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La doble vida del vizconde

Secretos de la nobleza 1

Rose Lowell
© Rose Lowell
La doble vida del vizconde
Primera edición: septiembre de 2023

Diseño de portada: Ana Gallego Almodóvar


Corrección y edición: Mareletrum Soluciones Lingüísticas | hola@mareletrum.com

Sello: Independently published


Inscrito en Safe Creative: 2308115022602

Reservados todos los derechos.


«Lo que más ocultas es lo que muestra más de ti…»
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
k Prólogo l
Warrington Hall, Norfolk.
Inglaterra, 1822.

REGRESABA de despedirse de Eleanor con el tiempo justo para cambiarse para la cena. A su padre no
le agradaría que se retrasase, sobre todo si era a causa de Eleanor, la hija de un simple baronet.
Marcus había cedido en muchas ocasiones a las imposiciones de Warrington, pero en esta ocasión
seguiría los dictados de su corazón y al diablo si al marqués no le agradaba su elección.
Eleanor. Mientras subía las escaleras hacia su alcoba, pensaba en la muchacha de la que se había
enamorado hacía apenas unos meses, después de haberla conocido toda su vida; de hecho, a su
regreso de la universidad le había fascinado la hermosura de la joven. Con diecisiete años, Eleanor
era toda una belleza: rubia, ojos azules bordeados de largas pestañas muy claras, tez sin mancha
alguna y unos modales impecables; para él era perfecta. Todavía no había sido presentada y deseaba
que ella tuviera sus temporadas mientras él hacía su Grand Tour. A su regreso, se comprometerían
oficialmente. Ella había aceptado su petición de matrimonio, compromiso que deberían guardar en
secreto hasta que él volviese a Inglaterra. Feliz por haber conseguido la palabra de ella en
matrimonio, se dirigió al encuentro de su padre. ¿Debería decírselo? Sabía que a Anthony Millard,
marqués de Warrington, su relación con Eleanor no le agradaba. Aspiraba a que la futura marquesa
de Warrington fuese alguien de más alto rango que la señorita Eleanor Clifford, hija de un baronet
de la nobleza local.
No tenía intención de ocultárselo. Él había dado su palabra y ella había aceptado, con el honor de
su heredero en juego, Warrington tendría que aceptarla.
Cuando llegó al comedor, su padre ya esperaba disfrutando de su oporto. Al verlo entrar le hizo
un gesto indicando si deseaba acompañarlo, Marcus lo rechazó cortés. Asintiendo, el marqués apuró
el contenido de su copa para ocupar su lugar en la cabecera de la mesa. Marcus se sentó a su
derecha.
Casi habían finalizado la cena, conversando sobre su Grand Tour y las obligaciones que le
esperaban a su regreso, cuando decidió sacar el tema que le tenía algo inquieto.
―Le he pedido a la señorita Clifford que sea mi esposa ―soltó de corrido―. Haremos oficial el
compromiso cuando regrese del continente.
El semblante de Warrington permaneció inexpresivo.
―Conoces mi opinión sobre la señorita Clifford, y aun así…
―La amo, padre. No me importa en absoluto que sea la hija de un baronet.
―Baronet que, si no me equivoco, no nada en la abundancia precisamente ―murmuró con fría
suavidad el marqués.
Marcus entrecerró los ojos.
―No toleraré que la insultes, padre. Ella me ama, no por mi rango o riqueza, sino por mí mismo.
Lo ha demostrado.
Warrington enarcó una ceja.
―¿Sí? ¿De qué manera? ―El marqués entendía que su hijo era muy joven, demasiado para tomar
una decisión tan importante. Por muchos escarceos que hubiese tenido en la universidad, aún era
manejable, sobre todo en manos de alguien tan codicioso como Eleanor Clifford. Marcus había
estado fuera, en Eton, y más tarde en la universidad, pero él había tenido tiempo más que suficiente
para observar a la señorita dechado de perfecciones Clifford.
―No ha puesto reparo alguno en que haga mi viaje, ―«Solo faltaría», pensó el marqués con
sarcasmo―, y ha aceptado, aunque a regañadientes, hacer una temporada en Londres. Se ha
empeñado en que con una bastaría, a pesar de que estaré fuera al menos dos años.
Warrington se calló lo que pensaba en realidad. Su hijo se marcharía al día siguiente, y mucho se
temía que la señorita Clifford no tendría paciencia para esperar dos años, mucho menos si acudía al
mercado matrimonial londinense. Pero eso era algo que su hijo debería comprobar por sí mismo.
―¿Te opondrás? ―Estaba diciendo Marcus en ese momento.
El marqués negó con la cabeza. No le haría falta en absoluto oponerse y arriesgarse a indisponerse
con su heredero: Eleanor Clifford resolvería el problema ella solita en Londres, o mucho se
equivocaba.
―No. Si a tu vuelta continúas pensando lo mismo, tendrás mi bendición.
La sonrisa de felicidad de su hijo al escucharlo hizo que le doliese el corazón. Sin embargo,
Marcus tendría que experimentar por sí mismo que el camino de la vida, a veces, no era fácil. Se
caería muchas veces y debería aprender a levantarse, sacudirse el polvo y continuar.
k Capítulo 1 l
Londres.
Inglaterra, 1833.

MARCUS, desde el lugar en el que, apoyado con indolencia en una de las columnas que bordeaban la
pista de baile, disfrutaba su copa en la fiesta de los Balfour, observaba bailar con indiferente frialdad
a Eleanor Clifford, en la actualidad lady Eresby, la hermosa viuda desde hacía cinco años del barón
Eresby.
Mientras la contemplaba, recordó la decepción que sufrió cuando volvió de su Grand Tour y la
conversación mantenida con su padre.
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Había llegado a Norfolk con el tiempo suficiente para prepararse para la cena. Ilusionado, había decidido
solicitarle a su padre una de las sortijas del joyero familiar para, en la mañana, acudir a la residencia del barón
Clifford y pedir la mano de Eleanor. Bien es cierto que durante los dos años que había pasado en el continente ella
apenas le había escrito: una o dos cartas al comienzo de su viaje, sin embargo, a él no le inquietó la falta de noticias.
Cambiaba de ciudad constantemente y entendía que resultaba difícil que las misivas le fuesen entregadas, además de
que tampoco él había sido muy prolífico con su correspondencia.
Tras beber un sorbo de vino, Marcus miró a su padre.
―¿Me permitirías elegir uno de los anillos del joyero?
Warrington se tensó. Había llegado el momento. Por lo que parecía, la señorita dechado de perfección Clifford
ni se había molestado en comunicarle la noticia a su supuesto enamorado. Decidió que lo más apropiado sería no dar
rodeos.
―Lo tienes a tu disposición. ―Marcus sonrió satisfecho―. Pero mucho me temo que no te hará falta alguna.
―¿A qué te refieres? ―El joven frunció el ceño―. Conocías mis planes antes de marcharme, en la mañana le
pediré matrimonio a Eleanor… y diste tu palabra de que no te opondrías.
―Y por supuesto, no me opongo, salvo que la señorita Clifford, actualmente y desde hace un año, es la baronesa
Eresby.
Marcus casi se atraganta con su bebida. Ladeó la cabeza observando a su padre incrédulo. ¿Baronesa? ¿Eleanor?
―¿De qué demonios estás hablando? Si es una forma de disuadirme…
―La señorita Clifford se casó hace un año, durante su primera temporada, con el barón Eresby ―aclaró
Warrington mientras lo escrutaba atento.
―¿Eresby? ―inquirió Marcus. El nombre no le resultaba conocido en absoluto, claro que había frecuentado pocos
eventos de la alta antes de marcharse.
―Barón Archibald Eresby, muy viejo, muy rico y que ya contaba con un heredero. Residencia en Cornualles, de
donde su joven y rica viuda se apresuró a escapar casi sin esperar a que colocasen la lápida en la cripta familiar.
―Lo sabías, por eso no pusiste obstáculo alguno cuando te informé de lo que pretendía ―masculló Marcus.
―¿Saberlo? Por supuesto que no ―repuso Warrington―. ¿Esperarlo? Sí. Sin duda alguna. Desde luego, no tenía
idea de en quién pondría sus miras, pero si de algo estaba absolutamente seguro era de que la señorita Clifford no tenía
intención alguna de esperarte dos años.
Marcus frunció el ceño mientras observaba a su padre. En realidad, él había estado fuera casi toda su juventud, y
aunque conocía a Eleanor de siempre, su… enamoramiento surgió con rapidez, demasiada rapidez.
Warrington observó su copa. Intuía lo que pasaba por la mente de su desconcertado hijo.
―Si lo que te preocupa, al menos a tu orgullo, es si mientras estuvo en Norfolk tuvo algún… escarceo que diera pie
a rumores sobre su reputación, te diré que no ―murmuró―. Sin embargo, no tenía reparo alguno en coquetear
abiertamente durante los bailes de la asamblea, siempre y cuando el caballero en cuestión tuviese rango… o riqueza.
Y, según tengo entendido, ella puso sus miras en Eresby en cuanto se enteró de su inmensa fortuna. Sin la obligación
de darle un heredero, ¿qué podía importar pasar algunos años en Cornualles si a cambio podría convertirse en una
viuda poseedora de una fortuna que en Norfolk ni soñaría conseguir?
―No somos precisamente pobres ―masculló Marcus mortificado.
―No, por supuesto que no, pero me temo que lo que a la señorita en cuestión le interesaba no era un marido joven y
rico, sino un marido rico… y con un pie en la tumba.
Una inquietante idea rondó la cabeza de Marcus.
―Dudo que lord Clifford tuviera contactos suficientes en Londres como para procurarle una temporada a su hija en
determinados círculos de la alta. ―Ladeó la cabeza mientras miraba a su padre con suspicacia―. ¿Has intervenido de
algún modo?
Warrington suspiró.
―Clifford me comentó su preocupación porque no conocía a ninguna dama que pudiera presentar e introducir en la
sociedad londinense a su hija. Solamente me limité a escribir a lady Bowles, solicitándole el favor de que acogiera bajo
su ala a la señorita Clifford. ―Catherine Parsons, condesa de Bowles, era prima de su padre. Viuda, con un hijo ya
mayor, había estado encantada de actuar de patrocinadora de una joven dama―. Aceptó, y bueno… el resto fue cosa
de la señorita.
Marcus meneó la cabeza confuso. No acababa de entender la razón por la que Eleanor había preferido a un
anciano con un pie en la tumba antes que a él. No era particularmente vanidoso, pero se sabía atractivo, era joven,
heredero de un marquesado y, en cuanto a riqueza, no tenía idea de la fortuna del barón, pero estaba seguro de que la
de su padre rivalizaba con ella o tal vez la superase.
El marqués escrutó a su hijo, intuyendo lo que pasaba por su mente. Para un joven rico y atractivo como Marcus,
haber sido desechado para elegir a un anciano, por muy rico que fuese, debía haber sido un duro golpe a su orgullo
masculino.
―Marcus, no le des más vueltas. Esa señorita no te amaba, solo pretendía una vida lejos de Norfolk, a ser posible
en Londres, y dos años es mucho tiempo para una dama que acaba de ser presentada. Sus opciones de un buen
matrimonio se reducen tras pasar la primera temporada sin pretendientes. ―Se encogió de hombros―. Me atrevería a
decir que, si no hubiese cazado a Eresby, hubiese vuelto sus miras hacia ti de nuevo… Y en ese caso, me temo que mi
oposición a ese compromiso sería absoluta.
―¿Por qué? ―Quiso saber Marcus.
―Hijo, lady Bowles me mantenía informado de la forma en que la señorita Clifford se desenvolvía en sociedad, y
me temo que, si no se hubiese comprometido con el barón, la generosidad de Catherine hubiera acabado con la
temporada.
Ante el rostro confuso de su hijo, el marqués se levantó de la mesa.
―Acompáñame a mi despacho, hay algo que quiero que veas.
Mientras Marcus servía sendas copas de brandi, Warrington hurgó en uno de los cajones de su escritorio. Sacando
un fajo de cartas, eligió una y se la tendió a su hijo.
―Las otras contienen más o menos lo mismo, pero creo que esta, la última, detalla a la perfección el carácter y el
comportamiento de la señorita Clifford.
Marcus dejó la copa sobre la mesa y se dispuso a leer la carta de la prima de su padre.
Los gestos de confusión, perplejidad y rabia que expresaba su semblante reflejaban a la perfección el contenido de la
carta. La condesa explicaba el caprichoso comportamiento de Eleanor, sus descarados coqueteos con los caballeros a los
que era presentada… siempre y cuando se hubiera cerciorado con anterioridad de la profundidad de sus bolsillos. Su
vanidad y egocentrismo, así como su total falta de escrúpulos a la hora de conseguirse un marido que cumpliese sus
expectativas. La misiva finalizaba disculpándose ante Warrington por su negativa a recibirla la temporada siguiente
en caso de que en esta no encontrase marido, cosa que lady Bowles dudaba, vista la tenacidad de la señorita Clifford en
conseguir un buen partido durante su debut.
Marcus se dio cuenta en ese instante de que, en realidad, apenas conocía a Eleanor. Le había embelesado su
belleza, su vanidad masculina había sido debidamente alimentada con la atención y los halagos de ella. Demasiado
joven e inexperto, había confundido la lujuria con el amor y se dio cuenta de que, en realidad, no le importaba en
absoluto la actual baronesa Eresby, más allá de un pequeño pellizco a su ego. Miró a su padre, que lo observaba
atento.
―Me atrevería a decir que el Grand Tour me ha salvado de cometer el mayor error de mi vida ―repuso sin un
ápice de resentimiento.
Warrington asintió. El Grand Tour y su perspicacia para colocar a la señorita Clifford bajo la vigilancia de la
condesa Bowles. Pero se cuidó mucho de hacérselo saber a su hijo.
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Volvió al presente cuando uno de los lacayos le presentó una bandeja con bebidas. Dejó la copa
vacía en ella y se preparó para buscar a su próxima pareja. Echó un último vistazo a lady Eleanor
Eresby. Debía de estar en sus veintisiete años, pero continuaba siendo espectacularmente hermosa.
Reía y coqueteaba con su pareja de baile disfrutando de su condición de viuda, que le permitía ciertas
libertades. Él sabía que su reputación pendía de un hilo. Había vivido, desde su viudez, sin
contención alguna, y el más pequeño paso en falso la condenaría al ostracismo. Las damas de la alta
no pasaban por alto según qué comportamientos. Se encogió de hombros mientras comenzaba a
dirigirse hacia la dama a la que había solicitado el siguiente baile. De ningún modo la reputación de
Eleanor, o la falta de ella, era problema suyo.
La dama a la que había solicitado el baile era la esposa de su jefe y amigo, Darrell Ridley, conde de
Sarratt. Tras saludar al conde, tendió su brazo a lady Sarratt, Frances lo tomó y se dirigieron a la
pista.
Mantenían una buena amistad. La temporada anterior, mientras investigaban un club llamado
Leviatán, Marcus había cortejado a Frances, con el apoyo de su hermano el conde de Craddock,
como estratagema para que Darrell, enamorado de la dama desde hacía tiempo, superase sus
inseguridades y, celoso, decidiese ofreciese por ella. Tras varias vicisitudes, ambos habían contraído
matrimonio, completamente enamorados el uno del otro.
Frances observó al guapo vizconde. Alto, de similar estatura a la de Darrell, era de complexión
esbelta pero de anchos hombros, rubio, con el cabello un poco más largo de lo habitual y con unos
expresivos ojos azul zafiro; era poseedor de un gran carisma. Recordó el fingido cortejo. Marcus
había sido el perfecto caballero: buenos modales, con gran sentido del humor y, sobre todo, tomaba
en cuenta la opinión de una dama, algo sumamente raro entre sus pares.
―Y bien, ¿cuándo decidirás que es el momento de proporcionar herederos al marquesado de tu
padre? ―inquirió Frances guasona. Su amistad le permitía semejante pregunta personal.
Marcus enarcó una ceja mientras bajaba su mirada hacia ella.
―¿Crees que te lo diría? No tengo intención alguna de que tú y tus intrigantes amigas os sintáis en
la obligación de intervenir en mi elección ―repuso socarrón.
Frances hizo un mohín de fingida ofensa.
―¿Cómo eres capaz de pensar semejante cosa de nosotras?
Las dos cejas de Marcus se enarcaron con sarcasmo.
―Solo nos meteríamos si la elegida no fuese la adecuada ―murmuró Frances.
―Oh, ¿tan poco confiáis en mi criterio? ―murmuró jocoso, y añadió para sonrojo de Frances―:
Creo recordar que en mi primer y, debo decir único cortejo, mi elección fue una dama de lo más
adecuada, además de hermosa.
Frances soltó una risilla.
―Vamos, Marcus, sabes bien que ese cortejo fue una charada.
―¿Lo fue? ―inquirió con picardía.
―En serio, Marcus, si durante la mascarada del Revenge no cesaste de coquetear con toda cuanta
dama asistió ―insistió Frances arqueando una ceja.
Marcus sonrió con malicia.
―Era una estrategia… y funcionó, ¿no es así?
Frances se sonrojó violentamente, recordando la manera en que funcionó… con Darrell.
―Tal vez cuando llegue a la avanzada edad de tu marido, me lo plantee ―continuó Marcus
divertido por el sonrojo de Frances. Darrell apenas le llevaba tres años.
Una varonil y conocida voz se escuchó tras ellos, haciendo que Frances trastabillara y Marcus
maldijese en su interior.
―¿Qué es lo que te plantearás cuando llegues a mi avanzada edad… si es que llegas? ―murmuró
Darrell, que bailaba con Celia y había acompasado sus pasos a los de la pareja al ver el rubor de su
esposa.
―El matrimonio ―aclaró Marcus mortificado.
―¿Y pensar en tu posible matrimonio hace que mi esposa se ruborice? ―Darrell confiaba
absolutamente en Millard, no digamos en Frances, pero se estaba divirtiendo al ver su azoro.
―¡Por Dios, Ridley, estamos llamando la atención! ―masculló Marcus turbado.
Las risillas de Frances y Celia hicieron que, mientras Darrell le guiñaba un ojo a su esposa y se
alejaba bailando con Celia, Marcus se sintiese aún más mortificado.
―Debería comenzar a evitaros en los salones ―masculló con hosquedad.
Esta vez la risilla de Frances se convirtió en una franca carcajada.
Cuando la música cesó, Marcus acompañó a Frances hasta el grupo que formaban sus amigos y su
esposo. Tras conversar amigablemente durante unos minutos, los primeros acordes que avisaban de
que el siguiente baile iba a comenzar le recordaron quién sería su siguiente pareja: lady Sarah, la hija
de los condes de Clarke. No pudo evitar hacer una mueca de hastío al pensar en el hiriente mote que
la alta, siempre tan generosa, le había colocado: lady sosa Sarah.
La dama, en realidad, no era ni más ni menos aburrida que otras de su misma edad y condición,
pero por alguna razón ella se había ganado la inquina tanto de algunos caballeros como de la mayoría
de las damas, debutantes o no.
Suspirando interiormente, se dispuso a buscar a la muchacha.
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Lady Sarah conversaba con su madre y un grupo de matronas. Lo apropiado sería decir que
escuchaba vagamente lo que estas parloteaban y que, de hecho, no le interesaba lo más mínimo.
Dedicarse a extender rumores sobre unas damas y criticar abiertamente a otras era algo que le
resultaba particularmente desagradable y mezquino, sobre todo porque casi todas las damas que
formaban el grupo tenían mucho que callar. Sarah sabía que no hay mejor modo de alejar los
rumores de una misma que inventar cotilleos sobre otras, y la prueba de ello la tenía en su propia
madre.
La observó con disimulo. Lady Margaret Clarke se limitaba a soltar pequeñas observaciones,
aparentemente inofensivas, que las otras retorcían hasta convertirlas en desagradables rumores. En
su interior sonrió con sarcasmo, su madre no se atrevería a volver a lanzar acusaciones groseras e
hirientes como las que se atrevió a decirle, la temporada anterior, a la americana señorita Shelby
Holden, actual duquesa de Brentwood, y que casi le cuesta la expulsión de los salones. Intuía que si
su progenitora no se había convertido en una paria era gracias a la intervención de la propia duquesa
y de sus amigas, y no creía equivocarse al pensar que no lo habían hecho por generosidad hacia su
madre sino por deferencia hacia ella, otra víctima más de las ínfulas de lady Clarke.
Suspiró hastiada, daría cualquier cosa por poder evitar estas reuniones hipócritas, pero su madre
estaba decidida a casarla fuese con quien fuese. Sus ojos brillaron de diversión al recordar el apodo
que le habían puesto: lady sosa Sarah. Lejos de molestarla, agradecía el calificativo: le permitía pasar
desapercibida y que, en los salones, salvo algún que otro caballero generalmente casado, o viejo, los
amables amigos del duque de Brentwood fuesen los únicos que se atreviesen a solicitarle un baile.
Bueno, también había otro caballero, perfectamente elegible, atractivo, rico y soltero, que en todos
los eventos siempre firmaba su carnet. El porqué lo desconocía. El vizconde Millard era uno de los
preferidos de la alta, buscado con avidez por madres, hijas e incluso viudas. «Tal vez la consideraba
su obra de caridad del día», pensó con amargura.
Tenía veintitrés años, dos más y sería libre. Tomaría la dote que le había adjudicado su padre y
dejaría Londres. Una casita junto al mar, un pueblo pequeño donde montar una librería de
préstamos y, sobre todo, dejar atrás a su despiadada madre era todo lo que deseaba. El amor… si
llegaba, bien, y si no, lo único que echaría en falta serían unos hijos a los que adorar. Pero no todo el
mundo podía cumplir todos sus sueños, ¿no? Sería afortunada si conseguía llegar a los veinticinco sin
que su madre interviniese y consiguiese casarla con algún… Mejor no pensarlo.
Marcus escrutaba a lady Sarah mientras se acercaba. Completamente al margen de la conversación
que mantenían su madre y otras damas, su semblante no expresaba aburrimiento, algo de lo que era
acusada con frecuencia, sino tristeza y melancolía. Era hermosa, mucho. Se preguntó si su apodo no
sería producto de la envidia. Un poco más alta de la media, cabello rubio y rizado, su rostro ovalado
mostraba unos grandes ojos del color de las castañas, nariz pequeña y recta, y una boca de labios
llenos y sonrosados. Su cuerpo haría caer de rodillas al más exigente de los caballeros: sus pechos
tenían el volumen justo, ni pequeños ni exuberantes, cintura estrecha y caderas con el tamaño
adecuado para aferrarse a ellas.
Meneó la cabeza confuso. ¿Qué demonios les pasaba a los caballeros? Cualquier hombre se
sentiría orgulloso de llevar a esa belleza del brazo… aunque, francamente, su conversación, o la falta
de ella, consiguiese provocar lágrimas de aburrimiento.
Las damas saludaron corteses cuando Marcus llegó junto a ellas. Inclinó la cabeza con gentileza y
tendió su mano a lady Sarah.
―Creo que es nuestro baile, milady.
Sarah asintió mientras tomaba la mano de Marcus. Mientras se alejaban hacia la pista, a ninguno
les pasó desapercibida la mirada calculadora que lady Clarke les dirigió.
Tras unos instantes, en los que la tensión de Sarah era manifiesta, ella inspiró. Conocía a su madre,
y que el vizconde fuese casi el único caballero soltero que solicitaba bailar con ella en casi todos los
eventos en los que coincidían hacía que temiese alguna maniobra por su parte para forzar una oferta.
El vizconde no era un muchacho inexperto, se olería una trampa a leguas de distancia, pero no se
sentiría tranquila si no le prevenía. No deseaba que el único caballero que había sido amable con ella
la considerase igual de intrigante que su madre.
Carraspeó al tiempo que Millard bajaba su mirada hacia ella.
―Milord. ―Dudó un instante. Esos enigmáticos ojos zafiro clavados en ella…―. Yo… le estoy
agradecida por su cortesía solicitándome un baile cada vez que coincidimos en un evento,
―Demonios, sabía que no estaba siguiendo las reglas, una dama no se humillaba de esa manera, pero
solo pensar en su mezquina madre interviniendo y colocando al hombre en una situación de la que
no podría escapar…―, aunque le rogaría que no volviese a solicitarme baile alguno.
Millard procuró disimular su sorpresa al escucharla. De todas las ocasiones en que había bailado
con ella, era la primera vez que le escuchaba una frase completa. Normalmente se limitaba a
responder con monosílabos a sus frases corteses, pero su voz algo ronca, sensual, la de una mujer
recién despierta después de una noche de pasión, le provocó un latigazo en su entrepierna. Por el
amor de Dios, ¿se había excitado a causa de lady sosa Sarah? Meneó la cabeza y apartó esos
inoportunos pensamientos.
Sarah calló, ruborizada hasta las orejas a causa de su atrevimiento, mientras Marcus enarcaba una
ceja.
―¿Se ha sentido insultada de alguna manera, milady? Si es así…
―¡Oh, no, por supuesto que no, milord! No se trata de nada que haya podido hacer usted, de
hecho, se ha comportado de forma muy amable y cortés. ―Sarah cerró los ojos un instante. ¿Cómo
demonios le haría entender…? Decidió ser directa―. Milord, mi madre… Verá, ―Sarah lo miró
mortificada―, me temo que es usted el único caballero que… ―¡Por Dios, esto era humillante!―. El
caso es que temo que ella haga algo que provoque una situación… incómoda. No estoy segura de
que no lo haya previsto, y no deseo que usted se vea involucrado en…
Marcus enarcó las cejas. ¿Lo estaba previniendo en contra de su propia madre? Tampoco era tan
difícil de creer, lady Clarke era una arpía.
―¿Teme que lady Clarke nos coloque en una situación insostenible? ―inquirió con suavidad.
―Temo que lo coloque a usted, milord. Yo podría asumir las consecuencias, sobre todo si es una
artimaña de mi madre, pero no me agradaría que usted tuviese que verse involucrado.
Marcus sonrió amable.
―No tema, milady, sé cuidarme. Y por supuesto, no voy a dejar de firmar en su carnet solo
porque su madre tenga intenciones, digamos… poco honorables.
Sarah meneó la cabeza con abatimiento.
―No conoce a mi madre, milord, no tiene ni idea de lo que es capaz de hacer con tal de salirse
con su voluntad. Por favor, me sentiría mucho más tranquila ―susurró.
Marcus contempló los grandes ojos castaños que lo observaban expectantes. Tampoco era
cuestión de que ella se sintiese incómoda por un maldito baile y, al fin y al cabo, lady Sarah conocía a
su madre.
―De acuerdo, milady, lejos de mi intención hacerla sentir violenta. ―Sonrió―. Disfrutemos
entonces del que será nuestro último baile.
Notó la visible relajación de la muchacha, al tiempo que su suspiro de alivio. No pudo dejar de
sentir un poco de lástima. Malditas madres codiciosas.
Cuando la devolvió al grupo de matronas, la sonrisa agradecida de lady Sarah le calentó el
corazón. Meneó la cabeza confuso. La dama le agradaba, y tras su derroche de palabras hacía unos
instantes, tenía la sensación de que lady sosa Sarah no tenía absolutamente nada de sosa y sí mucho
de determinación.
k Capítulo 2 l
AL cabo de unos días, Sarah se enfrentó al previsible reclamo de su madre. Lord Millard había
cumplido su palabra y no había vuelto a solicitarle baile alguno, algo que su madre no parecía
dispuesta a tolerar.
Desayunaban con lord Clarke cuando la condesa sacó el tema a colación.
―¿Qué has hecho para que lord Millard no vuelva a firmar tu carnet de baile? ―inquirió con
frialdad.
El conde levantó la mirada de su plato para fijarla con lástima en su hija. Esta contestó con
indiferencia.
―¿Por qué supones que he hecho algo? Tal vez el vizconde se haya aburrido de bailar conmigo.
Hay muchas damas que cumplimentar, es lógico que en algún momento tenga que variar de parejas.
Lady Clarke la miró entrecerrando los ojos.
―Es un buen partido, uno de los mejores, diría yo, y si de alguna manera lo has ahuyentado…
―Margaret… ―murmuró lord Clarke.
La condesa se volvió irritada hacia su marido.
―Tiene veintitrés años, Charles, por Dios, si esta temporada finaliza sin un pretendiente, ya
podemos despedirnos de casarla ―masculló.
Sarah apretó los puños bajo la mesa. Casarla, como si hablase de aparear una yegua. Un ramalazo
de rabia y humillación la recorrió. Se centró en su taza de té para evitar contestar con una
mordacidad. ¿Por qué la odiaba? Desde pequeña había visto que si su madre, raramente, demostraba
algún tipo de afecto, ese estaba destinado a su hermano mayor, mientras que para ella dejaba el
desdén. Claro que tampoco con Henry era cariñosa, simplemente demostraba un frío interés,
siempre en presencia de su padre. Si él no estaba presente, sencillamente lo ignoraba; con ella ni se
molestaba en guardar las formas ante el conde. Había visto otras madres dominantes y codiciosas,
pero ninguna profesaba el desprecio hacia sus hijos que manifestaba la suya.
Dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó. Su padre, cortés como siempre, la imitó.
―Si me disculpáis.
Se encaminaba hacia la puerta cuando la gélida voz de su madre la detuvo.
―Te casarás esta temporada, y te aseguro que quien sea el caballero será lo de menos.
Sarah enderezó los hombros y abandonó la habitación sin contestar.
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Mientras tanto, en lo que ya era conocido en Londres como Scotland Yard, Millard esperaba la
llegada del hombre que había causado indirectamente su ingreso en los runners hacía años.

