta mañana para
reunirte con nosotros, Albans ―comentó irónico el conde.
Un bufido fue la única respuesta.
―Buenas noches, milord. ¿Cómo se encuentra? ―preguntó solícita Saffron.
Al oír la suave voz de la muchacha, Oliver se giró hacia ella para observarla
con detenimiento.
―Perfectamente, milady ―contestó secamente.
La otra noche no había reparado en ella pero, ahora, un poco más
despejado gracias al manoseo y al caliente baño recibido por la mañana (cosa
que ni muerto iba a reconocer), se permitió observarla detenidamente mientras
su padre estaba distraído sirviendo las bebidas.
¡Condenación! ¿Cómo era posible que no se hubiera fijado en ella? Si de
chiquilla ya era bonita, ahora se había convertido en una mujer hermosísima.
Su cabello pelirrojo con destellos dorados llamaba la atención. De mediana
estatura, esbelta, pero con curvas donde debían estar las curvas en una mujer,
de rostro ovalado, nariz pequeña, esos espectaculares ojos y esa boca de labios
llenos…
Maldita sea, empezaba a excitarse, ¡y con su padre allí! Se pasó una mano
por la cara. Si esa mujer le producía semejante reacción solo con mirarla, no
quería ni pensar cuando volviera a toquetearlo. Menos mal que estaría boca
abajo, ¡gracias a Dios por los pequeños favores!
¿La joven se estaba ruborizando? Ay Dios, ¿había sido tan irrespetuoso
mirándola que la muchacha había notado la lujuria que lo había invadido?
Giró su silla, dedicando su atención a Moray. «¡Por Dios, que le baje el
rubor antes de que el conde se gire!», rogó para sus adentros, desesperado.
Saffron soportó imperturbable el escrutinio del barón. Intentaba disimular
su azoramiento, mientras la mirada verde la recorría de arriba abajo. Notaba
cómo el rubor empezaba a calentarle las mejillas. Cuando la mirada del joven
se demoró en su boca pensó que la cara le iba a estallar en llamas.
Notó cuándo el barón se dio cuenta de su turbación, puesto que desvió la
mirada hacia donde se encontraba su padre.
¡Su padre! Si notaba su rubor… ¿Rubor?, su cara era una llamarada. Así
que se giró hacia los ventanales que estaban entreabiertos, esperando que el
fresco de la noche remediara en algo su sonrojo.
La cena transcurrió de manera más natural que la anterior.
Padre e hija observaron que el barón no se limitó a juguetear con su
comida, sino que estaba disfrutando y comía con apetito. Ambos se
entendieron con la mirada. ¡Vaya! el ejercicio de la mañana había hecho efecto,
por lo menos en su alimentación.
Cuando hubieron acabado de cenar, Saffron se despidió de ambos
hombres, subiendo a su alcoba para cambiarse.
Moray acompañó al barón a su alcoba, ayudando a Murphy a preparar al
joven para la sesión de masaje.
Cuando el joven ya se hallaba tendido en la otomana, el conde se despidió.
―Buenas noches, Albans.
Distraído, el joven correspondió.
―Buenas noches. ―Al momento, saltó alarmado―: ¿Buenas noches?, ¿a
dónde vas? ―preguntó, inquieto.
―Me retiro ya, ha sido un día largo y yo ya no soy tan jovencito.
―¿Y el masaje?
―Saffron te lo dará.
―¿Vas a dejar a tu hija sola toqueteando a un hombre soltero en su alcoba?
―Oliver no salía de su asombro. Solo le faltaba eso, estar a solas con esa
belleza manoseándolo.
No lo soportaría, pensó meneando la cabeza. ¿Es que Moray había
olvidado el sentido común y el decoro?
―¡Por Dios Santo, Albans!, te recuerdo que mi hija es médica, y por si eso
no tranquiliza lo suficiente tu sentido del decoro, Murphy estará presente. Él
protegerá tu virtud.
Se oyó una risa, disimulada al instante con una fuerte tos, procedente del
fondo de la habitación donde el valet colocaba la ropa de su señor.
Oliver lanzó una furiosa mirada en su dirección, mirada que, desde la
posición en la que estaba, no hizo mella alguna en el risueño valet.
La puerta se abrió suavemente en ese momento. Un suave aroma a limón y
eucalipto invadió la estancia. Oliver notó un pequeño revuelo en sus partes
íntimas. ¡Santo Dios!, si se ponía así solo con oler su fragancia, no quería ni
pensar en cuanto empezara a tocarlo.
La joven apareció vestida con esa especie de uniforme que había usado por
la mañana.
Moray, girándose hacia su hija, la besó en la mejilla
―Buenas noches, hija.
―Buenas noches, papá ―respondió, besándolo a su vez.
Saffron abrió su maletín, inició la rutina previa al masaje que había
realizado ya por la mañana y comenzó con su tarea.
Oliver pensó que menos mal que el dolor aplacaba la excitación que le
producían las manos de la joven sobre su cuerpo.
Después de una hora durante la que el cuerpo del joven fue masajeado,
girado hacia un lado y luego hacia otro… cuando el muchacho ya estaba a
punto de gritar de frustración, la tortura acabó.
―Murphy, ―Saffron se dirigió al valet―, ahora le pondrás esos paños
mojados con agua muy fría. Colócalos tal y como te he dicho, en su espalda, y
recuerda que no deben permanecer sobre su cuerpo más de cinco minutos.
La joven recogió el frasco con el ungüento que había utilizado, se lavó las
manos y se giró para irse.
―Buenas noches, milord ―se despidió haciendo una reverencia.
―¿Ya ha acabado? ―preguntó el barón, enfurruñado.
―Sí. ¿No ha tenido suficiente?, supuse que estaría deseoso por terminar, a
tenor de sus bufidos ―contestó irónica Saffron.
Oliver entrecerró los ojos.
―¿Sabía usted que el agua tan fría puede quemar, doctora? ―No pudo
evitar el sarcasmo en su voz―. ¿No va a supervisar a Murphy?, vale su peso en
oro como valet, pero me temo que su experiencia médica es limitada, por no
decir inexistente.
―Milord ―contestó, serena, la joven―, le he explicado a su valet con
meridiana claridad lo que tiene que hacer y el tiempo que no debe rebasar
dejándole los paños en su cuerpo. No se preocupe, milord, Murphy no
permitirá que unas quemaduras estropeen su delicada piel. Buenas noches.
Conteniendo una sonrisa, Saffron salió de la alcoba del ceñudo barón.
Capítulo 4
Durante los cuatro días siguientes se siguió la misma rutina.
El barón, después de recibir la mañana con el habitual masaje de Saffron y
ayudado ahora por Murphy, tomaba un baño caliente para relajar los músculos.
Y por la noche el consabido masaje seguido de los paños fríos que, por cierto,
no habían dañado en absoluto su piel.
Moray había alegado un supuesto agotamiento producto de su avanzada
edad, ante el recelo de Oliver.
«¡Ja!», pensó el muchacho, «¡Avanzada edad! El conde podrá tener, como
mucho, unos cincuenta años…», reflexionó, «¡maldito manipulador!»
No podía entender en qué rayos pensaba el conde para dejarlo todo en
manos de su hija, presentía que el astuto médico tenía sus razones, que a él le
resultaban del todo inexplicables, pero averiguaría lo que tramaba, que se
condenara en el infierno si no lo averiguaba.
Los dolores en su espalda habían remitido. Oliver solo sentía una ligera
molestia si permanecía mucho tiempo sentado en la silla.
No pensaba comentarles nada al conde y a su hija. Terco como era, no
tenía intención alguna de dar su brazo a torcer sobre todo estando convencido
de que solo era un alivio temporal.
La quinta noche, el barón estaba tumbado sobre su costado izquierdo con
uno de los brazos levantado sobre su cabeza mientras la muchacha masajeaba
el lado que tenía expuesto.
De repente, Murphy murmuró algo al oído de la muchacha. Observó
cómo Saffron asentía y el valet salió de la habitación, cerrando tras sí.
Sorprendido, el barón levantó la cabeza, modificando su postura, lo que le
valió que la joven presionara más fuerte.
―¡Auch!
―Permanezca quieto, milord. Tiene que aguantar esa postura un rato más
―ordenó la joven sin detener su fricción.
―¿Dónde ha ido Murphy? ¿Qué le ha dicho? ―preguntó, intranquilo.
―Mi padre y Wilson le han reclamado. Creo que hay un problema en la
bodega, o eso me pareció entender.
―Para eso está Wilson. Murphy es mi ayuda de cámara, se ocupa de mí, no
de la bodega.
Oliver estaba cada vez más inquieto. ¡Condenación!, no podía quedarse a
solas con la muchacha. Con la presencia del valet en la alcoba, conseguía
aquietar… bueno, la zona de su cuerpo que estaba inquieta, y eso a duras
penas. Pero sin Murphy presente dudaba que pudiera aguantar mucho antes de
ponerse en evidencia.
Empezó a revolverse inquieto.
―¡Santo Dios, milord, deje de revolverse como una lagartija! ―exclamó la
joven, exasperada.
―¡Haga que vuelva! No podemos estar a solas. ―El barón se percató de
que sonaba patético, pero por nada del mundo iba a permanecer mucho rato
con esa preciosidad, médica o no, a solas.
―No se preocupe, barón, su virtud está a salvo conmigo ―se mofó
Saffron.
Al escuchar la diversión de la muchacha, el temperamento de Oliver saltó.
―Me temo que la suya conmigo, no.
Y cogiendo desprevenida a la muchacha, que estaba ya inclinada sobre él,
subió el brazo y enlazó su nuca para acercar su boca a la suya.
Sus cálidos labios se apoderaron de los de ella. Con una paciencia que no
sabía que tendría, exploró el sabor y la forma de esa preciosa boca.
La joven, sorprendida, jadeó y entreabrió sus labios. Oliver aprovechó para
introducir su lengua. Jugueteó en su interior, hasta que una inocente Saffron
rozó tímidamente su lengua con la de él. Ahogando un gemido, el barón
profundizó más el beso, sorprendiéndose cuando la muchacha correspondió a
su pasión.
Oliver observó que no sabía besar, pero su inocencia lo excitaba todavía
más, si cabía.
Después del primer momento de sorpresa, Saffron se maravilló de las
sensaciones que la lengua del joven dentro de su boca despertaba en ella. Un
delicioso calor comenzó a extenderse por ella. Oliver profundizaba cada vez
más su beso y ella no quería hacer otra cosa que corresponder a su pasión.
Sentía sus pechos pesados y un delicioso hormigueo entre las piernas.
Comenzó a asustarse de las emociones que se estaban despertando en ella
y, colocando una mano en el hombro del joven, consiguió detener el beso y
apartarse.
Oliver abrió los ojos sorprendido. Su mirada voló hacia los maravillosos
ojos violetas de ella y sus miradas se enlazaron.
Jadeantes, durante lo que a ambos les pareció una eternidad, no pudieron
desligar sus ojos el uno del otro.
Saffron vio en él deseo, pasión y algo más… una especie de ternura que no
quiso identificar.
Oliver distinguía en los ojos violetas confusión, sorpresa y… ¿deseo?
Ella lo deseaba, de hecho, había respondido con pasión inocente a su beso.
El rostro de la joven se cubrió de rubor. Se giró para recoger su maletín y
el ungüento que usaba y el barón notó el temblor de sus pequeñas manos.
La observaba atentamente, pendiente de cualquier reacción por parte de la
joven. Sin embargo, la pelirroja, cogiendo su valija, se encaminó hacia la puerta
y giró el rostro sobre un hombro para despedirse.
―Buenas noches, milord. Avisaré a Murphy para que acuda a asistirlo.
Todavía conmocionado, Oliver ni siquiera pudo responder. Esa muchacha,
si ya lo tenía embelesado, después del beso que habían compartido lo tenía
completamente obnubilado.
Atormentado, pasó sus manos por el rostro. ¿Qué iba a hacer ahora?
No quería profundizar en sus sentimientos, no esta noche.
Recostándose en el catre, esperó la llegada de Murphy.
Saffron, después de avisar al valet de que el barón lo esperaba, se refugió en
su alcoba.
Absorta, se desvistió y se puso el camisón. Se contempló en el espejo.
Estudió su imagen, el pelo rojo suelto y el blanco camisón le daban la
apariencia de una jovencita virginal.
No se había sentido como una jovencita precisamente mientras la boca del
barón cubría la suya. Se había sentido una mujer, una mujer que por primera
vez percibía el deseo de un hombre por ella.
Había pasado mucho tiempo pero la atracción que sintió siendo una
jovencita de apenas dieciséis años hacia aquel joven oficial de ojos verdes aún
perduraba.
Durante todos estos años, seguía teniendo esa imagen en su mente. Los
recuerdos se habían recrudecido al tratar a Drake, el mejor amigo del barón,
aun sin ser capaz de recordar el nombre del apuesto oficial.
Saffron no era una ingenua, ni pretendía engañarse sobre sus sentimientos.
A la práctica Darcy (sonrió recordando a su amiga) le costó reconocer que
amaba al marqués de Milford. Ella no iba a cometer ese error.
Estaba enamorada de él. Los sentimientos juveniles se habían convertido
en algo más fuerte.
Suspiró tristemente. El beso del barón había sido producto del momento,
casi un castigo por el comentario divertido que había hecho. Pero ¿castigo?, no
se sintió como un castigo. Percibió necesidad en su beso. De acuerdo, no era
una experta en esas lides, pero en ese beso no había notado más que ternura y
deseo. Agitó la cabeza intentando alejar esos turbadores pensamientos, su
labor era sanar: a eso había venido y eso haría.
Cuando el barón consiguiera vivir una vida normal, y por Dios que lo
lograría, ella desaparecería de sus pensamientos y solo la recordaría como una
rareza, una extravagante muchacha que ejercía la medicina.
Disponiéndose a dormir, pensó en lo que le esperaba mañana al barón. A
él no le iba a gustar en absoluto, pero ya lo había decidido hacía un par de días
viendo los avances que se estaban consiguiendo: ya no se quejaba de dolor y
durante los ejercicios con las piernas notaba más flexibilidad, así que había
llegado el momento de avanzar.
Solo esperaba que no lo considerara una especie de venganza por el beso.
n
A la mañana siguiente el barón devoró el desayuno bajo la divertida mirada
de Murphy, que disfrutaba viendo cómo su patrón había recuperado el apetito.
Se preparó para lo que vendría a continuación. Su ausencia durante el
masaje de la noche había sido para recibir instrucciones del conde sobre los
pasos que iban a dar durante la jornada de hoy.
Un poco acobardado, empezó a preparar la ropa de su amo.
Oliver observó confuso la ropa que le presentaba su valet. No eran sus
acostumbrados pantalones holgados, sino una camisa ligera de lino, chaleco
gris y pantalones de montar beige, así como sus botas Hessian.
Interrogó con la mirada a su ayuda de cámara, que parecía poner su
atención en cualquier sitio salvo en él.
―Creo que te has confundido con la ropa, Murphy. Me temo que con lo
que has elegido no estaré muy cómodo durante los masajes ―advirtió jovial.
―Creo que hoy no habrá sesión de masaje, milord ―susurró, ya un poco
atemorizado, el valet―. Su Señoría me ha comunicado que deberé vestirle
adecuadamente.
―¿No? Estupendo, ¡por fin un día de descanso de esa maldita tortura!
«Un momento», pensó Oliver. «¿Adecuadamente?».
―¿Adecuadamente para qué, Murphy? ―preguntó confuso.
―Me temo que tendrá que preguntarle a Su Señoría, milord.
Ni amenazándolo con una pistola le comunicaría a su señor los planes que
tenían para él tanto el padre como la hija. A ellos no se atrevería a pegarles un
tiro.
Cuando el barón estuvo adecuadamente vestido según su valet, no pasó
mucho rato hasta que una suave llamada en la puerta hizo que Murphy se
dirigiera apresuradamente a abrirla.
El joven miró sorprendido a su ayudante. «¿Y esas prisas? Murphy no suele
apresurarse por nada», pensó.
Un sonriente Moray, seguido de una… ¿turbada? Saffron, entró en la
estancia.
―¿Preparado, Albans?
Oliver miró con suspicacia al conde, y con más suspicacia aún lo que el
conde llevaba en las manos.
Sin apartar la vista de lo que parecían… no, no es que lo pareciesen, es que
eran dos muletas, su temperamento comenzó a encenderse.
Clavó una fría mirada en el conde.
―¿Preparado para qué, exactamente, Moray?
―Hoy caminarás, por supuesto.
―Por supuesto que no ―respondió secamente.
―Albans, estás preparado. Tus dolores han… ―El joven lo interrumpió
bruscamente.
―¡Los dolores los padezco yo, tú no tienes maldita idea de…!
La suave voz de Saffron interrumpió su grosera contestación.
―Él quizá no; pero yo sí, milord. Soy yo la que he estado ejercitando sus
piernas y masajeando su espalda todos estos días, soy yo la que ha percibido
que sus dolores han remitido, y soy yo la que decide si está preparado o no.
La mirada de Oliver pasó del conde a su hija. Maldita sea, se estaba
vengando por el beso de la noche anterior.
Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Saffron cogió las muletas de
las manos de su padre y se acercó al joven. Clavó su mirada en la del barón y el
muchacho no vio venganza ni despecho en sus preciosos ojos. Vio paz,
comprensión y algo más que no supo identificar. Absorto en esos ojos, tomó
las muletas de las manos de la joven.
―Bien, hoy haremos un paseo corto: iremos hasta la terraza y
caminaremos un rato.
Oliver notó la mirada agradecida de la muchacha. Condenación, esa
hechicera era capaz de conseguir cualquier cosa de él.
Moray y Murphy lo ayudaron a levantarse y el conde le ajustó las muletas a
su altura.
Oliver acopló las muletas bajo sus brazos. Se enderezó y notó con sorpresa
que su espalda no irradiaba los fuertes dolores que lo habían martirizado, solo
sentía una leve molestia.
―Sentirá una leve molestia al principio, pero su cuerpo no tardará en
adaptarse a la nueva postura.
¡Santo Dios! ¿Es que esa mujer le leía el pensamiento? El joven asintió.
Cuando vio que tanto Moray como su valet lanzaban los brazos para
ayudarle, los apartó con un gesto.
―Puedo solo.
Había sido solo un sencillo gesto de terquedad y rebeldía, pero al ver la
mirada llena de orgullo que le dirigió la pelirroja notó que su corazón latía
furiosamente. Para su vergüenza, percibió un sospechoso calor en el cuello.
«¡Maldita sea!», pensó, «Me estoy ruborizando como un colegial».
Caminaron lentamente, atravesando varias habitaciones para hacer el
trayecto más largo, hasta llegar a la terraza. Al principio Oliver caminaba
trabajosamente, le costaba hacerse a las muletas, pero poco después empezó a
moverse con más ligereza.
El conde y Murphy lo seguían, charlando animadamente. Saffron se
mantenía a su lado, pendiente de todos sus movimientos.
Oliver la miraba de reojo. Ella mantenía su cabeza baja sin perder detalle
del movimiento de sus piernas.
Pensó en el beso que habían compartido. Hacía tiempo que no estaba con
una mujer, pero las emociones que había sentido… No recordaba a ninguna
mujer que hubiera conseguido provocar en él más allá del mero interés sexual
ocasionado por simple lascivia. No sabía cómo definirlo, pero no era lujuria lo
que despertaba en él la preciosa muchacha.
Llevado por una curiosidad que nunca había sentido con otras mujeres, no
pudo evitar pensar en preguntarle sobre lo sucedido la otra noche. Necesitaba
saber si el beso le había afectado a ella tanto como a él.
Carraspeó y, cuando Saffron lo miró extrañada, casi se atascó con las
palabras. Susurró para que los dos hombres que iban detrás no oyeran lo que
se decían.
―¿Estás bien, milady?
―Por supuesto, barón, ¿por qué no iba a estarlo?
―Yo… pensé que después de lo ocurrido la otra noche, bueno, quizás te
resultase algo incómodo estar en mi compañía.
Observó cómo Saffron se ruborizaba. Dios Santo, era preciosa incluso roja
como una remolacha. Le invadió una oleada de ternura.
―De ningún modo me encuentro incómoda en su presencia, milord.
Su corazón dio un vuelco.
―Yo quería que supieras que lo que pasó fue muy especial para mí.
La joven lo miró de reojo:
―¿Se refiere al beso?
Ella sabía lo que sentía por él y no se avergonzaba.
Ahora fue el turno de Oliver de notar el rubor subiéndole por el cuello.
―Sí.
―También fue especial para mí. ―Bajando la mirada, continuó―. Fue mi
primer beso, milord.
Con el corazón latiéndole salvajemente, Oliver se paró. Buscó su mirada y,
cuando ella alzó sus ojos, le espetó:
―Lo sé. ¿Solo fue especial para ti por ser tu primer beso? ―preguntó
esperanzado.
―No. Fue especial porque fue maravilloso.
Sus miradas se enlazaron. Cada uno buscaba el reflejo de sus propios
sentimientos en los ojos del otro.
Al percibir que se aproximaban los dos hombres que los seguían, Saffron,
aún turbada, esperó a que se acercaran.
―Creo que es suficiente por hoy. Quizá nos vendrá bien un poco de té, iré
a avisar a Wilson. Papá, ¿podrías encargarte de supervisar el regreso del barón?
―Por supuesto, hija. Y llevas razón, una taza de té nos vendría bien a
todos.
Saffron regresó al interior de la hacienda, conteniéndose para no echar a
correr, bajo la astuta mirada de su padre.
Moray no perdió detalle de lo que sucedía entre los dos jóvenes que
caminaban delante mientras charlaba con el valet.
Sonrió interiormente, no le habían pasado desapercibidos los susurros y las
miradas que se lanzaban el uno al otro.
Confiaba plenamente tanto en el sentido común de su hija como en el
honor de Albans, pero notaba que algo había pasado entre ambos.
Sonriente, palmeó el hombro del barón, ante la mirada suspicaz de este.
―Vamos hijo, el té nos espera.
n
Esa noche, al ver aparecer en el comedor al barón erguido sobre sus
muletas, el pecho de Saffron se llenó de orgullo.
Oliver, perfectamente vestido de etiqueta, solo tenía ojos para ella. Preciosa
con un vestido imperio de tafetán bronce, como únicas joyas llevaba unos
pendientes de turmalina que complementaban a la perfección con el vestido.
El pelo estaba peinado en un alto recogido y adornado con unas horquillas
con pequeñas turmalinas. Caían por su espalda largos mechones rizados.
Moray notaba la comunicación silenciosa que surgió entre ambos jóvenes y
prefirió ignorarla.
Fue una cena agradable y, cuando finalizó, mientras los hombres
disfrutaban de una copa, Saffron se despidió para ir a cambiarse.
Sorprendido, Albans preguntó al conde:
―¿Esta noche también habrá masaje? Supuse que, al utilizar las muletas, se
acabarían.
―Los masajes seguirán al menos una semana más. Saffron quiere estar
segura de que la inflamación ha remitido totalmente.
»Por cierto, Albans: esta noche, después de prepararte, Murphy se retirará.
Se ha colocado un almohadón un poco duro en tu cama para que te tumbes
sobre él y ya no será necesaria la chaise longue. Además ―prosiguió―, ahora
puedes moverte perfectamente sin necesidad de ayuda.
Oliver sintió que su corazón se paralizaba.
―¿Me estás diciendo que permitirás que tu hija me proporcione el masaje
sola en mi alcoba?
Moray lo miró fijamente.
―¿Habría algún problema, Albans?
―No, pero no creo que sea correcto. Tu hija es una dama soltera, Moray.
La mirada del conde se volvió helada.
―Mi hija, además de ser una dama, es tu médica. Ningún médico
masculino necesita chaperón alguno para reconocer a sus pacientes, y no
pienso ofender a mi hija obligándola a mantener a alguien presente cuando
ejerza su trabajo ―observó fríamente―. Y, en cuanto a ti, eres un caballero:
tengo plena confianza en tu integridad y tu honor.
Levantando una ceja hacia el barón, inquirió secamente:
―¿O no debería, lord Albans?
―Me insultas si dudas de mi caballerosidad, Moray. ―Ahora fue el turno
del barón de mostrarse frío―. Desde luego que no sería capaz de hacer nada
que perjudicase la reputación de tu hija.
Oliver, utilizando las muletas, se levantó enfadado y dispuesto a retirarse.
«¿Qué demonios insinuaba Moray?», pensó. Él solo pretendía que la
reputación de la muchacha no sufriera daño alguno. «Maldito desagradecido».
De acuerdo, la muchacha le inspiraba sentimientos en los que no iba a
ahondar; teniendo en cuenta su situación, no podía permitírselo. Simplemente
oler su fragancia a limón y eucalipto cuando entraba en su habitación ya
provocaba que el corazón se le acelerase, no digamos cuando sus delicadas
manos tocaban su cuerpo. Pero él era un caballero y, además, estropeado: a
nada podría aspirar con esa belleza pelirroja.
Capítulo 5
Oliver ya se encontraba tumbado en la cama. Relajado, reproducía
mentalmente la extraña conversación mantenida con el conde. No lograba
entender la mente de Moray. Era un hombre sensato, si algo se le podía
achacar era su buen juicio. Un buen juicio con el que había conseguido salvar
muchas vidas durante la guerra.
Dejar a su hija con un hombre soltero a solas…, por mucho que la
muchacha ejerciese la medicina, no resultaba apropiado, y si bien tenía razón
en cuanto a que endilgarle un chaperón durante su trabajo es cuanto menos
insultante, no era menos cierto que resultaba de lo más inadecuado, y si lo era
para él, que de mojigato no tenía nada, se le ponía la carne de gallina solo de
pensar que tal situación llegara a oídos de la esnob sociedad de Londres.
Sonrió sarcástico. Dudaba que nada de lo que acontecía en Albans Hall
pudiera convertirse en chismes en la sociedad londinense. Su servicio era
excepcionalmente leal, compuesto por soldados veteranos que habían servido
con él. Nunca lo traicionarían difundiendo rumores sobre él o su casa.
Seguramente eso ya lo había previsto el conde, como antiguo militar sabía
que la lealtad entre soldados era inalterable.
De repente oyó el sonido de la puerta al cerrarse, había estado tan
embebido en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que se había
abierto. Un tenue aroma a limón y eucalipto invadió la estancia.
«¡Señor! Después de esto nunca podré tomar una limonada sin excitarme»,
caviló angustiado.
Apretó las sábanas entre sus puños, los cuales tenía colocados a ambos
lados de su cuerpo. Tenía que calmarse, Santo Dios, simplemente oler su
aroma tan característico estaba provocando ligeros tirones en su entrepierna. Y
aún tenía que tocarlo con sus suaves manos para el dichoso masaje.
«No voy a resistirlo», pensó con desesperación. Se le pasó por la cabeza la
idea de excusarse diciendo que no se encontraba bien, pero sería algo
temporal: mañana ella volvería y, su tormento, con ella.
Notó cómo la muchacha se acercaba a la mesita colocada a un lado de su
cama y abría su sempiterno maletín. No iba a mirarla, dejaría la cabeza girada
hacia el otro lado, puede que así lograra calmar un poco los tirones, que ya no
eran tan ligeros, de sus partes íntimas.
―Buenas noches, milord.
―Buenas noches ―farfulló.
―Si está preparado, comencemos entonces ―dijo la muchacha.
Oliver agarró con más fuerza las sábanas al notar las suaves y frescas
manos sobre su espalda.
La fricción del masaje cesó.
―Milord, está demasiado tenso, intente relajarse para que pueda hacer mi
trabajo.
Oliver gruñó. Iba a volverse loco. ¿Tenso? ¿Cómo esperaba encontrarlo esa
mujer? ¿Es que ella no estaba tan afectada como él por hallarse a solas con un
hombre? ¡Y en su dormitorio, por Dios!
Excitado y enfadado consigo mismo, giró la cabeza hacia ella.
―Supongo que, vistas las circunstancias, podría considerarse adecuado
llamarme por mi nombre ―masculló.
«¡Maldita sea!», pensó, hasta a él mismo le pareció desconsiderado dirigirse
así a la muchacha. ¿Y era él el que se había sentido ofendido por la tranquilidad
de Moray con respecto a que su hija estuviese a solas con él? Aplastó la cara
contra la cama ahogando un gemido de frustración.
―Discúlpeme, milady, no pretendía sonar tan grosero. ―Las palabras
habían sonado amortiguadas por el colchón.
Cuando se disponía a levantar la cabeza para ofrecerle una disculpa más
aceptable, la oyó responder suavemente.
―Disculpas aceptadas, Oliver, y mi nombre es…
―Saffron ―la interrumpió―. Lo sé.
La joven, asintiendo, le sonrió.
¡Santo Dios! Pensó que aún era más hermosa cuando sonreía. Iban a ser
unas horas muy largas.
El masaje transcurrió entre gemidos ahogados de Oliver y bufidos de
exasperación de Saffron, que no entendía tanta intranquilidad por parte del
muchacho.
Si ya no tenía dolor, ¿a qué venía el removerse inquieto continuamente?,
dificultaba su tarea y, además, le estaban entrando ganas de darle un cachete en
su duro trasero como si fuera un chiquillo.
Saffron enrojeció al darse cuenta de lo que había pensado. Su mano en su
trasero. ¡Dios Santo! Nerviosa, presionó bruscamente, lo que le valió un
alarido del barón.
―¡Auch!
Aturullada, la joven se disculpó:
―Lo siento, milord.
Enarcando una ceja, Oliver inquirió:
―¿Milord?
―Lo siento, Oliver ―respondió con una sonrisa―. De cualquier forma, ya
hemos acabado por hoy.
La muchacha guardó el frasco en el maletín y comenzó a lavarse las manos
en una jofaina colocada sobre una cómoda en la que también estaban los
artículos de aseo del barón. Echó un vistazo a los enseres masculinos: sus
útiles de afeitar, su frasco de loción… Le picaban los dedos por abrirlo y
aspirar su aroma.
Suspirando, se giró hacia el joven.
―Saffron ―preguntó Albans―, antes de ponerme los paños fríos, ¿podrías,
por favor, ayudarme a dar la vuelta? Me gustaría descansar un poco de esta
postura.
―Por supuesto.
La joven se acercó al lecho. Inclinándose, tomó a Oliver por debajo de uno
de sus brazos mientras él se ayudaba con el otro.
De repente, el peso del joven la venció y cayó sobre su pecho. Los dos se
quedaron paralizados hasta que Saffron alzó su mirada hacia él y vio que
estaba observándola fijamente.
La joven se ruborizó al ver el calor que irradiaban sus verdes ojos.
Oliver no pudo dejar de notar cuándo la mirada de ella correspondió con
pasión a la suya. Bajó la mirada hacia su boca y, antes de que su mente le
recordara las razones para no hacerlo, bajó la cabeza y rozó suavemente sus
labios contra los de ella.
Al oír su tenue gemido, deslizó la lengua por el contorno de su labio
inferior, lo que provocó que la muchacha respondiera, abriéndose para él.
Lanzó un gemido y profundizó el beso. Sabía maravillosa: a miel y limón.
Una de sus manos enlazó su delgada cintura, mientras la otra enmarcaba su
rostro, girándolo para obtener un mejor ángulo para besarla.
Ella levantó una mano hacia la nuca del joven y enroscó los dedos en los
largos cabellos que cubrían parte de su cuello.
La mano que enmarcaba el rostro femenino bajó y, uniéndose a la otra que
estaba en su cintura, levantó a la muchacha, colocándola sobre él. Volvió a
enmarcar su rostro con una mano mientras la otra recorría su espalda hasta
llegar al delicioso trasero y apretarlo contra él.
La joven jadeó al notar su erección contra su cuerpo, notaba sus pechos
pesados y un delicioso calor se extendía por su vientre hasta llegar a ese lugar
entre sus piernas que notaba húmedo.
Oliver notó su apasionada respuesta, la giró y la colocó bajo su cuerpo.
Tirando del corpiño del soso vestido introdujo una mano para tocar la suave
piel de su pecho. Amasó uno jugando con el pezón, ya erecto entre sus dedos.
Renuente, dejó libre su boca para continuar lamiendo y besando el suave
cuello femenino hasta llegar a los pechos cuyos pezones erectos reclamaban su
atención.
Saffron acariciaba su cabello, emitiendo suaves gemidos de placer.
La otra mano de Oliver se deslizó por su pierna, subiendo las ropas de la
muchacha y acariciando su pantorrilla. Se detuvo en la parte posterior de la
rodilla y prosiguió hasta llegar al suave muslo.
Elevándose, abandonó sus pechos para volver a saquear su boca. Su lengua
avanzaba y se retiraba, seguida por la suave lengua de ella, en una danza
sensual.
Su mano rozó su parte más íntima, notó la humedad que empapaba los
pliegues inflamados. Un gemido gutural salió de la garganta del joven.
Saffron notaba su feminidad tensa, húmeda y con un dolor que, más que
dolor, era una agradable tensión que parecía anticipar algo…
Oliver cesó el beso y levantó la cabeza para mirarla a los ojos. Sus
maravillosos ojos violetas estaban nublados por el deseo. La examinó hasta que
la muchacha consiguió fijar su mirada en la suya. Observó su mirada perdida
en la pasión, sus labios hinchados y el delicioso rubor que cubría sus mejillas.
¡Dios!, la adoraba.
Posó su mano sobre su montículo e introdujo uno de sus dedos en la
húmeda cavidad, ya preparada para él.
Saffron jadeó al notar la invasión. Él volvió a cubrir su boca con la suya y,
suavizando el beso, introdujo otro dedo. Al mismo tiempo, su pulgar empezó a
rotar encima del mojado botón.
Ella se agitó y sus gemidos aumentaban al mismo ritmo que aumentaba la
excitación de Oliver. Movió la boca besando su mentón, lamió el lóbulo de su
oreja, y besó su cuello hasta que notó que comenzaban los suaves espasmos.
Entonces elevó su mirada hacia ella, quería verla cuando se viniera, cuando se
viniera por él.
―Mírame, amor. Mírame, Saffron ―pidió suavemente sobre su boca.
Saffron abrió los ojos empañados por el deseo y los clavó en los suyos.
Notaba una tensión que aumentaba, expectante, esperaba…, hasta que las
oleadas de placer la invadieron. Gimiendo, se convulsionaba con los espasmos
de su primer clímax.
Oliver no perdía detalle de las expresiones que surcaban el rostro de
Saffron, de sus maravillosos ojos. Rebosaba de orgullo masculino viéndola
disfrutar con el placer que él le estaba proporcionando.
Cuando remitieron los espasmos, Oliver la besó tiernamente. Ella enlazó
sus manos en su cuello correspondiendo con pasión. ¡Santo Dios! Pensó
que era maravillosa, dulce, apasionada, preciosa… y era suya. ¿Suya? Meneó la
cabeza perplejo, ¿de dónde había sacado semejante idea? Solamente le había
proporcionado un momento de placer, nada más, ¿no?
Oliver se dejó caer a un lado de la joven, sentía su miembro palpitante y
dolorido, pero ese momento era para ella. Él podría solucionarlo más tarde, a
solas.
La atrapó con su brazo y la acercó. Saffron se acurrucó contra su costado y
colocó la cabeza en su pecho. Notaba el corazón del barón latir desbocado.
―¿Estás bien? ―preguntó Oliver, acariciando su brazo.
Ella levantó el rostro hacia él y le sonrió tiernamente.
―De maravilla ―contestó.
El muchacho soltó una risilla entre dientes llena de orgullo varonil y,
bajando la cabeza, acercó su boca a la de ella para besarla.
Saffron levantó una de sus manos para acariciarle el rostro y acercarlo más
a ella. Su beso era tierno, ella notó que Oliver estaba expresando mucho más
que deseo mientras profundizaba con su lengua.
Ella le salió al paso, intentando expresar dentro de su inocencia el amor
que sentía por él.
Llena de felicidad, pensó que estaba enamorada: amaba a ese hombre
melancólico y malhumorado. Temía que Oliver le hubiera hecho el amor
llevado por el agradecimiento y la lujuria.
¿Hacer el amor? Saffron rompió el beso. Él no había buscado su liberación.
Se dio cuenta de que el barón solo había buscado su placer sin pensar en el de
él.
―Oliver ―comenzó.
―Mmm…
―Tú no… ―Como si quisiera cerciorarse, Saffron bajó la mano
acariciando su pecho y su vientre hasta llegar a su miembro. Continuaba
erecto―. Tú no has tenido tu satisfacción.
Oliver detuvo la errante mano femenina y soltó una silenciosa maldición. Si
