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Alan Silva

asilval.vdj@gmail.com

La historia antes del tiempo

(Kingdoms of Ereloth)

1. Las deidades primordiales

En los vastos y confusos preludios de la existencia, el mundo reposaba como una incomprensible
masa espesa, que confundía su materialidad con el abismo impalpable del vacío eterno. A la vez
que predominaba la nada, lo hacía también el todo, y asimismo lo hacían la luz y la oscuridad.

La memoria y la conciencia eventualmente eclosionaron al interior de esta inercia primigenia, que


se envolvía a sí misma desde hace tantas eras, que el tiempo en sí representaría el más absurdo
de los conceptos. Dicho despertar condujo al surgimiento del Kosmos, cubierto por la gracia del
fulgor, y del Caos, manifestado en su oscura esencia.

Estas entidades enfrentaron su poder contra los límites del gran abismo circundante, y tuvo
lugar una explosión que liberó infinitos fragmentos de toda clase a través del incipiente
universo, que fue colmado de astros y cuerpos de todos los tipos y tamaños.

Algunos de estos fragmentos se convirtieron en el firmamento, en el agua que cubrió la tierra y


en el terreno que logró sobreponerse a la expansión del agua. Florecieron así las plantas, las
montañas, los animales y toda la naturaleza bajo los contemplativos ojos de Kosmos y Caos.

Sin embargo, el nuevo mundo fue también cubierto por una maravilla insospechada, proveniente
de aquellos fragmentos que, durante la colosal explosión, habían recibido la bendición de la
energía desprendida por ambas fuerzas primordiales. Esta energía dio origen al espíritu con el
que surgieron los primeros pobladores de la tierra, quienes con el tiempo serían conocidos como
los Antiguos.

Los Antiguos se extendieron por toda la tierra y conformaron sus asentamientos, proporcionales
al gigantesco tamaño con que sus propios cuerpos se extendían hacia las alturas. Su inteligencia
y sabiduría se correspondían con la fuente divina de su existencia, por lo que se convirtieron en
los señores naturales del mundo terrenal.

Kosmos y Caos, complacidos con el devenir del universo, pero agotados por la extenuante lucha
que había dado paso a su liberación del gran abismo, decidieron retirarse hacia un extenso
letargo. La supervisión del mundo y la importante labor de la creación recayó entonces en sus
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herederos, descendientes de un poder inconmensurable y conocedores de todos los secretos de


la existencia.

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2. El surgimiento de los señores cósmicos

La luz y la oscuridad que definían la singularidad de ambos creadores fueron unidas para esculpir
en conjunto la esencia de los señores cósmicos, y así nació Valiar, el primero de su estirpe, que
fue nombrado Señor del Vacío y actuó como canalizador de la energía desprendida por sus
ascendientes.

Durante una extensa era fluyó a través de Valiar esta energía, semejante al polvo estelar que
navega el universo, y lentamente fue concentrándose hasta dar forma a un lago que reposó en lo
más alto de Vyda, el reino cósmico, fundado por el primero de los titanes para que acogiese a
los señores como un hogar imperecedero desde el cual descansar y apreciar la creación.

Cuando el lago estuvo repleto, Valiar continuó canalizando la energía primigenia que mantenía la
vitalidad del reino y presenció el surgimiento de sus hermanos. Los primeros en nacer estaban
destinados a la creación, y en consecuencia fueron imbuidos cada uno por el poder de un
elemento, ya que en su obra debía manifestarse el balance de la naturaleza.

Uaral recibió el espíritu del agua, mientras que Faenor recibió el espíritu de la tierra. Fyrian
recibió el espíritu del fuego y, por último, Valadir recibió el espíritu del aire. Estos fueron los
Titanes Elementales, bendecidos con la capacidad creadora de los primordiales.

Los segundos fueron congraciados con el dominio de los planos que componen la existencia, y
supervisaron todo cuanto sucedía en su dimensión correspondiente, de la cual conocían todos
los misterios.

La dimensión temporal fue confiada a Assir. Las propiedades del orden fueron encomendadas a
Maia. La memoria excelsa reposó en la mente de Virtihiel y Valagar se convirtió en señor del
plano de los muertos.