Tras su regreso del Grand Tour y su decepción con Eleanor Clifford, Marcus se había instalado en Londres. Su
padre, joven aún, llevaba él solo, perfectamente, los asuntos del marquesado, algo que a Marcus no le incomodaba en
absoluto. Permanecer en Norfolk solo conseguiría frustrarlo: las cosas había que hacerlas según lo que dictase el
marqués, y para no tener ninguna capacidad de decisión como heredero ya contaba con su administrador, que cumplía
sus órdenes a rajatabla, con lo que Marcus no le veía sentido alguno a permanecer en Warrington Hall. Su padre
nunca pisaba Londres, por lo que había decidido instalarse en la casa Warrington, donde disfrutaba de libertad, no
rendía cuentas a nadie y, aunque desde luego no se consideraba un gran jugador, ni siquiera jugador, salvo alguna que
otra partida de cartas en alguno de sus clubs, disfrutaba de lo que podría considerarse la vida de un libertino.
Una mañana, a su regreso de lo que había sido una deliciosa noche en la residencia de una no menos deliciosa
actriz, había decidido detenerse en una taberna frente a los juzgados de Bow Street, cercanos a la casa de la
encantadora muchacha.
El trasiego de gente entrando y saliendo del edificio era incesante a pesar de lo temprano de la hora. De pronto, una
escena le llamó la atención. Dos hombres se habían detenido frente a la ventana donde él había encontrado una mesa
para sentarse, y parecían discutir. Uno de ellos, alto, corpulento y bien vestido, parecía intentar convencer al otro
hombre, mucho más bajo y no tan bien vestido; de hecho, sus ropas eran decididamente vulgares.
De repente, el hombre más bajo, con un rápido movimiento, abrió la puerta de la taberna, dejando al otro con la
palabra en la boca. Marcus, divertido, observó cómo el que había quedado fuera rodaba los ojos con resignación
mientras se disponía a seguirlo al interior.
Las conversaciones de los pocos parroquianos que había a esas horas cesaron al ver entrar al hombre. Marcus
entrecerró los ojos.
El hombre pareció buscar frenético algo, mirando a su alrededor, hasta que una de las muchachas que atendían la
taberna le hizo un gesto indicando una puerta en el otro extremo del local. Mientras el hombre comenzaba a avanzar
apresurado hacia lo que Marcus supuso que era una salida trasera, el otro caballero todavía estaba abriendo la puerta.
«No parece tener mucha prisa», pensó Marcus. Sin detenerse a pensarlo, siguió su instinto y, cuando el que suponía
huido pasó por su lado, se limitó a extender una de sus largas piernas. El hombre cayó cuan largo era, mascullando
maldiciones, mientras el otro, disimulando una sonrisa, se acercaba con indolencia.
―Parker ―murmuró con una suave voz de barítono―, me temo que estás un poco torpe para andar correteando.
Tropiezas con cualquier cosa, muchacho ―repuso socarrón.
Extendió un brazo para ayudar al otro a levantarse.
―Ahora me obligarás a tener que conducirte esposado, y sabes lo que me molesta poner y quitar esposas.
El otro murmuró más maldiciones mientras le ponía los grilletes. Sin hacer ningún gesto de reconocimiento hacia
Marcus, el alto salió con el detenido y ambos entraron en el edificio de los juzgados y sede de los runners.
Marcus los contempló curioso. Por lo visto, el alto era un runner. Miró en derredor. Las conversaciones se habían
reanudado, por lo que entendió que lo sucedido era habitual, por otra parte lógico, teniendo en cuenta que estaban
frente a la sede de los Bow Street runners.
Sopesaba pedir algo para comer cuando el hombre alto regresó con otro caballero, más joven y más o menos de su
misma altura. Ambos se acercaron a su mesa con indiferencia.
―¿Podemos acompañarle? ―inquirió el hombre que había detenido al supuesto delincuente.
―Por favor ―asintió Marcus―. Me disponía a pedir algo de comer, si desean acompañarme…
Ambos asintieron mientras tomaban asiento frente a Marcus. Mientras hacían su pedido a una de las camareras,
los observó con disimulo.
El más joven, Marcus le calculó unos dos o tres años más que él, tenía el cabello castaño con hebras rojizas y sus
ojos eran castaños. No tan corpulento como su compañero, tenía anchos hombros y bajo la chaqueta, de perfecto corte,
se intuía una poderosa musculatura. El otro era un poco mayor y tenía una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda
que no le restaba ni un ápice de atractivo a su rostro. Rondaría los treinta, tenía el cabello negro y unos inteligentes
ojos azules y, por su apellido y aspecto, Marcus dedujo que era irlandés de nacimiento. El mayor hizo las
presentaciones.
―Me llamo Michael O’Heary y él es Darrell Ridley.
―Marcus Millard ―repuso Marcus. No supo la razón, pero no nombró su título.
―Gracias por su ayuda, Millard ―señaló O’Heary―. Preferí hacerle creer a Parker que había sido simplemente
un tropezón. ―Lo observó especulativo―. Me temo que no suele frecuentar estos lugares, y no necesita crearse enemigos
por aquí, por si regresa en algún momento, ya que el Covent está cerca ―añadió socarrón.
Marcus se dio cuenta de que el hombre conocía perfectamente la razón de su presencia en esas calles a horas tan…
tempranas.
―No ha sido nada ―aceptó Marcus―. Aunque, por un momento, llegué a pensar que tal vez estaba ayudando al
hombre equivocado.
Ridley soltó una risilla entre dientes.
―Sin embargo, acertó en su decisión ―murmuró socarrón, tras intercambiar una mirada cómplice con su
compañero.
Cuando llegó la comida, los tres hombres se centraron en ella al tiempo que la conversación surgía fluida entre ellos.
Marcus pensó que tal parecía que se conocían de tiempo, tan cómodo se sentía con ambos runners y, por lo que parecía,
ellos con él.
Ese fue el comienzo de su amistad con Ridley y ahí, en esa taberna, tomó la decisión de ingresar en los runners de
Bow Street.
r
La entrada de O’Heary interrumpió sus recuerdos.
Mientras se sentaba en uno de los sillones del despacho de Marcus, O’Heary comentó con cierta
indiferencia:
―Ha habido un asesinato esta noche o de madrugada, no está muy claro.
Marcus frunció el ceño. A pesar de que, por antigüedad y experiencia, el que debería ocupar el
cargo de inspector era O’Heary, este no tenía interés alguno en encerrarse en un despacho, prefería
continuar como detective en las calles.
―¿Dónde? ―No preguntó «quién» puesto que, si el crimen se hubiese cometido fuera de los
límites de Mayfair, O’Heary se ocuparía de ello personalmente, limitándose a informarle de sus
averiguaciones.
―Tus límites ―adujo socarrón―, Mayfair.
Marcus murmuró una maldición. Así como toda la alta estaba al tanto de la profesión de Ridley, su
propia pertenencia, ahora a Scotland Yard y anteriormente a los runners, no era conocida. No era
porque se avergonzase, sino porque, si entre la nobleza nada se sabía de su profesión, los caballeros
se sentirían mucho más cómodos hablando delante de él, al considerarlo un despreocupado
libertino, que en presencia de Ridley, aunque este, con su innata perspicacia, solamente necesitaba
observarlos para averiguar lo que le interesaba de ellos. De hecho, le había venido muy bien que no
fuese de dominio público su doble vida. Su reputación en los salones, de libertino acostumbrado a
grandes lujos, había conseguido que fuese captado para formar parte del infame club Leviatán, ahora
desarticulado.
O’Heary rio entre dientes.
―Me temo que esta vez tendrás que descubrirte.
―No, si puedo evitarlo. ¿De quién se trata?
―Una mujer, lady Eresby, viuda y un poco, digamos… acogedora con los caballeros ―aclaró el
irlandés.
―¡¿Eleanor?! ―exclamó perplejo Marcus.
O’Heary lo escrutó atento.
―¿La conoces?
Marcus asintió.
―Su padre y el mío eran vecinos.
―Si lo prefieres, yo me hago cargo ―ofreció O’Heary.
―No. Gracias, pero no es necesario. ―Marcus sabía cuánto odiaba Michael mezclarse con la
aristocracia―. Hace años que no teníamos trato alguno. ―«Desde que prefirió casarse con un
anciano rico», añadió para sí―. ¿El cuerpo? ―inquirió.
―Sigue allí. Su doncella la descubrió hace apenas unas horas. Cuando nos avisaron envié un par de
policías para evitar que entren en la habitación.
Marcus suspiró.
―Bien, vamos allá.
r
Tras saludar a los policías que custodiaban la habitación, Michael y Marcus entraron. El cuerpo de
Eleanor se hallaba tendido en el suelo. Había caído hacia delante, lo que les hizo suponer que había
sido atacada por detrás. No había demasiada sangre, a pesar de que había recibido dos puñaladas a la
altura de los riñones. La mujer solo vestía un camisón liviano, lo que indicaba que, o bien había
recibido a algún amante, o bien se disponía a hacerlo cuando encontró la muerte.
No había nada revuelto, Marcus se acercó hasta el tocador y abrió un cofre situado sobre él. Lleno
de joyas, no parecía que faltase alguna, aunque si el móvil hubiese sido el robo, el cofre estaría vacío.
Llamaron a la doncella personal de lady Eresby. Como si lo hubiesen acordado con anterioridad,
Michel interrogó a la muchacha mientras Marcus se mantenía al margen, pendiente de la
conversación.
―¿Había recibido a algún caballero o esperaba a alguien? ―comenzó O’Heary.
―El caballero cenó con ella, milord. Esa noche no esperaba a nadie más.
Michael frunció el ceño.
―¿Solía recibir a más de un hombre en una noche?
La doncella se ruborizó.
―Señor…
Michael rodó los ojos. Odiaba la hipocresía de la aristocracia. Una dama que recibía a más de un
hombre durante la noche tenía un nombre, ya fuese acompañado del tratamiento de lady, ya fuese en
un burdel de Whitechapel. Una cosa era tener un amante y otra muy diferente que estos hiciesen fila
a las puertas del dormitorio. Aunque a las primeras se las toleraba, siempre y cuando fuesen discretas
a causa de su rango, a las segundas, aunque no tuviesen otra opción para poder sobrevivir, se les
repudiaba por lo mismo.
―Señorita…
―Dolly, señor.
Michael asintió.
―Dolly, la vida privada de su señora es suya, nos interesa en cuanto contribuya a determinar qué
caballeros la visitaban y con qué frecuencia.
La doncella bajó la cabeza.
―No conozco sus nombres, señor. Pero lo que sí puedo decirle es que desde que comenzó a ver
al último, un caballero joven, no volvió a recibir a nadie más.
Michael maldijo entre dientes.
―¿Podría reconocerlos si los viese?
―Por supuesto, señor.
―Gracias, Dolly ―repuso con amabilidad.
La muchacha hizo una apresurada reverencia y salió disparada de la habitación, estar allí con el
cuerpo ensangrentado de su señora le ponía el vello de punta.
Michael se acercó a Marcus, que estaba frente a la ventana.
―¿Qué piensas?
―La ventana no estaba cerrada del todo ―contestó pensativo.
Michael se asomó.
―Es un segundo piso y no hay árboles ni enredaderas que pudieran facilitar el ascenso.
―No ―admitió Marcus―. Sin embargo, me pregunto por qué razón no la habría cerrado. Las
noches son frías…
―Y ella no estaba muy abrigada, que digamos ―adujo Michael mordaz.
Marcus enarcó una ceja.
―¡¿Qué?! ―Michael se encogió de hombros―. Si esta mujer fuese encontrada en un burdel de
Whitechapel o Seven Dials, apenas se investigaría su asesinato. Algunas preguntas y poco más. Y me
he limitado a constatar un hecho: hace frío y no lleva ropa de abrigo.
Había veces que a Marcus le daban ganas de estrangular a O’Heary a causa de la mordacidad, el
desprecio y el cinismo que destilaba contra la nobleza.
―¿Cómo haremos para que Dolly pueda reconocer a esos caballeros? No es como si pudieses
invitarla a una de las fiestas de la ton. ―Michael cambió de tema con indiferencia.
―Intentaré que se la contrate como doncella en alguna ―repuso Marcus―. Tal vez, si no reparan
en ella, pueda identificar a alguien. ―Miró de reojo a su compañero―. Tendrás que acompañarla…
tal vez como lacayo. Ella te mostrará a los caballeros y a ti te será más fácil señalármelos.
Michael bufó. Tener que soportar a todos esos arrogantes aristócratas… Esbozó una mueca
hastiada, no tenía sentido incomodarse por ello, al fin y al cabo, era su trabajo.
r
La fiesta elegida fue la que ofrecían los duques de Brentwood. Gracias a su amistad con el duque,
no hubo problema alguno en añadir a Dolly y a O’Heary al personal encargado de servir a los
invitados.
O’Heary informaba a Darrell o a Marcus, según quien estuviese más cerca, de los caballeros que
Dolly le iba indicando. Al final, contaron ocho.
Darrell y Marcus se miraron perplejos cuando O’Heary les informó del caballero que había
acaparado toda la atención de Eleanor y por el que había desestimado a los otros: el vizconde de
Camoys, heredero del conde de Clarke. Tampoco es que les extrañase demasiado. Según les informó
Kenneth, vizconde Hyland y antiguo libertino, el muchacho, joven, de unos veinticinco años, vivía
una alegre vida de soltero. Atractivo, disfrutaba de una generosa asignación y había caído rendido a
los muchos encantos y, sobre todo, a la experiencia amatoria de lady Eresby. Asimismo, la baronesa
viuda parecía, si no enamorada, sí muy encaprichada con el vizconde y sus atenciones.
Sin embargo, nada pasaba desapercibido en los salones de la alta, sobre todo si tenía el más leve
tufillo a escándalo. El asesinato de la baronesa y que el nombre de sus amantes fuese un secreto a
voces, salvo, claro está, para los investigadores, hizo que los rumores comenzasen a extenderse
como la pólvora y que las cábalas sobre unos y otros comenzasen.
Marcus estaba asqueado: hasta habían comenzado a gestarse apuestas sobre cuál caballero sería el
asesino, incluso sobre los motivos del crimen. Y si a Marcus, habituado a la hipocresía y malicia de la
ton, dicho comportamiento de sus pares le resultaba repugnante, el temperamento de O’Heary
amenazaba tormenta, y una de enormes proporciones.
Todos tenían motivos, desde los celos y el resentimiento, ya que con su muerte se habían enterado
de que simultaneaba visitas, hasta acabar viéndose desplazados del lecho de la baronesa por un solo
caballero.
Darrell, como superintendente, había dejado la investigación en manos de Marcus, limitándose a
recibir los informes que este le proporcionaba sobre los avances o la ausencia de estos.
r
―¡Maldita sea! ―exclamó Marcus exasperado―. Todos tienen motivos y todos parecen tener
coartadas para esa noche.
Michael se pellizcó el puente de la nariz. Sentado con indolencia en uno de los sillones del
despacho, en su posición favorita, arrellanado con las piernas estiradas y los pies cruzados,
murmuró:
―Las coartadas no son definitivas. Muchas las han proporcionado sirvientes y esposas, ni siquiera
podemos considerarlas.
―Tendremos que investigar sus costumbres: amantes, clubes que frecuentan…, tal vez por ahí
confirmemos alguna de sus coartadas ―adujo Millard pensativo.
―Siempre me sorprenderá la arrogancia, que acaba transformándose en estupidez, de esos
supuestos caballeros ―masculló Michael―. Entiendo que no deseen que sus esposas estén al tanto
de sus… deslices, incluso cuando la mayoría de ellas, por no decir todas, los conocen y los toleran,
pero ¿por qué no hablar con claridad con nosotros? Al fin y al cabo, no es como si fuésemos a salir a
la carrera a contárselo a sus mujeres, y si en ese momento estaban en algún club o con alguna
amante, no cabría duda alguna de su inocencia.
Marcus se encogió de hombros.
―Para ellos resultaría humillante que comenzásemos a hacer preguntas en dichos lugares.
Michael bufó.
―¿Más humillante que se les considere presuntos asesinos? Lo dicho: arrogancia y estupidez.
En ese momento, un alboroto fuera del despacho llamó su atención. Michael soltó una risilla entre
dientes.
―Tal vez alguno de esos arrogantes haya decidido confesar que estaba retozando con su amante y
alejar las sospechas de él.
La puerta se abrió bruscamente, dando paso a una figura femenina vestida enteramente de negro y
con un velo cubriéndole el rostro.
―¡Milady, no puede…! ―farfullaba un policía tras ella.
―¡Debo ver a lord Sarratt, sé que me recibirá! ―exclamó la mujer, que todavía no se había fijado
en los ocupantes de la habitación.
Michael se puso en pie al instante mientras Marcus fruncía el ceño. Esa voz…
La dama se giró hacia los caballeros y su sorpresa se plasmó en sus gritos.
―¡¿Lord Millard?! ―Desconcertada, dudó un instante―. Yo… deseaba ver a lord Sarratt.
―Señor ―balbuceó el policía―, no pude evitar…
Marcus miró a O’Heary que, entendiendo, se inclinó respetuoso y, haciéndole un gesto al confuso
policía, ambos abandonaron la habitación cerrando la puerta tras él.
―Lord Sarratt no se encuentra en esta parte del edificio, lady Sarah.
La muchacha se tensó visiblemente al ver que era reconocida.
Marcus cerró los ojos un instante. Maldición, el secreto de su pertenencia a Scotland Yard había
saltado por los aires gracias a la impulsividad de la dama.
―Milady, nos hemos visto en los salones infinidad de veces, ¿cree que no la reconocería, incluso
con ese… velo? Por cierto, puede alzárselo, no entrará nadie y no tengo interés alguno en que la falta
de aire haga que sufra un vahído ―murmuró sarcástico.
―Yo no me desmayo nunca ―replicó Sarah mientras se levantaba el velo.
―Mucho mejor ―asintió Marcus. Sarah frunció el ceño. ¿Se refería a que no corría el peligro de
tener que soportar el desmayo de una dama o a que se había descubierto el rostro? Se encogió de
hombros interiormente, le importaba un ardite. Ella había venido por algo mucho más importante.
Marcus le hizo un gesto para que se sentase, y cuando ella lo hizo él ocupó su asiento tras el
escritorio.
―¿Podría indicarme dónde puedo encontrar a lord Sarratt? ―inquirió Sarah.
Marcus enarcó una ceja.
―¿Sería tan amable de aclararme el motivo por el que lo busca?
―Me temo que no es asunto suyo, milord.
―Y yo me atrevería a decir que sí. ―Marcus estaba cada vez más frustrado. Lady sosa Sarah había
pasado en unas semanas de hablar con monosílabos a construir frases completas y, en este
momento, a comportarse con altanería. Se frotó los ojos con una mano y decidió darle una
oportunidad. No tenía ni ganas ni tiempo para damas malcriadas. Lady Sarah estaba ahora en su
terreno, fuese la que fuese la razón de su interés por ver a Darrell, a no ser que fuese un asunto
personal, lo cual no discutiría en la sede de Scotland Yard, debería ser por algo oficial, con lo que él
la atendería, le gustase o no a la dama.
―Milady, lord Sarratt no se ocupa de… Digamos, asuntos menores. ―Pensó cínico que,
seguramente le habían robado el bolso y pretendía hacer valer sus contactos―. Yo soy el inspector al
cargo, así que lo que sea que viniese a denunciar puede hacerlo en esta oficina.
Sarah abrió los ojos como platos.
―¿Es usted inspector de policía?
Marcus enarcó una ceja.
―No. En mis ratos libres trabajo como lacayo, limpiando las oficinas. ¿Usted qué cree, milady?
Sarah tuvo la delicadeza de ruborizarse.
―Disculpe, milord, lo cierto es que no esperaba encontrarlo aquí. Sabía que lord Sarratt sí
trabajaba para Scotland Yard, pero nunca me imaginé… Nadie en la alta sospecha siquiera de su
trabajo.
La mirada de Marcus se endureció.
―Y espero que siga siendo así, milady.
A Sarah la réplica le sonó a advertencia.
―No tenía intención alguna de difundir a qué se dedica, milord. Además, ¿a quién se lo iba a
contar? ―susurró para sí al tiempo que bajaba la mirada, salvo que Marcus la escuchó perfectamente.
―Bien, ¿en qué puedo ayudarla? ―ofreció en un tono más amable.
Sarah inspiró.
―Al parecer, mi hermano es considerado sospechoso de la muerte de lady Eresby…
―Uno de los sospechosos ―matizó Marcus.
―Como sea ―replicó Sarah―. Él no lo hizo.
―Y está tan segura, ¿por…?
Sarah frunció el ceño.
―P… pues porque es mi hermano, lo conozco, él sería incapaz de lastimar a una mujer, mucho
menos matarla.
―Lady Sarah, ―Marcus entendía la preocupación de la muchacha por su hermano, pero había
asuntos de caballeros, de los que las damas, mucho menos una soltera, no tenían conocimiento―,
me temo que por mucho que lo conozca, y no dudo que así sea, los caballeros generalmente no
ponen al tanto a sus familias de sus… digamos, actividades personales, mucho menos a sus
hermanas solteras.
Ella alzó la barbilla con altanería.
―Si se refiere a su relación con lady Eresby, estoy al tanto. Entre otras cosas porque, si no tuviese
ninguna relación con ella, no sería considerado sospechoso.
―¿Y ahora llegamos a la parte en la que me asegura que su hermano estuvo en su casa esa noche
y, por supuesto, usted con él? ¿Tal vez leyendo en la biblioteca? ―replicó con mordacidad―. Milady,
su hermano posee una residencia de soltero ―continuó Marcus―. De ninguna manera voy a creerme
que esa noche, precisamente esa, decidió pasar una fraternal velada leyendo con su hermana… toda
la noche.
―Ni yo espero que lo crea ―repuso Sarah molesta―, puesto que no tenía intención alguna de
proporcionarle ninguna coartada. Solamente… ¿ha hablado con él? ―inquirió repentinamente.
Marcus negó con la cabeza.
―Todavía no.
―Cuando lo haga, se dará cuenta de que él no es un asesino ―aseveró Sarah.
―Veremos, milady, veremos. ―Marcus se puso en pie, indicando que la entrevista había
finalizado―. Si me disculpa, milady, tengo bastante trabajo, como podrá suponer.
Sarah le lanzó una gélida mirada, pero se levantó a su vez. Tras bajarse el velo, hizo una
reverencia.
―Gracias por atenderme, lord Millard. ―Ni ella hizo ademán alguno de tender su mano ni Marcus
de extender la suya.
Marcus inclinó la cabeza al tiempo que la dama abandonaba la habitación. Salió tras ella,
indicándole a uno de los policías que la escoltase hasta su carruaje. Scotland Yard era seguro, pero
no estaba de más un poco de cortesía. Sobre todo, después de la tensa entrevista.
Michael no perdió el tiempo, salió de la habitación contigua y entró en el despacho de Millard tras
él.
―Una hermana muy leal ―murmuró.
Entre su despacho y la habitación contigua que ocupaba Michael había un hueco disimulado
desde donde uno y otro podían escuchar las conversaciones. Se había hecho para preservar el
anonimato de Millard cuando no podía interrogar a alguien por el riesgo a ser reconocido y lo hacía
Michael. Al conocer al interrogado, habiendo coincidido tanto en los clubes como en los salones,
eso le permitía captar por el tono de voz si el caballero en cuestión mentía o se limitaba a lanzar
evasivas.
Marcus asintió con la cabeza.
―Me temo que causará problemas ―masculló pensativo.
k Capítulo 3 l
TRES de los ocho fueron descartados. Unos por hallarse en algún club de mala reputación y otros por
encontrarse retozando con su amante de turno. Restaban otros cinco, entre ellos, el vizconde de
Camoys.
Marcus había acudido a una de las muchas fiestas que se celebraban esa noche. Pensativo, bebía
de su copa observando a los invitados cuando notó que alguien se colocaba a sus espaldas.
Instantáneamente se tensó, hasta que escuchó la condenada ronca y sensual voz de lady Sarah.
―¿Podría seguirme a la terraza, milord? Hay algo que debo decirle ―susurró.
Mientras maldecía entre dientes, Marcus hizo un disimulado gesto de asentimiento. ¿Y ahora qué
demonios…? La admiración que había sentido hacia lady Sarah cuando le había solicitado en aquel
baile que no volviese a firmar su carnet se estaba desvaneciendo para ser sustituida por molestia.
Resopló, ante la mirada recelosa del lacayo, mientras dejaba su copa en la bandeja que este portaba.
Sin apresurarse, se dirigió a la terraza.
Miró en derredor hasta que la localizó. A la vista del interior del salón, pero algo apartada de otros
grupos de invitados, lady Sarah contemplaba los jardines con las manos apoyadas en la barandilla. Se
acercó hasta colocarse cerca, no tanto como para levantar murmullos, pero lo suficiente para poder
hablar y escuchar. Sarah, al notar su presencia, retiró las manos de la baranda para cruzarlas
recatadamente delante de ella.
―Lady Sarah ―comenzó Marcus permitiendo que la irritación se reflejase en su voz―, hace
escasas semanas me solicitaba que evitase bailar con usted, en previsión de alguna artimaña de lady
Clarke, ¿y en este momento no tiene temor alguno de citarme en la terraza, a solas, y poder ser
atrapados en una situación incómoda?
Sarah rodó los ojos.
―Es importante, y solo serán unos minutos. Además, mi madre ha subido a la sala de damas y
tardará un tiempo en bajar.
Marcus esperó en silencio.
―Lord Palmer está libre de sospecha. ―Mientras hablaba, Sarah miró de reojo al vizconde.
Marcus giró la cabeza tan bruscamente que sintió cómo el cuello le crujía.
―¿Disculpe?
―He dicho…
―Sé lo que ha dicho, lo que no alcanzo a entender es el motivo que le ha llevado a esa conclusión
―siseó Marcus.
―Mi doncella es amiga de la doncella de lady Palmer, que a su vez mantiene una… amistad con el
cochero de la familia ―comenzó a explicar Sarah ante la atónita mirada de Marcus―. El cochero ha
comentado entre el servicio que lord Palmer estuvo esa noche en una residencia en Jermyn Street,
cerca de Piccadilly. Está completamente seguro porque tuvo que pasarse la noche congelándose al
pescante del carruaje pendiente de su señor, que no abandonó la casa hasta casi el alba, y se
dirigieron directamente a la residencia de lord Palmer.
La furia invadió a Marcus. Era lo que le faltaba: lady Sarah actuando de investigadora y, para
colmo, implicando a los sirvientes.
―¿Me está diciendo que envió a su doncella a investigar con el servicio de los Palmer? ―masculló.
―¡Yo no envié a nadie! ―espetó molesta Sarah―. Fue simplemente una conversación entre
sirvientes. Sabe perfectamente que entre ellos hablan y pocas cosas se les escapan.
―¿Conversación de la que se enteró por…? ¿Tiene la costumbre de compartir cotilleos con el
servicio, milady? ―Marcus estaba cada vez más irritado.
―¡Por el amor de Dios, claro que no! ―exclamó escandalizada―. Pero, por si no lo sabe ―añadió
con mordacidad―, el asesinato de lady Eresby es la comidilla de criados y señores, y Poppy ardía por
compartir lo que sabía conmigo.
―¿Quién demonios es Poppy? ―inquirió Marcus cada vez más desconcertado.
Sarah lo miró como si acabase de volverse tonto de repente.
―Mi doncella, se lo he dicho ―murmuró con paciencia, como si le hablase a un crío.
Marcus apretó los puños. Encima le hablaba como si fuese memo. Se obligó a contener su
temperamento.
―Lady Sarah, ¿se da cuenta de que cuantos más sospechosos se vayan eliminando, más culpable
parecerá su hermano?
Sarah lo miró furiosa.
―Puede que alguno se descarte, pero quizás aparezca el culpable ―insistió―. Entre el servicio y lo
que pueda averiguar con las damas…
Marcus sintió que estaba a punto de tener una apoplejía.
―¿Damas? ―Carraspeó al notar que casi había gritado como una damisela―. ¿Me está diciendo
que va a interrogar a las esposas de los sospechosos? ―Por Dios, ¿es que la mujer estaba
completamente loca?
―Yo no voy a interrogar a nadie, faltaría más ―aseguró Sarah indignada―. Pero las damas hablan
entre ellas y, por suerte, yo soy casi invisible. Estoy acostumbrada a escuchar ―murmuró.
Marcus se dio cuenta de que no se estaba lamentando, sino que estaba exponiendo un hecho.
―Puedo ayudar ―murmuró mientras lo miraba suplicante.
Él sintió que un ramalazo de ternura le recorría al ver esos enormes ojos anhelantes. La muchacha
era invisible para toda la alta. Que lo provocase ella conscientemente, o no, no tenía importancia.
Suspiró. Si consideraba que podía ayudar, ¿por qué no? De hecho, había pensado en recurrir a Nora,
lady Dudley, para introducirse en los corrillos de las damas, pero tal vez lady Sarah podría resultar
una elección más acertada, al fin y al cabo, la consideraban… bueno, ni siquiera la consideraban.
―De acuerdo. ―Casi se le escapa una sonrisa cuando escuchó su suspiro de alivio―. Con lo que
averigüe envíe una nota a lady Sarratt, ella podrá hacérmela llegar sin problema.
No resultaría adecuado que enviara la nota a Scotland Yard, mucho menos a su residencia de
soltero, en cambio a otra dama…
La radiante sonrisa que Sarah le dedicó aceleró su corazón durante unos instantes. Cristo, si ya era
hermosa, cuando sonreía… sentía un acuciante deseo de atrapar esos preciosos labios con los suyos
y besarla hasta que perdiese el sentido. Estaba tonto, ¿a qué venían esos lujuriosos pensamientos en
medio de semejante conversación, y nada menos que con una mujer con la que había cruzado apenas
dos frases a lo largo de casi tres temporadas?
―Gracias, milord. ―Sarah hizo una apresurada reverencia y se giró para dirigirse al interior del
salón.
Marcus se apoyó en la balaustrada al tiempo que se cruzaba de brazos, contemplándola marcharse.
No pudo evitar preguntarse si el vizconde Camoys sería merecedor de tanta lealtad.
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―Deberíamos interrogar a Camoys ―sugería en ese momento O’Heary―. Podríamos hacer venir
a los cinco caballeros que faltan por comprobar…
―Cuatro ―interrumpió Marcus, arrellanado en uno de los sillones de su despacho.
Michael ladeó la cabeza.
―¿Disculpa? ¿Se ha muerto alguno? ―inquirió confuso.
Marcus rodó los ojos.
―Tienes un sentido del humor un tanto macabro, en verdad. Lord Palmer tiene coartada, y es
verídica.
―¿Has hablado con él? ―Michael estaba cada vez más desconcertado. Marcus no descubriría su
trabajo en Scotland Yard interrogando a ningún caballero, ese era su trabajo.
Marcus se pasó una mano por el rostro.
―No. La doncella de la hermana de Camoys es amiga del cochero de Palmer. ―Dudó un
instante―. No, quien es amiga de la doncella es otra doncella, que a su vez…
―¡Por el amor de Dios! ―exclamó exasperado Michael―. Me importan una mierda las amistades
de la doncella de Camoys…
―No es la doncella del vizconde, es la de su hermana ―aclaró paciente Marcus.
Michael le lanzó una aviesa mirada.
―¿Serías tan amable de saltarte la parte de las amistades entre el servicio y pasar a lo importante?
Por cierto, ¿cómo demonios ha llegado a ti esa certeza sobre lord Palmer?, ¿has metido a alguien
entre el personal?
Marcus suspiró.
―La doncella de lady Sarah es amiga de la doncella de lady Palmer. Ella le contó que Palmer pasó
toda la noche en casa de su amante, según el testimonio de su cochero. ―Ahogó una sonrisa al ver la
expresión estupefacta de su amigo―. Antes de que preguntes, me lo ha contado lady Sarah en la
fiesta de anoche.
Michael agitó la cabeza confuso.
―Nunca entenderé a estos aristócratas, ¿desde cuándo cotillean con el servicio?
―El asesinato de lady Eresby es la comidilla de Mayfair, es lógico que damas y caballeros
depongan su arrogancia sabiendo que los criados generalmente están mucho más enterados que ellos
mismos de lo que sucede en las casas, y se rebajen a compartir comadreos ―argumentó Marcus―. Por
cierto, lady Sarah intentará averiguar algo más entre las damas ―soltó de corrido.
―¿Lady Sarah?, ¿lady sosa Sarah? ―Michael frunció el ceño―. ¿En qué momento se ha convertido
en lady audaz Sarah?
―A mí tampoco me agrada que intervenga en la investigación ―admitió Marcus―, pero habíamos
pensado en acudir a Nora para que ella intentase averiguar algo entre las damas, y lady Sarah pasa
desapercibida. Están acostumbradas a su invisibilidad entre ellas, apenas participa de las
conversaciones, pero sabe escuchar.
Michael le clavó una especulativa mirada.
―Ya. Me pregunto si aceptarías de tan buen grado si fuese otra dama… invisible la que se ofreciese
a ayudar, en lugar de lady Sarah.
Marcus hizo un gesto vago con la mano, pero no contestó. Estaba seguro de que no permitiría
que ninguna dama, invisible o no, se inmiscuyese, sobre todo pudiendo recurrir a Nora, pero había
sido incapaz de negárselo a la hermana del vizconde. ¿Por qué? Ni lo sabía ni tenía intención de
pensar en ello. De hecho, ella era la más interesada en descubrir algo que eliminara las sospechas
sobre su hermano, así que…
―¿Cómo, o más bien, dónde realizaremos los interrogatorios? ―Michael volvió al tema del
principio―. No podemos acudir a sus residencias, al menos tú, si deseas seguir en el anonimato.
―Los citaremos aquí el mismo día a diferentes horas ―repuso Marcus―. Tú los interrogarás y yo
escucharé. Salvo a Camoys. A él lo interrogaremos los dos.
―¿Por qué?
―Según la doncella de lady Eresby, fue el único que estuvo esa noche en la casa. El último que la
vio con vida, y salvo que otra persona consiguiese entrar en la residencia sin ser vista, es el principal
sospechoso.
Michael se encogió de hombros.
―Bien, enviaré las citaciones. ¿Mañana te parece bien?
Marcus asintió.
―Cuanto antes, mejor.
r
Esa noche, Marcus tuvo que asistir a otra de las innumerables fiestas que se celebraban. Echó un
rápido vistazo desde la escalera que daba acceso al gran salón y su mirada se detuvo en lady Sarah. Al
lado de su madre y rodeada de otras damas, parecía indiferente a la conversación que se desarrollaba
a su alrededor. No se sorprendió cuando comprobó que una de ellas era la esposa de otro de los
sospechosos.
Desviando la mirada, Marcus bajó las escaleras para mezclarse con los invitados mientras,
desconcertado, consideraba si su intención había sido evaluar el salón y a los invitados o comprobar
la presencia de una sola persona, en concreto una dama supuestamente invisible para los demás,
aunque cada vez más evidente para él.
Sarah había visto al vizconde en lo alto de las escaleras, oteando el salón. Notó que su mirada se
posaba unos instantes en su grupo, para después desviarla con indiferencia. Cruzó las manos delante
de ella para evitar que se notase su nerviosismo. El vizconde Millard era un hombre
devastadoramente guapo, vestido de rigurosa etiqueta, su figura captaba las miradas de la mayoría de
las damas presentes. Abatida, pensó que mientras cualquiera de ellas rogaba en silencio por que el
vizconde firmase su carnet, ella había disuadido de ello al caballero, al único que, al menos eso
parecía, le solicitaba un baile en cada evento en el que coincidían de propia voluntad.
«Tonta», se reconvino, el carismático, guapo y amable lord Millard no era para ella, la sosa Sarah.
Por un instante, sintió deseos de abandonar el papel que ella misma había forjado a conciencia. Pero
si tal cosa hacía, se temía que su madre no tardaría ni lo que duraba un vals en comprometerla con
algún caballero, o no tan caballero. Gracias a su actuación, los caballeros la huían como de la peste,
lo que hacía improbable que su madre pudiese involucrarla con alguno. Sonrió interiormente,
ninguno permanecía a su lado el tiempo suficiente como para correr el riesgo, de hecho, ni siquiera
se detenían a saludarla o a conversar con ella.
Las exclamaciones de falsa mortificación de las damas hicieron que prestase atención a lo que se
hablaba. Lady Morton, la esposa de uno de los implicados, se sinceraba con las demás sobre el
paradero de su marido la noche del asesinato. Satisfecha, se percató de que, aunque la conversación
no era en absoluto apropiada para los oídos de una dama soltera, a ninguna de ellas parecía
importarle su presencia.
―¡Una humillación, eso es lo que fue! ―exclamaba en ese momento lady Morton―. Tener que
decirle a ese policía que Morton estaba en casa esa noche, siendo perfectamente consciente de que
estaba de juerga en uno de esos clubes de caballeros, que no son más que burdeles. Pero, por
supuesto ―continuó la dama entre mortificada y furiosa―, su reputación ante todo ―masculló
mordaz―, poco importa mi humillación.
―Querida ―intervino otra de las damas―, me atrevería a decir que es preferible que mintieras a
que fuese de dominio público el lugar donde estaba lord Morton esa noche. Sabes cómo funciona
nuestro mundo: mientras no se vea, o se nombre, no existe.
Lady Morton hizo una mueca.
―Por lo menos había abandonado a esa ramera de Eleanor Eresby. Que estuviese en Loulou’s
resulta un mal menor, ningún caballero convertiría en su amante a una vulgar prostituta de burdel.
Por Dios, ¡ni siquiera debería conocer el nombre de ese antro! ―exclamó en un tono de asco.
Varias cejas se levantaron con escepticismo. No sería ni el primero ni el último en situar en
exclusiva a una de ellas.
«Otro más descartado, maldita sea», pensó Sarah. Si continuaban así, todas las sospechas recaerían
en Henry, y estaba completamente segura de su inocencia. Pero si los demás fuesen excluyéndose,
¿cómo demostraría que su hermano no lo hizo?
Con una mirada disimulada, comprobó que lord Millard no se encontraba bailando, sino que
conversaba con el grupo de lord Sarratt.
Colocó el pie sobre el dobladillo del vestido de su madre, al tiempo que esta se dirigía con sus
amigas hacia… donde quiera que fuesen. El sonido de la tela al rasgarse hizo que se encogiese.
Lady Clarke se giró horrorizada, al tiempo que sus amigas.
―¡Por Dios, que eres torpe! ―exclamó con desprecio, mientras las otras damas la miraban con
lástima―. Tendré que subir a la sala de damas, y espero, por tu bien, que puedan arreglar este
desaguisado.
Sarah bajó la cabeza falsamente avergonzada. Mientras su madre se alejaba, giró a medias su rostro
para espetarle.
―¡Y por el amor de Dios! Siéntate en algún sitio y no te muevas, eres tan torpe que provocarás
que tengamos que pagar el vestido de alguna otra dama a la que te acerques demasiado.
Cuando su madre desapareció, Sarah miró hacia el grupo. Se ruborizó al notar que las damas se
habían percatado de la escena y la miraban abatidas, mientras los caballeros intentaban ser discretos
continuando con su conversación.
Suspirando, se encaminó hacia ellos. En realidad, hacia la terraza situada tras ellos: no se sentía tan
valerosa como para detenerse a saludar a las damas. Pasaría por su lado hacia la terraza e intentaría
hacerle una disimulada señal al vizconde.
Inclinó la cabeza en un saludo cortés cuando se acercó al grupo, al tiempo que lanzaba una
significativa mirada al vizconde. Este miró a Darrell.
―Si me disculpáis. ―Darrell asintió. Estaba al tanto de lo que lady Sarah hacía.
Gabriel frunció el ceño.
―Parece que lady Sarah no es la mosquita muerta que aparenta ser ―murmuró mordaz.
Shelby hizo una mueca de fastidio.
―Ella no es culpable de las actitudes vergonzosas de su madre, Gabriel.
Su marido suspiró.
―Lo sé, pelirroja, lo sé. Ten por seguro que, si así pensara, ni a su madre ni a ella se les permitiría
pisar siquiera la más humilde casa de Londres.
―Todo esto lo está haciendo por lealtad a su hermano ―intervino Justin―. La verdad es que,
teniendo en cuenta su… comportamiento durante estos años, es loable su repentina audacia.
―Tal vez esa audacia no es tan repentina. Siempre pensé que tras su anodina apariencia ocultaba
una voluntad férrea ―argumentó Jenna―. No es fácil mantener a raya a lady Clarke.
Callen atrajo a su esposa por la cintura hacia él, sin importarle en absoluto que estuvieran en
público.
―Creo que debemos aceptar tu mejor criterio, inglesa. Al fin y al cabo, sabes mucho de férreas
voluntades ―murmuró mirándola con ternura, mientras Jenna se ruborizaba.
r
En la terraza, Sarah no perdió el tiempo en cuanto notó la presencia de Millard a su lado. Cada
vez le inquietaba más la cercanía del vizconde, y no debía ni quería preguntarse la razón.
―Lord Morton pasó la noche en un club… ¿Lili’s? ―Demonios, se le había olvidado el dichoso
nombre.
Millard sonrió.
―Loulou’s ―rectificó con amabilidad.
―¡Ese es! Disculpe, no lo recordaba.
―Ni debería hacerlo. No se preocupe, milady, enviaré a que comprueben su presencia allí
―repuso con amabilidad. Carraspeó―. Está haciendo un buen trabajo, pero me temo que con eso
está estrechando más el círculo alrededor de su hermano.
―Henry no lo ha hecho, y le aseguro que se lo demostraré ―murmuró secamente Sarah―. Si me
disculpa, debo regresar.
―Por supuesto. ―Marcus inclinó la cabeza mientras ella hacía una breve reverencia.
La contempló alejarse mientras tomaba un sorbo de la copa que había llevado consigo a la terraza.
Meneó la cabeza y su mirada se centró en una pareja que regresaba de los iluminados jardines,
seguida por su chaperona. El vizconde Camoys daba su brazo a una joven dama. Marcus se frotó la
barbilla pensativo. ¿Podría ser que la dama en cuestión fuese el motivo del crimen? No sería la
primera amante que se negaba a dejar ir a su protector, aunque las palabras «protector» y «Eleanor»
no cuadraban en la misma frase. Eleanor tenía amantes por placer, no por necesidad de dinero. Tal
vez se había enamorado del muchacho y … Bien, esperaba que el vizconde fuese sincero a la
mañana siguiente, tenía mucho que aclarar.
r
Los caballeros comenzaron a llegar a primera hora de la mañana. Entrevistados por Michael, que
no podía ocultar su diversión por haberlos citado a tan temprana hora tras una noche que supuso de
juerga, rápidamente fueron descartados. Uno estaba con su amante de turno, coartada fácilmente
comprobable con la mujer y el servicio, y el otro había pasado la noche en el club Revenge. Esa no
hacía falta comprobarla. Ningún socio se arriesgaría a perder su membresía mintiendo sobre su
presencia allí, sobre todo utilizando al club como excusa siendo investigado en un caso de asesinato.
Y llegó el turno de Camoys. Marcus, con la cadera apoyada en el escritorio, observó el rostro
resignado de Michael cuando este hizo pasar al vizconde… y a su hermana con su, últimamente
habitual, envoltorio negro.
Marcus reprimió un bufido de exasperación. Si el muchacho no se atrevía a sincerarse a causa de
preservar el decoro de lady Sarah, él mismo la sacaría de una oreja del despacho.
Les hizo un gesto para que tomasen asiento. En cuanto se sentaron, no se reprimió.
―Lady Sarah, no creo que su presencia aquí sea necesaria. Debemos interrogar a lord Camoys y,
tal vez, lo que tenga que decir no sea adecuado para que lo escuche una dama soltera ―repuso con
impaciencia.
―No se preocupe por mí, milord. No voy a asustarme por lo que pueda decir mi hermano. No
será más inadecuado que ciertas conversaciones entre damas.
Camoys intervino.
―Confío en su discreción, caballeros, acerca de la presencia de mi hermana aquí.
Michael enarcó una ceja, mientras Marcus respondía con sequedad.
―Quid pro quo, Camoys. Lo mismo exijo acerca de mi comparecencia en esta entrevista.
―Por supuesto ―aceptó el vizconde.
Marcus miró a Michael.
―Que envíen el carruaje del vizconde al callejón trasero, saldrán por la puerta de atrás.
Michael abrió la puerta y, tras intercambiar unas palabras con uno de los policías, volvió a entrar y
cerró tras él. Mientras se arrellanaba en uno de los sillones, comenzó:
―Bien, milord, explíquenos punto por punto sus pasos durante esa noche.
Henry suspiró.
―Acudí a cenar con Ele… con lady Eresby, como muchas otras noches. Tras la cena, en la que no
hubo ninguna situación significativa, subimos a su alcoba… ―Carraspeó y miró a su hermana―.
Esto es un poco… indecoroso.
Mientras Michael rodaba los ojos, la mirada de Marcus se centró en la pequeña mano enguantada
que Sarah apoyó en la de su hermano, que reposaba en el brazo del sillón.
―Más indecoroso sería que te acusaran de asesinato. No te preocupes y responde, Henry
―murmuró con suavidad.
―Subimos a su alcoba y allí, bueno, comenzó la discusión. ―Michael y Marcus intercambiaron
una mirada, ¿habían discutido? Eso daba otro cariz al asunto―. Le advertí que sería la última vez que
la visitase. Me dispongo a cortejar a una dama y no sería adecuado mantener una amante.
―¿Tienes la intención de iniciar un cortejo? ―inquirió atónita Sarah.
Camoys se encogió de hombros.
―Ha sido idea de madre, y bueno, a mí la muchacha no me disgusta.
―¡Por el amor de Dios, Henry, solo tienes veinticinco años! La obsesión de madre por casarnos
raya lo enfermizo ―espetó Sarah irritada.
Marcus se frotó las sienes con una mano. Acabaría con una jaqueca.
―Por favor, ―Intentó que su exasperación no se reflejara en su tono―, ¿podríamos centrarnos en
lo importante? Ya discutirán los planes casaderos de lady Clarke en otro momento, si no les importa,
de preferencia en Clarke House.
Sarah se ruborizó, al igual que un sospechoso color rosa subía por el cuello del vizconde.
―El caso es que se negó a que la dejase ―continuó Camoys tras carraspear azorado―. Adujo que
podríamos continuar viéndonos, seríamos discretos y no sería ni el primer ni el último caballero que,
bien casado, bien comprometido, mantuviese una amante. Me negué y le devolví su llave. Como se
negó a aceptarla, la puse sobre su tocador y me marché. Ni qué decir que sus improperios resonaban
mientras abría la puerta principal. Eso es todo, estaba viva cuando me marché… muy viva, me
atrevería a decir.
Marcus se frotó la barbilla pensativo.
―¿Solían abrir las ventanas durante sus… encuentros?
Henry ladeó la cabeza sorprendido.
―¿Las ventanas? No, en absoluto. A Ele… a lady Eresby le horrorizaba el frío.
Marcus intercambió una mirada con Michael.
―Entonces, milord, ¿por qué la ventana de su dormitorio estaba entreabierta?
Camoys frunció el ceño perplejo.
―¿Entreabierta? ―Tras pensar unos instantes, su rostro se iluminó―. Debió de dejarla así cuando
me tiró la llave.
―¿Disculpe? ―inquirió Michael.
―Cuando llegué a la calle, ella se asomó y me gritó que la conservara, que tal vez mi futura esposa
no fuese tan… bueno, y me arrojó la llave.
―¿La recogió? ―preguntó Marcus, repentinamente tenso.
―¡No, por supuesto que no! ―respondió Henry entre indignado y mortificado.
―Entonces… ―murmuró Marcus pensativo.
―Alguien recogió esa llave, entró sin problema y la mató ―afirmó Sarah, con un brillo de
esperanza en los ojos. Miró a su hermano con una radiante sonrisa―. ¡Te lo dije! ¡Sabía que
demostraríamos tu inocencia!
―No tan rápido, lady Sarah ―terció Marcus―. Todavía tenemos que comprobar dónde está la
llave, y… ―A Marcus le dolió tener que matar el brillo en los ojos de Sarah, pero no podía dejarla
ilusionarse para luego…―. Solo tenemos la palabra de lord Camoys asegurando que no tomó esa
llave.
El vizconde se tensó.
―¡Mi cochero! Él fue testigo de la escena, podrá atestiguar que no me giré para recoger nada, que
entré directamente en el carruaje.
―¿Su cochero es el mismo que los ha traído aquí? ―inquirió Marcus.
Henry asintió vigorosamente, mientras Marcus le hacía un gesto a Michael. Este salió a la carrera.
Sarah frunció el ceño desconcertada, al tiempo que Millard decidía explicarse.
―Por lo que parece, ni siquiera recordaba el detalle de la llave, por lo que me atrevería a decir que
no ha planeado ninguna coartada con su cochero. ―Al ver que Camoys se disponía a hablar, alzó
una mano―. Mi colega ha ido a interrogarlo. Espero que su declaración coincida con la suya.
Al cabo de lo que a Sarah le parecieron horas, Michael regresó. Asintió en dirección a Michael.
―El cochero afirma que cuando su señor salió de la casa, «esa chiflada», y son palabras suyas
―aclaró socarrón―, se asomó a la ventana, le arrojó algo metálico, o eso intuyó por el sonido al caer
sobre los adoquines, y mientras su señor se metía en el carruaje soltó una sarta de improperios. En
ningún momento su señor se giró a recoger nada. De allí salieron hacia la residencia de milord.
Sarah se levantó de un brinco con una sonrisa en el rostro. Al levantarse su hermano, se arrojó a
sus brazos.
―¡Sabía que tú eras incapaz! ―murmuró.
―Se lo dije, les dije que cuando me fui estaba viva ―murmuró aliviado Camoys sobre la cabeza de
su hermana.
Cuando los hermanos se marcharon, Michael masculló.
―Alguien debía de estar al acecho y subir en cuanto el vizconde se alejó. Otra cosa no tiene
sentido: aunque un desconocido encontrase la llave por casualidad, son casas adosadas, ¿cómo
podría saber a cuál correspondería? Y la única razón para irrumpir en una casa desconocida sería el
robo, no el asesinato, y no faltaba absolutamente nada.
―Luego, debemos suponer ―añadió Marcus siguiendo el hilo de su colega― que había alguien
esperando a que Camoys se fuese, y esa persona sí tenía el propósito de asesinar a lady Eresby.
―Hemos pasado muchas cosas por alto, me temo ―añadió Marcus pensativo―. Tenemos que
regresar y buscar la maldita llave, si no está allí, el asesino se la llevó; además, debemos revisar la
habitación. Eleanor fue apuñalada, pero ¿con qué? ¡Por Dios, ni siquiera buscamos algún arma!
―Tal vez el asesino la traía consigo y se la llevó ―ofreció Michael―. Y en cuanto a la llave, solo
conocían ese detalle el vizconde y su asesino. Si no te hubiese llamado la atención la ventana abierta,
ni siquiera le habríamos preguntado a Camoys.
Marcus se incorporó.
―Visitemos de nuevo la casa Eresby.
r
No tuvieron ningún problema para entrar en la que había sido la residencia de Eleanor Eresby.
Cuando, tres días después del crimen se entrevistaron con el heredero del barón, este se
comprometió a dejar la habitación tal y como estaba, retirando solo el cuerpo de Eleanor, hasta que
la investigación finalizase.
La llave había desaparecido. Y en cuanto al arma, supusieron que había sido un pequeño estilete
que Eleanor utilizaría como abridor de cartas puesto que, aunque había sido limpiado, sospecharon
que por el asesino, al fijarse, notaron algunos restos de sangre entre el estilete y el mango.
Marcus suspiró hastiado. Tendrían que volver a empezar. Tal vez hubiera sido alguno de los
caballeros descartados que hubiese regresado tras su diversión nocturna, y tampoco podían olvidarse
de sus esposas. Aunque la mayoría acostumbraba a los engaños de sus maridos, quizá no supiesen
que Eleanor los había despedido a todos en favor de Camoys. Quizá alguna se sintiese amenazada y
decidiese solucionar el problema por sí misma.
k Capítulo 4 l
ESA noche, en otra de las veladas, Marcus se fijó en que Sarah resplandecía. Pero tal vez solo se lo
pareciese a él, puesto que a su alrededor todo seguía como siempre, continuaba siendo la invisible, la
sosa lady Sarah.
Sonriendo para sus adentros, se dirigió hacia donde estaba, junto a su madre y sus inefables
amigas. Los ojos de Sarah se abrieron como platos al verlo acercarse y negó casi imperceptiblemente
con la cabeza, lo que aumentó la diversión de Marcus.
―¿Me haría el honor de concederme este baile, milady? Claro está, si no lo tiene comprometido
―añadió, sabiendo que era del todo improbable.
Sarah dudó, pero ante la mirada de advertencia de su madre, tomó la mano extendida del
vizconde.
Cuando se acercaban a la pista de baile, Sarah murmuró.
―Creí que estábamos de acuerdo en que no me volvería a solicitar baile alguno.
Marcus esbozó una sonrisa irónica.
―No ha tenido problema alguno en reunirse conmigo en las terrazas en todos los salones en los
que hemos coincidido, y ¿se inquieta por un baile rodeados de gente? ¿Qué se supone que puede
hacer su madre, empujarnos para que caigamos al suelo y gritar «¡un vicario!»?
Sarah soltó una risilla ante la imagen que se presentó en su mente. Miró de reojo a Marcus y vio
que él la observaba con una sonrisa en los labios.
Comenzaron a bailar y Marcus notó que ella estaba mucho más relajada en sus brazos que en otras
ocasiones.
Sarah alzó sus ojos hacia él.
―Gracias.
Marcus frunció el ceño.
―¿Por qué?
Ella se encogió de hombros y el inocente gesto le pareció tan sensual a Marcus que sintió que su
entrepierna se alborotaba. Demonios, no era el momento ni el lugar, ni siquiera la dama adecuada…
¿o sí?
―Si no se hubiese fijado en el detalle de la ventana, mi hermano no hubiese podido probar su
inocencia ―repuso Sarah, ajena a la incomodidad de Marcus de cintura para abajo.
―Es mi trabajo, estar atento a los detalles. Por cierto…
―Mi hermano no dirá nada. ―Se anticipó Sarah adivinando lo que Marcus pretendía preguntar―.
Y yo mucho menos.
Marcus clavó su mirada en los grandes ojos castaños, que ahora brillaban ilusionados.
―¿Me permitiría una pregunta?
Sarah ladeó la cabeza.
―Por supuesto, milord.
―¿Cuánto de sosa e invisible lady Sarah hay en usted? ¿O es solo un disfraz?
Sarah se ruborizó.
―Nadie es lo que aparenta, milord. Usted debería saberlo mejor que nadie.
Marcus asintió con la cabeza.
―Touché, milady. ¿Ha conocido a la dama que Camoys pretende cortejar?
Sarah hizo un gesto de resignación.
―Sí. Es muy joven, demasiado. Al igual que mi hermano. Henry no debería estar tan pendiente de
complacer a mi madre… Sobre todo porque nunca está satisfecha ―murmuró para sí.
―Tal vez su hermano debería hablar más con lord Clarke, al fin y al cabo, es su heredero ―ofreció
Marcus.
Sarah esbozó una sonrisa triste.
―Todo lo que mi padre construye mi madre lo destruye. ―Se encogió de hombros―. Si Henry
sigue permitiendo que mi madre influya en él, casi tomando las decisiones por él, mi padre poco
puede hacer. ―De repente, Sarah miró a Marcus con los ojos abiertos como platos. Era totalmente
indecoroso comentar asuntos completamente privados a un caballero.
Adivinando lo que pasaba por la mente de la muchacha, Marcus sonrió amable.
―No se preocupe, sé guardar un secreto ―susurró en su oído al tiempo que bajaba la cabeza.
Sarah se estremeció al notar el cálido aliento del vizconde en su oreja. Su estómago se anudó y
solo pudo asentir completamente ruborizada.
Cuando el baile finalizó, Marcus la detuvo antes de acompañarla hacia su madre.
―¿Le apetecería dar un paseo?
Sarah abrió la boca para negarse, pero Marcus añadió.
―Por el salón, a la vista de todos. Le doy mi palabra de que, aunque griten «¡fuego!», no la sacaré
al exterior ―añadió socarrón―. La dejaré que se achicharre si no he encontrado a su madre antes.
La carcajada de Sarah sorprendió a Marcus. Nunca la había escuchado reír y le fascinó su risa
franca y cristalina. Mientras la observaba, Sarah lo miró y, durante un instante, ambas miradas se
prendieron hasta que Sarah bajó los ojos. Marcus se preguntó si era tristeza y resignación lo que
acababa de ver pasar por su mirada.
Cuando Sarah comprobó a dónde la dirigía el vizconde, se detuvo en seco, casi provocando que
Marcus tropezase.
―No ―musitó con suavidad.
―¿Por qué no? Son amigos, estarán encantados de conocerla.
―Por favor, no puedo… No después de lo que mi madre…
―Usted lo ha dicho: su madre. Ninguno de ellos la hace responsable de las actitudes de lady
Clarke.
Casi arrastrándola, la dirigió hacia donde se encontraba el grupo de amigos. Sarah había
palidecido, sin embargo, tanto los caballeros, sumamente corteses, como las damas, fueron cariñosos
y amables con ella, hasta que llegó el turno de saludar a los duques de Brentwood.
Sarah hizo una profunda reverencia sin atreverse a alzar la mirada hacia el duque. Gabriel tendió
su mano para ayudarla a alzarse.
―Lady Sarah, un placer volver a verla ―murmuró cortés.
―El placer es mío, Su Gracia.
Sarah se giró hacia Shelby y, tras hacer su reverencia, la duquesa le tendió las manos cariñosa.
―Lady Sarah, tengo entendido que ha prestado una importante ayuda a lord Millard.
―Yo… ―Sarah no sabía qué responder. Se había sentido tan avergonzada por las groserías que su
madre había dirigido a la entonces todavía señorita Shelby Holden…
―Sarah, ¿me permite tutearla? ―Ella asintió―. Usted no tiene nada que ver con su madre, de eso
estamos todos seguros, y desde luego no tiene nada que ver con, digamos… su bien trabajado
disfraz ―añadió con un guiño cómplice.
―De hecho ―intervino la marquesa de Clydesdale―, me encantaría invitarla a un té en Brandon
House. Nada formal, solo nosotras… seis.
Sarah sintió que su corazón se calentaba. Parecía que esas damas estaban dispuestas a convertirse
en amigas. Sus primeras amigas. Pero una mirada de reojo apagó sus esperanzas. Su madre no le
quitaba la vista de encima con una sonrisa maliciosa.
Se mordió el labio inferior con nerviosismo.
―Señoría, es usted muy amable, pero debo declinar la invitación ―murmuró desolada.
Jenna frunció el ceño. No se le había escapado la mirada que Sarah dirigió hacia su madre y el
gesto de esta. Asintió con la cabeza.
―Tal vez podamos encontrarnos alguna mañana durante el paseo por Hyde Park ―ofreció. Sarah
la miró con un brillo esperanzado. Su madre jamás la acompañaba en sus paseos. Tal vez…
―Sería un placer, señoría ―murmuró agradecida.
―Creo que debo devolvérsela a su madre, o se acercará a reclamarla ―intervino Marcus.
―Dudo que se atreva ―masculló secamente Gabriel. Tras llevarse un codazo de Shelby, añadió―:
Mis disculpas, lady Sarah.
Sarah se encogió de hombros. Bastante agradables estaban siendo como para que también se
preocupasen por herir sus sentimientos con respecto a su madre, sobre todo teniendo en cuenta que
ella no tenía ninguno particularmente cariñoso hacia su progenitora.
―Oh, no se preocupe, Su Gracia. Soy de su misma opinión. Tal vez cuando necesite escapar de
ella, me refugie tras ustedes. ―Sarah contuvo la respiración. Por Dios Santo, estaba hablando con un
duque.
Gabriel, sin embargo, soltó una carcajada.
―Será bienvenida cuando necesite refugio, milady, si mis espaldas no bastan para ocultarla, mis
amigos estarían encantados de formar un muro de contención.
Las risas del grupo hicieron que Sarah sonriese por primera vez. Se inclinó en una reverencia y
permitió que Marcus la devolviera al lugar donde la esperaba su madre.
r
Tumbada en cama, Sarah repasaba lo sucedido en la fiesta. Sabía que, aunque su madre había
permanecido silenciosa durante el regreso, durante el desayuno le esperaban advertencias, exigencias
y, sobre todo, que utilizase al grupo de amigos de lord Millard. Su madre le diría que frecuentar su
compañía conseguiría lo que tres temporadas y sus arteras maniobras no habían conseguido:
procurarle un marido. Y tenía la intuición, no, estaba completamente segura de que el marido que
ella tenía en mente no era otro que el vizconde.
No podía hacerle eso, lord Millard le gustaba, mucho, como para permitir que su madre
manipulase la situación. Le agradaba su sentido del humor, el que hubiese permitido que ella
investigase en los círculos de las damas, aunque al principio intentase disuadirla, que tomase en
cuenta sus opiniones, aunque a regañadientes. Pero Marcus Millard no era para ella, para la sosa
Sarah. Ni tampoco su grupo de amigos llegarían a ser el suyo. No, cuando su madre podría
destrozarlo todo si no era capaz de manipularlos a su conveniencia. Ellos se habían comportado
generosamente no haciéndola responsable de las groseras descortesías de su madre, pero esa
generosidad no se extendería una segunda vez.
Se preguntó cuál sería el motivo por el que lady Clarke deseaba verlos a su hermano y a ella
casados a toda costa. Entendía que el papel de una dama en el mundo que le había tocado vivir era el
de esposa y madre, y generalmente mudo florero de adorno, pero ¿con Henry? Solamente tenía
veinticinco, toda la alta daba por hecho que un caballero no comenzaba a pensar en matrimonio y
herederos hasta sus treinta, a no ser que el caballero en cuestión fuese el último de su linaje, y lord
Clarke era relativamente joven, no había prisa alguna. ¿Por qué estaba tan obsesionada con sacarlos
de Clarke House? De todas maneras, Henry tenía su propia residencia de soltero, raras veces visitaba
la casa Clarke, mucho menos pasaba alguna noche en ella. Meneó la cabeza confusa: resultaba casi
imposible seguir el hilo de los retorcidos pensamientos de la condesa.
Volvió a lord Millard. Debía alejarlo, o Margaret Clarke buscaría la manera de provocar una
situación insostenible.
Sus presentimientos se hicieron realidad cuando llegó al comedor de desayuno y observó que
solamente se hallaba en él su madre. Se obligó a tranquilizarse. Llevaba tres años interpretando un
papel y no era el momento de abandonar su representación.
―Por lo que parece, has vuelto a captar la atención de lord Millard, puesto que incluso ha tenido
la gentileza de introducirte en el círculo de los duques de Brentwood ―comenzó su madre con cierto
tono de desprecio al nombrar a los duques. Sarah sabía que su madre consideraba intolerable e
insultante que una americana se hubiese convertido en duquesa.
Sarah suspiró.
―Eso no significa nada, madre. Un encuentro fortuito durante nuestro paseo por el salón. Lord
Millard simplemente ha hecho gala de sus buenos modales.
Margaret enarcó una ceja con desdén.
―Tal vez, y tal vez en algo haya influido que Camoys se haya visto libre de esas absurdas
sospechas de asesinato, aunque me temo que siempre le perseguirán esas acusaciones ―repuso con
malicia―. De todos modos, he visto a lord Millard pasear con otras damas en otros eventos y eres la
primera con la que se acerca a sus amigos. ―Su mirada se volvió acerada―. Espero que aproveches
esta oportunidad. ―Lady Clarke calló abruptamente antes de proseguir―: Has sido advertida, esta es
tu última temporada. Millard es joven, atractivo, rico y heredero de un marquesado, procura no
perder su interés o te aseguro que acabarás casada con el primer caballero que muestre el más
mínimo interés por tu dote que, en tu caso, será lo único que les pueda atraer.
Sarah soportó la humillación en silencio, ya que su madre no esperaba contestación alguna. Tomó
un sorbo de té mientras sopesaba sus palabras. ¿Acechaba a lord Millard? ¿Por qué? ¿Quizá había
supuesto que por el hecho de solicitarle un baile en los eventos en los que coincidían, este estaría
interesado en ella? Ahogó una amarga risa. Millard simplemente hacía gala de sus buenos modales,
nada más. Sin embargo, un ramalazo de inquietud la recorrió: su madre parecía obsesionada con que
el vizconde se interesase en ella, y esa obsesión, viniendo de ella, no auguraba nada bueno. Se
aseguraría de evitar al vizconde y a sus amigos todo lo posible.
De reojo, observó cómo lady Clarke, tras limpiarse delicadamente la boca, dejó su servilleta sobre
la mesa y, levantándose, se dispuso a abandonar la habitación. Ni una despedida ni una cortés
pregunta sobre cómo pensaba pasar su día… Hizo una mueca, desde luego, si hubiera hecho alguna
de esas cortesías, seguramente le habría sobrevenido una apoplejía a causa de la sorpresa.
Finalizó su desayuno, y cuando se disponía a abandonar el comedor vio pasar a su hermano. Se
apresuró a salir a su encuentro.
―¡¿Henry?! ―exclamó.
Él se volvió y una cariñosa sonrisa se reflejó en su rostro.
―Sarah ―saludó mientras se acercaba para depositarle un beso en la mejilla.
Sarah sonrió. Eran muy cercanos, tal vez se habían unido tanto para compensar la frialdad de su
madre. Aunque su padre era completamente diferente en cuanto a mostrar su afecto, por alguna
razón que ella no entendía se cuidaba muy mucho de demostrar nada delante de la condesa.
―¿Vienes a ver a padre?
―Sí. Hay algo que desea consultar conmigo ―repuso su hermano.
Mientras caminaban hacia el despacho del conde, Sarah enlazó el brazo al de su hermano.
―Henry… ―Dudó un instante―. No importa lo que opine madre, no necesitas comprometerte
tan joven. Seguramente padre será de mi misma opinión. ¿Se lo has consultado? ―inquirió
esperanzada. Tal vez si su padre intervenía…
Henry se encogió de hombros.
―Ni siquiera estoy seguro de que padre esté al tanto de los planes de nuestra madre.
Sarah frunció el ceño.
―¿Te está obligando a un cortejo a sus espaldas? ―¿Hasta ese punto había llegado: romper todas
las normas para conseguir casar a Henry?
―Henry, habla con él ―insistió―. No permitirá que cometas esa equivocación… a no ser…
―Sarah se detuvo, obligando a su hermano a hacer lo mismo, al tiempo que lo observaba atenta―.
¿Sientes algo por esa dama? ¿Estás enamorado? Si es así…
Henry sonrió con amargura.
―Es una niña, Sarah, apenas acaba de salir de la guardería, y no, te puedo asegurar que mi corazón
no late desbocado cuando la veo.
Se detuvieron ante la puerta del despacho de su padre.
―Habla con él, Henry. Sé sincero y te aseguro que padre intervendrá.
Henry encogió un hombro mientras le daba una palmadita cariñosa en la mano que reposaba en
su brazo.
―No te prometo nada ―musitó.
Bien, si él no lo hacía, ella intervendría. No permitiría que su madre destrozase la vida de Henry.
Aunque le costase… lo que sea que le costase.
r
Mientras tanto, Marcus y Michael continuaban trabajando en el asesinato de lady Eresby.
―Me pregunto a quién le estorbaba la baronesa tanto como para matarla ―murmuraba pensativo
Michael―. Un caballero no necesita llegar a esos extremos para deshacerse de una amante.
―¿Tal vez una esposa? ―repuso Marcus.
Michel movió la cabeza negando.
―Todas ellas estaban más que acostumbradas a los deslices de sus maridos, con mayor o menor
tolerancia, por supuesto, pero…
―Pero esa manera de matar, con tanta frialdad, por la espalda, no es propia de una mujer ―acabó
Marcus por él―. Y está, además, que lady Eresby no consideraba peligroso a su asesino, puesto que
le dio la espalda.
―Lo que me lleva a inclinarme hacia la posibilidad de que quizás se tratase de una mujer. Lady
Eresby no era tonta ―constató Michael―, si se tratase de un caballero, estaría lo suficientemente
alarmada porque él hubiese entrado furtivamente en su casa que no le daría la espalda.
―Y aunque el servicio se hubiese retirado, con la discreción habitual dadas las visitas que recibía, la
escucharían si gritase ―acordó Marcus―, y debo suponer que, si una dama se encuentra a un
caballero en mitad de la noche en su dormitorio, por mucho que lo conociese de otras visitas, gritaría
o pediría ayuda. No había signo alguno de lucha, por lo que debemos suponer que, fuese quien
fuese, lo consideraba inofensivo.
Michael chasqueó la lengua con fastidio.
―Debemos volver a empezar, esta vez centrándonos en las esposas. ―Miró a Marcus ladino―. Me
temo que tendremos que recurrir a lady Sarah de nuevo.
Marcus enarcó una ceja.
―En ningún momento hemos recurrido a ella, ella se inmiscuyó por propia voluntad. Tal vez sea
preferible recurrir a Nora. Lady Sarah no sabe nada de que investigamos a las damas, y prefiero que
no lo sepa.
―Ella es buena para escuchar, nadie se percata de su presencia ―replicó Michael―. Son tus
propias palabras ―añadió mordaz.
Por alguna razón, las palabras de Michael, aunque fueron las mismas que él había dicho en otra
conversación anterior, molestaron a Marcus. Nadie se percataba de la presencia de la invisible Sarah,
porque ella no lo deseaba, y que incluso su amigo y compañero pensase que ese era su carácter, y no
una actuación, lo enervaba. Claro que eso era lo que deseaba lady Sarah: pasar desapercibida.
Negó con la cabeza.
―Nora se encargará. ―Ante la mirada escéptica de su amigo, añadió―: Si se cerrasen en su
presencia, o Nora lo considerase más oportuno, entonces pensaríamos en la posibilidad de pedirle
ayuda a lady Sarah.
Michael asintió con recelo. Las damas no hablarían delante de Nora, mucho menos confesarían o
admitirían un asesinato. Nora, aunque era una experta en camuflarse, en los salones mostraba
personalidad, no se confiarían, sobre todo porque ni siquiera era amiga de alguna de ellas. En
cambio, lady Sarah sí pertenecía a su círculo gracias a la arpía de su madre, y ninguna se mostraría
reticente en hablar delante de alguien que, para todas, era invisible.
k Capítulo 5 l
ESA noche cenaban en Clarke House, incluido Henry. Estaba previsto que más tarde acudiesen a una
representación en el Covent. Sarah había decidido que sacaría el tema del precipitado compromiso
de Henry durante la cena, aprovechando la presencia de su padre.
Comenzaban el segundo plato cuando Sarah, tras mirar de reojo a su madre y a Henry, comentó
con fingida indiferencia.
―He conocido a lady Emma, encantadora, por cierto, pero un poco joven para ser cortejada, ¿no
crees? ―inquirió lanzando una desinteresada mirada a su hermano.
El conde levantó la mirada de su plato para pasarla de su hija a Henry.
―No alcanzo a entender en qué le puede interesar a Henry si lady Emma es joven o no, mucho
menos si es cortejada ―repuso con desconcierto.
Sarah sonrió para sí.
―Oh, padre, claro que le interesa, puesto que Henry tiene intención de cortejarla.
Si las miradas matasen, la que le dirigió su madre no solo prometía una muerte inmediata, sino el
pasaje directo al infierno.
Clarke frunció el ceño mientras centraba la mirada en su hijo.
―¿Disculpa? ¿Qué significa eso de que pretendes cortejarla? Sobre todo: ¿por qué razón yo no he
sido informado?
Henry carraspeó evitando mirar a lady Clarke.
―Ha sido idea de madre, considera que debo empezar a pensar en un heredero.
Un músculo saltó en la mandíbula de lord Clarke mientras dirigía una mirada de advertencia a su
esposa y la volvía hacia su hijo.
―Eres demasiado joven para pensar en herederos ―señaló―. Antes de pensar en… establecerte,
debes manejar con soltura los asuntos del condado. ―Miró a la condesa mientras la advertía, o
amenazaba, Sarah no estaba segura―. No, y repito, no habrá cortejo alguno por parte de mi heredero
hacia ninguna dama, mucho menos sin mi conocimiento, y desde luego, de ninguna manera sin que
yo lo autorice. ¿He sido claro?
Sarah vio, de reojo, cómo su madre se envaraba y alzaba la barbilla con altanería, pero asentía con
rigidez.
―Espero haberlo sido ―insistió lord Clarke―. No admitiré intromisión alguna en cuanto a los
planes que yo pueda tener para mi hijo, o los que acordemos entre los dos. El futuro de mi heredero
no es asunto suyo, milady.
Margaret Clarke no contestó. Con altanería, dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó dispuesta a
abandonar el comedor. Su padre y Henry se levantaron corteses, y cuando lady Clarke desapareció
sin disculpa ni despedida alguna, su padre soltó un suspiro de alivio, al tiempo que Henry le dirigía
una agradecida mirada a Sarah.
―De ahora en adelante, quiero estar al tanto de todo, absolutamente todo lo que lady Clarke hable
contigo, y por supuesto, quiero dejar claro que sus órdenes o deseos con respecto a ti no valen
absolutamente de nada, no tienes ninguna obligación de atenderlos ―anunció el conde con frialdad
mientras miraba a su hijo―. El único que podría decidir sobre ti o tu futuro soy yo.
Sarah frunció el ceño. Su padre, habitualmente comedido y cortés, acababa de ser insultante con
su madre, arrebatándole todos los derechos que pudiera tener sobre su hijo, algo que había
recalcado: su hijo, su heredero. ¿Qué se le estaba pasando por alto? Normalmente, el conde habría
reconvenido a su esposa de manera menos grosera y fría, pero en esta ocasión le había dejado bien
claro que no le permitiría rebasar ciertos límites. Y lo que era más desconcertante, lady Clarke no
había replicado en absoluto.
En ese momento se dio cuenta. Ella pagaría, y muy caro, su atrevimiento y la humillación de su
madre.
Cuando finalizaron la cena y se hubieron arreglado en sus respectivas habitaciones, se reunieron
en el vestíbulo. Lady Clarke no había bajado. Ninguno preguntó la razón, ni siquiera se preocuparon
por saber si los acompañaría o no. El conde, con absoluta tranquilidad, tomó los guantes y el
sombrero que le tendía el mayordomo y los precedió hacia el carruaje que esperaba.
r
El temor invadió a la doncella de lady Clarke cuando esta apareció en su alcoba con el rostro
deformado por la rabia. Esperó en silencio. Desde aquella aciaga noche, hacía veinticinco años, en la