continuaba así, se vertería en ella.
Apartando la mano femenina, murmuró:
―Mi satisfacción ha sido ver cómo te venías por mí, contemplar tu
precioso rostro mientras disfrutabas de tu clímax y… ―susurró, acercando su
boca a la delicada oreja― alimentar mi vanidad, sabiendo que todo ese placer
te lo he proporcionado yo.
―Pero…
―Shhh… está bien, amor.
―Oliver, yo… ―Clavando la mirada en los verdes ojos, Saffron se
decidió―. Yo lo quiero todo de ti.
El joven se paralizó. ¡Dios Santo, esa mujer iba a acabar con su cordura!
―Cariño, no podemos. Lo que hemos hecho… bueno, sigues estando
intacta. No puedo tomar tu virginidad, tus oportunidades de contraer
matrimonio desaparecerían. No puedo hacerte eso. Además, está el aprecio
que le tengo a tu padre, mi honor no me permitiría tomar la inocencia de su
hija.
Al oírlo, Saffron se envaró. ¿Él pensaba que podría casarse con otro
después de lo que había sucedido entre ellos?
Algo se enfrió en su interior. «Para él solo ha sido una distracción»,
reflexionó. Qué tonta había sido. Por supuesto que no iba a tomarla, tendría
que ofrecerse por ella y sus intenciones nunca habían pasado de satisfacer su
lujuria. Al fin y al cabo, era la única mujer que tenía a mano.
Sintiendo que los ojos le picaban, Saffron se desenlazó suavemente de su
abrazo.
―Debo irme, se ha hecho bastante tarde. Si te dejo los paños húmedos a
tu lado, ¿podrías aplicártelos tú?
―Sí, por supuesto. ―Oliver la observó detenidamente. La mujer cálida y
apasionada de hacía unos minutos se había convertido en la reina del hielo.
Ella asintió y colocó la jofaina con los paños en la mesita.
―Saffron ―llamó. La joven ya había arreglado sus ropas, tomado su
maletín y se disponía a abrir la puerta―. ¿Qué ocurre? ¿He hecho algo que te
ha molestado?
―Por supuesto que no. ―Intentaba que su voz no delatase su dolor. A
duras penas podía contener las lágrimas―. Es solo que es tarde, ha sido un día
muy largo y necesito descansar.
Y antes de que Oliver pudiera responder, Saffron, intentando aparentar
serenidad, salió de la habitación.
El barón se quedó perplejo. ¿Qué había ocurrido? ¿A qué se debía esa
frialdad? No consideraba a la muchacha veleidosa y caprichosa como la
mayoría de las damitas de la aristocracia, ¿se habría equivocado en su juicio, y
era igual que las demás?
Sonrió irónicamente. Quizás, simplemente, él había cubierto sus
necesidades como mujer y no necesitaba nada más de un tullido con muletas.
Oliver se daba cuenta de que se estaba haciendo daño a sí mismo, estaba
echando sal en la herida, consciente de que era la rabia la que hablaba. Se
sentía humillado y avergonzado.
No podía tomar su virginidad. Los dolores volverían, estaba seguro. El
alivio que notaba estos últimos días se debía a los masajes que recibía, pero
cuando el conde y su hija se fueran volvería el dolor y la maldita silla de ruedas.
Su intención era ofrecerle matrimonio en cuanto estuviese completamente
curado ¡curado!, sonrió amargamente. Nunca se curaría, esos malditos dolores
no le abandonarían jamás, así que no habría posibilidad ninguna de hacerla
su esposa. Él la quería a su lado como su esposa, su mujer, su amante, no la
ataría a su lado como médica… y eso sería en lo que se convertiría su
matrimonio: un inútil y roto marido, siendo cuidado por su abnegada esposa,
que acabaría practicando la medicina solo con él y para él.
No se había relacionado mucho con la aristocracia londinense, pero
conocía lo suficiente ese mundo como para saber que una mujer como ella,
con su belleza e inteligencia, tendría en Londres multitud de caballeros
deseosos de ofrecerle matrimonio. Caballeros mucho más adecuados que él y,
sobre todo… con una salud perfecta.
Amargamente, pensó que la amaba lo suficiente como para dejarla ir.
Aquella niña de ojos violetas le había impactado, pero la mujer en la que se
había convertido lo había enamorado total y definitivamente.
¡Al demonio con todo!, llevaba mucho tiempo cómodamente solo, seguiría
así. Si no era ella, no deseaba a otra y, en el caso de necesitar aliviar sus
necesidades… sexuales, su mano le serviría.
Instintivamente, cogió uno de los paños húmedos que ella le había dejado
preparado. Observó el paño como si hubiera aparecido de la nada en su mano
y, soltando un alarido de furia, lo lanzó a través de la habitación.
n
Mientras tanto, tumbada sobre la cama, la muchacha ahogaba los sollozos
en la mullida almohada. Su padre dormía en la habitación de al lado, no podía
permitir que la oyera, sería un completo desastre.
«Toda la noche se ha convertido en un desastre», recapacitó.
Lo que había comenzado maravillosamente en brazos del hombre del que
se había enamorado acabó con desilusión y amargura.
Se tapó la cara con las manos, ¿qué podía hacer?
Recordó a su amiga. Si Darcy estuviese aquí sabría qué camino tomar. Su
decidida y audaz amiga, que había salvado de sí mismo al hombre que amaba,
sabría aconsejarla.
Pero la realidad era que Darcy no estaba. Tendría que buscar una solución
por sí misma.
Quizá si hablara con su padre… No entraría en detalles, por supuesto, pero
le contaría lo suficiente para que él pudiera aconsejarla. Confiaba plenamente
en él, su padre nunca la juzgaría.
n
Saffron se despertó en cuanto empezó a clarear. Se vistió rápidamente y se
recogió el pelo con una cinta, tenía prisa por ver a su padre, necesitaba hablar
con él antes de que bajasen a desayunar.
Llamó a la puerta del conde y entró cuando oyó su profunda voz,
autorizándola a pasar.
―Buenos días, querida. Esperaba encontrarte en el comedor para tomar el
desayuno. ―Malcolm se interrumpió al ver la cara descompuesta de su hija.
Acercándose a ella, la tomó por la barbilla―. ¿Ocurre algo, cariño?
Cabizbaja, Saffron asintió.
El conde la tomó de la mano y la llevó hacia la ventana, donde había una
mesita con dos sillones.
―Ven, siéntate. ¿Te parece que pidamos que nos suban el desayuno?
―Sí, papá, sería estupendo.
Malcolm avanzó hacia un cordón encima de su cama y a los pocos
segundos de tirar de él, Willis apareció. Solicitó que les subieran el desayuno y
ambos esperaron en silencio la vuelta del mayordomo.
Después de que dos doncellas colocaran sendas bandejas en la mesita y se
retiraran con una reverencia, Malcolm sirvió el té para los dos.
―Y bien, hija, ¿qué es lo que te atormenta? ―preguntó el conde
suavemente.
Saffron comenzó a relatar lo sucedido la noche anterior, omitiendo las
partes más íntimas. Solo explicó que se habían besado y acariciado… y le
relató, roja de vergüenza, las palabras de Oliver cuando le sugirió que debería
casarse con algún otro caballero.
Observó perpleja que su padre no se sorprendía. La escuchaba con la
mirada fija en un punto sobre el hombro de ella, mientras se frotaba el mentón
con una mano.
De repente, pareció despertar de lo que fuera que lo tenía absorto, tomó
un sorbo de su té y le espetó:
―¿Tú lo amas?
Saffron se quedó patidifusa. No esperaba esa pregunta de su padre, pero
tenía que ser completamente sincera con él.
―Sí, con todo mi corazón.
Malcolm tomó una mano de la muchacha y la acarició tiernamente.
―Entonces, me temo que yo también debo contarte algo.
Se levantó y paseó hasta la chimenea. Colocando un brazo sobre la repisa,
comenzó a hablar.
―Hace siete años, en Bruselas… no sé si lo recordarás, pero hubo una
reunión de oficiales en nuestra casa. Una de muchas, es verdad, puesto que
durante las primeras semanas de junio eran continuos los consejos de oficiales
en casa de un oficial en jefe u otro.
»Ese día ―prosiguió―, Oliver, el comandante Fleming, se excusó para salir
un momento al jardín. Cuando volvió, su expresión satisfecha era la de un gato
que se hubiera bebido la leche: lucía una sonrisa de oreja a oreja. Unos
minutos antes, yo había visto a través del ventanal a Darcy salir corriendo
como si la persiguieran los demonios. Esperaba verte siguiéndola, no en vano
donde estaba una, encontrabas a la otra; pero tú no la seguiste. Esperé
pendiente de la ventana y, después de un rato, te vi corriendo… y giraste la
cabeza para decirle algo a alguien. En unos segundos, entró Oliver. Solo tuve
que sumar dos y dos, hija. Habías impresionado al comandante Fleming. Unos
días más tarde estalló Waterloo y relegué esa pequeña anécdota en mi
memoria. Hasta que llegamos a Albans Hall.
Saffron escuchaba atónita lo que su padre le estaba contando. ¿Sabía que
Darcy y ella espiaban las reuniones de oficiales? Nunca las regañó ni les hizo
saber siquiera que lo sabía. La invadió una oleada de cariño hacia ese padre
maravilloso.
―Papá, yo…
Malcolm levantó una mano, acallándola.
―Permíteme seguir. Cuando te miró, en esto seré preciso, te vio. Observé
su mirada, era la mirada de un hombre que ha recuperado algo. Algo enterrado
en su memoria y que, al reaparecer, le había calentado el corazón. Al menos
esa es la sensación que tuve mientras le observaba.
»Después de la primera sesión de ejercicios, esa noche, vi cómo os mirabais
y ya no me quedó ninguna duda.
―¿Duda?, ¿duda sobre qué? ―preguntó Saffron.
―Sobre que sentíais algo el uno por el otro, hija.
―Dirás que yo sentía algo, él… ―aclaró la muchacha.
―Dije ambos, cariño, y es exactamente lo que quise decir. De cualquier
manera ―prosiguió el conde―, averiguaré qué es lo que pasa por la dura
cabeza del barón. Mientras tanto, quédate aquí, lee, sal a pasear por la parte
opuesta de la casa, haz lo que sea que quieras hacer. Yo pasearé con Albans y
le daré el masaje esta noche ―sentenció, ante la mirada atónita de su hija―.
Estoy deseoso de ver su expresión cuando me vea a mí en vez de a la persona
que espera ver.
Con expresión inescrutable, Malcolm besó a su hija y se dirigió a realizar la
tarea de escoltar al testarudo barón.
Cuando Moray entró en el comedor, se encontró con un meditabundo
Albans que volvía a juguetear con su desayuno, al parecer sin ninguna
intención de tomarlo.
Ignorando al abatido barón, Moray saludó alegremente.
―Buenos días, Albans.
Un gruñido fue la respuesta.
―¿Preparado para el paseo?
Oliver levantó la cabeza, no había notado la fragancia a limón y eucalipto
en la estancia. Miró en derredor, bajo la atenta mirada del conde.
―¿No esperamos a lady Saffron? ―preguntó, intentando disimular su
ansiedad.
Moray sonrió para sí.
―No. Mi hija no se encuentra muy bien hoy. Yo supervisaré el paseo
―respondió, observando atentamente la reacción de Albans.
El rostro del joven palideció.
―¿Está enferma? ¿Qué le ocurre? ¿La has examinado como médico?
―Oliver a duras penas podía contener su inquietud.
Moray hizo un gesto desdeñoso con la mano.
―Está perfectamente, solo le hacen falta unos días de descanso.
«¿Unos días?», pensó el barón, «¿Quién le daría el masaje nocturno?».
―Yo te daré el masaje. Soy médico también, ¿recuerdas? ―Moray se estaba
divirtiendo al ver la agitación que invadía al joven. «Te lo mereces, deja de
compadecerte de ti mismo».
Maldita sea, otra vez había expresado en voz alta sus pensamientos.
―Creo que no me encuentro muy bien, será mejor que lo dejemos para
mañana. ―Albans intentó zafarse del paseo y de la compañía, que no era la
esperada.
―Debes ser constante, ¿o pretendes desperdiciar todo el esfuerzo de
Saffron?
―¡No! Por supuesto que no es esa mi intención ―contestó, disgustado.
―Estupendo, entonces. ¿Vamos?
Un abatido Oliver tomó sus muletas e inició el rutinario paseo.
Mientras caminaba, su mente solo era capaz de rumiar una y otra vez en las
palabras del conde. ¿Cansada? «Anoche no aparentaba ningún cansancio»,
pensó cínicamente. El despecho que sentía le estaba haciendo ser injusto con
ella, pero le era indiferente. Al fin y al cabo, ella había conseguido lo que
quería. Lo había utilizado para saciar su curiosidad y él le había proporcionado
su primera experiencia sexual. Muy satisfactoria, por lo que pudo apreciar.
Estaban en paz, pensó hiriente. Ella había aliviado sus dolores y él había
satisfecho su curiosidad.
Moray observaba de reojo al meditabundo barón. Paseaba abstraído en sus
pensamientos, pero el conde observó algo en él que lo inquietó. Su mirada…
volvía a estar vacía.
Esa noche, el conde recibió la disculpa de Albans por no cenar en el
comedor. Moray cenó solo y pensativo. Confiaba en estar haciendo lo correcto
para provocar una reacción en el barón, pero ¿y si estaba cometiendo un error
de juicio? El muchacho llevaba mucho tiempo sumido en la más profunda
melancolía, ¿y si ni siquiera presentaba batalla?
Sumido en funestos pensamientos se dirigió a la alcoba de Albans.
Al oír la puerta, el joven ni siquiera movió un músculo. Le importaba un
ardite quién le aplicara el masaje. Para el caso, le importaba muy poco el
masaje. Solo deseaba que lo dejaran en paz, volver a su solitaria y tranquila
vida.
Sabía que se estaba compadeciendo de sí mismo, notaba cómo volvía a
invadirlo la melancolía… ¡qué importaba! La compañía y el amor no eran para
él, hacía mucho tiempo que lo sabía.
Después de aplicar el masaje, bajo la completa indiferencia de Albans,
Malcolm se dirigió a la alcoba de su hija.
Saffron abrió la puerta expectante.
El conde se pasó las manos por el cabello.
―Me temo que no está funcionando, hija.
La muchacha mantenía las manos juntas en la cintura y se las frotaba
nerviosamente.
―¿Qué ha ocurrido? ―Su voz sonaba sin ninguna inflexión.
―Vuelve a sumirse en el abatimiento. Asumí que no verte durante un día le
haría reaccionar, pero ha causado el efecto contrario. Presiento que te da por
perdida y, lo que es peor, intuyo que a su juicio cree que lo merece.
―Pero… no entiendo, él no siente nada por mí. Lo dejó bien claro cuando
prácticamente me conminó a buscar marido. ―La muchacha sacudió la cabeza,
confusa.
―Saffron, él siente algo por ti, de lo contrario no cabría esperar el
abatimiento que lo ha invadido. Los términos exactos de lo que sea que hayáis
hablado esa noche no los conozco, ni quiero conocerlos, pero ¿te has
planteado que pudiera ser que interpretaras equivocadamente sus palabras?
―Tras una pausa, el conde añadió―: Piensa, hija, no tiene sentido su reacción
si no te amase.
La joven intentó recordar las palabras de Oliver. ¿Y si solo se había
comportado como se esperaba de un caballero? ¿Se habría precipitado
esperando una proposición sin saber si él se consideraba preparado para
hacerla?
Levantó la mirada hacia su padre, que la observaba contrito.
―¿Qué puedo hacer, papá?
―Cariño, ¿tu corazón no te lo está diciendo? ―contestó tiernamente el
conde―. Eres inteligente ―prosiguió―, juiciosa y, lo que es más importante,
tendrás mi apoyo en cualquier cosa que decidas hacer al respecto ―acabó
Malcolm, mirándola seriamente.
No soportaba pensar en su inteligente y serena hija comportándose como
las bobas damitas de la aristocracia, sujetas a unas reglas absurdas, limitadas
por los propios varones de sus familias, reprimidas y condenadas vivir
continuamente sojuzgadas.
Su preciosa hija tenía una profesión en la que destacaba. Si bien su campo
de acción, debido a esos absurdos prejuicios, se limitaba a unos pocos
pacientes que eran familiares o amigos íntimos, cada vez más damas requerían
sus servicios. Se encontraban más cómodas y más libres para expresarse,
siendo examinadas médicamente por una mujer.
Y en cuanto a su futuro… gracias a su honrosa carrera al frente de los
servicios médicos militares el rey le había premiado, a falta de hijos varones,
con la posibilidad de transmitir directamente a su hija el título de condesa de
Moray cuando él falleciera.
Contaba con extensas propiedades en Escocia, así como otras en
Inglaterra, por lo tanto, su hija no tendría que depender jamás de un hombre,
al menos económicamente. En cuanto a su descendencia, Escocia era mucho
más liberal en lo referente al derecho hereditario.
Saffron miró a su padre decidida.
―Mañana seré yo quien le practique el masaje al barón.
Esas palabras tranquilizaron a Moray. Empezaba a estar un poco harto de
la indecisión y la apatía de los dos jóvenes. Se podía perder alguna batalla,
pero las guerras se ganaban peleando, no dejándose vencer por el
abatimiento.
Capítulo 6
Al día siguiente, Malcolm y su hija cenaron solos en el comedor. El barón
había vuelto a disculpar su ausencia en la mesa.
Mientras Moray degustaba una copa de brandy, Saffron se retiró para
prepararse. Decidió que esa noche aclararía la situación con Oliver.
Desechó el soso vestido gris que solía usar, así como el blanco mandil.
Optó por un precioso vestido de tarde en muselina azul turquesa con unos
delicados ribetes de encaje negro en el bajo y el escote. Unos pequeños
botones lo cerraban en el frente, lo que le daba facilidad para vestirse ella
misma. Sujetó su pelo con una cinta turquesa en una sencilla coleta y, tomando
su maletín, suspiró profundamente y se dirigió a la alcoba del barón.
Oliver permanecía tumbado en su cama. Resignado, esperaba la llegada de
Moray y reflexionaba sobre lo que le iba a decir.
Esta tortura se había acabado, le ordenaría que se fueran de su casa a la
mañana siguiente, ya no tenían nada que hacer allí. No pensaba pasar ni un día
más sabiendo que ella estaba en su casa y lo evitaba; pues si quería evitarlo, qué
mejor que se marchase a Londres.
En esos amargos pensamientos estaba cuando oyó abrir y cerrarse la
puerta.
Un aroma a limón y eucalipto invadió la alcoba.
Sacudió la cabeza, maldita sea, su mente empezaba a traicionarlo.
―Buenas noches.
Casi se parte el cuello al girar la cabeza cuando oyó la suave voz. Por un
momento, se quedó sin habla. ¡Ella estaba allí! Su corazón empezó a latir
salvajemente. ¡Santo Dios, solo le faltaba sufrir un ataque de apoplejía!
Cuando se hubo calmado un poco, el orgullo herido habló por él:
―Me honra con su presencia, milady. Supongo que, al ser su último día
aquí, se ha dignado a concederme el honor de proporcionarme usted el masaje
en vez de su padre.
―¿Último día? ―balbuceó, confusa, Saffron.
―Pensaba comunicárselo a su padre cuando acudiera a darme el masaje,
pero ya que ha venido usted supongo que puedo informarla de que mañana
abandonarán mi casa. Sin excusas ―contestó, fríamente.
―Eso lo veremos, terco del demonio ―murmuró la joven para sí.
―¿Perdón?
―Comencemos, si va a ser el último masaje no debo perder tiempo.
Maldita mujer, la estaba echando de su casa y le era completamente
indiferente. «Idiota», pensó, «¿qué esperabas?».
Volvió a apoyar la cabeza en la cama, girándola hacia el lado contrario de
donde ella se encontraba. Ya le iba a resultar un suplicio notar sus manos,
como para, además, tener que mirarla.
Al principio, el masaje se desarrolló con la misma rutina de siempre pero,
de repente, Oliver notó que las suaves manos subían por su espalda hasta sus
hombros, convirtiendo el masaje curativo en algo sumamente sensual.
Se había excitado al notar su olor y oír su voz cuando ella entró en la
alcoba, pero ahora… ¡Condenación!, a duras penas podía mantener la postura
boca abajo sin poder recolocar su excitado miembro.
Notó que la muchacha se subía a horcajadas sobre sus muslos.
―¿Qué-qué está haciendo? ―preguntó, ahogando un gemido.
―No llego a la parte superior de sus hombros.
―No tiene que llegar, no tiene nada que hacer por esa zona, mis hombros
están perfectamente sanos. ―Cada vez le costaba más contenerse y no
tumbarla debajo de él. ¡Por Dios! ¿Es que esa mujer no era consciente de lo
que le estaba provocando a su cuerpo?
Se revolvió inquieto, lo que provocó un meneo de la muchacha sobre sus
muslos que lo excitó aún más.
―Eso lo decidiré yo ―contestó serenamente la muchacha.
De repente, las caricias, porque aquello ya no era un masaje medicinal,
subieron hacia su cuello, intensificándose.
Cuando notó los pechos de la muchacha apretados contra su espalda, para
que sus suaves labios tuvieran mejor acceso a su cuello, ya no lo soportó más.
Se dio la vuelta bruscamente, la colocó debajo de su cuerpo y tomó su boca
con la suya.
La besó desesperadamente al principio, mordisqueando con avidez su labio
inferior, ella lanzaba su lengua al encuentro de la suya ansiosamente, mientras
sus manos enlazaban fuertemente su cuello.
Oliver no sabía si los gemidos eran suyos o de ella, sus manos empezaron a
vagar por su cuerpo y amasaron sus pechos, notaba los pezones ya erectos.
De repente, ella separó su cuerpo. A Oliver se le congeló la sangre…
«¡Otra vez no, por favor!», rogó en silencio.
Se atragantó cuando la vio desabrochar lentamente los botones que
bajaban por su corpiño. Perdió la paciencia y, de un manotazo, separó las
manos femeninas, metió la mano por su escote y rasgó el vestido, dejando a la
vista sus preciosos pechos.
―No era necesario destrozar el vestido ―rio la muchacha.
―Ya lo creo que sí. Eres muy lenta para ciertas cosas, muchacha ―contestó
guasón.
Sus miradas se prendieron y Oliver bajó la cabeza para lamer uno de sus
pechos mientras su mano atendía al otro. Saffron apretaba su cabeza contra
ella, gimiendo.
Empezó a retorcerse cuando sintió la humedad de su zona íntima y la
necesidad de ser acariciada allí.
Oliver comenzó a bajar una de sus manos, arrastrando el vestido al mismo
tiempo que acariciaba su cadera y proseguía hacia el vientre.
Saffron se alzó un poco para que él pudiera desembarazarse del vestido.
¡Por el amor de Dios, no llevaba nada debajo!
Oliver gimió al tiempo que posaba su mano sobre los rojos rizos de la
muchacha. Su boca subió para atraparla en un apasionado beso, introduciendo
dos dedos dentro de su mojada cavidad.
Su lengua imitaba el movimiento de sus dedos, entrando y saliendo,
mientras su pulgar empezó a rotar en su rosado y húmedo botón.
Saffron bajó las manos hacia la cadera del muchacho, intentando bajar los
holgados pantalones. Gracias a Dios que no tenían botones, sus nerviosos
dedos no serían capaces de soltarlos.
Le bajó los pantalones hasta los muslos, dejando al descubierto su
palpitante erección. Con un brusco movimiento, Oliver se deshizo de los
pantalones.
La muchacha se retorcía buscando algo más, notando la pesada erección de
Oliver sobre su vientre. Bajó una de sus manos para acariciar su miembro,
notando su dureza y suavidad. «Es perfecto», pensó.
Al notar la mano de la muchacha sobre su miembro, Oliver aumentó la
fricción sobre su ya hinchado botón, separando la mano femenina de su verga.
Si seguía tocándole así, se vendría como un adolescente inexperto.
Los gemidos de Saffron aumentaron y el joven levantó la vista para
observar el poderoso clímax de la muchacha.
Saffron clavó sus ojos en su verde mirada. Él no podía dejar de mirar su
expresión al alcanzar el éxtasis, se convulsionaba y gemía su nombre hasta que,
henchido de felicidad, la besó en el momento en que notó que empezaban a
remitir sus espasmos.
Inmerso en el beso, no advirtió el movimiento de Saffron.
La muchacha, aún excitada, abrió sus piernas permitiendo que el miembro
de Oliver se posicionara entre ellas.
En ese momento, el muchacho notó cómo la punta de su falo tocaba la
mojada entrada. Oliver se paralizó.
Acarició la cara de Saffron con los nudillos y clavó su mirada en ella.
―No, amor ―jadeó. Dios, lo estaba matando.
―Sí ―contestó Saffron bajando las manos hacia el duro trasero del
muchacho, empujando y haciendo que su miembro se internara más en ella.
―No podemos ―intentó Oliver. Ella agarraba fuertemente sus nalgas.
―¿No soy suficiente para ti? ―preguntó ella.
Viendo su mirada herida, al joven se le paralizó el corazón.
―Eres demasiado para mí ―musitó suavemente.
―Tómame, Oliver, quiero ser completamente tuya.
No pudo resistirse más. Se internó en su interior y, al topar con la delicada
barrera, la miró a los ojos. Ella asintió y enlazó su cuello, atrayéndolo hacia su
boca.
Oliver atravesó la barrera de un fuerte empujón, ahogando en su boca el
pequeño quejido de dolor de la muchacha.
Permaneció quieto unos instantes, hasta que notó que ella se revolvía.
Entonces empezó a moverse, al principio con movimientos lentos,
profundos, introduciendo y sacando su miembro casi por completo, hasta que
las caderas de ella se alzaron y sus piernas enlazaron su cintura.
Arreció los movimientos empujando más fuerte y más rápido, hasta que, al
oír el grito de ella, salió apresuradamente de su interior, vertiéndose en su
vientre con un gruñido.
Dejó caer la cabeza en el hueco de su cuello.
―Dios Santo, Saffron, cuánto te amo ―musitó en su delicada oreja.
Saffron creyó estallar de felicidad al oírlo.
Oliver levantó la cabeza, sorprendido por su propia confesión, y observó
los maravillosos ojos violetas, que aún estaban nublados por la pasión.
―Yo…
―Te amo, Oliver.
El muchacho se giró hacia un costado llevando el cuerpo femenino con él,
levantó su rostro con dos dedos y la besó.
Los dos expresaron con ese beso los sentimientos que les embargaban y,
cuando el beso cesó, sus ojos dijeron el resto.
Oliver se pasó una mano por el rostro. No había podido evitar declararle
su amor.
Hacer el amor con ella y estar dentro de su cuerpo había sido lo más
maravilloso que le había pasado, pero seguía dañado y ella era perfecta: en
conciencia, no podía atarla a él.
―¿Por qué me dijiste aquello la otra noche?
―¿El qué? ―preguntó, confuso.
―Que hacer el amor conmigo eliminaría mis opciones de casarme.
―Es la verdad, ¿no? ―No pretendía que su voz sonara tan seca, y la miró
para ver su reacción. Otra vez la había herido, pensó, al ver que su mirada
violeta evitaba la suya.
―No me dejaría sin opciones porque no tengo intención alguna de
casarme con ningún otro caballero.
―Saffron, yo no puedo ofrecerte matrimonio.
―¿Por qué? Acabas de decir que me amas… ¿o es simplemente algo que
sueles decir en esos momentos?
―Mírame, Saffron. ―Oliver tomó su rostro con la mano, haciendo que lo
mirara―. Jamás, ¿me oyes?, jamás he dicho esas palabras a nadie, en ningún
momento. Te amo. Te amo tanto que me duele el corazón, pero estoy dañado,
amor. Mis dolores pueden volver y te quiero demasiado para permitir que te
ates a un hombre dependiente de unas muletas o, en el peor caso, de una silla
de ruedas ―aclaró con amargura.
Saffron apoyó una mano sobre su pecho para poder elevarse y mirarlo a los
ojos.
―Los dolores no volverán, Oliver, la inflamación ha bajado y en un par de
días incluso dejarás de usar las muletas.
―Hace años que padezco los dolores, tu padre me ha visitado varias
veces…
―Visitas durante las cuales no permitiste que te explorara ―le interrumpió
la muchacha.
―Como sea. Es verdad que en estos diez días que lleváis aquí he notado
mejoría…
―¿Solo mejoría?
Oliver resopló.
―En verdad no me duele, pero ¿quién me garantiza que los dolores no
volverán? ―Saffron abrió la boca para responder pero el muchacho colocó un
dedo sobre ella, silenciándola―. ¿O que tras un mal movimiento, me lesione
otra vez? No puedo arriesgarme, amor, no tengo intención alguna de frenar tu
exitosa carrera como médica para restringirte simplemente a dar masajes,
aunque sea a tu propio marido.
―Nadie puede prever el futuro, Oliver, puedes volver a lesionarte, es
posible… no probable, pero posible. Pero ¿y si fuese yo la que sufriese un
accidente?, ¿o mi padre? La improbable posibilidad de que suceda no puede
limitar tu vida de esa manera. La vida es un continuo riesgo, tenemos que
hacer frente a los escollos que se nos presenten cuando ocurran, no podemos
dejar de vivir por miedo a lo que pueda pasar.
―No voy a ofrecerte matrimonio, Saffron. Créeme cuando te digo que es
lo que más deseo en esta vida, pero no puedo.
―¿Y si hay un hijo?
―¿Un hijo? ―preguntó, sobresaltado.
―A veces suele ser el resultado de lo que acabamos de hacer ―contestó,
sarcástica.
Oliver la miró ceñudo.
―No es necesario el sarcasmo, sé perfectamente que podría haber… en
fin, resultados, pero me he vertido fuera de tu interior, lo cual lo hace
improbable.
Saffron lo miró fijamente.
―Quizá tengas razón, no tendría por qué haber… ¿cómo lo llamaste? ¡Ah!,
resultados. Pero, a menudo, no derramarse dentro del cuerpo de una mujer no
evita que haya resultados. ¿Y si los hubiera, mi amor?
El joven palideció.
―Yo… si hubiera un embarazo habría dos maneras de afrontarlo.
Podríamos casarnos, en cuyo caso te irías a Londres y seguirías con tu
profesión contando con la protección de mi apellido, o…
―¿O? ―interrumpió Saffron cada vez más enfadada ante la cabezonería del
barón.
Oliver no prestó atención a su tono, obcecado como estaba en buscar
soluciones al posible problema.
―O… bueno, en Londres habrá multitud de caballeros encantados de darle
su apellido al niño. Tu padre incluso conocerá multitud de ex oficiales que
estarían encantados de ofrecerse en matrimonio.
La muchacha, ya completamente enfurecida, le dirigió una suspicaz mirada.
―¿Milford y tú tenéis algún tipo de acuerdo ante los matrimonios e hijos
indeseados? ―preguntó, entrecerrando los ojos. Recordaba el ridículo acuerdo
matrimonial que le había exigido Drake a Darcy.
―¿Drake? ¿Qué tiene que ver, en nombre de Dios, Drake en todo esto?
―Que sois igual de necios ―murmuró Saffron.
Oliver la oyó murmurar, pero no consiguió entender sus palabras.
―¿Disculpa?
La muchacha hizo un gesto con la mano, desestimando el comentario.
―Debo entender entonces que darías tu bendición a que tu hijo fuera
criado por otro hombre y llevase su apellido.
―Sí. ¡No! ¡Maldito infierno! ―gritó el joven.
―Shhh… tranquilo, lo decidiremos cuando suceda… si sucede.
Y acto seguido se encaramó más sobre él y, encerrando el rostro varonil
entre sus manos, plantó sus labios sobre la boca masculina.
Saffron aprendía rápido, no en vano conocía a la perfección los misterios
del cuerpo tanto del hombre como de la mujer. Lamió con su lengua los
suaves labios de Oliver hasta que este, con un gemido, abrió su boca para
permitirle entrar y sus lenguas se enlazaron en una sensual danza.
Esa noche hicieron el amor hasta agotarse. La joven notó que, si bien
Oliver intentaba mantener el control para no explotar dentro de ella, no lo
conseguía siempre. Quizá a causa, pensó, de que ella sabía cómo llevarlo al
límite con sus caricias.
Cuando Saffron se marchó a su alcoba empezaba a clarear. Dejó a un
enamorado, feliz, extasiado y preocupado barón Albans mientras ella, feliz,
repetía en su mente las absurdas palabras de Oliver: «Improbable», pensó,
«pero no imposible».
A la mañana siguiente, reunidos todos en el comedor, Moray no podía
dejar de observar a los dos jóvenes intercambiando miradas cómplices. Su hija
ruborizada hasta las orejas y Albans mirándola con adoración.
Suponía lo que habría pasado la noche anterior, pero por Dios que no
preguntaría. Era su hija, sí, pero no la había educado para rendir cuentas a
nadie, ni siquiera a su padre. Su relación padre e hija se basaba en la confianza,
y así seguiría.
Cuando llegó el momento del paseo diario Albans tomó las muletas pero
Saffron, adelantándose, las alejó de su alcance.
―No te van a hacer falta. Albans elevó una ceja.
―Me hacen falta ―replicó fríamente.
―Tu espalda está perfecta, es hora de que te muevas sin ayuda, si temes…
―¡No temo nada! ―El bramido de Oliver, que interrumpió a la muchacha,
sobresaltó a padre e hija.
―Albans… ―reprendió Moray.
―Si quieres que pasee va a ser con las muletas, sin ellas no daré ni un paso.
―Oliver…
―Las muletas, por favor ―exigió, extendiendo la mano.
―¡No! Ya te lo he dicho: no te hacen falta. ―Saffron empezaba a perder la
paciencia.
―De acuerdo, disfrutad del paseo. Sin mí retrasándoos podréis explorar los
jardines de la parte trasera de la casa: tengo entendido que son preciosos y la
mañana apunta estupenda para pasear.
Cruzó una pierna sobre otra y se arrellanó en el sillón.
Soltando un bufido poco femenino seguido de una maldición entre dientes,
Saffron soltó bruscamente las muletas y salió disparada hacia la terraza.
Malcolm agitó la cabeza con pesar. «Maldito terco», pensó.
―Albans… ―Oliver le dirigió una dolida mirada.
―Ahora no, Moray, ahora no.
El conde salió mientras asentía, siguiendo el camino de su hija.
La encontró en el jardín trasero, absorta en sus pensamientos. Al oírlo
llegar, se volvió y se abrazó a su padre.
―Papá, ¿qué puedo hacer? Está aterrorizado de que le vuelvan los dolores
y ya has comprobado que no dejará las muletas.
―Tranquila, cariño, reaccionará. Solo espero que cuando reaccione no sea
demasiado tarde.
―¿A qué te refieres?
―Nos iremos en un par de horas. ―Moray levantó una mano para detener
las protestas de su hija―. No nos echa él, nos vamos nosotros. Tiene que
entender que nos vamos porque nuestro trabajo ha terminado. No hay
inflamación y no habrá dolores pero, hasta que lo entienda, y lo tiene que
entender por sí mismo, estará solo.
―Pero eso es lo que desea, estar solo y compadecerse de sí mismo, si lo
dejamos solo…
Moray la interrumpió.
―Tú lo has dicho: si lo dejamos. Antes estaba solo, pero ahora… ¿Él te ama,
Saffron? ―preguntó suavemente.
―Sí, papá.
―¿Te lo ha confesado? ―insistió.
―Sí.
―Entonces ahora que se ha enamorado, comprobará la diferencia entre
haber estado solo antes y estar solo cuando te vayas. Si te ama de verdad,
superará sus miedos, cariño… y si no los supera y te pierde, bueno..., entonces
estarás mejor sin él. El comandante que conocí no le tenía miedo a la vida y
dudo que a este hombre no le quede un poco en su interior de ese comandante
valiente y honorable.
Saffron asintió. Su padre tenía razón, Oliver estaba curado y, si se
quedaban, se confiaría y no superaría sus miedos. Se le partía el corazón tan
solo de pensar en dejarlo allí, pero entendía que no había otra solución si
quería que recuperase la confianza en sí mismo.
Cuando regresaron a la casa, Albans se había retirado a su habitación.
Moray hizo llamar a Murphy y le avisó de que se iban en una hora.
―¿Podrías comunicar al barón que solicitamos el placer de su presencia?
Desearíamos hablar con él si fuera posible.
―Por supuesto, milord.
Al poco rato, el barón entró en la habitación. Se sentó en uno de los
sillones, colocando las muletas a un lado.
―Murphy me ha dicho que deseáis hablar conmigo.
―En efecto, Albans. Pero más que hablar, deseamos avisarte de que
regresamos a Londres.
―¡¿A Londres?! ―El barón palideció. Dirigió una aterrorizada mirada hacia
Saffron, que mantenía los ojos fijos en él. Notando la serenidad de la que
hacían gala padre e hija, procuró calmarse.
―¿Por qué? ―preguntó, fríamente, dirigiéndose a Saffron.
―Nuestro trabajo ha terminado, aunque temas reconocerlo, estás curado y