Antes de finalizar su periodo de creación, Caos había convencido a Kosmos de que sus
herederos podrían correr el riesgo de vincularse demasiado al devenir terrenal, y que por lo tanto
podría llegar el día en que renunciarían a la perfección frente a la aparición del ego. Para
respaldar la virtud divina de sus descendientes, decidieron dividir parte de sus energías en
entidades menos poderosas que éstos, pero mucho más numerosas. A su retiro, estas entidades
permanecerían como guardianas del plano primordial y supervisoras omnipotentes de la obra de
los titanes.

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El reino de Vyda quedó así poblado y los primordiales descansaron.

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3. La Creación

A pesar del intelecto y los profundos conocimientos fundamentales que poseían los Antiguos,
usualmente optaban por desatender los asuntos mundanos. Los Titanes entonces, en su
sabiduría, identificaron las principales actividades relacionadas a dichos asuntos y reiniciaron la
labor de la creación para dar lugar a los súbditos que asistirían a los Antiguos en todo cuanto
requiriesen.

La raza de los elfos fue la primera en emerger, y desde los ríos y los lagos caminaron para poblar
los bosques arcanos, dotándolos así de la magia que los caracterizaba, herencia de Uaral, que
empleó el magno poder del agua para dar origen a aquellos cuya erudición destacaría entre las
nacientes especies terrenales. En consecuencia, los elfos dispusieron su magia al servicio de los
Antiguos, quienes valoraron también la diplomacia y astucia que sus primeros súbditos
mostraban para el ámbito político.

Luego, desde las entrañas de la tierra, Faenor hizo despertar a la raza de los enanos, que
extendió sus dominios a través de las montañas y las cavernas más recónditas. Colosales
ciudades subterráneas fueron erigidas, y desde allí brotaron los habilidosos artesanos e
ingenieros que servirían a los Antiguos en las artes de la manufactura y el comercio.

Las nuevas razas se desarrollaron bajo el amparo de sus soberanos y Ereloth fue el acogedor
refugio de su progreso.

Cuando llegó el turno para Fyrian de moldear el fuego que daría lugar a la tercera raza en poblar
el continente, la temida arrogancia se levantó antes de lo esperado y encontró a su caudillo en
Valagar, quien siempre había sentido una profunda envidia frente a sus hermanos, consagrados
con la gracia creadora de la magia elemental. Mientras que anhelaba el poder de crear y formar la
belleza del mundo como hacían sus semejantes, Valagar consideraba que, en cambio, había sido
atado al plano de los muertos, sinónimo de destrucción y oscuridad, para burla de sus creadores
y de sus pares.

En secreto, el señor de los muertos conspiró contra sus hermanos y se escabulló para caminar
entre los guardianes. Quienes lo escucharon cayeron corrompidos ante sus dulces palabras de
poder y rebelión, seducidos fácilmente por el magnífico semblante de Valagar, y se convirtieron
en simpatizantes de su causa. Así, cuando se acercaba el momento en que Fyrian canalizaría la

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energía del fuego para dar origen a su creación, Valagar declaró la guerra y su ejército arrasó el
reino cósmico.

El insospechado conflicto tomó por sorpresa a los señores y Valagar no tardó en reducir a
Fyrian, a quien arrebató la esencia del fuego para empuñar la deseada fuerza creadora que estaba
remeciendo el mundo, y que incendió durante mucho tiempo el firmamento ante los temerosos
ojos de los Antiguos y de sus súbditos. Sin demora, el autoproclamado señor del fuego engañó a
Valiar para abrirse paso hacia la cumbre de Vyda, y en el Lago Eterno, en medio de la batalla,
contempló la consecución de su ambición más profunda.

Así nació la raza de los orcos, maestros de la guerra, con la llama del fuego poderoso en su
interior, y nada tenían que envidiar a los elfos pues la creación de Valagar había resultado
inesperadamente bien. Esto otorgó al señor de los muertos y a sus ejércitos un renovado brío
para enfrentar la guerra celestial, y mientras la batalla recrudecía, los orcos despertaron en
Ereloth para poblar las costas y los campos, a la vez que las demás razas observaban con una
profunda sospecha.