que no había tenido más remedio que cumplir la despreciable orden de su señora, no había tenido un
momento de paz. Había tenido que contemplar cómo la condesa trataba con desdén y desprecio a la
pobre criatura, la arrogancia con que trataba al conde, a sabiendas de que una palabra suya y el
escándalo se cerniría sobre él y su heredero, y todas las maniobras destinadas a humillar y avergonzar
a su propia hija de sangre. Suspirando, comenzó a desvestir a su señora.
Margaret Clarke estaba furiosa, aunque «furiosa» no era el término más adecuado, «colérica» sería
más preciso, ante la inesperada intervención de Sarah que había frustrado sus planes.
Se había casado con el conde de Clarke por imposición de su padre. No lo amaba, ni siquiera le
gustaba, y tras su noche de bodas, en la que el conde se comportó de forma amable y gentil, se
percató de que su marido y la dama de compañía de su suegra tenían una relación. No es que le
importase, ni siquiera afectaba a su orgullo. Solo tendría que limitarse a darle un heredero, después
se marcharía a Londres y haría la vida que siempre había deseado: fiestas, coqueteos, vestidos a la
última moda… Todo se fue al traste cuando el bebé nació muerto, en realidad no sentía la pérdida
en absoluto: solo era una niña sin valor que le obligaría a permanecer en Clarke Manor otro año en
espera de dar a luz al preciado heredero. Pero algo había salido bien de entre todo el desastre. Esa
mujer sí había tenido un varón, y ella, oportunamente, había muerto en el trabajo de parto. En una
noche había encontrado la solución a sus problemas y se aseguraba poder tener en un puño a su
marido.
Su dote había sido puesta en fideicomiso. Lord Clarke había insistido en ello, alegando que en
caso de que él faltase ella no tendría que subsistir a expensas del estipendio que pudiera
proporcionarle el siguiente conde, además de añadir un generoso capital como parte de los acuerdos
matrimoniales. En estos momentos, esa dote, que no era precisamente miserable, debía de constituir
una fortuna, y ella estaba deseosa de disfrutarla. Solo había un impedimento: el conde estaba vivo y,
mientras esos dos malditos críos no tuvieran sus propias residencias y familias, nada podría hacer
para remediar ese pequeño obstáculo. Además, había convencido a su padre para introducir una
cláusula en los acuerdos, y que tanto el padre de Clarke como él mismo, el uno por el deseo de casar
a su hijo y eliminar el peligro de su enamoramiento de la dama de compañía de su esposa, y el
otro… quizá por acallar su conciencia, habían aceptado sin reservas. Ese acuerdo le permitiría
aumentar su fortuna en caso de que no consiguiese casar a Sarah… De una manera u otra, Sarah no
sería un obstáculo en sus planes.
Su plan de implicar a Camoys en la muerte de esa desvergonzada vizcondesa había fracasado. No
importaba, Camoys tenía su propia residencia de soltero y ella se había procurado una prueba que,
de salir a la luz, haría que el heredero de Clarke acabase ahorcado. Quien estorbaba de verdad a sus
planes era Sarah. A pesar de su anodina apariencia, Margaret sabía que su hija era muy inteligente…
y observadora. No podría disfrutar de la vida que sabía que merecía hasta que ella se marchase de
Clarke House de una maldita vez, de una manera o de otra. Tenía que casarla, de preferencia con
alguien que tuviese su residencia lejos de Londres y al que no le agradase particularmente la vida en
la ciudad. Sonrió malévola, creía conocer al caballero adecuado para sus fines, y desde luego no era
lord Millard. Tampoco había sido Brentwood. El duque hubiera sido más apropiado para sus planes,
controlaría con mano de hierro las visitas de su duquesa a Clarke House, algo que favorecería en
extremo sus intenciones. Como fuese, Sarah acabaría la temporada casada y residiendo en algún
lugar dejado de la mano de Dios.
Y Dios la librase de negarse. Después de que le dejase claras las consecuencias, Sarah correría
hacia el vicario.
r
El Covent estaba a rebosar. Sarah no recordaba cuál era la obra que se estrenaba, y para el caso
tampoco le importaba, ya lo comprobaría en el programa.
Sarah recorrió con mirada distraída los palcos situados frente al de su familia, hasta que sus ojos se
detuvieron en uno en concreto. El vizconde Millard conversaba sonriente con una hermosa dama
morena. Tras unos instantes desvió su mirada, no sin que, por un momento, su corazón se saltase un
latido. Tomó el programa de la función y, mientras lo miraba sin fijarse en absoluto en lo que estaba
escrito, parpadeó varias veces.
¿Qué podía importarle a ella que el vizconde acudiese acompañado al teatro? ¿Por qué había
sentido como si algo se rompiese dentro de su corazón? Él simplemente había sido gentil con ella,
nada más. Lord Millard era un caballero, y que hubiese sido casi el único, para el caso el único,
caballero joven que le hubiese solicitado algún baile, no era más que una muestra de su gentileza y
sus buenos modales. La sosa Sarah no tenía derecho a esperar nada más, mucho menos a ilusionarse
tontamente. Pasó las hojas del programa inconscientemente. Al margen de las posibles estratagemas
de su madre por emparejarla de la manera que fuese, honorable o no, con algún caballero, ella tenía
sus propios planes. No podía enamorarse del vizconde… ¿Estaba enamorada? No. Simplemente
estaba confundiendo el sentimiento de gratitud hacia lord Millard, con… otra cosa, al fin y al cabo,
nadie se había comportado con ella de forma tan amable como el vizconde. Además, nadie se
enamoraba tras un par de bailes y la misma cantidad de conversaciones, ¿no? Claro que no, era
simplemente aprecio y agradecimiento por su amabilidad y, sobre todo, por haber librado de
sospechas a Henry. Meneó la cabeza con tristeza. Ya tenía bastantes preocupaciones, la primordial el
previsible enfrentamiento que la esperaba con su madre después de lo sucedido durante la cena, y su
seguro castigo por ello. No necesitaba la distracción de un ingenuo y absurdo enamoramiento.
Henry, sentado a su lado, la observó preocupado. Colocó su mano sobre la pequeña mano
femenina que apretaba el programa como si quisiera destrozarlo.
―¿Estás bien? ―preguntó solícito.
Sarah lo miró confusa, despertando de su ensoñación.
―Sí, por supuesto ―repuso con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.
―Gracias por lo que has hecho ―ofreció su hermano―. Me temo que madre no pasará por alto
que no solo hayas estropeado sus planes, sino la humillación recibida por padre.
«No, no lo hará. Su castigo llegará cuando menos lo espere», pensó Sarah con resignación.
―No importa ―replicó―. Estoy acostumbrada a que nada de lo que haga sea de su agrado, así
que, ―Se encogió de hombros―, al ayudarte, por lo menos esta vez su irritación tiene un motivo.
La mirada de Henry era inescrutable y, pensativo, murmuró:
―No entiendo por qué se comporta así contigo. ―Meneó la cabeza negando―. Entiendo su
desapego hacia mí, pero tú…
Sarah frunció el ceño.
―¿Qué quieres decir? ¿Por qué debería comportarse de forma diferente contigo que conmigo?
―Ante el silencio de su hermano, ella insistió―: ¿Henry?
Él le palmeó la mano con cariño.
―No te inquietes. Me temo que estoy un poco intranquilo por las consecuencias que tendrá tu
intervención, y quisiera poder evitártelas.
«Pero no puedo, ni siquiera padre puede», pensó abatido.
En ese momento, las luces se apagaron para dar comienzo a la función y ambos hermanos
centraron su atención en el escenario.
Cuando llegó el primer entreacto, lord Clarke se disculpó para visitar el palco de unos amigos.
Henry se ofreció a ir a buscarle un refrigerio a Sarah.
―Solo será un momento, volveré enseguida. No resulta muy decoroso dejarte sola.
Sarah sonrió con amargura.
―No te preocupes, no es como si los caballeros hiciesen fila para colocarme en una situación
comprometida.
Henry detuvo el gesto de descorrer las cortinas del palco para salir.
―Porque el disfraz que te has fabricado lo impide, Sarah ―susurró con suavidad al tiempo que se
giraba y abandonaba el palco.
Sarah miró pensativa las cortinas por donde había desaparecido su hermano.
«Hasta ahora, ese disfraz me ha salvado de las maquinaciones de madre, y no me lo quitaré hasta
que esté a salvo, fuera de su alcance», pensó ella.
r
Marcus había observado la llegada de los Clarke a su palco. Ella estaba muy hermosa, sin
embargo, volvía a tener ese halo de tristeza y preocupación en su rostro. Notó que retiraba
discretamente su mirada cuando sus ojos recorrieron los palcos y se detuvo en el suyo. Mientras
conversaba con Nora, contempló con disimulo cómo lord Clarke y el vizconde abandonaban el
palco. ¿Es que no tenían sentido del decoro al dejar sola a una dama soltera? Por Dios, cualquiera
podría entrar y ponerla en una situación insostenible para su reputación. Miró a Nora.
―Me gustaría que conocieras a alguien ―susurró.
Nora ladeó la cabeza.
―Por supuesto.
Tras tender su mano a la vizcondesa para ayudarla a levantarse y ofrecerle el brazo, la dirigió hacia
el palco del conde de Clarke.
Sarah se sobresaltó cuando notó que alguien descorría la cortina. Su hermano acababa de irse, no
podría ser él. Se tensó, tal vez su reputación de sosa no fuese suficiente para disuadir a algún
caballero desesperado por conseguir una generosa dote, aunque procediese de ella.
Frunció el ceño, al tiempo que se relajaba visiblemente cuando la figura de la dama que
acompañaba a lord Millard se abrió paso entre las cortinas que sujetaba una mano masculina… que
pertenecía al susodicho.
Sarah se levantó extrañada.
Millard se adelantó con una inclinación.
―Lady Sarah.
Ella hizo su reverencia.
―Milord.
―Disculpe nuestra intromisión ―repuso el vizconde―, pero al notar que sus acompañantes,
inexplicablemente, ―Marcus recalcó la palabra―, la dejaban sola en el palco, me he atrevido a
ofrecerle nuestra compañía durante su ausencia.
A Sarah le agradó y le incomodó a partes iguales su preocupación por el decoro y la alusión a lo
inconveniente del comportamiento de su padre y su hermano.
―Camoys no tardará, milord, ha ido en busca de un refrigerio. ―Se sintió en la obligación de
defender a su hermano.
Marcus obvió el comentario. Daba igual si había salido a buscar un refresco o hielo al Polo Norte,
era inconcebible que dejase a su hermana sola.
―Disculpe, creo que he dejado a un lado mis buenos modales. ―Acercó a Nora, tomándola por el
codo―. Permítame presentarlas ―ofreció―, lady Dudley, lady Sarah Clarke.
Sarah hizo una reverencia mientras Nora inclinaba la cabeza con una sonrisa.
―Hemos coincidido multitud de veces en eventos, pero lamentablemente no ha habido ocasión
de ser presentadas; un placer, lady Sarah.
―El placer es mío, lady Dudley. Por favor, siéntense ―ofreció Sarah amablemente.
Mientras Nora y Sarah comenzaban a conversar sobre la función, los asistentes a ella y demás
banalidades, Marcus observaba a Sarah. No había nada de reserva ni timidez en ella mientras
charlaba con Nora, se encontraba cómoda. Claro que su madre no estaba cerca, no había razón
alguna para convertirse en la imagen que proyectaba en los salones. Puede que también influyese que
él se la había presentado y considerase que merecía su confianza. Su ego masculino se hinchó ante su
desconcierto. ¿Por qué debía de enorgullecerle pensar que ella confiaba en él? Demonios, esa mujer
lo confundía como ninguna otra, eso sin pensar en su entrepierna, que saltaba gozosa cada vez que
su mirada se desplazaba hacia esos tentadores labios.
Al cabo de unos instantes, Henry entró con dos copas de champán en las manos. Al ver a Nora y
a Marcus se quedó paralizado unos instantes pero, galante, ofreció las copas a ambas damas.
Tras conversar unos minutos, las luces comenzaron a atenuarse, avisando del comienzo del
siguiente acto. Las dos parejas se despidieron, al tiempo que Nora comentaba:
―Espero que coincidamos durante el usual paseo por Hyde Park.
Una sombra pasó por los ojos de Sarah, que miró furtivamente a su hermano, algo que no le fue
ajeno a Marcus.
―Sería muy agradable, milady.
Cuando se dirigían a su palco, Nora giró el rostro hacia Marcus.
―Si esa muchacha es sosa, yo soy una monja católica ―espetó.
Marcus rio entre dientes.
―Me temo que su sosería forma parte de un disfraz bien planeado.
Nora asintió, y mientras volvía su mirada hacia el pasillo, murmuró pensativa.
―Supongo que tampoco a ti te ha pasado desapercibido que cuando hablé del paseo se sintió
como si la invitase a visitar el infierno.
Marcus negó con la cabeza.
―No. Me temo que algo tendrá que ver con su descerebrada madre.
―Hay algo en lady Clarke que me perturba ―murmuró Nora―. Esa mujer no me gusta, mi
intuición me dice que, además de ser una cruel arpía, oculta algo.
Marcus frunció el ceño. Si de algo se fiaba, era de la intuición, basada en la experiencia, de Nora.
k Capítulo 6 l
DURANTE una semana, la condesa se recluyó en sus aposentos, solamente salía de mañana para
efectuar sus visitas corteses acompañada de su doncella personal, lo que generaba tranquilidad en el
conde y desasosiego en Sarah. Ese aislamiento no auguraba nada bueno para ella.
Sarah leía en su alcoba cuando Poppy entró. Sarah no le prestó atención, su doncella entraba y
salía según tuviese que realizar sus tareas. Sin embargo, la quietud de esta le hizo levantar la vista del
libro.
―¿Sucede algo, Poppy?
―Milady… las lavanderas… Creo que debería hablar con ellas ―murmuró incómoda la muchacha.
Sarah frunció el ceño. El manejo del personal era algo que gestionaba su madre. Ni loca se le
ocurriría intervenir.
―Poppy, lady Clarke no tardará en regresar, no creo que deba entrometerme…
―Precisamente, milady. Ellas temen no haber podido resolver el problema antes de que lady
Clarke regrese. ―Le dirigió una mirada suplicante―. Por favor.
Sarah suspiró.
―Bien, bajemos, pero no creo que pueda ayudarlas, no a espaldas de milady. ―Ya tenía suficientes
problemas pendientes con ella como para añadir los domésticos.
Cuando llegaron a la zona de lavandería, Sarah notó el suspiro de alivio del personal mientras
hacían sus reverencias.
―Poppy me ha comentado que estáis preocupadas por algo, si puedo ayudaros…
Una de ellas, la más antigua, se adelantó.
―Milady, su madre nos trajo este vestido para limpiar. ―Le mostró uno de los vestidos más
sencillos de su madre, que tenía en las manos―. Con la advertencia de que debería quedar
absolutamente limpio, que no toleraría ni un resto de manchas… pero…
Sarah enarcó una ceja. Su madre no era tan estricta en la limpieza, si algo estaba muy sucio, se
desechaba y reemplazaba, además de que el que ella manchase algo hasta el punto de dudar de su
posible limpieza…
―Entiendo, ¿os resulta difícil eliminar las manchas?
―Milady, lo hemos intentado varias veces pero no somos capaces.
Sarah extendió una mano.
―Dejadme ver.
La lavandera extendió el vestido para que Sarah viese el desastre. En la falda, levemente
difuminada había una gran mancha de… ¿sangre? Sarah se quedó paralizada. ¿Su madre se había
herido de tanta gravedad para dejar semejante marca en el vestido? Pero, ¿cuándo? Ella no había
notado ninguna herida visible.
―¿Cuándo os entregó el vestido?
―Hace un par de semanas, milady.
Un mal presentimiento la recorrió, y Sarah pensó con rapidez.
―Bien, esto es lo que haremos: me llevaré el vestido y vosotras debéis decirle, cuando os
pregunte, que no pudiendo eliminar las manchas, lo quemaseis. ―Paseó su mirada entre ellas―.
Debéis ser convincentes y, desde luego, ofrecerle la posibilidad de que tal vez os equivocasteis en
vuestra decisión, pero dejar claro que el vestido no tenía arreglo posible. ¿Habéis entendido?
Las criadas asintieron aliviadas.
―Y, por supuesto, ni yo he estado aquí ni he visto el vestido. ―La aclaración casi sobraba, todas
conocían el cruel talante de la condesa, ninguna abriría la boca.
Poppy tomó el vestido de las manos de la lavandera y, haciendo un revoltijo con él, subió tras su
señora.
Cuando entraron en su alcoba, Sarah buscó con la mirada un escondite adecuado. No sabía la
razón, pero algo le decía que no debía deshacerse del vestido.
Poppy, más avezada, abrió el armario de Sarah y sacó una caja de sombreros vacía. Enrolló el
vestido y lo metió en ella, al tiempo que ocultaba la caja en la parte superior del armario tras otras
que sí contenían sombreros.
―Milady nunca entra en esta habitación, lady Sarah, y aunque lo hiciese, no se pondría a revisar su
armario ―adujo mientras Sarah la miraba estupefacta.
―Gracias, Poppy ―murmuró. Además de su absoluta confianza en la doncella, no le debía
ninguna explicación y, desde luego, ella no la esperaría.
Tras marcharse su doncella, Sarah ya no pudo volver a su libro. Su mente no cesaba de elucubrar
sobre la extraña mancha del vestido. No había visto herida alguna en su madre que la justificara. Tal
vez se debiese a que alguien a su lado se hubiese herido…, pero Sarah pensó, cínicamente, que lady
Clarke permitiría que esa persona se desangrase antes de estropear su vestuario. Además, esta era
una de sus piezas más sencillas, destinada a estar en la casa los días que no recibía visitas. Meneó la
cabeza confusa, quizá la explicación era muy sencilla y ella le estaba dando vueltas a algo que no
tenía mayor importancia, pero tenía un mal presentimiento. Conociendo a su madre, las palabras
«lady Clarke» y «sangre» en la misma frase no podían traer nada bueno.
r
Sarah paseaba por Hyde Park seguida de su doncella. Debería aprovechar el extraño mutismo de
su madre, puesto que sabía que pronto habría represalias tras su defensa de Henry y no tenía la
menor idea de cuál sería el castigo elegido.
De pronto se congeló. Dos jinetes se acercaban en su dirección conversando animadamente.
Demonios, uno de ellos era lord Millard. Miró desesperada a su alrededor en busca de una senda
alternativa y, sorprendiendo a Poppy, giró para internarse en un camino secundario.
La doncella, desconcertada, intentó prevenir a su señora.
―Milady, no deberíamos alejarnos del camino principal.
Sin dejar de caminar, Sarah contestó por encima de su hombro.
―Será un momento, Poppy, quiero ver a dónde conduce.
En realidad, le importaba un ardite si la senda conducía al mismísimo centro del infierno, el caso
era eludir el saludo del vizconde. Después de las palabras de su madre, no deseaba que llegase a sus
oídos que, aunque fuese por casualidad, se habían encontrado durante el paseo. Eso provocaría que
ella, al menos eso pensaba Sarah, en su obsesión por comprometerla, comenzase a tergiversar lo que
solamente eran buenos modales por parte de lord Millard.
r
Marcus había visto a lady Sarah, su repentino envaramiento al verlos y su rápida huida en otra
dirección. Sonriendo para sí, miró a Darrell.
―Si me disculpas, creo que acabo de ver a alguien a quien debo saludar.
Darrell lo observó enarcando una ceja. A él tampoco se le había pasado por alto la extraña
conducta de lady Sarah, y sospechaba quién era ese alguien a quien Marcus deseaba saludar… a solas.
―No te preocupes ―admitió―, además, debo volver al trabajo. ―Antes de espolear su caballo,
añadió socarrón―: Transmítele mis saludos a lady Sarah.
Marcus rodó los ojos mientras observaba alejarse a su jefe y amigo. Por Dios, ¿es que nada se le
escapaba? Meneando la cabeza, dirigió su montura hacia el sendero por el que había desaparecido
Sarah. Una vez se internó en él, bajó de su caballo y, pasando las riendas por una rama, lo dejó
descansar. Continuaría a pie.
Había avanzado un trecho cuando escuchó la fascinante voz de Sarah… ¿murmurando
maldiciones? Esbozó una maliciosa sonrisa mientras continuaba caminando.
―Demonios, Poppy, ¿en qué estaba pensando cuando tomé esta senda? ―refunfuñaba Sarah
mientras intentaba salvar del barro los bajos de su vestido de mañana recogiéndolos con ambas
manos. Sus botas de cabritilla ya estaban destrozadas.
La doncella se encogió de hombros mientras observaba los esfuerzos de su señora con una sonrisa
socarrona.
―No pensaba, milady.
Sarah le lanzó una mirada asesina.
―Maldita sea, es temprano, hay una preciosa pista en Rotten Row para cabalgar a gusto, ¿por qué
demonios tuvo que utilizar el paseo? ¡Condenación, debería estar trabajando! ¡O en su club! ¡O
donde demonios suelan ir los caballeros a estas horas! ―farfullaba mientras intentaba salir de lodazal
en el que se había metido.
Escucharon una preciosa y conocida voz masculina.
―Demasiadas maldiciones en una sola frase, milady. ―Chasqueó la lengua―. No resulta muy
propio en una dama tan decorosa.
Sarah, sobresaltada, casi se cae sobre su trasero al escucharlo.
Marcus tendió una mano hacia la sonrojada muchacha.
―¿Me permite ayudarla? ―ofreció socarrón―. Se acerca la hora del almuerzo y, por lo que veo,
dudo que consiga salir de ahí incluso para llegar a la cena.
Sarah lo fulminó con la mirada, al tiempo que exhalaba un bufido de exasperación muy poco
femenino, lo que arrancó otra sonrisa disimulada de Marcus. Sin embargo, aceptó la mano tendida.
Sus pies estaban tan hundidos en el barro que casi hizo trastabillar a Marcus cuando tiró de ella.
―Si me permite. ―El vizconde adelantó un paso y, tomándola de la cintura, la alzó para sacarla del
viscoso fango.
Cuando la depositó con suavidad a su lado, sus manos permanecieron unos instantes más de lo
decoroso en la estrecha cintura femenina, lo que provocó un carraspeo de advertencia de la doncella.
Marcus la soltó como si quemase, mientras Sarah, ruborizada hasta las orejas, bajaba la mirada
para contemplar el desastre de su vestido y sus botines.
Él siguió su mirada.
―Me temo que le costará caminar con ese peso añadido, milady. Me pregunto qué le habrá
impulsado a meterse por esta senda. ―Marcus sabía perfectamente que el motivo era esquivarlo a él,
pero no pudo evitar bromear a su costa.
Sarah entrecerró los ojos.
―Me temo que quise evitar un encuentro… incómodo ―masculló irritada.
―No alcanzo a entender qué podría ser más incómodo que… esto ―adujo mientras con una
mano hacía un gesto señalando los bajos del vestido de Sarah.
Un resoplido de la doncella hizo que Marcus volviese a sonreír, al tiempo que Sarah le lanzaba a
Poppy una furiosa mirada.
―No puedo volver así a casa ―murmuró pensativa Sarah.
Marcus ladeó la cabeza.
―Me temo que no. Si ha venido dando un paseo… tardará…
―Sí, ya lo ha dejado claro, ni siquiera llegaría a tiempo para cenar ―siseó Sarah exasperada. Eso
por no hablar de los cotilleos que se levantarían a su paso.
Marcus se apiadó de la muchacha.
―Venga conmigo ―ofreció.
Los ojos de Sarah se abrieron como platos.
―¿Q… qué… dónde?
Él rodó los ojos.
―Hay otro camino que conduce a un pequeño arroyo. El agua está limpia. Por lo menos podrá
sacar esa… ―Miró con aprensión la costra de barro adherida al vestido―. Esa asquerosidad, y
librarse de algo de peso.
―¡¿No pretenderá que me saque el vestido para lavarlo?! ―exclamó escandalizada.
―¡Por Dios, nada más lejos de mis intenciones! ―repuso Marcus―. Si no ha tenido reparos en
meterse hasta los tobillos en el fango, bien puede hacer lo mismo en el agua ―ofreció.
Poppy volvió a carraspear. No era decoroso que un caballero se refiriese a los tobillos de una
dama, para el caso, a ninguna parte de su cuerpo.
Marcus se inclinó hacia Sarah.
―Parece que su doncella tiene carraspera, tal vez hubiera debido dejarla descansar y venir con otra
sirvienta. ¿No le preocupa que acabe con una neumonía con tanta humedad? Claro que ella, por lo
menos, ha tenido el buen sentido de no seguirla en su audaz incursión en el barro.
Sarah resopló mientras disimulaba una sonrisa.
―¿No le parece que ya se ha divertido bastante, milord? Si es tan amable de conducirnos hasta ese
arroyo…
―Lo cierto es que no suelo tomarme de muy buen grado que las personas huyan de mí, mucho
menos si resulta ser una dama, puede ser porque no estoy acostumbrado ―susurró con amabilidad―.
Pero tiene razón, ya me he resarcido del insulto.
―¡Yo no le he insultado! ―exclamó irritada y mortificada Sarah.
―¿No? ―inquirió Marcus con ironía―. Entonces ¿cómo calificaría usted su huida hacia los
pantanos nada más verme… milady?
Sarah, azorada, no contestó. Se limitó a echar a andar, hasta que notó que Marcus no se movía. Se
giró para verlo contemplarla con los brazos cruzados con indolencia.
Sarah alzó las palmas de las manos en muda pregunta, mientras Marcus se limitó a señalar con una
de las suyas otro camino en la parte contraria al que se había dirigido Sarah.
Esta vez, Poppy no se reprimió en soltar una carcajada, que cortó en seco cuando recibió la
furibunda mirada de su señora. Marcus, con una sonrisa ladina, miró a la doncella al tiempo que le
guiñaba burlón un ojo, mientras Sarah se encaminaba hacia el sendero señalado y, a continuación,
seguir a la terca dama e intentar evitar que se metiera de cabeza en el Serpentine.
Sarah se metió en el arroyo nada más verlo. Marcus enarcó las cejas.
―¿Me permitiría una observación? ―Sin esperar respuesta, prosiguió mientras se frotaba la
barbilla―. ¿No sería más conveniente que se descalzase?
―¡¿Cómo dice?! ―Sarah estaba atónita―. ¡No puedo hacerlo, estamos en mitad de Hyde Park! Eso
sin contar su presencia.
―Bueno, ―Marcus miró alrededor―, yo no veo a nadie por aquí, y en cuanto a mí, puedo darme
la vuelta y apartar mi indecorosa mirada de sus… pies ―repuso burlón.
Sarah miró a Poppy, que ladeó la cabeza asintiendo. Tal vez fuese buena idea seguir el mejor
criterio del vizconde. El agua lavaría sus pies del barro y podría limpiar sus botines, molesta, se dio
cuenta de que, con ellos puestos, no conseguiría nada.
―Mientras usted hace… lo que sea que tenga que hacer, iré a buscar a mi caballo ―ofreció Marcus
galante.
―¡¿Nos va a dejar solas… aquí?! ―exclamó Sarah con voz estrangulada.
Marcus enarcó una ceja.
―No le preocupó en absoluto internarse en senderos desconocidos para acabar en un lodazal
mientras huía de mí, milady. Y estaré a poca distancia ―masculló molesto.
Sarah tuvo a bien ruborizarse azorada por el reproche del vizconde. Marcus se giró y comenzó a
alejarse.
Poppy se apresuró a acercarse a su señora.
―Tendrá que quitarse las medias, milady. Ya estarán suficientemente mojados sus botines como
para añadir la humedad de las medias.
Ayudada por la doncella, Sarah se descalzó y, tras quitarse las medias y mientras la doncella lavaba
los botines, ella se internó en el agua para que el barro de los bajos de su vestido se disolviese.
Cuando Marcus regresó con su montura, Sarah se había sentado en un claro con las faldas del
vestido extendidas a su alrededor.
Marcus la observó unos instantes. El poco sol que entraba en el claro caía sobre el lugar donde se
había sentado. Su rubio cabello brillaba como el satén y su rostro, vuelto hacia el sol, mostraba una
paz que nunca había notado en ella, siempre tensa en los eventos en los que coincidían. Sintió que
las manos le picaban por acariciar uno de sus rizos y que su entrepierna también hormigueaba… por
otros motivos. Incómodo, carraspeó. Sarah, al escucharlo, despertó de su ensoñación y clavó sus
castaños ojos en él. Marcus sintió que su corazón se aceleraba al ver la mirada que le dirigió.
Honesta, sin rastro alguno de tristeza, incluso afectuosa. Santo Dios, si continuaba mirándolo así…
Él no apartó los ojos de ella, sus miradas prendidas, hasta que un movimiento de la doncella los sacó
del seductor instante.
―Creo que ya están limpios, milady.
Sarah volvió a dirigir la mirada hacia Marcus que, entendiendo, se giró. Una vez se hubo calzado,
se puso en pie ayudada por Poppy, mientras esta guardaba las medias de su señora en uno de los
bolsillos de su vestido.
―Si está lista, podemos irnos ―ofreció Marcus cuando ella se acercó a él. «Y rápidamente, de
preferencia», pensó con incomodidad. No le gustaban las sensaciones que despertaba en él lady
Sarah Clarke. Tal vez ella tuviese razón y lo mejor sería evitarse tanto como pudiesen.
―No podemos salir juntos del sendero ―musitó ella.
Tras un momento de confusión, Marcus asintió. No sería decoroso y la reputación de Sarah se iría
al diablo, eso sin contar con la segura intervención de lady Clarke.
―Cierto, me adelantaré para mostrarles el camino y, una vez que me haya alejado, esperen unos
minutos e incorpórense a la senda principal.
―Gracias, milord ―Sarah hizo una reverencia.
Marcus se inclinó cortés.
―No hay de qué, milady. En verdad ha sido un verdadero placer.
Tras esto, se alejó, seguido a corta distancia de Sarah y su doncella.
―Parece un buen hombre, milady ―susurró la doncella a sus espaldas.
Sarah asintió. «Lo es, Poppy, lástima que tenga que alejarlo», pensó Sarah consternada, al tiempo
que evocaba esos preciosos ojos azules fijos en los suyos.
k Capítulo 7 l
SARAH estaba inquieta mientras se preparaba para la fiesta de esa noche. No tenía idea de si su madre
le permitiría asistir aunque, teniendo en cuenta su obsesión por casarla, dudaba que dejase pasar ni
una mínima oportunidad. Su castigo sería otro, sospechaba.
Se sorprendió cuando vio a su padre, con gesto adusto, esperarlas en el vestíbulo. Acudía a los
eventos en raras ocasiones, prefiriendo quedarse disfrutando de un buen libro y dejar a la condesa
que socializase.
Tras ser anunciados, y seguir a su madre mientras esta buscaba a sus inefables amigas, Sarah divisó
al grupo de amigos de Millard. Inclinó la cabeza como saludo, gesto que le fue devuelto con cortesía.
Suspiró y se concentró en escuchar los insulsos comentarios de las matronas. Grande fue su sorpresa
cuando lady Dudley se acercó. Saludó amable a una de ellas a la que conocía, y al momento fue
presentada a las demás, incluso a ella. Ni Sarah ni Nora hicieron ademán de mostrar que ya se
conocían.
A Sarah le alarmó la especulativa mirada que su madre dirigió a la vizcondesa. Instintivamente, un
nudo se cerró en su estómago. Algo no iba bien.
La conversación se dirigió, para inquietud de Sarah, sibilinamente guiada por su madre, hacia los
compromisos matrimoniales anunciados, los previstos y los incipientes cortejos, hasta que las
palabras de la condesa drenaron toda la sangre del rostro de Sarah.
―Por fin tengo algo maravilloso que anunciaros. ―Las miradas de las matronas se dirigieron a ella
expectantes, salvo la de Nora, que se clavó en Sarah―. Todavía falta algún detalle sin importancia
por resolver, pero creo estar en posición de anunciar el próximo compromiso de mi hija. ―La
palidez de Sarah se acentuó. Como en una nube, escuchó las exclamaciones de cínico asombro y
falsa alegría de las damas.
―Oh, Margaret, es una noticia estupenda ―repuso una de ellas. Aunque la torturasen, Sarah nunca
recordaría cuál―. ¿Y quién es el afortunado, si puedes decirlo?
Margaret esbozó una sonrisa de suficiencia mientras miraba con malicia a su hija.
―Por supuesto, todavía no es firme, a falta de algunos detalles, pero si me dais vuestra palabra de
guardar el secreto hasta que se haga público… ―murmuró ladina.
Un murmullo de asentimientos prometió guardar el secreto.
―El vizconde Seamus ―susurró con tanto misterio como si detallara la situación exacta del tesoro
real.
Sarah pensó que se desmayaría. Lo había hecho, ese era el castigo. Comprometerla con el
vizconde que debería tener la edad de su abuelo, si este viviese, claro. Apoyó una mano temblorosa
en el respaldo de una de las sillas, mientras la mirada de Nora no se apartaba de ella.
―Lady Sarah ―intervino Nora―, me temo que la noticia le ha causado una profunda emoción. Tal
vez le vendría bien tomar un poco el aire ―ofreció, mientras su mirada se dirigía a lady Clarke―,
estaría encantada de acompañarla, si usted lo permite, condesa.
―Por supuesto. ―Margaret miró a su hija con una sonrisa triunfante―. Le ayudará un poco de aire
fresco. Me temo que para ella ha tenido que ser una verdadera conmoción enterarse de que un
caballero la pretende ―repuso con malicia.
Nora enlazó su brazo al de Sarah, que a duras penas conseguía mantener la entereza.
―Aguante un poco, milady, no les dé la satisfacción de desmoronarse en su presencia.
Sarah la miró confusa, pero asintió. Ambas se dirigieron hacia los jardines. Una vez allí, Nora dejó
que Sarah asimilase lo que acababa de ocurrir. La vizcondesa buscó un banco lo suficientemente
apartado como para que estuviesen fuera de las miradas de los demás invitados. Se sentaron y Nora
esperó las previsibles lágrimas, que no surgieron. Sarah miraba al frente con la mirada vacía en un
rostro sin expresión, ni tristeza ni ira ni enfado. Nora comenzó a inquietarse por la inexpresividad de
Sarah.
Tomó una de sus manos entre las suyas. Pese a la barrera de los guantes, notaba la frialdad en la
de la muchacha.
―Sarah ―musitó suavemente. Además de que se hallaban completamente solas, la preocupación
por la muchacha le hizo obviar el tratamiento formal.
Ella giró el rostro con lentitud hacia la vizcondesa. Su mirada había cambiado de inexpresiva a
decidida.
―No lo haré. Este es mi castigo por haber ayudado a mi hermano en contra de la voluntad de mi
madre de casarlo tan joven, y esta vez no voy a asumir su represalia.
Nora asintió con la cabeza.
―Quizá lord Clarke pueda ayudarte. Me temo que el detalle que la condesa tiene que solucionar es
que el conde acepte el compromiso.
Los ojos de Sarah brillaron esperanzados.
―¡Cierto! ¡Mi padre pondrá fin a todo este despropósito! No tolerará que ella me venda a un
anciano ―exclamó.
Nora le había proporcionado esa pequeña esperanza, pero en su fuero interno sabía que el conde
no intervendría. Si la condesa había elegido un partido que pudiera mantener a lady Sarah con
comodidad, lord Clarke aceptaría su decisión, no en vano ese era el destino de una dama: casarse lo
mejor posible.
―Sarah ―repitió, sacándola de sus esperanzados pensamientos―, deberíamos regresar. Diré que la
sorpresa te ha emocionado hasta el punto de que deseas retirarte. Lady Clarke no se opondrá, al fin y
al cabo, ha conseguido lo que quería.
―Castigarme y humillarme ―repuso Sarah con voz acerada.
Nora se levantó, al tiempo que Sarah la imitaba. Juntas se dirigieron hacia lady Clarke. Cuando
Nora explicó que lady Sarah no se encontraba muy bien, la condesa no puso reparo alguno en
permitir que regresara a Clarke House, no sin esbozar una sonrisa maliciosamente triunfal.
r
Marcus había contemplado la tensa escena con curiosidad, así como la salida de Nora y Sarah y la
retirada de la muchacha.
Se acercó a la mesa de bebidas, donde Nora solicitaba una copa de champán.
―¿Qué ha ocurrido? ―susurró disimuladamente.
La vizcondesa meneó la cabeza con abatimiento.
―Lady Clarke ha concertado el compromiso de Sarah con el vizconde Seamus. En realidad, solo
falta la aprobación de su padre para hacer oficial el compromiso.
Marcus giró bruscamente la cabeza hacia Nora.
―¡Pero si tiene edad para ser, no ya su abuelo, sino el mío! Esa mujer ha perdido la cabeza.
―Marcus, conoces las costumbres, no es tan raro un matrimonio así de desigual. ―Bajó el tono de
voz para susurrar―: El mío, por ejemplo. Salvo que el mío fue un acuerdo, no un castigo como
sucede con lady Sarah.
Marcus frunció el ceño.
―¿Qué castigo?, ¿a qué te refieres?
Nora suspiró.
―Por lo poco que me ha contado lady Sarah, frustró los planes de su madre de casar de inmediato
a lord Camoys, y esta es la respuesta de lady Clarke; y me temo que lord Clarke no se opondrá.
Marcus tomó un sorbo de su brandi. Sabía que el mercado matrimonial era así: matrimonios
concertados, indiferentemente a las edades de la dama y el caballero. Solo se tomaba en cuenta lo
que cada parte necesitaba: heredero y seguridad económica, pero pensar en Sarah con ese… ese…
carcamal le ponía el vello de punta. No quería ni pensar en la desolación de ella. Tanto cuidado para
que su madre no pudiera involucrarlo en una situación comprometida, para acabar en una situación
aún peor. Porque si debía ser sincero, la idea de que pudiera verse involucrado en un compromiso
por honor con lady Sarah no le disgustaba en absoluto.
Recordó lo sucedido en Hyde Park. Durante un breve espacio de tiempo, logró que la tristeza
abandonase sus ojos. Sarah, en esos momentos, resplandecía: su irritación, las réplicas a sus pullas,
sus sonrisas disimuladas… No, no habría sido ningún sacrificio verse obligado a reparar la
reputación de Sarah si su madre hubiese conseguido los propósitos que Sarah sospechaba con
respecto a ellos.
«Maldita sea, debí hacer oídos sordos a sus advertencias», pensó con frustración. Tal vez su padre
tuviese algo de sentido común y no refrendase la decisión de la condesa, pero se temía que, como
había mencionado Nora, este se mantuviese al margen. Para su sorpresa, sentía un nudo en el
estómago tras las palabras de Nora, pero con nudo o sin él, nada se podría hacer. Sarah se
convertiría en la vizcondesa Seamus, por mucho que a él…
r
Sarah subió las escaleras en dirección a su alcoba sin ser plenamente consciente de lo que hacía.
Cuando entró en su habitación, Poppy, al ver el rostro descompuesto de su señora, se acercó de
inmediato a ella.
―¡¿Milady?!
Sarah se sentó en la cama al tiempo que se retorcía las manos con nerviosismo.
―Lo ha hecho, Poppy. ―La doncella se tensó―. Ha llegado a un acuerdo de compromiso con…
con el vizconde Seamus. Es un anciano ―susurró.
Poppy cerró los ojos unos segundos desolada. «Maldita mujer», pensó.
Se arrodilló ante Sarah y le tomó las manos, inquietantemente frías incluso a través de los guantes.
Con calma, comenzó a quitárselos.
―No desespere, milady. Si es tan mayor, tal vez no dure hasta la boda ―murmuró intentando
animar a la muchacha.
Sarah esbozó una triste sonrisa.
―Con mi suerte, sí llegará, Poppy.
La doncella la incorporó, le alarmaba que no hubiese derramado una sola lágrima, aunque su
señora no era particularmente dada a las lágrimas. Con suavidad comenzó a despojarla de la ropa
para vestirla con el camisón.
―Debería descansar un poco, milady. En la mañana todo se verá más claro ―ofreció.
―Debo hablar con mi padre, Poppy, solo él puede impedir este despropósito. Sé que te quito
tiempo de descanso, pero ¿podrías avisarme cuando llegue?
―Por supuesto, milady, no se preocupe. Estaré atenta.
La doncella abandonó la habitación maldiciendo entre dientes la crueldad de lady Clarke y
rogando por que el conde pudiese intervenir, aunque como miembro del servicio, conocedores de
todo lo que ocurría en la casa, estaba al tanto de que lord Clarke raras veces intervenía en una
decisión de la condesa. El hombre bastante tenía con soportarla como para llevarle la contraria y
arriesgarse a sufrir su ira, que generalmente demostraba de cruel manera.
Al cabo de unas horas, en las que Sarah permaneció absorta delante de la ventana de su
dormitorio contemplando, sin ver, los jardines, Poppy subió a avisarla de que los condes habían
llegado, y mientras la condesa se había retirado, lord Clarke se había refugiado en la biblioteca.
Sarah bajó las escaleras, no tenía tiempo que perder. Ni siquiera estaba segura de que la condesa lo
hubiese comentado con su padre.
Lord Clarke estaba sentado ante la chimenea, contemplando absorto las llamas con una copa de
brandi entre las manos. Ni siquiera demostró haber escuchado abrirse la puerta.
Sarah se acercó a él y se arrodilló a sus pies.
―Papá…
Lord Clarke desvió la mirada hacia el rostro de su hija mientras una de sus manos dejaba la copa
para acariciar su cabello.
«Lo sabe», pensó Sarah al ver el rostro de su padre, que mostraba una mezcla de agotamiento y
desolación.
―Tu madre me ha comentado sus intenciones con respecto a ti ―murmuró quedamente. Al ver la
esperanza en los ojos de su hija, continuó con pesar―. Pero me temo que no puedo hacer nada, ni
siquiera si estuvieses siendo cortejada por alguien de tu agrado… ―La miró intranquilo―. ¿Lo estás?
¿Hay alguien que…?
El rostro de lord Millard pasó fugazmente por la mente de Sarah, pero negó con suavidad.
―¿Qué quieres decir con que no puedes impedirlo? Impediste lo que pretendía hacer con Henry,
puedes…
Clarke meneó la cabeza desolado.
―No puedo intervenir, hija. ―Ante la mirada desconcertada de Sarah, el conde suspiró. Tal vez
era el momento de que ella supiese…
―Escúchame, Sarah ―susurró―, hay algo que debo explicarte, y cuando lo haga entenderás mis
razones.
Un nudo se instaló en el estómago de Sarah. Intuía que lo que le iba a relatar su padre marcaría un
antes y un después en su vida, tal y como la conocía. Juntó las manos en su regazo y esperó.
El conde dirigió la mirada hacia las llamas.
―El de tu madre conmigo fue un matrimonio arreglado. Ni yo le agradaba a ella ni ella a mí. Por
entonces, tu abuela, mi madre, todavía vivía. Parecían llevarse bien entre ellas, por lo que mi madre
residía con nosotros… ella y su dama de compañía.
«¡Dios mío!», pensó Sarah, presintiendo lo que vendría a continuación.
―Ella era un poco mayor que yo ―prosiguió el conde con los ojos clavados en el fuego―, pero
nos enamoramos. De hecho, ya estábamos enamorados antes de que se arreglara el compromiso con
tu madre. ―Clarke suspiró―. El mismo día en que tu madre comenzó su trabajo de parto, comenzó
también el de ella, pero mientras el bebé de tu madre nació muerto, la que murió en la zona de
servicio se fue…, dejando a un niño vivo y huérfano: mi hijo. Tu madre lo sabía y ordenó a su
doncella que se intercambiasen los niños. Había sido atendida por su doncella, puesto que el médico
se retrasaba, lo cual le vino bien para que, cuando este llegase, certificase que el varón era su legítimo
hijo.
»¿Por qué lo hizo? ―Clarke se encogió de hombros―. Orgullo, soberbia… No deseaba que la
sociedad la desdeñase: en su primer parto había dado a luz a una hembra, y muerta. Prefirió admitir
al otro niño como suyo, presumiendo de haber dado un heredero al condado. Ni qué decir que mi
madre nunca se enteró y aumentó aún más su estima por su nuera.
―Por eso recalcaste aquella noche que Henry era tu hijo, tu responsabilidad… ―murmuró Sarah.
Si Henry era su responsabilidad y ella no, eso significaba…
―Yo no soy tu hija. ―No era una pregunta.
Clarke negó con la cabeza.
―Tras proporcionar al heredero, las relación entre nosotros, si ya era fría, se heló todavía más.
Aunque me había facilitado poder proteger a mi hijo y ofrecerle lo que, por derecho de sangre,
aunque no de nacimiento, le pertenecía, yo sabía que ella no lo había hecho por generosidad ni hacia
mí ni hacia el niño, sino por vanidad y orgullo, además de no permitirme olvidar que, gracias a su
retorcida mente, yo tenía a mi heredero, y una sola palabra suya, por supuesto tergiversada, acabaría
con mi reputación y la de Henry. Comenzó a tener amantes y…
Desconcertada, Sarah pensó que la revelación tampoco es que le hubiese causado extrañeza. En
realidad, nada de lo que hiciese o pudiese haber sido capaz de hacer su madre podría sorprenderla.
Y, por lo menos, explicaba su comportamiento hacia Henry… y hacia ella.
―¿Quién es mi padre? ―interrumpió Sarah con frialdad. No es que le importara demasiado, para
el caso, no le interesaba en absoluto, simplemente pensó que debía hacer la pregunta.
El conde fijó su mirada en Sarah al tiempo que su mano aferraba las de su hija.
―Tu padre soy yo. Te quise desde el primer momento en que te vi, al igual que Henry te adoró
cuando te vio en mis brazos. No sé quién es tu padre, Sarah, y dudo que tu madre lo sepa con
certeza, solo sé que eres mi hija, tienes mi apellido y mi protección, y eres infinitamente preciosa
para mí y para Henry.
―¿Henry lo sabe?
―Sí. Se lo dije cuando se disponía a empezar en la universidad ―asintió el conde―. Ante la
frialdad y el despego de tu madre, el muchacho obedecía hasta los mandatos más absurdos con tal de
agradarla, hasta que decidí que debía saber la verdad y evitarse más humillaciones. Pero no es Henry
quien me preocupa, hija.
Sarah bajó los ojos un instante para volver a clavarlos en la mirada anhelante de su padre.
―Eres mi padre, tal vez no de sangre, pero me has dado más amor que la mujer de la que sí llevo
su sangre. ―Apretó la mano de su padre entre las suyas―. Nada podrá cambiar eso.
El suspiro de alivio de Clarke fue audible.
―Tenía tanto miedo de que me rechazases al saberlo… ―murmuró.
Sarah se incorporó para abrazar a su padre, porque nada había cambiado en su amor hacia él. El
conde dejó su copa para corresponder a su abrazo. Tras unos instantes, Sarah murmuró contra el
pecho de su padre.
―¿Con qué te amenaza para que no intervengas en este desatino?
Clarke acarició el cabello de su hija.
―Si intervengo, dice que arruinará a Henry.
Sarah alzó su rostro de donde lo apoyaba para mirar a su padre.
―Pero si lo arruina, se arruinará ella misma, lo que sea que le haga nos arrastrará a todos.
―Eso no le importará con tal de salirse con la suya. Alterará las cosas, diciendo que fui yo quien la
obligué a reconocer a Henry como propio, si fuese esa su forma de arruinarlo, pero me temo que no
se refería a eso.
―¿Por qué lo piensas?
―Porque añadió que Henry acabaría ahorcado. ―El conde meneó la cabeza con frustración―. Por
muchos años que viva, jamás entenderé la crueldad de lady Clarke. No tengo la menor idea de cuál
sería su venganza, pero de lo que estoy seguro es de que, si lleva a cabo su amenaza, mientras todos
acabaremos deshonrados, ella conseguirá salir indemne.
Sarah frunció el ceño desconcertada. ¿Conseguiría que Henry fuese ahorcado? El único motivo
por el que ahorcarían a un noble sería… ¡Dios Santo! El asesinato de lady Eresby. Su madre sabía
algo, algo que podría incriminar de alguna manera a Henry, aun siendo mentira. ¡Debía hablar con
lord Millard! Tal vez él supiese algo… algún detalle que se les hubiese pasado por alto.
―No te preocupes, papá, ―Sonrió con dulzura―, buscaré la manera de evitar ese compromiso.
―«Y averiguar qué puede tener en su poder mi madre para chantajearte», añadió para sí.
Sarah se incorporó al tiempo que besaba a su padre en la mejilla.
―Solo intenta retrasar todo lo que puedas la entrevista con lord Seamus.
El conde asintió con la cabeza.
―Me temo que estaré muy ocupado para recibirlo, digamos… durante todo el mes ―repuso con
una mueca sarcástica― y, sin mi conformidad, tu madre, por mucho que lo desee, no podrá
oficializar el compromiso.
―Bastará ―aceptó Sarah―. Buenas noches, papá.
―Buenas noches, cariño ―respondió el conde mientras se levantaba, al tiempo que la besaba
cariñoso en la frente.
Tras abandonar la biblioteca, Sarah subió pensativa a su alcoba. Tenía que ponerse en contacto
con lord Millard, pero ¿cómo? ¡Lady Sarratt! Millard le había aconsejado que, si deseaba mandarle un
mensaje, se lo enviase a la esposa de su jefe y amigo. Eso haría.
r
A la mañana siguiente, Sarah envió un mensaje a la residencia de los condes de Sarratt. La
respuesta fue inmediata. La condesa la correspondía con una invitación a tomar el té de la tarde.
No se sorprendió al encontrarse allí con la duquesa de Brentwood y la condesa de Craddock. Lady
Hyland y lady Clydesdale enviaban sus disculpas.
Las tres estaban en la salita privada de la condesa. Frances se levantó para recibirla con
amabilidad, y mientras ella hacía sus reverencias, las otras dos damas le sonreían con afecto.
Frances la tomó del brazo para acercarla a una de las sillas que rodeaban la mesa en donde estaba
dispuesto un servicio de té completo.
―Sarah… ¿puedo llamarte así? ―La muchacha asintió con la cabeza―. Estamos encantadas de
que hayas decidido aceptar una invitación por nuestra parte. Aunque me temo que el motivo no es
estrictamente social ―señaló Frances.
Sarah se ruborizó.
―Yo… me temo, milady…
―Frances, por favor, por lo menos en privado ―ofreció la condesa.
Sarah ladeó la cabeza.
―Frances, debo hablar con lord Millard con la mayor urgencia, aunque, por supuesto, me siento
honrada de haber recibido tu invitación ―añadió con premura.
―¿Es a causa de tu futuro compromiso con lord Seamus? ―quiso saber Lilith.
―¡Oh, no, por supuesto que no! ―Sarah dudó un instante―. En realidad, puede que tenga algo
que ver, pero no por lo que puedan pensar.
―¿Y qué se supone que debemos pensar, si solicitas hablar con él a causa de lord Seamus?
―inquirió divertida Shelby. A la duquesa todavía le impacientaba la costumbre de los ingleses de
hablar con rodeos.
El rostro de Sarah casi ardía en llamas. Frances le lanzó una mirada de advertencia a Shelby. La
muchacha no la conocía, y la franqueza de la duquesa podía resultar abrumadora para quien no
estaba acostumbrada a ella.
―Disculpa a Shelby ―repuso Frances mientras le servía una taza de té―. Es de la opinión de que,
si todos hablásemos con franqueza, los cotilleos y murmuraciones en nuestro círculo no tendrían
razón de ser ―explicó socarrona.
La aludida soltó un bufido poco femenino que provocó una sonrisa en Sarah. Las conocía; por
supuesto, no tenía trato alguno con ellas más allá de unas frases corteses cuando coincidían, pero
siempre le había agradado su amistad, su lealtad entre ellas, y casi… casi, las envidiaba secretamente.
Debía de ser maravilloso poder contar con amigas tan leales.
―Verá, excelencia…
Shelby la interrumpió.
―Sarah, en privado te agradecería que solo fuésemos Frances, Lilith y Shelby, y aunque no están
presentes, Celia y Jenna son de la misma forma de pensar. No admitimos a casi nadie, ―Ante la ceja
enarcada de Lilith, aclaró―: en realidad, a nadie fuera de nosotras cinco, y si te hemos ofrecido
nuestra amistad, desde luego no es para andar con tratamientos protocolarios ridículos entre
nosotras.
Sarah parpadeó con fuerza. Era la primera vez que alguien le ofrecía su amistad
incondicionalmente, sin juzgarla. De hecho, era la primera vez que alguien se fijaba en ella lo
suficiente para hacerlo. Decidió corresponder con franqueza. Ellas le estaban tendiendo una mano,
justo era que agradeciera su generosidad con la verdad.
Les relató lo que le había revelado su padre la noche anterior, y cuando llegó a las particulares
circunstancias de su nacimiento, completamente azorada, frunció el ceño al escuchar la risilla de
Lilith, mientras las otras miraban a la condesa con miradas cómplices.
―Disculpa, Sarah ―adujo Lilith―, pero las circunstancias de tu nacimiento no es algo de lo que
debas avergonzarte, ni siquiera deberías tenerlas en cuenta. Todos, o casi todos, en la nobleza
guardan sus propios secretos. Si supieras la cantidad de pares que han nacido en el lado equivocado
de la cama… Siempre que todo se lleve con la mayor discreción, por desgracia, es algo habitual en
nuestro círculo. Te aseguro que tu… secreto, jamás saldrá a la luz, a nadie le conviene, sobre todo a
lady Clarke.
―Esto es lo que haremos ―intervino Frances, mientras se levantaba y se dirigía a su escritorio,
tomaba papel y pluma y garabateaba unas letras. Tras secarlas, lacró la misiva y tiró de un cordón―:
Mañana a la noche organizaré una cena, todos asistiremos, incluidos tú y Millard.
―Frances, te lo agradezco, pero mi madre…
―Tu madre se guardará mucho de volver a ofender al duque de Brentwood ―advirtió Shelby con
un matiz de dureza en su voz―. El decoro estará guardado puesto que todas somos damas casadas,
así que te aseguro que no pondrá ningún obstáculo.
El mayordomo abrió la puerta en ese momento. Frances le tendió la misiva.
―Que la entreguen en Clarke House, no se espera respuesta.
Tras una inclinación, el hombre salió.
―Cuando llegues, la invitación estará esperándote ―explicó Frances―. Podrás compartir con
Millard todas las dudas que tienes, sin preocuparte de ojos u oídos indiscretos.
―No sé cómo agradeceros…
―No hay nada que agradecer, Sarah ―interrumpió Shelby―. No tienes por qué pagar por las
acciones demenciales de lady Clarke, ni tú ni, por supuesto, tu familia. Esa mujer es una verdadera
víbora… ―Shelby vació un instante―. Mis disculpas si te he ofendido, al fin y al cabo, es tu madre.
Sarah sonrió con resignación.
―Bueno, nadie elige a sus progenitores, ¿no?
Si lady Clarke tuvo constancia de la carta dirigida a Sarah cuando aquella fue entregada, nada dijo,
como tampoco hizo comentario alguno cuando Sarah comentó que se trataba de una invitación a
cenar en la residencia de los condes de Sarratt. Sin embargo, la mirada especulativa que le dirigió
puso el vello de punta a la muchacha. Algo se le escapaba sobre las verdaderas intenciones de su
madre, y por Dios que no era capaz de averiguar el qué.
k Capítulo 8 l
MARCUS se dirigía en su carruaje hacia la casa de su amigo y jefe. No le había tomado por sorpresa la
invitación, de hecho, solía cenar con frecuencia tanto con Darrell como con los demás, pero sí la
premura de esta. Le resultaba extraño ser invitado con tan poco tiempo de antelación, apenas había
recibido la misiva temprano esa misma mañana. Se encogió de hombros, quizá podría compartir
alguna de sus inquietudes con respecto al caso de lady Eresby. Darrell tenía una mente privilegiada y
tal vez hallase algo que a él se le hubiese pasado por alto.
Cuando el mayordomo lo dirigió hacia la sala donde sus anfitriones lo esperaban, se quedó
paralizado al ver a lady Sarah, y su tentadora boca, entre ellos. ¡¿Qué demonios?! ¿No
pretenderían…? El compromiso de Sarah estaba a punto de anunciarse, por el amor de Dios. Lanzó
una aviesa mirada a Frances, que mostraba una beatífica y cándida sonrisa en su rostro.
Maldiciendo interiormente, observó cómo esta se acercaba a saludarlo seguida de Darrell.
―Marcus, es un placer que hayas podido asistir ―murmuró socarrona.
Él enarcó una ceja mientras echaba una mirada de reojo a Darrell, que sonreía con inocencia.
―El placer… creo que es mío, Frances. Aún no estoy completamente seguro ―repuso con
hosquedad.
Darrell soltó una carcajada, mientras su esposa fruncía el ceño.
―Por Dios, Marcus, es una cena, no una invitación a Newgate ―espetó Frances con sarcasmo, al
tiempo que tomaba a Millard del brazo―. Creo que ya conoces a nuestra otra invitada, lady Sarah
Clarke ―murmuró.
Sarah hizo una reverencia, mientras Marcus se inclinaba cortés.
―Por supuesto, encantado de coincidir de nuevo, lady Sarah ―ofreció galante.
―El placer es mío ―murmuró ella. Mientras Marcus se alejaba para saludar a los otros invitados,
Sarah se giró hacia Frances.
―¿No le advertiste de mi presencia en la cena? ―inquirió con nerviosismo.
Frances se encogió de hombros.
―¿Para qué? No suelo detallar en las invitaciones quién o quiénes están invitados ―respondió
ladina.
Sarah rodó los ojos al tiempo que una idea cruzaba su mente. ¿No pretenderían…? Aun en el
supuesto e improbable caso de que consiguiese evadir su futuro compromiso con lord Seamus,
Millard no tenía interés alguno en ella, mucho menos después de que le pusiera al tanto de los
desalmados planes de su madre, y lo que ella sintiese, bueno, eso hacía mucho tiempo que no tenía
importancia para nadie, ni siquiera para ella misma. Se había acostumbrado a relegar sus
sentimientos fueran cuales fueran, y no podía permitirse dejarlos salir en estos momentos. Solo le
proporcionarían más decepción y desilusión.
Tras la cena, que resultó, para desconcierto de Sarah, amena, divertida y sin el menor atisbo de
protocolos ni normas asfixiantes, las damas se retiraron, en deferencia a Sarah, puesto que
usualmente continuaban juntos conversando; los caballeros, excepto Darrell, comenzaron a
elucubrar, jocosos, acerca de los dos invitados solteros.
―No tenía idea de que tu interés estaba en lady Sarah ―adujo Justin con malicia.
Millard resopló.
―Y no lo está ―repuso―. No entiendo la razón de su… de nuestra presencia aquí ―masculló
mientras dirigía una irritada mirada a Darrell, que bebía de su brandi con indolencia. Este se limitó a
encogerse de hombros.
―Tal vez Frances pretenda colocaros en una situación… incómoda y evitar su compromiso con
ese anciano ―ofreció Gabriel.
Marcus enarcó una ceja.
―¿Situación incómoda? ¿Con solo vosotros como testigos? ―resopló―. ¿Cuándo os habéis
convertido en unas matronas cotillas? ―Entrecerró los ojos mientras sopesaba algo―. ¿No se os
habrá ocurrido ordenar al servicio que extienda rumores…?
Darrell soltó una risilla.
―El servicio no haría comentario alguno sobre lo que sucede dentro de esta casa ni aunque los
apuntasen con un arma. Son todos de absoluta confianza. ―Tras escuchar el suspiro de alivio de
Marcus, aclaró―: Lady Sarah tiene algo que comentar contigo sobre el asesinato de lady Eresby, y
Frances pensó que aquí tendría privacidad.
―Sabes de qué se trata. ―No era una pregunta.
Darrell asintió con la cabeza.
―Por supuesto, mi esposa y yo formamos un buen equipo ―murmuró arrogante―, pero es asunto
de Sarah decidir lo que puede o no contarte y, por supuesto, preguntar lo que desea saber.
―No voy a darle explicaciones sobre el curso de la investigación ―masculló escandalizado, a la par
que molesto, Marcus―. Su hermano está libre de sospecha, ya no tiene por qué involucrarse.
Darrell simplemente enarcó una ceja, lo que dejó a su amigo todavía más intranquilo.
―Bien. ―Darrell se levantó de la silla en la que estaba arrellanado―. Veamos si continúas
pensando lo mismo tras hablar con ella.
Cuando los caballeros entraron en la sala donde se encontraban las damas, Frances, sentada al
lado de Sarah, se dirigió a Millard.
―Marcus, creo que Sarah tiene algo que comentarte. ―Tras mirar un segundo a la muchacha, que
se había ruborizado al notar todos los ojos fijos en ella, ofreció―: Tal vez ella se sentiría más
cómoda si conversáis en la terraza.
―Por supuesto. ―Marcus se acercó a Sarah al tiempo que extendía su brazo. Ella aceptó el cortés
gesto, mientras él maldecía interiormente tras una disimulada mirada en derredor que le permitió ver
los rostros maliciosos de sus amigos.
Sarah se arrebujó bajo el chal que llevaba, mientras Marcus apoyaba una cadera con indolencia en
la barandilla de la terraza. Notaba la tensión en la muchacha y decidió darle tiempo para explicarse.
Sarah inspiró. Esperaba que el vizconde no se negase a compartir sus avances con ella, puesto
que, así como no había tenido recelo alguno en desahogarse con las damas, odiaría que lord Millard
sintiese algo parecido a la compasión al escucharla. Si no era absolutamente necesario, no tenía por
qué hablarle de sus particulares condiciones personales.
―¿Ha habido alguna novedad en el caso, milord? ―Por el amor de Dios, tampoco era como si
estuviese sometiéndolo a un interrogatorio. Había sonado muy seco, ¿no?
Marcus giró el rostro hacia ella, que continuaba mirando al frente, hacia los jardines.
―¿Disculpe? ―Se mordió la lengua para no soltarle una mordacidad e intentó hacer acopio de su
paciencia―. Milady, el que de alguna manera nos ayudase con alguna averiguación por su cuenta no
significa que tenga que darle explicaciones sobre si se progresa o no en la investigación. El motivo
de su interés era eliminar las sospechas sobre su hermano. Bien, Camoys está libre de recelos, no hay
necesidad de que se involucre.
Sarah asintió con la cabeza. Esperaba el rechazo de Millard, al fin y al cabo, ella era una dama, no
debía inmiscuirse en una investigación policial, bastante le había permitido cuando decidió poner
atención a las conversaciones de las damas, pero su futuro y el de su hermano dependían de que ella
conociese hacia dónde se dirigían las sospechas de los investigadores.
―Milord, ¿puedo atreverme a suponer que conoce… bueno, la intención de mi madre de
formalizar un compromiso con lord Seamus? ―susurró con voz queda.
Marcus frunció el ceño ¿qué tenía que ver su compromiso con la investigación?
―Sí, por supuesto, pero no veo la relación…
―Necesito que me conteste a una pregunta, lord Millard, por favor. ―Sarah se giró para mirarlo
directamente a los ojos. Un leve asentimiento de él la animó a proseguir.
―¿Tienen alguna sospecha, por remota que sea, de que el asesino pudo haber sido una mujer?
Marcus se tensó. ¿Cómo demonios podría saber ella…? La tomó del brazo.
―Paseemos, lady Sarah. ―Ante la mirada recelosa que le dirigió, se apresuró a aclarar―: Ningún
rumor saldrá de esta casa, tiene mi palabra. La lealtad del personal a lord Sarratt es incuestionable.
Cuando comenzaron a recorrer los jardines, Sarah se detuvo.
―No me ha contestado.
Marcus se pasó una mano por el cabello con frustración.
―Sí, creemos que el asesino pudo haber sido una mujer.
Sarah palideció.
―¿Hay alguna… no sé, prueba por la que se le podría acusar? ¿Algo que revelaría su culpabilidad
sin género de dudas?
Marcus la observó entrecerrando los ojos.
―Lady Sarah, yo he compartido algo con usted que, en realidad, no tenía por qué hacer, justo es
que me aclare el porqué de todas esas preguntas tan… específicas.
―Mi madre pretende comprometerme con lord Seamus ―comenzó Sarah con un tono ausente―,
aunque eso ya lo sabe. Mi padre no está de acuerdo, pero por desgracia, no puede intervenir…
―¿Por qué no? ―la interrumpió Marcus perplejo―. Su padre tiene el poder de aceptar o no a
cualquier pretendiente, en él recae la última palabra como jefe de la familia.
―En este caso no ―murmuró ella―. Mi madre… si mi padre no acepta la oferta de lord Seamus,
ha amenazado con destruir a mi hermano.
Marcus cada vez estaba más desconcertado. ¿Qué clase de madre era lady Clarke que sería capaz
de destrozar a su propio hijo con tal de salirse con la suya?
―Lady Sarah, me temo que esa afirmación pueda ser un truco de su madre, Camoys tiene una
reputación impecable, ni siquiera su relación con lady Eresby lo puede perjudicar, puesto que es algo
que la mayoría de los caballeros hacen en algún momento de sus vidas, relacionarse con viudas libres
y jóvenes… o no tan jóvenes.
―Su amenaza no se refiere a su reputación, sino a algo mucho más grave que podría conducirlo a
la horca ―repuso Sarah sin apartar los ojos de los de Marcus.
Este, confuso, echó la cabeza hacia atrás mientras fruncía el ceño.
―Lo único que podría llevar a la horca a un par sería…
―El asesinato ―acabó Sarah por él.
Marcus volvió a tomarla por el brazo.
―Sentémonos, milady, y por favor, comience desde el principio y no obvie nada. Todo puede
resultar de importancia.
La condujo hacia uno de los bancos y, tras sentarse, Sarah entrelazó sus manos con nerviosismo.
Tendría que ponerle al tanto de sus circunstancias familiares, de lo contrario, jamás creería que una
madre pudiese ser tan cruel con sus propios hijos.
Cuando finalizó el relato de la conversación mantenida con lord Clarke, Sarah miró de reojo a
Millard. Había obviado sus propias circunstancias. Había explicado la razón por la que la condesa
sentía aversión hacia Henry, al fin y al cabo, no era su hijo de sangre, pero detallar el engaño de su
madre y colocar a su padre en una situación sumamente vergonzosa relatándole al vizconde su
bastardía no repercutiría en nada en la situación en la que se hallaban.
El rostro de Marcus no expresaba absolutamente nada, salvo un músculo latiendo furioso en su
mandíbula.
―Ni siquiera le queda la opción de que otro caballero que sea más de su agrado se ofrezca por
usted ―susurró pensativo.
Sarah frunció el ceño. De todo lo que le había dicho, ¿solamente se había quedado con que su
compromiso con Seamus era un hecho?
―Aunque lo hubiese, no sé si el fin de mi madre es casarme con quien sea o castigarme
uniéndome a un anciano, y no puedo arriesgarme a que cumpla su amenaza, si su intención es el
castigo. Lord Millard ―murmuró―, puede que sea demasiada coincidencia, pero tengo en mi poder
un vestido de mi madre con una gran mancha de sangre en su falda que las lavanderas no pudieron
eliminar.
―Explíqueme eso con claridad.
Sarah le relató la preocupación del servicio por no poder eliminar la mancha y su instintiva
reacción de guardar el vestido.
―No puedo tenerlo en mi poder demasiado tiempo, ¿podría enviárselo por medio de lady Sarratt?
Me sentiría más tranquila sabiendo que está bajo su custodia.
―Por supuesto. ―Marcus se echó hacia adelante al tiempo que apoyaba sus antebrazos en los
muslos.
―De todas formas, el vestido por sí mismo no probaría nada. Lady Clarke puede argumentar que
se cortó, o qué se yo, cualquier explicación peregrina, y no podríamos rebatirla. Si al menos
encontráramos la llave ―susurró para sí mismo.
―¿Llave?, ¿qué llave? ―inquirió Sarah, que lo había escuchado.
―La llave que lady Eresby le arrojó a Camoys, no está en su alcoba ni aparece por ningún lado.
Creemos que el asesino, o la asesina, la recogió, mató a milady y se la llevó. Si damos por cierto su
presentimiento y la tiene lady Clarke… Esa prueba por sí sola, si apareciese en poder de Camoys,
bastaría para conducirlo directamente al patíbulo.
―Entonces tendré que encontrar esa llave ―murmuró Sarah, mientras se levantaba del banco.
Marcus se puso en pie bruscamente.
―Milady, no puede… si lady Clarke la descubre…
Sarah se giró hacia él.
―¿Y qué me recomienda, lord Millard? Ustedes no pueden registrar su alcoba, y yo no puedo
permitir que destroce a mi hermano. Aceptaré el compromiso con lord Seamus, eso la apaciguará
por un tiempo, pero me temo que utilizará esa llave para volver a chantajear a mi padre cuando
desee intervenir de nuevo en la vida de Henry.
Marcus sintió que su estómago se apretaba. Si esa mujer se percataba de las intenciones de Sarah,
Dios la ayudase, toda la familia pagaría las consecuencias. Absorto en sus cavilaciones, meneó la
cabeza cuando escuchó la voz de Sarah.
―Gracias por todo, milord. Buenas noches.
Todavía confuso, contempló su regreso al salón tras hacerle su reverencia. Se apresuró a seguirla
mientras observaba la figura femenina. Caminaba erguida, sin mostrar un ápice de abatimiento.
Sintió un apremiante deseo de protegerla, pero ¿cómo?
r
―Llévatela a Gretna. ―Fue la propuesta de O’Heary, arrellanado con indolencia en uno de los
sillones del despacho.
Marcus lo miró como si le hubieran brotado orejas alrededor de la cabeza.
―¡No puedo llevarla a Gretna! Por Dios bendito, ni siquiera llegaríamos a la esquina de la calle y
lady Clarke ya estaría delante de un juez.
Michael se encogió de hombros.
―Colócala en una situación comprometida. Su madre quiere casarla, ¿no? Es de esperar que le
será indiferente con quién.
Marcus lo sopesó por un momento, pero al instante meneó la cabeza desechando la idea. Ella no
deseaba casarse, todo su disfraz de invisibilidad se lo había construido para evitar precisamente un
arreglo matrimonial. No podía obligarla a un compromiso con él, no sería muy diferente a su
manipuladora madre.
―No puedo hacerle eso ―murmuró―, creo que ella confía en mí.
―Precisamente, mejor tú que ese viejo achacoso ―adujo Michael, mientras lo observaba reflexivo.
Marcus hizo una mueca.
―¿No tienes trabajo pendiente? Tal vez algún residente en las casas cercanas haya visto algo
―masculló irritado.
Michael le lanzó una mirada ladina.
―Preguntaré por ahí. Mientras tanto, tú continúa pensando ―masculló mordaz.
Marcus se reclinó en su sillón. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a la idea de Michael de
comprometerla. Aunque ella ya le había dejado claro que no aceptaría un compromiso para reparar
su reputación, las cosas habían cambiado, y mucho. Si empañaba su reputación, entonces tendría que
aceptarlo, y ambos tendrían que rogar porque le bastase a lady Clarke, a no ser que en su
resentimiento solo contemplase el compromiso con un anciano, en ese caso, la condesa podría
ignorar el escándalo y preferir al decrépito vizconde.
Se preguntó la razón por la que había considerado la opción de Michael sin buscar otras
alternativas. Podría enviar a Michael a amenazar a lady Clarke, insinuando que estaban al tanto de su
intervención en el asesinato. O’Heary estaría encantado de tener carta blanca para intimidar a una
aristócrata, pero eso dejaría libre del vizconde a Sarah, ya no tendría motivo alguno para ponerla en
una situación insostenible.
Demonios, ¿por qué daba tantos rodeos si lo que en el fondo deseaba era ofrecerse por Sarah?
Porque eso era lo que le tenía tan inquieto, no la posible represalia de su madre ni la amenaza que
pendía sobre Camoys. Se solucionaría teniendo una privada y tajante conversación con lady Clarke;
no, lo que le desesperaba era pensar en Sarah en brazos de otro. Maldita sea, no podía haberse
enamorado, si ni siquiera la había besado. Ya había creído tener ese sentimiento hace años y resultó
una mera ilusión. Pero aquello con Eleanor no se parecía en nada a lo que despertaba Sarah en él. Se
acabó: buscaría su oportunidad y… «Por Dios Santo, deberé manipularla al igual que hace su
madre», se dijo. Pero era la única opción. Sarah lo rechazaría de plano si se ofreciese, mucho más
con el escándalo que podría surgir si su madre cumplía su amenaza, y en cuanto a ponerla al tanto de
su intención de comprometerla, ella había sido muy clara: lo rechazaría aunque su reputación se
hiciese trizas.
Sonrió ladino. Tal vez necesitara al duque de Brentwood para darle un empujoncito a lady Clarke
en su favor.
r
Esa noche, en una de las habituales fiestas, Marcus no dejaba de observar disimuladamente a lady
Clarke y a su hija. Dudaba que Sarah hubiese hablado con su madre, aceptando la elección de esta.
Sarah era inteligente, si de repente asentía al compromiso su madre sospecharía, intuía que esperaría
unos días para fingir darse por vencida. Enderezó los hombros, lo sabría en unos instantes.
Decidido, se dirigió hacia el grupo de damas.
Tras hacer una breve inclinación, extendió su mano hacia Sarah.
―Milady. ―No dijo más y tampoco fue necesario, Sarah tomó su mano de inmediato ante las
pasmadas miradas del resto de damas ante semejante atrevimiento por su parte. No le había
solicitado el baile, mucho menos había firmado en su carnet, simplemente, con su comportamiento,
pasando por alto las escrupulosas normas de etiqueta social, había dejado algo claro entre el grupo
de cotillas. Puede que Sarah, en su inocencia, no se percatase, pero estaba seguro de que había
sembrado la sospecha entre ellas de que el vizconde Millard se sentía con derechos sobre lady Sarah.
Conforme se alejaban, notó que todas las miradas se dirigían hacia lady Clarke, tal vez esperando una
explicación por su parte. Sin embargo, la taimada mirada de la condesa estaba fija sobre ellos. A
Marcus le fue imposible deducir lo que le rondaba por la cabeza a esa mujer, su expresión no
mostraba sentimiento alguno.
Comenzaron a bailar y un estremecimiento de los hombros de Sarah llamó su atención. Bajó la
mirada para ver cómo una risilla escapaba de sus labios.
―¿Encuentra algo particularmente gracioso, milady? ―preguntó confuso.
Sarah lo miró con un brillo alegre en sus preciosos ojos de cervatillo.
―La expresión de mi madre cuando ni usted solicitó baile alguno ni yo dudé en aceptar su…
¿ofrecimiento?
Marcus rio entre dientes.
―Me temo que, en estos momentos, las otras damas estarán acribillando a preguntas a lady Clarke
―murmuró socarrón. No pudo evitar la pregunta―. ¿Qué cree que les dirá?
Ella se encogió de hombros, aún sonriendo.