no nos necesitas ―respondió la muchacha.
«Te necesito, amor. Te necesito tanto como el aire que respiro», pensó,
atormentado. Pero solo respondió:
―Entiendo.
―Si nos disculpas, subiremos a hacer las maletas, ya hemos avisado a
Wilson para que preparen nuestro carruaje. Queríamos despedirnos de ti antes
de irnos.
―Por supuesto.
Padre e hija se levantaron, y Oliver con ellos. Su mirada no se despegaba de
Saffron, la muchacha también se resistía a apartar sus ojos de él.
Moray intervino.
―¿Vamos, hija?
Sin decir una palabra, la joven siguió a su padre escaleras arriba.
Cuando estaban llegando a sus alcobas, oyeron un estruendo de cristales
rotos en la planta de abajo. Saffron, sobresaltada, corrió a su habitación sin
poder reprimir las lágrimas.
n
Oliver permanecía de pie, apoyado en las muletas, en la puerta principal
mientras observaba cómo el cochero y el lacayo de Moray colocaban el
equipaje en el carruaje.
Moray se acercó y le dio un fuerte abrazo.
―Espero verte pronto, Albans… a ser posible, en Londres.
―Adiós, Moray. ―Oliver se despidió fríamente. Su mirada no se despegaba
de Saffron.
Moray se acercó a la puerta del carruaje, dispuesto a ayudar a su hija. Esta
vaciló y echó a correr hacia los brazos de Oliver. Se abrazó a él mientras las
lágrimas corrían por su rostro. El barón, sin pensar en lo que hacía, soltó las
muletas y abrazó fuertemente a la muchacha. Colocando una mano en su
rostro enjugó las lágrimas con el pulgar y, después de mirarla fijamente, bajó su
cabeza y atrapó sus labios con su boca. Se besaron desesperadamente sin
pensar en nada ni en nadie más. Solo estaban ellos.
Oliver separó sus labios y, encajando la cabeza en el cuello de la muchacha,
susurró:
―Te amo, Saffron, ojalá no fuese un cobarde, pero… solo recuerda que te
llevas mi corazón, mi preciosa niña de los ojos violetas.
La muchacha alzó una mano y le acarició el rostro.
―Yo también te amo, mi amor. ―Se separó y echó una mirada hacia donde
estaban tiradas las muletas: Oliver se mantenía de pie sin ayuda. La sostenía
entre sus brazos sin apoyo ninguno. Su corazón se calentó con un poquito de
esperanza. Quizás…
Saffron tomó la mano de su padre y subió al carruaje seguida por él. La
puerta se cerró tras ellos y el cochero azuzó a los caballos.
Oliver, ajeno a todo, permaneció de pie contemplando cómo se alejaban
hasta que un toque en su brazo le hizo mirar hacia un lado. Murphy le estaba
ofreciendo las muletas que había recogido del suelo. El barón las miró
confuso. ¿Había permanecido de pie sin las muletas todo el rato? Dirigió su
mirada hacia Murphy. Este, comprendiendo, asintió, moviendo la cabeza
tristemente.
Una vez que el coche se hubo alejado de la casa, Saffron, sin retirar la
mirada de la ventana, comentó suavemente a su padre:
―Papá, ¿te has dado cuenta?
―Sí, hija. Ten esperanza. Un día, en vez de estar tan pendiente de sus
muletas, abrirá los ojos y se dará cuenta de lo que estas le han costado y, ese
día, cariño, ese día correrá hacia ti.
Capítulo 7
Llegaron a Londres a media tarde y Moray se dirigió directamente a Milford
House, residencia de Drake. Sabía que el joven marqués estaría deseoso de
recibir noticias de su amigo, y a Saffron le haría falta la compañía de Darcy.
Después de llegar a la residencia de los marqueses de Milford, el conde
envió el carruaje a su propia residencia con la orden de que subieran el
equipaje y descansaran. Drake se encargaría de poner un coche a su
disposición cuando fueran a regresar.
En el salón estaban reunidos los marqueses, el conde de Bedford, padre de
Darcy, y lady Connors.
Se saludaron unos a otros con fuertes abrazos. Darcy abrazó
cariñosamente a su amiga. Saffron acarició tiernamente la pequeña
prominencia en la barriga de la morena.
―¿Qué tal se encuentra el pequeño? ¿Y tú? ¿Has vuelto a desmayarte?
―¡Santo Dios, no! Drake me hubiera atado a la cama ―contestó risueña a
su amiga, haciéndole un guiño.
Ambas sonrieron, cómplices. Darcy había tenido que atar a su marido por
las noches para evitar que con sus violentas pesadillas pudiera hacerse daño a
sí mismo o a otros. Y, con buenos resultados, después de varios días, las
pesadillas remitieron hasta acabar cesando por completo.
―Gracias a que he seguido tus consejos, tomando algo sólido en la cama
antes de levantarme ―prosiguió la marquesa―. Tengo un poco de sueño
durante el día, pero nada que no pueda remediar una buena siesta ―dijo,
sonriendo pícaramente.
Saffron sonrió, pero su amiga notó que la sonrisa no llegaba a sus ojos. La
conocía demasiado bien.
―¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué ha pasado?
La joven pelirroja miró tristemente a su amiga.
―Darcy…
«Pero ¿qué demonios ha pasado en Hertfordshire para que la serena
Saffron vuelva desencajada?», pensó Darcy.
La marquesa, girando a su amiga hacia la puerta, la enlazó del brazo y se
dirigió a los caballeros que se estaban sirviendo sendas copas de brandy:
―Caballeros, tía Laura, me llevo a Saffron arriba, necesita asearse del viaje
y descansar un poco. Nos veremos en la cena, porque os quedaréis a cenar…
¿tío Malcolm?
―Por supuesto, querida, por supuesto. Será un placer.
Darcy asintió y se llevó a su amiga hacia sus habitaciones.
n
En la salita de Darcy de los aposentos de los marqueses, Saffron se sinceró
con su amiga sin callarse nada. Con ella no había vergüenza posible.
Al terminar su relato, la pelirroja observó el rostro pensativo de su amiga,
su astuta mirada se fijó en ella.
―¿Te vas a rendir? ―preguntó.
―No.
―Bien, no esperaba menos de ti. Teniendo en cuenta que podemos
permitirnos un mes, o algo más de plazo, para saber si hubo consecuencias…
Escucha, esto es lo que haremos…
n
Cuando las muchachas hubieron abandonado el salón, Drake, que a duras
penas podía contener su ansiedad por saber de su amigo, se volvió hacia
Malcolm.
―¿Y bien? ―Se le cayó el alma a los pies cuando observó la expresión del
médico.
―La parte médica ha funcionado perfectamente ―contestó Moray―, pero
me temo que la parte emocional…
―Mierda ―musitó Drake.
―Sentémonos y explícanos qué ha ocurrido, Malcolm ―indicó Cedric.
Moray empezó a relatar lo sucedido desde su llegada a Albans Hall: el
estado de abatimiento e indiferencia en el que encontraron a Oliver, sus
reacciones después de recibir los masajes médicos de Saffron, el
enamoramiento de ambos jóvenes, que originó una cariñosa sonrisa de Drake,
y la obstinación del barón en negarse a admitir que estaba curado y su miedo a
prescindir de sus muletas, así como su negativa a casarse con Saffron temiendo
que sus dolores volvieran y atarla a un lisiado de por vida. Esta última frase,
aclaró, eran palabras literales del barón.
Incluso les relató el detalle de la despedida de ambos jóvenes, cuando
Oliver había soltado las muletas instintivamente para abrazar a Saffron y ni se
había dado cuenta de que permanecía de pie sin apoyo ninguno.
Lady Connors, al contemplar el rostro atormentado de Malcolm, le apretó
la mano suavemente. El conde agradeció el comprensivo gesto con una dulce
mirada.
Drake se había levantado y paseaba por la habitación como un león
enjaulado. Su pelo era un revoltijo de tanto pasarse las manos por la cabeza.
Al oír las últimas palabras de Moray, el marqués saltó.
―¡Maldita sea! ¡Terco del demonio! ¡Yo no podía controlar mis pesadillas al
estar dormido, pero él…!
―Cálmate, Drake, recuerda lo que le costó a Darcy convencerte de que
podías superar las pesadillas.
Al oír el nombre de su esposa la mirada del joven se dulcificó y sonrió
lobunamente, recordando lo creativa que había sido su mujer para conseguir
que cesara su violencia durante el sueño.
En ese momento se oyó el gong de aviso de que la cena estaba lista. Se
dirigieron hacia la puerta dispuestos a esperar a las jóvenes para acudir al
comedor.
―¿Qué podemos hacer? ―murmuró un preocupado Drake. Una suave voz
femenina respondió.
―Esperar.
Todos miraron sorprendidos a la dueña de la voz, Saffron, que permanecía
parada con su mano enlazada en la de su amiga. Moray pensó que la
conversación entre ellas parecía haberla tranquilizado.
Las miradas que intercambiaron ambas muchachas atrajo la atención de
Moray. No solo se había tranquilizado, sino que algo tramaban esas dos. «¡Ay,
Dios!», pensó, y no pudo evitar compadecerse del pobre barón. Esas dos
cabecitas conspirando juntas no presagiaban nada bueno.
n
El grupo comenzó a cenar. Drake no podía resistir su impaciencia. Su
esposa tenía esa mirada que él conocía muy bien, no en vano la había padecido
durante varias semanas, y la pelirroja estaba demasiado tranquila.
Dejando sus cubiertos en la mesa, tomó un sorbo de vino, ya no pudo más.
―Hablad ya, nos tenéis en vilo. ―Observó en derredor y, al ver los
tranquilos semblantes de los condes, puntualizó―: Por lo menos a mí.
Rodó los ojos cuando vio que las muchachas intercambiaban sonrisas
cómplices.
«¡Condenación!», pensó. Él solo tuvo que sufrir a una, compadecía a Oliver
si las dos se aliaban contra él.
Con un asentimiento de Saffron, Darcy habló:
―Le daremos un mes para que se presente aquí. Ya no andando, sino
corriendo―. El último comentario arrancó las sonrisas de todos los presentes:
esas dos eran capaces de traerlo corriendo desde Hertfordshire, azuzándolo
con un palo.
―Si en un mes no se presenta, nosotros nos presentaremos en Albans
Hall…
Drake la interrumpió.
―¿Nosotros? ―Entrecerrando los ojos, la miró con suspicacia―. ¿Quiénes
de nosotros exactamente?
―Todos nosotros ―contestó su mujer.
Lady Connors, sentada al lado del conde de Moray, se inclinó para
susurrarle:
―Milord, me temo que yo no podré acompañarles, mi hijo está a punto de
regresar del Continente y me gustaría estar en Londres cuando llegue, lo
lamento de veras ―explicó, contrita.
―No se angustie, milady, entiendo que desee ver a su hijo cuanto antes
después de tanto tiempo de ausencia. Un hijo es lo más importante y si no,
míreme a mí, yendo y viniendo de Albans Hall para procurar la felicidad de
Saffron.
―Si la estancia se alarga, cosa que me temo a causa de la terquedad del
barón, ¿me permitiría escribirle para ponerla al día de los posibles avances o
retrocesos? ―sugirió el conde con una sonrisa.
―Por supuesto, esperaré sus noticias ansiosamente. Saffron se merece ser
feliz ―contestó con una sonrisa lady Connors.
Fueron interrumpidos por el bramido del marqués.
―¡Te recuerdo que en un mes estarás…!
―Estaré de camino a Hertfordshire. ―La mirada que Darcy lanzó a su
marido habría congelado el lago Ness.
El temperamento del marqués se encendió.
―Estarás embarazada de cuatro meses. ¡No voy a consentir que hagas ese
viaje! ―explotó.
―¡¿Que no vas a consentir el qué?! ―ante el estallido de su mujer, Drake
pensó que debería haberse callado― Te recuerdo que estoy embarazada, no
enferma, y que vamos a Hertfordshire, no a las colonias. ¡Además, vamos no
con uno, sino con dos médicos! ¿Será suficiente para que consientas?
Drake se encogió incómodo en su silla, ignorando las miradas divertidas de
los demás. ¿Quién le mandaría a él abrir la boca desafiando a la víbora morena
que era su mujer? «Ya debería haber aprendido», pensó con resignación.
Después de sermonear a su marido, Darcy continuó como si nada:
―Llevaremos con nosotros al prometido de Saffron ―Drake ni se atrevió a
preguntar: miró en derredor esperando que algún valiente se atreviera a
preguntar, quizá su padre…
Y, en efecto, Bedford se atrevió:
―¿El prometido de Saffron? ―preguntó, confuso.
―Sí ―respondió la marquesa alzando la barbilla, arrogante.
―¿Sería posible conocer el nombre de su prometido? ―preguntó, jocoso,
Moray―. Como padre de la novia, me temo que debería estar al tanto de a quién
le he concedido su mano ―prosiguió, sarcástico.
―¡Ah, eso ya no lo sé! ―contestó Darcy.
―¡¿No lo sabes?! ―Los tres hombres casi preguntaron a la vez.
―Pues no. Ni Saffron ni yo conocemos muchos hombres. ―Eso le valió
una mirada orgullosamente varonil de su marido, la cual ignoró―. Para el caso,
ninguno, así que vosotros tendréis que hacer una selección entre los exoficiales
que conozcáis y que os merezcan confianza para nuestro plan ―finalizó,
altanera.
Los hombres se miraron unos a otros, hasta que poco a poco empezaron a
dirigirse miradas de entendimiento.
―¡Damian! ―exclamó Drake. Los otros asintieron, todos habían pensado
en el mismo hombre.
―¿Damian? ―Saffron habló por primera vez.
―El comandante Evans, vizconde Lewes ―contestó Moray.
―¿Y aceptará? ―preguntó, dudosa, la pelirroja.
Los tres caballeros estallaron en carcajadas.
―¡Vaya si aceptará! Estará encantado ―farfulló Drake entre risas.
Ante la mirada dudosa de las damas, se apresuró a aclarar:
―Damian fue nuestro mejor amigo durante toda la campaña. Servía en
nuestra compañía, aunque su trabajo, en realidad, era más bien… digamos que
en la sombra, y estuvo con nosotros cuando… ―Su mirada se nubló―.
Cuando Badajoz.
La mano de Darcy tomó la de su marido, apretándola suavemente. Este
giró su mano y entrelazó sus dedos con los de ella, ambos sabían lo que le
había costado el sitio de Badajoz al marqués.
n
Murphy se hallaba al borde de la desesperación. El barón, si bien había
desechado la silla de ruedas, continuaba usando las muletas. Todos en la casa
notaban que no las necesitaba: cuando se encontraba inmerso en sus
recuerdos, inconscientemente aflojaba su apoyo en ellas.
Había pensado en esconderlas, pero ¿de qué habría servido?, con lo terco
que era su antiguo comandante, volvería a la silla de ruedas sin inmutarse.
«Claro que», pensó, «ahora ya no se inmuta por nada». Desde que el conde y
su hija se marcharon, había vuelto a su anterior estado de indiferencia y
melancolía, con la diferencia de que ahora se alimentaba mejor. No había
dejado de caminar todas las mañanas y cada vez se aventuraba un poco más
lejos de la casa, eso sí, sin soltar las malditas muletas.
Mientras lo ayudaba a desvestirse esa noche para acostarse, Murphy lo
intentó de nuevo. Había pasado casi un mes desde que se habían ido y
nombrar al conde, y sobre todo a su hija, era garantía de padecer toda la ira del
barón.
Carraspeó y se lanzó.
―Milord, ya se mueve con soltura con las muletas, ¿consideraría ir a Londres?
―No se me ha perdido nada en Londres ―contestó, fríamente.
―Por supuesto, milord, solo pensé que le agradaría ver a su amigo el marqués
de Milford.
―Lo que me agrade o no, no es asunto tuyo, Murphy.
―Pero, milord…
―Cuidado, sargento, está sobrepasando sus competencias.
El valet, contrito, agachó la cabeza. Cuando el barón se dirigía a ellos por su
rango militar, convenía desaparecer de su vista a la mayor brevedad.
―Disculpe, milord. ―Recogió la ropa usada del barón y salió de la alcoba.
Oliver, tumbado en la cama con las manos detrás de la cabeza, miraba
fijamente el dosel. Por fin usaba su alcoba. Con las muletas había conseguido
subir y bajar las escaleras sin problemas y cada vez que llegaba al piso en que
se encontraban sus habitaciones su mirada se dirigía hacia el ala contraria,
donde se hallaba la alcoba que había usado ella.
Ella…, ni se atrevía a decir su nombre. Casi prefería volver a sufrir los
dolores de su espalda antes de estar padeciendo este dolor. Le dolía el corazón;
tanto, que le costaba respirar. A veces pensaba que se asfixiaría antes de
conseguir aspirar aire otra vez.
«¿Cómo estará?», se preguntó, «¿llevará a mi hijo en su vientre?». «No»,
reflexionó, «es muy pronto para saberlo, ¿no?». Estaría disfrutando de la
sociedad de Londres, con su belleza y sus increíbles ojos tendría multitud de
caballeros a su alrededor.
Una solitaria lágrima se deslizó por su sien. Agitó la cabeza. No podía
pensar más en ella, empezaba a resultar enfermiza su obsesión, máxime
teniendo en cuenta que nunca sería suya. Cerró los ojos y suplicó por la
bendición del sueño.
Capítulo 8
La reunión en Brooks’s estaba resultando bastante satisfactoria. Bedford se
había puesto en contacto con el vizconde Lewes, y ahora se encontraban todos
reunidos en uno de los salones privados de Brooks’s.
―¿Y dices que Fleming, perdón, Albans, tiene miedo de andar sin apoyo y
por esa causa no va a ofrecerse en matrimonio? ¿Pese a que está
enamorado de lady Saffron? ―Damian se dirigió a Drake, incrédulo.
―Esa es la situación, sí.
―¿Albans temiendo a algo? Si no fueras tú el que me lo está contando, retaría
a duelo a quien se atreviera a decir semejante cosa delante de mí.
Lord Damian Evans, vizconde Lewes, tenía una presencia imponente. Alto,
de la misma estatura que Drake pero más corpulento y de pelo castaño, sus
ojos eran cálidos, de un color azul oscuro. Tenía una cicatriz debajo del
pómulo izquierdo, que no apagaba para nada su atractiva cara. Nariz recta,
pómulos altos, mentón cincelado: era un hombre que llamaba la atención de
las damitas y de las no tan damitas.
―¿Nos ayudarás, Lewes? ―preguntó, preocupado, Moray. Damian se frotó
las manos divertido.
―Por supuesto, será un placer provocar a ese cabezota de Oliver.
―¿Tienes algún compromiso para cenar? ―preguntó Drake―. He avisado a
mi esposa de que nos acompañarías en la cena, por supuesto, si no tienes
contraída ninguna obligación previa.
―Esta noche no me he comprometido con nadie, pensaba cenar aquí, en el
club, por lo que será un honor y un placer volver a ver a las encantadoras
hijas de mis antiguos oficiales superiores ―respondió Damian, sonriente.
n
Cuando llegaron a Milford House, que casi se había convertido en el
cuartel general para planear la caída del barón Albans, las damas esperaban en la
sala con sendas copas de jerez. Después de las pertinentes presentaciones,
Saffron se disculpó y salió de la habitación ante la mirada confundida de los
demás.
Darcy se disponía a ir a buscarla cuando la pelirroja regresó sosteniendo en
su mano un pequeño frasco que tendió al vizconde con una sonrisa.
―Esto es aloe vera, milord, regenera la piel. Si se aplica un poco todas las
noches en la cicatriz, verá cómo en poco tiempo esta se irá atenuando. No
desaparecerá del todo, me temo, pero se convertirá en una leve marca.
Damian, gratamente sorprendido, cogió el frasco de su mano e inclinando
la cabeza agradeció el detalle.
―Gracias, milady, no tenía que preocuparse, en verdad la cicatriz no me
molesta, pero si con su ungüento consigo parecer aún más atractivo para las
damas, le estaré eternamente agradecido ―dijo Damian, guiñándole un ojo
divertido.
―Será un placer ayudar a aumentar su encanto en los salones… y fuera de
ellos, milord ―respondió Saffron sonriente.
A ambas jóvenes les agradó de inmediato el joven vizconde. Alegre, con
sentido del humor y, lo más importante: sus padres lo apreciaban y se notaba
el cariño y la amistad que había entre Drake y él, al igual que cuando hablaba
de Oliver.
«Además, gracias a Dios Drake no lo considera una amenaza a su
masculinidad», pensó Darcy, observando lo feliz y relajado que estaba su
marido charlando con el vizconde.
La cena transcurrió en un ambiente distendido. Los condes asistían
divertidos al intercambio de bromas entre los dos jóvenes, notando cómo la
compañía de Damian beneficiaba a Drake.
Ambos intercambiaban recuerdos y se ponían al día sobre sus respectivas
vidas.
Cuanto la cena finalizó, todos se retiraron al salón contiguo, los hombres
para disfrutar de una buena bebida y las damas con su té.
No era lo habitual que caballeros y damas compartieran sobremesa, la
costumbre era que los caballeros disfrutaran a solas de los cigarros y las copas
y las damas se retiraran a saborear el té.
En este caso, al no fumar ninguno de los hombres y teniendo en cuenta
que el motivo de la cena era ayudar a una de las damas, se saltaron el
protocolo. Al fin y al cabo, estaban en familia.
―Por lo tanto, mi cometido sería convertirme en el prometido de lady
Saffron, si no he entendido mal ―observó Damian.
―Exacto, debemos conseguir que ese obcecado barón supere sus malditos
temores ―contestó Moray.
―Todavía me es difícil creer que Oliver le tema a algo. No encaja con el
hombre que conocí.
―Todos hemos cambiado de alguna manera, Lewes, y todos volvimos del
Continente con nuestros propios fantasmas ―Drake intercambió una tierna
mirada con su esposa―. Pero debemos superar todo aquello y si contamos con
la ayuda de buenos amigos…
―Permíteme una observación: ¿sería mucho pedir que me llamaras por mi
nombre? Nos conocemos desde hace muchos años y hemos pasado mucho
juntos como para tratarnos con tanto protocolo.
―Será un placer, Damian.
―Lo mismo digo, Drake ―respondió con una carcajada.
―Quizá sería conveniente tutearnos también a nosotras ―apuntó Darcy.
―En el caso de mi prometida ―sonrió Damian― lo veo lógico pero me
temo que, en su caso, señoría, creo que no sería adecuado.
Darcy rodó los ojos, murmurando algo que sonó a marqués acompañado
de una maldición.
―Quizá no en público, pero en privado no veo por qué no
―respondió, mirando a su marido esperanzada, en busca de apoyo.
Drake sonrió.
―Damian, me temo que mi esposa no es una marquesa al uso, quizá
podrías tutearla en privado, casi te lo suplico. Ya que yo soy el causante de que
tenga que soportar el tratamiento correspondiente a su rango por matrimonio,
me temo que mis noches van a ser, digamos… frustrantes, si no accedes a
complacerla.
Tanto los condes como el vizconde soltaron sonoras carcajadas, la audaz
marquesa tenía a su marqués envuelto en el dedo meñique y el susodicho se
mostraba encantado.
―Y bien, ¿cuál sería el plan? ―preguntó el vizconde.
―¿Cuánto tardarías en organizar tus asuntos para salir hacia Hertfordshire?
―inquirió Moray.
―Un par de días, supongo. Debo notificar a mis abogados dónde
encontrarme en caso de que surja algún imprevisto y cancelar un par de
compromisos, que por otro lado estaré encantado de anular ―respondió,
sonriente.
―Entonces en tres días partiremos hacia Albans Hall ―decidió Bedford.
Cuando el vizconde anunció que se retiraba, se despidió de las dos familias
y, al llegar el turno de Saffron, le besó los nudillos y le dijo, guiñándole un ojo
pícaramente:
―Hasta pronto, querida mía.
Saffron estalló en carcajadas.
Tres días después, tres carruajes partieron hacia Hertfordshire.
n
―¡Milord! ―Un alterado Murphy irrumpió en la biblioteca donde Oliver
intentaba concentrarse en leer un libro.
El barón levantó la cabeza sobresaltado.
―¡Por Dios Santo, Murphy! ¿Qué diantres ocurre ahora?
―¡Tres carruajes se dirigen hacia la casa!
―¿Qué demonios? ¿Hacia aquí? ―Confuso, Oliver se levantó del sillón y se
acercó al ventanal con ayuda de las muletas.
Efectivamente, observó tres carruajes que se acercaban al trote.
―¿Quiénes son? ―preguntó, sin dejar de observar a los carruajes.
―No lo sé, milord.
―Averigua su identidad. O no, me es indiferente quienes sean, ¡échalos!
―bramó.
Murphy salió a la carrera hacia la puerta principal, maldiciendo. A ver
cómo echaba él a esa gente, que suponía de la nobleza por los blasones de los
carruajes. A esa distancia no distinguía los emblemas y, en el supuesto de que
los distinguiera, solo conocía el emblema del conde de Moray, que era el único
carruaje que había visitado Albans Hall.
Como si su nombre hubiera sido conjurado, reconoció el blasón.
¡Santo Dios! ¡El conde de Moray! ¡Había vuelto! Al barón no le iba a
complacer en absoluto la visita y ¡además, acompañado!
Los carruajes llegaron a la puerta principal. Los lacayos que bajaron
dispuestos a abrir las respectivas puertas se paralizaron al escuchar un grito.
―¡No!
Una cabeza se asomó por una de las ventanas: el conde de Moray,
asombrado, se dirigió al alterado valet.
―¿Qué ocurre, Murphy?
―Milord, milord, lo siento muchísimo, pero… ―Murphy echó un vistazo a
su espalda, hacia la ventana desde donde el barón vigilaba―. Lord Albans me
ha ordenado que no les permita bajar. Lo siento mucho, milord, le presento
mis excusas, pero el barón me ha ordenado que les eche ―soltó de corrido.
Moray observó al avergonzado valet que, ruborizado como una remolacha,
no sabía dónde meterse.
―Tranquilízate, hombre, yo hablaré con Albans.
Salió del carruaje y se dirigió hacia los otros dos, de los que se asomaban
sendas cabezas masculinas. Intercambiaron unas breves palabras y, siguiendo al
atribulado valet, se internó en la casa.
Dos cabezas asomadas a sus correspondientes ventanillas intercambiaban
opiniones.
―¿No va a permitirnos entrar? ―preguntaba, extrañado, Damian.
―Eso parece ―contestó Drake―. Espero que Moray lo convenza o tendré
que salir y convencerlo yo de una patada en el trasero. Después de varias horas
de viaje, no tengo ninguna intención de hacer pasar a mi embarazada esposa
por otras tantas, de vuelta, sin descansar.
Al oír a su esposo, por primera vez Darcy se alegró de la excesiva
protección que manifestaba su marido hacia su embarazo. Si lo utilizaba como
excusa para poder quedarse, bendito fuese.
Cuando Moray entró en la biblioteca, Oliver aún permanecía de espaldas
mirando por el ventanal.
―No es mi intención ser grosero, pero teniendo en cuenta que os habéis
presentado en mi casa sin ser invitados y, además, acompañados de Dios sabe
quién, haced el favor de marcharos ―dijo, secamente.
―Albans…
Intentando contener su temperamento a punto de estallar, Oliver se giró y
dirigió una fría mirada hacia el conde.
―He dicho que os vayáis de mi casa, ¿acaso no he sido suficientemente
claro?
Moray decidió alegar lo único que suponía que podría convencer al terco
muchacho.
―Drake y su esposa han venido, ella está embarazada. Los ojos de Oliver se
abrieron de par en par.
―¿Drake… aquí?
Moray observó cómo los ojos del barón mostraban una repentina calidez.
Asintió.
―Y acompañado de su esposa.
―¿Y decías que está embarazada?
―En efecto, Albans ―prosiguió el conde―, y ni tú serías tan insensible
como para enviarla de vuelta sin descansar después de tantas horas de viaje.
Oliver agitó la cabeza, apesadumbrado. «¡Maldita sea! No puedo echar a la
embarazada esposa de Drake», sonrió para sí, Drake lo mataría.
―Que pasen. ¡Wilson! ―gritó.
Al momento, se presentó el mayordomo.
―¿Milord?
―Que preparen habitaciones para… ―Miró con suspicacia a Moray―.
¿Cuántos sois exactamente?
―Pues… ―el conde fingió contar―. Serían cinco habitaciones, si las
cuentas no me fallan.
―¡¿Cinco?! ―bramó el barón―. Pero ¿a quién demonios has traído
contigo? ¡¿A medio Londres?! ―vociferó.
―Albans ―explicó, paciente, Moray―, están Milford y su esposa, así como
el conde de Bedford. Lógicamente, como tu antiguo coronel, quería verte y
acompañar a su hija.
Oliver bufó.
Moray siguió, impávido.
―Mi hija, por supuesto. Ah, y su prometido, claro está. La mirada de Oliver
se clavó en los ojos de conde.
―Su ¿qué? ―preguntó, fríamente.
―Su prometido. Por cierto, te agradará volver a verle, se trata del vizconde
Lewes, el comandante Evans.
Los ojos del barón casi le salían de las cuencas.
―¿Damian es el prometido de Saf… de tu hija?
―Sí ―contestó, satisfecho, Moray―. Un gran hombre ―apostilló. Y, no
contento con eso, añadió―: además, es uno de los mejores amigos de Drake,
para el caso, uno de sus dos mejores amigos. Y tuyo, tengo entendido. Por
cierto, está deseando saludarte.
―Estoy seguro de que sí ―masculló Oliver.
Se giró hacia el mayordomo, que continuaba a la espera de recibir
indicaciones.
―Wilson, ya has oído, serán cinco malditas habitaciones. ¡Ah!, y haz pasar a
toda esa condenada gente.
Moray siguió al mayordomo a la puerta principal sonriendo satisfecho.
A un gesto del conde, los lacayos abrieron las puertas de los carruajes.
Oliver observaba desde el ventanal el despliegue de gente invadiendo su
casa, hasta que ella salió del carruaje ayudada por su padre. Ya no pudo ver
nada más. Su mirada se mantuvo fija en Saffron hasta que entró en la casa y
desapareció de su vista.
―Wilson ―observó Moray―, encárgate de lo que te ha ordenado el barón,
por favor, yo llevaré a sus invitados a su presencia.
Haciendo una reverencia, el mayordomo se alejó.
Drake se precipitó al interior de la biblioteca sin esperar a los demás.
Al ver a su amigo sus ojos se empañaron. Se acercó y, después de un
momento de duda, lo envolvió en un fuerte abrazo. Oliver, igualmente
emocionado, se aferró a Drake.
―Todo este tiempo… ¿cómo estás, amigo mío? Drake aflojó el abrazo.
―Mejor que nunca. Gracias a mi esposa, como supongo que sabes.
―Sí, algo me contó Moray. No entró en detalles, por supuesto, solo me
comentó que ella te ayudó.
―Sin ella no lo habría conseguido, Oliver ―musitó el marqués.
El barón asintió.
Drake carraspeó y se giró hacia las personas que esperaban detrás de él.
Extendió una mano hacia su esposa, que ella tomó sonriente.
―Y aquí está, mi maravillosa esposa, lady Darcy Bramson, marquesa de
Milford.
Oliver pasó una de las muletas a la otra mano y extendió la que le quedó
libre para tomar la de la marquesa e inclinarse para posar los labios en sus
nudillos enguantados.
―Un placer, Señoría.
La marquesa sonrió.
―Por favor, usted es el mejor amigo de Drake, me encantaría que me
considerara también amiga y me tuteara, soy Darcy.
―Será un honor considerarla mi amiga, Darcy. Soy Oliver. Ah, y reciba
mi más sincera enhorabuena por su feliz espera.
―Un placer, Oliver ―contestó, sonriendo―. Y gracias.
―Mi suegro ―prosiguió Drake―, el conde de Bedford, aunque seguro que
lo recuerdas como el coronel Howard.
―Por supuesto, ¿cómo está, coronel? ―contestó Oliver, extendiendo su
mano.
―Encantado de verte, muchacho ―respondió el conde estrechando la
mano del barón―. A lady Saffron ya la conoces, por supuesto.
Saffron se acercó al barón. Ambos se miraron y fue como si el tiempo se
parara. Sus miradas se prendieron una en la otra, hasta que oyeron un
carraspeo.
―Milady ―el barón besó su mano.
La muchacha hizo una breve reverencia.
―Milord, un placer volver a verlo.
Un hombre dio un paso hacia delante, colocándose al lado de Saffron y
tomando posesivamente la mano de la joven, que aún retenía el barón. Drake
observó la expresión furibunda de Oliver al ver el gesto posesivo del joven con
la muchacha y, antes de que el barón pudiera abrir la boca, presentó
rápidamente al vizconde.
―Oliver, recordarás al comandante Evans, vizconde Lewes.
―¿Cómo no iba a recordarme? ―comentó guasón el vizconde―. Me alegra
muchísimo verte, Oliver ―añadió, estrechando calurosamente la mano del
barón.
―¿Acaso crees que me sería posible olvidarme de ti, maldito caradura?
―sonriendo, el barón correspondió al saludo del vizconde.
―Un caradura con suerte, querido amigo. ―Oliver observó cómo el barón
enlazaba la cintura de Saffron con un brazo.
A duras penas se contuvo para no arrancar a Saffron de su lado y darle un
buen puñetazo a su maldito amigo.
―Con la suerte de haber encontrado a esta preciosa mujer, que me ha
hecho el gran honor de aceptarme en matrimonio.
Oliver apretó tanto los dientes que pensó que seguramente se habría roto
alguno.
Clavó la mirada en Saffron.
―Mis felicitaciones a los dos ―dijo fríamente.
―Gracias, milord. ―Apenas se pudo escuchar el murmullo de respuesta de
la muchacha.
―Es maravillosa, ¿no estás de acuerdo? ―apostilló Damian, depositando
un beso en la frente de Saffron.
Drake se acercó al vizconde y le susurró al oído.
―No te pases, queremos que espabile, no que te dé una paliza de muerte.
Damian reprimió una risilla, se estaba divirtiendo de lo lindo viendo al
barón refrenarse para no estallar.
Oliver no apartaba la mirada de la pelirroja. «¡Prometida!», pensó. Bueno, al
final había seguido su consejo de conseguir un marido, y tenía que reconocer
que el vizconde Lewes había sido una excelente elección. «Un buen hombre y
un caballero», reconoció amargamente.
De repente, algo surgió en su mente.
―Si me disculpan un momento, debo dar unas indicaciones a mi
mayordomo. Moray, ya conoces la casa ―no pudo evitar el sarcasmo―. Si eres
tan amable, condúcelos hasta la sala y servíos una copa, ordenaré té para las
damas.
Salió presuroso al encuentro del mayordomo.
―¡Wilson!
―Milord.
―¿Cómo has dispuesto las habitaciones para los invitados?
―Pues… en la zona de invitados, por supuesto ―contestó receloso el
mayordomo.
Oliver hizo un gesto desdeñoso con la mano.
―Eso ya lo sé, hombre. Quiero saber quién está al lado de quién.
Wilson reprimió una sonrisa, el monstruo de los celos acechaba a su señor.
―Verá, milord: en la primera puerta a la derecha he dispuesto la alcoba
para el vizconde, la siguiente para el conde de Bedford y la tercera para el
conde de Moray. A la izquierda, la primera para los marqueses de Milford y la
última, para lady Saffron, es la misma que utilizó cuando estuvo aquí hace un
mes.
Oliver soltó un suspiro de alivio, Damian no iba a estar cerca de Saffron.
―Excelente, Wilson, excelente. Ah, que la señora Jones envíe una bandeja
de té para las damas a la salita, por favor.
―La señora Jones ya se ha encargado, milord.
―Perfecto, Wilson, gracias.
Algo más tranquilo por poder mantener alejado a Damian de Saffron, por
lo menos durante la noche, Oliver se dirigió a la salita donde se hallaban
reunidos ¿sus invitados?
Se quedó quieto en la puerta observando a los allí reunidos. Charlaban
animados entre ellos y, por un momento, se sintió fuera de lugar ¡en su
propia casa!
Los marqueses, con sus manos entrelazadas, charlaban animadamente; los
condes estaban situados frente al ventanal de espaldas a los demás, con sendas
copas de brandy, y la pareja comprometida estaba sentada en uno de los sofás,
con las cabezas cercanas, susurrando entre ellos.
Oliver sintió que le ardían las entrañas al ver la complicidad que parecía
haber entre Damian y su prometida.
«¡Idiota, pudo haber sido tuya!», se maldijo amargamente. Bajó la vista
hacia sus muletas y, conteniendo un alarido de rabia, se dio la vuelta y subió a
su alcoba. Allí no lo molestarían, que se divirtieran todo lo que quisieran, para
lo que le importaba…
Drake, aunque hablaba animadamente con su mujer, lo observaba de reojo
sin perder detalle de las expresiones de Oliver, de pie en el vano de la puerta. Y
cuando lo vio marcharse abatido, algo se rompió en él.
Comprendía perfectamente los encontrados sentimientos del barón, no en
vano, él había sentido el mismo pesimismo ante su propia vida. Pero él tenía a
Darcy y Oliver estaba solo, solo para lidiar con su tristeza y amargura.
Agachó apesadumbrado la cabeza, ¿y si se habían equivocado? ¿Y si
empeoraban la situación pretendiendo mejorarla?
Darcy le acarició tiernamente la mejilla, comprendiendo lo que pasaba por
la mente de su esposo.
―Lo conseguiremos, amor. Saffron lo conseguirá. ―Obtuvo como
respuesta una triste sonrisa de su marido que, después de apretar su mano, la
soltó, se puso en pie y se volvió hacia los demás.
―Oliver se ha retirado, me temo que no podremos contar con su presencia
durante la cena.
Los condes intercambiaron una mirada. Damian se puso de pie y se acercó
a Drake.
―Nunca imaginé que Oliver se arrinconara a sí mismo, ¿qué mierda pasa
por su obtusa cabeza? ―observó, malhumorado y desilusionado a la vez.
―La ama, Damian, y me temo que prefiere verla feliz con alguien como tú
que verla atada a él, que se considera dañado. Al fin y al cabo, él te conoce y
sabe que la harás feliz.
De repente, Saffron se levantó y salió de la habitación. Moray intentó ir
tras ella, pero un gesto de Darcy lo detuvo.
―Déjala ir, tío, ella sabe lo que puede o no puede hacer.
Saffron se paró delante de la alcoba de Oliver. «Por lo menos ya usa su
propia alcoba», pensó. Inspirando fuertemente, llamó a la puerta.
―Pasa, Murphy.
Oliver se hallaba sentado frente a la chimenea, de espaldas a la puerta,
cuando esta se abrió y su cuerpo se envaró. Esa fragancia a limón y eucalipto.
―¿Qué quieres, milady? Si buscas a tu prometido, me temo que te has
equivocado de habitación.
Saffron ignoró la frialdad del barón. Se acercó a donde estaba sentado, lo
que provocó que el joven se tensara aún más, si cabía.
―Sé dónde se encuentra Damian, te buscaba a ti.
Un músculo se tensó en la mandíbula de Oliver al oír la voz de ella
nombrando a su maldito amigo.
―No entiendo por qué, creo recordar que ya os he felicitado a ambos por
vuestro compromiso.
―Te esperé, Oliver.
El barón bufó.
―Por supuesto, veo en tu cabello algunas canas, seguramente te habrán
salido durante el largo tiempo que me has esperado.
―Estás siendo injusto, tú mismo me aconsejaste que buscara marido entre
los exoficiales que pudiera conocer mi padre.
―Si había consecuencias, Saffron. ¿Las hay? ―Palideció―. ¿Es esa la razón
de tu compromiso con Damian?
Saffron bajó la cabeza.
―Contesta, ¡maldita sea! ―Oliver se levantó de un salto, se acercó a ella y la
tomó de un brazo. Acercó su cara peligrosamente a la de la muchacha―.
¿Estás embarazada?
―Me haces daño, Oliver ―El muchacho, al darse cuenta de la fuerza con
que estaba agarrando el brazo de la pelirroja, la soltó como si quemara.
―Disculpa, ¿estás bien? ―inquirió, con una preocupada mirada.
―Sí, no te preocupes ―Saffron se frotaba el brazo. Le aparecería un
moratón al día siguiente, pero le era indiferente.
Oliver se dejó caer en el sillón que había estado ocupando antes de la
llegada de la muchacha. Se mesó los cabellos con desesperación.
Cabizbajo, musitó:
―Lo siento, no era mi intención hacerte daño.
―¿Te estás disculpando por mi brazo o por tu abandono? Le dirigió una
mirada entre herida y furiosa.
―¡Yo no te abandoné!, ¡te recuerdo que fuiste tú quien se marchó!
―exclamó, iracundo.
―¡Me abandonaste, Oliver! No tergiverses tus palabras, esa última noche
me echaste de tu lado sugiriéndome que buscara otro hombre. ―Ahora era el
turno de la muchacha de mostrar su frustración.
Exhausto, Oliver cerró los ojos y reclinó su cabeza en el respaldo del sillón.
―¿Qué pretendes de mí, Saffron? ―susurró, agotado.
―Nada, Oliver. En verdad ni pretendo, ni espero nada de ti ―contestó,
desilusionada.
La muchacha abandonó la habitación sin esperar respuesta ni mirar atrás.
Se había acercado a ella preso de un arrebato de celos para tomarla por el
brazo y, en su furia, ni siquiera tomó las muletas. Inconscientemente era capaz
de soltarlas y caminar sin pensar en el posible dolor, razonó. Pero no las
dejaría por ella, no conscientemente, al menos.
n
Al salir al pasillo, Saffron se apoyó en la puerta y dejó salir un sollozo
mientras se dejaba caer, quedando sentada en el suelo. Así la encontró Darcy
cuando subió para avisarla de que se aproximaba la hora de la cena.
―Saffron, cariño. ―Darcy se arrodilló junto a ella, abrazándola. Intentaba
calmar el llanto que sacudía a la muchacha.
Ayudó a la pelirroja a levantarse.
―Vamos cielo, no deben verte así, vayamos a tu habitación.
Oliver había corrido hacia la puerta cuando Saffron salió. Con la mano en
el pomo, escuchó los desgarradores sollozos de la muchacha y la voz de Darcy
intentando calmarla.
Se dejó caer contra la puerta y, enterrando la cara entre las manos, se
maldijo mil veces. Era un maldito canalla por lastimar de esa manera a la mujer
que amaba.
n
La cena transcurrió en un ambiente lúgubre. Saffron se mantenía silenciosa
y jugueteaba con la comida sin apenas probar bocado.
Darcy miraba de reojo y con preocupación a su amiga mientras los
caballeros se miraban inquietos unos a otros.
De repente, un golpe sobre la mesa hizo saltar copas y platos.
Sobresaltados, cinco pares de ojos se volvieron hacia el vizconde.
―¡Suficiente! ―exclamó Damian―. Ya me he hartado de las niñerías de ese
maldito mentecato. No hemos hecho este viaje para que se encierre en su
alcoba como un niño enrabietado. Vinimos para que reaccionara, pues ¡por
Dios que va a reaccionar!
Drake se recostó en la silla, entrecerró los ojos y miró fijamente a
su amigo.
―Exactamente, ¿qué es lo que propones? Ignorando al marqués, Damian
suspiró.
―¡Maldita sea, necesito una copa! Esto es todavía más agotador que
lidiar con tus malditas órdenes en el Continente.
―¿Mis qué? ―preguntó, ofendido, Drake.
Moray se levantó.
―Caballeros, niñas. ―El marqués reprimió una sonrisa al oír el término
familiar con que el conde se refería a su mujer y a su amiga. ¿Niñas? Divertido,
observó la fulminante mirada que su marquesa le dirigió a su tío.
―Pasemos a la salita ―continuó el conde―, estaremos más cómodos y a
todos nos vendrá bien una copa ―añadió, mirando jocoso al vizconde.
Drake y Damian extendieron sendas manos para ayudar a las damas a
levantarse y, tomándolas del brazo, se dirigieron hacia la sala, donde ya estaban
los condes haciendo los honores con el brandy.
Una vez que las damas estuvieron acomodadas, los caballeros tomaron
asiento.
―Me temo que estamos esquilmando la bodega de Oliver ―comentó
Bedford.
―¡Que se joda! Ni siquiera tendríamos que estar aquí bebiéndonos su
bodega si no fuera tan obtuso ―rezongó el vizconde.
Al momento, se dio cuenta de que no estaba en una sala de oficiales.
Avergonzado, se giró hacia las damas que sonreían divertidas ante el
exabrupto del joven.
―Mis disculpas, miladies, no suelo comportarme ni expresarme como un
estibador de los muelles en presencia de damas.
Darcy hizo un gesto desdeñoso con la mano y Saffron inclinó la cabeza
con una sonrisa. Ambas estaban acostumbradas a convivir con militares y no
se amedrentaban si alguien utilizaba un lenguaje vulgar.
―¿Y bien, Lewes? ―inquirió Bedford levantando su copa―. Ahora que
estamos servidos, podrías ponernos al día de tus planes.
Damian carraspeó.
―Había pensado… ―Se interrumpió, mirando preocupado a las damas.
―¡Santo Dios, Damian, habla ya! ―Lo apremió Drake, impaciente.
El vizconde levantó una mano, deteniendo al nervioso marqués.
―Ante todo, debemos dejar algo claro: ¿confían en mí? ―preguntó,
dirigiendo su mirada en derredor y deteniéndola en Saffron.
―Me has guardado las espaldas muchas veces, tanto a mí como a Oliver,
querido amigo, ¿cómo no voy a confiar en ti? ―respondió Drake con la voz un
poco quebrada.
―Guardarnos las espaldas ha sido mutuo, Drake, pero te agradezco tu
confianza.
Saffron intervino:
―Confiamos en usted, milord. ―Miró a su alrededor y comprobó que
todos asentían.
―De acuerdo. Mi plan es este: hemos comprobado que la noticia de
nuestro compromiso solamente ha logrado que huya a esconderse como una
comadreja. Reitero mis disculpas, miladies.
―¡Condenación, Damian, déjate de disculpas, ni mi marquesa ni Saffron se
van a asustar por tu vulgaridad! ―Drake se sentía al borde de sufrir una
apoplejía a causa de la ansiedad que le generaban los circunloquios de su
amigo.
―Como decía antes de ser interrumpido ―dijo, mirando al marqués.
Drake, exasperado, rodó los ojos―, el simple anuncio del compromiso no ha
surtido el efecto esperado, por lo tanto, pasaremos a ejecutar un plan un poco
más arriesgado ―remató, satisfecho.
―¿Podrías precisar exactamente lo que tú defines como un poco más
arriesgado? ―inquirió, suspicaz, Moray.
―Necesito la plena colaboración y confianza de mi prometida ―declaró el
vizconde, realizando una teatral reverencia ante Saffron.
―La tiene, milord ―asintió la muchacha.
―Ante todo, lo primero será tutearnos, eso incomodará a Oliver, o al
menos eso espero. ¿Podemos contar con la ayuda de su valet? ―preguntó,
dirigiéndose a Moray.
―Murphy estará encantado de ayudar si con eso sacamos a su amo de la
apatía ―le contestó el conde.
―Estupendo, él se dedicará a dirigir a Oliver hacia donde quiera que nos
encontremos mi prometida y yo, por supuesto, siempre que estemos a solas.
Cuando comprobemos que ese tozudo nos observa, nos dejaremos llevar por
la pasión.
―¿Pasión?, ¿qué pasión? ¿Qué te propones, Lewes? Recuerda que hablamos
de mi hija ―saltó Malcolm.
―Por favor, Moray, soy un caballero. Ficticio todo, claro está, pero
procuraremos que para él no lo sea. Unos besitos, castos por supuesto, aunque
él no los vea tan castos, algún que otro abrazo… todo muy inocente, pero
dependiendo del lugar desde el que nos observe, Oliver no distinguirá si hay
inocencia o pasión… y los celos harán el resto ―finalizó, ufano.
Saffron escuchaba hablar al vizconde, pensativa. Si quería conseguir algo
tendría que recurrir a medidas desesperadas. No podía permitir que Oliver se
recluyera en su alcoba el tiempo que durara su estancia en la casa. Había
notado los celos que lo dominaron cuando habló con él. El vizconde tenía
razón, había que provocarlo más intensamente. Concluyó que era el todo o
nada.
―De acuerdo. ―Todos miraron hacia Saffron, que era la que había
hablado―. Damian tiene razón. ―El vizconde inclinó la cabeza en su
dirección, complacido con el tuteo―. Si no nos arriesgamos, no
conseguiremos nada. Y si no funciona el plan de Damian, entonces nos iremos
y que se pudra con su autocompasión.
Damian enarcó las cejas admirado al oír a la pelirroja. Tenía carácter. «Una
pena que pertenezca a Oliver», pensó divertido.
Se decidió que Moray fuera el que hablase con el valet y le explicase el plan.
Murphy aceptó encantado. Estaba al tanto de los sitios que recorría el
barón y podría dirigir a los falsos proometidos hacia un accidental encuentro.
Además, añadiría algún indignado comentario sobre el indecoroso
comportamiento de los jóvenes enamorados.
Capítulo 9
Oliver desayunó en su alcoba. Empezaba a estar harto de sentirse prisionero
en su propia casa y no había pasado más que una noche desde que llegaron sus
inesperados e indeseados visitantes.
Pero, gracias al cielo, hoy se irían. Sí, hoy ella se marcharía con su maldito
prometido.
La voz de su valet interrumpió sus pensamientos.
―¿Hacia dónde dirigirá hoy el paseo milord? Tal vez la zona del jardín
donde se encuentra la fuente, sería de su agrado.
―¿Qué? ―respondió, distraído, el barón―. Sí, creo que me acercaré hasta
allí, así les daré tiempo a esa gente para que se vayan.
Murphy elevó sus ojos al techo, hastiado. No pensaba contarle a su amo
que esa gente no tenía intención ninguna de abandonar Albans Hall. «Que se
entere por sí mismo», pensó, irritado con la terquedad del barón.
―Muy bien, milord. Si me disculpa, iré a llevar esta ropa a la lavandera.
Distraído, Oliver asintió.
―Por supuesto, Murphy ―Tomó sus muletas y se dirigió hacia la parte
trasera de la casa, desde donde saldría al jardín sin ser visto por sus indeseados
visitantes.
Murphy salió como alma que lleva el diablo hacia el comedor, donde
estaban desayunando las dos familias.
Entró en el salón casi sin resuello.
―¡Milord! ―exclamó, dirigiéndose a Moray―. El barón se dispone a salir a
disfrutar de su paseo ahora mismo.
El vizconde se levantó.
―¿Hacia dónde se dirige?
―Hacia la fuente, milord, está en los jardines traseros.
Con una sonrisa lobuna, Damian extendió la mano hacia Saffron.
―¿Te apetecería dar un paseo, querida mía?
―Será un placer, querido. ―La muchacha siguió la broma, sonriente.
Ambos salieron del comedor hacia los jardines traseros enlazados del
brazo, bajo las divertidas y esperanzadas miradas de todos los presentes.
―Tenemos que apresurarnos ―comentó Damian―, debemos llegar a la
fuente antes que él―. Tomó a la joven de la mano para ayudarla y aceleraron
sus pasos, casi a la carrera.
Llegaron a la fuente jadeando y riendo divertidos. A Saffron, incluso se le
habían soltado algunos mechones del sencillo recogido que llevaba.
Damian observó el desastre que se había hecho del peinado con la pequeña
carrera.
―Mejor así, cuando vea el estado de tu pelo me temo que se deshará de
una de sus muletas para romperla en mi cabeza ―comentó sonriente.
Situó a la muchacha de espaldas a la casa, para poder vigilar mejor la
llegada del barón.
De repente, cogiendo por sorpresa a la joven, la enlazó por la cintura.
―Ahí viene, comencemos el espectáculo ―anunció divertido―. Rodea con
tus brazos mi cuello y coloca tu rostro así. ―Con una mano, situó el rostro de
la pelirroja en ángulo hacia el suyo―. Cuando yo te avise ―continuó―, posa
tus labios en mi mejilla y yo haré lo mismo, desde la distancia parecerá que nos
estamos besando apasionadamente.
Saffron, ruborizada, hizo lo que él le pedía. Le resultaba extraño estar en
una posición tan íntima con un hombre que no fuera Oliver pero, si quería
resultados, debía obedecer las instrucciones del vizconde: al fin y al cabo, él
sabía lo que se hacía. Presentía que tenía una vasta experiencia con mujeres.
Oliver paseaba inmerso en sus pensamientos. Esperaba y rogaba para que
cuando volviera a la casa sus visitantes ya se hubieran marchado.
En esas estaba cuando la brisa le trajo el sonido de unas risas y un
conocido aroma. Dirigió su mirada hacia la fuente y los vio.
Su pelirroja y el maldito vizconde, allí, riendo divertidos a saber de qué.
Furioso, apresuró el paso dispuesto a… no sabía qué, pero tenía que hacer
algo, hasta que se paró en seco. ¿Se estaban besando? ¿Ese bastardo de
Damian estaba besando a su mujer?
El vizconde observó el momento en que Oliver se había percatado de su
presencia en la fuente.
―Ahora ―le dijo a Saffron. Con una mano en su cintura y la otra en su
espalda, cerca de la nuca de la muchacha, observaba mientras simulaba besarla
con pasión cómo el rostro del barón enrojecía y avanzaba a toda prisa hacia
ellos.
―Me temo que ahora mismo no necesita las muletas, está tan furioso
viniendo hacia aquí que ni las está apoyando en el suelo ―anunció. Saffron
intentó girarse para comprobar sus palabras, pero el joven se lo impidió―. Ni
se te ocurra, lo tenemos donde queríamos, tú respalda lo que yo haga o diga.
Oliver ni se había percatado de que llevaba las muletas en alto, tanta era su
prisa por llegar hasta ambos.
Iba a matarlo. Ni siquiera tendrían que estar aquí, deberían haberse
marchado hacía rato. Y, sin embargo, ahí estaba el maldito vizconde besándola
como si no hubiera un mañana ¡y en su propia casa! Y ella, la muy ladina
estaba respondiendo a su beso ¡por todos los demonios! Lo mataría, sí, le
rompería las malditas muletas en la cabeza… ¡mierda!, no podía hacerlo, si lo
hería tendría que ver cómo su preciosa médica tendría que atenderlo y,
además, en su propia casa. Bueno, si lo mataba no habría nada que curar, ¿no?
Llegó a su altura y carraspeó para llamar su atención. Nada, estaban tan
absortos que ni lo oyeron. Volvió a carraspear, esta vez más fuerte.
¡Condenación! se haría una llaga en la garganta a este paso. Estaba decidiendo
si arrancar a la pelirroja de los brazos del vizconde, cuando este reparó en él.
El vizconde detuvo el supuesto beso ahogando una sonrisa.
―¡Oh, Oliver! Cariño, me temo que tenemos compañía ―comentó,
permitiendo que Saffron se separara de él aunque manteniendo su brazo en la
cintura de la muchacha.
―Milord ―ruborizada, la joven hizo una rápida reverencia.
¡¿Cariño?! La furia de Oliver aumentaba por momentos. Agarrando al
vizconde por un brazo, lo alejó bruscamente de la joven.
―¿Qué demonios haces, Oliver? Ese comportamiento no es digno delante
de una dama, y mucho menos si esa dama es mi prometida. ―El vizconde se
estaba divirtiendo de lo lindo.
―Lo que no es digno es el comportamiento indecoroso que estás teniendo
con ella. ¡Estás en mi casa, en mi jardín, maldita sea! ¡¡Y con su padre en la
casa¡! ―bramó, encolerizado.
―¿No crees que estás exagerando? Es mi prometida y deseamos tener un
poco de intimidad, al fin y al cabo, nos casaremos pronto. Además ―prosiguió,
metiendo más el dedo en la llaga del barón―, ¿qué puede importarte a ti? No
eres su padre ni su hermano… ni nadie, para el caso.
Saffron observaba expectante el intercambio entre los dos hombres. Oliver
ni siquiera era consciente de que no estaba utilizando las muletas. Las agitaba
en el aire mientras le gritaba al vizconde. La joven temió que Damian acertara
en su predicción de que el barón se las partiría encima.
Intentó intervenir y calmar un poco los ánimos… de Oliver, porque
Damian parecía que estaba disfrutando.
―Milord.
Oliver se giró hacia ella. ¡Santo Dios! estaba ruborizada, su peinado medio
deshecho. Los celos lo estaban matando, era suya, ese cretino no tenía derecho
a tocar lo que era suyo.
―¡¿Qué?!
Damian intervino, veía a su amigo demasiado alterado. Temía que dijese
algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde.
―Oliver, contrólate, estás hablando con…
―¡Sé perfectamente con quién estoy hablando, maldición! ―lo interrumpió
el barón.
El vizconde levantó las manos en señal de rendición. Bueno, pensó, si el
muy zoquete quería acabar de hundirse en el fango, él no se lo iba a impedir.
Saffron volvió a intentarlo.
―Milord, creo que mi prometido tiene razón ―razonó, lanzándole una
mirada cómplice al vizconde, mirada que el furioso barón captó y que provocó
que sintiera un nudo en el estómago.
La joven prosiguió:
―Nuestro compromiso matrimonial es firme y aprobado por mi padre. Si
deseo disfrutar de un poco de la intimidad que toda enamorada ansía, me temo
que no es asunto suyo ―concluyó, altanera.
―¿Enamorada? ―Oliver observó que Damian se había alejado un poco.
Bajó la voz―. Hace menos de un mes te confesabas enamorada de mí. Me
maravilla ver lo constante que eres en tus sentimientos, milady.
Saffron se ruborizó violentamente. No podía dejar que él creyese que era
tan voluble. Si se convencía de que estaba enamorada de Damian, se apartaría
definitivamente.
―Quizá no tanto enamorada como ilusionada. No lo amo como te amo a
ti, ciertamente, pero el vizconde es un buen hombre, con el tiempo conseguiré
amarlo.
―Has dicho te amo, en presente ―musitó Oliver. Su mirada no se apartaba
de los ojos violetas.
Saffron bajó la cabeza.
―No se deja de amar al alguien de un día para otro, Oliver.
―Entonces ¿por qué, si me amas a mí, te casarás con él? ―Oliver se mesó
desesperado los cabellos. Ni él mismo entendía la maraña de sentimientos que
lo envolvían.
―Me animaste a buscar marido con absurdos pretextos, para evitar casarte
conmigo. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Esperar por ti cuando no tienes la
menor intención de ofrecerte?
―No eran pretextos absurdos ―musitó Oliver, con un hilo de voz.
―Sí lo son. Te lo hemos asegurado mi padre y yo, y somos buenos
médicos, de los mejores, pero te niegas a escucharnos. Te has obsesionado con
que los dolores volverán y contra eso no podemos hacer nada.
Saffron se giró para marcharse, cuando se fijó en algo.
―¿Te has percatado de que en todo este tiempo no has utilizado tus
muletas? ―comentó secamente.
Oliver, confuso, observó las muletas tiradas en el suelo. Damian tomó a
Saffron del brazo y se alejaron en silencio.
Al entrar en la sala donde todos estaban esperando impacientes, todas las
miradas convergieron en ellos.
―¿Y bien? ―Se oyó la voz de Drake.
―¿Funcionó? ―inquirió Darcy, ansiosa.
Los condes se mantenían expectantes, observando los rostros de ambos
jóvenes.
―¿Funcionó? ―Damian repitió la pregunta, mirando a Saffron.
La joven meditó un momento mientras los demás la observaban, atentos a
cualquier expresión de su rostro.
―Creo que sí.
La habitación se llenó de suspiros de alivio. El vizconde miraba a la joven
con una sonrisa satisfecha hasta que, a través del ventanal, un movimiento en
el jardín llamó su atención.
―Ahora no podemos dejarlo, hay que continuar con el plan. Drake lo
interrumpió.
―Pero Saffron ha dicho que ha funcionado, ¿por qué seguir torturándolo?
Damian hizo un gesto con la cabeza hacia el ventanal, todos volvieron sus
miradas hacia el jardín. Oliver volvía a la casa… apoyado en las muletas.
Drake golpeó la pared con el puño.
―¡Maldito testarudo!
―Creo que necesita un empujón más ―murmuró el vizconde.
n
Oliver cenó de nuevo en su habitación. Se sentía avergonzado. Había
hecho el ridículo delante del vizconde, ¿quién era él para cuestionar el
comportamiento de una pareja comprometida? Como le había espetado
Damian, no era ni su padre, ni su hermano… no era nadie.
Se sentía patético, amaba a esa mujer más que a nada, pero era incapaz de
reclamarla para sí o de dejarla ir.
Recordó el momento en el que Saffron le hizo ver que todo el rato que
estuvo en el jardín, lleno de ira y celos, había estado sin muletas. En verdad
que no se percató ni notó la más ligera molestia, pero tercamente las recuperó
y volvió a utilizarlas para regresar a la casa. ¿Sería capaz algún día de sentirse
seguro sin ellas? Lo dudaba, y mucho menos sin ella a su lado.
Respingó cuando sonó un golpe en la puerta. «¡Por favor, otra vez ella no!»,
suplicó.
La puerta se abrió cuando dio su autorización y la rubia cabeza de Drake
apareció por el resquicio.
n
Drake, harto ya, decidió que debía hablar con su amigo. De hecho, no se
habían visto más que un momento el día en que llegaron. Habían sido íntimos
desde Eton y después de volver del continente cada uno se sumió en sus
propios tormentos, distanciándose. Necesitaba retomar esa amistad que sabía
no se había perdido.
―¿Tienes algo de beber aquí o debo bajar a buscar una botella? ―habló
sonriente.
―¿Brandy, por ejemplo? ―A Oliver le dio un vuelco el corazón cuando vio
a su amigo. No se había dado cuenta de cuánto había echado de menos esa
amistad.
―Estaría bien.
―Sírvete tú mismo. ―El barón hizo un gesto señalando una consola en la
que había variedad de botellas.
Drake tomó la copa que había en la mesita situada al lado del sillón del
barón.
Oliver estaba sentado en uno de los dos sillones que flanqueaban una
mesita frente a la chimenea. Su amigo le entregó una de las copas y se sentó en
el otro sillón. Ambos degustaron el brandy en silencio durante unos minutos.
Al cabo, el barón habló:
―¿Casado, Drake? Admito que me llevé una sorpresa cuando Moray me lo
dijo, me alegro mucho por ti. ―Hizo una pausa y prosiguió―: ¿Eres feliz?
El marqués miró a su amigo.
―No creo que haya un hombre más feliz que yo. Encontrar a Darcy ha
sido lo mejor que me ha podido pasar. Ella es mi vida, amigo mío. ―Oliver
notó que los ojos del marqués brillaban cálidos al nombrar a su esposa―.
Consiguió lo que nadie había conseguido ―continuó hablando Drake―. Ella
me sanó; si no hubiera sido por ella, me temo que habrías tenido que usar tu
silla de ruedas o las muletas, o lo que sea que usaras, para acudir a mi funeral.
―Hizo una pausa―. ¿Te ha contado Moray cómo nos conocimos Darcy y yo?
―No. No entró en detalles.
Sonriendo, el marqués comenzó a relatarle los sorprendentes comienzos de
su relación con su esposa.
―¿Interrumpió un duelo? ―Oliver estaba asombrado de la audacia de la
hija del coronel Howard.
―Como lo oyes ―asintió Drake― y no solo eso, sino que reclamó no sé
qué de mi honor para con ella. Te aseguro, Oliver, que hasta pensé si no estaría
todavía borracho, y cuando me disparó…
―¿Ella te disparó? ―El barón no salía de su asombro.
―Me pegó un tiro en una pierna, si no llega a ser por Saffron… ―Drake
miró de reojo al barón. Su mirada había brillado con interés cuando lo oyó
nombrar a la joven médica.
―¿Saffron? ―interrumpió Oliver.
―Ella me curó la pierna, es una médica excelente, te lo aseguro. Bueno tú
ya debes de saberlo, a ti también te ha curado ―comentó, observando al barón
atentamente―. Ambos hemos tenido mucha suerte de que esa muchacha se
cruzara en nuestras vidas.
Observó cómo Oliver clavaba la mirada en las llamas que ardían en la
chimenea y decidió seguir.
Siguió narrando las vicisitudes de su no cortejo con su mujer, arrancando
carcajadas a su amigo. Al llegar a la parte del jabalí, creyó que a Oliver le daría
un ataque al corazón, pues parecía que se ahogaba con la risa, hasta que el
barón le suplicó que le diera un descanso en su relato.
Continuaron charlando, disfrutando del reencuentro de dos viejos amigos.
―Bien, ya te he puesto al tanto de mi agitada vida desde que dejamos el
Continente, ¿y tú? ¿Cómo te ha ido desde entonces?
―Algo te habrá contado Moray; si no, no estarías aquí. Vamos, Drake,
puedes hacerlo mejor.
Drake alzó las manos.
―De acuerdo, sin subterfugios. ¿Qué es toda esa tontería de las muletas?
Saffron nos ha comentado, al igual que Moray, que no las necesitas. Y ambos
saben de lo que hablan.
El barón volvió a fijar la mirada en las llamas.
―Puede que no las necesite, pero soy incapaz de dejarlas, temo volver a
pasar por todo aquel dolor.
―Oliver, ¿crees que a mí no me aterroriza que un día vuelvan mis
pesadillas? Hay muchas ocasiones en las que temo dormir con mi mujer por
miedo a que resurjan y lastimarla.
»Casi mato a un hombre en una de ellas, amigo mío, sin hablar de que
estuve a punto de cortarle la garganta a Darcy. Me vuelve loco pensar en mi
mujer acostada a mi lado, indefensa, y que yo, sin ser consciente… ―La voz de
Drake se quebró.
―¿Cómo lo superas? ―preguntó suavemente el barón.
―Confío en ella, confío en el amor que nos tenemos. Estaba en la
oscuridad, Oliver, ella es mi luz y mientras esa luz esté conmigo, me siento
seguro.
Albans asintió y, agitando suavemente su copa, dudó.
―Piensas que soy un cobarde, ¿verdad?
―No, querido amigo, no. Yo precisamente no puedo acusarte de cobardía,
pero sí puedo decirte que confíes: confía en Saffron, en ti y en tu amor por
ella. En fin, ―Drake se levantó y se dispuso a marcharse―, se nos ha hecho
muy tarde charlando como viejas cotillas. ―Ambos soltaron una carcajada―.
Debo volver con mi preciosa esposa, o me temo que se presentará aquí
dispuesta a llevarme a la cama arrastrándome por una oreja. Buenas noches,
Oliver. ―Palmeó el hombro de su amigo y se encaminó hacia la puerta.
―Buenas noches Drake. Y gracias. El marqués cerró la puerta, sonriente.
A la mañana siguiente, el barón tampoco se presentó a desayunar.
Capítulo 10
El conde de Moray se dirigía hacia el comedor para romper su ayuno cuando
Murphy, presuroso, lo llamó a un aparte.
―¿Sí, Murphy?
―Milord, el barón no tiene intención de salir a pasear hoy ―susurró,
agitando las manos nerviosamente.
―Mmm… ―el conde se frotó el mentón, pensativo―. ¿Sabes si planea
permanecer en su habitación todo el día?
―Sí, me temo que esos son sus planes, milord.
―¿Podrías decirme qué zona del exterior se ve desde las ventanas de su
alcoba? ―inquirió, dándose golpecitos con un dedo en la barbilla.
El valet reflexionó unos instantes.
―Sus ventanas dan a la parte este, al bosque que hay detrás de la línea de
setos.
―Estupendo, Murphy, estupendo. ¿En una hora podrías encargarte de que
Albans se acerque a la ventana?
―Por supuesto, milord.
―Espléndido ―El conde palmeó la espalda del valet y siguió su camino
hacia el comedor.
Se encontró con que todos los demás ya estaban desayunando.
Tras saludar con un beso a Darcy y a su hija, el conde se sentó. Se sirvió
una taza de café y, después de tomar un sorbo de la amarga bebida, carraspeó
para llamar la atención, cosa que logró cuando comprobó cómo todas las
miradas convergieron en él.
Se dirigió al vizconde:
―Damian, ¿por dónde teníais intenciones de pasear hoy? El vizconde
dirigió una confusa mirada hacia Saffron.
―Pues, por los jardines, creo ¿no es por ahí por dónde pasea Oliver todos
los días?
―Hoy me temo que no.
―Si no va a pasear por los jardines, ¿a dónde va a ir? ―preguntó Drake,
desconcertado. ¿Estuvo hasta la madrugada hablando con ese terco del demonio,
y hoy continuaba en las mismas? El marqués estaba a punto de coger las muletas y
tirarlas al fuego y hacer lo mismo con la maldita silla de ruedas; empezaba a estar
harto de la obstinación de su amigo.
―Se quedará en su habitación ―aclaró Moray―, con lo cual tendrás que variar
tus planes, Lewes.
El vizconde permaneció pensativo unos instantes.
―En su habitación, ¿no? ―murmuró mientras cavilaba.
―Sí, pero Murphy me ha explicado que la vista desde sus ventanales es el
bosque que está detrás de la línea de setos, además ―prosiguió―, me ha
garantizado que logrará que se sitúe en la ventana en, digamos, una hora.
Damian se frotó las manos, jubiloso.
―Fantástico ―comentó, sonriente―. Saffron, esta mañana me temo que
vamos a tener nuestra primera pelea de novios.
La joven lo miró inquisitiva, ¿qué estaba tramando? «Desde luego»,
reflexionó, «si de algo se puede acusar al vizconde es de tener una imaginación
portentosa». Su creatividad era infinita.
―Damian ―amenazó la marquesa, enarcando una ceja hacia el vizconde―.
Ni se te ocurra ponerle un solo dedo encima, tómalo como una advertencia.
―¡Por Dios, Darcy! ¿Por quién me tomas? Soy un caballero, jamás dañaría a
una dama. Ahora bien, una suave sacudida no digo yo que no nos viniese
bien…
A la morena casi se le desencaja la mandíbula, ¿una sacudida? ¿Qué se
pensaba Damian que era Saffron?, ¿un limonero?
Drake tomó su mano, tranquilizándola.
―Él sabe lo que hace, mi amor. De ningún modo le haría daño alguno,
antes se cortaría un brazo. Pero conoce a Oliver tanto como lo conozco yo,
intentará por todos los medios utilizar sus puntos débiles en su contra
―Adivinaba lo que pretendía hacer el vizconde: aprovechar el carácter
protector del barón.
El marqués volvió su mirada hacia Damian.
―¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Si manipulas a Oliver tal y como
creo que harás, me temo que peligra tu atractivo rostro. ¿Te das cuenta de que
no se quedará de brazos cruzados?
El castaño se encogió de hombros.
―Todo vale en el amor y en la guerra, ¿no estás de acuerdo, marqués?
―comentó con sorna.
El vizconde ofreció su brazo a la pelirroja.
―¿Nos vamos, querida mía? Tenemos una disputa que solucionar.
Saffron soltó una carcajada y puso su mano en el brazo del vizconde.
Salieron a los jardines y se situaron delante de la línea de setos que
delimitaba el bosque. Delante de los setos encontraron dos bancos de madera,
eligieron uno y el vizconde invitó a la joven a tomar asiento.
―Vigilaré las ventanas de la alcoba de Oliver ―explicó―, en cuanto distinga
a su valet, empezaré la actuación ―guiñó un ojo, pícaro―. Tú haz lo mismo de
ayer, sígueme la corriente.
«Veremos si sigue siendo tan protector como antaño», murmuró para sí
mismo.
n
Oliver repasaba una y otra vez en su mente la conversación mantenida con
Drake la noche anterior.
Su amigo había conseguido superar su propio tormento. Había sufrido lo
indecible por no ser capaz de llevar una vida normal, no le sorprendía que el
marqués estuviera empecinado en buscar su propia muerte. Sin poder disfrutar
de un sueño reparador, temiendo siempre hacer daño a quien acudiese a
ayudarlo, sus noches debían de ser aterradoras, pero lo superó, ayudado por su
esposa lo consiguió. ¿Acaso él no podría hacerlo? Los dolores se habían ido,
en su interior reconocía que utilizaba las muletas más por cobardía que por
necesidad. Y si se volvía a resentir de la espalda, tendría a su lado a su preciosa
médica pelirroja.
No iba a consentir que Damian se llevara a su mujer, porque era su mujer,
era suya, ¡que lo condenaran si permitía esa boda!
Un jadeo lo arrancó de sus cavilaciones. Se giró sorprendido hacia su valet
que, con los ojos como platos observaba algo que ocurría en los jardines.
―¿Y ahora qué sucede, Murphy?
―¡Santo Dios, milord, mire! Se supone que es un caballero, ¡no puede
tratar así a una dama!
La indignación de su valet movió su curiosidad. ¿Qué demonios? Se acercó
al ventanal y lo que vio le congeló la sangre.
Saffron, sentada en un banco, tenía la cara entre las manos y parecía estar
llorando y Damian, de pie frente a ella, gesticulaba violentamente.
Con los ojos como platos observó cómo, de repente, el vizconde tomaba
de los brazos a la muchacha y, levantándola, la sacudía violentamente.
―¡¡Maldito bastardo!! ―bramó encolerizado.
Salió disparado de la habitación bajo la mirada entre preocupada y
satisfecha de su valet.
Drake, su esposa y los condes oyeron estupefactos un gran estruendo
procedente de la escalera que conducía a las alcobas de los pisos superiores.
Moray, preocupado, se asomó a la puerta de la sala y contempló a Albans bajar
las escaleras a una velocidad asombrosa, tal parecía que volaba sobre los
escalones.
Oliver cruzó la sala como una exhalación, rojo de ira. Drake, al verlo, se
echó las manos a la cabeza, ¡iban a tener que recoger a Damian con una pala
después de que Albans acabara con él!
Darcy lo miró sobrecogida.
―¿Drake?
―Tranquila, amor ―Aunque intentaba calmar a su mujer, él no las tenía
todas consigo. Solo había visto esa expresión en la cara de Oliver en batalla.
¡Santo Dios! ¿En qué lío se habría metido Damian?
―¿Deberíamos…? ―balbuceó Bedford, mientras Moray mostraba una
sonrisilla satisfecha.
―¡No es que debamos, es que tenemos, o Albans lo matará! ―exclamó el
marqués saliendo a la carrera tras el barón, seguido por ambos condes y Darcy.
La escena que vieron los ojos de Oliver cuando se aproximó a la pareja que
discutía hizo que sintiera una furia asesina. Saffron, con las manos cubriendo
su cara, sollozaba mientras el vizconde la tenía cogida por los brazos y gritaba
algo que el barón no pudo entender.
―¡Suéltala, maldito bastardo!
El barón arrancó a la joven de las manos de Damian, haciendo que la
muchacha trastabillara y cayese sentada en el banco. Antes de que el vizconde
pudiera reaccionar, el puño de Oliver se estampó en su cara.
―¡¿Cómo te atreves a tocarla?! ¡Maldito seas! ―El barón continuaba