―Quién sabe, la mente de mi madre es imprevisible. Tal vez, que me había solicitado el baile con
anterioridad. ―Hizo una mueca―. Lo cierto es que no me importa en absoluto. Solo ver su rostro
estupefacto ya me ha alegrado la noche.
Marcus esbozó una sonrisa.
―Vaya, es una satisfacción conseguir animarla ante una previsiblemente aburrida velada.
Sarah volvió a soltar otra risilla. Los ojos de Marcus se desviaron hacia sus labios. «Sigue
hablando, idiota, o te pondrás en evidencia», pensó.
―Me preguntaba, ¿ha hablado ya con su madre? ―Tal vez con un tema más delicado su
entrepierna lo dejase en paz.
―No. Debo esperar unos días, si no, sospechará.
«Chica lista», pensó Marcus, aunque ya suponía que lo haría así.
De repente, a Marcus se le ocurrió algo para buscar la llave que evitaría que lady Clarke sospechara
de Sarah. Esperó hasta que finalizó el baile.
―¿Le importa que paseemos un poco por el salón? Debo comentarle algo.
Sarah negó con la cabeza.
―Me encantaría.
Comenzaron a pasear por los laterales del salón, Marcus intentaba evitar que alguien pudiese
escucharlos.
―Creo que tal vez he encontrado la manera de buscar esa condenada llave y evitar que lady Clarke
sospeche de usted.
Sarah frunció el ceño mientras lo miraba brevemente para volver a fijar la vista en el salón.
―¿Cómo?
―O’Heary, mi detective, podría introducirse en su residencia y buscarla. Él sabría dónde buscar.
El problema, uno de ellos, sería la doncella de su madre, y lord Clarke, por supuesto. Tendría que
hacerse durante una velada a la que acudiesen los dos.
Sarah pareció pensarlo.
―Mi padre no sería problema, podría convencerlo de que nos acompañase, pero la doncella de mi
madre… me temo que no conozco sus costumbres… ¡Poppy! ―exclamó.
―¿Quién? ―inquirió confuso Marcus.
―Mi doncella, la conoce…
―Ah, la muchacha que carraspeaba tanto en aquel lodazal ―murmuró Marcus socarrón―. Por
cierto, ¿se ha recuperado de su ronquera?
Sarah rodó los ojos al tiempo que disimulaba una sonrisa.
―Completamente.
―Es bueno saberlo, la verdad, me preocupaba un poco tanta tos.
Otra risilla de ella. Marcus la observó con ternura. Durante tres años la había visto vagar por los
salones como alma en pena, y verla sonreír tan a menudo, y ser él el causante… Cómo deseaba
hacerla sonreír todos los días, de preferencia en su cama. Demonios, se sentía raro imaginando a
Sarah… bueno, imaginándola; el cómo era indiferente. Carraspeó para alejar esos inoportunos
pensamientos.
―¿Cuándo podría averiguar algo de su doncella?
Sarah se encogió de hombros.
―No lo sé, tal vez mañana.
Marcus asintió con la cabeza.
―Bien, entonces, a partir de mañana podríamos coincidir en la hora del paseo. Procuraré que lady
Dudley me acompañe para evitar murmuraciones si nos detenemos en el saludo demasiado tiempo.
Sarah levantó los ojos hacia él. Su mirada brillaba esperanzada.
―Sería maravilloso… Gracias, lord Millard ―susurró.
«Espero que tus ojos sigan brillando así después de que haga lo que tengo que hacer, pequeña»,
pensó algo contrito.
k Capítulo 9 l
―¿VAS a permitir que irrumpa en una residencia de la nobleza para robar? ―Michael estaba perplejo
tras escuchar el plan de su amigo.
―Bueno, técnicamente no se trata de robar ―se excusó Marcus.
Michael esbozó una sonrisa torcida.
―Oh, ¿y cómo lo llamarías?
Marcus se encogió de hombros.
―¿Recuperar una prueba de la policía?
La carcajada de Michael sobresaltó a Marcus. Era muy raro que su amigo sonriese, ya no digamos
reírse.
―Estaré encantado de revisar la alcoba de esa arpía ―murmuró socarrón―. Tal vez encuentre
alguna cosa más y consigamos resolver viejos casos, quién sabe los secretos que guarda esa mujer.
Marcus observó el brillo de los ojos de Michael al pensar en la posibilidad de descubrir algún
secreto de una aristócrata. Si esa mujer tenía algo escondido, Michael descubriría hasta las veces que
se había resfriado durante su infancia. Ni él ni Darrell conocían nada de su pasado: además de que
Michael era sumamente reservado, jamás entraba en una conversación remotamente personal,
mucho menos si en algo le implicaba a él.
―Te avisaré cuando lady Sarah me comunique la noche apropiada.
Michael sonrió ladino.
―Cancelaré mis citas desde esta misma noche.
Marcus rodó los ojos. Que Michael no hablase de su vida privada no significaba que tanto Darrell
como él no tuviesen la certeza de que era un hombre sumamente atractivo, a pesar de la pequeña
cicatriz que tenía en la mejilla izquierda, y que no tenía problema alguno a la hora de encontrar una
dama que calentase su cama… o él las ajenas, ya puestos. Marcus sonrió en su interior, se temía que
más de una dama estaría desilusionada por la decisión de Michael.
r
Tras dos días de infructuosos encuentros en Hyde Park, al tercero, la expresión expectante de
Sarah al acercarse a él y a Nora le indicó que por fin podrían actuar.
Tras los saludos de rigor, comenzaron a pasear, con Nora en medio de ambos, guardando el
decoro.
―Su doncella se retira para descansar un poco en cuanto mi madre sale para alguna fiesta
―comenzó Sarah apresuradamente.
Nora sonrió.
―Sarah, cálmate, nadie nos escucha, podemos hablar con tranquilidad.
Mientras Sarah se ruborizaba, Marcus contenía una sonrisa.
―Disculpad ―murmuró mortificada.
Nora apretó la mano que Sarah tenía sobre su brazo.
―No pasa nada, entendemos tu excitación.
Por la mente de Marcus pasó otro motivo por el cual disfrutaría mucho más de la excitación de
Sarah. Meneó la cabeza, demonios, ni siquiera en un momento así podía dejar de pensar en tenerla
bajo él… o encima… o… ¡Mierda! Se obligó a escuchar.
―Como decía, suele retirarse y no regresa a los aposentos de mi madre hasta que el mayordomo la
avisa de que el carruaje se aproxima.
Nora enarcó una ceja.
―¿Vuestro mayordomo está pendiente de avisar a la doncella de su señora? ―inquirió
desconcertada. Esa no era ni de lejos la tarea de un mayordomo. De hecho, cada sirviente de una
casa noble sabía cuáles eran sus obligaciones sin que nadie tuviese que recordárselas o estar
pendiente de que las realizasen, mucho menos el mayordomo, el sirviente de mayor rango.
Sarah se ruborizó.
―En realidad, según Poppy… Bueno, parece ser que ellos son… buenos amigos.
El rostro de Sarah parecía a punto de estallar, lo que provocó que Marcus tuviese que morderse
un carrillo para evitar romper en carcajadas.
―He convencido a mi padre para que nos acompañe la noche de mañana a la fiesta de los condes
de Weston. Poppy dejará la ventana de mi alcoba sin cerrar. Hay una celosía, supongo que al señor
O’Heary no le será difícil escalarla. Poppy lo guiará hasta los aposentos de mi madre.
A Marcus no le agradó la idea de que O’Heary entrase en la alcoba de Sarah, pero se cuidó muy
mucho de expresarlo. Al fin y al cabo, no se trataba de revisar su alcoba, sino la de su madre.
r
La noche de la fiesta de los Weston, Marcus estaba pendiente de la llegada de los condes de Clarke
y su hija. Si todo salía tal y como lo habían planeado, a la mañana siguiente Sarah y su familia estarían
libres de las maquinaciones de lady Clarke, y él podría… No acababa de agradarle lo que tenía en
mente para conseguir la mano de Sarah, ni siquiera se había parado a pensar en la razón de su
desconcertante decisión de convertirla en su esposa a toda costa, pero se temía que una proposición
socialmente adecuada sería rechazada por su parte.
Dejó pasar algunos bailes antes de acercarse a lord Clarke y a su hija. La condesa ya se encontraba
con sus sempiternas amigas, sin prestar la menor atención a su marido y a su hija.
―Lord Clarke ―saludó con una breve inclinación.
―Vizconde, un placer saludarlo ―repuso el conde.
Marcus dirigió su mirada hacia Sarah.
―Lady Sarah.
Ella hizo su reverencia, al tiempo que Marcus preguntaba al conde:
―¿Tengo su permiso para bailar con lady Sarah, milord?
―Por supuesto, Millard.
Marcus ofreció el brazo a Sarah y ella lo enlazó con una tímida sonrisa.
Una vez en la pista de baile, Marcus notó una leve tensión en ella.
―¿Se encuentra bien, milady? ―inquirió solícito.
―Sí. Es solo… Bueno, no puedo negar que estoy un poco nerviosa ―admitió ella―. ¿Cree que el
señor O’Heary podrá encontrar…?
Marcus sonrió ladino.
―Si alguien puede encontrar algo, por muy oculto que esté, ese es O’Heary, milady. No se
inquiete, todo se resolverá.
Sarah asintió. Confiaba en Millard. Exudaba una seguridad en sí mismo como pocos caballeros, y
durante lo poco que había coincidido con el señor O’Heary le había parecido un hombre de honor.
Un poco adusto, pero la simpatía tampoco es que fuese condición imprescindible para ser un buen
policía, ¿no?
Marcus buscaba frenético una excusa para poder estar a solas, al menos lo suficientemente a solas
que permitiese la etiqueta, para poder conversar tranquilamente con Sarah. Deseaba conocerla,
averiguar el porqué de su aversión al matrimonio, si es que había tal aversión. Si iba a llevar a cabo su
plan, tendría que cerciorarse de que no era a costa de la felicidad de ella.
―Me preguntaba si le apetecería salir a la terraza y respirar un poco de aire puro. Todo lo puro
que puede ser el aire de Londres.
Sarah miró intranquila en derredor. Su madre no estaba a la vista y había visto a su padre dirigirse
a la sala de caballeros. Marcus sintió que lo invadía una sorda rabia, no soportaba la alarma que
saltaba en sus ojos cada vez que, fuera de la vista de su madre, le proponía alguna actividad que otras
damas no tendrían problema en aceptar, siempre en los límites del decoro.
Salieron a la terraza, colocándose a la vista del interior. No había muchos invitados rondando
alrededor y Marcus decidió hacer la pregunta que le rondaba desde hacía tiempo.
―Me pregunto… ¿por qué no desea un matrimonio, lady Sarah? ―inquirió sin mirarla.
Sarah frunció el ceño atónita.
―¿Disculpe? ―¿Qué clase de pregunta era esa?
Marcus giró el rostro hacia ella, escrutándola con atención.
―No es mi intención ser impertinente, pero me ha llamado la atención el poco interés, por no
decir nulo, que muestra por el matrimonio. He de decir que en una dama resulta raro. ―Dándose
cuenta de cómo podría interpretar la última frase, añadió―: No me malinterprete, no quiero decir
con esto que crea que el matrimonio es el único futuro de una dama, sino que la mayoría desean
hijos, su propia familia…, al igual que muchos caballeros, por cierto.
Sarah se tensó. ¿Cómo explicarle que no es que no desease hijos, familia, un marido que la amase,
sino que ella jamás podría aspirar a ello? Se había labrado a conciencia una reputación de sosa para
evitar las artimañas de su madre. Ningún caballero en su sano juicio se ofrecería por ella. Si ni
siquiera le solicitaban un baile…, mucho menos un cortejo.
Suspiró, ¡qué más daba una humillación más!, aunque fuese delante del único hombre que deseaba
que la viese interesante y atractiva. No cambiaría nada, y a pesar de entender que era una
conversación demasiado personal, sabía que Millard no levantaría ningún rumor sobre ella ni se
burlaría.
―Llevo casi cuatro temporadas a mis espaldas, milord, y en ninguna, caballero alguno ha
mostrado el más mínimo interés por mí. En realidad, no me importa. ―Se encogió de hombros―.
Por supuesto que hubiese deseado mi propia familia, hijos, un marido que… ―«Que te amase»,
completó por ella Marcus en su mente―. Pero sé que no va a suceder. Solo espero cumplir mis
veinticinco y poder ser libre… de mi madre.
―¿Qué se supone que ocurrirá cuando cumpla esa edad, milady?
Sarah desvió la mirada del rostro de Marcus para fijarla en los jardines.
―Podré disponer de mi dote y tendré la oportunidad de marcharme de Londres.
―¿Y qué hará? Si me permite preguntar. ―Marcus estaba perplejo, ella misma se había labrado su
fama de sosa. Al igual que la había ideado, podía destruirla en cualquier momento y mostrarse tal
cual era. Cualquier hombre, hasta el más exigente, estaría encantado de ofrecerse.
Ella ladeó la cabeza.
―No lo sé, puede que abra una librería, o una escuela para niños sin posibilidades, el caso es que
podré disponer de mi vida.
Esa frase golpeó a Marcus como si le hubiesen dado un puñetazo. Él pretendía quitarle eso, su
libre elección. Desechó ese incómodo pensamiento. Sarah había vivido toda su vida sojuzgada por
su madre, pero él no la reprimiría, conseguiría que fuese ella misma, ella brillaría por sí sola, no sería
lo mismo que con su madre en ningún caso. Eso lo tranquilizó… un poco.
―Sin embargo, podría utilizar su cumpleaños para dejarse ver tal y como es en realidad. Su madre
ya no tendría influencia alguna sobre usted ―intentó Marcus.
Sarah soltó una risita amarga.
―¿Con veinticinco años, milord? Para los caballeros sería prácticamente más invisible de lo que
soy ahora, se me podría considerar casi una anciana.
Marcus no supo lo que le hizo tomarla del brazo y arrastrarla hacia las sombras de la terraza.
Quizá la sensación de resignación que escuchaba en ella, quizá la rabia por que se sintiese tan
insignificante, quizá su deseo de demostrarle que ella era hermosa, digna de ser amada, con
veinticinco o con treinta y cinco, para el caso.
Sarah jadeó sorprendida ante la reacción de Marcus. Este lanzó su mano hacia la nuca de la
muchacha y, bajando la cabeza, tomó su boca con los labios. Su beso comenzó con posesividad, con
ansia, hacía mucho que deseaba besarla, sin embargo, se obligó a contenerse, Sarah era inocente,
nunca había sido besada. Deslizó sus labios por los de la muchacha al tiempo que su lengua rozaba
sus comisuras. Sarah, instintivamente, entreabrió su boca y Marcus aprovechó para introducirse en
ella y saborearla a conciencia.
Pasado el primer momento de estupor, Sarah correspondió con timidez e inexperiencia al beso.
Alzó sus manos para enlazarlas en el cuello de Marcus, se temía que, si no se aferraba a algo, sus
rodillas no la sostendrían. Dios Santo, nunca en su vida pudo suponer que recibir un beso de un
hombre fuese así de… ¿maravilloso? Ni siquiera podía describirlo, solo notaba su cuerpo encenderse
y la necesidad de apretarse contra él. Pero claro, era Millard, intuía que esas sensaciones no las
sentiría con ningún otro.
Marcus gimió cuando la lengua de Sarah respondió con timidez a la suya. Era deliciosa. La mano
que tenía en la cintura femenina apretó su cuerpo contra el suyo. Por Dios, Sarah respondía con un
enloquecedor abandono.
Sarah, fascinada, permitió que Marcus la estrechara contra… contra la dureza que notaba ante su
vientre y que hacía que su intimidad femenina se tensara hasta casi dolerle de anticipación. Se movió
más hacia él y el gemido masculino le produjo una sensación desconocida, de poder, de sentirse
deseada.
Marcus, al notar el meneo de Sarah contra su excitada virilidad, despertó de la ensoñación. Por
Dios, estaban en plena terraza, cualquiera podría verlos y, aunque no le importaba en absoluto, ese
era su plan, no era el momento ni el lugar. No, hasta que ella supiese que estaba a salvo de la
amenaza de su madre.
Renuente, deshizo el beso con suavidad. Sus ojos se encontraron con los de Sarah, y durante unos
instantes pareció que se hablaban con la mirada: Marcus expresando su amor por ella, y ella…,
bueno, en sus ojos, algo velados por el deseo, brillaba algo parecido a la fascinación, a la sorpresa.
Marcus pensó esperanzado que, tal vez, ella sentía lo mismo que él, al menos afecto. No respondería
así de apasionada si no sintiese nada por él, ¿verdad?
Sarah pareció despertar al notar el vacío que el cuerpo de Marcus, al alejarse, había dejado en el
suyo. Lo miró entre asombrada y confusa y, tras unos instantes, se giró para entrar precipitadamente
en el salón.
Marcus la observó marcharse, ¿la habría ofendido?, ¿lo había estropeado todo con su impaciencia?
Meneando la cabeza con frustración esperó unos minutos para darse tiempo a calmarse y la siguió al
interior. Sintiese lo que sintiese por lady Sarah Clarke, ella sería su vizcondesa. Estaba decidido. No
permitiría que lady Clarke siguiese aterrorizándola, odiaba ver en sus ojos la resignación y la tristeza:
él la protegería, su madre no volvería a acercarse a ella cuando fuera su esposa, así escandalizase a
toda la alta.
Margaret Clarke había observado la salida de la pareja y más tarde el regreso de su hija, sola y con
las mejillas arreboladas. Sonrió con malicia. Su placer sería mayor si Sarah sentía algo por lord
Millard; casarla con el vizconde Seamus, sabiendo que sus afectos estaban en otro hombre, sería la
guinda perfecta para su castigo. Millard no sería una buena opción si quería llevar a cabo sus planes.
Vivía en Londres, demasiado cerca; Seamus, en cambio, apenas salía de su residencia familiar en
Cornualles; además, estaba el asunto de la dote, pensó codiciosa.
r
Cuando Sarah llegó a su alcoba ni siquiera recordaba que esa noche había sido la intrusión de
O’Heary en los aposentos de su madre. Su mente estaba en Marcus y en ese beso, su maravilloso
primer beso. ¿Por qué lo habría hecho? En ningún momento el vizconde había dado a entender que
sintiese por ella algo más que afecto; desde luego, en absoluto deseo, claro que… ella qué sabía.
Jamás había notado sobre ella ninguna mirada lujuriosa, para el caso, ninguna mirada digna de
recordar. Rozó sus labios con los dedos soñadora. ¿Estaban hinchados? Echó una furtiva mirada al
espejo. Algo más sonrosados de lo habitual, sí, pero la turgencia que había notado instantes después
del beso había desaparecido. Absorta, ni se percató de que Poppy le hablaba.
―Milady…
La miró como si la pobre doncella se hubiese materializado de repente en su alcoba.
―Perdona, Poppy, ¿decías? ―Carraspeó. Su voz sonaba extraña. Por Dios, ese beso le había
dejado la mente hecha papilla.
―No ha habido problema alguno, milady, el caballero entró y salió sin ser visto.
Sarah frunció el ceño.
―¿Quién? ―¿De qué hablaba?
Poppy enarcó una ceja mientras la observaba especulativa. ¿Qué habría pasado en el baile para que
su señora hubiese llegado en tal estado de confusión?
―El caballero, milady, el señor O’Heary ―aclaró recelosa.
―Ah sí, estupendo. Gracias, Poppy ―murmuró Sarah distraída.
¿Estupendo?, ¿gracias? ¿Acababan de posibilitar que registrasen los aposentos de la condesa y eso
era todo? Poppy cada vez estaba más desconcertada.
Cuando la doncella acabó de prepararla para dormir y se hubo retirado, Sarah, metida en la cama,
no dejaba de evocar lo sucedido en la terraza. Los sentimientos que tenía hacia Millard habían salido
a flote cuando él la había besado, pese a todo su cuidado en relegarlos en lo más profundo de su
corazón. No podía permitírselo. Aunque consiguiesen detener a su madre, ella no la dejaría en paz.
Si había una oferta por parte del vizconde, y a pesar de que veía a lord Millard perfectamente capaz
de restringir sus visitas en el caso improbable de que llegasen a un matrimonio, lady Clarke era su
madre, no podían incurrir en el escándalo que surgiría si su supuesto marido le prohibía ver a su hija.
Y sabía que a su madre eso le traería sin cuidado, lanzaría su lengua a pasear y soltaría toda clase de
calumnias sobre ellos. No podía permitir que la reputación de Millard y su puesto en la policía se
resintiesen a causa de su desquiciada madre.
Pensó con tristeza que eso sería todo lo que podría haber entre ellos: un beso que recordaría toda
su vida, las grandes y preciosas manos de Millard acariciándola y nada más.
r
La sonrisa de satisfecha arrogancia de Michael le dijo a Marcus que la expedición nocturna había
tenido éxito.
Michael lo esperaba arrellanado en el sillón acostumbrado. En cuando lo vio entrar, metió una
mano en el bolsillo y sacó la maldita llave, que agitó jocoso ante Marcus.
Mientras la tomaba, Marcus preguntó.
―¿Te resultó difícil encontrarla?
Michael hizo un gesto displicente con la mano.
―Bah, una aficionada. Apenas utilicé unos minutos para encontrarla en el lugar habitual.
―¿Las damas tienen un lugar habitual para esconder cosas? ―inquirió receloso Marcus.
―Por supuesto. ―Michael lo miró como si fuese lelo―. No sé por qué razón suponen que, si
alguien entra a robar, será lo suficientemente caballeroso como para no mirar entre su ropa íntima
―murmuró con un leve tono de extrañeza―. Como si los ladrones hubieran sido educados en Eton
―masculló mientras meneaba la cabeza desconcertado. ¿Cuál será el siguiente paso? ―inquirió
Michael mientras observaba a Marcus guardar la llave en la caja fuerte de su despacho, donde
también se hallaba la caja con el vestido de lady Clarke.
Mientras se sentaba, Marcus sopesó las opciones. En realidad, haber conseguido la llave lo único
que posibilitaba era el fin del chantaje de lady Clarke a su marido y a su hija.
―No podemos utilizarla como prueba, me temo ―argumentó Marcus, mientras Michael asentía en
señal de conformidad―. No podemos probar que estaba en su poder, y desde luego, mucho menos
admitir que la has… recuperado de sus aposentos privados.
Un músculo latió en la mandíbula de Michael.
―Otra aristócrata que sale impune ―masculló con frialdad―. Aunque siempre podríamos
argumentar que ha sido su hija quien nos la ha proporcionado, al igual que el vestido.
Marcus lo miró con recelo. Por el tono de voz de su amigo, entendía que no era la primera vez
que se había encontrado en la misma situación. Pero Michael era una tumba en cuanto a su pasado.
―Lady Clarke está acostumbrada a obtener lo que desea, sea cual sea el precio. Lo único que sí
podríamos utilizar sería el vestido, las lavanderas corroborarán que ellas se lo entregaron a lady
Sarah, pero podría justificarlo argumentando que se cortó ella misma; sin embargo, el asunto de la
llave es diferente, la condesa podría aducir que donde encontró esa maldita llave su hija fue en la
alcoba de Camoys. Toda la alta conoce la distante relación entre madre e hija, lo hará ver como una
venganza hacia ella, y ¿a quién supones que la nobleza creerá? No, tendremos que esperar. Cometerá
algún error, quizá no a causa de este caso, y entonces, tal vez… Por lo menos hemos evitado que,
además de su crimen, chantajee a su familia amenazando con culpar a un inocente ―ofreció Marcus.
Michael se levantó con indolencia.
―Supongo que tendrá que valer.
―Me temo que sí ―murmuró Marcus.
k Capítulo 10 l
MARCUS, acompañado de Nora, paseaba por Hyde Park con la esperanza de encontrarse con Sarah.
Ardía en deseos de decirle que no tenía nada que temer de lady Clarke. El conde podía mandar al
diablo a lord Seamus si este se atreviese a proponerse.
Notó un nudo en el estómago cuando la vio acercarse seguida de su fiel doncella. Demonios, ¿qué
tenía esa muchacha que conseguía que se sintiese como un crío imberbe con su primer amor? Había
estado con bastantes damas como para tener muy claro que lo que sentía por ella no lo había sentido
jamás, ni siquiera por Eleanor, pero ya había confundido una vez la lujuria con el enamoramiento.
Lady Sarah Clarke había pasado de ser la sosa Sarah a la seductora Sarah, sin que él apenas se diese
cuenta, tal vez fuese ese el motivo de su fascinación por ella.
En cierto sentido, esperaba que ella se mostrase incómoda al verlo tras lo sucedido en la terraza la
noche anterior, sin embargo, Sarah mantenía una serenidad encomiable. Tal parecía que el beso
simplemente había sucedido en su imaginación, y no pudo evitar sentirse un poco desilusionado.
¿Acaso para ella había significado tan poco que ni siquiera se ruborizaba como debería esperarse de
una dama soltera?
Sin embargo, el alivio que se reflejó en su rostro cuando le comunicó que la llave estaba en su
poder provocó una sonrisa de masculina satisfacción en Marcus. Nora enarcó una ceja mientras lo
miraba de reojo.
Sarah se obligó a tranquilizarse cuando vio la alta figura de Millard acercarse con lady Dudley. No
deseaba que él notase cuánto le había afectado su beso, sobre todo porque debía, tenía, que asumirlo
como un hecho aislado que no se volvería a repetir.
Tras comunicarle el vizconde el feliz resultado de la incursión de O’Heary en la alcoba de su
madre, se forzó a reprimir su entusiasmo volviendo a su disfraz de sosería. Tal vez él concluyese que
ella en realidad era así, sosa, invisible y descartable, y acabase alejándose como los demás caballeros.
Cuando Sarah se alejó con la intención de comunicarle a su padre que no tendría que plegarse a
los deseos de la condesa, Nora giró su rostro hacia Marcus.
―¿Y bien?
Marcus desvió ligeramente la mirada de la figura de Sarah.
―Y bien, ¿qué?
―¿Cuándo le harás tu propuesta? ―murmuró Nora mientras inclinaba la cabeza en saludo hacia
unos conocidos con los que se cruzaban en ese momento.
―No habrá propuesta alguna ―murmuró Marcus.
La vizcondesa frunció el ceño.
―¿Cómo dices? ―inquirió perpleja―. Si estás loco por ella, a duras penas consigues disimularlo.
Es más, hay momentos en que ni lo consigues ―añadió sarcástica.
―Ella no me aceptará ―repuso Marcus, obviando el comentario sobre sus sentimientos por Sarah.
Ante el gesto de estupefacción de Nora, se apresuró a aclarar―: Está obsesionada con poder escapar
de su madre y me temo que supone que, si acepta a algún caballero, lady Clarke seguirá interviniendo
en su vida.
Nora encogió un hombro.
―Supongo que eso dependerá de la clase de caballero que escoja. No muchos permitirían
injerencias de la suegra en su matrimonio.
Marcus meneó la cabeza con frustración.
―Me temo que tiene demasiado miedo a lo que pueda llegar a hacer su madre. Mucho más si
rechaza a Seamus para aceptar a otro. Lady Clarke no permitiría que volviera a socavar su autoridad.
―Entonces me temo que tendrás que resignarte.
Marcus esbozó una sonrisa ladina. Al verlo, Nora murmuró recelosa.
―¿Qué tramas, Marcus?
―Bueno, hay situaciones en las que un caballero no tiene más remedio que responder con honor
―contestó con aparente indiferencia.
Nora se detuvo, provocando que Marcus lo hiciera a su vez.
―¡Ni se te ocurra! ―siseó indignada―. No puedes manipularla al igual que hace su madre, Marcus.
―No lo sabrá.
―¿Durante cuánto tiempo? ―inquirió Nora―. Tarde o temprano lo descubrirá, descubrirá que fue
una maniobra tuya para forzarla a un compromiso, y que Dios te ayude con las consecuencias.
Marcus la miró especulativo. ¿Y si tenía razón? De hecho, él también tenía sus dudas, pero por
más que le había dado vueltas, no encontraba otro modo. Sarah, y en realidad tenía motivos más que
de sobra, temía a su madre lo suficiente como para no colocar a nadie más en su punto de mira. No
lo aceptaría, estaba seguro, y él la deseaba a su lado, más que nada que hubiese deseado jamás.
―No tengo otra opción, Nora ―murmuró quedamente.
Nora negó con la cabeza.
―Entonces rogaré para que, cuando ella se entere de tu treta, sea capaz de perdonarte.
―Si siente algo por mí, lo hará ―insistió Marcus con terquedad.
«No, Marcus, precisamente acabará odiándote por manipularla», pensó Nora abatida.
r
―¿Estás completamente segura de lo que dices? ―inquirió atónito el conde.
Sarah, nada más poner un pie en Clarke House, se había encaminado hacia el despacho de su
padre.
―Completamente, madre no podrá hacerle daño alguno a Henry, ni ahora ni en un futuro
―respondió Sarah exultante de alegría―. Y ya no hay obstáculo alguno para que rechaces a lord
Seamus.
―Pero… ¿cómo? Sarah, ¿qué era lo que tenía Margaret para poder destruir a Henry? ―insistió
lord Clarke con recelo.
Sarah dudó un instante. No podía decirle a su padre lo que su condesa había hecho. Él ya había
sufrido bastante por su causa, y si aún encima se enteraba de que su esposa era capaz de llegar al
asesinato…
―Por favor, no puedo explicártelo. ―«No sin hacerte un daño irreparable», pensó―. Pero confía
en mí ―señaló suplicante Sarah.
Su padre, intranquilo, meneó la cabeza.
―Sarah, no me gusta. No me agrada la sensación de estar a ciegas en algo que afecta a mis hijos,
esté solucionado o no.
Sarah buscó desesperada una manera de tranquilizar a su padre.
―Durante la cena, le informaré de que he decidido rechazar al vizconde, solo te pido que me sigas
la corriente y me respaldes. Te doy mi palabra de que, si es necesario, te pondré al tanto de lo que he
averiguado. ―El conde enarcó una ceja―. Papá, hay partes en esa historia que no son mías para
contarlas. ―No podía desvelar la pertenencia de lord Millard a la policía, y si le relataba a su padre lo
que sabía, tendría que exponer al vizconde y, aunque tenía la certeza de que el conde sería discreto,
prefería no revelar nada si no era absolutamente necesario.
Clarke asintió.
―De acuerdo, pero una cosa, hija: en cuanto todo esto pase, quiero saberlo todo, absolutamente
todo ―advirtió severo.
Sarah se levantó para abrazar a su padre.
―Te lo prometo, te contaré todo lo que sé… cuando haya transcurrido algo de tiempo y no esté
tan reciente.
Salió del despacho del conde con el corazón ligero: por fin era libre.
r
Durante la sombría y silenciosa cena, a la que había acudido Henry, Sarah supuso que llamado por
su padre, esperó el momento adecuado para darle la noticia a su madre. Y ese llegó cuando su madre
se disponía a levantarse para dejar a los hombres a solas.
―Madre, ¿podrías aguardar un momento, por favor? Hay algo que deberías saber… Bueno, en
realidad, padre y tú ―comentó Sarah con fingida indiferencia, ya que interiormente sentía el
estómago agarrotado por los nervios.
Margaret la miró con el ceño fruncido, pero nada dijo.
―He decidido que no aceptaré un compromiso con lord Seamus ―confesó Sarah con frialdad.
Su madre esbozó una torcida sonrisa.
―Me temo que tu opinión es irrelevante. Esa decisión nos corresponde tomarla a Clarke y a mí.
―En efecto ―repuso el conde―, y yo ya he tomado la mía. ―La condesa no pudo evitar dirigirle
una mirada de triunfo a Sarah.
―No aceptaré la propuesta de Seamus ―continuó Clarke―. Sarah no se casará con un hombre
que podría ser su abuelo. Ella decidirá cuándo, cómo y con quién.
―¡¿Cómo dices?! ―espetó la condesa, al tiempo que le lanzaba a su marido una aviesa mirada―.
Creí que me había expresado con claridad cuando te comenté que el vizconde estaba interesado en
Sarah y las razones para aceptar el compromiso. ―Levantó la barbilla con altanería―. Pero, por lo
que parece, no fui lo suficientemente clara, ¿debo repetirme? ―masculló con sequedad.
―No, madre, no es necesario ―intervino Sarah reprimiendo su rabia a duras penas―. Esas…
razones me temo que ya no existen, ya no hay motivo alguno para aceptar a lord Seamus.
―¡Cállate, tú no sabes nada! ―exclamó colérica la condesa.
―Me temo que sé lo suficiente como para asegurarte que se ha acabado ―masculló Sarah glacial―.
Ya no tienes el poder que creías tener sobre nosotros.
La condesa le dirigió una mirada asesina a su hija.
―Eso lo veremos, Sarah.
―Por supuesto ―contestó con arrogancia―. Es más, te recomiendo que subas a tu alcoba a
cerciorarte de que lo que te he dicho es cierto.
La condesa palideció, sin embargo, arrojó su servilleta sobre la mesa y se levantó con brusquedad.
Sin dar tiempo a que su marido y su hijo se levantasen, salió del comedor invadida por la furia.
Sarah suspiró aliviada, mientras Henry miraba alternativamente a su padre y a su hermana.
―¿Qué demonios ha sido todo eso? ―murmuró perplejo.
El conde sonrió con sarcasmo.
―Me atrevería a decir que tu hermana ha acabado con el reino de terror que lady Clarke había
implantado en esta casa ―aseveró mientras miraba cómplice a su hija.
Henry enarcó una ceja con desconfianza.
―No estaría tan seguro, milady tiene más vidas que los gatos.
Sarah sonrió.
―Te aseguro que en estos momentos casi las ha agotado todas, Henry.
Un alarido de frustración y rabia se escuchó en ese momento. Sarah se encogió de hombros.
―Acaba de agotar la última que le quedaba ―murmuró mordaz―. Deberíamos prepararnos para la
fiesta de los Walker, creo que esta noche todos vamos a disfrutar por primera vez en mucho tiempo.
―Sobre todo, porque estaba segura de que su madre no acudiría.
r
Marcus conversaba con sus amigos cuando los Clarke hicieron su entrada. Al momento notó la
diferencia en Sarah. Mientras que otras veces hacía su entrada intentando pasar desapercibida, cosa
que lograba con creces, esta vez resplandecía. Frunció el ceño al observar su atuendo. Ni rastro de
los vestidos recatados y de tonos apagados que no dejaban ver ni un rastro de piel. El escote de su
vestido, de un precioso color verde esmeralda, dejaba sus hombros al descubierto, al igual que
mostraba algo más que el nacimiento de sus senos. Tragó en seco. Lady sosa Sarah había
desaparecido. Echó un vistazo alrededor para ver cómo, caballeros que no le habían dedicado una
segunda mirada en años, para el caso ni siquiera la primera, alzaban las cejas sin quitarle ojo de
encima. Tenía que actuar, no permitiría que ningún cretino se la arrebatase, mucho menos alguno de
esos memos que le habían dedicado el mortificante mote sin mostrar señal alguna de caballerosidad.
―Por el amor de Dios ―susurró Kenneth a su lado―, vaya con lady sosa Sarah ―espetó socarrón.
Marcus lo miró con dureza.
―No tiene un solo gramo de sosería en su cuerpo, ni antes ni ahora, y te rogaría que delante de mí
obvies ese desagradable apodo.
Kenneth y Darrell se miraron, al tiempo que Darrell esbozaba una media sonrisa.
―¿Será esta noche cuando te ofrezcas por ella? ―inquirió Darrell con indiferencia.
―No. Será esta noche cuando mi honor responda por ella ―masculló Marcus sin sorprenderse
por la agudeza de su amigo. La capacidad de observación de Darrell era legendaria.
Las miradas jocosas se convirtieron en alarmadas.
―¿De qué demonios hablas? ¿No pretenderás comprometerla? ―siseó Kenneth―. No funcionará,
Marcus, te lo puedo asegurar.
―No tengo otra opción. ―Miró a sus amigos―. ¿Cuento con vosotros?
―¡Joder, Marcus, Celia me matará! ―exclamó Kenneth.
Darrell, después de escrutar el rostro de su amigo, asintió.
―Pero tú le explicarás a nuestras esposas la razón de exponerla al escándalo, por absurda que sea.
No van a tomarse de buen grado que le tiendas una trampa, me temo que les agrada lady Sarah.
¿Qué deseas que hagamos?
r
Sarah había decidido que esa noche relegaría los recatados y anodinos vestidos que acostumbraba
a usar. Por primera vez desde que había debutado deseaba sentirse como otras damas, deseaba, de
alguna manera, ser vista. No precisamente para atraer a ningún caballero. Si antes no habían
profundizado en su interior, limitándose a ver lo exterior, que siguieran así. No le interesaban en
absoluto, pero se sentía libre para, en caso de que sucediese, aunque solo fuese por curiosidad,
disfrutar de una velada en la que tal vez algún caballero le solicitase un baile, además de los galantes
amigos de Millard, claro está.
Frances se acercó a donde se hallaba junto a su hermano y su padre. Tras los saludos de rigor,
tomó a Sarah del brazo al tiempo que susurraba:
―Me temo que he comenzado la velada con mal pie, alguien me ha hecho un desgarrón en el bajo
del vestido. ¿Te molestaría acompañarme a la sala de damas?
―Por supuesto que no ―repuso Sarah.
Frances sonrió.
―Por cierto, no te lo he dicho, pero estás preciosa. Sabíamos que dentro de ese anodino
envoltorio había una crisálida a punto de convertirse en una hermosa mariposa.
Sarah se ruborizó violentamente.
―Eres muy amable.
―No es amabilidad, Sarah, es la verdad ―repuso Frances, que al momento miró en derredor―.
¿Te importaría adelantarte? Debo avisar a Darrell. No le gusta perderme de vista ―aclaró rodando
los ojos.
―Claro que no. ―Por un momento, Sarah envidió el amor que se profesaban los condes de
Sarratt, sin embargo, se encaminó hacia las escaleras que conducían a la sala de reposo.
Al estar el baile en sus comienzos, no se tropezó con dama alguna. Era muy pronto para que
comenzasen las visitas a la sala de damas, por lo que le llamó la atención que una de las puertas del
pasillo por donde caminaba estuviese abierta. Miró en su interior distraída para encontrarse con
¿lord Millard? hojeando un libro. La habitación era la biblioteca de los Walker.
Se detuvo sorprendida delante de la puerta. ¿Por qué no estaba disfrutando del baile? Apenas
acababa de empezar, debería estar firmando carnets en esos momentos.
Curiosa, murmuró:
―¿Lord Millard?
El vizconde levantó la vista del libro que fingía revisar.
―Oh, lady Sarah. ―Se inclinó cortés. Observando la mirada curiosa de ella, añadió―: Me temo
que me ha sorprendido en falta.
Sarah ladeó la cabeza inquisitiva.
―Lord Walker posee una colección de tomos de leyes muy interesante, tenía un gran interés en
echarles un vistazo, y supuse que al comienzo de la fiesta podría gozar de mayor intimidad. Nadie
suele pasar por estos pasillos hasta que el baile esté más avanzado… o eso creía ―añadió con una
sonrisa.
Sarah miró hacia ambos lados del pasillo. No había un alma y le parecía descortés estar hablando
casi a gritos con el vizconde desde el pasillo. Avanzó dos pasos dentro de la habitación. Al fin y al
cabo, la puerta estaba abierta, ¿no?
―Lady Sarratt me ha pedido que la acompañe a la sala de damas. Subirá en un momento, después
de avisar a su esposo.
―Oh, ¿se encuentra bien? ―inquirió solícito Marcus, volviendo su mirada hacia el libro que tenía
en las manos.
―Sí, es solo un pequeño contratiempo con su vestido ―repuso Sarah. Frunció el ceño con
curiosidad. Era una ávida lectora, y encontrar a alguien tan entusiasmado con un libro le intrigó.
Avanzó hasta situarse frente a Marcus.
―¿Es interesante?
―¿Disculpe?
Sarah hizo un gesto señalando el volumen.
―El libro, parece apasionante.
Marcus se movió, provocando que Sarah tuviese que situarse a su lado para contemplar el tomo.
Él ladeó su cuerpo sosteniendo el libro con una mano, de manera que quien los divisase desde fuera
tuviese la impresión de que la sostenía con la otra mano por la cintura.
―Es un compendio de leyes que abarca casi desde la época medieval ―explicó―, sumamente raro
y sumamente interesante. ―«Por el amor de Dios, ya deberían estar aquí», pensó intranquilo.
Sarah, concentrada en el libro, no se percató de la indecorosa situación en la que podrían
encontrarlos si alguien se aventuraba por el pasillo.
Marcus decidió dar un paso más. Se situó tras ella, sosteniendo el libro con una mano delante del
cuerpo femenino al tiempo que con la otra señalaba en la página. Quien los sorprendiese en ese
momento vería dos cuerpos demasiado juntos, escandalosamente juntos.
―Fíjese, ―Señaló con el dedo―, esta ley en particular, que data del siglo XI, todavía sigue vigente
en la actualidad.
Sarah apenas escuchaba la explicación de Marcus. Solamente notaba la proximidad del cuerpo
masculino. Si echaba un poco hacia atrás su cabeza, esta reposaría en el musculado pecho del
vizconde…
―Estaré encantado de que me muestre esos volúmenes tan especiales, lord Walker… ―Se oyó
una voz masculina demasiado conocida para Sarah.
―Walker suele permitirme consultarlos, gracias a Dios, no es codicioso con sus preciados libros.
―Se escuchó otra voz que Marcus reconoció al instante.
―Si me disculpáis, Sarah me espera en la sala de damas… ―La voz de Frances.
Sarah y Marcus alzaron la mirada hacia la puerta, uno expectante y la otra aterrorizada.
―¡¿Sarah?! ―exclamó lord Clarke.
Frances se detuvo al instante, al tiempo que se giraba para situarse al lado de su marido.
En el umbral se hallaban el vizconde Hyland, lord Walker y los condes de Sarratt, además de su
padre. Sarah palideció.
―Lord Millard, ¿sería tan amable de explicarme la razón por la que se encuentra a solas con mi
hija?
Sarah intentó dar un paso hacia su padre, sin embargo, la mano de Marcus en su cintura la detuvo.
Perpleja, alzó su rostro hacia él mirándolo con curiosidad.
―Me temo que la única explicación posible es la de poder hablar en privado con su hija y
solicitarle que me hiciese el inmenso honor de convertirse en mi vizcondesa, milord ―ofreció
Marcus.
Sarah soltó un jadeo al tiempo que se alejaba bruscamente del cuerpo de Marcus.
―¿De qué demonios habla? ―siseó entre atónita y furiosa.
―Solicitud que lady Sarah ha aceptado, convirtiéndome en el hombre más feliz de Londres
―continuó impertérrito―. Estaré encantado de visitarle en la mañana, lord Clarke, y formalizar la
situación.
Los ojos de Sarah casi se le salen de las cuencas.
―¡¿Qué situación?! Papá, no ha ocurr… ―Se interrumpió al notar un toque de Millard en su
brazo, al tiempo que le hacía un gesto hacia la puerta de la biblioteca. Ya no eran solo su padre, lord
Walker, el vizconde Hyland y los condes de Sarratt, sino que una pequeña multitud se había
congregado en el dintel. Cerró la boca al instante.
―Eso espero, Millard ―contestó con sequedad lord Clarke―. Sarah, ¿estás bien? ―preguntó
pasando la mirada hacia su hija.
Sarah, aturdida, asintió.
―Mientras tanto, si nos disculpan, desearía hablar unos instantes con mi prometida… a solas.
―Casi exigió Marcus.
―Tiene diez minutos, Millard ―admitió el conde, tras mirar a su hija―, y la puerta permanecerá
abierta.
Marcus se inclinó cortés.
―Por supuesto, milord.
Cuando la multitud los dejó solos, Sarah, desconcertada, se sentó en uno de los sillones al tiempo
que retorcía sus manos con nerviosismo.
―Ha sido culpa mía ―murmuró abatida―. No debí entrar. Lo siento, milord, le he puesto en una
situación insostenible… Hablaré con mi padre, lo entenderá…
Marcus se sintió miserable al ver cómo ella se responsabilizaba de algo de lo que era
completamente inocente. Por un instante… pero el daño ya estaba hecho. La reputación de Sarah
estaría destrozada si no seguía adelante con sus planes, y aunque algo, o muy avergonzado de sí
mismo, intentó tranquilizarla.
―Sarah… creo que en estos momentos las formalidades están de más ―murmuró suavemente―.
Lo hecho, hecho está. Tú no tienes la culpa en absoluto. Una desafortunada casualidad, nada más.
―No podemos casarnos, milord ―susurró sin levantar la mirada de sus manos―. Yo… Usted no
me ama, y mi madre… ¡Dios mío, mi madre! ―exclamó angustiada.
Marcus iba a sentarse a su lado cuando ella se levantó con brusquedad, al tiempo que lo miraba
resuelta.
―No voy a aceptarlo, lord Millard ―repuso decidida―. Asumiré las consecuencias de mi error,
pero no lo obligaré a responder por algo de lo que no es culpable.
Marcus sintió que su cuello se calentaba. Él era el único culpable de la situación en la que estaban,
el culpable de la angustia de Sarah, el culpable de que se sintiese responsable de colocarle a él en una
situación que suponía que no deseaba.
―No vas a asumir nada sola, Sarah. Soy tan responsable como tú, debí darme cuenta de dónde
estábamos y evitar colocarnos… colocarte, en semejante situación.
Sarah lo miró con tristeza.
―Mi madre intentará…
Marcus tomó sus manos entre las suyas. Santo Dios, estaban heladas a pesar de los guantes.
―Tu madre no se atreverá a intentar nada, Sarah. Tenemos, tengo demasiadas cosas en contra de
ella, y aunque no podamos utilizarlas, ella no lo sabe.
Sarah meneó la cabeza desolada. Él no la conocía como ella. Lady Clarke no se quedaría de brazos
cruzados.
―Volvamos a la fiesta y mostremos nuestra felicidad por habernos comprometido. Si nos
mostramos seguros y tranquilos, no daremos pie a demasiados rumores. Alguno habrá, por
supuesto, pero se acallarán con el tiempo ―ofreció Marcus al tiempo que extendía su brazo. Sarah,
renuente, lo tomó.
Tras conducirla junto a su padre, Marcus le solicitó un baile. La tranquilidad de lord Clarke, así
como la de Camoys, ante la situación en la que había colocado a su hija, permitió que solo se
levantasen leves murmuraciones que Marcus sabía que se acallarían en cuanto el compromiso fuese
anunciado. Sobre todo, porque no tenía intención de pedir una licencia especial. Las cosas se harían
de manera adecuada. Amonestaciones, cortejo y, un mes después, la boda. De ese modo, no habría
comentario alguno sobre las circunstancias del compromiso.
Había finalizado su baile con Sarah que, aunque sonreía, la sonrisa no le llegaba a los ojos, apenas
habían intercambiado unas frases intrascendentes. De pronto, la mirada que Frances le lanzó hizo
que se dirigiese hacia ella.
Marcus suspiró. Llegaba el momento de tranquilizar a las belicosas esposas de sus amigos.
Darrell y Kenneth sonreían ladinos mientras sus respectivas esposas lanzaban hostiles miradas a
Marcus.
―Espero que tengas una explicación para esta… mezquindad ―espetó Celia en cuanto Marcus
llegó junto a ellos―. Una buena explicación ―añadió hosca.
―Explicación que nos darás mañana en la hora del té y que, por tu bien, esperamos que nos
convenza ―añadió Frances con no menos hostilidad.
Marcus tragó en seco mientras lanzaba una mirada de reojo hacia los regocijados esposos, que se
encogieron de hombros casi a la vez. Asintió un poco atemorizado a la vez que mortificado. Había
comprobado el arrojo de las damas cuando, con la conformidad del conde de Craddock, había
fingido un cortejo con Frances intentado que Darrell espabilase. Sabía que eran ferozmente leales
unas con otras y habían acogido a Sarah bajo sus alas, con lo cual, esa ferocidad se extendía a ella.
Esperaba ser convincente, o la ira de lady Clarke sería un berrinche de crío comparado con la furia
de las damas.
k Capítulo 11 l
DURANTE el desayuno, el conde puso en antecedentes a su esposa de lo sucedido durante la fiesta.
―Espero la visita de lord Millard ―comentó escueto―. El compromiso se anunciará en los
periódicos de mañana.
Margaret ni siquiera se dignó mirar a su marido. Su malévola mirada se clavó en Sarah.
―Así que ese era tu motivo para rechazar a lord Seamus ―masculló―, ya tenías tus miras puestas
en el vizconde Millard.
A Sarah le molestó el tono de desprecio con el que nombró a Millard, sin embargo, nada dijo.
―Sarah no tenía intenciones algunas con Millard ―le contradijo con sequedad Clarke―. La
decisión partió del vizconde.
El conde no tenía intención alguna de detallarle las circunstancias del compromiso, ya se enteraría
por sus infames amigas.
Sarah sintió que su estómago se anudaba cuando vio la hostil mirada que su madre le dirigió al
conde. Su inquietud aumentó cuando ella ni siquiera respondió, limitándose a continuar con su
desayuno con aparente tranquilidad. Daría cualquier cosa por averiguar qué estaba tramando, porque
estaba segura de que no lo dejaría pasar.
r
Marcus se presentó en Clarke House a la hora convenida. Había pasado por varias joyerías en
busca del anillo adecuado para Sarah. Podría haber tomado alguno del joyero del marquesado, pero
eso supondría viajar a Norfolk y explicarle a su padre la situación, y no tenía ánimo para dar más
explicaciones, bastante tendría con calmar a las hostiles damas que lo esperaban en la tarde; además
de que deseaba que la sortija de compromiso de Sarah fuera elegida expresamente para ella.
Ya en el despacho del conde, Clarke no se anduvo por las ramas.
―¿Ama a mi hija?
Marcus se tensó. Sentía muchas cosas por Sarah, pero después de haber confundido un mero
enamoramiento pasajero con amor, no se atrevía a definir de esa manera sus sentimientos.
Solamente tenía la certeza de que quería a Sarah a su lado, habría tiempo para averiguar la razón de
esa necesidad. Y, en cualquier caso, la amase o no, la primera a la que debía confesárselo sería a
Sarah.
―Siento afecto por ella ―murmuró.
―Afecto no es amor ―replicó el conde―, no deseo para mi hija un matrimonio por obligación…
―No es ninguna obligación ―se apresuró a aclarar Marcus. Solo faltaba que el conde no diera su
consentimiento―. Lady Sarah me gusta, me gusta mucho, siento mucho cariño por ella y espero que
eso se convierta algún día en algo más profundo.
―Ya. Eso por su parte ―adujo Clarke―, pero ¿se ha preguntado acerca de los sentimientos de mi
hija?
«Por Dios, Marcus, ni te atrevas a ruborizarte como un colegial», pensó abochornado.
―Espero saber su opinión dentro de unos instantes ―confesó. Y era sincero al decirlo. Deseaba
saber qué sentía Sarah; ella, por sí misma, sin la presión de su madre o de las convenciones sociales.
Su contestación pareció calmar la hostilidad del conde, que asintió al tiempo que comenzaba a
discutir los pormenores del compromiso. Marcus insistió en respetar el tiempo adecuado, cortejar a
Sarah y celebrar la boda que ella desease. Su dote sería puesta en fideicomiso para su uso personal o,
si ella así lo decidía, para sus hijos, excluyendo al heredero. Ambos coincidieron en que el anuncio se
publicaría en los periódicos del día siguiente, y cuando todo estuvo hablado y concertaron el
encuentro de sus respectivos abogados, Marcus pidió hablar con Sarah, e intimidad para hacerlo.
Después de ordenar a su mayordomo que avisase a lady Sarah, Clarke abandonó el despacho, no
sin antes advertir a Marcus de que, si bien la puerta no permanecería totalmente abierta, tampoco se
cerraría por completo. Les proporcionaría algo de intimidad sin incurrir en una falta de decoro.
Al cabo de unos instantes, Sarah entró en la habitación. Al verla con un vestido de mañana cuyo
estampado destacaba sus grandes ojos de cervatillo, Marcus notó que se le aceleraba el corazón.
Comenzó a preguntarse si no estaría intentando protegerse a sí mismo no admitiendo lo que ya le
parecía evidente: que sentía algo muy intenso por ella y que no se parecía en absoluto a nada que
hubiese sentido por otra mujer, desde luego, no por Eleanor.
―Milord ―saludó, mientras hacía su reverencia.
Marcus, tras inclinarse en respuesta, repuso con algo de impaciencia en su tono.
―Sarah, creo que en estos momentos podemos superar las formalidades, por favor, soy Marcus.
Ella asintió sin levantar la mirada, concentrada en sus manos entrelazadas delante de la cintura. Un
ramalazo de inquietud recorrió a Marcus, no volvería a ocultarse tras su disfraz, ¿verdad? Cerró los
ojos un instante mientras suspiraba y se obligó a ser sincero… en cierta medida.
―Sarah, ¿tan desagradable te resulta la idea de casarnos? ―preguntó suavemente.
Ella lo miró desconcertada.
―No… yo… ―susurró azorada.
―Si te desagrado, solucionaré esto de la mejor manera posible para que tu reputación no se vea
dañada, pero solo si soy yo particularmente el motivo de tu disgusto ―ofreció Marcus―. Si es otra la
razón, y ambos sabemos a qué me refiero, seguiremos adelante. Debes decidir por ti misma, sin
pensar en cómo se lo podrían tomar otros, ¿me harás el honor de casarte conmigo, Sarah?
Sarah escrutó el rostro de Marcus. No podía continuar viviendo bajo el miedo a su madre. Marcus
sabría protegerse y protegerla, y además… lo amaba. Seguramente, él a ella no, pero le tenía afecto,
¿no?, y tal vez, con el tiempo… La idea de pasar sola el resto de su vida se le hacía cada vez más
lejana. Si no hubiese aparecido Marcus, seguiría ilusionándola esa idea, pero solo pensar en
rechazarlo simplemente por miedo o terquedad le parecía ridículo. Se había enamorado como una
tonta, y por una vez en su vida quería ser egoísta. Amaba a Marcus y no lo perdería ni por su madre
ni por nadie. Había sido la única persona que había visto más allá de su disfraz de sosa e invisible, y
en ese momento, sin tan siquiera darse cuenta, le había entregado su corazón.
―Sí. ―Se escuchó contestar―. Me casaré contigo.
Un ramalazo de algo que Sarah no pudo identificar pasó por los ojos de Marcus, ¿alivio?, ¿anhelo?,
¿dicha?
El rostro de Marcus se iluminó con una amplia sonrisa que casi hace que a Sarah le temblasen las
piernas. Dios Santo, si ya era guapo, cuando sonreía… «Y esa preciosa sonrisa es para mí, por mí»,
pensó emocionada.
Marcus la atrajo hacia él, mientras le propinaba una patada a la puerta que Sarah había dejado
demasiado abierta para su gusto.
Ella jadeó al escuchar cerrarse la puerta.
Una de las manos de Marcus acunó su mejilla mientras la otra le aferraba la cintura. Bajó la cabeza
con lentitud hacia el rostro de Sarah.
―Estamos prometidos y estoy loco por besarte ―susurró ya sobre sus labios.
Sarah cerró los ojos, deseosa de volver a sentir los labios de Marcus sobre los suyos. Él la besó
con delicadeza al principio, con la suavidad de un aleteo de mariposa que hizo que Sarah gimiese de
impaciencia. Marcus sonrió sobre su boca, mientras su lengua recorría los labios de Sarah. Esta,
entreabriéndolos, le dio completo acceso y él ya no se contuvo. La besó con ansia, queriendo
conocer todos los secretos de su boca. La mano que le sostenía la mejilla se desplazó hacia su nuca,
haciendo que el ángulo variase para tener mayor acceso. Sabía a limón, a té… a ella. Maravillado,
pensó que reconocería esos labios entre miles. Sarah se aferraba a su chaqueta hasta que alzó los
brazos para enlazar el cuello masculino, al tiempo que la otra mano de Marcus descendía desde su
cintura para posarse en su trasero y apretarla contra su ya excitada virilidad. Ninguno de los dos
dedicó un solo segundo a recordar dónde estaban, inmersos el uno en el otro, hasta que el sonido de
unas voces en el pasillo les hizo regresar a la realidad.
Marcus deshizo el beso con suavidad, al tiempo que sus ojos recorrían el rostro sonrojado de
Sarah. Pensar que apenas unos meses antes ni loco se hubiera planteado colocarse delante de un
vicario y que ahora no podía pensar en otra cosa que en ella en su casa, en su cama…
Sarah bajó los brazos, mientras con la mano deslizaba una suave caricia sobre la mejilla de Marcus.
Si al menos él sintiese la mitad del amor que ella le profesaba…
―Marcus… ―susurró.
―Un mes, cervatillo ―repuso él con dulzura―. Dudo que pueda esperar más, incluso ese tiempo
me parece excesivo.
La puerta se abrió en ese instante, dando paso al conde seguido de… lady Clarke.
Sarah se tensó al instante, sin embargo, la mano de Marcus en su cintura le proporcionó algo de
seguridad.
―Parece ser que se impone felicitarlo, lord Millard. ―La voz de la condesa sonaba fría como el
hielo.
Marcus endureció el gesto.
―Agradezco sus buenos deseos, milady, pero espero que, aunque el afortunado soy yo por haber
sido aceptado por lady Sarah, extienda sus felicitaciones también a su hija.
La fría mirada de la condesa se deslizó hacia Sarah.
―Oh, pero a ella ya la he felicitado por su sabia… elección ―repuso mordaz―. Sarah ha sabido
jugar muy bien sus cartas.
A Marcus le importó un ardite que el conde estuviese presente ni que estaba en casa ajena, no iba
a permitir insultos ni desplantes hacia Sarah por parte de esa arpía. Esbozó una fría sonrisa.
―Lady Clarke, le rogaría, por el bien de nuestros encuentros futuros, ―«Si llegase a haberlos,
puesto que los evitaré a toda costa», añadió para sí―, que se abstuviese de dirigirse a mi prometida
de forma insultante. Un defecto que tengo, uno de los muchos, debo decir, es que no tengo
paciencia alguna cuando alguien ataca de palabra u obra a alguien a quien quiero, y cuento con
medios, se lo aseguro, para recordarle al ofensor las ventajas de los buenos modales.
Por unos instantes, Marcus y lady Clarke se midieron con las miradas, hasta que la condesa ladeó
la cabeza.
―Ruego me disculpe, milord, no era mi intención ofenderle. Simplemente, yo tenía unas
expectativas con respecto a Sarah, mientras ella… tenía otras completamente diferentes. Me ha
sorprendido, eso es todo.
Tanto lord Clarke como Sarah fruncieron el ceño al escuchar a la condesa expresar algo que se
parecía remotamente a una disculpa. Sin embargo, Marcus no hizo el menor gesto que mostrar su
aprecio, o la falta de él, por la particular disculpa de lady Clarke. La ignoró por completo mientras
giraba su rostro hacia Sarah.
―Te recogeré a la hora del paseo ―susurró mientras tomaba una de sus manos y la besaba con
delicadeza. Demonios, con tanta tontería tendría que buscar otro momento para entregarle el anillo.
La intrusión de esa bruja le había quitado toda la expectación que sentía por ponérselo en el dedo.
Sarah asintió y, tras inclinarse con brevedad ante los condes, Marcus abandonó Clarke House
maldiciendo entre dientes y sopesando la posibilidad de invitar a la condesa a dar un paseo y
arrojarla al Támesis.
Cuando Marcus abandonó la habitación, la condesa, tras lanzar una aviesa mirada a su hija, se
retiró a su vez.
Sarah se acercó a su padre.
―¿Por qué ha venido?
El conde se encogió de hombros.
―Ya la conoces: tenía que demostrar que todavía tiene algo que decir, sea así o no. Pero me temo
que permanecerá muda delante de Millard si sabe lo que le conviene. ―Miró a su hija con atención―.
Me atrevería a decir que ese hombre te protegería con su vida.
Sarah miró la puerta por donde habían salido Marcus y su madre. Sopesó las palabras del conde y
las que le había dirigido Marcus a la condesa. Sí, confiaba en él, Marcus no permitiría que su madre
interviniese en sus vidas.
r
Cuando subieron al calesín de Marcus esa tarde acompañados por la doncella de Sarah, ya que no
podrían pasear a solas hasta que el compromiso fuese anunciado, y comenzaron a dirigirse hacia
Hyde Park, Sarah miró de reojo a Marcus.
―Lamento la impertinencia de mi madre. No esperaba que se presentase.
Marcus maldijo en silencio. Le molestaba enormemente que Sarah se disculpase por algo de lo que
no era responsable, mucho más si se trataba de su maldita madre.
―No tienes que disculparte por algo que no es responsabilidad tuya. ―Sin darse cuenta, había
hablado con demasiada sequedad.
Sarah se ruborizó mortificada y Marcus, tras mirarla, meneó la cabeza con frustración.
―Disculpa, Sarah, no era mi intención ser tan brusco ―murmuró.
Sarah encogió un hombro.
―No, si lo entiendo. Debo comenzar a dejar de ir detrás de mi madre intentando reparar lo que
estropea ―asintió quedamente.
Aprovechando que habían entrado en el parque y el tráfico se había ralentizado, Marcus sujetó las
riendas con una mano y tomó la pequeña mano de Sarah con la otra.
―Tu madre ya no puede hacerte daño más que con algún comentario hiriente que no tendrás
problema en ignorar, cervatillo. En un mes serás mi esposa, y entonces ni siguiera tendrás que
escuchar comentario alguno por parte de ella ―ofreció con cariño.
Cervatillo. Era la segunda vez que le escuchaba ese calificativo cariñoso para referirse a ella, y a
Sarah se le calentó el corazón. Giró su rostro para mirar el perfil de Marcus, que ya se había
concentrado en el camino, y no pudo evitar esbozar una tierna sonrisa. Tal vez…
Tras varios minutos de saludos, paradas y conversaciones corteses, Marcus decidió que ya había
tenido suficiente. Desvió el calesín hacia otro camino menos a la moda, y lo detuvo al borde de un
bosquecillo.
Saltó del pescante y, tras lanzar las riendas contra unas ramas, alzó las manos para ayudar a Sarah a
bajar. Se regodeó bajándola con lentitud rozando su cuerpo con el de ella. Sarah, con las manos
apoyadas en los hombros de Marcus, aunque completamente ruborizada, le lanzó una mirada pícara
que a él, bueno, a otra parte de su anatomía, le provocó un gran regocijo.
Tras ayudar a la doncella a apearse, Marcus susurró.
―¿Podríamos prescindir de la vigilancia? Me agradaría un poco de intimidad y, al fin y al cabo,
estamos prometidos.
Sarah contestó en el mismo tono susurrante:
―Pero… ¿dejarla aquí sola? ―murmuró mientras miraba inquieta alrededor.
El resoplido de Poppy casi hizo que Marcus soltase una carcajada.
―No me pasará nada, milady ―dijo la doncella―. Ustedes procuren no alejarse mucho… y evitar
los lodazales ―advirtió con sarcasmo.
Mientras Sarah enarcaba las cejas con sorpresa, Marcus le hizo un guiño a la doncella, tomó a
Sarah de la mano y se internó en el bosquecillo.
―Me gusta esa doncella tuya ―murmuró socarrón―, a pesar de que tenga propensión a resfriarse.
Sarah no pudo evitar soltar una carcajada. Marcus la miró sonriente y, sin soltar su mano, avanzó
hasta llegar a una especie de claro. Se detuvo, al tiempo que colocaba a Sarah frente a él.
―Esta mañana no pude, a causa de la interrupción de tu adorada madre ―comentó mientras
sacaba una cajita de su bolsillo y la abría.
Volvió a cerrarla sin que Sarah tuviese tiempo de vislumbrar su interior y, enarcando una ceja,
repuso malicioso:
―No pienso arrodillarme en este campo lleno de… a saber qué ―advirtió, observando con
desconfianza a su alrededor.
Sarah rodó los ojos.
―No creo que sea necesario, ya hiciste tu petición y ya la respondí ―contestó paciente.
―Bien. ―Marcus abrió la cajita y le mostró el contenido a Sarah. Esta no pudo evitar jadear de la
sorpresa.
―¡Marcus, es… es…!
Esta vez fue él quien rodó los ojos.
―¿Serías tan amable de decirme de una condenada vez qué te parece, antes de que anochezca?
―inquirió entre emocionado e impaciente.
―Por Dios, es una preciosidad ―murmuró Sarah sin hacerle el menor caso, con toda su atención
puesta en el anillo.
Un precioso diamante rosa talla esmeralda, engarzado en un anillo de oro con pequeños
diamantes insertados en el anillo, brillaba con la luz del sol.
Marcus tomó el anillo con una sonrisa de orgullosa satisfacción y, tomando la temblorosa mano
de Sarah, le colocó la sortija en el dedo anular.
Sarah bajó la mirada para contemplar su mano casi perdida en la gran mano de Marcus. De
repente, una gota de algo cayó en uno de los dedos de Marcus. Sorprendido, lanzó una mirada al
cielo, ¿qué demonios…? Hasta que comenzaron a caer varias gotas más.
―¿Sarah? ―musitó perplejo, mientras con los nudillos de una mano le alzaba el rostro. Las
lágrimas rodaban por el rostro femenino y Marcus sintió que su corazón se detenía.
―Sarah, cariño, ¿qué ocurre? ―musitó mientras intentaba secar las lágrimas con su pulgar.
Sarah meneó la cabeza mientras respondía entre hipidos.
―Soy muy feliz, Marcus. Yo…
―¡Por el amor de Dios! ¿Qué se supone que haces cuando eres desgraciada? ―exclamó frustrado
mientras revolvía frenético en sus bolsillos hasta sacar un pañuelo que le tendió.
Sarah soltó una risilla entre lágrimas mientras aceptaba el pañuelo y se sonaba de manera poco
delicada para una dama.
Marcus la miró con ternura, al tiempo que la enlazaba con sus brazos y la acercaba a él para
abrazarla. Sarah enterró la cara en su pecho. A pesar de su comentario socarrón, destinado a aliviar
su llanto, la entendía perfectamente. Sarah estaba soltando toda la tensión acumulada durante años
de ser ignorada y ninguneada por sus iguales y despreciada por su madre.
―Cariño ―susurró con ternura―, llora cuanto desees. No tengo prisa ninguna, y mi chaqueta lo
superará, tal vez mi valet no, pero tendrá que aguantarse.
Un estremecimiento de los hombros de Sarah le indicó que su broma había surtido efecto. Sarah
separó apenas el rostro de su pecho para alzar la mirada hacia él.
Marcus tragó en seco al ver la expresión decidida de sus ojos. Receloso, esbozó una sonrisa
animosa.
Sarah alzó las manos para tomar el rostro de Marcus entre ellas.
―Te amo, Marcus, no importa lo que sientas por mí, me basta con saber que tengo tu cariño
―susurró mientras se ponía de puntillas para alcanzar la boca masculina.
Marcus, paralizado, tardó en responder al beso. Cuando Sarah, desconcertada por su falta de
respuesta, intentó alejarse, la mano masculina atrapó su nuca volviendo a acercarla a él. Sarah jadeó
perpleja y Marcus aprovechó para internar su lengua en la incitante boca femenina. Su beso no tenía
nada del inexperto e inocente intento de ella. Marcus saqueaba la boca de Sarah con apasionada
sensualidad. Mientas las manos femeninas se aferraban a su cuello, él la empujó con suavidad hasta
apoyarla en uno de los árboles que lo rodeaban. Una de sus manos comenzó a acariciar frenética su
cuerpo hasta posarse en uno de los senos de Sarah. Esta gimió al notar la presión de su mano. Su
pecho parecía hincharse en respuesta, al tiempo que sus pezones se erguían enviando ráfagas de
placer hacia su vientre y más abajo, a una zona demasiado íntima.
Se revolvió acercándose más a él, al tiempo que Marcus, sin dejar de atender su pecho, internaba
un muslo entre las piernas de ella, consiguiendo que Sarah pareciese que cabalgase sobre él. La boca
masculina abandonó los atrayentes labios y se deslizó dejando regueros de besos por su cuello y su
hombro, hasta llegar al nacimiento de sus senos. Sarah, perdida en la multitud de maravillosas
sensaciones totalmente desconocidas para ella y en la presión que comenzaba a sentir en su bajo
vientre, enredaba con febriles caricias sus manos en el suave cabello rubio.
Cuando la boca de Marcus tomó uno de sus pechos y comenzó a mordisquearlo y a lamerlo,
mientras con el pulgar y el índice presionaba con suavidad el erecto brote del otro seno, Sarah dio
gracias por estar sostenida por el musculoso muslo del vizconde. Una casi dolorosa tensión comenzó
a formarse en su vientre. Instintivamente, se frotó contra la pierna de Marcus, buscando aliviar…
hasta que su cuerpo se tensó visiblemente y algo pareció estallar dentro de ella. No pudo evitar soltar
un pequeño grito de sorpresa al sentir el inmenso placer que la recorría. Marcus, al instante, alzó su
rostro para beberse los gemidos de la liberación de Sarah, mientras con la mano no dejaba de
acariciar su pecho.
Sarah se desplomó sobre el hombro de Marcus cuando los mágicos espasmos comenzaron a
remitir. No tenía ni idea de lo que había sucedido, pero sentía como si flotase en una nube. La mano
masculina acarició con ternura el mentón y el cuello de la muchacha.
Excitado y dolorido, Marcus se obligó a no pensar en sus necesidades insatisfechas y su mente
voló al instante en que Sarah le confesó que le amaba. ¡Dios!, ¿qué se suponía que debía hacer? Claro
que sentía algo por ella, algo profundo, pero ya había confundido una vez sus sentimientos y no
tenía intención alguna de volver a hacerlo, mucho menos diciendo unas palabras que, si descubría
que se había equivocado, no podría retirarlas ni alejarse como había ocurrido con Eleanor. Sarah
sería su esposa, y no pensaba comenzar su matrimonio ilusionándola con algo de lo que ni siquiera él
estaba seguro.
Lentamente, retiró su muslo de entre las piernas de Sarah, sujetándola con firmeza. Sarah se aferró
a él. No estaba segura de que sus temblorosas piernas la sostuvieran.
Cuando Marcus, galante, comenzó a colocar el corpiño del vestido, Sarah posó una mano sobre la
suya deteniéndolo. Su mirada se clavó en los azules ojos que la observaban confusos.
―¿Q… qué ha sido…? ―balbuceó temblorosa.
Marcus sonrió.
―Has sentido tu primera liberación, lo que los franceses llaman la petite mort. Algo que toda mujer
debería disfrutar. No solo el placer debe ser exclusivo del hombre.
Sarah frunció el ceño. No había notado nada parecido a lo que había sentido ella en él. La rígida
dureza contra su vientre no había desaparecido.
―¿Tú…?
―Yo puedo esperar, cervatillo ―susurró Marcus mientras besaba con ternura su sudorosa frente.
La alejó de sí lo suficiente para comprobar que todo estuviese en su sitio y, tras cerciorarse,
murmuró.
―Debemos regresar, o en cualquier instante tu doncella volverá a resfriarse y comenzará con sus
carraspeos ―advirtió socarrón.
Sarah asintió y, tomando el brazo que Marcus le ofrecía, se encaminaron hacia donde esperaba la
doncella.
El regreso a Clarke House, si bien no transcurrió en completo silencio, sí en medio de una rara
tensión. Cada uno sumido en sus pensamientos sobre lo sucedido en el claro.
k Capítulo 12 l
TRAS dejar a Sarah en su residencia, Marcus se dirigió a Dereham House. Darrell, como heredero de
su hermano, había decidido mudarse con Frances a la casa de ciudad del marqués. Dereham nunca
pisaba Londres, y la residencia en la que había vivido Darrell soltero resultaba un poco pequeña para
una pareja recién casada, además de que, según Dereham, no tenía sentido mantener otra casa
cuando esta estaba vacía.
Marcus siguió al mayordomo hacia donde suponía que se encontraban Frances y Celia. Tras ser
anunciado, se detuvo con brusquedad al ver a todas las esposas de sus amigos mirándolo con
diferentes expresiones que iban de la hostilidad manifiesta hasta la especulación. Tragando en seco,
dio un paso hacia atrás, dispuesto a disculparse y largarse cuanto antes de aquella sala que más
parecía un tribunal de la inquisición española. Antes de poder abrir la boca, su talón se topó con algo
tras él. Se giró confuso para contemplar a los esposos de las inquisidoras formando una barrera que
le impedía la fuga. Marcus enarcó una ceja, molesto. Las expresiones de los caballeros estaban lejos
de ser hostiles, más bien, rebosaban de diversión.
―Me gustará escuchar tus explicaciones, Millard ―murmuró ladino Gabriel.
Marcus, tras lanzarles una venenosa mirada, compuso su mejor sonrisa y se dirigió hacia el tribunal.
Tras los saludos, Frances le indicó que tomase asiento. Marcus miró en derredor. Los caballeros
estaban esparcidos por la habitación, mientras que el único que, por lo que parecía, tenía la
obligación de sentarse era él… en la única silla vacía frente al corrillo de damas.
Frances fue la primera en tomar la palabra. Tras ofrecerle un té, que Marcus aceptó, enarcó una
ceja mientras preguntaba.
―¿Y bien?
Marcus tomó un sorbo de la bebida intentando ganar tiempo. Por el amor de Dios, tampoco tenía
por qué estar tan aterrorizado por un grupo de damas… ¿o sí? Suspiró mientras recordaba los líos en
los que habían metido a Darrell ese mismo grupo de damas. Tal vez sí resultase sensato mostrar un
poco de pavor… o mucho, para el caso.
No, no debía mostrar miedo o se lo comerían vivo.
―Y bien, ¿qué? ―repuso intentando mostrar una tranquilidad que no sentía.
Jenna se colocó las gafas, el gesto no presagiaba nada bueno, y Marcus disimuló una mueca.
―Has trabajado con Darrell el tiempo suficiente como para convertiros en amigos, del mismo
modo que cuentas con nuestra amistad ―comenzó la marquesa de Clydesdale―. Has participado en
las suficientes charadas, ―Su mirada se posó en Justin al decirlo y este tuvo el buen sentido de bajar
la mirada―, como para saber que los engaños no conducen a nada bueno. Te lo preguntaré una vez:
¿por qué le has tendido esa trampa a Sarah?
Marcus carraspeó. Entendía la preocupación de las damas por Sarah, pero era su vida privada,
aunque si fuese tan privado no hubiera solicitado la ayuda de sus amigos sabiendo cuál sería el precio
a pagar con sus esposas.
―Pretendo casarme con ella ―ofreció.
Frances rodó los ojos con exasperación.
―Eso lo teníamos claro desde el momento en que provocaste que os sorprendieran. La pregunta
es: ¿por qué?
―¿La amas? ―La pregunta provenía de la voz acerada de Celia, tal vez la más afectada por la
situación de Sarah, teniendo en cuenta el parecido con lo vivido por ella misma.
―Siento un gran cariño por ella ―masculló―. Si me permitís, no creo que mis sentimientos o la
falta de ellos sean asunto vuestro.
Varias cejas se levantaron, al tiempo que tras él se escucharon diferentes resoplidos, bufidos y
gemidos. Cerrando los ojos un segundo, Marcus supo al instante que se había cavado su propia
tumba.
Shelby hizo ademán de levantarse, lo que provocó que su marido casi se apiadase de Marcus…