golpeando al castaño que, tirado en el suelo con el furioso Albans encima,
intentaba evitar los golpes sin hacer ningún ademán por defenderse.
―¡Basta, Oliver! ―Drake sujetó al barón para evitar que siguiera castigando
a Damian―. ¡Ayúdame, Bedford!
A duras penas, entre Bedford y el marqués lograron separar al colérico
muchacho del vizconde.
Drake se interpuso entre los dos.
―¡Cálmate, Oliver!
Rabioso, el barón le reprochó.
―¡¿Que me calme?! ¡Estaba maltratándola! ¡Por Dios bendito, Drake!
Al momento reparó en Saffron, que seguía sentada en el banco. Se colocó
en cuclillas delante de la muchacha.
―¿Estás bien, mi amor? ¿Tus brazos?
Girándose hacia Damian, que a duras penas se levantaba del suelo ayudado
por Darcy, le espetó:
―¡Como le vea un solo moratón, por pequeño que sea, nos veremos al
amanecer, maldito cabrón!
Saffron ahogó un gemido. No podían llegar a eso, solo faltaría que Oliver
se batiera en duelo con su amigo. El pobre vizconde solo pretendía ayudarlos.
Oliver malinterpretó el quejido.
―¿Te duele, te ha hecho daño? ―preguntó, preocupado, observándola
atentamente y acariciando suavemente su rostro y su cabello.
La joven contempló los verdes ojos del muchacho. Se sentía un poco
culpable al ver su mirada aterrorizada fija en ella. Tendría que explicarle…
―Estoy bien, Oliver. No me ha hecho ningún daño ―contestó, acariciando
su cara.
El barón habló por encima de su hombro.
―Quiero que salgas inmediatamente de mi casa. Tienes una hora ―ordenó,
fríamente.
Los cuatro hombres intercambiaron una mirada. Oliver estaba fuera de sí y
no atendería a razones.
Moray buscó la mirada de su hija y, cuando esta levantó los ojos hacia él, le
hizo un gesto. «¡Acláralo!», le pidió, sin emitir sonido alguno. Saffron asintió.
El grupo se dirigió hacia la casa. Moray reflexionaba pensativo, esperaba
que al enterarse de la trampa que le habían tendido, la ira de Oliver, junto
con sus celos y su orgullo, no acabara con las esperanzas de Saffron.
En cuanto llegaron a la casa, Drake vociferó:
―¡Murphy! ―El valet se presentó al momento.
―Milord.
―Tráeme las muletas de ese maldito terco, por favor.
―¿Milord? No puedo… me matará.
―Yo me haré responsable, baja las muletas. ¡Ah!, y la maldita silla.
Drake recogió las muletas de las manos del valet.
―¿Qué haces? ―preguntó su esposa―. Las necesita, Drake.
―Me tiene harto ―explotó―, no las necesita para nada, ¿o no te percataste
de que no las utilizó en ningún momento? Bien que saltaba escaleras abajo.
Levantó su rodilla y partió las muletas en dos, tirándolas a la chimenea.
Tomó la silla, salió a la terraza y la golpeó contra el suelo hasta partirla. Al
igual que con los pedazos de las muletas, hizo lo mismo con los restos de la
silla: los lanzó a la chimenea, invadido por la ira.
―Que ardan en el infierno ―masculló, observándolas arder.
Darcy se acercó a Damian, que se frotaba un ojo cada vez más hinchado.
El pobre hombre tenía algún que otro moratón en la mandíbula.
La joven llamó al mayordomo.
―¿Podría traer un par de paños humedecidos en agua muy fría, Wilson?
El mayordomo echó un vistazo a la magullada cara del vizconde y asintió.
―Por supuesto, milady.
Después de colocar los paños traídos por el mayordomo en su rostro, el
vizconde notó un inmediato alivio. A continuación, Damian comentó:
―Tendré que subir a hacer mi equipaje, no tengo intención alguna de que
regrese, me vea y me pegue un tiro ―apostilló tristemente.
―Vamos a esperar a ver qué sucede, si Saffron puede calmarlo y hacerle
ver que todo se hizo por ellos, lo mismo podrás volver de una pieza a Londres
―afirmó Moray.
Darcy observó que su marido contemplaba con la vista perdida las llamas
donde se acababan de quemar todas las excusas de Oliver para no andar sin
apoyos.
―¿Qué ocurre? ―preguntó. Se acercó a él tomándole una mano.
Drake apretó la mano de su esposa.
―Tengo un mal presentimiento, amor, me temo que nos hemos
equivocado. Oliver es muy orgulloso y cuando se entere de que todo fue una
farsa… quizá hayamos hecho más mal que bien.
La marquesa apoyó su cabeza en el hombro de su marido. Por el bien de
Saffron, esperaba que el barón entendiera que todo lo que habían hecho sus
amigos era pretendiendo el bien de los dos.
n
Oliver se había sentado al lado de la joven, tenía cogida una de sus manos
entre la suyas y la miraba con preocupación.
―¿De verdad que estás bien?
―Sí, no me ha lastimado, cariño, tranquilízate ―murmuró la muchacha.
Tenía que aclarar las cosas con él. «Quiera Dios que no se lo tome de la
manera equivocada», rogó.
―Oliver.
―Dime, amor. ―El muchacho acariciaba tiernamente el cabello de la
pelirroja.
―Lo que viste no era real ―musitó Saffron. El barón la miró confuso.
―¿El qué no era real? ¿Qué quieres decir?
La joven suspiró, iba a ser muy difícil mantener esta conversación.
―Fue todo una farsa.
―¿Farsa? ¿El qué fue una farsa, Saffron?
―Oliver la miró receloso.
La joven clavó la mirada en sus ojos.
―Todo: el compromiso, la discusión, todo.
La mano que acariciaba el pelirrojo cabello se paralizó.
―Explícate ―instó fríamente a la joven.
―Cuando regresamos a Londres yo estaba destrozada. No entendía tu
terquedad ni tu obsesión, a pesar de haberte asegurado que estabas curado. De
hecho, ya has visto que no te han hecho falta las muletas.
Oliver la interrumpió, seco.
―Ve al grano.
―Me sinceré con Darcy y ambas decidimos que, si no me reclamabas en
un mes, habría que forzarte, tomando otras medidas.
―Forzarme ―susurró.
―Tú me habías conminado a buscar otro caballero, Oliver, así que
decidimos darte lo que me habías pedido. Mi padre, Bedford y Drake se
acordaron de Damian y decidimos hacerlo pasar por mi prometido para…
―Para divertiros a mi costa ―interrumpió desabrido.
―¡No! Nunca fue una diversión, mi amor, teníamos que hacer que te dieras
cuenta de que no había ningún impedimento para que estuviéramos juntos,
que estabas curado y que, si el dolor volvía, lo solucionaríamos juntos.
Oliver soltó la mano de la joven, que aún tenía cogida, se levantó y le dio la
espalda a la muchacha.
―Supongo que os habré proporcionado una buena diversión.
«El cobarde tullido». Os divertiréis bastante en el viaje de regreso a
Londres disfrutando de mi humillación.
―Oliver, no. ¿Crees que la intención de Drake era reírse de ti? ¡Santo Dios,
es tu amigo! ¡Y Damian también! ¿Por qué crees que se prestaron?, por ti, por
nosotros.
―¿Amigos? ―meditó el barón. La amargura y la humillación invadían su
pensamiento. Se habían reído de él. Lo habían tratado como a un niño al que
hay que manipular para que obedezca.
Se giró hacia la muchacha.
―Os quiero a todos fuera de mi casa en una hora, y esta vez sin excusas, o
te juro por Dios que haré que mi personal os saque a patadas, sin importarme
el rango de tu padre o de Drake o, para el caso, de mi amigo el vizconde.
Se encaminó hacia la casa, dejando atrás a una desolada Saffron.
Al entrar en la sala donde aguardaban expectantes los malditos traidores,
sin detenerse y sin mirar a nadie en particular, ordenó:
―Ya se lo he advertido a lady Saffron, en una hora os marcharéis. Si no, mi
personal sacará vuestro equipaje a los carruajes. ¡Ah!, mis queridos amigos
―continuó sarcástico―, espero que la estancia en mi casa os haya
proporcionado suficiente diversión. La vida de Londres parece ser que no os
entretenía lo bastante.
―Oliver ―susurró Drake―. No es lo que crees, lo hicimos por…
―Lo hicisteis para manipularme y divertiros a costa de un pusilánime tullido,
bien, os habéis divertido. Ahora ¡fuera de mi casa!
―Oliver, por favor, escucha. ―Saffron entraba en ese momento, hecha un
mar de lágrimas.
Sin tan siquiera mirarla Oliver ignoró a la muchacha, dirigiéndose a su
alcoba. Un fuerte portazo sobresaltó a todos.
Se miraron apenados los unos a los otros. Drake, apesadumbrado, tenía la
cabeza entre las manos. Todo había salido mal.
Damian se dirigió a Saffron.
―Milady, quizá no sea el momento adecuado, pero si lo necesita, estaré
encantado de ofrecerme por usted, quizá no haya amor, pero nos llevamos
bien, hay respeto y me atrevo a decir que un poco de cariño también.
La joven se acercó y se puso de puntillas para besarlo en la mejilla.
―Gracias, Damian, eres un gran hombre y un buen amigo.
Capítulo 11
El regreso a Londres transcurrió en el más absoluto de los silencios. En cada
uno de los tres carruajes se podía cortar la tensión con un cuchillo.
Cada uno se dirigió a su residencia. Habían acordado dejar pasar unos días
para volver a verse. Todos estaban demasiado afectados por el nefasto resultado
de sus argucias en Albans Hall.
Saffron se encerró en su habitación al llegar a Moray House. Tenía mucho
en que pensar.
Moray, al ver a su hija correr hacia su habitación, decidió que le vendría
bien distraerse en el club.
Estaba tomando un whisky en una de las salas, ojeando uno de los
periódicos que se proporcionaban a los socios, cuando una voz le hizo levantar
la mirada.
―Tú también has decidido que estarías mejor en el club que rumiando
nuestra metedura de pata en casa, por lo que veo ―afirmó Bedford.
Moray le hizo un gesto para que se sentara en uno de los sillones, dobló el
periódico y avisó a uno de los camareros.
―¿Whisky? ―ofreció.
―Me vendría bien, sí.
El camarero se alejó en busca del pedido. Ambos hombres se miraron
inquietos.
―¿Crees que lo hemos hecho mal? ―preguntó Moray mientras observaba el
licor ambarino.
―¿Había otra manera de hacerlo? ―inquirió a su vez el conde de Bedford.
Malcolm agitó tristemente la cabeza.
―No, creo que no.
―Es orgulloso, Moray. Lo lógico habría sido calcular su reacción cuando se
enterase. Quizá hemos pecado de seguir una mala estrategia ―reflexionó
Cedric.
Moray sonrió irónicamente.
―Menudos militares estamos hechos. Si llegamos a desarrollar esta
deplorable estrategia durante la guerra, Napoleón estaría en la mesa de al lado
saboreando un coñac francés traído de su propia bodega.
Dos hombres se acercaron a su mesa.
―¿Podemos unirnos?
Milford y Lewes tomaron asiento sin esperar respuesta. Milford hizo un
gesto al camarero para que les trajera sendos whiskies.
Drake se reclinó en el sillón, abatido.
―¿No deberías estar con tu mujer? ―preguntó Bedford.
―Mi mujer ha ido a ver a Saffron. ¿De verdad pensabas que iba a dejarla
sola después de esta debacle?
La mirada de Moray se dirigió hacia el vizconde.
―Yo tengo que lucir mi ojo morado y mis moratones, me aportan un
aspecto más varonil junto con mi cicatriz ―aclaró Damian mientras hacía un
gesto desdeñoso con la mano.
Los hombres sonrieron, el vizconde no perdía el sentido del humor ni
aunque se cayera el techo del club en el que estaban.
―Me siento culpable ―manifestó Lewes, pensativo.
―Todos admitimos tu plan, Damian, y a todos nos pareció buena idea. Así
que, de haber algún culpable, lo somos todos ―contestó Moray.
―Y no olvidemos que la idea partió en primer lugar de mi esposa y de la
propia Saffron ―apostilló Drake.
―Lo hemos jodido todo ―murmuró el vizconde. Al ver las miradas que le
dirigieron los otros, añadió―: ¿Qué? Estamos en un club de caballeros, ¿no?,
no veo a ninguna dama por aquí ―se justificó.
―No tenemos más remedio que esperar, ya no puede usar sus muletas y no
le quedará más opción que moverse sin ellas, pero hemos herido su orgullo y
se siente humillado y herido ―reflexionó Moray.
Los cuatro caballeros bebieron de sus vasos, cada uno sumido en sus
funestos pensamientos.
―¿Y si viajo a Albans Hall yo solo? ―manifestó, esperanzado, Drake.
―Tal como se debe de sentir en estos momentos, te garantizo que te
pegará un tiro nada más te vea acercarte ―contestó, resignado, Lewes.
n
Darcy y Saffron se hallaban reunidas en la alcoba de la pelirroja, con
sendas tazas de té.
―¿Qué harás? ―preguntó Darcy, preocupada.
―No lo sé ―La pelirroja suspiró.
―Saffron, sé que es duro tener que desistir, pero veo difícil que Oliver
recapacite.
―Lo sé, se siente humillado. Y con razón.
Darcy hizo una mueca. «Un hombre enamorado no se siente humillado
porque la mujer que lo ama, y a la que ama, haga todo lo posible por estar a su
lado», razonó.
La pelirroja se levantó y caminó hacia la ventana, observando los jardines
que rodeaban la residencia.
La morena estudió a su amiga.
―Hay algo más que te preocupa.
―Me temo que estoy embarazada, Darcy ―soltó abruptamente la joven.
―Eso es maravilloso, cuando lo sepa…
―Nadie le dirá nada ―aclaró Saffron, seria―. Si no quiso saber nada de mí,
no voy a obligarlo a un matrimonio que no quiere por un hijo que tampoco
desea.
―¿Cómo que no lo desea? ―inquirió, sorprendida, su amiga.
―Me lo dejó bien claro: que encontraría algún hombre que no tendría
problema en criar a ese hijo como suyo. ―Saffron estaba a punto de llorar de
frustración.
Darcy se levantó para abrazar a su amiga.
―Cariño, en cuanto lo sepa…
―No lo sabrá, Darcy, prométemelo.
―Pero tiene derecho, Saffron.
―Sus derechos acabaron cuando me sugirió que, si hubiera resultados, como
él lo llamó, aceptara a otro como padre de su hijo.
La morena agachó la cabeza, pensativa. Pensaba que su amiga se estaba
equivocando, pero era su decisión y en parte la comprendía. Ella no podría
hacer nada, lo había prometido, pero quizá…
n
Saffron intentó mantener su embarazo oculto todo el tiempo posible hasta
estar segura. Junto con Milford y Darcy, acudía a bailes y cenas intentando
hacer ver que estaba superando el rechazo de Oliver. A menudo se
encontraban en algún baile con el vizconde con el que había desarrollado una
buena amistad. Bailaban juntos y el joven, con su buen humor, conseguía
hacerla reír.
Una mañana se decidió a hablar con su padre. Era finales de noviembre y
estaba completamente segura de estar embarazada. Contaba con la suerte de
no sufrir ningún malestar matinal. Tardaría en notarse, solo estaba de dos
meses, pero no podía esperar a comunicárselo a su padre, tenía que decírselo
antes de que se empezara a notar su estado.
Bajó al comedor de desayuno, donde ya se hallaba su padre.
―Buenos días ―saludó.
Moray se levantó para acercarle una silla.
―Buenos días, cariño.
―Papá, ¿podemos hablar?
Moray observó el rostro serio de su hija, le hizo un gesto a Fergus, este
hizo salir a los lacayos y salió luego él cerrando la puerta.
―Tú dirás, hija.
Saffron decidió no andarse por las ramas.
―Estoy embarazada.
Moray casi se atragantó con la taza de café que estaba bebiendo. Tosió para
despejar su garganta y examinó a su hija.
Se arrellanó en la silla.
―¿Qué vas a hacer?, ¿se lo dirás?
―No, y no quiero que nadie se lo haga saber.
―Hija… tiene derecho a saberlo. ―El conde intentó hacer entrar en razón
a la pelirroja.
―No tiene ningún derecho, ninguno, desde el momento en que me empujó
a solucionar el problema, si es que llegaba a haberlo, con otro hombre.
Promételo, papá.
―Ha cometido errores, lo sé, cariño, pero ocultarle a su hijo, ¿no estarás
cometiendo tú ahora un enorme error?
―Él no quiere casarse, y no voy a hacer que se sienta obligado por pena,
honor o qué se yo. ―Saffron encogió los hombros, intentando aparentar una
indiferencia que no sentía.
Moray levantó las manos, resignado. Por Dios, que si uno era terco, la otra
lo era más.
―Es tu decisión. Sabes que Lewes estaría encantado de ofrecerse.
―Papá, haría heredero de su vizcondado a un niño que no lleva su sangre.
No puedo hacerle eso.
―Puede decidirlo él, ¿no crees? Igual que esperas que lo hagan contigo, da
a los demás la opción de tomar sus propias decisiones, hija. Creo que ya hemos
visto los resultados de decidir por otros.
―En fin, debo salir, tengo asuntos que atender. Piensa en lo que te he
dicho, cariño. ―Moray se levantó, se acercó a su hija y le dio un tierno beso en
la frente―. Te apoyaré decidas lo que decidas. Pero, en mi opinión, deberías
decírselo a Albans, al fin y al cabo, en ese resultado él ha tenido tanto que ver
como tú.
Saffron, pensativa, tomó un sorbo de su té. No podía, en conciencia,
aceptar la posible propuesta de Lewes. Lo apreciaba, le tenía cariño, pero lo
veía como un hermano mayor. La convivencia con él se presentaba plácida,
sin sobresaltos, sin pasión, nada que ver con lo que sentía por Oliver. Puede
que a ella le bastara… si no podía ser con el barón, qué podía importar con
quién se casara. Pero además estaba el problema hereditario.
Si tuviera la seguridad de que su futuro hijo fuera una niña, quizá sus
problemas de conciencia serían menores, pero si fuese un niño, ese niño
heredaría algún día el condado de Moray, que le correspondía por derecho, ese
sí sería su derecho de nacimiento. No podía arrebatarle a Lewes el derecho a
que su primogénito de sangre heredara su título.
Sacudió la cabeza, triste. ¿Qué podría hacer? De las dos opciones a
considerar, ninguna era aceptable. O permitía que su padre le notificara al
barón su próxima paternidad, lo cual haría que Oliver se sintiera aún más
atrapado, resentido con ella, y eso iría matando el amor, si es que aún estaba
enamorado.
La otra opción, permitir que Damian se hiciera cargo, le parecía mezquina.
El vizconde tenía un título al que honrar y un bastardo como heredero, aunque
él estuviese de acuerdo, no lo sentía justo. Por lo demás, si tenían más hijos,
acabaría viendo al suyo como un usurpador.
No, ninguna de esas opciones era aceptable para ella.
n
En el momento en que observó desde el ventanal de su alcoba que los
carruajes de sus invitados abandonaban la casa, Oliver se sirvió una copa de
brandy y se dejó caer en uno de los sillones situados frente a la chimenea.
Buscó con la mirada las muletas. En su preocupación por Saffron ni se
había preocupado por cogerlas, loco de ansiedad al verla siendo maltratada por
Lewes. «¡Idiota!», pensó, dando un sorbo a su brandy. «Se han reído bien de
mí», reflexionó amargamente.
Evocó a la pelirroja con las manos en su rostro y su cuerpo agitándose.
Idiota y mil veces idiota, no se agitaba por los sollozos como le hizo creer, sino
que la risa era la que provocaba el temblor de su cuerpo.
Pensar en ella burlándose de él de esa manera con otro hombre, sin tener
en cuenta sus sentimientos, le provocó un nudo en el estómago. Sentía arcadas
de pensar en el ridículo que hizo de sí mismo.
Alzó la copa en un brindis silencioso, esperaba que hubieran disfrutado
con su humillación.
Drake. A Oliver nunca se le habría ocurrido suponer que su más querido
amigo se comportara así. Y Lewes, que se hubiera prestado a esa farsa, Santo
Dios, los tres eran íntimos en el Continente. Se habían guardado las espaldas
los unos a los otros más veces de las que podía contar.
Se pasó la mano libre por la cara. Seguiría con su vida, su patética vida, tal
y como era antes de que llegaran esos malditos visitantes.
Oyó a Murphy entrar en la habitación. Sin girarse, le requirió.
―Alcánzame las muletas, no consigo encontrarlas.
El valet tragó en seco. Bien, era el momento de encararse de una vez con la
maldita situación. Apreciaba al comandante, porque para él, lo mismo que para
Wilson y la señora Jones, siempre sería su comandante. Habían estado a sus
órdenes durante toda la campaña peninsular, al igual que el difunto señor
Jones, y a todos los llenaba de amargura ver el abatimiento en que había caído
su comandante.
Era el momento de ponerle las cosas claras y, si lo despedía, que lo
despidiera, ya encontraría alguna ocupación, pero no iba a permitir que
siguiera destrozándose ni un día más.
―Las muletas no están, milord.
―¿Cómo que no están? Debí de dejarlas tiradas en algún lugar de la casa,
no pueden haberse perdido.
―Perdido no, milord, se han quemado ―musitó el valet. Sorprendido, el
barón se giró.
―¿Quemadas?, no digas sandeces, Murphy. ¿Cómo pudieron haberse
quemado?
―Me temo que su señoría el marqués las partió y las tiró a la chimenea.
―¿Drake? ―Era lo que le faltaba. Habían invadido su casa, se habían
burlado de él y, por añadidura, el maldito Milford se atrevía a quemarle las
muletas. Bufó indignado.
Dejó la copa en la mesa y se mesó los cabellos, agotado.
―Tráeme la silla, entonces.
―También ardió, milord.
Oliver lanzó una mirada hacia el rincón donde solía estar la silla de ruedas.
No estaba.
―Milford, supongo. ―Suspiró hastiado.
―Me temo que sí, milord. El barón se levantó.
―De acuerdo, irás a Londres mañana y comprarás otras. Ayúdame
ahora a bajar las escaleras.
―No, señor.
Albans observó al valet entrecerrando los ojos.
―¿No? ¿No a qué exactamente, sargento? ―Murphy se enderezó.
―No a comprar otras muletas y no a ayudarle a bajar, comandante.
Armándose de paciencia, el barón suspiró.
―Sabes que no puedo sin ayuda, Murphy.
―Esta mañana pudo bajar perfectamente las escaleras solo. ―El sargento
sabía que no estaba utilizando el tono adecuado para dirigirse al barón, pero en
ese preciso momento se estaba dirigiendo a su comandante, a su compañero
de armas―. Y solo cruzó la casa y los jardines a la carrera como si lo
persiguieran todos los demonios del infierno.
Oliver entrecerró aún más los ojos hasta que se convirtieron en rendijas.
―Te estás olvidando de con quién hablas, sargento ―respondió fríamente.
―No, comandante, sé perfectamente con quién estoy hablando. Con mi
antiguo comandante, un hombre que se distinguió en el campo de batalla por
su valor y su honor y al que parece que, con los años, se le ha olvidado el valor
en el camino.
―Salga de aquí, sargento ―siseó el barón.
Murphy agachó la cabeza contrito. Ya estaba, ya había soltado lo que le
estuvo carcomiendo durante esos años, a él y a sus compañeros.
―Como desee, comandante.
El valet se dirigió a las cocinas, donde esperaban expectantes Wilson y la
señora Jones.
Sus miradas escrutaron el alterado rostro de Murphy.
―Se lo has dicho ―afirmó, más que preguntó, Wilson. Murphy asintió.
―Me temo que mañana me ordenará dejar la casa ―afirmó.
―Si te echa, nos iremos todos ―la señora Jones habló, dirigiendo su
mirada hacia el mayordomo.
Wilson asintió.
―No podéis permitiros perder el empleo, Anna. ―La amargura del valet se
notaba en su voz.
―Podemos y lo haremos, encontraremos otros trabajos, pero no
participaremos más callando y permitiendo que se autodestruya. Si quiere
destrozarse, que lo haga solo. Está curado, ¿tan cobarde es para asimilarlo? Se
ha enfrentado a verdaderos horrores, ¿y no puede enfrentarse a que puede
valerse por sí mismo como cualquier hombre? Pues por Dios que si te echa no
le quedará más remedio, porque estará solo.
―Anna… ―amonestó Murphy.
―No, Jonathan, ya basta de tratarlo como si fuera una frágil figura de
porcelana. Tenemos razón y lo sabes.
Oliver escuchaba la conversación detrás de la puerta. Había seguido al valet
con la intención de… de desahogarse, quizás, con una buena bronca, pero se
detuvo al oír a sus subordinados hablar. Se mantuvo en silencio escuchando y
algo se revolvió dentro de él.
Se dio la vuelta y subió silencioso las escaleras hacia su alcoba, rumiando la
conversación que había oído.
Al llegar a sus aposentos se sirvió una copa de brandy y se acercó al
ventanal. Mirando sin ver los jardines, reflexionó sobre los dos últimos meses.
Drake, los condes, ella, y ahora sus sirvientes, todos convencidos de que
estaba curado. «¿Y yo?», se preguntó, «¿por qué sigo empeñado en hundirme
cada vez más?». Tenían razón, estaba aterrorizado de enfrentarse a la vida. Con
la excusa de su lesión era sencillo esconderse en Albans Hall y recrearse en su
presunta miseria.
Todos habían vuelto dañados de alguna manera de la guerra, Drake sumido
en su tormento y su oscuridad, Wilson con parte de la movilidad de su brazo
perdida, Anna, la señora Jones, perdió a su marido en el frente, Lewes, además
de la cicatriz en su cara, suponía que habría algo más, que su buen humor
perpetuo enmascaraba algo más complejo.
Sus subordinados, pese al riesgo que corrían de ser despedidos, se estaban
enfrentando a él, reprochándole su apatía y su postura cómoda al no querer
enfrentarse a la vida, a sus posibles riesgos. Sus amigos habían intentado por
todos los medios hacerle ver lo mismo, hasta idearon esa maldita farsa.
Cegado por el orgullo, ¿habría malinterpretado los actos de sus amigos y de
ella? Si echaba la vista atrás y analizaba lo sucedido, se daba cuenta de que sí, de
que había malinterpretado los esfuerzos de sus compañeros de armas por
ayudarle, máxime si tenía en cuenta los reproches recibidos por parte de su
valet.
Sonrió imaginando a Drake en uno de sus ataques de furia, deshaciéndose
de las muletas y la silla. Bendito fuera.
Y todos, cada uno a su manera, seguían adelante, menos él.
«Cobarde», había dicho la señora Jones. Dolía, dolía que esos hombres y
esa mujer por los que había velado en batalla, y que habían velado por él y
continuaban cuidándolo, tuvieran tan pobre opinión. Había pasado de ser un
oficial respetado a ser considerado un cobarde pusilánime.
Y, por añadidura, esperaban ser despedidos. «Tengo que cambiar muchas
cosas», reflexionó, «y lo haré por mí mismo, no por contentar a nadie, sino por
mi propia dignidad».
Y cuando lo consiguiera, cuando se demostrara a sí mismo que había
vuelto el hombre que nunca debió dejar de ser, iría a por ella, le pediría perdón
de rodillas si hace falta, pero la recuperaría, por Dios que lo haría.
Murphy entró en la alcoba del Albans a la mañana siguiente, asumiendo
que sería la última al servicio del barón.
Grande fue su sorpresa cuando encontró al barón impecablemente vestido
con ropa de montar.
―Ayúdame a ponerme las botas, por favor, Murphy.
Al valet casi se le caen los ojos de las órbitas, ¿el barón pensaba montar?
Oliver notó el aturdimiento de su ayuda de cámara.
―Sargento, si eres tan amable… me temo que solo no puedo ponérmelas
―solicitó, ahogando una sonrisa.
―Claro. Por supuesto, milord.
Murphy acudió raudo a realizar la tarea solicitada.
―Avisa al mozo de cuadra para que prepare uno de los caballos y pídele a
la señora Jones que retrase el desayuno más o menos una hora, cabalgaré un
rato antes.
―Faltaría más, milord.
Murphy salió disparado a cumplir las novedosas órdenes del barón. Estaba
deseando compartir la emoción que sentía con sus compañeros.
Oliver comenzó a hacer una vida normal, cabalgaba por sus tierras, visitaba
a sus arrendatarios. No tenía muchos, apenas un par de granjas dedicadas a la
crianza de ganado vacuno que producían productos lácteos suficientes para
surtir cómodamente a los lugareños y a la casa solariega, otras tantas granjas
dedicadas al cultivo de cereales, y varias más, unas seis que se ocupaban del
cultivo de flores.
Las flores de Hertfordshire eran famosas y surtían a varios mercados de
ciudades y pueblos vecinos, incluido Londres.
No tenía muchos aparceros, pero sí los suficientes para poder vivir
holgadamente.
Se sintió como hacía tiempo que no se sentía: feliz. Casi feliz, le faltaba ella,
pero se había propuesto recuperarla. Pondría su hacienda en orden, recobraría
su fortaleza. Se propuso que en poco tiempo iría a Londres.
Hacía mucho tiempo que no se comunicaba con su hermano. Lord Adam
Fleming, marqués de Taunton, residía en Dorset. No había mucha distancia,
apenas doce horas de viaje, pero después de regresar del Continente no había
querido amargar la felicidad familiar de su hermano con su mujer y sus hijos
cargándole con sus problemas. Era el momento de escribirle y ponerle al
corriente de su vida. Quería a su hermano y sabía que Adam sufría por su
alejamiento.
Se dispuso a escribir a su familia una larga carta.
En la casa se respiraba otro ambiente: encantados con el cambio del
barón, los dos sargentos y el ama de llaves disfrutaban realizando sus tareas,
al ver que la melancolía que dominaba a su patrón y, por ende, a la casa, había
desaparecido.
El barón comía con apetito. A su ya desarrollada musculatura en la parte
superior del cuerpo, producto del esfuerzo realizado con la silla y las muletas,
se le unía el aumento de la masa muscular de los muslos y piernas, que se
habían debilitado un poco debido a la falta de actividad durante tanto tiempo.
La vida en Albans Hall estaba resultando tranquila, poco a poco, Oliver
volvía a ser el encantador comandante que sus subordinados habían tratado y
respetado.
Capítulo 12
Drake paseaba furioso por el salón de su residencia, observado por su esposa y
por Saffron.
La muchacha había acudido a la mansión de los marqueses decidida a
hablar con sus amigos sobre sus planes. Aunque su decisión estaba tomada,
eran sus amigos, y le agradaría saber su opinión.
Drake ya estaba expresando la suya con sus furiosos paseos de un lado a
otro.
―Santo Dios, cariño, ¿harías el favor de sentarte de una buena vez? Me
marea verte corretear de aquí para allá, y en mi estado… ―Darcy no tenía
ningún reparo en utilizar su estado cuando le convenía ante su protector
marido.
―¡Es una locura! ―explotó Drake, derrumbándose en un sillón enfrente
del que ocupaban ambas amigas―. Y tú, como amiga suya, deberías disuadirla.
Será un escándalo ―prosiguió―, si no piensa en su reputación, por lo menos
que piense en la de su padre. Licenciado con honores de coronel, titular de un
condado. Saffron, si llevas a cabo lo que te propones, su reputación se verá
mancillada para siempre, dejarán de respetarlo, sus pares lo mirarán con
desprecio… ¡Maldición!, no quiero ni pensarlo.
La muchacha lo observó serena.
―Está todo previsto, Drake, he desaparecido de Londres con mi padre
varios días durante el mes de septiembre. Volvimos y abandonamos otra vez
Londres, esta vez todos nosotros. Para cualquiera saltarán a la vista las razones.
―Una boda ―masculló Drake―. Y una boda falsa, además. Maldita sea, me
estáis haciendo envejecer a pasos agigantados, a este paso no llegaré a conocer
a mi hijo, estaré muerto, sufriré un ataque al corazón y acabará mi vida
―Drake se lamentaba con los codos apoyados en sus rodillas y la cabeza entre
sus manos.
―Vamos, amor, no seas tan dramático. Saffron tiene razón, las fechas
coinciden y con nuestro respaldo, el de Damian y el de nuestros propios
padres, nadie dudará de nuestra palabra.
Al ver el rostro pálido y cariacontecido del marqués, Saffron se sintió
compasiva.
―Drake, si lanzamos el bulo de que me he casado fuera de Londres con
todos vosotros como testigos, nadie tendrá motivos para dudar y podré pasar
el embarazo aquí. Aunque en Escocia estaría segura y atendida, prefiero que
sea mi padre quien me atienda, y la única manera de conseguirlo es
quedándome en Londres.
―En unos días, la aristocracia se retirará al campo para pasar la Navidad. Si
lanzamos el anuncio al periódico antes, para cuando viajen hacia sus casas
solariegas ya se habrán olvidado ―zanjó la pelirroja.
―Es una buena idea. Reconócelo, Drake. Atrevida, pero buena ―aclaró
Darcy sonriendo a su amiga, que le devolvió la sonrisa.
Saffron continuó:
―En cuanto tenga al bebé, esperaré un par de meses para que el viaje no
sea pesado para él y me marcharé a Escocia. Sabes que allí no existen los
prejuicios que dominan la sociedad londinense. Nadie cuestionará la
ascendencia del futuro conde de Moray o, si fuese una niña, de la nieta del
actual conde, para el caso.
―¿Por lo menos le has comentado tus intenciones a tu padre? ―preguntó
Milford, ya exhausto.
Iban a acabar con él, por Dios que sí. Él que se las prometía tan feliz
disfrutando por fin de la vida al lado de su preciosa morena y su futuro hijo o
hija, y las dos arpías volvían a tramar sus acostumbrados planes retorcidos. Se
frotó la cara, desesperado.
―Mi padre ya ha enviado el comunicado al Times, solo se publicará en ese
periódico. Saldrá mañana la noticia de que lady Saffron Stewart, hija del conde
de Moray, se ha casado a finales de octubre y el matrimonio espera, feliz, su
primer hijo. Las fechas de la concepción y boda cuadran y nadie tendrá en
cuenta, para cuando se produzca el nacimiento, si hay una variación de unos
días.
Drake se levantó, se acercó a su esposa y le plantó un tierno beso en los
labios.
―Me voy al club, necesito una copa en un ambiente tranquilo, lejos de las
maquinaciones maquiavélicas de dos embarazadas ―le susurró a su mujer.
―¿Por cierto, se sabe quién se será el afortunado «no esposo»? ―preguntó,
ya en la puerta.
―No lo sé, mi padre dijo que se encargaría de encontrar a alguien.
―Estáis todos locos, acabaremos todos en Bedlam, lo sé ―murmuró,
agitando la cabeza con pesar.
El marqués salió rumiando maldiciones y funestos vaticinios, seguido de
las carcajadas de ambas muchachas.
n
Drake entró en el club, después de dejar su capa y su sombrero en manos
de uno de los lacayos de la entrada. Buscó con la mirada a los otros dos
conspiradores, si bien Moray se había prestado a semejante argucia, no en vano
se trataba de su hija, presuponía que su suegro también habría puesto su
astucia al servicio de su amigo.
Esos dos eran como sus hijas, uña y carne para todo, hasta para los planes
más peregrinos. Un sentimiento de añoranza lo invadió: así eran Oliver y él
desde que llevaban pantalones cortos.
Divisó a los dos condes sentados en una mesa algo apartada y se dirigió
hacia ellos. De camino se cruzó con uno de los camareros, al que solicitó que
le llevara a la mesa una copa de brandy.
―¿Puedo sentarme o es una reunión exclusiva para padres maquiavélicos?
―preguntó, malhumorado.
Ambos condes soltaron una carcajada. El joven marqués no se distinguía
precisamente por su sentido del humor.
Bedford le hizo un ademán señalando un sillón libre. Drake se sentó y
tomó la copa que el camarero había colocado en la mesa.
Esperó, observando a los dos hombres por encima de su copa mientras
bebía. Le tendrían que dar alguna explicación de sus intenciones, ¿no? Y siguió
esperando. Parecía que ambos condes no tenían intención ninguna de
satisfacer su curiosidad. Maldita sea, era el marido de la hija de Bedford, no era
un maldito petimetre cotilla.
Harto, bufó:
―¿Y bien?
Ambos hombres lo observaron curiosos.
―Y bien, ¿qué? ―contestó Moray, ahogando una sonrisa. Era muy fácil
llevar al marqués al límite de su paciencia, que era poca, por cierto.
Drake rodó los ojos.
―¿Quién será esta vez el nuevo «no marido» de Saffron? Los hombres se
miraron, cómplices. Drake palideció. Ay, Dios, qué se les habría ocurrido esta
vez.
Moray, sin decir palabra, sacó un papel doblado de su bolsillo y se lo
tendió.
Milford, al cogerlo, se dio cuenta de que era la nota que había servido de
plantilla para el anuncio en el Times del día siguiente.
La desdobló y se dispuso a leerla.

Lord Malcolm Stuart, conde de Moray, tiene el honor y el placer de anunciar


el matrimonio celebrado a finales de octubre entre su querida hija, lady Saffron
Stuart, y el honorable señor Bruce Robertson, así como de comunicar el estado
de feliz espera del reciente matrimonio, que llena de orgullo y satisfacción a
ambas familias.

Londres, 29 de noviembre de 1822.

Drake levantó la vista sorprendido.


―¿Quién mierda es Bruce Robertson?
―Un gran amigo ―aclaró Moray―. Éramos grandes amigos de jóvenes. He
contactado con él y está encantado de hacerme ese favor. No se ha casado
nunca, no tiene herederos ni gran fortuna, vive holgadamente en Italia de los
beneficios que le rentan unas tierras heredadas en Escocia. El caso es que no
tiene a nadie a quien rendir cuentas. Nadie lo recuerda en Inglaterra, y en
Escocia se sabe poco de él. Hasta me ha permitido matarlo si es necesario para
Saffron.
―¿Matarlo? ―Drake abrió los ojos como platos.
―Anunciar su muerte; ficticia, por supuesto. Si hay que anunciarla se hará
en periódicos ingleses, a Escocia no llegará la noticia. Y si llegase, él se
encargará de aclararlo con el administrador que tiene ocupándose de su
hacienda.
―Lo dicho, acabamos todos en Bedlam ―murmuró el marqués.
―¿Quién acabará en Bedlam? ―Se oyó una voz de barítono―. Espero que
no seas tú, Drake, después de todas las locuras que cometiste correteando por
Londres a tus anchas, sería muy incómodo que te ingresaran ahora. De muy
mal gusto, sobre todo para tu preciosa mujer ―acabó, sonriendo.
Milford le tendió la nota.
―Siéntate y lee, veremos lo que opinas después de leer esta… esta
aberración.
Lewes se sentó y alcanzó la copa que le había servido el camarero. Tomó
un sorbo y casi se atragantó al empezar a leer. Después de toser un buen rato y
de varios golpes en la espalda por parte de Drake, miró a los hombres
sentados en la mesa.
―¿Otro matrimonio? Veo que ahora ya pasamos del compromiso
directamente al matrimonio, y ¿quién demonios es Bruce Robertson? En mi
vida he oído hablar de él.
―Ni oirás ―murmuró Drake―. Moray te explicará quién es su nuevo yerno
―prosiguió con sorna.
―Santo Dios, ¿pero no ha sido suficiente la debacle de Albans Hall? Tenéis
unas ideas tan retorcidas que me están comenzando a aterrorizar. Solo espero
que no las utilicéis en mi contra.
―Es necesario. Lee toda la nota ―manifestó Bedford.
Tras lanzar una mirada curiosa al conde, Damian siguió leyendo.
―¿Feliz espera? ¿Esta farsa de matrimonio es por eso? Le dije a Saffron
que, si lo necesitaba, yo me ofrecería por ella, y lo sigo manteniendo. No hacía
falta recurrir a ese tal Robert.
―Robertson ―aclaró Drake.
―Como sea, me es indiferente.
―Lewes, mi hija no quiere comprometerte: si es niño sería tu heredero, y
no le parece justo, ni para ti ni, en el caso de tener otro hijo, para él.
―Pero ¿anunciar un falso matrimonio? Alguien podría enterarse. Sería el
fin de su reputación, por no hablar del estigma de bastardo con el que cargaría
su hijo.
―Damian tiene razón. Además, me parece que te estás precipitando, Moray
―apostilló Drake.
Moray se pellizcó la barbilla con dos dedos.
―Está todo atado, Lewes. Nadie conoce a Robertson en Londres ni, para
el caso, en Inglaterra. Y en caso de ser necesario, me ha autorizado para
matarlo.
Damian abrió tanto la boca que creyó que se le desencajaría la mandíbula.
―¿Matarlo? ¿Vas a matar a ese pobre hombre, Moray? ―El vizconde apuró
de un trago lo que quedaba en su copa y, llamando la atención del camarero,
solicitó otra. Ya puestos, que dejara la botella.
Apoyó los codos en la mesa y enterró su cara entre las manos. «Locos», no
había otra explicación. Habían vuelto todos trastornados del Continente.
Levantó la mirada. Su pelo, perfectamente peinado hasta ese momento, era
un revoltijo.
―No puedes matarlo, Moray. Acabarás, no, acabaremos, porque nos pedirás
ayuda y no podremos negarnos, maldita sea, acabaremos en Newgate. O peor,
colgados…
―Cálmate, Lewes, nadie va a matar a nadie ―dijo, sereno, Malcolm―. Solo
es una opción que me ha ofrecido Robertson por si necesitamos en algún
momento que Saffron se quede viuda.
―¿Por qué ibais a necesitar que ella enviudara? Santo Dios, no sé para qué
pregunto ―exclamó, abrumado, el vizconde.
Bedford intervino:
―Podría enamorarse más adelante y querer contraer matrimonio.
―Por lo visto ese Roberts lo ha previsto todo ―masculló Lewes.
―¡Robertson! ―exclamaron tres voces a la vez.
―Eso, como sea que se llame ―contestó Damian haciendo un gesto
desdeñoso con la mano.
Bedford se levantó.
―Debo irme, mi hermana y mi sobrino me esperan para cenar, caballeros
―inclinó la cabeza y echó a andar hacia la salida.
Moray también se puso en pie.
―Creo que yo también me marcharé. Damian, Drake ―se despidió el
conde.
―Te acompaño, Moray ―convino Drake―. ¿Damian? ―preguntó.
―Me quedo, Drake, seguramente le haré los honores al estupendo chuletón
que sirven aquí ―inclinó la cabeza en señal de despedida hacia los dos
hombres.
―Buenas noches, entonces.
Bajaron las escaleras del club, el carruaje de Milford ya le estaba esperando.
―No veo tu coche, Moray.
El conde se encogió de hombros.
―He venido dando un paseo.
―Sube entonces, te llevaré ―se ofreció Drake. Llevaban pocas calles recorridas
cuando Drake habló.
―Dudo que se entere.
―Se enterará ―respondió Moray.
Ambos sabían a quién se referían sin necesidad de nombrarlo.
El marqués miró estupefacto al conde.
―¿Esa es tu razón para montar toda esta farsa, que él se entere? Porque te
recuerdo que la misma estrategia tuvo un nefasto resultado la otra vez.
―Mi única razón es proporcionarle una salida a Saffron que no ponga en
peligro su reputación. De cualquier manera, ambos sabemos que, aunque se
entere, no moverá un solo dedo después de lo ocurrido. No voy a obligarlo a
responder honorablemente, Drake, y no por él, sino por mi hija. Sé que podría
exigirle una reparación, de hecho, es lo que haría cualquier padre, pero Saffron
sería profundamente desdichada pensando que Oliver ha sido obligado a
casarse con ella, y no le haré eso. Mi hija será la próxima condesa de Moray, y
los escoceses siempre hemos sido tolerantes con… digamos, las consecuencias
del amor, hayan nacido en un lado u otro de la cama.
n
Los periódicos llegaban con regularidad a Albans Hall. No llegaban a
tiempo por la mañana para la hora del desayuno, pero Oliver casi prefería que
llegaran en la tarde, le gustaba leerlos después de la cena degustando un buen
brandy.
Esa noche, había empezado por el Times, después de concentrarse en las
páginas políticas y económicas ojeaba distraído las páginas de sociedad. No le
interesaban especialmente, de hecho, no le interesaban en absoluto, y se
dedicaba a pasar página tras página indiferente a su contenido. Hasta que un
comunicado de gran tamaño le llamó la atención.
«Lord Malcolm Stuart, conde de Moray, tiene el honor…»
Oliver palideció. Continuó leyendo y sintió que su corazón se paralizaba.
¿Casada? Ella se había casado. Y estaba esperando un hijo. Un hijo suyo, que
por su estupidez sería criado por otro hombre.
Su mente era un caos de emociones encontradas. Por un lado, qué
esperaba, la había echado sin escuchar sus explicaciones. Él mismo le había
insinuado, no, aconsejado que buscase a otro caballero en el caso de que
hubiese resultados de… Por Dios Santo, ¿qué había hecho?
¿Sabría de su estado cuando volvió dispuesto a recuperarlo con aquella
estratagema? Entendía que no se lo hubiese comunicado si ya era consciente
de su estado. Tal y como la había tratado, no podía esperar otra cosa.
Su hijo. Iba a tener un hijo de la mujer a la que amaba más que a su vida y
jamás podría verlo, jamás podría disfrutar de una familia que debería haber
sido suya si no fuese por su maldita cobardía y su maldito orgullo.
Se cubrió la cara con las manos y las lágrimas comenzaron a caer sin
control.
No había llorado ni en los peores momentos pasados en la Península, y
había habido muchos. Siempre se envolvió en una capa de frialdad con la que
intentaba proteger sus sentimientos de los horrores vividos.
Ahora dejó salir todo su dolor tanto tiempo reprimido, la había perdido,
definitivamente. ¿Cómo iba a lidiar con eso? Empezaba a sentirse preparado
para ir a reclamarla, tenía intenciones de ir unos días antes de Navidad a
Londres y solucionar las cosas con sus amigos y con ella, y ahora esto.
Murphy entró silenciosamente en la alcoba, como todas las noches venía a
recoger la ropa utilizada por el barón, puesto que ya no necesitaba de su ayuda
para prepararse para dormir.
Lo que encontró, lo paralizó. El barón sollozaba sin control con las manos
tapando su rostro. Ni se había percatado de su entrada.
Miró a su alrededor intentando dilucidar qué lo había puesto en ese estado.
Se fijó en los periódicos que aún reposaban en la mesita.
Se acercó y tomó uno, presumiblemente el que había leído el barón, ya que
estaba arrugado y lo ojeó rápidamente, ni la política ni la economía lo pondrían
en ese estado, solamente le alteraría…
Le temblaban las manos cuando llegó a la página de sociedad y leyó el
comunicado de Moray. Palideció. Levantó la mirada y observó al destrozado
barón. Silencioso, salió de la habitación y se llevó el periódico consigo.
Bajó como alma que lleva el diablo a las cocinas. Wilson y la señora Jones
levantaron la mirada de lo que estaban haciendo cuando irrumpió
bruscamente.
Ante sus miradas interrogantes, lanzó el periódico sobre la mesa. Wilson,
sin apartar su mirada del rostro del valet, tomó el periódico y lo colocó entre él
y la señora Jones. Sus caras se demudaron cuando examinaron su contenido.
Los dos a la vez volvieron a dirigir la vista hacia Murphy. La señora Jones,
pálida.
―¿Lo ha leído? ―Hizo una mueca―. Claro que lo ha leído, si no, no
tendrías ese aspecto ―murmuró.
Wilson se levantó y empezó a caminar por la cocina.
―¿Cómo está? ―preguntó, cabizbajo.
―Destrozado. Ni se enteró de que había estado en la habitación, preferí
dejarlo solo ―contestó el valet.
―Nunca lo había visto en ese estado, ni en los peores momentos en la
Península y, desde luego, hubo multitud de ocasiones para perder el control,
pero tal y como lo acabo de ver…
Miró hacia arriba, pensativo.
―¿Qué vamos a hacer? ―suspiró y miró a sus amigos, estos tenían la
mirada fija en él.
―Me temo que solo podemos esperar a ver su reacción y, sea cual sea,
actuar en consecuencia ―contestó la señora Jones.
Oliver pasó la noche más infernal de su vida. Sin dormir, buscaba una
solución. Era inútil, ella se había casado y contra eso no podía hacer nada,
intentaría olvidarla, lo haría.
Seguiría con su vida en Albans Hall, él no visitaba nunca Londres, así que
sería difícil que pudieran volver a verse. Y estaba su marido, a saber dónde
estaría su propiedad… con suerte, muy lejos.
Nunca conocería a su hijo, tendría que resignarse. Por mucho que le
doliera, no sería el primero ni el último hombre al que le ocultaran su
paternidad.
Después de asearse y vestirse para cabalgar bajó al comedor. Su desayuno
ya estaba preparado. Se sirvió una taza de café humeante y empezó a comer
los huevos y el beicon. Todo estaba en su punto y pensó en la bendita señora
Jones, cocinaba como los ángeles.
Mucho más tranquilo, después de desayunar, se dirigió a los establos. El
castrado que usaba habitualmente estaba ya preparado, montó y se dirigió hacia
los campos.
Debía visitar a uno de los ganaderos, recordaba que tenía problemas con
una de sus vacas. Se acercaría y se aseguraría de que todo estaba bien.
Tres pares de ojos observaron su salida desde las ventanas de la cocina.
Los dos hombres y la mujer elevaron una plegaria. El barón no volvería a caer
en el abatimiento, gracias a Dios.
Unos días después, Oliver reflexionó sobre su comportamiento con sus
amigos. No podría disculparse con ella, por supuesto. No era honorable que
un hombre soltero enviara cartas a una mujer casada, pero sí podría
disculparse con sus amigos.
Se dirigió a la habitación que había sido su alcoba provisional y que había
convertido en despacho. Decidido, se sentó ante el escritorio y se dispuso a
enviar tres misivas.
Capítulo 13
Drake recibió la bandeja con la correspondencia, como era habitual durante el
desayuno. Ojeó las misivas, pasándole a Darcy las correspondientes a las
invitaciones que deberían aceptar o rechazar, hasta que se paralizó al ver una
carta con un sello determinado.
La marquesa observó el rostro demudado de su marido.
―¿Qué ocurre, son malas noticias?
―Aún no lo sé. ―Ante el gesto de extrañeza de su mujer, el marqués se
apresuró a aclarar―: La carta viene de Albans Hall, y lleva el sello de la
baronía.
―Si la enviase Murphy, no llevaría el sello de Albans ―aseveró la joven―.
Olvida tus recelos y ábrela.
Drake miró a su mujer, que lo observaba preocupada.
Rompió el lacre y se dispuso a leer.
―Por favor, ¿serías tan amable de leerla en voz alta?
Asintió. Su esposa tenía tanto derecho como él a saber lo que contenía la
sorpresiva carta de Oliver.

Albans Hall, 15, de diciembre de 1822


Querido amigo:
Me imagino cuál será tu sorpresa al recibir esta carta, pero consideré necesario,
después de mi infame comportamiento durante vuestra estancia en mi casa,
enviaros mis más sinceras y humildes disculpas a ti y a su señoría la marquesa,
no creo ser digno, después de mi comportamiento, de tutearla tal y como ella tan
amablemente me había pedido.
He tenido mucho tiempo para pensar en mi comportamiento. Después de
vuestra partida, no negaré que intenté sumirme otra vez en la melancolía, pero un
gran amigo se había encargado de destrozar los patéticos apoyos físicos en los que
me escudaba.
Debo agradecértelo, ya que eso me ha permitido recapacitar y, sumado a la
firmeza demostrada para no permitir que me sumiera
todavía más en mis obsesiones por el personal de mi casa, a los que considero
no meros sirvientes, sino amigos, y que me hicieron abrir los ojos, gracias a Dios,
vuelvo a llevar una vida normal.
He vuelto a cabalgar, a visitar a mis arrendatarios, en fin, a recuperar mi
vida.
Lo único que lamento es que cuando ya estaba preparado para reclamar…
Perdona, vuelvo a ser un tonto egoísta, exigiendo que se me esperara cuando ni
siquiera ofrecí esa posibilidad.

Darcy tomó la mano de su marido, que temblaba sosteniendo la carta.


Apretó su mano y se dirigieron una tierna mirada. Drake, apretando la mano
de su mujer y sosteniendo la carta con la otra, prosiguió:

Fui un idiota orgulloso al malinterpretar vuestras intenciones. Debí tener


claro desde el principio que ni tú, ni por supuesto Damian, haríais algo para
humillarme burlándoos de mí.
Te vuelvo a reiterar mis más sinceras disculpas. He enviado sendas cartas al
conde de Moray y a Damian expresándoles lo mismo. Entendería que no las
aceptaran, sobre todo el conde de Moray, pero mi obligación de caballero es
ofrecerlas y asumir las consecuencias si no son aceptadas.
Estaría encantado si pudiera conservar tu amistad, lo dejo a tu generosidad.
De cualquier modo, me has honrado durante muchos años con tu aprecio y
lealtad. Para mí eras y serás siempre un hermano y esos momentos pasados
siempre estarán en mi memoria.
Que Dios os bendiga a ti, a tu marquesa y al pequeño que está por nacer.
Siempre tu hermano,
Oliver.
Ausente, Drake dejó la carta sobre la mesa. Una solitaria lágrima escapaba
por la comisura de uno de sus ojos. Darcy, tiernamente, la enjugó con un dedo.
Ese gesto pareció hacer despertar al marqués.
―Perdona, mi amor, es solo… no esperaba… Es mi mejor amigo.
―Lo sé, cariño.
Fueron interrumpidos por Milton portando una bandeja con una tarjeta,
que acercó a Milford.
―Señorías, el caballero solicita ser recibido. Drake miró a su esposa.
―Es Damian.
―Hazlo pasar, Milton.
Asintiendo, el mayordomo se retiró para volver al instante seguido por el
vizconde.
―Señorías, el vizconde Lewes.
Drake se levantó y se aproximó al vizconde extendiendo su mano.
―Damian, encantado de verte.
―Drake. ―Lewes estrechó la mano del marqués y se acercó a la
marquesa―. Señoría ―saludó. Darcy alargó su mano para saludar al joven, que
la sostuvo y acercó a sus labios.
―Damian, es un placer, ¿volvemos a Señoría? Estamos en privado, Darcy
bastará.
El vizconde sonrió.
―Por supuesto, Darcy.
―Por favor, toma asiento, Damian ―Drake le hizo un ademán hacia una de
las sillas―. ¿Una taza de té?
―No, gracias, hace un momento que he desayunado
―Lewes echó un vistazo hacia la mesa y distinguió la carta de Oliver. Hizo
un gesto con la cabeza señalando la carta―. Veo que también habéis recibido
una.
El marqués echó un vistazo a la misiva.
―Se disculpa por su comportamiento y relata que vuelve a llevar una vida
normal.
Lewes asintió.
―Es más o menos lo que expone en la que me envió a mí.
Acabo de recibirla, por eso he venido.
―Sí, en la mía explica que os enviaba sendas misivas a ti y a Moray,
supongo que el conde ya habrá recibido la suya.
―En efecto, la he recibido hace unos minutos. ―El conde había entrado en
el comedor de mañana sin ser notado. Después de su implicación en la
curación de Milford, los marqueses prescindían de cualquier protocolo en
relación con el conde y, por supuesto, su hija. En privado, se consideraban
familia y como tal eran tratados.
Moray se acercó a Darcy, la besó en la mejilla y le alargó la carta.
―Ten, hija, ¿serías tan amable de leerla en voz alta?
La marquesa tomó la carta que le tendía el conde y lo miró interrogante.
―¿Estás seguro, tío Malcolm?
Tomando asiento en una de las sillas, Moray asintió.
―Por supuesto, lo ocurrido en Albans Hall nos afectó a todos, justo es que
comparta la misiva que me ha enviado.
La morena carraspeó e inició la lectura bajo la atenta mirada de los tres
hombres.

Albans Hall, 15 de diciembre de 1822


A su señoría lord Malcolm Stuart, conde de Moray.
Milord:
Me dirijo a usted con toda humildad para, en primer lugar, ofrecerle mis más
sinceras disculpas por todo lo ocurrido durante su estancia en mi casa hace unos
meses. Entendería, por supuesto, que se negara a aceptarlas, mi deplorable
comportamiento no merecería tal generosidad por su parte.
Ofrecerle además una explicación de mi poco caballeroso comportamiento con su
hija.
Le hablo desde el fondo de mi corazón, ya que a estas alturas no merece la pena
seguir ocultando sentimientos por un equivocado sentido del orgullo.
Amaba y amo a su hija con toda mi alma, mas mi cobardía me impidió
ofrecerme por ella como era mi deseo. Cometí el error de decidir por ella en lugar de
permitir que ella decidiera por sí misma. Me comporté como un maldito egoísta
priorizando mis temores en vez de hacerle caso a nuestros corazones. Antepuse mis
sentimientos y desestimé los suyos. Soy incapaz de entender cómo pude ser tan necio
como para pensar que ella estaría bien sin mí, cuando mi vida es una agonía sin
ella.
Y mi más profunda vergüenza es haber dudado de ella, haber pensado que sería
capaz de burlarse de mí. No reconocer, llevado por mi estúpido orgullo, que la
farsa representada en mi casa la interpretó llevada por su amor hacia mí.
Me siento profundamente avergonzado por haber traicionado su confianza,
confianza que había depositado en mí, en mi honor como caballero.
Debe saber que luchaba contra mí mismo. Mi más ansiado deseo era poder
tener el honor de pedirle su mano en matrimonio, pero mi vergonzoso e irracional
temor me lo impedía. Mantuve la esperanza de poder superar ese temor y
convertirla en mi esposa, lamentablemente he tardado demasiado.
Me he recuperado totalmente, mi gran error fue no seguir sus consejos y sí mi
terquedad. Mi vida ahora es completamente normal, he superado mis miedos, cosa
que les tengo que agradecer a usted, a su hija y a mis dos buenos amigos. Amigos a
los que yo sigo considerando como tales, a pesar de mi indigno comportamiento con
ellos en su último día de estancia en Albans Hall.
Mis intenciones eran, una vez puesta en orden mi hacienda, viajar a Londres y
humildemente disculparme con su hija, rogando su perdón y suplicándole me
concediera el honor de convertirme en su esposo.
Lamentablemente, mi indecisión ha provocado que mis intenciones se queden en
eso, meras intenciones.
Mi deseo es que su hija haya encontrado a un buen hombre, un caballero que la
trate y la respete como ella se merece.
Siento no poder transmitirle mis deseos a ella, pero no sería aceptable que un
hombre soltero intercambie correspondencia con una dama casada.
Le ruego le transmita el dolor que siento por haberla perdido, a ella y a su hijo,
ya que no soy digno de llamarlo mío. Asimismo, si en algún momento de su vida
ese niño necesitara alguna cosa, le rogaría que me tuviera en cuenta. Sería un
honor poder hacer algo por ese niño, ya no como padre, pues no tengo ese derecho,
sino como amigo.
Mis más sinceras felicitaciones por el reciente enlace de su hija, a la que deseo
un dichoso matrimonio.
Lamento profundamente el daño que he causado a su familia, sufriré sus
consecuencias el resto de mi vida, en realidad es lo que merezco. Así como haberlo
decepcionado con mi falta de honor.
Ojalá algún día pueda perdonar a este avergonzado soldado, entendería que no,
ya que él es incapaz de perdonarse a sí mismo.
Siempre a su servicio,
Oliver Fleming, barón de Albans.