casi. Sin embargo, la mano de Celia en su brazo la detuvo. Sin perder la compostura, pero con una
frialdad que a Marcus le pareció espeluznante, le dijo:
―Sarah es una mujer excepcional. Ha soportado lo indecible de esa arpía que tiene como madre,
ha luchado por demostrar la inocencia de su hermano, ha soportado el vacío de la alta sin mostrar un
ápice de resentimiento. No merece un matrimonio basado en la compasión o la lástima, mucho
menos haciéndola sentir que ella ha provocado la situación. ―Su voz no vaciló cuando continuó―.
Sé perfectamente lo que se siente cuando una mujer es atrapada en un matrimonio solamente por
rescatarla de una supuesta ruina. ―Kenneth se tensó al escucharla, sin embargo, la cálida mirada que
le dirigió Celia lo tranquilizó, mucho más sus siguientes palabras―. Algunos caballeros disimulan sus
sentimientos bajo la apariencia de comportarse honorablemente, ¿es ese tu caso, Marcus?
Marcus no contestó. Ni siquiera él estaba seguro de lo que sentía por Sarah en realidad.
Frances intervino.
―Te apreciamos, Marcus. ―Miró con cariño hacia Darrell, que le guiñó un ojo―. Darrell y yo te
debemos mucho, puesto que casi pierdes su amistad por ayudarle… ayudarnos, pero Sarah no
merece ser engañada…
―No he engañado a nadie. ―Saltó exasperado―. Ella es perfectamente consciente de que…
―¿De que no la amas? ―interrumpió Frances―. Procura cerciorarte de ello, Marcus, déjale claro
cuáles son tus sentimientos hacia ella, sean cuales sean, o intervendremos.
―No tenéis derecho a inmiscuiros en mi vida, ni en la de ella, para el caso ―espetó molesto.
―Tenemos el mismo derecho que os atribuisteis Justin y tú interviniendo en la vida de Darrell y la
mía: el cariño que sentimos por ti y por Sarah ―dictaminó Frances.
Marcus se tensó. Frances tenía razón. Él había fingido un cortejo y un compromiso con ella para
que Darrell dejase atrás su obsesión de ser poca cosa para ella, y en aquel momento, en su afán por
ayudar a su amigo, le importó un ardite, al igual que al hermano de la dama, si se entrometían o no
en la vida privada de Darrell.
Lilith, que no había abierto la boca durante todo el rato pendiente de las reacciones de Marcus,
intervino.
―Creo que hemos dejado claro nuestro punto, señoras. Justin, ―Lanzó una mirada de advertencia
a su marido―, creo que a Marcus le vendría bien una copa… Y me temo que a vosotros también.
Marcus le lanzó una mirada agradecida a la condesa. Se levantó y, tras una inclinación, siguió a los
caballeros, que ya se disponían a abandonar la sala.
Cuando llegaron al despacho de Darrell, este murmuró mientras servía las bebidas.
―Lo cierto es que pensé que iba a ser peor.
Marcus lo miró perplejo.
―¿Peor? Solo faltó que me colgasen por los pulgares de la barra de las cortinas ―masculló Marcus
con hosquedad.
―Date por satisfecho, fueron lo suficientemente magnánimas como para no hacerlo ―intervino
Gabriel―. Lo cierto es que, por un momento, llegué a pensar que mi duquesa sacaría unas cuerdas
de debajo de algún cojín.
Las risillas tuvieron la delicadeza de eliminar un poco la tensión que recorría el cuerpo de Marcus.
Tal vez tuviesen razón, debía tener una conversación con su prometida.
r
A la mañana siguiente, Sarah desayunaba junto a su padre. Su madre había decidido romper el
ayuno en su alcoba.
Mordisqueaba las deliciosas galletas de limón que solía prepararle exclusivamente para ella la
cocinera, a sabiendas de que a nadie más en la casa le gustaban, cuando su padre murmuró:
―El compromiso ha sido publicado. ―Añadiendo con mordacidad―: Supongo que tu madre
prefiere expresar su felicidad a solas.
Sarah soltó una risilla.
―Supongo que sí.
Imaginaba a su madre leyendo el comunicado en la prensa de la mañana, «feliz» no sería
precisamente la palabra que utilizaría para definir el estado de ánimo de la condesa en esos
momentos.
Tras acabar su galleta y tomar un sorbo de té, Sarah se levantó y, después de besar a su padre en la
mejilla, le dijo:
―Marcus vendrá a recogerme para el paseo, será mejor que suba a prepararme.
Su padre asintió distraído mientras ella abandonaba el comedor.
Marcus esperaba en el vestíbulo de Clarke House a que Sarah bajase. Había decidido prescindir de
carruaje alguno, pasearían. El compromiso había sido anunciado y no había obstáculo alguno para
caminar a solas, siempre y cuando Sarah no decidiese incluir a su doncella.
Cuando vio a Sarah descender las escaleras, algo se removió en su interior. Era muy hermosa, y le
parecía insólito que ni él ni ningún caballero se hubiese fijado antes en su belleza. Claro que ella
procuraba esconderla, y con muy buenos resultados.
Se acercó para tenderle su mano y ayudarla con los últimos escalones. No pudo evitar susurrarle al
oído.
―Está preciosa esta mañana, milady.
Sarah se ruborizó.
―Gracias, milord.
―Había pensado pasear, si te parece bien, por supuesto. Hyde Park está apenas a cinco minutos.
―Me agradaría mucho. ―«Sobre todo poder ir cogida de tu brazo sin temor a provocar escándalo
alguno», pensó.
Llevaban unos minutos paseando cuando Sarah se inclinó haciendo un gesto de dolor mientras se
llevaba una mano al estómago.
Marcus se detuvo.
―¿Qué ocurre?, ¿estás bien? ―inquirió preocupado. Sarah había palidecido visiblemente.
Sarah negó con la cabeza.
―No lo sé, me duele, me duele mucho ―musitó mientras su mano continuaba presionando su
vientre.
Marcus miró aterrado a su alrededor. Maldita sea, ¿por qué demonios no había traído un maldito
carruaje?
Suspiró aliviado cuando vio acercarse a Gabriel y a Kenneth en sus monturas. Ambos, intuyendo
que algo ocurría, desmontaron en cuanto llegaron a la altura de la pareja.
―¿Qué ocurre? ―inquirió Gabriel―. ¿Lady Sarah está bien?
―No. Se queja de dolor, debo llevarla a su casa y que la vea un médico. ―El miedo hacía temblar
la voz de Marcus.
―Toma mi caballo ―ofreció Gabriel.
Marcus no se lo pensó dos veces. Aunque no resultaba nada decoroso montar con una dama en el
regazo, le importaba un ardite los comentarios que surgiesen. Ella sufría.
Montó y, mientras Gabriel sujetaba las riendas, Kenneth alzó a Sarah para colocarla en el regazo
de Marcus.
―Vamos, vete ya ―espetó Gabriel mientras le daba una palmada al caballo.
Marcus salió a galope tendido del parque, sin pensar en absoluto en los paseantes: que se
apartasen, él no pensaba bajar el ritmo.
Llegó a Clarke House y, tras tomar a Sarah en brazos, y al tiempo que la puerta se abría, entró
presuroso.
―¡Avisen a un médico, lady Sarah no se encuentra bien! ―gritó a pleno pulmón.
El conde salió de su despacho al escuchar los gritos.
―¿Qué dem…? ¡¿Sarah?!
―¡Su habitación! ―ladró Marcus―. ¡Y que llamen a un médico, ya!
Clarke hizo un gesto señalando las escaleras. Marcus comenzó a subirlas de dos en dos, Sarah se
había desmayado. Al llegar al rellano, la doncella de Sarah estaba esperando.
―Por aquí, milord.
Entraron en la alcoba de Sarah y, mientras él la depositaba con cuidado en la cama, el conde entró
tras él.
―¿Qué ha ocurrido?
Marcus se pasó las manos por el cabello.
―No lo sé. Estábamos paseando cuando de repente comenzó a quejarse de dolor de estómago, se
desmayó cuando la traía hacia aquí ―respondió sin quitar ojo de su pálida prometida.
Poppy miró a los dos caballeros.
―Por favor, debo… debo prepararla para cuando llegue el médico.
Marcus asintió. El conde y él salieron de la habitación y, tras unos minutos de espera, vieron subir
al galeno. Este, tras inclinar la cabeza, entró en la habitación de Sarah.
El conde ofreció:
―Podemos esperar en mi despacho.
Marcus negó con la cabeza.
―Prefiero esperar aquí, si no le importa ―murmuró mientras se apoyaba en la pared con los
brazos cruzados.
Clarke asintió mientras escrutaba atento el tormentoso rostro del vizconde. Observó que su
actitud no era la de un hombre que no sintiese más que cariño por su prometida.
Tras unos minutos de espera, que a Marcus le parecieron horas, la puerta se abrió y el médico
salió. Marcus se enderezó.
―Se ha recuperado del desmayo. Le he recomendado una tisana calmante. Que guarde reposo
durante el día de hoy.
―Pero ¿qué tiene? ―inquirió Marcus impaciente.
―Mi opinión es que nada importante. Acaba de anunciarse su compromiso, según tengo
entendido. ―Miró al conde, que asintió―. La tensión y los nervios a veces juegan malas pasadas a las
damas más delicadas.
«¿Delicadas? Sarah no tiene un solo gramo de flojedad en su cuerpo», pensó Marcus molesto.
Sin prestar más atención al médico, que no le merecía crédito alguno, se giró.
―¿A dónde va, Millard? ―preguntó el conde.
Marcus le dirigió una alevosa mirada.
―Voy a ver a mi prometida. La puerta estará abierta y la presencia de su doncella garantizará el
debido decoro ―masculló con sequedad. Entraría sí o sí.
Tras dirigirle una breve mirada especulativa, el conde asintió.
Sarah se había recuperado de su desmayo, tal y como el médico había dicho, pero continuaba
pálida. Marcus se acercó hasta sentarse a un lado de la cama. Tomó una de sus pequeñas manos
entre las suyas, fría como el hielo. Sarah le sonrió trémula.
―Lamento haber estropeado nuestro paseo ―murmuró.
Marcus rodó los ojos.
―Por el amor de Dios, Sarah, no es como si hubieras decidido tirarte al Serpentine delante de toda
la alta ―murmuró, para continuar con un tono de preocupación―. ¿Cómo estás?, ¿te sientes mejor?
Sarah asintió con un movimiento de cabeza.
―Sí. El médico ha dicho que tal vez los nervios del compromiso… ―Se encogió de hombros―.
Nunca había estado enferma, quizá tenga razón.
Marcus asintió. ¿Desde cuándo el nerviosismo de una dama ante lo que fuese… provocaba ese
dolor que intuyó tan fuerte como para conseguir que Sarah se desmayase?
Sarah escrutó el tenso semblante de Marcus.
―No te preocupes, simplemente debo descansar el resto del día, mañana estaré bien. Podré asistir
al baile de los duques.
Marcus la miró confuso hasta que recordó que Gabriel y Shelby habían organizado un baile al que
ellos acudirían, ya comprometidos oficialmente.
―Sarah, el baile no importa, si necesitas más tiempo para recuperarte, lo entenderán.
―Como desees.
Marcus se giró hacia la doncella que, alejada, procuraba darles intimidad.
―Poppy ―musitó―, yo debo irme, ¿serías tan amable de enviarme un mensaje si… si hubiese
alguna novedad? ―inquirió.
―Por supuesto, milord. De hecho, le comunicaré cómo ha pasado el día, haya novedad o no.
―Gracias. ―Una extraña mirada de complicidad se intercambió entre la doncella y Marcus.
El vizconde llevó la mano de Sarah hasta sus labios y, tras depositar un tierno beso, susurró:
―Debo irme, en la mañana vendré a verte.
Sarah sonrió.
―Seguramente podremos retomar el paseo.
―Seguramente ―concordó Marcus.
Tras lanzar una mirada a la doncella, Marcus salió de la alcoba. Más valía que el médico hubiese
acertado en su diagnóstico y ella hubiese mejorado al día siguiente, si no, se encargaría
personalmente de que las únicas visitas que hiciese el médico serían a las granjas de los pueblos y no
precisamente a visitar a los granjeros.
r
Había decidido cenar en su club. La indisposición de Sarah le había alterado demasiado y
necesitaba el murmullo de la gente alrededor. Disfrutaba de su copa tras la cena cuando apareció el
grupo de amigos.
―¿Cómo está? ¿Qué ha dicho el médico? ―inquirió Callen nada más sentarse y tras hacer una seña
al lacayo.
Marcus frunció el ceño.
―Dice que pueden ser los nervios por el compromiso.
Justin enarcó una ceja.
―¿Nervios? En la vida he escuchado que una dama se altere tanto a causa del anuncio de su
compromiso como para provocarle semejante dolor, según me ha contado Gabriel, ella incluso se
desmayó.
―Esperaré a mañana ―adujo Marcus―, su doncella ha prometido enviarme un mensaje…
En ese momento, uno de los lacayos se acercó a la mesa portando una bandeja con un papel.
―Lord Millard, han enviado esto de su residencia.
Marcus tomó el papel.
―Es de la doncella de Sarah ―aclaró a sus expectantes amigos.
Lo leyó con rapidez para después doblarlo y guardarlo en un bolsillo.
―Ha pasado el día tranquila, sin dolor alguno.
―Tal vez ese médico tenga razón ―murmuró Darrell sin mucho convencimiento.
―Tal vez ―asintió Marcus, también sin estar muy convencido―. De cualquier manera, eso le
permitirá asistir al baile ―adujo mirando a Gabriel―, está muy ilusionada por asistir.
―Puede que hablar con las damas ―intervino Kenneth― la tranquilice, si es cierto lo de ese
problema nervioso ―masculló pensativo.
k Capítulo 13 l
SIN embargo, al día siguiente, cuando Marcus llegó a Clarke House fue interceptado al instante por el
conde.
―Sarah vuelve a estar enferma.
Marcus palideció.
―Pero… su doncella me comunicó que había mejorado, que estaba bien.
―En efecto, pero volvió a dolerse del estómago mientras se preparaba para su visita.
Marcus masculló una maldición y, sin preocuparse por la etiqueta ni de que quien le hablaba era el
dueño de la casa y padre de Sarah, subió a la carrera las escaleras.
Tras llamar, abrió la puerta. Sarah, más pálida incluso que el día anterior, reposaba. Lanzó una
atemorizada mirada a la doncella.
―Ahora descansa, milord. No sé cómo se sentiría ayer, pero… ―A Poppy se le escapó una
lágrima―. Esta mañana fue horrible, se retorcía de dolor, milord, y… y no podía ayudarla.
Marcus se acercó a la muchacha.
―Cálmate, Poppy ¿han llamado al médico?
La doncella lo miró anhelante.
―Sí, y continúa diciendo lo mismo: que son nervios, que se recuperará. Y el caso es que después
de esas crisis, pasa bien el resto del día. ―Poppy miró a su señora―. No lo entiendo.
―Yo tampoco, Poppy, yo tampoco ―admitió Marcus mientras se acercaba al lecho. Sarah dormía
aparentemente tranquila, pero la palidez que no abandonaba su rostro tenía inquieto a Marcus. ¿Qué
demonios le pasaba?
r
La situación se repitió durante una semana. Sarah tenía crisis de dolor durante la mañana, sin
embargo, el resto del día se encontraba, aunque agotada, mucho mejor.
Finalizaba la semana cuando las damas decidieron visitarla. Decidieron acudir todas juntas en uno
de los carruajes de los duques de Brentwood. No tenían intención alguna de tolerar la presencia de
lady Clarke, por mucho que visitaran su residencia, y la presencia y la franqueza de Shelby aseguraban
que la condesa se refugiaría despavorida en sus aposentos privados en cuanto viese los blasones del
ducado.
Fueron recibidas por el conde de Clarke, que ni se molestó en justificar la ausencia de su esposa.
Tras los saludos pertinentes, fueron conducidas a la alcoba de Sarah.
Pese a sus buenas intenciones, ya que se suponía que visitaban a un enfermo, entraron como un
vendaval. Sarah, recostada en las almohadas, abrió los ojos como platos al ver a las cinco damas en
su habitación. Ni en sueños esperaba semejante detalle por parte de ellas.
―¿Cómo te encuentras? ―inquirió Shelby mientras se sentaba en un lado de la cama. Frances se
sentó en el otro, y Celia, Jenna y Lilith tomaron sendas sillas que acercaron al lecho, ante el azoro de
la doncella al ver que esas aristócratas no tenían reparo en componérselas por sí mismas.
―Mejor ―murmuró Sarah―. Por suerte, supongo, el dolor remite a lo largo de la mañana.
―Pero comienza otra vez al día siguiente ―aseveró Lilith entrecerrando los ojos.
―Marcus ha dicho que el diagnóstico del médico es que son los nervios por el compromiso y la
proximidad de la boda ―comentó Frances.
Sarah se encogió de hombros.
―Lo cierto es que no me siento especialmente nerviosa, pero me temo que, si sigo así, la boda
tendrá que posponerse. ―Sonrió tímidamente―. Lo cierto es que Marcus me visita todos los días, y
noto su impaciencia porque no haya mejoría, aunque se cuida mucho de decirme nada.
Celia inspiró.
―Sarah… ―Las miradas de advertencia de las demás se posaron en ella, sin embargo, las obvió.
La situación de Sarah era muy parecida a la que había vivido con Kenneth, y no deseaba que Sarah se
sintiese tan desdichada como se sintió ella. No, si podía evitarlo.
―Sarah, ¿Marcus ha hablado contigo a lo largo de estos días?
―Celia, Sarah no se encuentra bien, no creo que Marcus desee alterarla aún más ―intentó
disuadirla Frances.
Sarah, confusa, miró a una y a otra.
―Bueno, hemos hablado, por supuesto, pero de cosas intrascendentes, ¿por qué tendría que
alterarme por algo que él dijese? ―preguntó recelosa.
―¿Amas a Marcus? ―insistió Celia.
Sarah se ruborizó, sin embargo, algo le indujo a contestar a semejante pregunta tan privada, quizá
la seriedad con que la hizo Celia.
―Sí.
―¿Se lo has dicho?
―Sí. ―El rostro de Sarah parecía a punto de estallar en llamas.
―¿Y él te ha dicho lo que siente por ti?
―¡Celia! ―exclamó Jenna―. No creo que eso sea de tu incumbencia.
Celia se volvió hacia su prima con una mirada de desafío.
―Sarah se ha convertido en una amiga, por supuesto que es de mi incumbencia, y de la vuestra
también, me atrevería a decir.
―No ―murmuró. Sarah suponía que lo único que podría sentir Marcus por ella era afecto y quizás
algo de cariño, además de que le gustaba besarla, aunque pensándolo bien, a los caballeros les
gustaba besar a las damas, no significaba nada especial.
―¿Conoces la razón por la que se ha ofrecido por ti? ―Celia parecía un perro aferrado a un hueso.
―Porque mi imprudencia lo colocó en una situación insostenible ―afirmó Sarah.
―¡¿Tu… qué?! ―La voz de Jenna sonó estrangulada.
―En realidad, sentí curiosidad al verlo solo en la biblioteca y cometí la insensatez de entrar e
interesarme por lo que leía con tanta avidez. Si no lo hubiese hecho… ―murmuró contrita.
Celia palideció, se levantó y se dirigió hacia la ventana. La situación era demasiado parecida a la
suya. A ella también le habían hecho creer que ella era la culpable de que Kenneth tuviese que
rescatar su honor. Sin embargo, mientras Kenneth estaba confuso, culpándola al pensar que había
llevado a cabo el plan que había tramado para escapar del difunto Brentwood, Marcus sabía
perfectamente lo que estaba haciendo, y fue él quien tendió la trampa, Sarah no debía ni tenía por
qué sentirse responsable.
―Maldito bastardo ―siseó. Aunque de espaldas al resto, las demás la escucharon a la perfección.
Se miraron entre ellas contritas. Sabían lo que estaba reviviendo Celia.
Sarah paseó su mirada por los rostros de sus nuevas amigas.
―¿Q… qué sucede?
Celia se giró. Su mirada estaba llena de tristeza y decepción. Se mordió el labio intentando
contener las lágrimas. Jenna se levantó de inmediato para acercarse a su prima e intentar
tranquilizarla.
―Celia…
La vizcondesa Hyland levantó la barbilla, y aunque sus ojos brillaban a causa de las lágrimas no
derramadas, murmuró:
―Tú no eres culpable de nada, Sarah. Él te tendió una trampa, sabía que pasarías por ese pasillo y
que tu curiosidad haría que te detuvieses. Contaba con que entrases en la biblioteca. Todo estaba
preparado. Tú no provocaste esa situación.
Sarah frunció el ceño, mientras Frances bajaba la mirada.
―Pero… él no podía saber que a Frances se le estropearía… ―Se calló, al tiempo que su mirada
volaba hacia el rostro avergonzado de Frances―. ¿Estabas de acuerdo con él? ―musitó perpleja,
mientras volvía su mirada hacia las demás―. ¿Todas estabais al tanto de lo que pretendía?
Lilith tomó el sitio que había dejado Celia al lado de Sarah, al tiempo que tomaba una de sus
manos entre las suyas.
―Pidió ayuda a nuestros maridos, y estos aceptaron con la condición de que debía explicarnos sus
razones. Le advertimos que hablase contigo, que fuese sincero acerca del porqué de tenderte una
trampa, pero me temo que no lo ha hecho.
―¿Por qué lo hizo? ―musitó Sarah casi para sí misma―. Sabía de mis intenciones de dejar
Londres en un par de años, mi madre no intentaría volver a comprometerme, puesto que mi padre le
advirtió que sería yo la que eligiese, si deseaba elegir a algún caballero. ―Apretó la mano de Lilith―.
No necesitaba que nadie me rescatase por compasión ni lástima ―masculló entre dientes.
―¿Por qué lo ayudasteis? ―inquirió con frialdad.
―Pensamos que sentía algo por ti y que se negaba a reconocerlo, ni siquiera a sí mismo.
Supusimos que fue la única manera que encontró de no mostrarse vulnerable ofreciéndose a ti, y tal
vez arriesgarse a un rechazo. A un caballero que no siente nada por una dama le da igual ofrecerse y
ser rechazado, lo único que sufriría sería su orgullo, al menos eso pensamos, y cuando la única
opción que sopesó fue tenderte una trampa, creímos que sentía algo por ti, y su miedo al rechazo…
Creímos que ocultaba sus sentimientos bajo un comportamiento honorable ―musitó Frances.
Sarah negó con la cabeza, al tiempo que miraba a Celia, que se mantenía apartada con el brazo de
Jenna por encima de los hombros.
―¿Estás bien? ―preguntó Sarah― Por favor, no te sientas mal por haberme dicho la verdad. De
hecho, te lo agradezco, no podría llamaros amigas si continuaseis ocultándome algo como esto.
Le tendió la otra mano a Celia, que se apresuró a acercarse y tomarla.
―Nunca fue mi intención hacerte daño, solo…
―El inicio de su relación con Kenneth fue muy parecido ―murmuró Shelby, al tiempo que miraba
hacia su amiga para pedirle permiso para contarlo. Celia asintió y Shelby le relató a Sarah lo sucedido
entre Kenneth y su ahora esposa.
―Entiendo que esta situación te haya removido…
―Hace tiempo que superamos esos inicios, pero al principio fue un horror ―repuso Celia―. No
deseaba para ti la misma angustia que yo pasé.
―Hablaré con Marcus ―admitió Sarah.
―¿Romperás el compromiso? ―inquirió alarmada Frances.
Sarah se encogió de hombros.
―Dependerá de la sinceridad de sus explicaciones.
Sin embargo, Sarah no tuvo ocasión de hablar con Marcus. Al día siguiente de la visita de sus
amigas, su salud empeoró, cayendo en un estado de inconsciencia.
r
Marcus frunció el ceño cuando llegó a Clarke House y fue recibido por el usualmente hermético
mayordomo con un semblante sombrío. Al instante, lord Clarke salió de su despacho y le hizo un
gesto para que se acercase.
Marcus no tenía ganas de conversaciones intrascendentes, deseaba ver a Sarah y, con impaciencia,
se sentó en el sillón que le indicó Clarke.
―¿No podríamos dejar esta… conversación para más tarde? Deseo ver a lady Sarah.
―Sarah ha empeorado, Millard ―musitó Clarke.
Marcus se tensó, al tiempo que palidecía.
―¿Qué significa que ha empeorado? Suele mejorar…
―Hoy sus dolores han sido más fuertes y ha caído en un sueño profundo. No reacciona, Millard.
Marcus se levantó con brusquedad.
―¡Maldita sea, ese maldito médico…!
El conde lo miró abatido.
―Tal vez no debí permitir que la visitasen.
Marcus frunció el ceño.
―¿Que la visitasen… quiénes? ―masculló entre dientes.
―Sus amigas…, tal vez fue demasiado para ella. ―El conde ya no sabía qué pensar.
―Voy a subir a verla ―espetó, y sin esperar respuesta salió hacia la habitación de Sarah.
Lo que vio casi hace que se le pare el corazón: Sarah, pálida como la sábana que la cubría, yacía
inconsciente mientras la doncella, sentada a su lado, sollozaba en silencio.
Poppy se levantó en cuanto Marcus entró en la habitación.
Marcus se acercó al lecho y, al tiempo que se sentaba, inquirió.
―¿Cuándo…?
―Hace un par de horas, milord. Parecía que iba a ser un día como otros, pero de repente… ―Un
sollozo la hizo callar.
Marcus alejó un rizo del rostro de Sarah con uno de sus dedos, y al hacerlo se fijó en algo.
―¿Cuánto tiempo hace que tiene estos moretones? ―Unas pequeñas manchas oscuras salpicaban
su cuello y párpados.
―Hoy comenzaron a brotarle, milord. Lord Clarke ya ha avisado al médico…
Marcus no la dejó acabar y salió como alma que lleva el diablo en busca del conde. Entró
bruscamente en el despacho sin llamar.
―¡Ese matasanos no va a acercarse a Sarah! Yo traeré un verdadero médico ―espetó furioso.
―Millard…
―Se lo advierto, Clarke, si ese bastardo pisa aunque sea el rellano donde se halla la habitación de
Sarah, yo mismo le haré tragar su maletín. Y no desee saber lo que haré con usted si lo permite.
Volveré lo más rápido que pueda.
Marcus salió a la carrera. Había escuchado a Darrell hablar de las excelencias del doctor Gastrell,
que había atendido a varios de sus amigos. Lo traería, aunque fuese a rastras.
En cuanto la puerta de la residencia de los condes de Craddock se abrió, Marcus empujó a un
sorprendido mayordomo, mientras preguntaba:
―¿Lord Craddock?
El hombre pareció dudar, y Marcus perdió la paciencia.
―¡¡Craddock!! ―voceó.
Justin salió atónito de su despacho.
―¿Marcus? ¿Qué demonios…? ―Lilith apareció en el rellano superior, alertada por los gritos, y
comenzó a bajar presurosa hasta colocarse junto a su marido.
―¡Sarah ha empeorado, está inconsciente y tiene unos moretones…! ¡Tu médico, debo ir a
buscarlo! ―Marcus hablaba tan atropelladamente que a Justin le costó entender.
―Iré contigo, a ti no te conoce. ―Miró al mayordomo―. Que ensillen un caballo.
―Avisaré a las demás e iré a Clarke House. Sarah nos necesitará.
Tras besar brevemente a su esposa, Justin y Marcus se encaminaron hacia la puerta.
Milagrosamente, el caballo del conde estaba preparado junto al de Marcus.
r
―¿Cuándo comienzan los dolores? ―preguntó Gastrell a la doncella.
En la alcoba se hallaban ellos dos junto con Lilith y Marcus, que se había negado a marcharse
mientras el médico revisaba a Sarah. Se había limitado a darse la vuelta por respeto al decoro.
―Pues… ―Poppy hizo memoria―. Desayunaba bien, pero los dolores comenzaban una media
hora después de que rompiese su ayuno, últimamente ni siquiera llegaba a media hora.
―¿Su desayuno es el mismo que el del resto de la familia?
―Sí, señor.
Gastrell se mesó la barbilla.
―Vaya a la cocina y suba agua y sal en abundancia. ¡Muchacha! ―exclamó el doctor al tiempo que
Poppy se disponía a cumplir el mandato―. Prepárelo usted, que nadie toque ni el agua ni la sal.
Cuando la doncella salió, Gastrell miró a Marcus y a Lilith, mientras hurgaba en su maletín y
sacaba un frasco con un polvo negro.
―Me temo que esta joven está siendo envenenada.
Lilith tuvo que apoyarse en una de las sillas de la habitación, mientras Marcus palidecía aún más.
―¿C… cómo dice? ―musitó a duras penas.
―Esas manchas oscuras son signo de envenenamiento por arsénico, así como el dolor abdominal.
Por lo que parece, no ha llegado a vomitar. Y es lo que debemos conseguir, la sal con el agua
ayudará. Esto es carbón vegetal 1―señaló mientras mostraba el frasco―, absorberá el veneno que
quede en su organismo. El problema es que no sé cuándo comenzaron a envenenarla ni la cantidad
de veneno administrada, por lo que no puedo calcular los estragos que este haya causado en su
cuerpo ―informó el médico mientras observaba el cuerpo inerte de Sarah.
Marcus pensó con rapidez.
―El primer ataque de dolor lo tuvo a los dos días de la fiesta de los Walker. ―Miró a Lilith, él no
recordaba la fecha exacta.
Lilith asintió.
―Entonces todo comenzó hace nueve días, doctor.
El hombre asintió con la cabeza.
―Esperemos que el vómito y el carbón surtan efecto, eso y averiguar dónde colocan el veneno.
Marcus miró a Lilith, que asintió con la cabeza. Averiguaría quién era el culpable así tuviera que
emprenderla a tiros con el servicio. Abrió la puerta y, tras dejar pasar a Poppy con su carga, bajó a
reunirse con Clarke.
El conde estaba en su despacho con Justin. Este no había querido dejar solo a su amigo, mucho
menos a su esposa.
―Quiero al servicio reunido en diez minutos en el vestíbulo, incluida lady Clarke ―espetó Marcus.
Justin enarcó las cejas, sin embargo, cerró la boca. Si Marcus se tomaba esas libertades en una casa
ajena, es que algo raro había.
―¿Qué suele desayunar su hija?
El conde meneó la cabeza confuso.
―¿Sarah?
―¿Tiene otra? ―masculló Marcus con frialdad.
Clarke se encogió de hombros.
―Té, alguna tostada… Ah, y esas galletitas.
Una alarma saltó en la mente de Marcus.
―¿Galletitas?
―Sí, son unas galletas de limón que la cocinera le prepara especialmente para ella, a nadie más en
la casa le gustan.
Marcus se asomó a la puerta de inmediato. El mayordomo esperaba órdenes.
―Avise a la doncella de lady Sarah que deseo verla de inmediato, ah, y que en cinco minutos todo
el servicio esté dispuesto. Y que avisen a lady Clarke.
El hombre miró inquisitivo a su señor, que asintió.
Poppy llegó al instante y, tras llamar, esperó. Marcus salió a su encuentro. La tomó por un brazo y
la alejó un poco.
―Esas galletas que toma tu señora ―susurró solo para que ella le escuchase, Poppy asintió―. Ve a
la cocina y toma una discretamente, si es que han sobrado, y llévasela al doctor. Adviértele de que
eso es lo único que lady Sarah come que no comparte con el resto de la familia.
Poppy abrió los ojos como platos y salió disparada hacia la zona de servicio.
Cuando Marcus volvió a la habitación, Justin lo miró especulativo, sin embargo, Clarke quiso
saber:
―¿Podría ponerme al tanto de lo que pretende?
―Lo sabrá al mismo tiempo que los demás ―masculló fríamente Marcus.
Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió para dar paso a lady Clarke.
―¿Qué significa esto? No tengo tiempo para reuniones con el servicio ―murmuró con desdén.
―Madam, su hija está gravemente enferma ―siseó Justin irritado.
Margaret enarcó una ceja.
―Está en manos del médico, ¿no? Yo poco puedo hacer ―adujo con indiferencia.
Marcus apretó los puños. Maldita arpía, su propia hija podía morir y le importaba un ardite.
―Esperará hasta que me reúna con el personal, madam ―advirtió con sequedad, mientras le
lanzaba una mirada asesina.
La condesa hizo un gesto desdeñoso, pero no se atrevió a contradecirlo.
―Como desee.
Un mal presentimiento recorrió a Marcus. Se acercó al conde y le susurró al oído.
―La condesa supongo que tiene una doncella.
El conde asintió. Marcus esperaba reconocerla entre el personal, no en vano estaría un punto por
encima del resto en cuanto al rango en la casa, ya que llevaba años al servicio de lady Clarke. De
todas maneras, advirtió a Clarke.
―Adviértame si no se presenta con el resto del personal. ―Clarke asintió.
k Capítulo 14 l
MIENTRAS el servicio se reunía, Marcus se devanaba los sesos. ¿Quién demonios tenía interés en
deshacerse de Sarah? Al principio había pensado en su propia madre, pero no tenía sentido. Sarah se
casaría y ya no sería responsabilidad suya, ¿qué podría conseguir matándola? El servicio tampoco, a
no ser que hubiese hecho un daño irreparable a alguien del personal…, y por lo poco que había
visto, Sarah era sumamente gentil con el servicio. ¿Alguien de fuera de la casa? Sarah era invisible
para la alta, nadie podría sentirse amenazado por ella. ¡Por el amor de Dios! Sarah era la persona
menos elegible para ser asesinada.
Cuando el servicio estuvo formado, Marcus miró a Clarke. Un leve gesto negativo le indicó que la
doncella de lady Clarke no estaba entre ellos. Marcus se giró hacia el mayordomo y le susurró algo.
El hombre ni se molestó en consultar con su señor y subió la escalera dispuesto a seguir la orden
dada. Al cabo de unos instantes bajó, seguido de una dama que rondaría la mediana edad. Marcus
miró con disimulo a la condesa, que al ver a su sirvienta bajar se había tensado visiblemente.
La condesa, situada cerca de su marido, se acercó a Marcus.
―No veo qué necesidad hay de que mi doncella personal esté presente, ella no pertenece
propiamente al servicio de la casa.
Sin mirarla, Marcus contestó con sequedad y grosería, para el caso.
―Cierre la boca, madam, y no la abra hasta que me dirija específicamente a usted.
Mientras la condesa retrocedía con arrogancia, Justin contenía una sonrisa y Clarke disimulaba su
satisfacción por que el vizconde colocase a su esposa en su lugar. Marcus se dirigió al personal, que
esperaba expectante.
―Como supongo que todos sabrán ―comenzó escrutando los rostros de los perplejos sirvientes,
sobre todo el de la cocinera y el de la doncella de lady Clarke―, lady Sarah se encuentra gravemente
enferma. Su estado ha empeorado en las últimas horas. ―Una idea le cruzó la mente―. La familia se
teme un fatal desenlace, en estos momentos, un médico de la total confianza del conde de Craddock,
aquí presente, está con ella, intentando retrasar o evitar lo que parece previsible. ―Hizo una pausa
para observar los rostros que no perdían detalle de lo que decía. Todos parecían horrorizados,
desolados y, sobre todo, desconcertados, excepto el de la doncella de la condesa, que había bajado la
mirada y, al tiempo que frotaba fuertemente sus manos entrelazadas delante de su cintura, había
palidecido visiblemente.
―El médico ha averiguado, tras un riguroso examen ―prosiguió―, que lady Sarah ha sido
envenenada. ―Jadeos horrorizados se escucharon entre el grupo, excepto por parte de la
acompañante de la condesa, que no varió su atribulada expresión―. Y el veneno estaba incluido en
determinado alimento que solo ella toma de entre toda la familia.
―¡Santo Dios, las galletitas! ―Se escuchó exclamar a la cocinera, horrorizada―. Es imposible,
milord, las preparo yo misma. ―La pobre mujer comenzó a sollozar―. Y le juro por la vida de mi
nieto que jamás le haría el menor daño a milady.
Marcus la observó. La mujer parecía totalmente sincera. Miró de soslayo a la sirvienta de la
condesa, que se mantenía algo separada de los demás. Esta había cerrado los ojos durante un
instante, como si le hubiese afectado particularmente la velada acusación hacia la cocinera. Decidió
tensar un poco más la cuerda.
―Se ha avisado a la policía metropolitana. Ellos iniciarán una exhaustiva investigación sobre las
personas que tienen acceso a las cocinas. En este momento, son los principales sospechosos. Lord
Clarke me ha autorizado a suspender todos los permisos y días libres hasta que esto se resuelva y se
halle al culpable. ―Marcus esperó un instante por si el conde decidía rebatirlo. Este no hizo gesto
alguno―. Que nadie abandone Clarke House hasta que milord lo autorice. Pueden volver a sus
ocupaciones.
Mientras los criados se retiraban sumidos en el desconcierto y el horror, Marcus se giró hacia
Justin y Clarke.
―Mantened a lady Clarke en el despacho hasta que regrese.
Justin asintió, al igual que lord Clarke. Cuando los tres entraron en la habitación, Marcus subió las
escaleras apresurado. Algo le decía que la doncella de lady Clarke tenía mucho que explicar.
Marcus siguió a la mujer escaleras arriba hacia la zona destinada a los criados de mayor rango.
Cuando entró en una de las habitaciones y la puerta se cerró tras ella, Marcus se precipitó a entrar
tras una breve llamada. La mujer se giró sobresaltada al escuchar abrirse la puerta.
―¡Milord! ―exclamó mientras hacía una nerviosa y torpe reverencia.
Marcus cerró la puerta y se apoyó en ella con los brazos cruzados.
―¿Y bien? ―masculló con frialdad―. Me atrevería a decir que tiene algunas cosas que explicar,
señora.
La mujer, perdida toda contención, se dejó caer en la estrecha cama, al tiempo que comenzaba a
sollozar.
―Ella… ella me obligó ―musitó entre sollozos. A Marcus no le hizo falta que le dijese de quién se
trataba―, pero nunca tuve la intención de que lady Sarah… Solamente ponía mucho menos de la
cantidad que ella me indicó… supuse que únicamente la enfermaría, no que… ¡Santo Dios, no
puede morirse, no…!
Marcus suspiró.
―Señora, procure calmarse y explíqueme todo desde el principio.
La mujer asintió mientras sacaba un pañuelo de su bolsillo para secarse las lágrimas. Tras sonarse
poco delicadamente, comenzó su relato.
―Era apenas una niña cuando comencé al servicio de lady Clarke como doncella personal.
Cuando se casó con milord, continué a su lado. ―Pareció hablar más para sí misma cuando
continuó―: Ojalá no lo hubiese hecho, pero no tenía otra alternativa, no tenía a dónde ir y ella no
me hubiese dado referencia alguna si la hubiese dejado. Si ya era cruel cuando abandonó la guardería,
al ser presentada se volvió todavía más egoísta y despiadada, ni qué decir cuando se enteró de la
relación entre el conde y la dama de compañía de su madre. A pesar de que no lo amaba, su orgullo
se resintió y el que su bebé, una niña, hubiese muerto y el varón que tanto deseaba ella hubiese
nacido sano de la amante de su marido la enloqueció. Me obligó a cambiar a los niños; no por
generosidad hacia un huérfano, sino por demostrar a la alta que había proporcionado un heredero al
condado. La ayudé creyendo que por lo menos el pequeño se salvaría de acabar en uno de esos
horribles orfanatos, pero cuando comprobé cómo lo trataba cuando el conde no estaba presente…
―Meneó la cabeza con abatimiento―. Con ello consiguió que el conde no pusiera objeciones a que
ella hiciese su vida en Londres, acumulando amante tras amante, hasta que tuvo que regresar a
Clarke Hall… con lady Sarah en su vientre.
Marcus se tensó. ¿Sarah no era hija de Clarke? ¿Quién…?
Ella pareció adivinar lo que pasaba por la mente del vizconde, porque añadió:
―Ni siquiera lady Clarke sabe quién es el padre de lady Sarah.
Marcus se pasó una mano por el cabello, estupefacto por lo que estaba escuchando. Aunque gran
parte de ello lo había escuchado de Sarah, había muchos detalles…
―Pero ¿por qué querría asesinar a su propia hija? ―inquirió desconcertado―. Podría entenderlo
en el caso de Camoys, pero lady Sarah es de su sangre.
―Milord, milady no está bien ―murmuró contrita―. Incluso a mí, que la conozco bien, a veces
me provoca escalofríos.
―Continúe ―animó Marcus.
―Cuando se firmaron los acuerdos entre sus padres y los padres del conde, ella se aseguró de que,
en caso de que el conde falleciese, su dote, enorme, por lo que pude entender, pasase íntegramente a
ella, así como las propiedades que no estaban vinculadas, hubiese o no heredero. Milord no puso
obstáculo alguno, tal vez por un equivocado sentido de compensación. Además, se aseguró de que la
cantidad estipulada como dote, en caso de que hubiese alguna hija del matrimonio, revirtiese en ella
si la niña moría tras hacer su debut.
―¡Santo Dios! ―exclamó horrorizado Marcus―. Pero ¿por qué no matarla antes y en cambio
esperar…? ¡Ella pretendía casarla con un anciano! No lo entiendo ―murmuró confuso.
―El acuerdo con lord Seamus era que la dote de lady Sarah le sería devuelta a milady, con lo cual,
pasaría igualmente a su poder, algo que no sucedería si lady Sarah llegase a contraer matrimonio con
usted; además de que el vizconde reside en Cornualles, no visita Londres. Alejaría a Sarah de su
padre y ella podría…
―Su intención era continuar con el asesinato de lord Clarke ―acabó Marcus por ella―. Con Sarah
en Cornualles, Camoys en su residencia de soltero, o casado y con su propia familia, no tendría a
nadie pendiente de la salud del conde.
«Eso sin hablar de que, en caso de que Camoys sospechase algo, ella se encargaría de chantajearlo.
Aunque no tuviese en su poder la maldita llave, esparciría rumores que acabarían con la reputación
del joven vizconde. El estigma de ser sospechoso de asesinato nunca lo abandonaría», pensó
asqueado.
La mujer asintió.
―Me negué. Le dije que no intervendría en un asesinato, pero me amenazó con culparme de
haber cambiado a las criaturas sin su conocimiento y de la muerte de la vizcondesa Eresby: ¿quién
creería a una sirvienta ante la palabra de una condesa? Entonces, intenté minimizar el daño. De la
dosis que ella me había dicho que vertiese en la masa de las galletas, puse una mínima cantidad.
Supuse que solamente se pondría enferma, no pensé que… ¡Dios mío, si esa criatura muere…!
Marcus casi siente compasión por la mujer. Casi… si no se tratase de Sarah.
―¿Dónde está el arsénico? ―La mujer se levantó y tomó un frasco del cajón de su mesita, que le
entregó a Marcus. Este lo tomó―. Venga conmigo, le entregaré esto al médico y usted le explicará
las cantidades que vertió en la masa. ―Se giró para salir de la habitación, pero se detuvo
bruscamente―. ¿Hay algún frasco más de esta porquería?
―No, milord. Yo fui la que tuvo que ir a la botica a comprarlo, con la excusa de una plaga de ratas
en las cocinas. Solo compré eso. Milady no se arriesgaría a comprarlo ella misma.
―Bien. Cuando le haya explicado lo que el doctor le solicite, subirá a su habitación y no se moverá
de allí bajo ninguna circunstancia. ¿He sido claro? ―ordenó Marcus―. Puede ocupar su tiempo en
preparar su equipaje.
Tras llevar el frasco, y a la mujer, junto al doctor, Marcus bajó a reunirse con Justin y Clarke… y la
serpiente venenosa con la que se hallaban.
Las voces indignadas de la serpiente se escuchaban fuera del despacho cuando él llegó. Abrió la
puerta, al tiempo que la condesa se callaba bruscamente.
―¿Qué ocurre aquí?
La condesa alzó la barbilla con arrogancia.
―No tengo la menor idea de por qué Clarke ha permitido que usted de órdenes en esta casa que
no es la suya, milord, pero sus órdenes no me incumben en absoluto. Tengo cosas que hacer y no
tengo intención de que me mantengan prisionera en esta habitación ―masculló con frialdad.
Marcus no se pudo contener.
―¿Entre esas cosas tan urgentes está comprobar si su hija ha muerto tal y como ha ordenado?
―Su tono era tan afilado como una cuchilla.
La condesa palideció.
―¿Cómo dice? ¿Cómo se atreve…?
Justin, disimuladamente, se colocó delante de la puerta del despacho, que Marcus había cerrado al
entrar.
Clarke miró espantado a Marcus.
―¿Qué insinúa, Millard?
―No insinúo nada, Clarke, afirmo ―adujo Marcus sin quitarle la vista de encima a la condesa―.
Su doncella ha confesado. Su esposa ha estado envenenando a lady Sarah. Y hay otra cosa que debe
saber: el asesinato de lady Eresby fue obra suya. Su intención era tener la posibilidad de culpar a
Camoys en caso de que usted no se plegara a sus deseos. Lo lamento, milord, pero viviría el resto de
su vida chantajeado por esa mujer, que no le da valor alguno a una vida humana, ni siquiera a la de
su propia hija, con tal de conseguir lo que desea.
Clarke palideció mientras se dejaba caer en uno de los sillones sin importarle en absoluto que su
esposa permaneciese de pie.
―Cristo bendito, de todas las maldades… ―Tras pasarse las manos por el rostro, se levantó
decidido.
―Haré lo que me diga, Millard. Si hay que avisar a un juez…
―¡Está mintiendo! ―exclamó la condesa―. ¿Vas a creer la palabra de una sirvienta antes que la de
tu esposa?
Clarke la miró fríamente.
―Creería antes la palabra de un ladrón del West End que la suya, milady. ―Se giró hacia Marcus―.
¿Milord?
―Un juez no es una posibilidad. Si es enviada a Newgate, el escándalo afectará a Sarah, además de
al condado. ―Marcus se frotó la barbilla pensativo.
Justin intervino.
―Hay un sitio donde puede purgar sus pecados mucho mejor que Newgate y no resultará
escandaloso. Surgiría algún comentario, sí, pero podrán ser contenidos con facilidad. ―Miró a la
condesa con odio. Que alguien pudiese atentar contra la vida de su propio hijo…―. Bedlam.
―¡¡No!! ¡No puedes enviarme allí! ―gritó la condesa haciendo ademán de dirigirse hacia la puerta.
Justin se colocó ante ella.
―No me importará, es más, hasta disfrutaré, si tengo que ponerle la mano encima para detenerla,
milady, así que siéntese y cállese ―siseó Craddock.
Marcus miró agradecido a su amigo para luego dirigirse a Clarke.
―El doctor Gastrell no tendrá reparo alguno en firmar un informe que recomiende el ingreso
inmediato de la condesa en Bedlam. Es un peligro para ella y para los demás, como atestiguará. Él
sabrá los pasos a seguir una vez firme el informe. Mientras tanto, ―Observó lanzando una breve
mirada a la condesa―, recomiendo que sea atada, podría hacerse daño a sí misma ―aclaró con
mordacidad―. ¿Sus aposentos son seguros?
El conde asintió con un gesto.
―Por las ventanas no podrá escapar, no hay árbol cerca ni celosía que se lo facilite, además de que
están en un segundo piso y las puertas pueden ser cerradas con llave.
―Enviaré una nota a mi compañero en Scotland Yard. Se ocupará de vigilarla y hará el ingreso en
el sanatorio con la más absoluta discreción. Ni el servicio debe estar al tanto.
―Se hará como dice. ―Clarke se acercó a los ventanales y arrancó los cordones que los sujetaban,
tendiéndoselos al vizconde.
Marcus ató a la condesa sin importarle si le hacía o no daño. Si fuese por él, la cuerda sería
utilizada para ahorcarla, y lo haría con sumo gusto. Justin y él escoltaron a lady Clarke a sus
aposentos bajo el más absoluto mutismo de esta. Regresaron al despacho donde esperaba lord
Clarke, absolutamente desolado.
―Debo explicarle las intenciones de esa mujer, tal y como me las ha contado su doncella ―ofreció
Marcus.
Justin hizo ademán de marcharse. Suponía que lo que iba a contar Marcus sería demasiado
privado. Sin embargo, el conde lo detuvo.
―Quédese, Craddock, me temo que, después de descubrir que mi hija estuvo a punto de ser
asesinada por su propia madre, no hay nada que no pueda escuchar.
Marcus les puso al tanto de todo lo que le había contado la mujer.
Cuando finalizó, Justin susurró horrorizado.
―Hasta Bedlam me parece demasiada deferencia para con esa serpiente.
―¿Qué hará con la señora Brown? ―quiso saber Clarke.
―¿Quién? ―Marcus ni se había molestado en conocer el nombre de la doncella de la condesa―.
Ah, supongo que se refiere a la criada. No lo sé, creo que ha sido otra víctima más de esa arpía. Y
por lo menos intentó, incluso aterrorizada por su señora, proteger en lo que pudo a Sarah.
―Marcus ―intervino Justin―. Ni siquiera intentó hablar contigo después de que reunieras al
servicio, se escondió como una comadreja ―masculló irritado.
―Lo sé ―admitió―, pero pertenece al servicio, Justin, y tal y como dijo esa arpía: ¿quién la creería
ante la palabra de una noble?
―¿Le parece que le proporcione una pensión con la que pueda vivir en algún lugar lejos de
Londres? Desde luego, vivirá modestamente, puesto que no tengo intención de darle referencia
alguna, con lo que nadie la contratará ―propuso el conde―. Ordenaré que prepare su equipaje.
―Ya se lo he indicado yo ―afirmó Marcus.
―Con respecto a lady Clarke ―continuó el conde con frialdad―, haga lo que considere necesario.
Daré las indicaciones oportunas al mayordomo para que obedezcan sus órdenes como si fueran
mías.
Marcus asintió. Se disponía a subir a ver a Sarah cuando oyeron un suave golpe en la puerta.
Marcus abrió para encontrarse con Lilith.
―Sarah ha despertado. Parece que el doctor Gastrell ha conseguido eliminar el veneno de su
cuerpo.
Marcus salió como una exhalación, seguido por el conde. Justin extendió una mano hacia su
esposa.
―¿Qué ha ocurrido, Jus? ―inquirió Lilith al ver el rostro tormentoso de su marido, mientras
tomaba su mano.
―Ven, duendecillo, por lo que parece, no solo a ti te rodeaba la maldad ―murmuró al tiempo que
se sentaba con ella en uno de los sofás.
Y Justin se dispuso a explicarle a su mujer todo lo que Marcus había averiguado.
r
Marcus abrió la puerta de la alcoba de Sarah tras un pequeño aviso en la puerta. Sarah, todavía
pálida, estaba recostada en la cama. No pudo evitar un suspiro de alivio al verla despierta, al tiempo
que tragaba con fuerza para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Clarke entró tras él y, mientras Marcus observaba paralizado, el conde se sentó al lado de su hija.
― El carbón ha hecho su efecto. ―Marcus se obligó a mirar al doctor, que era quien hablaba―.
Gracias a que esa mujer echó unas cantidades minúsculas, si llega a seguir las instrucciones que le
habían dado, esta muchacha ya estaría muerta.
Marcus había visto muchas cosas durante su tiempo con los runners y, después, en la policía, pero
tuvo que sujetarse a una de las sillas al notar que le fallaban las rodillas. Si Sarah llegase a morir… ni
siquiera podía pensarlo.
Miró a Sarah. Esta no le había dirigido más que una breve mirada cuando entró, y ahora su padre
y ella estaban centrados el uno en el otro. Era lo lógico. Tenían una conversación pendiente acerca
de la condesa.
Sintiendo que sobraba, se dirigió al doctor.
―¿Podríamos hablar en privado? Hay algo que deberíamos comentar.
―Por supuesto.
Se dirigían hacia el despacho del conde cuando llegó O’Heary. Marcus le puso en antecedentes de
lo sucedido, al mismo tiempo que solicitaba del doctor el informe necesario para el ingreso de la
condesa.
Ese mismo día, dos personas abandonaban Clarke House para no volver: la señora Brown se
dirigía a un lugar indeterminado de la campiña, en un coche de alquiler pagado por el conde, y la
condesa, tras firmar el doctor Gastrell, con sumo placer, el informe médico, era trasladada en un
carruaje sin blasones a Bedlam, escoltada por O’Heary y un par de policías. Marcus había decidido
que nadie del servicio supiese el destino de lady Clarke cuando, en la mañana, se comunicase su
partida. Había que proteger del escándalo a Sarah y a la familia. La explicación que se daría ante la
ausencia de la condesa sería que había decidido viajar a Francia, donde tenía parientes, sin fecha
prevista de regreso, eso y la ausencia de su doncella personal evitaría que el servicio rumorease sobre
su abrupta desaparición.
Las doncellas se encargarían de recoger sus pertenencias en la mañana, y O’Heary las haría
desaparecer discretamente. Lady Clarke no volvería a tener ocasión de utilizarlas.
Marcus abandonó Clarke House agotado, después de avisar al conde de que a la mañana siguiente
volvería a visitar a Sarah.
Cuando llegó a su residencia, y tras darse un relajante baño, ya sentado en su alcoba frente a la
chimenea con una copa de brandi, se dio cuenta de que no había sentido tanto miedo en toda su
vida. La imagen de Sarah, con aquellas manchas oscuras en su preciosa piel, inconsciente y pálida
como la muerte, no cesaba de rondarle la mente.
Por Dios, claro que lo que sentía por Sarah no se parecía ni remotamente a lo que había sentido
por Eleanor, ¿cómo pudo pensar que pudiese confundir sus sentimientos tal y como los había
confundido años atrás? El terror que había sentido solo de pensar en perderla no era producto del
afecto ni del cariño, ni siquiera de un tonto enamoramiento. Amaba a Sarah. Santo Dios, si ella
hubiese muerto sin saberlo… Sobre todo, después de que ella le confesase su amor y no obtuviese
más que silencio por su parte, no se lo perdonaría jamás.
Se giró con fastidio hacia la puerta que su valet había abierto.
―Fitz, te dije que fueras a descansar ―murmuró con cansancio.
―Disculpe, milord, pero el señor O’Heary está aquí, solicita verlo con urgencia.
¿O’Heary?, ¿qué demonios…? Aunque Bedlam estaba relativamente cerca y ya hubiese hecho la
entrega, ¿qué hacía en su casa?
Bajó las escaleras sin preocuparse de calzarse ni adecentarse. O’Heary lo esperaba en el vestíbulo,
apoyado en una de las paredes, de brazos cruzados con gesto indolente y luciendo su eterna máscara
de frialdad.
―¿Qué haces aquí?
―Solicitar instrucciones ―murmuró con indiferencia Michael. Marcus frunció el ceño.
―Eran claras: escoltar a esa bruja a Bedlam y retirarte.
―No puedo llevarla a Bedlam tal y como está ―replicó Michael.
―¡Por el amor de Dios, Michael! Si está alterada, hazle tomar un poco de láudano, aunque no creo
que en el sanatorio se sorprendan si la ven agitada.
―El caso es que agitada… precisamente agitada no está ―repuso con sorna Michael. Marcus rodó
los ojos. Estaba demasiado cansado para los rodeos del irlandés―. Y en cuanto al láudano, no queda
nada, se lo ha tomado todo.
Marcus estaba totalmente confuso.
―¿Le has obligado a beber todo el láudano que llevabas por si era necesario calmarla? ¿Has
perdido la cabeza?
Michael bufó.
―Yo no le he dado nada. Ella solita se lo ha bebido. A saber cómo demonios escondió una
botellita en su capa, y… bueno, estaba atada. Cuando me di cuenta… ―El irlandés de encogió de
hombros―. Supongo que la cogería en su alcoba cuando solicitó un momento de… privacidad.
Marcus entrecerró los ojos.
―Ni siquiera intentaste evitarlo. ―No era una pregunta, conocía demasiado bien a su amigo.
―Ya se había tomado más de la mitad del frasco ―murmuró con fría indiferencia―, se lo quitase o
no, el daño estaba hecho. ―Se enderezó, apartándose de la pared―. Bien, ¿qué hacemos con el
cuerpo? No lo puedo dejar en el carruaje en tu puerta de servicio hasta que decidas que has
descansado suficiente. No sería… decoroso.
Marcus enarcó las cejas.
―¿Decoroso? ¿Conoces esa palabra? ―repuso molesto.
Michael se encogió de hombros, mientras Marcus resoplaba.
―Espérame en el despacho, me vestiré y volveremos a Clarke House.
El cuerpo de la condesa fue subido por las escaleras de servicio hasta su alcoba. El doctor
Gastrell, avisado con urgencia, certificó que la condesa había muerto mientras dormía. Eso evitaría
rumores y la negativa a que fuese enterrada en terreno consagrado.
Marcus dio gracias en silencio a que todo se hubiese llevado con la máxima discreción. Nadie del
personal sabía que la condesa había abandonado la casa, el carruaje había sido preparado sin
necesidad de explicaciones de la razón para la que era requerido y las doncellas todavía no habían
sido avisadas de recoger sus pertenencias personales.
Sarah, tras marcharse el conde, pensaba en Marcus y en su fría actitud, al menos eso le pareció,
cuando había entrado con su padre. Tras la visita de sus amigas, debía aclarar la situación con él.
Bien, ella estaba enamorada, pero ¿y él? ¿Por qué le había tendido esa trampa? ¿Por lástima?, ¿por
apartarla de las maquinaciones de su madre? Ese no era un buen motivo para el matrimonio.
Aunque en su círculo los matrimonios concertados, incluso aquellos precipitados para reparar la
reputación de una dama, eran usuales, un enlace por compasión solo conduciría al arrepentimiento
cuando el momento de generosidad hubiese pasado. ¿Y si Marcus se enamoraba de otra mujer? Se
sentiría atrapado en un matrimonio vacío. Por mucho que ella le amase, no sería suficiente. Suponía
que regresaría al día siguiente, bien, sería el momento de aclarar las cosas entre ellos.
k Capítulo 15 l
SIN embargo, a la mañana siguiente Sarah se despertó con la noticia de la muerte de su madre
durante la noche. Sintiéndose algo avergonzada, no pudo evitar una sensación de alivio. Su padre y
Henry estaban ocupados con la preparación de los funerales y el entierro, y la visita de Marcus no
resultaría decorosa en esos momentos, por mucho que estuviesen prometidos.
Mientras Clarke y Henry viajaban a Surrey, donde estaba la residencia familiar, para enterrar a la
condesa, Sarah mejoraba con rapidez. El doctor la visitaba todos los días, controlando que el veneno
hubiese sido expulsado por completo de su cuerpo.
Sarah solamente aceptó recibir las visitas de sus amigas. No tenía ninguna intención de recibir las
falsas condolencias de las supuestas amigas de su madre. Aunque sabía que, por supuesto, ninguna
de ellas estaría al tanto de los macabros planes de la condesa, tampoco habían mostrado ninguna
simpatía hacia ella cuando su madre la humillaba en su presencia.
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Marcus intentaba ocupar su tiempo con el trabajo. Desde la muerte de la condesa, y de eso hacía
ya tres semanas, no había vuelto a ver a Sarah. Sabía, por el conde y Camoys, que se había
recuperado por completo, y ardía por conseguir reunir el valor suficiente para visitarla y ser sincero
con ella. Se sintió miserable cuando supo que ella se culpaba de haberlo puesto en una situación
insostenible en aquella biblioteca, y cuando Justin le puso sobre aviso de que las damas, con el fin de
tranquilizarla, le habían aclarado que la trampa había sido ideada por él, la vergüenza lo embargó.
Maldita sea, tenía que convencerla de… ¿de qué, en realidad? ¿De que se había comportado como
un verdadero canalla? ¿De que había sido tan manipulador como la difunta condesa? ¿De que se
había dado cuenta de que la amaba? Mucho se temía que Sarah no le creería.
―¿Vas a hacer algo o vas a seguir ahí sentado regodeándote en tu miseria?
Michael, arrellanado en el sillón con la mejilla apoyada en la mano, lo contemplaba paciente.
Marcus se levantó al tiempo que se acercaba a la ventana de su despacho. Mientras contemplaba la
calle, murmuró.
―Dudo que crea nada de lo que pueda decirle.
―Si no hablas con ella, no puedes tener la certeza ―masculló Michael mientras hacía una mueca.
Marcus le había contado la trampa que le había tendido a Sarah para provocar el compromiso, y
aunque el irlandés raras veces, para el caso nunca, entraba en asuntos personales de nadie, la
muchacha le agradaba, sobre todo tras conocer las mezquindades que le había hecho su propia
madre.
―Si ella cree que el motivo para lo que hiciste fue rescatarla de la difunta arpía, supondrá que te
faltará tiempo para retractarte ―prosiguió Michael―. Si continúas con el compromiso y, por
supuesto, eres sincero en cuanto a tus sentimientos, digo yo que en algún momento te creerá.
Marcus lo miró por encima del hombro. ¿Michael ofreciendo consejos personales?
El irlandés captó su mirada de desconcierto, hizo una mueca de fastidio y, al tiempo que se
levantaba, espetó:
―De todas formas, yo no soy el más indicado para aconsejar a nadie. Tómalo como un pequeño
momento de debilidad por mi parte.
Sin esperar respuesta del atónito Marcus, Michael se giró y abandonó el despacho.
Marcus permaneció con la mirada clavada en la puerta unos instantes. Quizá el irlandés tuviese
razón. Debía hablar con Sarah y afrontar las consecuencias de su lamentable proceder.
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Sarah estaba en su salita privada cuando el mayordomo le entregó la tarjeta del vizconde. Suspiró,
no tenía caso posponer por más tiempo la conversación que tenían pendiente. Asintió al
mayordomo y este hizo pasar a Marcus.
Mientras Sarah se levantaba y hacía su reverencia, Marcus la observó. El color había vuelto a su
tez y parecía completamente restablecida. Incluso la encontró más hermosa, si cabía. Escrutó el
rostro femenino. No encontró rastro de frialdad ni de incomodidad. Se animó un poco al pensar que
tal vez estuviese dispuesta a escucharle.
Sarah se sentó e hizo un gesto para que él hiciese lo mismo.
―¿Cómo te encuentras? Clarke me ha dicho que el doctor considera que tu cuerpo ha expulsado
todo el veneno.
―Estoy bien ―repuso ella con suavidad.
Marcus asintió con la cabeza.
―Gracias a Dios que la señora Brown se limitó a mezclar una cantidad muy pequeña en la masa,
no quiero ni pensar en lo que habría sucedido si hubiera seguido las indicaciones al pie de la letra.
Sarah no deseaba continuar intercambiando frases triviales, ni siquiera sobre su salud, así que
decidió tomar la iniciativa.
―Ya no hay motivo alguno para que continuemos con el compromiso, Marcus. No corro peligro
alguno ―ofreció con voz queda―. Podemos utilizar el tiempo de luto para distanciarnos y, cuando
finalice, cualquier explicación bastará para acallar comentarios. Además, para entonces, la alta estará
en sus residencias campestres pasando las fiestas navideñas. La temporada próxima nadie recordará
que estuvimos comprometidos… sobre todo si no regreso a Londres ―musitó casi para sí misma.
Marcus se envaró.
―Por lo que parece, lo tienes todo pensado. ¿Tenías la intención de comentarlo conmigo o
pensabas decidirlo unilateralmente?
Sarah enarcó una ceja, al tiempo que él se preguntaba cómo alguien en su sano juicio hubiera
podido pensar en esa mujer como sosa. Bueno, él había estado en ese grupo hasta que ella, con una
gran entereza, le pidió que no volviese a sacarla a bailar para, más tarde, presentarse en su despacho
para defender a su hermano, en ambas situaciones haciendo gala de un arrojo que le sorprendió y
fascinó.
―No creo que seas el más indicado para acusarme de decidir unilateralmente algo que nos incumbe
a los dos.
Marcus sintió el calor subiendo por el cuello.
―Disculpa. En realidad, desearía explicarte…
La ceja de Sarah se elevó aún más.
―Marcus, no hay nada que explicar. Tomaste una decisión basada en… no sé, lástima, compasión,
protección… En cualquier caso, ya no es relevante; la condesa ha muerto, puedo continuar con los
planes que tenía previstos, incluso antes de mis veinticinco, si mi padre está de acuerdo.
―No fue lástima lo que me indujo a comprometerte ―susurró.
―¿No? ¿Entonces qué fue?, ¿amor? ¿Me amabas en ese momento, Marcus?
―No. ―«Eso creía, al menos», pensó abatido.
―Eso supuse. ―Sarah se levantó, provocando que Marcus hiciese lo mismo―. Creo que está todo
dicho. Mi padre enviará una nota cuando acabe el verano anunciando la ruptura del compromiso.
―Bajó la mirada hacia su mano, donde lucía el precioso anillo que le había regalado. Cuando
comenzó a quitárselo, Marcus palideció. ¿Se había acabado todo?
―Sarah, si me permites explicarme… ―intentó desesperado.
Ella negó con la cabeza.
―Fuiste el único que me vio bajo el disfraz, Marcus. Con tu amistad me ayudaste a sentirme más
segura de mí misma… No pretendo ser desagradecida, pero debes continuar con tu vida. No me
amas, y un matrimonio entre nosotros, basado en la compasión, no funcionaría. Acabarías resentido,
y seguramente yo también.
―Pero ese ya no es el caso, Sarah ―repuso con un matiz de súplica―. Puede que entonces no te
amase ―«O no quisiese verlo», añadió para sí―, pero…
―Pero ¿ahora sí? ―Sarah no deseaba ser mordaz, su corazón ya estaba suficientemente dañado
mientras lo rechazaba, como para escucharle justificarse para mantener el compromiso solamente
por un sentido del honor. No soportaría que Marcus dijese cualquier cosa, incluso que tenía
sentimientos por ella, con tal de no provocar un escándalo. Se giró hacia la campanilla que reposaba
en una de las mesitas. Tras tocarla, le tendió el anillo a Marcus.
―Gracias, lord Millard, por todo. ―Miró hacia la espalda de Marcus, el mayordomo esperaba―.
Por favor, acompañe al vizconde.
Marcus dio un paso hacia ella, haciendo caso omiso a la presencia del mayordomo.
―Puede que cometiese el error de disfrazar mis verdaderos sentimientos con lástima o compasión;
o protección, como has dicho, pero te demostraré qué es lo que siento en realidad, Sarah. No pienso
abandonar.
Se inclinó y se giró para abandonar la habitación, seguido por la mirada de absoluta tristeza de
Sarah. Ya estaba hecho, lo había liberado, pero ¿por qué se sentía como si hubiese cometido el
mayor error de su vida? Apartó una lágrima de un manotazo, al tiempo que tomaba el libro que leía
cuando él llegó. Hablaría con su padre. No tenía sentido permanecer en Londres mientras duraba el
luto, para el caso, ni siquiera una vez que hubiese pasado el duelo. Iría a Surrey y retomaría sus
antiguos planes.
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Marcus decidió ir al club. No estaba de humor para soportar el sarcasmo de O’Heary. Sin
embargo, sus esperanzas de lamerse las heridas a solas se esfumaron cuando vio aparecer a Callen y a
Darrell. Santo Dios, ¿es que ese hombre no tenía nada que hacer en su nuevo puesto?
Ambos amigos, obviando el rostro tormentoso de Marcus, se acercaron a su mesa con
indiferencia y, tras sentarse y solicitar sus bebidas, Darrell fijó la mirada en Marcus con un brillo
especulativo en los ojos.
―¿Estás sopesando a quién retarás a duelo, o tal vez ya lo has decidido y estás decidiendo las
armas? ―inquirió sarcástico.
―Pretendía estar un rato a solas, pero ya veo que es imposible ―masculló Marcus.
―¿A solas en Brooks’s? ―repuso Callen enarcando las cejas.
―Lo estaba hasta que llegasteis.
Darrell miró a Callen con un brillo jocoso en los ojos.
―Me temo que nuestro amigo ha visitado a su prometida… O me inclino a suponer, por su
aspecto, a su antigua prometida.
Marcus le lanzó una mirada asesina.
―¿Cómo demonios lo sabes? ―Marcus admiraba la capacidad de deducción de Darrell, pero había
veces que hasta él mismo se sorprendía.
―¿Lady Sarah ha roto el compromiso? ―inquirió Callen, ya sin rastro de diversión.
Darrell se encogió de hombros.
―Sabíamos que teníais una conversación pendiente, nuestras esposas, ya sabes ―aclaró―, y por tu
lamentable aspecto, no hace falta ser un genio para sumar dos y dos.
―Su intención es marcharse a Surrey y no regresar a Londres ―murmuró Marcus―. Le pedirá a su
padre su dote y…
―¿Y…? ―insistió Callen.
―¡Pretende ponerse a trabajar, maldita sea! ―espetó molesto, Marcus.
―¿Como dama de compañía? ―Quiso saber Callen desconcertado―. Ninguna dama en su sano
juicio la contratará, a no ser que se trate de una viuda achacosa.
Marcus se erizó.
―¿Por qué no? ―No le gustaba pensar en Sarah trabajando, pero le molestó que Callen dudase de
su capacidad.
Este alzó las manos en señal de paz.
―No me malinterpretes. Lady Sarah es muy hermosa y joven. Una tentación para cualquier
hombre. Y todos sabemos cómo se las gastan ciertos caballeros con el personal a su servicio, aunque
sea la dama de compañía de su esposa.
Marcus gruñó.
―Pretende abrir una librería, o qué se yo.
―Clarke no lo permitirá ―intervino Darrell―. Una cosa era darle la posibilidad de alejarse de las
maquinaciones de la condesa y otra muy diferente permitir que la hija de un conde trabaje sin
necesidad alguna.
Marcus tomó un sorbo de su bebida.
―El caso es que pretende que su padre envíe un comunicado anunciando la ruptura del
compromiso cuando acabe el verano.
―Tiempo suficiente ―murmuró Callen con indolencia.
―¿Suficiente para qué? ―Marcus miró con desconfianza al escocés. Sabía de sus peregrinas ideas,
y que Darrell también lo observase receloso, casi aguantando la respiración, terminó de
intranquilizarlo.
Callen se arrellanó en su sillón.
―Escocia ―murmuró sucinto tras beber un sorbo de su whisky.
Marcus casi se atraganta con la bebida. Mientras tosía desesperado, Darrell se dirigió a su amigo.
―Cal, no creo que esa sea una solución.
―¿Por qué no? A mí me funcionó ―repuso al tiempo que fruncía el ceño.
Darrell rodó los ojos.
―No podías regresar con Jenna a Londres ―comenzó a enumerar―. Gabriel os acompañaba y te
dirigías a la residencia de tu familia, no a Gretna.
Callen ni se inmutó.
―Oh, si es por eso, mi madre estará encantada de organizar la boda.
Marcus se frotó el rostro con una mano.
―No puedo presentarme en el palacio Hamilton y simplemente decir: «Buenos días, soy el vizconde
Millard y desearía que su gracia la duquesa preparase mi boda, por supuesto en un momento que tenga libre, no deseo
importunar».
Callen meneó la cabeza con resignación.
―Si tan tiquismiquis eres, siempre puedes optar por Gretna.
―¡No puede llevarla a Gretna, Cal, acabará con su reputación! ―espetó Darrell. Sin embargo, tras
echar un vistazo a la expresión interesada de Marcus, exclamó atónito―: ¿No pretenderás tener en
cuenta las ideas de este descerebrado?
Marcus se frotó la barbilla pensativo.
―El caso es que… ―Hacía semanas, O’Heary también había propuesto lo mismo.
―¡No existe ningún caso! ―Darrell estaba perplejo viendo a Marcus tomar en consideración
alguna de las peculiares ideas de Callen―. Tendrías que secuestrarla, dudo mucho que acepte tu
invitación a recorrer media Inglaterra para casarse en Escocia, sobre todo teniendo la intención de
romper el compromiso.
»¿Qué pretendes? ¿Introducirte en su alcoba y sacarla de Clarke House en mitad de la noche?
―continuó estupefacto―. ¡Por el amor de Dios! Estas cosas se hacen generalmente con el
consentimiento de la dama, no pretenderás llevártela en camisón a corretear por media Inglaterra.
―Tengo un aliado ―repuso Marcus decidido.
Darrell enarcó las cejas.
―¿O’Heary? ―Rodó los ojos con exasperación―. ¿O’Heary le preparará una bolsa de viaje además
de secuestrarla?
―Vamos, Darrell, permite que el hombre utilice esa mente racional y que se organice ―intervino
Callen, cada vez más interesado en los planes de Marcus.
―Tengo otro aliado ―murmuró. «Al menos, eso espero», pensó no muy convencido.
―¿Otro? ―graznó Darrell, al tiempo que miraba a su alrededor. Lo menos que deseaba era llamar
la atención de los escasos caballeros que a esas horas estaban en el club. Entrecerró los ojos.
―¿No hablarás de su padre? Clarke jamás se prestaría a ese… despropósito, pondría a su hija a los
pies de los caballos. Ya ha tenido bastante consiguiendo tapar las fechorías de la difunta condesa.
―Por supuesto que no hablo de su padre, ¿por quién me tomas? ―exclamó Marcus mortificado.
Darrell meneó la cabeza con hastío.
―Da igual, no quiero saberlo. Espero que sepas lo que haces ―advirtió mientras se levantaba―.
Con lo sencillo que sería un cortejo normal ―masculló al tiempo que miraba acusador a Callen―. La
culpa la tienes tú, por poner esas ideas… escocesas en su cabeza. Me largo, tengo trabajo y no quiero
conocer más detalles. Cuanto menos sepa, menos tendré que explicarle a Frances, aunque dejaré
bien claro de quién partió la idea ―siseó mientras lanzaba una hosca mirada a Callen, que sonreía
con suficiencia.
Este se levantó a su vez.
―Yo también me marcho. ―Le tendió la mano a Marcus, que este estrechó―. Espero que todo
salga bien… que saldrá, estoy seguro.
Marcus asintió con la cabeza mientras contemplaba la marcha de los dos hombres. Un viaje a
Escocia le daría tiempo más que suficiente para convencer a Sarah de la sinceridad de sus
sentimientos.
r
―¡¿Que yo qué?! ―O’Heary miró a Marcus como si le hubiesen brotado tres cabezas―. ¿Te has
vuelto loco? No puedo secuestrar a una dama.
―Has hecho cosas peores ―murmuró Millard con indiferencia.
O’Heary pareció pensarlo.
―En realidad, sí, pero no vienen al caso. Estamos hablando de un secuestro, y de tu dama. ¿Por
qué no lo haces tú?
―Por Dios, Michael, solo tendrás que sacarla de su habitación y meterla en el carruaje. Yo os
esperaré en Portman Square y te relevaré. ―Michael enarcó una ceja con escepticismo―. A ti no te
reconocerán en la oscuridad, además de que tienes más práctica que yo cuando se trata de escapar de
dormitorios ajenos. ―Michael alzó la otra ceja.
»Creo que a su doncella le agrado ―continuó Marcus sin prestar atención al gesto del irlandés―,
intentaré coincidir con ella y pedirle que me ayude.
Michael, sentado en un sofá, apoyó los codos en los muslos y se frotó el rostro con ambas manos.
―Su doncella ―murmuró desconcertado―. ¿Pretendes que también os acompañe?
Marcus resopló.
―Por el amor de Dios, Michael, es un secuestro. Venga o no, no variará el resultado: la reputación
de Sarah se destrozará sin remedio si no regresamos casados.
―¿Lo has pensado bien? ―insistió Michael―. Si ella se niega a decir sus votos, ¿qué harás?
Por un instante, el estómago de Marcus se anudó. Contaba con persuadirla de su sinceridad, pero
¿y si se mostraba terca en su desconfianza y no lograba convencerla? No podría devolverla a su
padre con su reputación mancillada.
―Tengo varios días de camino por delante para convencerla ―murmuró no muy convencido―. Y
si tenemos que quedarnos en Gretna hasta que acepte, que así sea. Mientras tanto, entérate de cuál es
el día libre de la doncella de lady Sarah.
r
Unos días más tarde, Marcus interceptaba a Poppy durante su paseo en su día libre.
Ante la estupefacción de la doncella, preguntó como si estuviese hablando con una de las damas
de la alta sociedad:
―Buenos días, Poppy. Me preguntaba… ¿conoce los helados de Gunter’s?
La doncella abrió los ojos como platos. Tras hacerle una apresurada reverencia, repuso
estupefacta.
―¿Milord? Me temo que visitar ese establecimiento está lejos de mis posibilidades ―repuso
confusa. ¿Lord Millard pretendía invitarla a ella, a una doncella, a un establecimiento frecuentado
por la nobleza?
―Perfecto ―admitió Marcus―. Quiero decir, que esta es la ocasión perfecta para que pruebe
alguna de sus delicias.
Poppy entrecerró los ojos.
―Disculpe, milord, pero no creo que sea adecuado que acompañe a una sirvienta a… donde sea.
Marcus hizo un gesto displicente con la mano.
―Si a usted no le importa que la vean en mi compañía, a mí mucho menos. Además, hay algo que
quiero comentar con usted… sobre lady Sarah.
Poppy, aún desconcertada, asintió con la cabeza. Su señora llevaba días envuelta en la mayor de
las tristezas, ya no es que fuese la sosa Sarah, es que se había convertido en la triste y miserable Sarah.
Sabía que la razón había sido la ruptura del compromiso con el vizconde, y que este se molestase en
acudir a una sirvienta en busca de ayuda… Eso tenía que significar que ella le importaba, le daría una
oportunidad.
Marcus la ayudó a subir a su carruaje. Cuando llegaron a Berkeley Square, bajó en busca de los
famosos helados mientras Poppy esperaba en el interior. Lo que debía hablar con ella requería
privacidad.
―Le he traído de varios sabores ―indicó cuando volvió al carruaje―. Como no ha probado
ninguno, no estaba seguro de cuál preferiría.
La doncella tomó la copa que él le ofrecía al tiempo que lo miraba suspicaz.
―Yo ya los he probado ―aclaró Marcus―, además de que mi intención es compartir mis planes
con usted, y mejor mantenerla ocupada mientras hablo, ya tendrá tiempo de gritarme, o carraspear,
cuando finalice.
Poppy disimuló una sonrisa.
―Bien, usted dirá ―aceptó mientras tomaba una cucharada del helado.
Antes de que Marcus dijese nada, los ojos de Poppy volvieron a abrirse extasiados.
―Mmm, esto es… delicioso, milord.
Marcus sonrió.
―Me alegro que le guste, y ahora, vayamos al motivo de nuestra… reunión.
Le contó su idea de llevar a Sarah a Gretna y convencerla por el camino de casarse con él. Marcus
suponía que Poppy estaría al tanto de las consecuencias de su trampa hacia Sarah, conociendo la
confianza entre la doncella y Sarah.
Poppy detuvo su degustación durante unos instantes.
―¿Por qué?
Marcus frunció el ceño.
―Disculpe, ¿a qué se refiere?
―A cuál es la razón por la que insiste en casarse con mi señora.
El tono de la doncella indicó a Marcus que debía ser sincero. Ella no le ayudaría si se olía la más
pequeña vacilación o excusa.
―Porque la amo, Poppy. Me equivoqué en la manera de comprometerla, me equivoqué al no
querer admitir mis sentimientos por ella, y mi mayor equivocación sería perderla. Si no me ayuda, lo
entenderé, pero hallaré otra manera.
A Marcus le importó un ardite estar confesando sus sentimientos a una simple doncella, pero era
la única manera de que su plan funcionase. Si Poppy no le ayudaba…
Poppy escrutó su rostro con atención. Tras unos instantes, aceptó.
―Le ayudaré, milord. ―Marcus esbozó una radiante sonrisa―. Pero debo advertirle algo: ―La
sonrisa de Marcus comenzó a decaer―: seguiré al servicio de mi señora una vez casados, y si ella
derrama una sola lágrima o veo en sus ojos el más mínimo atisbo de tristeza, no preguntaré cuál es la
causa, pero le aseguro que no tendrá nunca la posibilidad de engendrar herederos ―advirtió mientras
clavaba su mirada en los azules ojos de Marcus.
Este asintió.
―Gracias, Poppy, y le prometo que antes me cortaré… un brazo que hacer desdichada a lady
Sarah.
―Bien, dígame qué debo hacer.
Marcus le explicó el plan. Al llegar la hora de dormir de Sarah, ella le administraría un par de gotas
de láudano en el té o agua, o lo que fuera que tomase. Lo justo para adormecerla y que O’Heary
pudiera llevársela sin provocar la alarma en la casa. Poppy ya tendría preparada una bolsa de viaje y,
tras comprobar que su señora dormía, haría una seña a Michael, que subiría a la habitación, tal y
como había hecho cuando se introdujo en la alcoba de lady Clarke, y guiaría a Michael para salir de
Clarke House sin ser visto, con el cuerpo dormido de Sarah en brazos.
Marcus los esperaría en Portman Square, relevaría a O’Heary y se dirigirían a Gretna.
Hubo algo en el plan que hizo que Poppy preguntase.
―¿Por qué razón no lo hace usted mismo?
Millard esperaba esa pregunta.
―Si algo falla y O’Heary es descubierto, él tiene más experiencia en, digamos… evasiones, y aunque
lo viesen, pensarían en un robo o algo semejante, no serían capaces de identificarlo. Pero si me ven a
mí…
―El conde se llevaría al instante a lady Sarah a Surrey, y no tendría manera de acercarse a ella
―finalizó la doncella por él―. Eso si no le encierra en una habitación y envía a por el vicario de
inmediato. ―Lo miró pensativa―. Claro que esa podría ser la solución perfecta, si fuese sorprendido
en su habitación…
Marcus ladeó la cabeza asintiendo.
―Quiero utilizar el viaje a Gretna para convencerla de la sinceridad de mis sentimientos, Poppy,
no pretendo que piense que le he vuelto a tender una trampa.
k Capítulo 16 l
MICHAEL saltó al interior de la alcoba de Sarah. Poppy esperaba al tiempo que la dama permanecía
dormida. Observó a la muchacha. La doncella había tenido la precaución, o la previsión, de darle el
láudano antes de que se hubiese quitado la bata. Mucho mejor. Con apenas un liviano camisón, el
asunto resultaba un tanto… violento, por lo menos iba cubierta con algo más… Michael resopló:
tampoco es que la condenada bata fuese muy gruesa, pero algo era algo.
Cuando la tomó en brazos, Sarah se agitó, al tiempo que farfullaba el nombre de Marcus.
Michael miró alarmado a la doncella.
―¿Le ha dado la dosis adecuada? No parece muy dormida.
La doncella levantó la nariz con arrogancia.
―Le he dado una gota en vez de las dos que me dijo milord. ―Michael rodó los ojos―. Ha
adelgazado un poco estos días, y tras su… enfermedad, me pareció excesiva la cantidad que se me
dijo.
El irlandés bajó su mirada hacia la cabeza de Sarah, que reposaba en el hueco de su hombro.
―Más vale que permanezca así hasta llegar al carruaje. Si se despierta, le aseguro que la dejaré en el
suelo y usted se encargará de explicar qué hace su señora en la zona de servicio tumbada en el piso
―masculló.
―No despertará ―insistió Poppy.
Salieron de la casa sin ningún problema. Sarah no despertó, tal y como había previsto la doncella,
ni cuando Michael la tumbó con delicadeza en el asiento, ya preparado con una manta y un cojín.
Mientras le pasaba la bolsa de viaje a Michael, Poppy lo observó recelosa. Michael alzó una ceja al
tiempo que levantaba las manos en muda pregunta.
―Supongo que lord Millard confía en usted ―murmuró.
Michael frunció el ceño.
―Puede que no sea un caballero, pero me queda algo de honor ―repuso indignado porque la
doncella dudase de su honorabilidad. No le tocaría un solo pelo a lady Sarah, así fuese la última
dama viva de Londres.
―Espero que ese honor que le queda lo utilice con mi señora ―masculló Poppy.
Michael, que ya se había sentado, acercó su rostro al de la doncella, que permanecía asomada al
carruaje sosteniendo la puerta. Esta pegó un respingo.
―No tocaría a la dama de un amigo ni con un palo ―siseó Michael―, no hace falta que me
amenace ni dude de mi honor, señorita. ―Irritado, le dio un suave empujón y cerró la puerta del
carruaje en las narices de la doncella. Resoplando, golpeó el techo para que el conductor se pusiera
en marcha. Lo que faltaba: por encima de un secuestro, que dudasen de su honorabilidad.
Se arrellanó en el asiento cruzándose de brazos, el trayecto hasta Portman Square no era largo,
apenas quince minutos, tal vez un poco menos si no se cruzaban con los carruajes que volvían de las
numerosas fiestas… o acudían a alguna.
Se tensó cuando, tal vez a causa del traqueteo, o por la escasa dosis que le había proporcionado la
doncella, Sarah comenzó a despertar. Supuso que, a pesar de la escasa luz en el interior del carruaje,
esta lo reconocería. Se preparó para un despliegue de lágrimas, desesperación y, tal vez, algún grito.
Mataría a Marcus en cuanto volviese de Gretna, lo despellejaría vivo. Qué necesidad tenía él de
soportar…
―¡¿Señor O’Heary?!
Sarah se había incorporado en el asiento. Su voz, medio adormilada, tenía un tono entre
sorprendido y confuso. Michael suspiró.
―Milady ―respondió con amabilidad, como si se hallaran en uno de los salones de la ton.
Sarah miró a su alrededor confusa, y cuando se sentó y sus manos se dirigieron a alisar las faldas
de… ¡estaba en camisón! Abrió los ojos como platos mientras tomaba la manta para cubrirse.
¿O’Heary la había secuestrado? ¿Por qué? Completamente desconcertada, preguntó perpleja:
―¿Pretende pedirle un rescate a mi padre? ―inquirió recelosa. Suponía que los miembros de la
policía estaban bien pagados, pero tal vez se equivocase. De todas maneras, nunca hubiera pensado
en el adusto irlandés como un secuestrador.
Michael se tensó.
―¡Por supuesto que no, milady! ―contestó indignado―. Nos dirigimos a Gretna Green.
Sarah abrió los ojos como platos.
―¿G… Gretna? ¿Va a obligarme a casarme con usted? ―preguntó cada vez más confusa―. Si es
por mi dote, mi padre…
Michael rodó los ojos, definitivamente, la vida de Marcus pendía de un débil… debilísimo hilo.
―No voy a obligarla a nada, milady, ¿por quién me toma? Me temo que me ha malinterpretado, el
caballero que sí va a casarse con usted nos espera, yo solo la conduzco hacia él.
Sarah echó la cabeza hacia atrás pensativa. ¿Otro caballero? Solamente podía ser…
―¿Lord Millard?
Marcus se tragó una respuesta mordaz. Para haber demostrado que era bastante inteligente, ahora
mismo lady Sarah le parecía un poco lela. ¿Acaso creía que él ofrecía sus servicios como secuestrador
a cualquier caballero, por medio de un anuncio en los periódicos? Lo achacó a la confusión propia
de despertar en mitad de la noche en un carruaje. Se limitó a asentir con la cabeza.
―Dé la orden de regresar de inmediato, señor O’Heary ―ordenó glacial.
Michael la observó enarcando las cejas.
―Cumplo órdenes, milady. Lord Millard nos espera, él decidirá si regresa o no.
Sarah, tras resoplar con irritación, cuadró los hombros y giró el rostro hacia la ventana. Muy bien,
vaya si Marcus regresaría. ¡Gretna, por el amor de Dios! ¿Es que había perdido la cabeza? Inmersa en
sus pensamientos, se sobresaltó cuando el carruaje se detuvo. Observó cómo O’Heary abría la
portezuela y saltaba al exterior. Tras intercambiar unas palabras con, supuso Marcus, este entró al
tiempo que golpeaba el techo para que el cochero continuase.
Durante unos instantes, ninguno dijo palabra alguna, se limitaron a mirarse. Sarah, con el corazón
latiéndole desbocado, observaba los preciosos ojos zafiro de Marcus. En ellos solo veía temor,
vulnerabilidad y anhelo. Por un momento, se sintió confusa. Le había dejado claro que no seguiría
con el compromiso, pero él también había dejado claro que no se rendiría. ¿«No rendirse» significaba
llevársela a Gretna y forzar una boda? Estaba harta de manipulaciones, pero se trataba de Marcus.
Suspiró interiormente, el daño estaba hecho. Esperaría a escuchar sus explicaciones, de todas
maneras, nadie la obligaría a casarse si se negaba, ¿no? Fuera en Gretna o en Gales.
Marcus casi no atina a sentarse cuando vio el aspecto de Sarah. Por Dios, el rubio cabello suelto,
envuelta en una manta, tenía un aire de vulnerabilidad que por un momento le provocó ternura y
vergüenza. Estaba preciosa. Se removió incómodo en el asiento mientras la contemplaba. No parecía
enfadada, tal vez molesta, o… decidió dejar de divagar. El viaje era para conseguir que ella confiase
en él, pues comenzaría en ese mismo instante.
―Marcus…
―Sarah…
Por lo que parecía, ambos pretendían no perder el tiempo, puesto que habían hablado al mismo
tiempo.
Sarah se mordió el labio.
―Será mejor que comiences tú, creo que tienes mucho que explicar ―murmuró.
Marcus alzó la mirada de los labios de Sarah hacia sus ojos. Debía centrarse, y si continuaba
mirando su boca lo que hablaría sería otra parte de su cuerpo muy alejada de su cerebro.
―No voy a disculparme, eso quiero dejarlo claro ―comenzó, obviando la ceja levantada de
Sarah―. Te dije que haría todo lo que estuviese en mi mano para convencerte de… de que las
circunstancias han cambiado desde aquella noche en la biblioteca de los Walker, o en realidad no
―murmuró casi para sí.
―¿Pretendes convencerme… de lo que sea, arrastrándome a Gretna? ―interrumpió Sarah.
Marcus se pasó una mano por los ojos. Esto iba a ser más difícil de lo que esperaba, y eso que
esperaba dificultades. Sarah estaba a la defensiva y no podía culparla. Había vuelto a ponerla en una
situación en la que no le daba ninguna opción a elegir.
―Sarah, deseo casarme contigo, no por lástima, compasión o protección, e intentaré persuadirte
de que esas no son mis motivaciones en lo que dure el viaje.
―Si no son esas tus motivaciones, ¿cuáles son, Marcus?
Marcus se tensó. ¿Y si ella ya no lo amaba? Si era así, no tendría sentido continuar hasta Escocia,
tampoco podía regresar, ¿o sí? Suponía que Clarke sería discreto acerca de la desaparición de Sarah,
sobre todo tras las explicaciones que le daría la doncella, eso si no decidía seguirlos, con lo cual todo
se iría al demonio. Sin embargo, se había propuesto ser sincero con ella.
―Me gustas, Sarah, me gustas mucho ―ofreció.
Sarah asintió con la cabeza.
―Entiendo. ―«Por el amor de Dios, a uno le gusta el pudding, la salsa de grosellas, el cordero…»,
añadió para sí.
―No, me temo que no lo entiendes, sobre todo porque no me estoy explicando bien, maldita sea
―adujo Marcus con impaciencia.
Sarah lo miró inquisitiva. El aplomo que siempre lucía se había evaporado. Estaba nervioso,
inquieto e inseguro. Esperó.
―Por favor, dame, danos la oportunidad en estos días de viaje de… de tratarnos sin las presiones
que había en Londres… un cortejo. ―Sarah ladeó la cabeza con escepticismo―. Ya sé, un cortejo
sumamente raro, pero… ―inspiró con fuerza―. Si cuando lleguemos a Gretna decides que no
deseas ser mi esposa, te doy mi palabra de que regresaremos, te llevaré a Surrey y conseguiré que tu
reputación no se vea afectada.
Sarah vaciló. Su reputación le importaba un ardite. Sabía que su padre evitaría que pudieran surgir
rumores sobre su desaparición. Sin embargo, él no había hablado en ningún momento de amor, le
gustaba… como si eso significase algo. Lo observó con atención. Intentaba mantener la compostura
pero sus ojos expresaban la vulnerabilidad que sentía. Y demonios, ella lo amaba. Recordó las
palabras de Frances: «Cuando la única opción que sopesó fue tenderte una trampa, creímos que sentía algo por ti, y
su miedo al rechazo… Creímos que ocultaba sus sentimientos bajo un comportamiento honorable».
―De acuerdo ―admitió. Casi sonríe al ver el alivio en el rostro de Marcus―. Pero has dado tu
palabra: si cuando lleguemos no he podido confiar en tu sinceridad, me llevarás a Surrey.
«Y no volverás a acercarte a mí», pensó. Si él no lograba que ella creyese en su sinceridad, se
alejaría, no soportaría más intentos de manipularla. Recogería los pedazos de su corazón y viviría la
vida que había previsto donde él no pudiese localizarla.
Marcus esbozó una brillante sonrisa que hizo que el corazón de Sarah se calentase. Se agachó y
metió una mano bajo el asiento sacando una cesta.
―Me temo que tendrás algo de hambre ―murmuró mientras hurgaba en el canasto. De repente
pareció vacilar, y mientras detenía la búsqueda, la miró vacilante―. Pero si prefieres dormir un
poco…
Sarah sonrió.
―Me gustaría comer algo, y después dormir. Me temo que no he podido descansar mucho
―repuso sarcástica―. Me secuestraron en mitad del sueño, ¿sabes? ―murmuró como si le confesase
un secreto.
―Hay personas que no tienen consideración alguna por el descanso ajeno ―respondió Marcus
con una sonrisa.
Observó a Sarah comer con apetito. Frunció el ceño cuando la vio sonreír.
―¿Qué es tan gracioso? ―Quiso saber, curioso.
―Acabo de recordar las galletitas de limón. ―Marcus torció el gesto―. Tanto como me gustaban,
y ahora no soy capaz de soportarlas, se me revuelve el estómago cada vez que las veo ―murmuró
Sarah.
―Me temo que tu cocinera tendrá que tentarte con varias creaciones hasta que encuentres otra
que conviertas en tu favorita ―repuso Marcus―. De preferencia, que agrade a toda la familia
―masculló.
Al cabo de un rato, Marcus le quitó la comida de la mano para guardarla en la cesta al ver que ella
hacía esfuerzos por no cerrar los ojos.
―Tiéndete y duerme ―murmuró mientras la ayudaba a tumbarse en el asiento―. Te avisaré
cuando nos dispongamos a parar en una posada.
Apenas se tumbó, Sarah se quedó dormida al instante. Marcus la contempló enternecido. Tenía
que decirle lo que sentía por ella, encontraría el momento adecuado y rogaría porque ella todavía
correspondiese a sus sentimientos.
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Pasaron Lichfield y se detuvieron en una posada a las afueras del pueblo. Aún no había
anochecido. Marcus despertó a Sarah.
―Pasaremos la noche en la posada.
Sarah se miró.
―¡No puedo entrar en camisón! ―exclamó.
Marcus se quedó paralizado por un instante. Maldición. Sin embargo, recordó la bolsa que había
preparado la doncella.
―Tu doncella te preparó una bolsa. Tal vez haya metido una capa o algo que te cubra ―ofreció, al
tiempo que le señalaba el bulto colocado a un lado de sus pies.
Sarah se inclinó, abrió la valija y lo primero que encontró fue una capa. Bendita fuese Poppy por
pensar en todo.
Marcus, galante, le ayudó a ponérsela. Para ello, Sarah, completamente ruborizada, tuvo que
deshacerse de la manta que la cubría. Marcus intentó centrarse en cubrirla, evitando que su mirada
resbalase por las formas que se destacaban bajo el liviano camisón y la no menos liviana bata.
Cuando estuvo cubierta, abrió la portezuela y saltó del carruaje para girarse y ayudarla. Tras
comprobar que la capa la cubría por completo y la capucha no dejaba entrever el cabello suelto, la
tomó del brazo y entraron en la posada.
Sarah no mostró reacción alguna cuando Marcus solicitó una habitación, un baño para su esposa y
que les subieran la cena al cabo de una hora.
Sin embargo, mientras subían las escaleras precedidos del posadero, no pudo evitar susurrarle:
―¿Una habitación…, esposa?
Marcus la miró burlón.
―Podría pedir dos y decir que eres mi hermana, pero me temo que el posadero no podría evitar
una carcajada. Tengo orgullo ―murmuró con falsa arrogancia―, y no me agradaría que un posadero
se burlase de mí como si yo fuese un crío inexperto.
―¿Que lleva a una posada a su amante?
Marcus notó que el tono de Sarah era jocoso y contestó sin pensar.
―No, tomando una habitación en una posada en la ruta de Gretna con mi amada.
Tan pronto las palabras salieron de sus labios deseó haberse mordido la lengua. Miró a Sarah de
reojo, pero esta no hizo ademán alguno de haberse dado cuenta, aunque Marcus sabía que lo había
escuchado perfectamente.
El posadero abrió una puerta y se hizo a un lado. La habitación estaba limpia y era amplia, para lo
acostumbrado.
―Es mi mejor habitación ―dijo el hombre con orgullo mientras le entregaba la llave a Marcus―.
En un momento subirán el agua caliente.
―Gracias ―respondió Marcus mientras cerraba la puerta tras el posadero.
―Yo dormiré en el sillón ―ofreció Marcus al verla revisar la habitación y detener la mirada en la
única cama, amplia, pero única.
Sarah no pudo responder puesto que, en ese momento, la puerta se abrió para dar paso a dos
muchachos y una chiquilla que portaban sendos cubos de agua. Tras verterlos en la bañera situada en
una esquina cerca del fuego, llegó otro chiquillo con otro cubo que colocó delante de la chimenea.
Marcus colocó el biombo de forma que la ocultase a su vista mientras él ocupaba el sillón y
esperaba su turno.
―Gracias ―susurró Sarah al ver el galante gesto.
Marcus se encogió de hombros mientras dudaba si sentarse en el sillón o bajar a la posada y darle
intimidad. Decidió lo último. La mitad inferior de su cintura se alborotaría sin remedio al escuchar a
Sarah mientras se bañaba, y no tenía intención de pasarse la noche dolorido y frustrado.
―Te daré un poco de intimidad, cerraré con llave cuando salga ―farfulló mientras salía como alma
que lleva el diablo de la habitación.
Sarah enarcó las cejas al ver la abrupta salida de Marcus. Meneando la cabeza, rebuscó en la bolsa
hasta hallar los artículos de aseo que buscaba y otro camisón que Poppy había tenido la precaución
de guardar.
Mientras se bañaba, Sarah reflexionó sobre algo que había pasado por alto, ¿y si su padre o su
hermano decidían seguirlos? Marcus había hecho mucho por su familia, claro estaba que era su
trabajo; sin embargo, lo llevó todo con la mayor discreción con el fin de no provocar escándalo
alguno, aun así, dudaba que el agradecimiento de su padre o Henry se extendiera hasta el punto de
pasar por alto el daño a su reputación que había causado el vizconde.
En realidad, todavía seguían prometidos. Todavía no le había comentado nada a su padre sobre
sus intenciones, por esa razón, el conde no entendería el motivo de que Marcus decidiese llevársela a
Escocia, sobre todo tras haber sido él el que insistió en esperar a la publicación de amonestaciones
en lugar de solicitar una licencia especial. No tenía mucha idea, para el caso ninguna, de cómo se
llevaban a cabo las fugas a Gretna, pero le parecía que Marcus se lo estaba tomando como un viaje
de placer por media Inglaterra, con demasiada calma. ¡Si incluso pretendía cortejarla durante el viaje!
Intuía que esperaba no ser perseguido, pero Sarah dudaba que tanto su padre como su hermano se
quedasen de brazos cruzados en Londres.
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Marcus, ajeno a las cavilaciones de Sarah, subió a la habitación confiando en que ella hubiese
finalizado su baño. La encontró secándose el pelo delante de la chimenea, cubierto su camisón por
otra bata.
―Puedes utilizar esta agua. ―Sarah señaló el cubo que habían dejado ante el fuego―. Me temo que
la de la bañera se ha enfriado.
Marcus asintió. Intentando no mirar la sensual escena, puesto que Sarah no había detenido el
cepillado de su cabello, tomó el balde y lo vertió en la bañera. Rebuscó en su bolsa hasta encontrar
una camisa y un pantalón holgados, y con ellos en la mano se internó tras el biombo.
Tras vestirse, comprobó que Sarah ya había acabado con el cuidado de su cabello. Dios bendito,
estaba preciosa con ese maravilloso cabello rubio brillando a causa del resplandor del fuego.
Agradeció en silencio la llamada a la puerta. Los muchachos se llevaron el agua mientras las mozas
colocaban las bandejas con la cena en la mesa de la habitación.
Se sentaron a cenar en un cómodo silencio. Marcus imaginaba esa misma escena en el dormitorio
de su propia casa, para finalizar la velada en su propia cama. Demonios, debía alejar esos
pensamientos: todavía restaban algunas noches hasta llegar a Gretna y se temía que serían
frustrantes, doloridas y algo vergonzosas si no controlaba su zona inferior. Tal vez debiera pedir dos
habitaciones en las siguientes posadas; aunque Sarah no parecía incómoda por la situación, él sí lo
estaba. No pretendía tomarla hasta que hubiesen intercambiado sus votos. Si lo hacía, no habría
vuelta atrás y ella se merecía poder elegir… aunque él no fuese su elección.
Sarah interrumpió sus cavilaciones cuando habló vacilante.
―Marcus…
Levantó los ojos, que había fijado en el plato.
―¿Sí?
―Tal vez… bueno, puede que mi padre y Henry hayan salido en mi busca ―adujo Sarah.
Marcus se tensó. Lo esperado era que Clarke y Camoys, ambos o uno de ellos, saliesen en su
persecución.
―¿Tu padre sabe de tus intenciones de romper el compromiso?
―No ―respondió Sarah―. Mis intenciones eran decírselo una vez estuviésemos en Surrey.
Bebió un sorbo de vino mientras pensaba a toda velocidad. Aunque para Clarke todavía
estuviesen comprometidos, él había roto varias reglas llevándose a Sarah. Estaba de luto, su
reputación en peligro y, bajo el punto de vista del conde, no había necesidad alguna de huir a
Gretna. Maldita sea, ¿se había precipitado? ¿Debería haberla seguido a Surrey en lugar de arrastrarla a
Escocia? Sí, tenía por delante seis meses de duelo, pero estaban prometidos, ¿no? Por lo menos ante
los ojos de la sociedad no habría objeciones en que la visitase y hubiese un discreto cortejo.
Demonios, se había precipitado con Eleanor, y ahora con Sarah. Toda la contención y control de
sí mismo que solía mantener en su trabajo se iba al diablo cuando entraban en juego los
sentimientos. Tal vez debieran regresar, llevarla a Surrey, admitir su equivocación ante Clarke y rogar
porque Sarah le permitiese cortejarla en el campo. Si el conde o su hijo habían salido tras ellos…
Miró a Sarah, que lo observaba recelosa.
―Regresaremos en la mañana ―masculló.
―¿Regresar? ―Sarah estaba atónita―. Pero… no entiendo…
―Sarah, me temo que la decisión de llevarte a Gretna ha sido una tremenda equivocación. ―Ella
palideció al escucharlo―. No me malinterpretes, he puesto en peligro tu reputación, he vuelto a
ponerte en una situación en la que te quité todo derecho a decidir, y si tu padre o tu hermano…
Bueno, digamos que no creo que nos sigan para ofrecernos sus buenos deseos.
Una imperiosa llamada a la puerta evitó que Sarah respondiese. Marcus rodó los ojos con
resignación y se dirigió a abrirla. En cuanto la entreabrió, el empujón que recibió casi lo hace caer
sobre su trasero.
―¡¿Papá… Henry?!
Marcus cerró los ojos un instante. Maldición, se lo había tomado todo con tanta calma que Clarke
y Henry los habían alcanzado. Cualquier cosa que dijese, tal como que pensaba regresar a Sarah, la
tomarían como simples excusas.
k Capítulo 17 l
LA mirada de decepción que el conde le dirigió le revolvió el estómago.
―No esperaba esto de usted, Millard. Supuse que era un caballero, aunque tras la manera en que
comprometió a mi hija, debí cuestionar su honor ―señaló el conde con frialdad.
―Sarah, ―El conde dirigió la mirada hacia su hija―, vístete y prepara tus cosas, nos marcharemos
en cuanto estés dispuesta.
―Y usted ―intervino Henry con desprecio―, acompáñenos. Hay cosas que discutir.
Marcus lanzó una mirada que intentó ser tranquilizadora hacia Sarah, que observaba la escena
pálida. Tomó su chaqueta y siguió a padre e hijo.
Entraron en un comedor privado, Marcus supuso que había sido reservado antes de subir a la
habitación. Ninguno se sentó y, mientras el conde se dirigía hacia la ventana, Henry lo observaba
desafiante.
―Milord, le presento mis disculpas ―intentó Marcus―, mi intención era regresar en la mañana…
―¿Después de haberla mancillado? ―interrumpió Henry con voz gélida.
Marcus le lanzó una mirada asesina.
―Lady Sarah sigue siendo doncella.
―Doncella o no, nadie lo creerá ―adujo Henry―. Ha mandado a la mierda la reputación de mi
hermana…
―¡Henry!
―Disculpa, padre ―repuso mordaz―, no me di cuenta de que había un caballero en la habitación.
Marcus tensó la mandíbula ante el insulto, sin embargo, Henry continuó:
―Supongo que regresará a Londres. En cuanto tenga constancia de que ha llegado, le enviaré a
mis padrinos, Millard.
―¡No puede…! ―exclamó Marcus―. No puede hacerle eso a Sarah.
Dios Santo, no podía batirse en duelo con su hermano, uno de los dos… Y Sarah, cualquiera que
fuese el resultado, sufriría.
―Para usted, lady Sarah, Millard ―espetó entre dientes Henry―. Y en cuanto a si puedo o no,
eso…
―¿Qué es lo que puedes o no hacer? ―preguntó una suave voz femenina.
Clarke se volvió en ese instante. Sarah estaba en la puerta con la bolsa en la mano. Se acercó a ella,
cogió la bolsa y la tomó del brazo.
―Vamos, hija.
―Sarah… ―intentó Marcus.
Henry se acercó a él.
―Cierre la boca, Millard ―siseó―. Si le causa una sola preocupación más a mi hermana, no
esperaré a llegar a Londres, le pegaré un tiro aquí mismo. ―Mientras se medían con la mirada, Clarke
salió de la habitación llevándose a Sarah seguidos, tras unos instantes, por Henry.
Marcus se dejó caer en una de las sillas. Abatido, se pasó las manos por el rostro. ¿Cómo había
llegado a este punto, ¡a batirse con el hermano de Sarah!?
«Porque eres un imprudente, maldito idiota. Tenías tanto miedo de perderla que actuaste sin
pensar, y ahora es demasiado tarde», se dijo. Se temía que Henry no se contentaría con un encuentro
a primera sangre, tiraría a matar y él no sería capaz de disparar contra el hermano de Sarah. Si Henry
era diestro con las armas, él no saldría vivo del campo de honor, y aunque no lo fuese, pensó con
cinismo Marcus, no tenía intención alguna de abrir fuego contra Camoys.
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Mientras tanto, en el carruaje Sarah observaba los tensos rostros de su padre y su hermano.
―Nadie sabe que no estabas en la casa ―confesó el conde―. Tu doncella se ha ocupado de hacer
creer al servicio que no te encontrabas bien y necesitabas un descanso.
Sarah asintió, al tiempo que pasaba su mirada hacia Henry.
―¿Qué hablabais cuando entré? ―inquirió con suavidad.
―Nada que sea asunto tuyo ―espetó con rabia.
Sarah enarcó una ceja. Henry jamás le había hablado de esa manera, y desde luego no pensaba
consentirlo, ya había soportado bastantes desprecios de su madre.
―¿Disculpa? ―preguntó con frialdad.
Henry le lanzó una irritada mirada.
―He dicho…
―Sé lo que has dicho ―murmuró Sarah―. He escuchado esa frase demasiadas veces y no voy a
tolerar volver a escucharla de tu boca. Repito: ¿de qué hablabais?
Henry bajó los ojos avergonzado. Sarah no tenía por qué pagar su malhumor y su rabia.
―Perdona.
Sarah enarcó una ceja.
―Hablábamos de las consecuencias que tendrá el indecente comportamiento de Millard ―aclaró
sucinto.
―¿Y esas serían? ―Sarah comenzó a inquietarse. El silencio de su padre y la frialdad de su
hermano no auguraban nada bueno.
―Habrá un duelo, Sarah ―murmuró Clarke con suavidad.
―¡¿Q… qué?! ¡No puedes permitirlo! ―Sarah miró a uno y a otro aterrorizada―. En realidad,
estamos prometidos, solo… ―Ella había roto el compromiso, pero no tenían que saberlo, mucho
menos en estos momentos.
―Solo se ha saltado alegremente todas las reglas ―argumentó Henry―. Lo sintamos o no, estamos
de luto, él insistió en esperar el mes de las amonestaciones y, de repente, te secuestra en mitad de la
noche para arrastrarte a Escocia. Ese no es el comportamiento que se espera de un caballero, mucho
menos de tu prometido.
Sarah pensó con rapidez. Tal vez, aunque ella no estuviese convencida, podría convencerlos a
ellos.
―¿Y si te dijese que no deseaba esperar los seis meses estipulados? Al fin y al cabo, él no contaba
con… con una muerte en la familia cuando aceptó las amonestaciones. ¿Es que eso no cuenta?
―Contaría si en lugar de robarte como un vulgar ladrón, hubiese acudido a padre y hablado con él
como un caballero hubiese hecho ―adujo Henry tercamente.
Sarah se inclinó hacia su hermano.
―Henry, no puedes batirte en duelo con él, uno de los dos… y no podré soportarlo, por favor…
A no ser… será a primera sangre, ¿verdad?
Henry giró su rostro hacia la ventana sin contestar. Sarah palideció.
―No lo harás, no lo permitiré. Mi reputación está intacta, nadie está al tanto de mi ausencia y
continúo siendo… siendo doncella. Además, él tenía intención de regresar en la mañana a Londres.
No permitiré semejante desatino, Henry.
―Me temo que no es decisión tuya ―repuso su hermano sin apartar la vista de la ventana―. El
desafío está lanzado y no voy a desdecirme.
―Puedes, si él se disculpa ―insistió Sarah―, y si lo que deseas es una reparación a tu honor,
porque el mío no ha sufrido daño alguno, nos casaremos. ¿Sería suficiente reparación para tu orgullo
herido? ―adujo con mordacidad.
―¿Te casarías con ese hombre después de lo que ha hecho? ―Ahora sí, Henry clavó sus ojos en
ella―. Te comprometió en aquella biblioteca, te secuestró para arrastrarte a Gretna, en ningún
momento tuvo en cuenta tu opinión o tus deseos ―masculló intentando contener su irritación―, y
con todo eso, ¿lo defiendes hasta el punto de desear un matrimonio con él? ―Meneó la cabeza con
frustración―. De verdad que no te entiendo, Sarah, creí que habías acabado harta de que decidiesen
por ti.
―Lo amo, Henry ―susurró.
Al ver que su hermano no contestaba, Sarah miró a su padre.
―¿Papá? Puedes impedirlo, por favor.
Clarke negó con la cabeza con resignación aparente.
―Sarah, no puedo intervenir en una disputa entre dos caballeros, aunque uno de ellos sea mi hijo.
El único que puede detener todo esto es Henry.
El silencio de su hermano le indicó a Sarah que Henry no tenía intención alguna de detener nada.
Bien, pensaría algo, pero el duelo no se celebraría. No iba a perder a Henry, y mucho menos a
Marcus, por un orgullo varonil mal entendido, porque de eso se trataba. Del orgullo de Henry, no
del de ella. Estaba segura de que Marcus no deseaba verse en el campo de honor con su hermano,
haría cualquier cosa que Henry le pidiese para reparar lo que Henry consideraba un ultraje a su
hermana, a ella, y ella no se sentía ultrajada en absoluto. Había llegado el momento de empezar a
decidir por sí misma, y lo primero iba a ser detener ese maldito duelo de la manera que fuese.
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Al día siguiente de llegar a Londres, Sarah comenzó a poner en marcha su plan. Debía hablar con
Marcus y sabía quién podría ayudarle.
Envió una nota a lady Sarratt solicitando que la recibiese. Recibió la contestación al instante. La
esperaba a tomar el té de la tarde.
Cuando llegó a Dereham House, estaba todo el grupo de amigas reunido. Sarah no esperaba
menos. Tras contarles lo sucedido, escrutó los rostros entre perplejos y alarmados de sus amigas.
Shelby, después de pasar la mirada por los rostros de sus amigas, fue la primera en hablar.
―¿Tienes algo pensado? Me temo que evitar un duelo está fuera de las competencias de una dama,
por desgracia. Si de nosotras dependiese, hacía mucho tiempo que los duelos se habrían extinguido.
―Cierto ―asintió Lilith―. Nosotras resolvemos las cosas de otra manera… con veneno, por
ejemplo ―añadió con sarcasmo.
Al momento se dio cuenta de quién estaba presente.
―Disculpa, Sarah, no era mi intención…
Sarah hizo un gesto desdeñoso con la mano. Al fin y al cabo tenía razón, y desde luego, no iba a
ofenderse por nada que dijesen acerca de la difunta condesa.
―Antes de decidir nada, debo hablar con Marcus. He pensado que quizá pudieses conseguir que
nos viésemos ―murmuró vacilante mirando a Frances.
―Por supuesto. ―Frances se dirigió al escritorio, garabateó algo y se volvió hacia ellas―. Enviaré
una nota a Darrell, en cuanto lo localice lo traerá aquí.
―Me temo que Marcus no es el problema ni a quien tienes que convencer de lo que sea que
quieras convencerlo, porque dudo que Marcus no se presente al duelo. Eso acabaría con su
reputación ―intervino Celia―. El que debe retirarse es Camoys y, por lo que has dicho, no tiene
intención alguna de hacerlo.
―Lo sé ―asintió Sarah―. Pero antes de hacer lo que he planeado, debo saber lo que piensa él.
Jenna se colocó las gafas mientras entrecerraba los ojos.
―¿Qué has tramado?
Mientras todas la miraban con curiosidad, Frances sonrió cual gato que se comió la crema.
―Algo que impedirá que Henry siga adelante o… su orgullo se verá todavía más herido y sin
posibilidad de reparación.
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Los caballeros se encontraban en el club. Marcus les había explicado la situación, además de
solicitarle a Darrell y a Kenneth que fuesen sus padrinos.
Gabriel masculló una maldición.
―¿Cómo demonios has conseguido formar semejante embrollo? ¡Por el amor de Dios, nosotros
liamos las cosas con nuestras damas, pero lo tuyo nos supera a todos!
Callen soltó una risilla, que cortó de cuajo cuando notó la mirada alevosa de Justin.
―No es gracioso. Camoys, o mucho me equivoco, es igual de irresponsable que él, y tirará a matar
sin pensar en las consecuencias. Y este idiota permitirá que lo mate.
―Si lo mata, tendrá que abandonar el país ―advirtió Justin.
―Y me temo que es algo en lo que no ha pensado o no le importa, cegado como está ―repuso
Gabriel.
―Puedo romperle un brazo… o los dos ―ofreció Callen solícito.
Kenneth rodó los ojos.
―¿Y qué harás cuando se cure, romperle las piernas?
Callen entrecerró los ojos pensativo.
―¡Demonios, Cal, la única manera de evitar el duelo no sería posponiéndolo, sino que no pudiera
celebrarse, y a no ser que le amputases ambos brazos…! ―espetó Darrell.
Callen frunció el ceño como si sopesara posibilidades. Kenneth, rodando los ojos, le propinó un
puñetazo en el brazo.
―¡Auch!
―Dejarás los brazos de Camoys donde están, a los lados de su cuerpo ―advirtió Kenneth.
―Parece mentira que pienses eso de mí. No podría hacerle eso a un hombre ―masculló Callen
mortificado.
Las cejas levantadas de sus amigos le indicaron que ellos sí pensaban que sería capaz de hacerle
eso… y más.
En ese momento, un lacayo se acercó a Darrell portando una bandeja con una nota. Tras leerla
con rapidez, levantó la mirada hacia los demás.
―Es de Frances, desea que lleve a Marcus a Dereham House, Sarah desea hablar con él. ―Marcus
se levantó como un resorte.
―Tranquilo ―advirtió Darrell―, iremos todos. Las damas están reunidas allí.
Varios gemidos se escucharon. Mala cosa si las seguidoras de Maquiavelo estaban juntas. Callen se
levantó con indolencia.
―Calma, caballeros, irán a por Marcus, nosotros estamos a salvo… creo.
A Marcus le importaba un ardite soportar los reproches de las damas mientras pudiese ver a
Sarah. ¿Habría tenido que soportar muchos reproches de Henry? ¿Estaría bien? Debía tranquilizarla
en cuanto al duelo, tenían mucho de qué hablar antes de…
r
Cuando entró en la habitación donde esperaban las damas, los ojos de Marcus buscaron de
inmediato a Sarah. Sentada al lado de Frances, aparentaba completa serenidad. Una parte de él se
tranquilizó cuando ella le dedicó una alentadora sonrisa. Tras los saludos, Frances se dirigió a
Marcus.
―Me atrevería a decir que Sarah necesita respirar un poco de aire fresco ―advirtió tras lanzar una
mirada de soslayo a su amiga―. Marcus, ¿serías tan amable de acompañarla a la terraza?
Marcus, que no había apartado su mirada del rostro de Sarah, asintió. Extendió su mano, que ella
tomó, y ambos se dirigieron hacia las puertas francesas.
―¿Estás bien? ―Quiso saber Marcus en cuanto se detuvieron ante la barandilla―. Espero que
Camoys haya volcado toda su furia sobre mí y no te haya hecho reproche alguno. Yo soy el único
responsable de lo que ha ocurrido.
Sarah meneó la cabeza restándole importancia.
―Te aseguro que la ira de Henry iba dirigida exclusivamente a ti. Marcus… ―Sarah alzó su rostro
hacia él―, no podéis batiros en duelo, las consecuencias serán nefastas para ambos.
Marcus desvió la mirada hacia los jardines.
―No puedo hacer nada, no está en mis manos detenerlo. Él no aceptará mis disculpas.
―No contempla la posibilidad de que sea a primera sangre ―susurró―, y no permitiré que muera.
Marcus esbozó una sonrisa torcida. La conversación no era en absoluto adecuada para sostenerla
con una dama, pero entendía la preocupación de Sarah.
―Estoy halagado de que supongas que mi puntería sea más certera que la suya, Sarah, pero no voy
a matar a tu hermano. Te doy mi palabra de que Camoys saldrá vivo de ese campo.
―No vas a dispararle. ―No era una pregunta.
Se encogió de hombros.
―Bastante daño he hecho ya, como para matar al heredero de Clarke y, además, tu hermano.
―Entonces te matará él. Tendrá que abandonar el país ―murmuró pensativa―, eso sin contar que
tu reputación quedará destrozada.
«Estaré muerto, qué puede importarme», pensó pesaroso Marcus. Solo lamentaba el dolor que le
ocasionaría a su padre.
Marcus acercó su mano a la de Sarah, que reposaba sobre la barandilla.
―Lo he hecho mal, Sarah, me equivoqué y debo asumir las consecuencias. Lo que hace tu
hermano es lo que haría cualquier caballero con honor, incluso yo lo haría si se tratase de mi
hermana.
―¿No vas a luchar por evitar ese desatino?
―¡Maldita sea, Sarah! Tengo las manos atadas. La única opción sería huir del país, y seré muchas
cosas, pero no un cobarde. Una cosa es… participar en un duelo y que tu reputación se vea
manchada y otra muy diferente no comportarse con honor, huyendo.
Sarah asintió desafiante.
―Bien, entonces yo detendré este desastre.
Marcus se pasó las manos por el cabello con frustración.
―No puedes intervenir, es un duelo entre caballeros, Sarah, por el amor de Dios.
―No voy a acudir al campo de honor, si es eso lo que te preocupa ―adujo Sarah.
Marcus la observó con atención. Ella miraba al frente y su expresión, entre decidida y desafiante,
lo intranquilizó. Pero había otras cosas de las que hablar y que eran mucho más importantes para él.
―Sarah ―susurró―, antes de… No sé cuándo Camoys enviará a sus padrinos, ya le debe de haber
llegado la noticia de mi presencia en Londres, sin embargo, lo único que lamento es no haber tenido
más tiempo…
Marcus se quedó en silencio. Ya no era el momento de decirle que la amaba. Sería más fácil para
ella seguir adelante si no había llegado a confiar en él.
Sarah lo miró inquisitiva. Suspiró, se puso de puntillas y, tras depositar un beso en la mejilla de
Marcus, se giró y abandonó la terraza, dejando al vizconde todavía más confuso e inquieto.
Marcus esperó unos minutos para volver al salón donde estaban sus amigos. Cuando entró, Sarah
ya se había marchado y las miradas de todos, damas y caballeros, convergieron en él.
Darrell se levantó, se acercó al mueble de bebidas y, tras servirle un vaso de whisky, se lo ofreció.
―Creo que lo necesitas.
Marcus tomó un gran sorbo, pensativo.
―Vas a disparar al aire ―aseveró Gabriel.
Él encogió un hombro con indolencia.
―No puedo matar a su hermano.
―Será el fin de tu carrera ―intervino Darrell.
Marcus sonrió sarcástico.
―Estaré muerto, será el fin de todo.
―¿Qué será del marquesado? ―habló Justin tras beber un sorbo de su bebida.
―Escribiré a mi padre explicándole…, en fin, lo inexplicable de mi comportamiento. Deberá
organizar las cosas para cuando yo…
―¡Maldito terco de mierda! ―explotó Callen―. No es más que un cachorro malcriado que no tiene
idea de las consecuencias de determinadas decisiones. Alguien más experimentado no habría llegado
a esta situación, mucho menos se habría empecinado en continuarla.
Marcus alzó las cejas perplejo, mientras miraba al escocés.
―No me refiero a ti, por todos los demonios. Hablo de ese idiota egoísta de Camoys. Destrozará
dos vidas por un orgullo mal entendido ―espetó con frustración.
Se escuchó la suave voz de Jenna.
―No lo hará.
Los caballeros, incluido su esposo, la miraron sorprendidos.
―Jen, el duelo es un hecho ―expuso Callen―. En cualquier momento recibiremos la visita de los
padrinos de ese cretino.
Jenna esbozó una misteriosa sonrisa.
―Acordaos de mis palabras: ese duelo no va a celebrarse.
Los caballeros se miraron unos a otros y, a su vez, a sus respectivas esposas. Todas tenían la
misma expresión de suficiencia que Jenna. Tácitamente, acordaron cerrar la boca. Previas
experiencias les habían enseñado que sería mucho más seguro para todos.
k Capítulo 18 l
CENABAN en Clarke House. Camoys, Sarah no entendía muy bien la razón, había decidido residir allí
desde que regresaron a Londres. Cínica, pensó que no sería porque estuviese preocupado por ella, si
así fuese detendría la debacle a la que los abocaría a todos.
Sarah empezaba a irritarse del silencio reinante. Si a Henry no le habían preocupado sus
sentimientos, no veía razón alguna para que no hablase de sus intenciones delante de ella.
―¿Cuándo enviarás a tus padrinos? ―inquirió con frialdad.
―Sarah, este no es un tema adecuado ni para tratar durante la cena ni delante de una dama
―advirtió Clarke.
Ella lo miró desafiante.
―¿Por qué no? Solo estamos nosotros tres, y la dama en cuestión es parte implicada. No diré que
la causa de todo esto, porque la causa es el orgullo herido de mi hermano. No tiene nada que ver
conmigo.
―Si hago esto es precisamente por ti, por reparar tu honor ―espetó molesto Henry.
―Mi honor está intacto. ―Sarah le clavó una dura mirada―. No hay rumor alguno. Y en caso de
que lo hubiese, Marcus lo hubiese reparado. El único honor que, por lo visto, ha sido mancillado es
el tuyo, y te has precipitado, Henry, lo admitas o no; padre no hubiera solucionado las cosas de este
modo, sobre todo porque no solucionarás nada, empeorarás la situación.
―Padre está de acuerdo en que semejante afrenta exige reparación ―observó Henry mientras
lanzaba una mirada a su padre buscando su conformidad.
Sin embargo, el conde se mantuvo en silencio.
―¿Padre? ―insistió Henry.
Clarke suspiró. Su hijo y heredero era un gran muchacho, se convertiría en un gran hombre, pero
era demasiado impulsivo a causa de su juventud. Tenía mucho que madurar y que vivir para poder
sopesar las consecuencias de tomar determinadas decisiones.
―Has tomado tu propia decisión impulsivamente, sin haberlo consultado antes conmigo ―adujo
el conde con suavidad―. Por supuesto, tienes derecho a hacerlo, pero debiste tomar en cuenta que
eres mi heredero. El condado en un futuro recaerá sobre ti, y un duelo es ilegal, Henry. Te has
obcecado, además, en no pedir una reparación honrosa y libre de riesgos para ambas partes. Un
duelo a primera sangre hubiese sido suficiente, sobre todo porque Millard tenía intención de honrar
su palabra y casarse con Sarah, pero por lo visto, no era suficiente para ti. ¿La razón? Supongo que
tú la sabrás, si es que lo has pensado detenidamente. Pero esa decisión, impulsiva y
desproporcionada, traerá consecuencias: si sobrevives, tendrás que abandonar el país, y si no, habrás
privado a tu hermana de la oportunidad de ser feliz, puesto que por mucho que ame al vizconde,
jamás se casaría con el hombre que mató a su hermano aunque no fuese por propia elección, además
de destrozar la carrera y el futuro de un caballero honrado, dejando a un marqués sin su heredero y a
mi condado sin el suyo. Demasiadas consecuencias para reparar una reputación que ni siquiera se ha
manchado, aunque me temo que te preocupaba más tu orgullo que la pérdida, o no, de la honra de
tu hermana.
En esas últimas palabras el tono del conde había cambiado para convertirse en un reproche
acerado. Henry sintió el calor subiendo por su cuello. En ningún momento se le pasó por la mente
que su padre no estuviese de acuerdo con su decisión. Tal vez había actuado precipitadamente, pero
ya era tarde, no podía desdecirse, aunque si admitía las disculpas de Millard…
Sintió sobre él las miradas decepcionadas de su padre y su hermana. Necesitaba pensar.
―Si me disculpáis ―dijo al tiempo que se levantaba de la mesa.
Clarke inclinó la cabeza asintiendo, mientras Sarah lo miraba con desconfianza. Odiaba ver el
recelo en los ojos de su hermana. Se dirigió a su alcoba dispuesto a reflexionar sobre los últimos
sucesos y, sobre todo, en las palabras de su padre.
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Después de la cena, Sarah se había retirado a su alcoba. Poppy la esperaba dispuesta a ayudarla a
cambiarse, sin embargo, Sarah se dirigió directamente al vestidor ante la mirada perpleja de su
doncella. La siguió para verla rebuscando entre sus vestidos de noche, aquellos que jamás se había
puesto en vida de la condesa.
―Ayúdame, Poppy, debo encontrar el más adecuado ―farfulló mientras revisaba las prendas.
―¿Adecuado para qué, milady?
―Para evitar que se cometa una estupidez de enormes proporciones.
La doncella enarcó una ceja mientras la miraba con recelo. Sarah se giró hacia ella con
impaciencia.
―¿Vas a ayudarme o no?
La doncella resopló y se acercó. Sin dudarlo, Sarah sacó de entre la variedad de prendas un
precioso vestido color turquesa de amplio escote y mangas cortas. De repente, se detuvo.
―Pero… ¡milady, no puede! ¡El luto…!
Sarah rodó los ojos.
―No puedo presentarme vestida como si fuese un cuervo, Poppy.
―Presentarse… ¿dónde, exactamente?
―Debo ver a lord Millard.
―¡Santo Dios! Milady, no puede presentarse a estas horas en casa de un caballero soltero, ¡y de
luto!
―El caballero es mi prometido, Poppy. ―Ante la expresión incrédula de su doncella, continuó―:
Todavía no he roto mi compromiso, así que… Y en cuanto al luto, no creo que resulte muy
atrayente vestida enteramente de negro. Con la capa bastará para cubrir el vestido… y su indecoroso
color ―susurró.
―Milady…
Sarah le clavó una mirada decidida.
―No permitiré que haya un duelo, mucho menos que una persona que amo muera.
Poppy asintió y se dispuso a ayudar a su señora. ¿Acaso todos en la casa habían perdido la cabeza?
El vizconde decidido a matar al prometido de su hermana, la susodicha decidida a buscarse la ruina
visitando a escondidas al prometido en cuestión. Definitivamente, habían perdido la sesera.
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Marcus había enviado un mensaje a su padre en cuanto regresó de Dereham House. Suponía que
su padre se pondría en camino hacia Londres en el momento en que lo leyese y esperaba tener el
tiempo suficiente para que el marqués de Warrington pudiese despedirse de su hijo. Intentaría que
Camoys retrasase el duelo hasta su llegada.
Sentado frente a la chimenea de su biblioteca con una copa de brandi, reflexionaba sobre el
enorme vuelco que había dado su vida. Sonrió con cinismo. Y sus amigos acusaban a Camoys de
imprudente… Él tampoco se había comportado con demasiado sentido común, para el caso, con
ninguno. No debió…
Una llamada, seguida de la presencia de su mayordomo, interrumpió sus cavilaciones.
―Milord…
Marcus ni siquiera desvió la mirada de las llamas.
―¿Sí, Rogers?
―Una… dama solicita verlo ―murmuró con incomodidad el hombre.
Marcus frunció el ceño. Él nunca recibía dama alguna en su casa, y desde luego en estos
momentos no tenía el ánimo para ningún encuentro… Además de que no deseaba más que a una
dama.
―No son horas de visita, Rogers, despáchala. Me importa un ardite lo que desee.
―Lo he intentado, milord. ―Marcus enarcó una ceja. ¿Desde cuándo su mayordomo intentaba
echar a alguien no deseado?―. La dama dice que es su prometida ―soltó de corrido el hombre.
Marcus resopló. Lo que le faltaba, alguna cortesana haciéndose pasar… ¡Maldición! Se levantó tan
bruscamente que casi se tira la copa por encima, para salir disparado ante la mirada atónita del
mayordomo.
Ella, envuelta en una capa oscura, cuya capucha le cubría el cabello por completo, esperaba en el
vestíbulo sin mostrar incomodidad alguna.
―¡¿Sarah?! ¡Por el amor de Dios! ―exclamó Marcus. Se acercó a ella y, tomándola de la mano, la
arrastró hacia la biblioteca.
―Puedes retirarte, Rogers, y ni una palabra de esto ―advirtió al estupefacto mayordomo por
encima de su hombro.
En cuanto entraron en la habitación, Marcus cerró la puerta tras ellos se cruzó de brazos
mirándola con el ceño fruncido.
―¿Qué demonios…? ―Se olvidó de lo que iba a decir en cuanto la vio retirarse la capucha y soltar
su capa, que cayó al suelo. Casi cae de rodillas al ver semejante aparición. Con el rubio cabello suelto
y un vestido cuyo escote dejaba al descubierto sus hombros, y gran parte de sus pechos, Sarah lo
miraba expectante.
Al ver que Marcus se quedaba paralizado, Sarah frunció el ceño. ¿No le estaría sobreviniendo una
apoplejía? Se acercó a él indecisa.
―¿Marcus? ―susurró confusa.
Él lanzó sus manos para, al tiempo que enlazaba su cintura, atraparle la nuca atrayéndola hacia su
cuerpo. Sarah solo tuvo tiempo de emitir un jadeo y aferrarse a Marcus como pudo.
Él volcó toda su frustración, su desasosiego y su hambre por ella en un intenso beso. La besó
como si no hubiese un mañana, de hecho, gracias a su imprudencia, pocas mañanas le quedaban por
delante, mientras Sarah correspondía con el mismo anhelo. La lengua de Marcus se internó en la
boca de ella, la saboreó a placer y jugueteó con la lengua femenina para intentar expresar lo que no
podía decir con palabras. Sarah se apretó contra él, sus manos rodeando su cintura, devolviendo
apasionada sus caricias.
No iba a perderlo. Tal vez su manera de actuar no había sido la adecuada, ni cuando la
comprometió en aquel baile ni con la huida a Gretna, pero en su interior sabía que podía confiar en
Marcus, de hecho, confiaba en él, de lo que dudaba era de sus sentimientos hacia ella. Pero ese beso
no hablaba de lástima ni compasión, sino de amor. Marcus la amaba, se atreviese a reconocerlo o no.
De repente, Marcus deshizo el beso. Jadeante, su mano se deslizó hasta la mejilla femenina.
―Debes irte ―susurró contra sus labios―. No podemos tensar más el desastre que provoqué con
mi imprudencia.
―No.
―Sarah… ―murmuró con tristeza―, no se puede evitar lo que sucederá, y hasta ahora tu
reputación no se ha visto comprometida. Si alguien te ha reconocido al venir, yo no podré
protegerte.
Ella presionó sus manos contra la ancha espalda masculina.
―No habrá duelo, Marcus. ―Él meneó la cabeza negando con desolación, mientras su mirada se
perdía en un punto sobre la cabeza de Sarah.
Marcus había prescindido de chaqueta y chaleco en la comodidad de su casa, por lo que Sarah se
aferró a su camisa, tirando de ella hasta que los azules ojos se volvieron a clavar en ella.
―¿Confías en mí? ―preguntó con suavidad.
Marcus estudió el expectante rostro.
―Sí, cervatillo ―repuso mientras con el pulgar acariciaba su labio inferior. «Lo que me angustia es
que tú en mí no, y no me queda tiempo para persuadirte de que lo hagas», añadió para sí.
―¿Por qué me llevabas a Gretna?
Marcus deshizo el abrazo y, tomándola de la mano, la dirigió hacia el sillón en el que había estado
sentado. La sentó en su regazo, si tenía que ser todo lo sincero que podría ser, teniendo en cuenta las
circunstancias, no era cosa de estar de pie.
―En ese momento no vi otra salida ―murmuró mientras la mano con la que sujetaba su cintura la
acariciaba con ternura―. Te comprometí en aquel baile porque sabía que no aceptarías ser mi esposa
si te lo propusiese siguiendo las normas. Decidí que no merecías una boda apresurada mediante una
licencia especial, porque no quería aumentar los cotilleos y las murmuraciones sobre ti. Cuando…
cuando te entregué el anillo y dijiste que me amabas, algo se removió dentro de mí, pero ―Hizo una
mueca―, tu madre tenía que intervenir para estropearlo todo, así que decidió morirse y condenarnos
a seis meses de espera. ―Sarah ahogó una sonrisa. No resultaba muy apropiado criticar a un muerto,
pero su madre no se había ganado el derecho al respeto―. Y antes de que pudiera confesarte lo que
en verdad sentía y decirte que tú no habías tenido culpa alguna en aquella biblioteca, las damas se me
adelantaron.
Marcus suspiró mientras la mano con la que Sarah se sostenía tras el cuello masculino acariciaba
su sedoso cabello.
―Rompiste el compromiso, tenía seis meses de duelo por delante en los que poco podría hacer
para recuperarte. ―La gran mano de Marcus se alzó para acariciar la mejilla de la muchacha―. Y el
miedo a perderte hizo que cometiese semejante imprudencia. Solo quería cortejarte como debí
hacerlo, quería aprovechar el viaje para que no pudieses dudar de mis sentimientos por ti, pero…
―¿Qué sientes por mí, Marcus? ―preguntó con delicadeza.
Marcus le clavó una mirada desolada.
―Es mejor que continúes sin confiar en mis sentimientos, cervatillo. Será más fácil para ti
continuar adelante cuando…
La voz de Sarah sonó segura cuando respondió, mientras su mano acunaba la mejilla masculina.
―Dilo, Marcus.
Él cerró los ojos un instante. No podía hacerle eso, confesarle que la amaba con desesperación
para dejarla sola con su dolor. Sin embargo, la presión de la pequeña mano de Sarah en su rostro le
obligó a abrirlos.
Sarah intuía lo que pasaba por la mente de Marcus. Si antes no se atrevió a confesarle sus
sentimientos, menos lo haría ahora que creía que tenía los días contados.
―No importa ―murmuró dulcemente―. Confío en ti, mi amor, y sé que lo dirás cuando estés
preparado.
La expresión de Marcus cambió por completo al escucharla. Ella continuaba amándolo, y lo que
era más sorprendente, de alguna manera ella sabía que él la amaba. Bajó el rostro para atrapar sus
labios con una mezcla de desesperación, agradecimiento, humildad y, sobre todo, amor. Sus manos
comenzaron a vagar por el cuerpo de Sarah, la mano que tenía en su rostro descendió acariciándole
los hombros y provocando que las finas mangas resbalasen. Las caricias continuaron hasta llegar a
sus preciosos pechos. Marcus introdujo la mano entre el corpiño y la piel para rozar con su dedo
pulgar el ya enhiesto botón. Dios Santo, era exquisita. Sarah gimió cuando las caricias de Marcus
provocaron que su vientre se tensara de anticipación. Comenzó a removerse sobre el duro bulto que
notaba bajo su trasero, buscando sentir de nuevo aquella maravillosa sensación que sintió en Hyde
Park sobre el muslo de Marcus.
Marcus detuvo sus caricias de repente y, atrayéndola hacia él, escondió su rostro en el cuello
femenino.
―Sarah, no podré controlarme, sería un verdadero canalla si te tomase en estos momentos
sabiendo…
―Has dicho que confiabas en mí ―repuso ella.
―Y no mentía.
Sara sonrió, se zafó de su abrazo y se puso en pie.
―Bien, llévame a tu alcoba.
Marcus abrió los ojos como platos.
―¿Disculpa? ―farfulló a duras penas.
―Tu alcoba ―repuso Sarah―. ¿O tendré que preguntarle a tu mayordomo dónde se encuentra?
―Dios bendito ―masculló Marcus mientras se pasaba las manos por el cabello―. Vas a matarme,
no hará falta que tu hermano me pegue un tiro.
Sarah ladeó la cabeza expectante y, conteniendo una sonrisa al ver la estupefacción de Marcus, se
giró y comenzó a caminar hacia la puerta.
La cabeza de Marcus se alzó con tal brusquedad que casi se destroza el cuello.
―¿A dónde vas?
―Te lo he dicho: a tu alcoba. ―Mientras tomaba el pomo de la puerta, Sarah murmuró por
encima de su hombro―: Supongo que, como en todas las casas, las habitaciones estarán en el
segundo piso. Tendré que ir abriendo puertas… espero que no tengas invitados ―murmuró
pensativa.
Marcus se levantó con tal rapidez que casi trastabilla. Mascullando maldiciones, la tomó de la
mano y la arrastró escaleras arriba. Desde luego que no tenía invitado alguno, pero ella estaba
decidida y, antes de que se le ocurriese que, a falta de alcoba, la biblioteca sería una opción, decidió
guiarla él mismo. Tal vez, una vez allí, a Sarah se le acabase el arrojo. Rogaba por ello.
Pero no debía de haber nadie escuchando, puesto que cuando llegaron a su habitación y cerró la
puerta, ella se colocó de espaldas a él, con tal tranquilidad como si estuviese dirigiéndose a su
doncella.
―¿Podrías ayudarme, por favor? ―pidió lanzándole una breve mirada por encima del hombro.
Marcus gimió, sin embargo, sus temblorosas manos comenzaron a soltar la botonadura del
vestido.
Sarah aparentaba más valentía de la que en realidad sentía. Su plan dependía de la seguridad que
mostrase, y a pesar de ello, estaba nerviosa. Su primera vez, con el hombre que amaba y, aunque
notaba que el cuerpo masculino estaba más que dispuesto, su mente aún estaba reacia.
Cuando notó que su vestido se aflojaba, se giró hacia él dejando que el vestido resbalase hasta caer
alrededor de sus pies. La ardiente mirada de Marcus sobre ella, solamente cubierta por una fina
camisola, ya que Sarah había decidido prescindir de incómodo corsé, la halagó, haciendo que
olvidase su pudor. Con una tranquilidad que no estaba segura de sentir, soltó la lazada que sujetaba
su camisola y esta siguió el mismo camino de su vestido, formando un charco de seda a sus pies.
Marcus jadeó al ver el perfecto cuerpo desnudo. La tomó en sus brazos y, al tiempo que la besaba
con ardiente sensualidad, avanzó hacia el lecho para depositarla con suavidad en él. Sin romper el
voluptuoso beso, su mano se deslizó por su cuerpo para quitarle primero uno y después el otro
escarpín, que siguieron el mismo camino que el vestido y la camisola. Se colocó de rodillas sobre ella
para contemplarla. Solo con sus medias, Sarah era la perfección personificada. Con un solo
movimiento, se sacó la camisa por los hombros y se tendió a su lado.
Sus manos comenzaron a vagar por la suave piel de ella, mientras bajaba la cabeza para besar su
cuello y su clavícula, hasta llegar a sus pechos. Mientras su boca tomaba posesión de uno, su mano
acariciaba el otro, estimulándolo hasta que tomó el enhiesto brote entre sus dedos pellizcándolo con
suavidad.
Sarah gimió y su mano comenzó a acariciar la cabeza de Marcus. Si había pensado que aquella vez
en el parque había sido maravilloso, esto superaba todas sus expectativas. La experta boca de Marcus
y su mano hacían que su vientre comenzase a tensarse y su zona más íntima se humedeciese. La
cabeza de Marcus se volvió hacia el otro pecho mientras su mano descendía por el vientre femenino
hasta llegar a los rizos que protegían su feminidad. Sarah, excitada y anhelante, abrió las piernas para
darle más acceso, y un dedo de Marcus, y después otro, se internó en ella, mientras su pulgar
comenzaba a rotar sobre su hinchado botón.
―Marcus… ―gimió Sarah, mientras comenzaba a notar la deliciosa tensión que sabía que precedía
a algo mucho más hermoso.
Él levantó el rostro para observarla. Dios, era tan receptiva, apenas había empezado a tocarla y ya
comenzaba a sentir los primeros avisos de su liberación. La observó mientras su mano le
proporcionaba placer. Sarah tenía los ojos cerrados y esbozaba una sensual sonrisa.
Cuando comenzó a estremecerse, Marcus susurró.
―Mírame, amor.
Casi se derrama él mismo cuando los cálidos ojos de cervatillo se clavaron en él, mientras ella se
rendía al exquisito éxtasis. Sarah gimió su nombre mientras su cuerpo se estremecía de placer,
sollozante, se abrazó a él como si buscara aferrarse a algo.
―Te tengo, cariño ―murmuró sin apartar sus ojos ni un momento de los de ella.
El cuerpo de Sarah vibró como las cuerdas de un violín hasta que, mientras alzaba su rostro
buscando los labios de Marcus, los temblores comenzaron a remitir.
Se besaron con la ternura de dos almas que por fin habían encontrado su lugar. Sin separarse del
todo, Marcus sonrió sobre los labios hinchados de Sarah.
―Eres deliciosa.
Sarah notaba el duro y largo bulto de Marcus sobre su vientre. Bajando la mano hasta tocarlo, lo
miró inquisitiva.
Marcus esbozó una mueca.
―Esto ha sido para ti, Sarah, no podemos llegar a más.
―Has dicho que confiabas en mí.
―Y lo hago, cariño, pero si continuamos no habrá vuelta atrás, y podría haber consecuencias, no
puedo hacerte eso.
―¿Consecuencias? ―inquirió Sarah confusa.
Marcus enarcó una ceja.
―En nueve meses… ―susurró.
―Oh.
Él soltó una risilla.
―Sí: oh.
Marcus frunció el ceño al ver su expresión especulativa. Y casi se cae de la cama del brinco que
dio cuando la curiosa mano de Sarah se posó sobre su dolorido y necesitado miembro. Colocó su
mano sobre la de ella intentando apartarla con suavidad. Sin embargo, Sarah se mantuvo firme.
―Lo quiero todo, Marcus, te quiero todo ―musitó―. Acabas de hacerme un maravilloso regalo…
pero incompleto. ―Él frunció el ceño―. Quiero ser tuya completamente, y quiero que seas mío. Ese
es el regalo que deseo.
El autocontrol de Marcus saltó por los aires. Al diablo, cogería a Sarah y huiría del país si fuese
necesario, pero no se batiría a duelo. Por ella estaba dispuesto a perder su reputación y su honor,
pero no la dejaría sola perdiendo su vida también.
Se levantó de un brinco para desembarazarse de los pantalones. Sonriendo con picardía al ver la
mirada de aprecio de Sarah en su cuerpo, se volvió a tumbar sobre ella. Mientras la besaba y
acariciaba su pecho, Marcus se posicionó entre sus piernas. Ella estaba mojada, receptiva, y él
demasiado anhelante.
―Procuraré que sientas el menor dolor posible ―susurró contra sus labios.
Sarah asintió, al tiempo que Marcus comenzaba a introducir su miembro en el preparado y
ansioso cuerpo femenino, poco a poco, hasta tropezar con su barrera. Apoyado en sus antebrazos,
tomó el rostro de Sarah entre las manos y clavó la mirada en los castaños ojos, al tiempo que de un
solo empujón se introducía completamente en su interior. El único gesto de dolor de Sarah fue
cerrar los ojos y echar la cabeza hacia atrás en un gesto de tensión, mientras sus manos se aferraban
a sus hombros.
―Sarah… ―musitó Marcus.
Ella volvió a mirarlo.
―Estoy bien ―murmuró mientras movía sus caderas inquieta.
Marcus la besó mientras comenzaba a moverse, entraba y salía de ella casi en su totalidad,
lentamente, hasta que Sarah comenzó a seguirlo. Excitado por su respuesta, comenzó a arreciar sus
movimientos, ella le seguía instintivamente. Las manos de Marcus bajaron hasta aferrar sus caderas y
levantarla un poco para cambiar el ángulo. Sarah gimió al notar la diferencia en el contacto, mientras
Marcus observaba cómo su rostro comenzaba a sonrojarse.
Imprimió más brío a sus movimientos, lo que hizo que ella comenzase a tensarse avanzando su
próxima liberación. En unos instantes, el interior de Sarah se ciñó alrededor del miembro de Marcus
en medio de estremecimientos. Santo Dios, notar el canal de Sarah contrayéndose alrededor de su
miembro fue demasiado para Marcus. Solo le hicieron falta un par de empujones para seguirla. Con
un gutural gruñido, alcanzó su propia liberación. Se abrazaron con sus cuerpos todavía
estremeciéndose de placer.
Tras unos instantes en los que disfrutó del cálido cuerpo de Sarah bajo el suyo, con la cabeza
enterrada en el cuello femenino, Marcus rodó hacia un lado liberándola de su peso y arrastrándola
con él. Todavía bajo los efectos del enloquecedor placer que había sentido, su mente comenzó a
sopesar las consecuencias de lo sucedido. Besó la cabeza de Sarah, acurrucada en el hueco de su
cuello, y deshizo el abrazo con suavidad. Sarah lo miró confusa.
Marcus se dirigió hacia la jofaina con agua y, tras limpiarse con un paño, tomó otro y regresó al
lecho. Sarah, aunque un poco desconcertada, siguió con su mirada los movimientos de Marcus, al
tiempo que admiraba su espléndido cuerpo.
Cuando él apartó las sábanas, dejándola expuesta, Sarah se encogió con pudorosa timidez.
Marcus soltó una risilla.
―¿Ahora recuerdas el decoro? ―susurró burlón―. Solo voy a limpiarte, una pequeña cortesía
hacia la dama que ha venido a mi casa dispuesta a seducirme… y lo ha conseguido.
Sarah se ruborizó violentamente. Resultaba un poco ridículo, después de todo lo que habían
compartido, mostrarse avergonzada porque él la asease con gentileza. Lo que él limpiaba con un
paño ya había sido tocado con sus preciosas y expertas manos.
Marcus tiró el paño hacia la chimenea en cuanto hubo finalizado. Sarah esperó que volviese a
tenderse a su lado, pero algo iba mal. Estaba demasiado pensativo y, dubitativa, inquirió:
―¿Marcus?
Él, sentado a su lado, tomó una de sus manos y la miró especulativo.
―¿Huirías conmigo? ―preguntó inseguro.
Sarah frunció el ceño.
―Huir… ¿a dónde?, ¿Gretna?
Marcus esbozó una sonrisa torcida.
―Tal vez Gretna primero y, una vez casados, quizá el continente, o América…
―¿De qué estás hablando? ―murmuró aturdida.
Él apretó con suavidad la mano que tenía entre las suyas, al tiempo que la contemplaba durante
unos instantes. Sarah se había sentado, tapando pudorosa sus pechos con las sábanas, y lo miraba
con una mezcla de temor e inquietud en sus ojos. Por un momento, se embebió de su belleza: con el
largo cabello suelto y revuelto y los labios todavía hinchados era la viva imagen de la sensualidad en
una mujer.
Meneó la cabeza.
―Sarah, tu hermano no admite disculpa alguna, no voy a disparar contra él y, después de lo que ha
ocurrido, no permitiré que afrontes sola las consecuencias, si es que las hay. ―Sarah abrió la boca
para replicar, pero él le colocó un dedo en sus labios con ternura―. Sé que es deshonroso, mi
reputación se irá al diablo y, con ella, la tuya, pero la única salida es dejar el país. Podemos empezar
en otro lugar…
―¡No! ―exclamó ella al borde de las lágrimas. No permitiría que destrozase su carrera, por no
hablar de su herencia. Era el heredero de un marqués, por Dios―. Dijiste que confiabas en mí. No
habrá duelo, Marcus, no habría venido si hubiese… si hubiese pensado que podrías perderlo todo.
―Sarah… ―Marcus acarició su mejilla con los nudillos, confiaba en ella, suponía que tenía algo
planeado, pero no confiaba en absoluto en que lo que fuese que hubiese pensado calmase las ansias
de sangre de Camoys. Iba a responder cuando un golpe sonó en la puerta. Mascullando maldiciones
que sonrojarían a un marinero, Marcus se puso el pantalón mientras se dirigía a abrirla. La entreabrió
apenas unas pulgadas para ver el rostro cariacontecido de Rogers.
―¿Qué ocurre? Te dije que podías retirarte. ―Quiso saber.
―Me disponía a hacerlo, milord, pero hay un caballero que desea verlo. Dice que es urgente, algo
sobre un duelo.
―Maldita sea ―siseó―. Gracias, Rogers, bajaré en un momento.
Tras cerrar la puerta se volvió a Sarah, que observaba curiosa el intercambio.
―Deberías vestirte. Cuando la oportuna visita se haya ido, te acompañaré a tu casa.
Sarah se levantó apresurada.
―¿Podrías ayudarme? ―solicitó vacilante mientras se ponía su camisola y recogía el vestido.
Marcus sonrió al tiempo que se acercaba a ella para girarla de espaldas a él y comenzar a abotonar
la prenda. Cuando finalizó, besó con ternura su esbelto cuello.
―Ya está, cervatillo.
Sarah se giró y, para sorpresa de Marcus, le echó los brazos al cuello, se puso de puntillas y se
apropió de la boca masculina. Pasado el primer momento de estupor, Marcus correspondió al beso
con todo el amor que tenía dentro de él. Era la única manera en que podía expresarlo, hasta que
Sarah decidiese…
Se separaron jadeantes, mirándose con una mezcla de anhelo y temor. Marcus se puso la camisa,
buscó sus zapatos y, tras lanzarle una tierna mirada, salió de la habitación al encuentro del que
presumía sería Callen o Darrell con alguna noticia sobre el maldito duelo.
k Capítulo 19 l
SU sorpresa fue mayúscula cuando a quien se encontró en el vestíbulo fue a Camoys.
Frustrado, irritado y perdida toda paciencia, espetó:
―¿Qué demonios haces aquí? No son horas y, en todo caso, quienes deberían visitarme serían tus
padrinos, maldita sea. Lárgate, Camoys, no tengo ganas de escuchar más estupideces.
Comenzaba a girarse para regresar junto a Sarah cuando Henry habló.
―Debemos hablar, Millard, es importante.
Algo en su tono de voz lo hizo detenerse. Se giró y observó el rosto tormentoso del hermano de
Sarah. Suspirando, le hizo un gesto para que lo siguiese a la biblioteca.