―En toda la carta no ha sido capaz de referirse a ella por su nombre


―musitó Darcy―. Tío, Saffron tiene que leer esto, aún es posible solucionar las
cosas entre ellos ―suplicó la marquesa.
―¿Te olvidas de que está casada? ―objetó sarcástico, Lewes, mirando
acusadoramente a Moray.
―Pero podemos matar a su marido ―comentó esperanzado Drake,
mirando al conde.
El vizconde volvió a replicar:
―¿Olvidamos también el luto? No podría contraer nuevo matrimonio
antes de que el niño naciese, por lo tanto, ese niño nunca podría ser
reconocido por Oliver, ya que llevaría el apellido del difunto.
―Sabía que se precipitaba al enviar ese comunicado tan pronto― acusó,
molesto, Drake.
Moray, pensativo, se mantenía callado. No podía reconocer un error en el
comunicado. ¿Un padre equivocándose al respecto de con quién casa a su hija?
Imposible.
―¿Qué vamos a hacer? ―preguntó Darcy, desolada.
Moray se pasó las manos por el rostro.
―Saffron debe leer la carta, se hará lo que ella decida.
n
El conde entregó la carta a la pelirroja y la dejó sola. Saffron se hallaba en
la habitación que usaba como despacho y en la que tenía todo el material
médico. Se sentó en el sillón tras la mesa que solía utilizar.
Su padre le había explicado que Oliver había enviado otras dos cartas a
Damian y a Drake.
Suspiró y se dispuso a leer.
Cuando finalizó su lectura, tenía los ojos anegados en lágrimas. Él estaba
recuperado. Al fin se había enfrentado a sus temores, y no por ella, sino por sí
mismo.
Y ahora, ella estaba casada, falsamente pero públicamente casada. Y su
hijo… él nunca podría conocerlo.
Limpió de un manotazo las lágrimas que aún corrían por su rostro. Estaba
harta, harta de permitir que otros decidieran por ella, harta de las estúpidas
reglas sociales de una sociedad que le importaba una higa. Se acabó.
Se levantó de la silla, decidida. Se dirigió a la puerta y, al abrirla, casi se da
de bruces con su padre.
Malcolm paseaba de un lado a otro delante de la puerta tras la que se
hallaba su hija.
―¡Papá! ―exclamó Saffron.
Su padre abrió los brazos y la joven se refugió en ellos.
―Tengo que ir, papá. No podemos condenarnos a estar solos, y mi hijo sin
su padre, por otra farsa absurda.
El conde acariciaba tiernamente la cabeza de su hija.
―Lo sé, cariño, lo sé.
La muchacha levantó su mirada hacia su padre.
―¿Qué podemos hacer? ―imploró.
―Creo que sé cómo arreglarlo. Prepara tus cosas, sales mañana para
Albans Hall.
Saffron se abrazó aún más fuerte a su padre. Lo arreglaría, él lo arreglaría.
Malcolm salió de su residencia con destino a Bedford House. Una cosa la
podría solucionar él solo, pero para la otra no estaba de más aunar fuerzas con
el conde de Bedford.
n
Después de finalizar con el espinoso asunto, para el que ambos hombres
hubieron de reclamar algún que otro favor, se dirigieron a Milford House.
Los marqueses se hallaban en la salita que Darcy se había adjudicado para
su uso privado, uno junto al otro en uno de los sofás.
No pudieron evitar la cara de sorpresa cuando vieron aparecer a ambos
condes.
―¿Papá? ―preguntó, extrañada, la marquesa.
―Moray, Bedford, ¿ha ocurrido algo? ―inquirió, a su vez, su marido.
―¿Es Saffron? ¿Ha leído la carta? Debo ir con ella ―murmuró Darcy,
levantándose precipitadamente del sofá donde se hallaba acurrucada junto a su
marido.
Bedford se apresuró a contenerla.
―Tranquila, cielo, Saffron está bien. De hecho, mañana ella se va a Albans
Hall.
―¡¿Qué?! ―exclamaron los marqueses al unísono.
―Acabamos de solucionar todo el problema ―comentó un satisfecho
Moray.
El corazón de Drake empezó a latir apresurado, iba a darle un ataque al
corazón, a este paso no conocería a su hijo. ¡Santo Dios! ¿Qué demonios
habrían ideado esos dos ahora?
―¿No habréis matado a Robertson, verdad? Eso no solucionaría nada
―preguntó, inquieto.
Los condes estallaron en carcajadas, satisfechos de sí mismos.
―Tranquilo, Drake, Robertson sigue vivito y coleando ―dijo Moray.
―Nos hemos cobrado algunos favores ―concluyó Bedford.
Los jóvenes marqueses se miraron inquietos. Drake miró suspicaz a su
satisfecho suegro y al no menos encantado Moray.
―Por Dios, ¿qué habéis tramado ahora?
Los dos hombres se miraron.
―¿Tramado? No hemos tramado nada, más bien hemos deshecho un
pequeño enredo ―manifestó Moray. Sacó un papel doblado del bolsillo y se lo
acercó a Drake.
―Leed.
Darcy se aproximó a su marido y este le pasó un brazo por los hombros
acercándola a su cuerpo para que pudiera leerlo al mismo tiempo.
Miraron a ambos condes una vez finalizaron. Sus caras reflejaban estupor.
―¿Cómo…? ―murmuró el marqués, asombrado.
―Acabamos de decíroslo, cobrándonos algunos favores ―contestó
Bedford.
―Pero esto es… ―susurró Darcy.
―La solución perfecta, sí ―acabó Moray por ella.
―¿Podemos sentarnos? Hay mucho que planear y no me apetece hacerlo
de pie ―preguntó Bedford.
En el momento en que todos estuvieron acomodados, Moray comenzó a
explicar lo que habían decidido.
―Saffron se irá mañana a Albans Hall.
―¿Sola? ―preguntó, inquieto, el marqués. Moray le lanzó una mirada
mordaz.
―Sí, sola. Irá con el cochero y un lacayo, no conducirá ella el carruaje ni irá
montada a caballo. ―Drake rodó los ojos―. Sería menos molesto si no hay
interrupciones ―prosiguió el conde, sarcástico.
El marqués levantó sus manos en señal de rendición.
―Gracias. Pues bien, le daremos tres días…
Milford volvió a perder la paciencia.
―¿Tres días, a solas con él?
―¿Qué temes, Drake, que la deje embarazada? ―contestó cáustico Moray.
El marqués sintió el calor subiéndole por la nuca, calor que aumentó al oír
la risilla de su mujer. Le lanzó una seca mirada, la joven tuvo el buen sentido
de cortar en seco su diversión.
―¿Podría continuar?, me gustaría estar mañana en casa para despedir a mi
hija ―soltó punzante Malcolm.
El joven se juró que antes de volver a abrir la boca se tragaría la lengua.
Asintió, avergonzado.
―Como decía, les daremos tres días para que puedan hablar y aclarar las
cosas con un mínimo de intimidad. Al cabo de esos días, todos nosotros
iremos a Albans Hall. ―Se giró hacia Bedford―. Me alegraría mucho que esta
vez lady Connors y Lucas, pudiesen acompañarnos, pasaríamos todos juntos la
Navidad allí.
―Supongo que no habrá ningún problema, no creo que tengan ningún
compromiso que les impida ir ―respondió Bedford.
―Por cierto, deberías preguntarle a Damian si le apetecería pasar la
Navidad con nosotros. Sería un buen momento para que hicieran las paces
―comentó, dirigiéndose al marqués.
Drake, molesto, levantó una mano.
―¿Sí? ―preguntó Malcolm.
―Solo comentar un pequeño detalle que quizás se te haya pasado por alto.
―Por supuesto, tú dirás.
―¿Te has dado cuenta de que estás invitando a medio Londres a pasar la
Navidad a una casa que no es tuya? Puede que se te pasara por alto que la casa
pertenece a Oliver ―manifestó sarcástico el marqués.
―Oh, no creo que eso sea problema para Albans, estará encantado, ya lo
verás ―contestó el conde.
«No hay manera», pensó el marqués. Esos dos eran imposibles. Y a él lo
habían considerado problemático… sí que lo era, razonó, pero tenía sus
razones. En cambio, los condes eran problemáticos por naturaleza. Si no
tramaban algo no estaban tranquilos. «Echarán de menos las estrategias de su
vida militar», supuso, pensativo.
Capítulo 14
A la mañana siguiente, una radiante Saffron partió con destino a Albans Hall.
En las primeras horas de la tarde, la señora Jones se hallaba en el huerto
recogiendo las verduras que utilizaría para preparar la cena y repasaba
mentalmente el menú cuando percibió por el rabillo del ojo un movimiento a
lo lejos, en el camino.
Entró en la cocina y se asomó a la puerta entreabierta del sótano.
―¡Wilson! ―avisó gritando al mayordomo, que se encontraba con Murphy
en la bodega revisando las existencias de vinos del barón, se aproximaba la
Navidad y habría que hacer algunas compras.
El mayordomo asomó la cabeza por las escaleras que conducían a la puerta
del sótano.
―¿Qué ocurre, Anna?
―Subid, por favor, un carruaje se acerca.
El mayordomo y el valet, alarmados, subieron a la carrera las escaleras.
Ambos cavilaban lo mismo: «¿Y ahora qué?, ¿no podían dejar al barón
tranquilo?». Todo funcionaba a la perfección en Albans Hall, el joven se
hallaba en paz consigo mismo y, pese a que todos sabían que sufría por la
muchacha a la que no se nombraba en aquella casa, conseguía dominar sus
sentimientos y trabajaba duro para mejorar aún más su hacienda.
Wilson cerró la bodega y siguió a Murphy, que ya se encaminaba hacia la
puerta principal. Al abrirla, comprobaron que el carruaje, cada vez más cerca,
llevaba el blasón del conde de Moray.
Se miraron inquietos. Murphy elucubraba sobre si el conde vendría a
responder en persona a la carta que le había enviado el barón. Si era así, se
había dado mucha prisa. Las tres cartas enviadas habrían llegado a Londres el
día anterior.
Adivinando sus pensamientos, Wilson dijo en voz alta:
―Pronto saldremos de dudas.
El carruaje se detuvo. El lacayo saltó para abrirle la puerta al viajero que
aún se hallaba en su interior. Extendió su mano para ayudarlo a bajar y los ojos
de ambos sirvientes casi se salen de sus órbitas cuando observaron
sorprendidos la figura femenina que descendía, ayudada por el lacayo.
―Lady Saffron ―atinó a murmurar Wilson, que recibió un codazo del valet.
―Señora Robertson ―indicó secamente.
Amos hicieron una reverencia. ¿Qué demonios hacía esa mujer allí?
Inquietos, esperaban que no se hubiera atrevido a traer a su marido.
La observaron con suspicacia, sin hacer ningún gesto para invitarla a entrar
o recoger su equipaje.
Saffron reparó en las expresiones entre sorprendidas y hostiles de los
sirvientes. No le extrañaba ese recibimiento, estarían al tanto del anuncio de su
supuesta boda y esos hombres eran ferozmente leales al barón.
―Wilson, Murphy, estoy encantada de volver a verles. ―Colocó una
mano sobre su todavía no muy abultado vientre y sonrió―. ¿Me permitirían
entrar? Me temo que estoy un poco cansada del viaje, no suelen agotarme los
viajes, pero me imagino que en mi estado…
Eso bastó para que los dos sirvientes se pusieran en movimiento.
―Avisaré a la señora Jones para que prepare té, señora Robertson.
Murphy le hizo un gesto a la joven.
―Por aquí, señora. ―La guio hacia la salita contigua al comedor.
Saffron miró a su alrededor y pensó con añoranza que todo estaba igual. Se
sentó en uno de los sillones y volvió su mirada hacia el valet, que permanecía
de pie con rostro inescrutable.
―¿Se encuentra en casa el barón? ―preguntó.
―Ha salido a caballo ―respondió escueto el ayuda de cámara.
Saffron asintió. Entendía la animadversión que mostraba el valet.
Wilson apareció en ese momento con el servicio de té, momento que
aprovechó Murphy para intentar escabullirse.
―Si me disculpa, señora.
La joven levantó una mano deteniendo a ambos hombres que se disponían
a huir de la habitación.
―¿Serían tan amables de avisar a la señora Jones? Debo explicarles algunas
cosas antes de que llegue Albans.
Wilson se adelantó a Murphy para avisar al ama de llaves.
―Anna, la señora Robertson reclama tu presencia, dice que debe
explicarnos algo ―le comunicó sin esconder su incomodidad.
La señora Jones se limpió las manos con el delantal.
―Veamos, entonces. Por cierto, Red, démosle una oportunidad, no nos
olvidemos de que gracias a esa dama el barón se ha recuperado, y lo que
sucedió hace unos meses se hizo para incitar a milord a que superara sus
miedos.
Wilson volvió a la salita donde esperaban, silenciosos, Saffron y el molesto
valet.
La señora Jones, que le seguía, hizo una reverencia.
―Milady.
―Encantada de verla, señora Jones. ―Pasó la mirada por los rostros que la
observaban con distintas expresiones: Murphy, irritado, Wilson, indescifrable,
y el ama de llaves con una expresión de serena simpatía.
―¿Querrían sentarse? Es mucho lo que hay que explicar y me temo que
estaríamos todos más cómodos y me ahorrarían un posible dolor de cuello
―solicitó, sonriendo, la joven.
Después de mirarse unos a otros, tomaron asiento. Murphy a regañadientes
mascullando entre dientes, hasta que un codazo de la señora Jones lo calló de
inmediato.
Saffron aclaró a los sirvientes lo ocurrido desde que el barón los había
echado de Albans Hall. El descubrimiento de su embarazo, la caballerosa
oferta del vizconde y el anuncio de su boda para salvar su reputación. Las
cartas de Albans y el problema surgido para poder solucionar su falsa boda y
que el barón pudiera ejercer sus derechos como padre.
―¿No está casada?, ¿es otra treta para atraer al barón? ―inquirió,
fríamente, Murphy.
El valet estaba al tanto de que todo lo que se había fraguado hacía unos
meses había sido por el amor que sentía la muchacha por su amo y para
intentar que este recapacitara, incluso había participado en alguna de las
trampas. Pero cuando recordaba el estado en que encontró al joven barón la
noche que se enteró por el periódico de la boda de la muchacha, no podía
evitar sentir, aun sabiendo que no era justo, un poco de inquina hacia la joven.
―¿No la has oído, Murphy? Ha sido bastante clara ―replicó, seca, la señora
Jones―. Se hizo para salvar su reputación. El barón no ha tenido nada que ver.
Y todos sabemos que, en esos momentos, milord no iba a hacerse responsable,
tan confuso como se sentía.
La pelirroja asintió hacia la señora Jones, agradeciéndole en silencio su
defensa.
―Creo que los periódicos de Londres ya han llegado, ¿podrían
alcanzarme el Times, por favor? ―Saffron sabía lo que estaba escrito en las
páginas de sociedad, pero tenía que ponerlos al tanto si quería que la ayudasen
con Oliver―. Busquen en las páginas de sociedad ―continuó la joven.
Jones y Wilson se arremolinaron alrededor del valet, que pasaba las páginas
impaciente hasta que llegó a lo que buscaba.
Una vez hubieron leído lo que contenía la página en cuestión, se sonrieron
unos a otros.
―¡Gracias a Dios! ―exclamó la señora Jones.
―Necesitaría su ayuda, si fuese posible ―preguntó, tímida, Saffron.
―Diga lo que necesita ―La actitud del valet había cambiado por completo.
Estaba deseando ver la cara de felicidad del barón.
n
Oliver contemplaba los vastos campos que en primavera se llenarían de
casi todas las variedades de flores. Pensó en cuánto le hubiera gustado
compartir esa belleza con ella y con su hijo, pero ya no tenía sentido soñar con
lo que no podría tener.
Regresó junto al caballo, soltó las riendas que había enganchado a unas
ramas y montó para regresar a la hacienda, dispuesto a darse un buen baño y
tomar una sabrosa cena.
Wilson salió al encuentro del barón en cuanto lo vio llegar.
―Llevaré el caballo al establo, milord. Tiene el baño preparado en su
alcoba ―Si Albans llevaba el caballo, vería el carruaje y los caballos de la joven,
y no convenía que se enterara de su presencia, por ahora.
―Gracias, Wilson, me vendrá bien el baño. Precisamente venía pensando
en disfrutar de uno ―contestó, lanzándole las riendas.
Oliver subió a su habitación. Efectivamente, el baño había sido preparado
delante de la chimenea encendida. Exhaló un suspiro de satisfacción y se
dispuso a desvestirse.
Una vez bañado, vestido con una camisa y un pantalón holgado y aún con
el cabello húmedo, Albans observó cómo entre Wilson y Murphy vaciaban la
bañera con cubos y la colocaban detrás de un biombo, en donde se encontraba
la zona de aseo.
Al momento, entró la señora Jones portando la bandeja con las fuentes que
contenían la cena, una copa y una botella de vino. En un lado de la bandeja
estaba doblado un ejemplar del Times.
Oliver cenó con apetito, la buena señora Jones cocinaba como los ángeles.
Una vez hubo acabado abrió la puerta, cogió la bandeja y la colocó encima de
una mesita situada en el pasillo al lado de su puerta. La señora Jones o Wilson
la recogerían más tarde.
Se sirvió un brandy y se dispuso a leer el periódico.
n
Saffron se encontraba en la habitación que había utilizado en sus anteriores
visitas a la hacienda.
La señora Jones, después de dejarle la cena al barón, se había dirigido a la
alcoba en la que se encontraba la muchacha con la intención de acompañarla
hasta que fuera el momento de que se encontrara con el joven Albans.
Al oír que la puerta de la alcoba del joven se abría y cerraba, la señora
Jones comentó:
―Es el momento, milady, recogeré la bandeja y usted espere al lado de la
puerta hasta que lea la noticia.
―¿Cómo sabré que ya la ha leído? ―preguntó, preocupada, la joven.
―Oh, lo sabrá, milady, lo sabrá. Se lo aseguro.
Las dos mujeres se dirigieron hacia la puerta de la alcoba del barón. La
señora Jones recogió la bandeja y, dirigiéndole una sonrisa a la muchacha, hizo
una pequeña reverencia y marchó escaleras abajo.
Saffron, al quedarse sola, pasó nerviosa las manos por la falda del vestido,
se había puesto un vestido en crepé azul cobalto que resaltaba el color de su
cabello. De escote bajo, estaba adornado con un ribete con hojas de raso en el
mismo tono de azul tanto en el escote como en los bajos. Las mangas cortas,
abullonadas. Se había dejado el cabello suelto, apenas sujeto con una cinta del
mismo tono del vestido. Estaba demasiado inquieta como para pasar por el
suplicio de sujetar su mata de pelo con multitud de horquillas.
Apoyó su espalda contra la pared contigua a la puerta y se dispuso a
esperar.
n
Oliver terminó de leer las noticias políticas y comenzó a pasar las hojas que
se referían a los distintos eventos sociales que se habían celebrado en los días
pasados hasta que un anuncio que ocupaba media página le llamó la
atención. Ese tipo de anuncios eran muy raros. Ya resultaba caro publicar un
comunicado de tamaño medio, por lo que no pudo ni siquiera imaginar el
coste de semejante declaración, se notaba que había sido publicado para llamar
la atención.
Llevado por la curiosidad, leyó con más atención. Era una nota de disculpa
de la dirección del Times. «Vaya», pensó, el periódico no solía disculparse por
casi nada, de hecho, jamás se disculpaba, y menos, como observó, con una
nota del mismísimo director del diario.

NOTA INFORMATIVA:

La Dirección de este periódico tiene el deber y la obligación de ofrecer a su señoría


el conde de Moray sus más humildes disculpas por el error cometido con el
comunicado enviado a esta redacción.

¿Error?, ¿de qué error hablaba el diario? ¿Y se refiere al conde de Moray?


Intrigado, siguió leyendo:

Debido a la gran cantidad de comunicados recibidos en estas fechas, nuestros


redactores, rebosantes de trabajo, cometieron el error de mezclar algunos
nombres en diferentes comunicados y, para nuestro sonrojo, uno de ellos fue el
comunicado enviado por Su Señoría.
La nota publicada contenía datos erróneos, datos que se tomaron
equivocadamente de otros avisos. El comunicado original, tal y como debía haber
sido publicado, es el siguiente:
Lord Malcolm Stuart, conde de Moray, tiene el honor y el placer de anunciar el
matrimonio celebrado a finales de octubre entre su querida hija, lady Saffron
Stuart, y lord Oliver Fleming, barón de Albans, así como de comunicar el estado
de feliz espera del reciente matrimonio, que llena de orgullo y satisfacción a ambas
familias.

Londres, 29 de noviembre de 1822.


Reiteramos nuestras más sinceras disculpas a su señoría el conde de Moray, así
como a su familia, y deseamos fervientemente que nos siga teniendo en cuenta para
futuras notificaciones.
Thomas Barnes, Editor general
The Times

―¡¿Quééé?!
Saffron se sobresaltó al escuchar desde el pasillo el bramido del barón.
«Tenía razón la señora Jones», pensó, «vaya si me iba a enterar cuando leyera la
rectificación del periódico».
Oliver paseaba por la habitación, una mano estrujaba el periódico y con la
otra mesaba su cabello nerviosamente. Era inaudito, imposible, el error se
había cometido ahora, no hace quince días.
En ese instante la puerta se abrió y se cerró a sus espaldas y un familiar
aroma a limón y eucalipto inundó la habitación.
El barón se tensó, su corazón comenzó a latir desbocado. No podía ser,
¿ella?, estaba aterrorizado de darse la vuelta para comprobar que simplemente
era un recuerdo evocado por la sorprendente noticia.
―Oliver ―susurró la adorada voz femenina.
El joven cerró los ojos. «Por favor, Señor», rogaba, pero… ¿qué rogaba?,
¿que ella estuviera allí?, ¿que fuese solamente una ensoñación? Su mente era un
torbellino de confusión hasta que notó una delicada mano posarse en su
hombro. Las ensoñaciones no podían tocar, ¿verdad?
Se giró, dispuesto a encontrarse cualquier cosa, y la vio. Casi cae de rodillas,
era ella, en su habitación. No se atrevió a moverse hasta que la mano pasó de
su hombro a acariciar su rostro.
Saffron, con el corazón a punto de salir de su pecho, observaba las
expresiones corporales del barón: desde su tensión al notar su entrada, hasta su
confusión cuando se giró y la vio.
Escrutó el rostro de Oliver, buscando alguna expresión que le indicara
algo… que la había perdonado, o incluso que la odiaba, pero el joven
permanecía inexpresivo.
―Soy yo, amor ―musitó.
El joven pareció despertar. Soltó el periódico, que todavía agarraba, y
lanzando su mano la enlazó por la cintura, la otra abarcó la nuca de la
muchacha. Se aferró a ella, desesperado. No quería pensar, ni cuestionar su
presencia, solo quería sentirla contra su cuerpo.
Saffron abrazó la cintura del muchacho. Los dos jóvenes solamente querían
sentirse el uno al otro.
Oliver alejó un poco el rostro de la pelirroja, lo justo para recorrerlo
durante un segundo con la mirada, bajó la cabeza y atrapó sus labios con su
boca.
La respuesta de Saffron fue inmediata, se abrió para él con la misma
necesidad que notaba en el joven.
El beso lo expresó todo: angustia, necesidad, ternura, pasión, amor.
El joven cesó el beso y, sin dejar de mirarla, la arrastró con él hacia el sillón
donde estaba sentado hacía unos minutos. Se dejó caer con ella en el regazo y
la muchacha rodeaba con fuerza su cuello con los brazos, como si temiera
soltarlo. Oliver enterró el rostro en el hombro de la joven, mientras una mano
la abrazaba y la otra recorría su espalda.
―Te amo, Oliver, ¿podrás perdonarme? ―susurró la pelirroja.
El barón paró de acariciarla y enredó la mano en su cabello. Levantó su
rostro para mirarla con ternura.
―¿Perdonarte? Soy yo el que necesita tu perdón, amor, me he comportado
contigo como un verdadero salvaje, fui un estúpido cobarde que no merecía
los esfuerzos que estabas haciendo por mí. Cuando pienso en cómo te traté el
último día…
Saffron, suavemente, le puso una mano en la boca.
―Te llevamos al límite, cariño. Pese a que nuestra intención era estimularte
para que superaras tus miedos, te hicimos daño, y lo siento, todos lo sentimos
enormemente.
―Estás aquí, y es lo único que me importa ahora. Y nuestro futuro juntos
―repuso Oliver.
―Debo explicarte lo que ha sucedido, las misivas al periódico.
―No ―contestó el joven.
―¿No?, ¿no quieres saber? ―respondió, sorprendida, la pelirroja,
observando los verdes ojos.
Albans acarició su cabello sin apartar la mirada de ella.
―Supongo que sí, que debería estar al tanto de todos los detalles, pero no
ahora. Ahora solo quiero hacerte feliz, hacerte el amor hasta acabar agotados.
Bajó la mano para acariciar con los nudillos la mejilla de la joven.
Santo Dios, cuánto amaba a esa muchacha. Tendría que pasar el resto de su
vida compensándola por su estupidez y agradeciendo el amor tan generoso
que ella le profesaba.
Abarcó su rostro con la mano para girarlo y besarla desde un mejor ángulo.
Cuando posó sus labios sobre los de ella, sintió que toda su vida encajaba por
fin.
Saffron enlazó sus brazos en el cuello de Oliver para atraerlo más hacia
ella. No se cansaba de sus besos, cada uno era diferente al anterior. Notaba
que el joven la estaba besando con ternura, ahora estaba expresando sin
palabras todo lo que sentía por ella, y no tuvo que esforzarse para
corresponder y devolver todo ese amor.
El barón pasó su brazo por debajo de las piernas de la muchacha, la
levantó y la depositó suavemente en su cama.
Su mirada hizo una muda pregunta.
―Sí ―fue la sencilla respuesta de la joven.
Se tumbó a su lado, apoyado en un codo para observarla. Nunca se
cansaría de mirarla: desde su magnífico cabello, sus maravillosos ojos violetas,
hasta su precioso cuerpo, toda ella era un tesoro, y gracias a Dios la había
recuperado.
Saffron lo miraba con una dulce sonrisa, había recuperado al valiente
oficial que le impactó hace tantos años.
Oliver alargó una mano y comenzó a acariciar su hombro sin dejar de
mirarla, con un dedo recorrió su clavícula hasta bajar su mano para acunar uno
de sus preciosos pechos.
Saffron gimió ante el contacto. Sus pezones se endurecieron y el barón
rozó uno de ellos con su pulgar. Introdujo su mano a través del escote del
vestido, desesperado por tocar su piel sin barreras, hasta que la joven, jadeante,
lo apartó.
Oliver la miró entre sorprendido y asustado.
―Si no lo deseas, puedo esperar ―musitó.
Ella no contestó, se enderezó en el lecho y le mostró la espalda.
―Si eres tan amable, no puedo sola.
Los dedos del barón se movían torpes para deshacer la hilera de botones
que cerraba la espalda del vestido. Murmurando maldiciones, estaba a punto
de rasgarlo cuando la ropa se deslizó por los hombros de Saffron. La giró y sus
manos tironearon hasta sacarla de la maldita vestimenta. Sin camisola, se
mostraba gloriosamente desnuda para él.
Lanzó el vestido al suelo y sus manos volaron hacia la camisa, que se sacó
rápidamente, los pantalones siguieron el mismo camino hacia el suelo.
Los dos se observaron durante unos instantes, hasta que Oliver atrapó los
labios de la muchacha con un beso apasionado y las manos de ella se dirigieron
al cuello de él.
El joven besaba sus ojos, sus mejillas, su cuello, hasta tomar en su boca
uno de sus pechos, rodeando con su lengua el endurecido pezón, mientras con
una mano acariciaba el otro. La muchacha apretaba su cabeza contra la
almohada totalmente excitada y notó que una mano de Oliver acariciaba su
vientre hasta bajar a su centro de placer, se removió separando un poco más
las piernas dándole más acceso a la errante mano.
El barón comenzó a acariciar su rosado botón y, sin dejar de acariciar el
pecho de la muchacha, regó su vientre con tiernos besos hasta llegar al lugar
donde tenía posada su mano. Separó los blancos muslos de la muchacha y, al
mismo tiempo que seguía besándola, introdujo su cabeza entre sus piernas,
separó sus rojos rizos para rodear con su lengua el ya húmedo botón.
Saffron jadeó, era una sensación maravillosa, bajó su mirada para
contemplar la hermosa cabeza del muchacho entre sus piernas y esa visión aún
la excitó más. Una de sus manos acarició el cabello del joven hasta que la
excitación la hizo aferrar la cabeza de Oliver.
Al notar la respuesta de la muchacha, el barón chupó con más fuerza su
centro de placer, arrancando suaves gemidos a Saffron, hasta que la muchacha
comenzó a convulsionar presa de los primeros espasmos de placer. Oliver
continuó moviendo su lengua notando la proximidad de su liberación, hasta
que el cuerpo de la joven estalló en un potente éxtasis.
Absurdamente orgulloso de su masculinidad, el joven subió por el cuerpo
de la pelirroja para depositar en sus labios un beso húmedo, aún con el sabor
de su feminidad.
Ella, todavía bajo los efectos de la ola de placer que la invadía, abrió su boca
para recibirlo, degustando sorprendida su íntimo sabor.
Oliver agarró su miembro con una mano, empujó con sus rodillas las
piernas de la muchacha para abrirla aún más e introdujo su palpitante virilidad
en su interior.
La sensación que lo recorrió era de maravillosa paz, de haber encontrado
por fin su sitio, feliz, y empezó a moverse rítmicamente dentro de ella. La
joven salía a su encuentro impulsando sus caderas hacia las de él.
Los movimientos se hicieron más rápidos y más fuertes, hasta que los
músculos interiores de la muchacha apretaron su miembro, consiguiendo que
al mismo tiempo que él derramaba su semilla en su interior, lanzando un
gutural gemido, Saffron se arqueara presa de otro maravilloso éxtasis.
Una vez los espasmos de su liberación remitieron, Oliver intentó separarse
de la pelirroja, sin embargo, ella lo apretó contra sí.
―No, quiero sentirte ―susurró la muchacha.
―Peso demasiado, amor ―contestó. En ese instante, el joven se alzó sobre
sus brazos liberando a la joven de su peso― ¡El bebé! ―exclamó, pálido― ¡Le
haré daño! ¿Lo habré lastimado? No debimos…
Saffron, al ver que el muchacho no dejaba de farfullar incoherencias, lo
empujó hacia un lado y colocó la cabeza encima de su pecho.
―El niño está bien, tranquilízate, cariño.
―¿Cómo puedes estar segura? ―respondió Oliver, mirándola con
preocupación.
―Porque si su madre es feliz, él sentirá esa felicidad, y eso no puede
dañarlo.
Al oír su respuesta, el barón bajó la cabeza para volver a besarla con ardor.
En el instante en que se separaron, todavía jadeantes, Oliver acarició el
vientre de Saffron.
―Nuestro hijo ―susurró, emocionado. Apretó a la muchacha contra él
mientras seguía acariciando el vientre de su mujer.
«¡Mi mujer!», pensó, maravillado. «Mi mujer, mi hijo, mi propia familia».
Saffron acariciaba el pecho de Oliver. Tenían que hablar, expresar de una
vez todos sus sentimientos para confiar sin reservas el uno en el otro.
Abrió la boca para comenzar a explicarse, cuando Oliver habló.
―Creí morir cuando vi el anuncio de tu boda. ―La muchacha movió la
cabeza para poder mirarle a los ojos, Oliver tenía la mirada perdida en el techo
de la habitación―. No tenía idea de que el corazón pudiera doler, pero ese
dolor era infinitamente superior a los que padecía por causa de mi espalda. Y
al leer que estabas embarazada, todo se derrumbó.
»Lo que más me angustiaba era que estaba disponiéndolo todo para ir a
por ti. No a causa tu embarazo, ya que nada sabía, sino porque no podía
perderte. Me había asegurado de que mis absurdos temores no volverían y, en
el caso de que así fuese, contigo a mi lado volvería a superarlos.
»No te di opción a elegir por ti misma, Saffron. Yo decidí que estarías
mejor sin mí, decidí que nuestro amor no iba a ser suficiente, decidí lo que
debías hacer con tu vida y no tuve en cuenta en ningún momento tus
sentimientos.
«Por fin está abriéndose», meditó la muchacha, llena de felicidad. Oliver
estaba dando un gran paso expresando todo lo que guardaba en su corazón,
dejando a un lado el orgullo absurdo que tanto lo había limitado.
Oliver continuó:
―No soportaba pensar que tú te hubieses convencido de que no me
importabas, que no te amaba, y ni siquiera me quedaba el recurso de poder
decirte que te amaba más que a mi vida, pero que era demasiado cobarde. Te
habías casado y no podía destrozar tu reputación escribiendo a una dama
casada.
Tenía que decírselo, se lo debía. Se acabó la vergüenza, el orgullo, no tenía
ninguna intención de volver a ocultar sus sentimientos, no con ella. Oliver
sentía que, con cada frase dicha, aliviaba un peso de su alma. Llevaba mucho
tiempo guardándose sus sentimientos, la sensación de liberación que ahora
experimentaba hacía que se sintiera todavía más cerca de Saffron.
Saffron le interrumpió.
―Leí la carta que le escribiste a mi padre.
―¿Te permitió leerla? ―quiso saber Oliver.
―Oliver ―continuó la muchacha―, el anuncio de mi supuesta boda fue
para proteger mi reputación. Tenía intenciones de pasar el embarazo en
Londres junto a mi padre y Darcy y, una vez nacido el niño, irme a Escocia.
Sin un marido resultaba imposible que pudiera permanecer en Londres sin
perjudicar también la reputación de mi padre o de Darcy.
»Me sentía culpable ―prosiguió― por alejarte de tu hijo, pensar que nunca
lo conocerías me destrozaba, pero no tenía más opciones, el embarazo
avanzaba y tú habías dejado claro…
―Fui un idiota, no soy capaz de explicarme cómo en el nombre de Dios te
induje a buscar a otro hombre, incluso en la supuesta posibilidad de un
embarazo. ―La voz de Oliver tenía un matiz de frustración―. Te hice daño,
pero mi estupidez no me dejó ver que a quien hacía más daño era a mí mismo,
sabía que no soportaría estar sin ti y aun así te alejé.
»No puedes imaginar la vergüenza que sentí cuando me di cuenta de mis
errores. Había insultado a dos de los mejores oficiales en jefe con los que tuve
el honor de servir, a mis dos mejores amigos, a la esposa de uno de ellos y,
sobre todo, a ti. Cuando recuerdo de lo que te acusé…
―Todos ellos lo entienden, cariño. ―Lo detuvo Saffron―. Ni siquiera
tenías que solicitar su perdón porque para ellos no había nada que perdonar,
de hecho… ―La muchacha se mordió el labio, pensativa.
―¿De hecho…? ―la apresuró Oliver.
―En tres días se presentarán todos aquí para pasar la Navidad ―soltó de
corrido, cerrando los ojos esperando su reacción.
―¿En serio?
Saffron abrió los ojos y miró sorprendida a Oliver, el tono de felicidad en
su voz era inconfundible.
―Sí ―murmuró―. ¿No estás molesto?
―¿Por qué habría de estarlo? Es maravilloso que no me guarden rencor,
además de poder disfrutar, después de tantos años, de una verdadera Navidad
en familia.
Saffron se incorporó sobre el pecho del joven, atrapó su rostro entre sus
manos y posó sus labios sobre su boca.
―Mmm… Oli…
―Cállate. O me besas o hablas y, sinceramente, prefiero lo primero ―la
frenó Oliver, tomando el control del beso.
Esa noche durmieron poco; el alba los sorprendió después de
conversaciones, risas y hacer el amor impetuosamente unas veces y, rebosantes
de ternura, otras.
A la mañana siguiente, cuando bajaron a desayunar entre las sonrisillas del
personal, que ambos prefirieron ignorar, Oliver envió a Murphy a Londres a
comprar una calesa.
No tenía intención ninguna de permitir a su mujer cabalgar en su estado y,
puesto que a él no le hacía falta otro medio de transporte que su caballo, no
contaba con ningún carruaje. Si quería que su mujer lo acompañara en sus
visitas por sus tierras, tendría que ser cómodamente instalada en su propio
carruaje.
Ese día lo dedicaron a pasear por los jardines que rodeaban la hacienda,
comentando los trabajos que habrían de realizarse. Saffron tenía intención de
tener un huerto para sus plantas medicinales y juntos buscaron el lugar más
adecuado.
Oliver no cabía en sí de felicidad: tenía a su lado a su preciosa médica de
ojos violetas que portaba a su futuro hijo y, pronto, recibiría a sus mejores
amigos. Era un hombre afortunado.
Dos días más tarde, tres carruajes llegaban a Albans Hall.
Capítulo 15
Milford House era un hervidero de actividad. A la impaciencia de Darcy por
ver a su amiga se añadía el desasosiego de Drake porque su marquesa viajara
en su estado. Aunque era un viaje relativamente corto, de apenas medio día de
camino, el marqués insistió en hacer al menos una parada para que su esposa
descansara.
El vizconde Lewes había aceptado la invitación de Moray. Sin ningún
compromiso interesante para la Navidad, era una buena oportunidad para
pasar unos días con sus amigos. Damian se había ofrecido para llevar a Moray
puesto que Saffron había utilizado el carruaje del conde para viajar a Albans
Hall.
Saldrían de sus respectivas residencias y se encontrarían en una de las
posadas que había a medio camino. Desde allí seguirían viaje todos juntos.
Lady Connors también había aceptado la invitación, tanto ella como su
hijo preferían pasar la Navidad en Hertfordshire, donde estaría su familia, que
solos en Londres.
Un cuarto carruaje los seguiría. Pertenecía a Moray House, mucho más
modesto que el que usaba habitualmente la familia pero más grande, ya que
habitualmente se destinaba a trasladar al personal y equipaje del conde y su hija
cuando estos viajaban. En él viajaban los valets de ambos condes, del vizconde
y del marqués, junto con la doncella personal de lady Connors. Lucas sería
atendido por el valet de su tío y a Darcy la asistiría la doncella personal de su tía
Laura.
El carruaje trasladaba también las pertenencias de Saffron. Lady Connors y
Darcy se habían encargado de dirigir a dos de las doncellas del servicio de
Moray para recoger el vestuario y los útiles personales y profesionales de la
joven.
Cuando el carruaje del vizconde llegó a la posada «El ciervo y el halcón»,
el resto de los viajeros ya se encontraba allí. Damian y Moray descendieron del
carruaje, entraron en la posada y fueron dirigidos por el dueño hacia una sala
privada donde se hallaban los demás.
Después de los pertinentes saludos, Moray y Damian se sentaron
dispuestos a degustar una caliente y reparadora taza de té.
Moray se dirigió a todos y a nadie en particular.
―Antes de llegar a Albans Hall debemos hacer otra parada. Será breve,
solamente yo bajaré, vosotros podéis esperar en los carruajes.
Se miraron unos a otros, sorprendidos, ¿otra parada? Drake dirigió una
mirada a Lewes.
―¿Te advirtió de esa parada durante el viaje hasta aquí?
Damian negó con la cabeza.
―Acabo de enterarme, igual que vosotros. Bedford tomó un sorbo de té y
se dirigió a Moray.
―Solamente avisa al hombre, no marques ninguna fecha. Por una vez deja
que ellos decidan, Malcolm.
―¿Decidan? ¿Quién tiene que decidir qué, exactamente? ―inquirió Drake
pasando su mirada de un conde a otro.
―¡Ay, Dios! ―exclamó Lewes―. Más tretas no, por favor. Me gustaría, si es
posible, pasar la Navidad con mi cara intacta ―gimió.
Bedford y Moray soltaron una carcajada.
―Más vale que les digas el motivo de la parada, Malcolm, o pasarán el resto
del viaje angustiados. Tú tendrás que soportar a Lewes y mi hija tirará a Drake
del carruaje en un par de millas.
Milford rodó los ojos cuando oyó la risilla de Darcy y miró a Damian,
quien se encogió de hombros.
Lady Connors, divertida, observaba el intercambio mientras un
sorprendido Lucas escuchaba atento a su tío y a los otros hombres.
―El día que acudí al periódico a solucionar el problema de la boda de
Saffron… ―comenzó a explicar Moray.
Drake lo interrumpió, sarcástico.
―Problema es un eufemismo. Desastre, querrás decir.
Moray le lanzó una mirada que haría que otros hombres enmudecieran
durante varios días, pero Drake se limitó a encogerse de hombros.
Damian soltó una risita entre dientes que cortó en seco cuando la mirada
de Moray se dirigió hacia él.
―Si se me permite continuar… ―observó el conde. Comprobó que tenía
la atención de los allí presentes, y siguió―: Bien, ese día no solo me cobré
algún favor en el periódico… ―Se detuvo al oír el carraspeo de Bedford.
―Nos cobramos algún favor ―aseveró, inclinando la cabeza hacia Moray,
quien correspondió al gesto.
―Lo que intento explicar es que, antes de acudir al periódico, me cobré
otro favor y, esta vez, sí fue un favor personal mío ―afirmó mirando a
Bedford―. Solicité una licencia especial, que me fue concedida, para Oliver y
Saffron.
―¿Necesitaste cobrar un favor para obtener una licencia especial?
―inquirió Lewes, extrañado―. Solo es necesario tener dinero para obtener una.
―Efectivamente ―asintió Moray―. Pero el favor consiste en que en esta
licencia no consta fecha alguna: nadie sabrá cuándo fue obtenida.
―Con lo cual ―remató Bedford―, se podrá poner como fecha del enlace la
del primer anuncio matrimonial de Saffron, finales de octubre, eso sí, previa
generosa donación al vicario de la parroquia a la que pertenece Albans Hall.
―Y esa, damas y caballeros, será la próxima parada: la vicaría.
n
Malcolm salió completamente satisfecho de la visita al vicario. Este era un
hombre relativamente joven, el conde suponía que superaría por poco la
cuarentena. De mediana estatura y cabello castaño con algunas canas en las
sienes, sus ojos, también castaños, expresaban sabiduría y calidez. Tercer hijo
de un vizconde, estaba casado con una de las hijas menores de un baronet y era
padre de dos hijos: un muchacho que se proponía ser abogado y una joven que
ejercía de maestra en la escuela local, la cual subsistía apoyada por fondos
provenientes de los feligreses de la vicaría.
Desde el mismo momento en que el conde de Moray lo puso al corriente
de la situación del barón y su hija, el hombre, comprensivo, no puso ningún
reparo a celebrar la boda y datarla con una fecha anterior. Como le comentó al
conde, no veía necesidad alguna de dañar la reputación de lady Saffron o, en su
caso, del futuro heredero del barón. Rechazó de plano la generosa donación de
Moray, sugiriéndole que en la escuela estarían felices de contar con una
donación de libros y material para los niños.
n
Oliver y Saffron supervisaban nerviosos la preparación de las habitaciones
destinadas a sus invitados.
Oliver decidió que Saffron ocupara durante la estancia de su familia, y
hasta que pudieran casarse, la habitación que había utilizado en sus anteriores
visitas. «Por cierto», se recordó, «debería hacerle una visita al vicario». Decidió
hacer la visita acompañado del padre de la novia.
El personal que acompañaría a sus invitados ya tenía dispuesto su
alojamiento en la zona de servicio.
El barón y la joven esperaban nerviosos en la salita a que se les avisara en
cuanto avistaran a los carruajes.
Saffron observaba el rostro inescrutable de Oliver, sentados uno al lado del
otro. El joven mantenía una de las manos de la muchacha entre las suyas y la
pelirroja notaba la tensión del muchacho por la forma en la que agarraba su
mano.
―Tranquilo, todo irá bien ―intentó calmarlo.
La mirada de Oliver se dirigió hacia ella e instantáneamente sus ojos
brillaron, cálidos. Acarició su mano.
―Me siento incómodo, amor. Después de cómo los traté, dependo de que
sientan la suficiente generosidad como para olvidar mi grosería.
―Ni siquiera lo recordarán, cariño… Bueno, quizás Lewes recuerde algo
―comentó, sonriendo divertida.
Oliver también sonrió. Ambos recordaron el resultado de los golpes del
barón en el rostro del vizconde al que, siendo justos, había que reconocer que
no los devolvió, sino que se limitó a protegerse.
En el momento en que Wilson entró en la salita para comunicarles que los
carruajes estaban haciendo su entrada atravesando las verjas abiertas que
conducían al camino interior de la finca, ambos se levantaron de un brinco
y salieron a la puerta principal cogidos de la mano.
Conforme paraban los carruajes, los lacayos empezaron a abrir las puertas.
Darcy saltó del carruaje apenas la mano del lacayo asomó para ayudarla. Se
dirigió hacia la pareja seguida por el marqués con expresión resignada.
Saffron soltó la mano de Oliver para correr a abrazar a su amiga. Mientras
ambas se abrazaban, Drake se acercó al barón. Ambos se miraron. Mientras
Oliver lo observaba inseguro, el marqués lucía una brillante sonrisa, tomó al
barón por un hombro y lo acercó para darle un fuerte abrazo.
―Bastardo del demonio, te ha salvado el embarazo de mi mujer; si no, te
juro que hubiera venido y te habría quitado tu maldito orgullo a golpes ―le
espetó, sonriente―. Me has tenido muy preocupado. ―Remató con una fuerte
palmada en el hombro del barón.
―Gracias, Drake, siento haberme comportado como un cretino
―contestó.
Drake soltó una carcajada.
―Eso sí que te lo concedo, te comportaste como un completo majadero.
El siguiente en acercarse a Oliver fue Damian.
―¿Te importaría meter las manos en los bolsillos mientras te doy un
abrazo? ―dijo, sonriente―. Me costó un par de semanas que el ojo volviera a
su tamaño original.
―Damian, de veras que siento haberte golpeado, fue excesiva mi reacción.
El vizconde le palmeó la espalda.
―Tranquilo, hombre, yo habría reaccionado igual si hubiera estado en tu
pellejo.
Oliver le sonrió agradecido. Gracias a Dios que no había perdido a sus
amigos.
Bedford se acercó con la mano extendida, que Oliver estrechó y, haciendo
un gesto hacia lady Connors y Lucas para que se acercaran, hizo las
presentaciones correspondientes.
En el momento en que Moray se acercó, Oliver se tensó. Haría todo lo
posible por volver a ganarse el respeto del conde. Dudaba que volviera a mirar
a la cara a un hombre que se comportara de la manera deshonrosa en que él se
comportó.
Sin embargo, la reacción de Malcolm fue esbozar una sonrisa y alargar su
mano. Oliver, aliviado, la estrechó.
―Si no tuviera la certeza de que estáis enamorados, mi reacción hubiera
sido otra ―comenzó―, pero yo también he cometido errores: no debí
intervenir, sino que debí permitir que tomaseis vuestras propias decisiones sin
manipularos. Te conozco, y sé que hubieras ido a por ella, con o sin embarazo.
―Metió la mano en un bolsillo y le alargó un documento.
Oliver tomó el papel y, después de leerlo, miró al conde, sorprendido.
―¿Una licencia especial de matrimonio?
Malcolm enarcó una ceja.
―Supongo que harás uso de ella.
Oliver se apresuró a calmarlo.
―Por supuesto. De hecho, tenía pensado visitar al vicario contigo
durante tu estancia aquí para preparar la boda.
―Me he permitido solicitar la licencia antes de venir ―comentó Malcolm―.
Sin ella, necesitaríais esperar al menos cuatro semanas para llevar a cabo la
boda mientras se publican las amonestaciones, además de que la fecha no
coincidiría con el comunicado enviado al periódico.
Oliver volvió a releer la licencia.
―No tiene fecha de expedición.
Moray simplemente contestó:
―Me he cobrado algún favor. Mañana podríamos ir a ver al vicario y elegir
la fecha. Sería estupendo aprovechar que toda la familia está aquí.
―Será una maravillosa sorpresa para Saffron ―admitió Oliver―. Gracias,
Moray.
Entraron juntos en la casa, donde ya se hallaban los demás. Saffron,
acompañada de la señora Jones, se encontraba en el piso superior mostrando
los dormitorios a las damas.
n
Saffron estaba preparándose para la cena ante el espejo, retocando su
peinado, cuando el barón, después de llamar a la puerta, entró y se acercó por
detrás, enlazó su cintura y, observando su rostro en el espejo, le colocó la
licencia delante de su cara.
La joven tomó el papel y se giró hacia Oliver.
―¡¿Una licencia especial?! ―exclamó, mirando al barón ilusionada.
―Tu padre la consiguió. Mañana iremos a visitar al vicario, ¿te parecería
bien una boda dentro de dos días?
―Sería maravilloso ―respondió.
―¿Será tiempo suficiente para preparar… no sé, lo que sea que preparéis
las novias? ―preguntó.
―Más que suficiente ―sonrió la muchacha.
―Entonces habrá que hacer las cosas bien, como las debería haber hecho
―Saffron lo miró interrogante.
Abrió los ojos como platos cuando Oliver se arrodilló delante de ella y
sacó una cajita del bolsillo.
―Mi preciosa Saffron, te amo más que a mi propia vida, de hecho, eres mi
vida. ¿Me harías el gran honor de casarte conmigo? ¿Aceptarías ser mi esposa?
El rostro de la joven resplandecía.
―Te amo, Oliver. Será un honor convertirme en tu esposa.
Oliver se levantó, abrió la cajita y se la entregó. Saffron ahogó un
jadeo: era una preciosa sortija. Una amatista con tres diamantes a cada
lado.
―La compré en París cuando volvía a Inglaterra. En ese momento no supe
por qué, no tenía ninguna intención de casarme, pero al verla en el escaparate
de la joyería no pude resistirme, tuve que comprarla.
Tomó la mano izquierda de la muchacha y encajó la sortija en el dedo
anular.
―Y ahora sé por qué. Es exacta al color de tus ojos, el color de los ojos de
la chiquilla pelirroja que encontré en un jardín de Bruselas una noche de hace
unos cuantos años.
Saffron elevó sus brazos para rodear el cuello de Oliver y este bajó la
cabeza para darle mejor acceso a sus labios, compartiendo un apasionado beso.
Cuando el beso cesó, Saffron observó, pensativa:
―Oliver, puede que a tu hermano y a tu cuñada les hubiera gustado acudir
a tu boda, no me importaría retrasarla para que pudieras tener a tu familia
contigo.
―Adam y Celia estarían encantados de acompañarme, pero me temo que
en estos momentos no será posible. Celia espera su tercer hijo y el embarazo
está lo suficientemente avanzado como para que no deba emprender un viaje
que, aunque no es muy largo, no sería nada cómodo para la futura madre.
»Me gustaría que os conocierais ―prosiguió Oliver―, podemos esperar a
que el niño nazca y visitarlos después. Yo también deseo ver a mi hermano,
solíamos estar muy unidos.
―Sería maravilloso, me encantará conocer a tu familia, ¿te parecería bien
que entre tanto les escribiese?
―Por supuesto, amor, les encantará recibir noticias de mi esposa.
Sus caras irradiaban felicidad cuando bajaron a reunirse con los demás para
la cena.
Hicieron el anuncio de su próxima boda. Mientras los hombres felicitaban
a Oliver, Saffron mostró su maravilloso anillo a las damas.
―Es magnífico, una verdadera belleza ―halagó la tía Laura.
―Vaya, si tiene el mismo color de tus ojos ―observó Darcy, mirando
suspicaz a Oliver―. Me pregunto cuándo lo compró.
Saffron y Oliver intercambiaron una mirada cómplice, Darcy se quedaría
sin satisfacer su curiosidad.
Al día siguiente Oliver y Malcolm visitaron al vicario. El hombre estuvo
encantado de facilitarles las cosas y se decidió que la boda se celebraría en dos
días. Tiempo suficiente para que la novia realizase los preparativos que deseara.
n
El día de la boda amaneció soleado, un prodigio en pleno diciembre. Los
hombres, menos Malcolm, ya habían partido hacia la vicaría. Drake había
aceptado encantado ser el padrino de Oliver.
Laura y Darcy finalizaban los últimos arreglos del peinado y vestido de la
novia.
Laura se alejó un poco de Saffron para observar el resultado.
―Preciosa ―exclamó.
La joven vestía un precioso traje corte imperio con mangas hasta el codo
en terciopelo de color azul medianoche. Unas sencillas tiras de encaje en un
tono de azul un poco más claro bordeaban el escote. El pelo lo llevaba con un
sencillo recogido flojo al que le habían soltado algunos mechones que caían
por su espalda. Un pequeño ramo compuesto de nomeolvides complementaba
a la perfección el atuendo de la novia.
Sonó un golpe en la puerta y al momento se abrió. Malcolm entró en la
habitación y sus ojos se empañaron al ver a su preciosa hija. Darcy y Laura
salieron para darles un poco de intimidad.
―Esperaremos abajo ―dijo Darcy, tomando del brazo a su tía.
Malcolm carraspeó.
―Estás preciosa, cariño ―murmuró, emocionado.
―Gracias, papá.
Con mucho cuidado para no estropear el perfecto atuendo de su hija,
Malcolm la tomó de una mano y la acercó a él. Se abrazaron y su padre
depositó un tierno beso en la frente de su hija.
―Estoy muy orgulloso, Saffron. Siempre has llevado las riendas de tu vida
y la situación en la que te has visto envuelta no habría sido fácil para muchas
damas, creo que para ninguna. Y, al fin, no has permitido que tu controlador
padre siguiera manipulando tus decisiones.
―Papá, me has ayudado mucho, incluso cuando pensabas que me estabas
manipulando, sobre todo no obligándome a reparar mi reputación con un
matrimonio forzado. A pesar de tus argucias, o gracias a ellas, Oliver y yo
estamos juntos.
―Es un gran hombre, Saffron. Cometió errores, pero ¿quién no? Y ha
sabido reconocerlos y responder con honor.
―Le amo, papá.
―Y él a ti, cariño. ¿Estás lista? Me temo que si nos retrasamos más lo
encontraremos inconsciente del puñetazo que le propinará Drake para
calmarlo.
Riendo, bajaron las escaleras para reunirse con Darcy y Laura. Los cuatro
irían juntos en el carruaje del conde.
En la vicaría, ocupando varios bancos, se hallaba el personal de servicio de
los aristócratas. No era usual, ni siquiera adecuado, que el servicio acudiera a la
boda de sus amos, pero estos hombres y mujeres no eran considerados meros
sirvientes. Habían servido juntos en la Península y habían sido leales durante la
guerra y después, en tiempos de paz. Habían cuidado con devoción de todos
ellos y habían sufrido por ellos hasta que consiguieron superar los traumas
derivados de los horrores vividos.
Oliver paseaba nervioso observado por cuatro divertidos hombres, cinco
contando con el vicario.
―Tranquilízate, Albans, no es como si no fuera a presentarse ―observó
Damian con una carcajada.
La mirada que le lanzó el barón cortó en seco las risas.
―Está tardando demasiado ―murmuró, sin dirigirse a nadie especialmente.
Bedford le puso una mano en el hombro.
―Es su privilegio, muchacho, hacer esperar al novio.
Las puertas de la vicaría se abrieron y los hombres corrieron a ocupar sus
puestos. Oliver y Drake, como su padrino, delante del altar y Bedford, Lewes y
Lucas, en el primer banco situado en el lado del novio.
Darcy y lady Connors entraron precediendo a la novia. Darcy sonrió a su
marido, que la miraba orgulloso.
En el momento en que las damas se situaron en el banco situado detrás de
la posición que ocuparía la novia, hicieron su aparición Saffron y su padre.
La mirada de Saffron buscó a su futuro marido, que ya la observaba
embelesado. La muchacha le dirigió una radiante sonrisa. Oliver, por su parte,
no podía apartar sus ojos de ella, ¡Dios!, era preciosa.
Malcolm, al llegar a la altura del novio, colocó la mano de su hija en la del
muchacho, le dio un beso en la mejilla y alargó su mano para estrechar la del
que se convertiría en unos instantes en su nuevo hijo.
Oliver no apartaba la mirada del rostro de Saffron, sin prestar atención a
las palabras del vicario, hasta que un carraspeo del mismo y unas risitas
procedentes del primer banco en el que se hallaban sus amigos le obligó a
separar su mirada de la novia y dirigirla al paciente párroco.
El vicario, tolerante, instó al barón.
―Milord, me temo que es necesario que proclame sus votos.
Oliver se volvió hacia Saffron y, con voz clara a pesar de los nervios
agarrados a su estómago, recitó las palabras que lo unirían a ella. Saffron, un
poco más serena, hizo lo mismo.
Fueron declarados marido y mujer entre los aplausos de todos los
asistentes.
n
Esa Navidad fue una de las más felices en la vida de los dos amigos.
Para Oliver porque, aunque había disfrutado de una infancia feliz, después
de su ingreso en el ejército la Navidad dejó de tener sentido para él.
Y en cuanto a Drake, él nunca había disfrutado de una familia cariñosa.
Para el caso, de una familia, por lo que casi celebraba su primera Navidad.
Los dos con sus preciosas y audaces esposas, sus manipuladores suegras y
su mejor amigo agradecieron que, al final, la vida les compensara por todos los
horrores vividos.
Capítulo 16
Los barones Albans se trasladaron a Londres a comienzos de primavera para
que Saffron pudiera asistir el parto de Darcy.
La marquesa se había negado en rotundo a retirarse a Bramson Manor para
tener a su hijo, alegando que quería que fuera Saffron la que la atendiera en el
nacimiento y, ante el avanzado estado de la baronesa, Oliver no quiso ni oír
hablar de regresar a Albans Hall, por lo que se habían quedado en la residencia
del padre de Saffron, Moray House.
A Saffron la atendería en el nacimiento de su hijo, su padre. No era
habitual que un padre supervisara el nacimiento de su propio nieto, pero
Saffron no quería ni oír hablar de otro médico. Su padre había traído al mundo
a decenas de criaturas y quién mejor que él para ayudarla.
Drake y Darcy habían sido padres hacía tres meses de un varón, un niño
con los ojos verdes de su madre, para deleite de su orgulloso padre, al que
habían llamado James. Drake se había empeñado en elegir para su hijo el
segundo nombre de Oliver.
Oliver, inquieto, paseaba de un lado a otro de la salita privada de su mujer.
―Saffron, por favor, permite que avise a tu padre.
―Estoy bien, amor, todavía no es el momento.
―Llevas con dolores desde ayer.
―Y continuarán durante el día de hoy.
Saffron sabía que el parto se aproximaba, pero evitaba alterar aún más a su
ya nervioso marido.
La aldaba de la puerta de Moray House resonó y, a través de la puerta
entreabierta, vieron al mayordomo dirigirse a abrirla.
Darcy irrumpió en la salita seguida de su marido, que sostenía en los
brazos al joven vizconde. Detrás, la niñera del pequeño.
―¿Darcy? ―saludó Saffron.
―Hola, cariño, salimos a pasear con James y decidimos acercarnos a ver
cómo estabas ―contestó la marquesa mientras se acercaba a su amiga para
besarla en la mejilla.
Saffron se levantó trabajosamente del sofá en el que se hallaba para
caminar hacia el marqués y su hijo.
―Cómo ha crecido ―exclamó, contemplando al joven vizconde bajo la
mirada orgullosa de su padre, que asentía complacido.
Darcy rodó los ojos.
―Dudo que en estos dos días que no lo has visto haya crecido tanto
―contestó.
La marquesa observó a Saffron y luego miró interrogante a Oliver.
Se dirigió hacia el desencajado barón y le preguntó en un susurro.
―¿Cuánto tiempo lleva con dolores?
―Desde ayer ―respondió Oliver―. No me permite avisar a su padre.
Darcy contempló al atribulado barón.
―Tranquilo, Oliver, sabe lo que hace ―aseguró la marquesa.
Saffron levantó su mirada hacia Drake, que contemplaba jocoso la escena.
―Por supuesto que sé lo que hago y dejad de susurrar, os estamos oyendo
―dijo, guiñando un ojo al divertido marqués.
De repente, un dolor más agudo hizo que Saffron se agarrara con fuerza al
brazo del marqués. El gesto no pasó desapercibido para ninguno de los
presentes y Oliver, desencajado, alzó en brazos a su esposa.
―¡Se acabó! ―exclamó, dirigiéndose hacia la puerta seguido de una
preocupada Darcy.
―¡Fergus! ―gritó, mientras subía a la carrera las escaleras hacia la alcoba
matrimonial con su esposa en brazos―. ¡Manda aviso al conde!
Saffron sabía que el momento se acercaba. Por encima del hombro de su
marido lanzó una mirada conocedora a Darcy, que los seguía a paso rápido.
Una vez llegaron a la alcoba, Oliver depositó a su mujer en el suelo.
―Ahora mismo te vas a acostar, quiero que mi hijo nazca en una cama, no
en tu salita o en las escaleras ―exclamó aturullado.
―Sí, amor, creo que será lo mejor ―respondió Saffron.
―Claro que es lo… ¡¿No vas a protestar?! ―exclamó sorprendido Oliver.
―Por supuesto que no, ha llegado el momento, cariño. Darcy se adelantó
para ayudar a Saffron a desvestirse.
―Oliver, baja con Drake y envía un mensaje a tía Laura, yo atenderé a tu
mujer.
El barón no era capaz de soltar a su esposa.
―¿Ya? ¿Ya es el momento? ―exclamó, aterrado―. ¡Tu padre no ha llegado!
Darcy rodó los ojos.
―Oliver, por Dios, va a parir ella, no su padre. Suéltala de una vez para que
pueda desvestirla y acostarse.
En ese momento una cabeza rubia se asomó por la puerta.
―Vamos, Oliver, estarás mejor abajo, Moray no tardará en llegar y si vas a
gritarle por no llegar a tiempo, es preferible hacerlo fuera de la vista de tu
mujer ―apuntó, sonriente.
Darcy le dio un manotazo al barón.
―¡Que la sueltes! ―Oliver seguía aferrado a su esposa― ¡Drake, sácalo de
aquí de una maldita vez!
―Ve con Drake, cariño, estaré bien ―intervino Saffron, acariciando el
rostro de su marido.
Oliver pareció despertar con la caricia de su esposa. La besó tiernamente y,
soltándola, se dejó guiar fuera de la habitación por su amigo.
Drake tomó del hombro a Oliver.
―Vamos, hombre, todo saldrá bien. El barón lo miró intranquilo.
―Para ti es fácil decirlo, no es tu mujer la que está sufriendo.
―No, a mi mujer ya le tocó hace unos meses, ¿recuerdas? ―contestó,
jocoso.
Oyeron la puerta principal volver a abrirse y vieron a lady Connors
dirigirse a la carrera hacia las escaleras que ambos estaban bajando. Los dos
hombres se echaron a un lado para evitar el torbellino de faldas.
Laura espetó:
―¿Ya ha empezado? ¿Está Darcy con ella? ¿Moray? ―Sin esperar
respuesta, siguió precipitada hacia la alcoba.
Oliver meneó la cabeza, resignado.
―¿Para qué pregunta si no espera que se le responda? ―masculló.
Drake rio entre dientes.
―Parece que no tendremos que enviarle ningún mensaje. Me pregunto
cómo harán las mujeres para enterarse de todo. En fin ―continuó divertido―,
vamos a la biblioteca, estoy impaciente por verte tan angustiado como estaba
yo cuando Darcy tuvo a James. Te repetiré alguno de los valiosos consejos que
me diste en esa ocasión.
Estaban a punto de entrar en la biblioteca cuando la puerta principal volvió
a abrirse.
―Más vale que sea Moray ―murmuró Oliver mientras se daba media vuelta
para comprobar quién acababa de llegar.
Drake, al ir detrás de Oliver, no tuvo más que girar la cabeza.
―Pues sí, es Moray ―asintió, empujando a su amigo hacia el interior―.
Ahora no es el momento, ha llegado a tiempo y eso es lo importante.
Palmeó el hombro de Oliver y lo hizo entrar en la biblioteca, cerrando la
puerta tras ellos.
―¿Por qué cierras? Drake suspiró.
―Estarás más tranquilo si no oyes mucho alboroto.
―¿Alboroto? ¿Llamas alboroto al sufrimiento de mi mujer? Alboroto es
una discusión entre pescaderas, una pelea en una taberna…
―Santo Dios, Oliver ―lo interrumpió el marqués al ver que el joven
comenzaba a alterarse―. Es una manera de hablar.
De un empujón, lo sentó en uno de los sillones. Se acercó a los
decantadores y sirvió un par de copas de brandy.
―Toma, bebe un poco y cálmate. Según mi experiencia, esperaremos
durante bastante tiempo.
―¿Tu experiencia? Has tenido un hijo, Drake, no siete ―masculló Oliver,
mirando airado al marqués.
Drake se encogió de hombros.
―Bueno, el caso es que tengo más práctica que tú, ¿verdad?
Los dos amigos se arrellanaron, uno más intranquilo que el otro, delante de
la chimenea, resignados a esperar durante bastante tiempo.
Al cabo de lo que a Oliver le parecieron muchas horas y completamente
desquiciado, se levantó y se acercó a la puerta.
Drake levantó la mirada de su copa.
―¿Se puede saber qué te propones? Sabes que no puedes subir, ni siquiera
deberías acercarte a las escaleras.
―Voy a abrir la puerta ―contestó Oliver, malhumorado―. No se oye
apenas nada ―afirmó mientras abría.
―Empieza a resultar inquietante este silencio ―murmuró Drake.
―¿Qué has dicho?
―Nada, nada ―respondió el marqués. En realidad, apenas se escuchaban
unos apagados quejidos y alguna que otra voz, Drake pensó que no tenían
nada que ver con el alboroto que armó su mujer en su trabajo de parto. Aún se
estremecía recordando los gritos de su esposa.
Oliver entraba y salía de la biblioteca, se acercaba a las escaleras e inclinaba
la cabeza hacia arriba, como si así pudiera escuchar algo más, hasta que se oyó
cerrar una puerta.
Drake también salió de la biblioteca y se puso de pie junto a su amigo.
Ambos observaron a Laura bajar tranquila hacia ellos. Las miradas de ambos
se clavaron en la tía de Darcy.
A Oliver le fue imposible articular palabra y Laura, viendo su rostro
desencajado, alzó una mano como si intentara tranquilizarlo.
―Saffron me pidió que te dijera que todo va bien. Para ser su primer hijo,
el parto está siendo rápido. ―Laura colocó cariñosa su mano en el brazo de
Oliver―. Tranquilízate, está bien atendida. Tengo que volver, si todo va como
hasta ahora, el bebé no tardará en llegar.
Laura se giró para volver a subir cuando Oliver la detuvo, preocupado.
―No se le oye, no oigo quejarse a mi esposa ―murmuró asustado.
Laura lo observó con cariño.
―Porque sabe cómo respirar y cuál es la posición más cómoda para ella.
Dirigió una irónica mirada hacia Drake, que escuchaba atento la
conversación.
―No como otras, que no hicieron ningún caso de los consejos de Saffron
para paliar un poco el dolor.
Dicho esto, Laura empezó a subir las escaleras mientras oyó a Drake, que
murmuraba resignado.
―Hay mujeres tercas como mulas.
Transcurrieron algunas horas más y ya había anochecido cuando un llanto
interrumpió el nervioso paseo de Oliver.
Los dos jóvenes intercambiaron una mirada y, ante la sonrisa de Drake,
Oliver subió las escaleras como si lo persiguiera el mismísimo Satanás.
Llegó a la alcoba al mismo tiempo que la puerta se abría y Moray,
emocionado, salía. Los dos hombres se miraron.
―Los niños están bien, sanos y preciosos ―comentó el conde.
―¿Los…? ¿Cómo…? ―farfulló Oliver. Malcolm asintió.
―Un niño y una niña, hijo.
Moray alargó una mano, dispuesto a estrechársela a su aturdido yerno, pero
Oliver lo tomó por los hombros para darle un abrazo. Deshaciendo el abrazo,
con los ojos empañados por la emoción, Oliver murmuró:
―Soy padre… dos hijos. Malcolm asintió.
―Pasa, hijo, ahora puedes verlos a los tres.
Laura apareció en la puerta y tomó el brazo de Moray.
―Ahora deberíamos bajar. Un té o, en su defecto, algo más fuerte, nos
vendría muy bien, ¿no crees? ―comentó, mirando al conde.
Moray palmeó con cariño la mano que Laura había apoyado en su brazo y
asintió. Mientras bajaban las escaleras, Oliver suspiró y entró en la habitación.
Darcy, al verlo entrar, se acercó y se irguió para besarlo en la mejilla.
―Enhorabuena, son dos bebés preciosos y sanos ―le dijo, sonriente―.
Dirigió una cariñosa mirada a su amiga y salió de la habitación.
Saffron se hallaba recostada en la cama con sus hijos en brazos, ya la
habían aseado. Oliver la observó un momento antes de acercarse: estaba
preciosa, nadie diría que acababa de dar a luz a dos niños.
«¡Dos!». Aturdido, al darse cuenta, se precipitó hacia la cama donde se
hallaba su mujer. Saffron levantó la mirada hacia él y sonrió.
―Mellizos, amor.
―Lo sabías ―afirmó, más que preguntó. Saffron sonrió, pícara.
―Sí, pero quería que fuera una sorpresa.
Oliver se acercó y extendió una mano para acariciar el cabello de su mujer.
―Y lo ha sido, cariño, lo ha sido.
Oliver se sentó a su lado y la besó, tierno. Acarició suavemente las caritas
de los dos bebés.
―¿Cuál es la niña? ―preguntó, emocionado. Saffron movió un brazo.
―Esta, ¿quieres cogerla?
―¿Puedo?
―Cariño, vas a tener que cogerla muchas veces, claro que puedes.
Oliver tomó a la pequeña en sus brazos. Como si notara que estaba con su
padre, la niña abrió los ojos y lo miró fijamente.
―¡Tiene tus ojos, mi amor! Tus maravillosos ojos violetas. Saffron sonrió.
―Y él tiene los tuyos, tus preciosos ojos verdes ―comentó, mirando hacia
su hijo.
Oliver rio entre dientes.
―Tendré que vigilar estrechamente a James. Saffron rodó los ojos.
―Queda mucho tiempo para eso, amor.
―Me temo que si el niño sale al padre, no tanto, cariño, no tanto
―contestó.
―Por cierto ―prosiguió―, ¿has decidido ya sus nombres?
―Alexander Drake Fleming y Mara Diane Laura Fleming ―aseveró.
―Mara Diane Laura ―murmuró Oliver―. Tu madre…
―La madre de Darcy y tía Laura ―prosiguió Saffron―. Y Alexander por
Damian, es su segundo nombre ¿te parece bien?
Oliver asintió.
―Por supuesto, sigue siendo uno de mis dos mejores amigos.
El barón devolvió la niña a su madre para coger en brazos a su hijo y,
mirando a la madre con ternura, musitó:
―Te amo, Saffron.
Cuando se inclinó con cuidado para besarla, ella susurró en sus labios:
―Y yo a ti, mi terco comandante.
Epílogo
Bedford se despidió de Moray después de salir del club donde se habían
reunido para celebrar el nacimiento de los nietos mellizos de Moray y se dirigió
dando un paseo hasta su residencia.
Sanders le recibió en la puerta para recoger su sombrero y su capa y
entregarlos a uno de los lacayos.
―Milord, un caballero le espera en la biblioteca.
―¿No te ha dejado tarjeta? ―preguntó Bedford, sorprendido de que su
mayordomo no le hubiera entregado ya la tarjeta del visitante.
―No, milord, es el vizconde Lewes.
―¿Lewes? ―murmuró, inquieto, el conde.
Un presentimiento lo recorrió y avanzó a pasos agigantados hacia la
biblioteca. La puerta se encontraba abierta, entró y cerró tras sí.
El vizconde se encontraba de pie frente al ventanal, ojeando uno de los
libros.
―¿Damian?
Damian cerró el libro, se giró y dirigió una tensa mirada a su antiguo oficial
en jefe.
―Necesito su ayuda, coronel.
«¿Coronel?», reflexionó Bedford. Mirando fijamente al angustiado
vizconde, preguntó:
―¿España?
Damian solo asintió.

Fin

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