Sarah estaba intentando domar su enmarañado pelo cuando, a través de la puerta que, sin darse
cuenta, había dejado sin cerrar del todo Marcus, escuchó las voces masculinas. A pesar de que el
sonido le llegaba amortiguado, se tensó cuando reconoció la otra.
Cogió los escarpines con una mano y, en silencio, bajó las escaleras. La puerta de la biblioteca
había quedado entreabierta, y se colocó a un lado dispuesta a escuchar. ¿Qué querría su hermano, a
esas intempestivas horas, de Marcus?
―Lo he estado pensando ―comenzó Henry. Ni Marcus le había invitado a sentarse ni él hizo
ademán alguno de hacerlo―. En mi… ofuscación, ni siquiera consulté con mi padre, y él… ―Henry
se detuvo al ver una capa de mujer tirada al lado de uno de los sillones. Se tensó visiblemente.
―¡Maldito bastardo! ―exclamó al tiempo que se acercaba a la prenda y la levantaba como si fuese
un trofeo―. No contento con hundir la reputación de mi hermana, ¿traes a una amante a tu casa?
¿Ese es el afecto que le tienes a Sarah? Debería pegarte un tiro aquí mismo…
―¡Suficiente! ―Se escuchó una fría voz femenina.
Ambos caballeros giraron la cabeza hacia el umbral de la puerta donde se hallaba una furiosa
Sarah. Marcus cerró los ojos durante un instante, desolado. Le importaba un ardite lo que pensase
Henry de él, pero que Sarah se dejase ver…
―¡¿Sarah?! ―balbuceó Henry perplejo. Al momento lanzó una mirada asesina a Marcus―. ¿Te has
atrevido a seducirla, maldito cabrón? ―exclamó mientras se dirigía amenazante hacia Marcus.
Sarah se apresuró a ponerse delante de Marcus.
―¡Cállate de una maldita vez! ―Dos pares de cejas se alzaron atónitas―. Él no ha hecho
absolutamente nada, por si no te has dado cuenta ―aclaró con mordacidad―, estamos en su
residencia, lo que significa que fui yo la que me presenté aquí sin que él tuviese la menor idea.
―Sarah… ―intentó Henry.
―Espero que tu presencia aquí sea porque has recuperado el sentido y has decidido escucharlo y
olvidarte de ese estúpido duelo, pero por si no es esa tu intención, te voy a dejar clara una cosa: no, y
repito, no habrá duelo alguno. Lo que no ocurrió en el viaje hacia Gretna, a causa de la
caballerosidad de Marcus, ha ocurrido aquí, porque yo así lo he querido, y dudo mucho que
pretendas dejar huérfano a tu posible sobrino… o sobrina.
Marcus, atónito, frunció el ceño. Pero si Sarah ni siquiera sabía si habría consecuencias… Se
pellizcó el puente de la nariz con frustración.
―Demonios, Sarah, ni siquiera me has dejado explicarme… ―intentó meter baza Henry en la
diatriba de su hermana.
―No he escuchado ninguna explicación, tan solo una sarta de insultos que has soltado sin pararte
a pensar en absoluto. Has visto la capa, has juzgado y has sentenciado, exactamente igual que ocurrió
en aquella posada. Tu impulsividad te está jugando muy malas pasadas, Henry.
El aludido suspiró mientras se frotaba la nuca.
―Vine a decirle que el duelo se anula.
Sarah se dejó caer en uno de los sillones de la sorpresa.
―¿Q… qué?
Marcus se acercó al mueble de bebidas y sirvió un brandi para él y otro para el azorado muchacho.
Tras ofrecérselo y Henry aceptar la copa, le hizo un gesto para que se sentase, mientras él se sentaba
al lado de Sarah.
Henry tomó un sorbo de su bebida.
―Cuando padre me habló esta noche, me di cuenta de mi error. Me precipité, no había motivo
alguno para forzar un duelo, puesto que ―Lanzó una mirada de reojo hacia Marcus― Millard tenía
intención de casarse contigo, estáis prometidos y las amonestaciones han sido publicadas. ―Ahora
fue Sarah quien lo miró de reojo. Marcus comenzaba a sentirse como un pez en una pecera ante los
dos hermanos―. Y entiendo que la muerte de la condesa fue de lo más inoportuna para los planes
que teníais. Y desde luego, no os culpo por hacer caso omiso del período de luto.
Sarah dio tal brinco al levantarse que casi tira la copa de Marcus. Se acercó a su hermano mientras
este se levantaba a su vez, y lo abrazó con fuerza. Con una radiante sonrisa, murmuró.
―Sabía que recapacitarías, Henry.
Su hermano rio entre dientes.
―¿Por eso quisiste cerciorarte acudiendo en mitad de la noche a su casa?
Sarah acarició la mejilla de su hermano.
―No podía esperar, Henry. Tenía la esperanza de que recapacitaras, pero… lo amo, y él se iba a
dejar matar, no tenía intención alguna de disparar su arma contra ti ―susurró angustiada.
Henry miró a Marcus por encima de la cabeza de su hermana. Este los observaba con expresión
indescifrable. Soltó a Sarah con suavidad y se acercó a Marcus. Este se tensó, que no estuviese
dispuesto a pegarle un tiro no significaba que fuese a tolerar un puñetazo. Sin embargo, Henry
extendió su mano. Marcus, tras un instante de duda, la estrechó―. Mis disculpas, Millard, me he
comportado como…
―¿Un imberbe cachorro arrogante? ―ofreció con sorna Marcus.
Henry enarcó una ceja, pero al tiempo que esbozaba una torcida sonrisa, asintió.
―Podría decirse que sí ―admitió―. ¿Continuaría resultando arrogante si insisto en que
deberíamos retirarnos? ―ofreció mirando a Sarah―. Millard, ¿aceptaría cenar en Clarke House? Me
temo que mi padre y usted tienen bastante de que hablar.
Marcus asintió con la cabeza.
―Estaré encantado. ¿Ha traído carruaje? ―cuando Henry asintió, Marcus indicó―: Diríjalo a la
puerta de servicio, yo acompañaré a Sarah hacia allí.
Henry se disponía a salir cuando se escuchó abrirse la puerta principal y la voz de un hombre que
interrogaba al mayordomo.
―¿Dónde está? Si duerme, que se levante, Rogers, quiero verlo de inmediato.
Marcus gimió. Por Dios ¿es que todo el mundo había elegido la misma noche para acudir a su
residencia? Tal vez debiera comenzar a ofrecer alojamiento.
Rogers debió de indicarle algo al nuevo visitante que no escucharon porque, en un instante, la
poderosa figura del marqués de Warrington se recortó en el umbral.
―¡Aquí estás…! Mis disculpas, milady ―ofreció cuando reparó en Sarah que, algo inquieta, se
había mantenido cerca de Marcus. El marqués miró a su hijo mientras alzaba una ceja.
―Papá, permíteme, lady Sarah Clarke; Sarah, mi padre, lord Warrington.
Sarah hizo una reverencia mientras el marqués se acercaba a ella extendiendo una mano para
ayudarla a alzarse.
―Un placer conocerla, milady. Es usted aún más hermosa de lo que mi hijo me detalló en su carta.
Sarah se sonrojó violentamente.
―Gracias, Señoría, el placer es mío.
Marcus rodó los ojos mientras señalaba a Henry.
―El vizconde Camoys, hermano de…
―¡Usted! ―espetó el marqués dirigiendo una hostil mirada a Henry, que se ruborizó muy a su
pesar―. ¿Usted es el imprudente jovencito que se ha atrevido a retar a mi hijo? Permítame decirle,
muchacho, que no habrá duelo alguno, su padre, que espero tenga más sentido común que usted, y
yo solucionaremos este entuerto…
―Papá… ―intentó interrumpir Marcus a su indignado padre. Al ver que el hombre intentaba
continuar con su sermón hacia Henry, insistió―: ¡¡Papá!!
El marqués lo miró frunciendo el ceño.
―No habrá ningún duelo, Camoys ha venido a decírmelo ―aclaró Marcus.
Warrington giró su rostro hacia Henry, que esperaba tenso.
―Oh, menos mal que ha encontrado el sentido común que había olvidado a saber dónde,
jovencito ―espetó con sarcasmo.
Marcus disimuló una sonrisa. Dudaba que a Henry le agradase que su padre se refiriese a él como
jovencito, pero estaba ante un marqués y debía hacer gala de sus buenos modales. Además de que se lo
merecía, qué demonios. El chico debía madurar y controlar su impulsividad. Aunque él tampoco es
que se hubiera detenido a pensar mucho cuando se llevó a Sarah pero, al menos, no había puesto en
peligro la vida de nadie.
―Papá, si me permites, acompañaré a lady Sarah al carruaje.
―Por supuesto. Milady, ha sido un verdadero placer conocerla ―repitió el marqués.
Mientras Sarah hacía una reverencia, Warrington se giró hacia Henry.
―Lord Camoys, celebro que haya entrado en razón.
Henry se inclinó.
―Señoría.
Mientras Henry se dirigía hacia la puerta a paso veloz, Marcus tomó de la mano a Sarah para
guiarla hacia la salida de servicio. A esas horas ni el personal se había levantado para comenzar sus
tareas.
Cuando llegaron a la puerta, antes de que Marcus pudiese abrirla, Sarah se giró hacia él.
―Por supuesto, la invitación se extiende a tu padre.
Marcus suspiró.
―No garantizo su presencia, debió de haber viajado toda la noche y necesitará descansar. Además,
preferiría hablar con tu padre a solas.
Sarah soltó una risilla. El marqués era todo un carácter, y se temía que si acudía a la cena, Henry
preferiría cenar con el mismísimo Lucifer.
Marcus acunó el rostro de Sarah entre sus manos.
―Te veré esta noche, cervatillo ―musitó sobre su boca. Sarah sonrió al tiempo que Marcus la
besaba con ternura―. Vete ya ―musitó mientras la soltaba renuente.
r
Regresó a la biblioteca resignado a la conversación que le esperaba con su padre. Había
demasiadas cosas que el marqués no sabía sobre su… vida en Londres. Mientras caminaba hacia la
habitación, se cruzó con Rogers. El pobre hombre se había pasado la noche en vela de arriba abajo,
abriendo puertas y recibiendo inesperadas visitas.
―Rogers, en cuanto el desayuno esté preparado, retírate a descansar. Su Señoría se retirará
también y yo pasaré el día fuera.
―Milord, no creo que deba…
―Debes, Rogers ―replicó Marcus―. Al menos durante unas horas hasta que mi padre haya
descansado y el valet del marqués sea avisado para prepararlo ―añadió con sorna―. No creo que
tengamos más visitas, todas han acudido durante esta maldita noche.
Al ver el semblante reacio del mayordomo, Marcus añadió:
―Es una orden, Rogers.
El hombre inclinó la cabeza.
―Milord.
En verdad, en todo el tiempo que llevaba al servicio del vizconde, esta era la primera vez que
había tenido una noche tan ajetreada, para el caso, ni siquiera un día.
Marcus se sentó en uno de los sillones frente a su padre.
―El desayuno estará preparado en un rato ―informó mientras, cansado, se pellizcaba el puente de
la nariz.
Warrington lo escrutó con atención.
―¿Y bien? Sería interesante que te explayaras un poco más en tus explicaciones de lo que
escribiste en tu misiva. Me gustaría, si no es mucho pedir ―añadió sarcástico―, que me explicaras al
detalle todo lo sucedido.
Marcus suspiró y comenzó a relatarle a su padre lo acaecido desde el momento en que se
descubrió el cuerpo de Eleanor.
Warrington lo escuchó atentamente. Meneó la cabeza con resignación al escuchar el triste fin de la
antigua Eleanor Clifford. Absorto en el relato de su hijo, no se percató de lo que subyacía debajo
hasta que, en un momento dado, frunció el ceño.
―¡¿Scotland Yard?! ¡¿Trabajas como policía?! ―espetó atónito.
―Soy inspector, papá ―replicó Marcus rodando los ojos―. No es como si patrullara por el East
End mediando en las peleas de borrachos.
―¡¿Y por qué demonios no me lo habías dicho?! ¿No tuviste tiempo entre investigación e
investigación de enviarme una carta poniéndome al corriente de tus… actividades? Por el amor de
Dios, Marcus, llevas… ¿cuántos, seis, siete años…?
―Casi nueve ―repuso Marcus.
El marqués hizo un gesto desdeñoso con la mano.
―Los que sean, y además ¡empezaste de runner! ―El marqués no sabía si sentirse mortificado de
que su heredero trabajase u orgulloso de que lo hiciese―. Por todos los demonios, pudieron herirte,
incluso matarte, ¿cuándo pensabas decírmelo? ¿O me lo dirían tus compañeros el día de tu entierro?
―Por Dios, papá, no me ha ocurrido nada… ―Marcus, en ese momento, se dio cuenta de lo que
pasaba por la mente de su padre. Dejando a un lado que sabía que Warrington, con todo su fuerte
carácter, adoraba a su hijo, el futuro del marquesado dependía de él, tenía responsabilidades que
había obviado descansado en que su padre, joven aún, no necesitaba ayuda alguna en la gestión de
las tierras.
―Lo siento, debí hablar contigo cuando tomé la decisión de incorporarme a los runners
―murmuró mortificado―. Lo mínimo que te debía era una explicación por mi parte.
Warrington suspiró mientras meneaba la cabeza. Durante un instante el corazón se le había
detenido al pensar en que a su hijo le hubiese podido pasar algo y, mientras, él vivía tranquilo
ignorando sus actividades. Decidió dejarlo pasar. El pasado era eso, pasado.
―¿Seguirás con tu trabajo una vez te cases? ―inquirió con interés.
―Me gustaría. ―Marcus miró a su padre con un brillo de ilusión en los ojos―. Me encanta lo que
hago, pero dependerá de la opinión de Sarah.
―¿Tanto la amas?
―No soportaría pensar que ella sufre por mí en casa mientras yo hago mi trabajo. Además, nadie
en la alta sabe a lo que me dedico. Sarratt y yo lo decidimos así para poder investigar entre ellos con
tranquilidad, sin levantar sospechas. Para todos ellos soy un libertino al que le gustan los lujos y la
buena vida.
Warrington enarcó una ceja.
―¿Y se lo han creído?
Marcus soltó una carcajada.
―Sabes que en nuestros círculos solo se repara en el exterior, nadie profundiza. ―Su mirada se
perdió sobre el hombro de su padre, recordando el disfraz de Sarah y el mote que le habían
endilgado.
Decidió cambiar de tema.
―¿Estarás descansado para acudir a cenar a Clarke House?
―¿Por quién me tomas? ―exclamó Warrington indignado―. Todavía no estoy con un pie en la
tumba.
Marcus sonrió.
―Pero, por favor, deja en paz a Camoys. El muchacho se ha dado cuenta de que su imprudencia
causaría más mal que bien, y me temo que ya se siente bastante mortificado.
―Me importa un ardite ―masculló el marqués―, no voy a preocuparme por los sentimientos de
un cachorro imprudente que apenas ha dado cinco pasos fuera de la guardería. Se sobra y basta él
para preocuparse por su infantil orgullo herido. No le importó causarle dolor a su hermana, haber
podido dejar a su padre sin heredero; aunque, o mucho me equivoco, o eso no habría sucedido.
―Miró a Marcus especulativo―. Dudo que dispararas contra él, antes te dejarías matar que segar la
vida del hermano de tu amada.
Marcus no contestó.
―Con lo cual ―prosiguió Warrington―, quien estaría llorando tu pérdida y sin heredero sería yo.
Así que ese jovencito no se morirá por escuchar un buen rapapolvo. Aunque lo que en verdad
merecería sería poner su trasero al rojo vivo.
Marcus ahogó una carcajada.
―Me temo que ya se lo has dejado bien claro, así que, si no te importa, disfrutemos de la cena.
Como has dicho, lo pasado, pasado está. El chico cometió un error. ―Al ver las cejas enarcadas de
su padre, añadió―: Grave, por supuesto, que pudo costarnos muy caro a todos, pero ha
recapacitado; y si vamos a ser justos, yo no me distinguí precisamente por mi… capacidad reflexiva al
llevarme a Sarah a Gretna.
El marqués ladeó la cabeza.
―Eso también es cierto, no fuiste precisamente muy prudente.
En ese momento, Rogers apareció anunciando que el desayuno estaba dispuesto. Ambos hombres
se dirigieron al comedor. Mientras su padre descansaba, Marcus decidió ir al club. Tenía que
comunicarles a sus amigos el cambio de opinión de Camoys.
k Capítulo 20 l
―¿Y cuando le sobrevino esa epifanía? ―exclamó suspicaz Callen―. ¿Tuvo un sueño revelador y
decidió dejar su lecho en mitad de la noche e ir a tu casa y admitir tus disculpas? ―inquirió con
mordacidad.
Darrell soltó una risilla. Marcus les había enviado sendas notas citándolos en el club.
―Qué importa, el caso es que el chico recuperó el sentido… a tiempo ―murmuró.
Marcus les había explicado la visita de Camoys y la llegada del marqués a Londres, pero se había
callado lo referente a la presencia de Sarah en su casa. No era asunto de ellos, y desde luego, aunque
sabía que podía confiar en la discreción de los cinco, no hablaría de Sarah y sus peculiares planes para
evitar el duelo.
―Me hubiera gustado ver la cara de ese cachorro arrogante soportando con estoicismo el
rapapolvo de Warrington ―repuso Gabriel con un tono jocoso.
Marcus soltó una risilla entre dientes.
―Hasta a mí me dio lástima ―murmuró―. Ruego porque se haya quedado satisfecho y no le
suelte más pullas durante la cena.
―¿Cena? ―intervino Kenneth enarcando las cejas―. ¿Hasta te ha invitado a cenar? ―Miró a
Marcus con suspicacia para añadir―: ¿Estás seguro de que quien te visitó era Camoys?
Mientras Marcus rodaba los ojos resignado, Justin murmuró socarrón:
―Lo averiguará esta noche si no es bien recibido en Clarke House.
Callen soltó una carcajada.
―Debiste comprobar que el chico no estaba borracho. Lo mismo ni se acuerda de que te visitó y
te pega un tiro en el vestíbulo en cuanto aparezcas.
―Por Dios, Callen, el muchacho venía de su casa ―repuso Marcus.
―Supongo que en Clarke House habrá bebidas, digo yo ―murmuró Callen mientras se encogía de
hombros.
―No estaba borracho. Incómodo y avergonzado, tal vez ―aclaró Marcus al tiempo que meneaba
la cabeza desconcertado―. Además, ¿por qué demonios estoy siguiendo tus absurdos comentarios?
―¿Porque no son tan absurdos? ―ofreció Callen socarrón.
―El caso es que has sido invitado a cenar ―intervino Justin dispuesto a frenar las divagaciones del
escocés―. ¿Cómo resolverás la cuestión de la boda? A ella le quedan todavía meses de luto.
―Si su padre acepta, ―Marcus no tenía intención de tolerar que Henry volviese a inmiscuirse. El
jefe de la familia era el conde de Clarke, él sería el que decidiese―, podríamos casarnos en la
intimidad en Surrey . Las amonestaciones han sido publicadas, no tengo idea de si eso será suficiente
para poder casarnos en Clarke Hall, o solo son válidas para realizar la ceremonia en la iglesia donde
fueron publicadas. ―Miró al grupo, que se miraron unos a otros confusos. Ninguno de ellos había
tenido una boda convencional―. De todas maneras, conseguiré una licencia especial. Para cuando
regresemos a Londres, la alta habrá olvidado en qué momento se celebró la boda, tendrán otras
víctimas en las que centrarse.
―Deberías descansar un poco, tu aspecto es lamentable ―intervino Darrell con un brillo socarrón
en los ojos―. Aún recuerdo cuando renegabas de presentarte ante Frances ojeroso tras una noche de
juerga, deberías tener la misma cortesía hacia tu verdadera prometida.
Marcus alzó el rostro hacia el techo con hastío.
―Por el amor de Dios, aquello solo fue una maldita farsa ―exclamó al tiempo que miraba a su
amigo y jefe con recelo―. No estarás todavía resentido por aquello… ¿no?
La carcajada de Darrell, a la que se sumaron los otros, le dejó bien claro que no había resquemor
alguno.
r
Tras unas horas de reparador sueño, Marcus, elegantemente vestido, se reunió con su padre en el
vestíbulo para dirigirse hacia Clarke House.
Nervioso, esperó a que el mayordomo les anunciase. Cuando los hicieron pasar a una sala donde
esperaban el conde y su hijo, Marcus hizo las presentaciones, observando por el rabillo del ojo la
actitud del marqués con Camoys. Warrington saludó al joven con cortesía y sin ningún tipo de
resentimiento, lo que, observó Marcus, hizo que el vizconde relajase la tensión con la que esperaba el
saludo.
―Sarah bajará en seguida ―advirtió Clarke―. Mientras la esperamos, ¿les apetecería un oporto?
Marcus y su padre asintieron y Camoys se dirigió hacia el mueble de las bebidas. Tras servir las
copas y repartirlas, los caballeros se enfrascaron en una conversación sobre parlamento, leyes y
demás, que a Marcus le importaban un ardite. No cesaba de mirar hacia la puerta esperando la
llegada de Sarah. Clarke, viendo el nerviosismo del vizconde, ofreció solícito.
―Si lo desea, puede recibirla al pie de la escalera, Millard. Estará a nuestra vista, en aras del debido
decoro.
Mientras Millard asentía con la cabeza en señal de gratitud, dejando su copa en una mesita, y se
dirigía a toda velocidad al vestíbulo, Camoys miró a su padre frunciendo el ceño, que relajó de
inmediato al contemplar la alzada ceja de Warrington en su dirección.
Marcus, nervioso, paseaba delante del último escalón a la espera de Sarah. La noche pasada, a
pesar de todos los sentimientos encontrados que tenía en cuanto a la aparición de ella en su casa, el
temor por el posible duelo y la búsqueda de soluciones, habría deseado tener más tiempo con ella. Se
merecía conocer sus verdaderos sentimientos, y ahora que no había peligro alguno, no podía esperar
más.
Por fin, ella apareció. Marcus jadeó al verla al final de la escalera. Se habían acabado los recatados
vestidos: lucía un precioso y escotado vestido malva que hacía destacar su cremosa piel y su hermoso
cabello rubio. Sonrió interiormente, bien por Sarah, su madre no se merecía que ella respetase un
duelo riguroso.
Sarah comenzó a bajar las escaleras con el corazón latiendo furioso. Marcus estaba devastador en
su ropa de noche. Lo había visto cientos de veces en ropa formal, pero esta noche le parecía
especialmente atractivo. Le dedicó una radiante sonrisa, mientras él avanzaba un escalón para
extenderle la mano.
Sarah se ruborizó al sentir el contacto de Marcus, recordando cómo esa preciosa mano… y la otra
habían recorrido su cuerpo la noche anterior.
―Estás… preciosa ―declaró Marcus mientras tomaba sus dos manos.
―Gracias, tú también. ―Sonrió Sarah, que frunció el ceño―. Bueno, quiero decir que te ves…
atractivo ―explicó azorada.
Marcus sonrió mientras le guiñaba un ojo, al tiempo que una de sus manos hacía una maniobra
extraña en la mano izquierda de Sarah. Ella bajó la mirada para ver cómo él introducía en su dedo
anular el exquisito anillo de compromiso que le había devuelto.
―Esto te pertenece ―musitó Marcus.
Sarah, tras admirar la joya en su dedo, alzó su mirada hacia él.
―Marcus…
Él besó con ternura las manos de Sarah, que mantenía cogidas, y tras soltarlas acunó con las suyas
el rostro femenino.
―Sé que no es el momento, pero no puedo aguantar más, cervatillo ―susurró cerca de sus labios
sin importarle si los veían o no desde la sala―. Te amo con todo mi corazón, Sarah.
Ella aferró las manos que sostenían su rostro mientras una solitaria lágrima rodaba por su mejilla,
sentía que las rodillas le fallaban. Lo había dicho, poco importaba que fuese al pie de las escaleras de
su casa con tres caballeros observando. Marcus la amaba. Sin importarle en absoluto los
espectadores, se puso de puntillas y besó con suavidad los labios masculinos.
―Tenía tanto miedo… ―susurró, su aliento mezclándose con el de él.
―Cariño, creo que te he amado desde que me ordenaste que no volviese a bailar contigo
―murmuró Marcus.
Un carraspeo los interrumpió. Se separaron renuentes, mientras él musitaba, al tiempo que le
guiñaba un ojo:
―La conversación no ha acabado, mi precioso cervatillo.
r
La cena transcurrió en un ambiente cordial. Warrington y Clarke se habían agradado mutuamente
y Camoys se había tranquilizado al comprobar que no era objetivo de las pullas del marqués.
Cuando llegaron a los postres, Clarke se dirigió a Marcus.
―Creo que deberíamos pasar a mi despacho, hay asuntos que debemos discutir.
Marcus miró de soslayo a su padre, que lo observaba con una media sonrisa.
―Si no le importa, milord, no hay nada que no podamos discutir delante de nuestras familias.
Clarke miró a Sarah. No le acababa de parecer adecuado que una dama participase de la
conversación, sin embargo, adivinando lo que pasaba por la mente del conde, Marcus posó su mano
sobre la de Sarah.
―Mi prometida tendrá su propia opinión y deseo escucharla, al fin y al cabo, lo que se hable le
concierne tanto a ella como a mí.
Sarah lo miró agradecida. Cada vez estaba más enamorada de ese hombre que se preocupaba de lo
que ella opinase, después de tantos años de ser ignorada.
―Aunque las amonestaciones hayan sido publicadas ―comenzó el conde―, me temo que el
período de luto exige que se guarden las formas. La boda podría celebrarse…
―En una semana ―interrumpió Marcus―. No hay motivo alguno para esperar más. Podemos
celebrarla con toda discreción en la intimidad de su residencia de Surrey o incluso, si lo prefieren, en
la nuestra de Norfolk.
Clarke frunció el ceño.
―¿A qué viene tanta prisa? ¿Hay algo que deba saber? ―preguntó mirando alternativamente a su
hija y a Marcus.
Camoys intervino.
―Padre, lo que dice lord Millard tiene sentido. ―Warrington, expectante, giró su rostro hacia el
muchacho. Mientras notaba que el calor subía por su cuello, Henry continuó―: Hubiesen estado
casados ya si no fuese por… Y me atrevería a decir que nadie en esta casa ha derramado una sola
lágrima por ella. ―Todos sabían a quién se refería―. No merece que Sarah, que ha sido la persona a
la que más daño ha hecho, guarde un respeto con un luto a todas luces hipócrita. Si la ceremonia se
realiza en Clarke Hall, discretamente, no habrá rumor alguno, puesto que toda la alta estará ya en sus
residencias del campo, y cuando regresen… Bueno, alguna otra cosa atraerá su atención.
El conde miró a su hija.
―¿Estás de acuerdo? A mí tampoco me agrada que la única sobre la que recaiga la obligación de
guardar luto y privarse de ciertas cosas seas tú. Los caballeros tenemos más libertades, incluso
siguiendo el mismo duelo.
―Estoy de acuerdo con Marcus ―asintió Sarah al tiempo que miraba con amor a su prometido―.
Además, me gustaría que mis amigas me acompañasen. ¿Lo harían? ―inquirió observando a Marcus
inquieta.
Él apretó su mano.
―Por supuesto, lo harán encantadas. Es más, creo que se ofenderían si no se lo ofrecieses.
―Marcus se giró hacia el conde―. Creo que todo está resuelto, me ocuparé de conseguir una licencia
especial por si las amonestaciones no son suficientes, y en cuanto a los acuerdos nupciales, podemos
reunirnos con los abogados en la mañana.
Warrington miró orgulloso a Marcus. Habían pasado años, pero siempre tuvo el temor de que su
hijo tuviese reservas para enamorarse a causa de la lamentablemente difunta vizcondesa Eresby. Y, de
hecho, las tuvo, si no, no habría liado tanto las cosas con Sarah, pero por fin se había dado cuenta de
que una cosa era un enamoramiento juvenil y otra muy diferente amar a una mujer. Y Marcus amaba
a esa dama.
Sarah se levantó de repente, provocando que los caballeros lo hiciesen a su vez.
―Ya que todo está hablado, me gustaría dar un paseo por los jardines con mi prometido. ―Miró a
Henry―. Solos. No necesitamos chaperón alguno.
Marcus la miró divertido. Caramba con su cervatillo.
―Papá, por favor, haz los honores y ofrece una copa a tu invitado ―casi ordenó ella, al tiempo
que tomaba la mano de Marcus y lo arrastraba hacia la puerta.
Sarah había creído las palabras de Marcus cuando afirmó que la amaba, sin embargo, una pequeña
parte de su mente dudaba si su declaración se debía a lo ocurrido entre ellos la noche pasada.
Esperaba que sus dudas fuesen producto de su inseguridad, no a causa de que él creyese que se lo
debía.
Se alejaron de la casa hasta llegar a una zona de los jardines oculta a la vista de la mansión, donde
había un pequeño cenador. Sarah se detuvo bruscamente, haciendo que Marcus casi tropezase. Se
giró hacia él mirándolo con ojos expectantes.
―Repítelo ―murmuró sin apartar la mirada de los azules ojos que la observaban confusos.
Marcus echó la cabeza hacia atrás con desconcierto mientras fruncía el ceño.
―Que repita… ¿el qué?
Sarah enarcó una ceja mientras él sonreía al ver su gesto autoritario.
―Santo Dios, he creado un monstruo ―murmuró divertido, al tiempo que la enlazaba por la
cintura cruzando sus manos tras ella.
―¿A qué te refieres exactamente, a que el anillo te pertenece, o…? ―intentó aplacar su
nerviosismo bromeando.
―Exactamente, al… o… ―replicó ella.
Él la apretó más contra su cuerpo.
―Lo dije con todo mi corazón, Sarah. No pude decírtelo anoche cuando todavía no sabía cuál iba
a ser mi futuro. Preferí dejar que continuases dudando de mis sentimientos antes de revelártelos…,
te sería más fácil seguir adelante si creías que no te amaba. ―Marcus ladeó la cabeza para escrutar su
rostro alzado hacia él―. No tiene nada que ver lo que sucedió la noche pasada con mi confesión de
hoy. Mi intención era aprovechar el viaje a Gretna para demostrarte que me había enamorado de ti.
Te amo, Sarah, lo que siento por ti no es un ingenuo enamoramiento juvenil, quiero pasar el resto de
mi vida contigo, quiero hijos, quiero compartir mi trabajo… ―De repente, Marcus vaciló.
Demonios, estaba expresando lo que él quería, pero ¿y si ella no…?―. A menos que tú…
La sonrisa que le dirigió Sarah alejó todas sus dudas.
―Yo te confesé mi amor hace tiempo. Cuando las damas me revelaron que lo de la biblioteca
había sido una trampa planeada por ti, no negaré que tuve sentimientos encontrados: por un lado,
pensaba que no tenías necesidad alguna de ponerme, ponernos, en esa situación si no sentías nada
por mí pero, por otro lado, temí que todo fuese por protegerme de… de las maniobras de la
condesa. No sabía qué pensar, y decidí no arriesgarme.
―Y romperme el corazón ―interrumpió Marcus. La expresión de Sarah cambió a una de alarmada
sorpresa.
―Yo… ―balbuceó azorada―. No esperaba que tu corazón estuviese en riesgo.
Marcus soltó una risilla.
―Lo sé, mi cervatillo. Pero en ese momento… ―Pensativo, frunció el ceño―. La verdad es que
nunca creí que el corazón pudiese doler ―murmuró extrañado―, pero en esos momentos, cuando
no me permitiste explicarte lo que sentía por ti, conocí el significado de un corazón roto, que tanto
cantan los poetas.
―¿Te rompí el corazón? ―El tono de Sarah era una mezcla de abatimiento y satisfacción
femenina.
Marcus enarcó una ceja.
―Pues sí ―musitó con fingida molestia―, aunque tenía intención de que lo reparases, no tenía
idea de cómo, pero conseguiría que, ya que me lo habías roto, tuvieses la gentileza de recomponerlo.
Sarah soltó una carcajada.
―¿En Gretna?
―O en Irlanda, me era completamente indiferente ―musitó Marcus mientras una de sus manos
ascendía hasta atrapar la nuca de Sarah. Bajó la cabeza para susurrar sobre sus labios―:
Continuaremos la cháchara en otro momento, ahora estoy loco por besarte.
Y la besó con todo el amor que, por fin, era libre de expresar. Sarah enlazó los brazos alrededor
de su cuello, y cuando el beso amenazaba con ser el principio de algo más, ya que Marcus
comenzaba a tener morbosos pensamientos sobre Sarah y el cercano cenador, rompió el beso. Sarah
lo miró confusa.
―Cariño, debemos volver, no tengo intención alguna de que Camoys desate de nuevo sus
instintos sanguinarios, y si continuamos… Bueno, es joven pero no idiota, y se dará cuenta de que
no nos hemos limitado a hablar.
Sarah soltó una risilla mientras Marcus la tomaba por la cintura para regresar a la casa.
r
Al día siguiente, las cinco amigas recibieron en sus residencias sendas invitaciones de Sarah para
tomar el té. Deseaba hacerlas partícipes de su felicidad y pedirles que asistiesen a la boda.
―¿Fuiste a su casa en mitad de la noche? ―inquirió Lilith perpleja.
Sus amigas la miraron con los ojos abiertos como platos. De todas ellas, ¿era Lilith la más
escandalizada? ¿Lilith? ¿La que se había ofrecido como amante de Justin?
Al ver los rostros estupefactos de sus amigas, Lilith carraspeó incómoda.
―Quiero decir que me sorprende en ella, no el hecho en sí ―intentó justificarse.
―Algo tenía que hacer para detener ese estúpido duelo ―repuso Sarah―, y si podía hacer dudar a
Henry sobre las consecuencias de pasar la noche con Marcus, no se atrevería a dejar a su sobrino
huérfano.
―¿Qué sobrino? ―preguntó confusa Frances, que parecía tener su mente en otras cuestiones.
Shelby la miró como si hubiese escapado de Bedlam.
―Cuando un hombre y una mujer comparten cama, suele, no siempre, haber consecuencias a los
nueve meses ―explicó pacientemente, como si su amiga acabase de salir de la guardería.
Frances hizo una mueca burlona.
―Estaba despistada, eso es todo. Sé perfectamente las consecuencias de… Eso no importa ahora.
―¡¿Ah, no?! ―Quiso saber Celia.
―No. Sarah es ahora una de las nuestras, y me preguntaba… ¿deberíamos llevarla a comprar su
traje de novia? ―Tanteó con un brillo pícaro en los ojos.
―Por supuesto. ―Jenna sonrió socarrona―. Marcus no tiene idea de… Bueno, la única creación
que vio fue el día de la mascarada del Revenge, pero solamente pudo admirarlo. Será una
encantadora sorpresa, y pasará a formar parte de los caballeros adictos al taller de madame Durand.
Las carcajadas de sus amigas hicieron sonrojar a Sarah.
―Pero… bueno, yo pensaba acudir a mi modista habitual, y ¿qué es eso de los caballeros adictos a
un taller de modista?
―Ni se te ocurra ―zanjó Frances―, será nuestro regalo. Además, te lo debo; bueno, Lilith y yo te
lo debemos. Y con respecto a los caballeros, lo sabrás a su debido tiempo ―comentó pícaramente.
Mientras Lilith sonreía como gato que se comió la crema, Sarah frunció el ceño mientras miraba a
las dos damas alternativamente.
―No me debéis nada en absoluto, al contrario.
Lilith miró de soslayo a Frances.
―Me temo que Frances y yo, de alguna manera, sí te debemos mucho.
Frances intervino.
―Verás, cuando Lilith rechazó a Justin, se me ocurrió hacerla volver a Londres con un pequeño,
muy pequeño, para ser exactos, engaño. ―Sarah entrecerró los ojos con recelo―. Le dije que Justin
estaba considerando ofrecerse por ti, para provocar sus celos.
Sarah adelantó la cabeza con incredulidad al tiempo que abría los ojos como platos.
―¿Craddock ofrecerse por mí, por lady sosa Sarah? Por Dios, eso no se lo creería ni un crío de seis
años.
―Pues yo me lo creí ―repuso Lilith mortificada. Su voz estaba casi anulada por las carcajadas de
las demás.
Sarah se ruborizó.
―Bueno, tal vez una enamorada celosa… no se parase a pensar mucho. ―Al escucharse a sí
misma no pudo evitar soltar una carcajada―. ¿De verdad estabas celosa de lady sosa Sarah? ―inquirió
entre risas.
Lilith alzó la nariz con ofendida arrogancia.
―Bueno, podrías parecer sosa, pero eres muy hermosa ―intentó justificarse.
Frances hizo un gesto con la mano mientras intentaba dejar de reír.
―Eso no tiene más importancia, el caso es que debemos llevarla al taller de madame Durand. Ardo
en deseos de contárselo a Darrell.
Sarah estaba estupefacta.
―¿Vas a contarle a tu marido sobre mi traje de novia?
Shelby intervino. O le explicaban la privada broma, o a Sarah le daría una apoplejía.
―Nuestros trajes de novia comenzaron con el traje de la celebración de la boda de Jenna, y a
partir de ahí todas acudimos a madame Durand para que nos vistiese ese día… y para ocasiones
especiales ―agregó con una sonrisa cómplice hacia las otras―. Ya se ha convertido en una broma,
privada, por supuesto, entre nuestros maridos, burlarse del siguiente que se casa, que no tiene ni idea
de cómo son las creaciones de la modista. De ahí el contárselo a Darrell, disfrutará de lo lindo
burlándose de Marcus, y este sin tener idea de qué habla.
―Ni yo tampoco ―susurró Sarah confusa.
―En la mañana lo averiguarás ―ofreció Jenna.
r
Pero Sarah no averiguó nada, madame Durand se limitó, como siempre, a medirla y estudiarla, y
Sarah salió del taller más confusa de lo que había entrado, entre las sonrisas satisfechas de sus
amigas. Dos vestidos serían llevados por Frances a Surrey para la celebración del enlace, uno de
novia y otro de noche, ante la estupefacción de Sarah. No tenía mucha experiencia en bodas, para el
caso ninguna, pero suponía que la novia tendría algo que decir con respecto a su traje, y tanto
secretismo… Miró a sus amigas sonriendo, confiaba absolutamente en ellas.
k Capítulo 21 l
―¡¿HAS conseguido evitar un duelo y celebrar una boda durante el período de luto de la novia?! ¡¿Y
todo en la misma noche?! ―Michael estaba estupefacto.
―En realidad, yo no evité nada ―repuso Marcus―. Camoys se avino a razones y, en cuanto a la
boda, se decidió al día siguiente.
Michael hizo un gesto displicente con la mano.
―Como sea, seréis la comidilla de todos los círculos de la alta ―advirtió con indiferencia.
―No necesariamente, nos casaremos con toda discreción en Surrey y nos marcharemos a Norfolk
hasta el final del verano o el comienzo de la próxima temporada, lo que Sarah prefiera. Para cuando
regresemos, estarán enfrascados en otro escándalo. Por cierto… ―añadió receloso. A saber cómo
reaccionaría O’Heary a sus siguientes palabras―, acudirás como mi padrino.
Michael se tensó en el sillón en el que estaba arrellanado en el despacho de Marcus al tiempo que
abría los ojos como platos.
―¡¿Yo?! No tengo la menor idea de bodas ni padrinos. Por el amor de Dios, Marcus, en toda mi
vida no he asistido a ninguna, no creo que sea el más adecuado…
―Supongo que podrás estar a mi lado esperando a la novia y entregarme el anillo cuando el vicario
lo solicite… ¿O será pedirle demasiado a tu cerebro?
Michael bufó mientras mascullaba coloridas maldiciones. Malditas ganas que tenía de
confraternizar con la nobleza, aunque en parte los conociese y le agradasen. De repente, soltó una
risilla entre dientes.
Marcus frunció el ceño.
―¿Qué es tan gracioso?
―Poder ver la cara de Ridley cuando sepa que se tendrá que encargar de tu trabajo. ―Michael
nunca llamaba a Darrell por su título―. Se ha acostumbrado muy rápido a la buena vida como
superintendente.
Marcus sonrió ladino.
―Me temo que la cara que habrá que contemplar será la tuya cuando Ridley te encargue mis
trabajos.
Michael casi se atraganta con su propia saliva.
―¡Ni en broma! No pienso poner un pie en esos malditos salones, así haya una masacre y asesinen
a medio parlamento ―espetó malhumorado.
―Es tu jefe ―replicó Marcus encogiéndose de hombros―, así que no te queda más remedio que
obedecer.
Reprimió una sonrisa cuando escuchó las maldiciones en irlandés de su amigo. Lo poco que
sabían de Michael, tanto Darrell como él, es que era un hombre culto, con buenos modales que
mostraba en contadas ocasiones, y que, si no se equivocaban, y estaban seguros de que no,
pertenecía a la alta nobleza irlandesa. Por qué no hablaba ni de su ascendencia ni de su pasado era
cosa suya, y ambos respetaban su reserva.
r
La víspera de la boda comenzaron a llegar los cinco matrimonios invitados, Marcus y Michael
viajaban con ellos. Marcus, además de querer mantener la discreción, había tenido que resolver
asuntos referentes a la ausencia de su trabajo en Londres.
Sarah había pasado los días añorando la presencia de Marcus, envuelta en una nube de felicidad.
Por fin había podido dejar atrás su disfraz y mostrar su verdadera personalidad. Y todo gracias a
Marcus y su perspicacia. Nunca lograría comprender cómo había visto detrás de su falsa fachada tan
bien construida, pero lo había hecho. Había sido el único que había descubierto a la verdadera Sarah,
y lo amaba por ello… y por otras razones, por supuesto, algunas más indecorosas que otras.
Cuando, acompañada por el ama de llaves, mostró las habitaciones a sus amigas, ninguna de ellas
respondió a las preguntas que les hizo acerca del vestido de novia. La única contestación que recibió
por parte de Frances fue que ni siquiera ella los había visto. Madame los envolvía celosamente, para
que la primera que viese el traje fuese la novia.
Dejó a sus amigas y a sus maridos instalarse y volvió a bajar, apresurada y hecha un manojo de
nervios, para recibir a Marcus, que llegaba acompañado de su padre y de O’Heary.
Se reunió con su padre y con Henry, que ya esperaban en la puerta principal. Henry, a su lado, le
tomó una mano para apretársela con cariño. Sarah giró el rostro hacia él. Su hermano era un buen
hombre que había reaccionado con desmesura y había cometido un error, tal vez todavía quedaba en
él algún resto de la malsana influencia de la condesa. Pero maduraría, todavía era muy joven y sería
un digno sucesor de su padre. Le sonrió afectuosa y, tras devolverle Henry la sonrisa, ambos miraron
hacia la vereda de entrada por donde ya se aproximaban los carruajes.
Marcus saltó del que ocupaba, casi sin que se hubiese detenido del todo. Con una amplia sonrisa,
obvió a su futuros suegro y cuñado para clavar su mirada en Sarah. Sin dejar de mirarla, saludó a
Clarke y a Henry, que observaron, el uno con una sonrisa comprensiva y el otro rodando los ojos,
cómo se acercaba a su prometida.
―Estás más hermosa, si cabe, desde la última vez que nos vimos ―susurró inclinándose sobre su
oído mientras tomaba sus manos entre las suyas.
Sarah enrojeció.
―Gracias, tú también. ―Demonios, ¿es que no iba a ser capaz de decir nada coherente cuando él
la tocaba?―. Quiero decir, que estás muy… ¿guapo?
Marcus echó la cabeza hacia atrás mientras soltaba una carcajada.
―Es muy amable por tu parte, cervatillo ―murmuró divertido ante el sonrojo que cada vez se
acentuaba más en el rostro de Sarah.
La llegada de Warrington y Michael los obligó a prestar atención a otros que no fuesen ellos
mismos.
El mayordomo condujo al marqués y a Michael a sus habitaciones, mientras Marcus se rezagaba
unos instantes con Sarah.
―Será una noche infernal sabiendo que estás a pocas puertas de distancia ―susurró, mientras el
rostro de Sarah volvía a tornarse del color de las cerezas―, pero sabré contenerme ―añadió
asintiendo con la cabeza como si intentase convencerse a sí mismo.
Sarah rio entre dientes.
―Agradezco su… contención, milord. Aunque también me agradaría que no tuviese que
contenerse en absoluto. ―Marcus enarcó las cejas ilusionado… tal vez la noche no se presentase tan
horrenda―. En fin, será preferible que mañana amanezcamos descansados ―murmuró borrando la
sonrisa ilusionada del rostro de Marcus―, unos novios ojerosos me temo que no darían buena
imagen. ―Sarah recordaba la noche pasada con Marcus en su residencia, y ojerosos era lo mínimo
que aparecerían el día de la boda si él se acercaba a su dormitorio.
―Vaya por Dios ―repuso Marcus―, por un momento me había hecho ilusiones. ―Meneó
pesaroso la cabeza arrancando una risa de Sarah.
r
La cena resultó distendida, incluso el semblante hosco de O’Heary acabó relajándose gracias a las
socarronas pullas de Darrell. Marcus había planeado regresar a Londres tras el desayuno de bodas
mientras su padre regresaría a Norfolk. Tras unos días, ellos mismos se dirigirían a Warrington Hall.
Sarah decidió retirarse temprano. Se temía que pasaría una noche intranquila y dudaba de que
consiguiera dormir mucho. Intentaría no pensar en las insinuantes palabras de Marcus o se temía
que, amaneciese ojerosa o no, sería ella la que aparecería en la puerta de la alcoba de su prometido.
r
La mañana amaneció radiante. Sarah disfrutaba de una taza de chocolate en su habitación, tras
haber tomado un baño, cuando cinco excitadas damas irrumpieron en ella, trayendo consigo dos
enormes bultos de ropa envueltos en tela de muselina.
Poppy, que revoloteaba por la habitación eligiendo medias, guantes y escarpines, enarcó las cejas
divertida al ver la intrusión de las damas. Volvió la mirada hacia su señora: su rostro resplandecía de
alegría y sonrió con dulzura. Al fin, lady Sarah había dejado de estar sola.
Frances y Shelby, que cargaban con los bultos, los dejaron sobre la cama con delicadeza. Ambas
se miraron y fue Shelby la que se dirigió a Sarah.
―Nosotras te ayudaremos a vestirte ―ofreció haciendo un disimulado gesto hacia la doncella.
Sarah frunció el ceño confusa.
―Pero… Poppy siempre…
Shelby suspiró mientras se giraba hacia la doncella.
―El vestido es un diseño especial, nosotras ya hemos lucido ese diseño y sabremos vestirla
―repuso con una sonrisa amable―. Te avisaremos cuando llegue el momento de peinarla.
Poppy miró a su señora, que se encogió de hombros desconcertada, para volver a dirigir su mirada
hacia la duquesa.
―Por supuesto, Su Gracia.
Cuando la doncella se retiró tras hacer una reverencia, Sarah musitó sin dirigirse a nadie en
particular.
―No entiendo la razón de no permitir la presencia de Poppy…
Mientras comenzaba a quitar la muselina que cubría uno de los bultos, Frances murmuró.
―Ahora lo entenderás. El vestido es algo especial. Solo tú debes conocer su… peculiaridad, y por
supuesto, tu marido esta noche.
Sarah cada vez estaba más desconcertada por el secretismo de las damas. Un vestido era un
vestido, ¿no? Una buena tela, un buen corte, un color adecuado, y eso era todo. Sin embargo, no
pudo evitar jadear cuando Frances descubrió al completo la creación de madame Durand. El vestido
era una maravillosa creación color bronce: la falda estaba compuesta de varias capas de tul que
daban volumen y el cuerpo del vestido, confeccionado con encaje en el mismo tono, tenía un amplio
escote en forma corazón del que salían dos pequeñas mangas que, simplemente, eran dos tiras que
caían de los hombros. De la cintura salían tiras de encaje superpuestas en el tul, que se estrechaban
conforme descendían hacia los pies, asemejándose a hojas de hiedra inglesa.
Jenna, ajustándose las gafas, observó:
―La verdad es que madame Durand se supera cada día. ―Las otras asintieron satisfechas, incluida
Sarah, que contemplaba maravillada la exquisita creación. Su embelesamiento se rompió cuando
escuchó la voz de Celia.
―Bien, fuera camisola ―espetó dando una palmada.
Sarah la miró perpleja.
―¿Mi camisola?
Celia rodó los ojos.
―No, la de la cocinera. Por Dios, Sarah, claro que la tuya.
―P… pero si la quito el corsé me hará marcas.
―Si llevaras corsé, por supuesto, pero no es el caso ―intervino Frances.
Sarah miró el vestido como si estuviera recubierto de hiedra venenosa.
―¿Cómo lo sujetaré? Ese escote… Por Dios Santo, acabará caído en mi cintura. ―Aturdida, dio
un paso atrás―. No creo que deba…
―Debes, vaya si debes ―intervino Jenna―, confía en nosotras.
―Y en madame Durand ―añadió Shelby jocosa, provocando risillas en las demás.
Sarah, resignada, se quitó la camisola, quedando completamente desnuda delante de las cinco
damas. Al instante, todas ellas se pusieron en acción: la introdujeron en el precioso vestido,
abrocharon los disimulados botones y, cuando sacaron de la caja unos preciosos escarpines en un
suave tono cremoso, Sarah volvió a inquirir aturdida.
―¿No hay medias? ―Dirigió su confusa mirada hacia Frances―. Estoy desnuda bajo el vestido,
¿no resulta un poco indecoroso?
―Nadie lo sabe ―repuso Frances con indiferencia―, y te aseguro que el hombre que lo sabrá esta
noche estará encantado. ―Más risillas―. Y ahora, mírate. ―Le dijo girándola hacia el espejo de
cuerpo entero que había en la habitación.
Sarah jadeó. El vestido se ceñía como un guante, y desde luego, no tenía ni idea de cómo la
modista lo había conseguido, pero no había peligro alguno de que el escote resbalase. Sus pechos
estaban perfectamente sujetos por el cuerpo del vestido.
Asintiendo satisfecha, Celia se dirigió a la puerta para hacer pasar a la doncella y que esta peinase a
la novia. Poppy observó maravillada a su señora.
―Milady, permitidme deciros, estáis muy hermosa. Ese color es perfecto para vuestra piel.
Sarah sonrió ruborosa mientras las otras esbozaban sendas sonrisas satisfechas.
―Ahora, Poppy ―musitó Celia―, haz tu magia y crea un peinado que le haga justicia al vestido.
r
En esos momentos, en la biblioteca, los caballeros bromeaban con un nervioso Marcus.
―Procura no babear cuando la veas ―comentó Darrell.
―¿Por qué iba a babear? ―replicó algo molesto Marcus.
―Porque todos lo hicimos cuando vimos aparecer a nuestras esposas el día de nuestras bodas
―aclaró jocoso Callen.
―Y desde ese día, no tenemos reparo alguno en gastar verdaderas fortunas con madame Durand
―intervino Gabriel.
Mientras O’Heary enarcaba una ceja atónito, Marcus puso en palabras el pensamiento de ambos.
―¿Visitáis un burdel? ―murmuró abriendo los ojos como platos―. Francamente, no lo esperaba
de vosotros ―repuso molesto―. Pues desde ya, os aviso de que yo no pienso romper mis votos.
Las carcajadas de los cinco amigos hicieron que el sonrojo subiese por su cuello mientras Michael
los observaba con el ceño fruncido con recelo.
―Madame Durand es la modista de nuestras esposas, idiota ―explicó Darrell entre risas―, y me
temo que también de la tuya desde este día; en realidad, desde esta noche.
O’Heary miró inquieto a Marcus, que lo miró a su vez receloso. El grupo de caballeros estaba
como para que lo encerrasen en Bedlam.
La conversación se interrumpió cuando el mayordomo entró para avisar de que en unos minutos
la novia haría su aparición. Acompañados de Camoys, puesto que el conde había subido para
escoltar y entregar a la novia, se dirigieron hacia el salón donde aguardaba el vicario.
Tras saludarlo, los caballeros se colocaron en sus lugares. Al lado de Marcus, O’Heary, y tras ellos,
los seis caballeros, incluido Henry. Warrington se colocó a un lado del grupo.
La llegada de las sonrientes damas indicó que la novia estaba a punto de bajar. Marcus se
cambiaba de pies nervioso, hasta que un codazo hizo que se detuviese.
―Por el amor de Dios, para de moverte, van a pensar que estás lleno de pulgas ―siseó irritado
Michael.
Marcus soltó un bufido, que se convirtió en jadeo cuando vio a Sarah del brazo de su padre
recortada en el umbral.
Una cabeza se asomó sobre su hombro, haciendo que pegase un respingo.
―No, no babea ―informó a los demás Callen, que era el que se había asomado.
―Dale tiempo ―siseó otra voz, esta vez de Darrell.
Marcus observaba a Sarah. Por Dios bendito, ya le estaba costando sangre cerrar la boca, como
para cumplir los vaticinios de los descerebrados que tenía tras él. Esperaba no ponerse en evidencia.
Sarah estaba hermosísima, el vestido resaltaba su cuerpo como una segunda piel, sus manos,
cubiertas por unos guantes en un tono de suave crema que llegaban justo por encima del codo,
sujetaban un ramo que caía en cascada, de orquídeas y lirios. Sin joyas, solamente unos pequeños
pendientes de diamantes y su sortija de compromiso, no necesitaba adorno alguno.
La mirada de Sarah no se apartaba del rostro de Marcus. Con una radiante sonrisa, y ruborizada al
ver la mirada admirativa de él, avanzó sin ser consciente más que de la presencia de Marcus en la
habitación.
Cuando llegó a su altura, Marcus extendió su mano y su padre, tras besarla, la colocó sobre la
mano masculina. Al notar la mano de Sarah en la suya, Marcus recobró el sentido del habla.
―Estás… preciosa, aunque me temo que la palabra no te hace suficiente justicia ―murmuró en su
oído, bajando un poco la cabeza.
Sarah alzó el rostro hacia él, y la sonrisa llena de amor que le dirigió fue un bálsamo para los
nervios que todavía sentía Marcus.
Sin soltarse la mano, ambos se giraron hacia el vicario, que comenzó la ceremonia. Recitaron sus
votos y Marcus colocó al lado del anillo de compromiso la sencilla alianza que le entregó Michael.
Cuando fueron declarados esposo y esposa, él enlazó con una mano la cintura de Sarah y con la otra
abarcó el mentón y cuello de su ya esposa para besarla. En ese momento le importaba un ardite estar
rodeado de la familia y los amigos, y para su deleite, a Sarah parecía que tampoco le preocupaba
demasiado, puesto que correspondía a su beso como si estuviesen solos.
Un carraspeo conocido hizo que Marcus rompiese el beso. Tras pasar con delicadeza su pulgar
por el hinchado labio inferior de Sarah, se giró hacia el marqués.
―Permíteme ser el primero en felicitarte, hija ―musitó Warrington, al tiempo que besaba la mejilla
de su nueva nuera.
―Señoría ―repuso Sarah.
―Por favor, te has convertido en mi hija por matrimonio ―ofreció el marqués―, te agradecería
que me llamases Anthony.
Sarah asintió sonriente y al momento se vio rodeada de sus amigas, los esposos de sus amigas, su
hermano y su padre. El último en felicitarla fue O’Heary.
―Felicidades, milady ―repuso Michael tras besar sus nudillos. Sarah sonrió al hermético irlandés.
Sus ojos tenían una calidez inusual al mirarla, lejos de la frialdad e indiferencia habituales.
―Gracias, señor O’Heary. ―Sin poder ni querer reprimirse, se alzó de puntillas y besó la mejilla
del hombre, la que tenía una pequeña cicatriz bajo el pómulo. Michael, para su azoro, no pudo evitar
sonrojarse. Carraspeó y, tras asentir con una vacilante sonrisa, dio un paso atrás, al tiempo que su
lugar era ocupado por un impaciente Marcus.
―¿Nos vamos? ―susurró juguetón.
Sarah lo miró con el ceño fruncido.
―¿Irnos? Marcus, queda el desayuno de boda, no podemos ser descorteses.
―Es nuestro desayuno ―repuso él, mientras se encogía de hombros―, y si deseamos saltárnoslo
nadie va a oponerse. ―La apretó un poco más contra él―. Por Dios, estoy loco por quitarte ese
vestido ―murmuró mientras le lanzaba a Sarah una mirada que calentó sus mejillas… y algo más.
―Marcus ―susurró azorada―, solamente serán unas horas.
―¡¿Horas?! ―graznó el vizconde―. En cuanto coloquen la tarta nos largamos, lady Millard, y
espero que estos sean compasivos con un recién casado y coman rápido ―masculló refiriéndose a
sus amigos―. Podrías hablar con tus amigas para que los engatusen y no se extiendan mucho con la
comida ―ofreció vacilante.
―¡Marcus! ―exclamó Sarah sin poder contener una risilla―. No pienso decirles a las damas que les
metan prisa a sus maridos porque el mío, bueno, el mío…
―¿Está loco por ponerte las manos encima? ―ofreció él―. Te aseguro que lo entenderán,
cervatillo.
Sarah meneó la cabeza con resignación, al tiempo que se alejaba para conversar con sus amigas.
Marcus, al instante, fue rodeado por sus amigos. Miró sus rostros jocosos de soslayo, mientras sus
ojos no se apartaban de Sarah.
―Tendré que daros la razón ―masculló entre dientes―, esa modista vale su peso en oro.
―Pues todavía no has visto nada ―murmuró Callen socarrón, arrancando risitas en los otros
caballeros.
Marcus frunció el ceño con suspicacia. ¿No se estaría refiriendo al camisón que utilizaría su esposa
esa noche? Meneó la cabeza descartando tal pensamiento. No, ni siquiera Callen era capaz de ser tan
poco caballeroso refiriéndose a algo tan privado. Lanzó una mirada recelosa a los rostros de los
cinco, que lo miraban con expresiones extrañamente satisfechas. Decidió no preguntar, no se fiaba
un pelo de las contestaciones que recibiría.
Durante el desayuno, Sarah miraba divertida, de vez en cuando, a su reciente esposo. Marcus no
cesaba de sacar el reloj de bolsillo, comprobar la hora y suspirar con impaciencia. Si tenía que ser
sincera, ella estaba tan deseosa como él de comenzar su vida en común, así que, dispuesta a no
provocar más agonía en su desesperado marido, se giró hacia Frances, sentada a su lado.
―Creo que subiré a cambiarme ―susurró―, si posponemos más la salida, creo que a Marcus le
dará una apoplejía.
Frances abrió los ojos como platos.
―¡No! ―exclamó, atrayendo la atención de Shelby, que la miró inquisitiva e inclinó el cuerpo hacia
ellas.
Sarah dio un respingo al escuchar a su amiga.
―¿Crees que resultaría indecoroso que nos marchásemos tan pronto? ―inquirió desconcertada.
―¡¿Qué?! No, claro que no ―repuso Frances―, es lógico que estéis impacientes por marcharos.
Sarah la miró enarcando una ceja.
―Me refería a que no puedes cambiarte de ropa ―aclaró.
―Pero el vestido se arrugará ―insistió Sarah―. No está hecho para un viaje, aunque sea uno corto.
Frances lanzó una mirada de súplica a Shelby, que tomó cartas en el asunto.
―Sarah, es tu vestido de novia, te aseguro que Marcus no se fijará en si tiene alguna arruguilla por
aquí o por allá. ―Sonrió ladina―. No cuando comience a quitártelo.
Sarah la miró confusa hasta que recordó el diseño del vestido. Ruborizándose violentamente, se
mordió el labio inferior.
―¿No resultará indecoroso que vea que debajo no…? ―Aunque se había mostrado aquella noche
ante Marcus completamente desnuda, en aquel momento el miedo a perderlo a causa de la
imprudente decisión de su hermano había disuelto todo el pudor que podría sentir, pero en estos
momentos sí que se sentía como una doncella virginal.
Frances colocó su mano sobre la de ella, dándole un cariñoso apretón.
―En lo último que pensará Marcus esta noche será en el decoro, te lo puedo garantizar. En
cuanto comience a ayudarte a desvestirte, estará encantado de que el diseño del vestido no se ajuste
para nada a la recatada vestimenta de una doncella ―señaló ante la mirada cómplice de Shelby.
―Es tu noche de bodas, cariño ―intervino la duquesa, al tiempo que sonreía maliciosa―. Cuando
nos relataste tu plan para evitar el duelo no recuerdo haberte visto tan azorada.
Sarah soltó una risilla.
―No tenía tiempo para pensar en sentir vergüenza. ―Las observó con cariño―. Gracias
―musitó―, después de lo de mi madre… Bueno, habéis sido tan amables conmigo brindándome
vuestra amistad…
Shelby se encogió de hombros.
―Jenna nos advirtió que había mucho más bajo ese silencio y recato tuyo. Tú no tienes nada que
ver con la difunta víbora. ―Estiró el cuello para ver a Marcus consultar por enésima vez el reloj―.
Ahora, por Dios, coge a tu impaciente marido y largaos, creo que Gabriel está a punto de hacerle
tragar el maldito reloj.
Efectivamente, Gabriel, sentado al lado de Marcus, cerraba los ojos con resignación cada vez que
escuchaba el sonido de la tapa al abrirse y cerrarse, que era cada pocos minutos, hasta que, llegado
un momento, le susurró irritado.
―Si te vuelvo a ver sacar ese condenado reloj, te juro que acabará en la ponchera, y me importará
una mierda si es una herencia de familia o te lo has comprado hace dos días. Por todos los
demonios, coge a tu esposa y lárgate.
Marcus notó el calor subir por su cuello. ¿Había sido tan evidente su impaciencia? Bueno,
teniendo en cuenta que no cesaba de consultar la hora, al parecer sí. Miró a su esposa, que en ese
instante lo observaba. Sarah sonrió pícara y Marcus ya no esperó más. Se levantó, separó la silla de
su mujer y, tomándola de la mano, se dirigió hacia la puerta, al tiempo que por encima del hombro
se despedía de sus invitados y familiares.
―Nos vamos ―exclamó―. Nos veremos en Londres… más o menos en quince días. ―Sarah, con
el rostro del color de las cerezas al escuchar las risas, pero igualmente impaciente, siguió a su marido,
lo cual era un eufemismo, ya que Marcus la arrastraba como si se hubiese declarado fuego en la
habitación.
k Capítulo 22 l
MARCUS se contuvo a duras penas durante el trayecto en el carruaje. Aunque Sarah ya no era
doncella, temía incomodarla si, siguiendo sus deseos, la sentaba en su regazo y daba rienda suelta a
su hambre por ella. Sarah lo observaba de reojo, preguntándose a qué se debía la tensión que notaba
en él. ¿Tantas prisas por salir de Clarke Hall y ni siquiera había tomado su mano en el interior del
carruaje? Sin embargo, la tensión de Marcus desapareció milagrosamente cuando se detuvieron
delante de las puertas de Warrington House.
Marcus saltó del carruaje y, tras ayudar a Sarah, se dirigió hacia la puerta que mantenía abierta
Rogers.
―Milord ―saludó el mayordomo mientras se inclinaba respetuoso―. Bienvenida, lady Millard, el
personal al completo espera que se sienta a gusto en su nueva casa.
―Gracias, Rogers ―repuso Sarah.
―Rogers, la vizcondesa y yo cenaremos en mis aposentos ―advirtió Marcus―. Que en una hora
nos envíen un baño y, tras él, la cena. Mañana será presentado el servicio. Avise a Fitz y a la doncella
de mi esposa de que no se les necesitará por hoy.
―Como desee, milord.
Marcus subió las escaleras con Sarah tomada de su mano. Al llegar a la puerta de su alcoba, sonrió
ladino al tiempo que la tomaba en brazos. Sarah, tomada por sorpresa, jadeó mientras se aferraba a
su cuello.
―¡Marcus!
―He oído que la costumbre es tomar en brazos a la novia para traspasar el umbral de su nueva
casa ―susurró él―, y me temo que tu nueva casa se limitará, durante unos días, a mi dormitorio, así
que…
Mientras Sarah escondía el rostro en el hueco del cuello de Marcus, este abrió la puerta como
pudo y, tras entrar, la cerró de una patada. Con delicadeza, bajó a Sarah sin separarla de su cuerpo.
Los brazos de ella todavía aferraban su cuello y Marcus aprovechó para bajar la cabeza y besarla con
todo el anhelo que había contenido durante el viaje.
Sarah estaba feliz, las palabras de sus amigas habían resultado ciertas: si Marcus no deseaba la
presencia de su doncella ni de su valet, significaba que no habría nada indecoroso en que él mismo…
Pensando en la sorpresa de su marido cuando la despojase del vestido, y excitada por ello,
correspondió apasionada al beso de Marcus.
Este gimió al notar la respuesta de Sarah. Aunque durante el tiempo que había pasado con ella
aquella noche había notado que, gracias a Dios, ella no tenía nada de mojigata, esa noche
compartirían todavía más intimidad, y su respuesta al beso demostraba que se mostraría igual de
desinhibida y apasionada que aquella maravillosa noche.
Se separaron jadeantes, y mientras Marcus apoyaba la frente contra la de Sarah, susurró con voz
ronca.
―¿Te he dicho ya que te amo?
Sarah ladeó la cabeza fingiendo recordar.
―Me temo que no ―murmuró falsamente contrita.
Marcus esbozó una torcida sonrisa mientras sus manos recorrían la espalda femenina.
―Oh, entonces tendré que poner remedio a semejante descuido. ―Subió una mano hacia la nuca
de Sarah, al tiempo que sus dedos comenzaban a soltar las horquillas que sujetaban el elaborado
peinado, mientras musitaba.
―Estoy loco por ti, mi pequeño cervatillo, creo que desde que, en aquel baile, me ordenaste que
no volviese a bailar contigo.
Sarah, mientras sus dedos se enroscaban en el largo cabello de su marido, sonrió.
―No era una orden, solo te lo pedí cortésmente.
Marcus enarcó una ceja.
―Sonó como un mandato, muy cortés, eso sí. En ese momento me pregunté quién eras en
realidad.
Mientras hablaba, Marcus había soltado el cabello de Sarah, que le llegaba hasta la mitad de la
espalda. Enredó sus dedos en él y la acercó para volver a besarla. No se cansaría nunca de sus labios.
Se enzarzaron en un baile de lenguas, caricias y pequeños mordiscos hasta que, tras llevar el cabello
de ella hacia uno de los hombros, los dedos de Marcus comenzaron a soltar los botones del vestido.
¿Botones? ¿Dónde estaban los condenados botones? ¿Cómo demonios le sacaría ese condenado
pero exquisito vestido? Renuente, rompió el beso y, al tiempo que mascullaba alguna que otra
maldición, la giró con suavidad.
Sarah esperaba expectante la reacción de su marido, que observaba la espalda del vestido con
concentración, como si fuese un rompecabezas. Por Dios, había desnudado a más mujeres de las que
podía recordar, tenía que ser capaz de hacerlo con su propia esposa, ¿no? Metió un dedo entre el
vestido y la sedosa piel de su mujer y, ahogando un gemido, tanteó hasta que encontró la fila de
botones exquisitamente disimulados.
Concentrado en la tarea, no se percató de nada hasta que casi todos los botones estaban sueltos y
lo único que había debajo era la piel desnuda de Sarah.
―¡Joder! ―espetó desconcertado.
―¡Marcus!
―Oh, disculpa mi lenguaje, pero… ―De repente recordó los comentarios y las risitas de sus
amigos―. ¡Malditos descerebrados!
―¡Marcus! ―exclamó Sarah, más divertida que molesta por el lenguaje, más propio de un
estibador, de su marido.
―¡Podían haberme avisado, casi me da un infarto! ―exclamó mientras abría el vestido con
delicadeza y solo veía piel y más piel―. ¡Estás desnuda, por todos los demonios!
Sarah giró el rostro un poco para ver la expresión estupefacta de Marcus.
―¿Hubieras deseado que tus amigos te advirtieran de que encontrarías a tu esposa desnuda bajo el
vestido?
―¡Por supuesto que no! ―ladró escandalizado―. Pero alguna pista… Aunque, bien pensado, si me
hubiese imaginado…, me temo que no hubiese sido muy decoroso que te arrastrase a tu habitación
en pleno desayuno de bodas ―masculló.
La giró hacia él. Sarah sujetaba con una mano el cuerpo del vestido contra su pecho. Marcus
sonrió al tiempo que tomaba su mano permitiendo que el vestido resbalase formando un charco de
tul y encaje en el suelo. Su mirada recorrió el cuerpo completamente desnudo de su esposa, mientras
ella se sonrojaba ante el escrutinio.
―Lo cierto es que concuerdo con ellos en que esa modista merece un monumento en Hyde Park
―susurró con la voz ronca de deseo. La tomó en brazos para sacarla del vestido y depositarla con
suavidad en la cama, mientras él, de pie, se despojaba con rapidez de sus ropas.
Sarah lo observaba fascinada. Aquella noche no había tenido tiempo de disfrutar del perfecto
cuerpo de su marido en todo su esplendor. Marcus, al darse cuenta, sonrió ladino.
―Si deseas que vaya más despacio, para que puedas apreciar las vistas, no tienes más que decirlo
―murmuró al ver la apreciativa mirada de Sarah recorrer su cuerpo conforme se despojaba de la
ropa.
Sarah soltó una risilla nerviosa, que cesó en cuanto él se despojó de los pantalones.
―¡Santo Dios! ―exclamó al ver el miembro de su marido saludarla alegremente.
Marcus rio entre dientes.
―Cariño, me halaga que todavía te sorprenda, al fin y al cabo, ya lo has visto.
Sin quitar la vista del largo y abultado miembro, Sarah respondió azorada.
―Pero no así, con tanto… tanto…
―¿Detalle? ―ofreció gentilmente Marcus.
Sarah asintió varias veces, y mientras él esperaba paciente que su esposa saciase la curiosidad, las
palabras de ella le hicieron soltar una carcajada.
―Es precioso ―murmuró extasiada.
Marcus enarcó las cejas confuso. Había escuchado algún que otro comentario halagador, pero…
¿precioso? Soltó un respingo cuando un dedo de Sarah rozó tentativo su virilidad.
Sarah alzó la mirada hacia él.
―¿Te hice daño? ―susurró retirando la mano.
Marcus negó con la cabeza mientras tomaba su mano y rodeaba con ella su miembro.
―Al contrario, amor, toca todo lo que gustes, apréndete mi cuerpo como yo haré con el tuyo.
Se arrodilló en la cama mientras Sarah continuaba con sus caricias y con la otra mano recorría su
musculado pecho. Gimió cuando ella rozó con el pulgar la gota que brotó de la punta de su vara.
Apartó la mano mientras se tumbaba a su lado.
―Cariño, esto debe ser para los dos, y si continúas así, me temo que no aguantaré.
Las manos de Sarah subieron a su cuello para acercarla a ella, necesitaba besarlo, y mientras ella
atrapaba la boca de Marcus arrancando un ronco gemido masculino, las manos de él comenzaron a
vagar por el cuerpo de ella. Sarah se arqueó cuando una mano amasó su pecho para pellizcar con
suavidad su pezón, las sensaciones eran maravillosas, mucho más intensas que aquella noche. Pensó
que tal vez se debiera a que, en estos momentos, no había reticencias por parte de ninguno, ambos
se abandonaban a las sensaciones que les provocaba el cuerpo del otro. Marcus rompió el beso y sus
labios comenzaron a bajar mordisqueando y lamiendo su cuello y sus clavículas hasta llegar al otro
pecho. Cuando su boca abarcó el pezón y comenzó a succionar, Sarah pensó que se deshacía. Su
mano se desplazó hacia la rubia cabeza de su marido para apretarla contra ella, al tiempo que la
mano de Marcus se deslizaba por su vientre para posarse en el centro de su feminidad.
Separando los rizos, internó un dedo en su cavidad. Gimió de placer al notar la humedad, Sarah
era sumamente receptiva y ya estaba preparada para él. Su pulgar comenzó a rotar en el brote
endurecido, al principio con desesperante lentitud para frustración de ella pero, tras internar un
segundo dedo, la fricción comenzó a acelerarse. Sarah se retorcía contra la mano de Marcus,
deseando lo que su cuerpo ya sabía que sucedería. Su vientre se endureció y con un grito se deshizo
en la mano de su marido. Él no perdió el tiempo, mientras la besaba, tragándose los sollozantes
gemidos de ella, se situó entre sus piernas agradeciendo que esta no fuese su primera vez. Internó su
necesitado miembro mientras los espasmos de Sarah remitían. Comenzó a moverse entrando y
saliendo de ella con lentitud, hasta que su esposa alzó las piernas y enlazó las caderas, apretándolo
contra ella.
―Sarah… ―susurró con un gemido.
Ella se movía al compás y Marcus ya no pudo contenerse. Con un gruñido, sus movimientos se
hicieron más profundos y más rápidos. Su mano levantó la cadera de Sarah cambiando el ángulo, y
sonrió de satisfacción masculina cuando notó que ella volvía a tensarse. En el momento en que el
interior femenino se contrajo y apretó su miembro como si lo ordeñase, Marcus, con un gemido
ronco, se vertió en ella. Continuó moviéndose hasta que los espasmos de Sarah cesaron, y entonces
se dejó caer sobre los antebrazos enterrando su rostro en el cuello de ella.
El aliento de Marcus le hizo cosquillas en el cuello cuando susurró quedamente.
―Te amo, cervatillo. No tienes idea de cuánto.
Sarah acarició la mejilla de su marido.
―Yo también te amo, mi amor.
Marcus, todavía respirando agitadamente, se echó a un lado arrastrando con él el cuerpo de su
esposa. Mientras acariciaba lánguidamente su espalda, retiró los rizos, húmedos por el sudor, del
rostro de ella.
―Fui un idiota al no querer reconocer que lo que sentía por ti no era un tonto enamoramiento.
Siento haber provocado dudas y, con ellas, tu desconfianza. ―Giró su rostro para observarla con
atención―. ¿Sigues teniendo, aunque sea, la más mínima duda de que te amo?
Sarah alzó su rostro hacia él. Veía tanta vulnerabilidad en sus ojos que, si quedase alguna duda con
respecto a sus sentimientos hacia ella, cosa que no, en ese momento sus palabras y su anhelante
mirada las habrían disipado por completo.
―Ninguna, Marcus. Confío en ti con toda mi alma. En el fondo de mi corazón sabía que debías
sentir algo por mí, aunque no fueses capaz de reconocerlo ni siquiera a ti mismo. Eres demasiado
honorable como para comprometer a una dama si no sintieses nada por ella, y sé que habrías
encontrado otra manera de protegerme de mi madre sin necesidad de involucrarnos en un escándalo.
Él acarició su rostro con los nudillos.
―Tenía tanto miedo de que me rechazaras, te veía tan dispuesta a disfrutar de tu tan anhelada
libertad, que no encontré otro modo de conseguir hacerte mi esposa.
Sarah soltó una risilla, al tiempo que Marcus la miraba divertido.
―¿Qué te divierte tanto?
Sarah besó uno de los oscuros pezones de Marcus, que soltó un gemido, al tiempo que su
miembro comenzaba a rebullir.
―Lástima de Gretna, me hubiese gustado casarme delante de… ¿un yunque?
Marcus soltó una carcajada.
―Gracias a Dios que te vi bajo ese disfraz, mi audaz cervatillo. ―De un movimiento, la tumbó de
espaldas y se colocó sobre su cuerpo―. Si lo deseas, podemos callarnos que estamos casados y viajar
a Gretna. Me encantaría repetir mis votos delante de un herrero ―musitó mientras se acercaba a sus
labios―. Y tal vez, incluso podamos repetirlos en Irlanda y Gales. ―Las carcajadas de Sarah fueron
sofocadas con un ardiente y apasionado beso.
Durante dos días, y ante la desesperación de Fitz y Poppy, que vagaban por la zona de servicio
como almas en pena, Marcus y Sarah convirtieron los aposentos de él en su pequeña casa, hasta que
Sarah decidió advertir a su marido de que en algún momento debería conocer al servicio y que estos
comprobasen que tenían una nueva señora. Según sus propias palabras, Sarah dudaba de que el
servicio creyese que en verdad su señor se hubiese casado puesto que nadie, salvo Rogers, había
visto a la vizcondesa.
k Epílogo l
Dos meses después.

MARCUS paseaba aterrorizado por delante de la puerta de la alcoba donde el doctor Gastrell, llamado
con toda urgencia, examinaba a su esposa. Sarah llevaba un par de semanas cansada y ojerosa, y
Marcus temía que fuesen secuelas del maldito veneno. No le había comentado sus suposiciones a ella
para no asustarla, pero el miedo no le abandonaba.
De repente, la puerta de la alcoba se abrió y Gastrell, seguido de Poppy, salió de la habitación.
Marcus simplemente miró inquisitivo al médico. Este meneó la cabeza.
―Su esposa prefiere decirle ella misma el resultado de mi exploración, milord.
Al escucharlo, a Marcus casi se le doblan las rodillas y entró como una exhalación en el cuarto y,
pálido como una sábana, se sentó en el lecho. Ni se fijó en que Sarah no mostraba la palidez de los
días anteriores. Su mano temblorosa tomó la de ella.
―¿Q… qué ha dicho? ―preguntó en un susurro. Maldita sea, no podía desmoronarse delante de
ella.
―Estamos bien, amor. ―Sarah comenzó a inquietarse al ver el rostro descompuesto de su marido.
―Dios Santo…, gracias. ―Marcus lanzó sus manos para atrapar el cuerpo de su esposa, recostada
en las almohadas, y acercarlo a él. La abrazó con desesperación mientras un sollozo se le escapaba.
―Marcus, cariño ―murmuró ella asustada―, todo está bien. Es normal el cansancio.
Él, tras limpiarse las lágrimas a manotazos, la miró incrédulo.
―¿Normal? En todo el tiempo que te conozco jamás has estado tan cansada, de hecho, nunca has
mostrado cansancio alguno.
―Espera un momento… ―Marcus entrecerró los ojos―. ¿Quiénes estáis bien, acaso Poppy se ha
contagiado de lo que sea que tienes?
A Sarah se le escapó una risilla.
―Por Dios, espero que no. De hecho, no es contagioso.
El rostro de Marcus mostraba toda la confusión del mundo, y Sarah decidió aclararle lo que, a
causa de su miedo, no había entendido.
―Cariño, para ser inspector de policía, no estás mostrando mucha capacidad de deducción.
―Marcus enarcó las cejas―. Nosotros estamos bien ―aclaró ella mientras se acariciaba el vientre con
una mano.
Marcus se quedó paralizado. Su mirada vagaba del rostro de su esposa a su vientre.
―¿Un hijo? ―balbuceó mientras Sarah esbozaba una radiante sonrisa.
―¡Un hijo! ¡¿Nuestro?! ―exclamó mientras ella abría los ojos atónita―. Perdona, no sé ni lo que
digo, claro que nuestro, de quién iba a ser… ―La miró titubeante―. ¿Puedo abrazarte?
Sarah soltó una carcajada mientras, de un movimiento, se sentaba en el regazo de su marido.
―Con todas tus fuerzas ―musitó.
Mientras la abrazaba, Marcus susurró con voz ronca.
―Un hijo… ―La alejó un poco de su cuerpo para clavar la mirada en los preciosos ojos de
cervatillo de su esposa―. Gracias, mi amor.
Sarah sonrió con ternura.
―Lo hemos hecho los dos, cariño ―murmuró mientras la recorría un escalofrío de excitación al
ver la expresión de los ojos de su marido. Había tanto amor en ellos…
―Marcus…
―¿Sí? ―respondió sin apartar su mirada de los ojos de ella.
―¿Podríamos… felicitarnos mutuamente?
Marcus sonrió ladino.
―¿Qué tipo de felicitación sugiere, milady?
Sarah se incorporó un poco para sacarse el camisón, quedando completamente desnuda en el
regazo masculino.
―¿Esto te da una idea? ―murmuró mientras sus manos se enlazaban en el cuello de Marcus.
―Muchas, muchas ideas, cervatillo.
r
Mientras tanto, en la sede de Scotland Yard…
―Maldita sea, Michael, si te reclaman, debes ir ―exclamó Darrell exasperado―. Marcus ya está de
vuelta y puedes disponer del tiempo que te haga falta.
―Me da igual que me reclamen, no se me ha perdido nada en Irlanda ―repuso O’Heary irritado.
―Por Dios, Michael, es tu familia. Si te han llamado después de tantos años es porque eres
necesario allí ―insistió Darrell con frustración ante la terquedad del irlandés.
―No me han necesitado durante años, bien pueden pasar sin mí el resto de sus vidas ―repuso
Michael con indiferencia.
Estaban en el despacho de Darrell. Había recibido una misiva, dirigida a él, no a Michael, algo que
le sorprendió, solicitando la presencia de O’Heary en Irlanda. Suponía que se la habían enviado a él
porque, de haberla recibido Michael, la misiva hubiese ido directamente al fuego de la chimenea sin
abrir. La carta no explicaba mucho, solamente que era un asunto familiar de carácter grave.
Michael apoyaba las caderas en el marco del ventanal con actitud indolente. Darrell, suspiró.
―Vas a ir, Michael, elige cómo: o esposado y escoltado o por tu propia voluntad.
O’Heary bufó al tiempo que mascullaba maldiciones en irlandés.
―Saldré en la mañana ―ladró mientras se incorporaba y salía del despacho de su amigo y jefe.
Maldita sea, sabía que, si continuaba negándose, Darrell haría lo que había dicho. Viajaría a Irlanda
esposado como un delincuente. Bien, requerían su presencia: la tendrían, y que Dios se apiadase de
ellos.

Fin.
Notas

[←1]
El carbón activado o carbón vegetal ha sido reconocido por más de dos siglos como un absorbente efectivo de muchas
sustancias.

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