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4. La derrota de Valagar y la división del fuego

A pesar de la tenacidad con que Valagar y sus fuerzas enfrentaron el poder de los señores
cósmicos, éstos últimos lograron contener la rebelión y el ladrón del fuego cayó prisionero,
abandonado por sus arrepentidos prosélitos, que fueron perdonados gracias a la benevolencia de
sus adversarios divinos. Sin embargo, antes de ser capturado, en el clímax de la contienda, el
insurrecto caudillo resolvió improvisadamente la manera de evitar que la esencia del fuego
regresase a su portador original y, en un acto desesperado, dividió el elemento en varias partes
que fueron arrojadas hacia la tierra, mientras que un pequeño fragmento del elemento
permaneció vinculado a su espíritu.

Como respuesta al alzamiento, los señores acordaron desterrar a Valagar del reino de Vyda y
encadenarlo bajo el mundo mismo, para que padeciese indefinidamente la vergüenza de su
arrogancia y pesara sobre él la tierra que había buscado corromper.

Por otra parte, en la tierra, sus habitantes habían sido remecidos por extraños eventos que, sin
saberlo, se correspondían con los acontecimientos divinos atribuibles a la Guerra del Fuego. El
más importante fue el descenso de las Llamas Empíreas, lanzadas por Valagar, que una noche
recorrieron extraordinariamente los cielos hasta impactar los suelos de Ereloth.

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5. La corrupción de los Antiguos

Los Antiguos repararon rápidamente en este fenómeno y, ante la curiosidad, algunos partieron
en su búsqueda. Cuatro fueron aquellos gigantes que consiguieron dar con los fragmentos del
fuego supremo, suceso que alteraría para siempre el destino del mundo, pues la voluntad de
Valagar seguía operando a pesar de su condena.

Ubicados en diferentes regiones del mundo, los cuatro Antiguos fueron inmediatamente
corrompidos por el poder de la Llama, que sembró la locura en sus mentes y el deseo en sus
corazones. Aunque de almas incorruptibles, la esencia de un señor cósmico no podía ser
repelida por entes menores, y menos todavía la perversa esencia del señor de los muertos.

Inconscientemente, los Antiguos juraron lealtad a Valagar y emprendieron el regreso hacia sus
reinos. Poco a poco, la Llama fue extendiendo su veneno a través de los nuevos servidores,
quienes doblegaron la voluntad de todo aquél que aceptó escuchar la ponzoña contenida en sus
palabras. De este modo, el mundo comenzó a padecer los malestares que pronto se convertirían
en cuna de la conflagración y la tiranía, y tanto elfos como enanos fueron igualmente arrastrados
hacia la terrible vorágine de caos que estaba por acaecer.

Vafaldin, uno de los cuatro espíritus corrompidos, que reinaba un extenso territorio en el norte,
abrió las puertas de sus dominios a la raza de los orcos, motivado por un amor repentino hacia la
creación de Valagar. Tarvadin siguió su ejemplo y otro reino, esta vez hacia el noroeste, surgió
como impensado refugio para las repudiadas criaturas de la guerra. Dandabir, que recientemente
había ascendido al trono cuando conspiró contra su rey en el sur, no fue la excepción a la
decisión de sus semejantes, y tampoco lo fue Valfatar, un devoto de los dioses que convenció a
su rey de actuar en la misma dirección.

Los orcos, que hasta entonces vivían excluidos del mundo y cuyo acercamiento a las sociedades
de los Antiguos y sus siervos había apuntado casi únicamente hacia los saqueos y las incursiones,
tenían ahora la potestad de asentarse al interior de los reinos y servir a los gigantes en las artes de
la guerra, que serían útiles de cara a los oscuros tiempos que estaban comenzando.

A pesar de que cada raza había colonizado diferentes territorios en los que convivían sólo con
miembros de su propia estirpe, una importante fracción de estás vivía también dentro de las
monumentales ciudades que gobernaban los Antiguos, debido fundamentalmente a las
ocupaciones relacionadas con el trabajo que demandaban dichos soberanos. Con el ingreso de
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los orcos, sin embargo, la incompatibilidad cultural comenzó a instaurar un clima de violencia
que supuso el preámbulo de diversas revueltas y conflictos civiles que acabó por sumergir a
Ereloth en una guerra total.

El mundo estaba nuevamente a merced del odio y la muerte.

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6. Urud Vhal

Desde cada rincón del mundo los ejércitos fueron movilizados, algunos para combatir por la
conquista y la erradicación, otros por la resistencia y la supervivencia. Alianzas nacieron y reinos
cayeron, mientras los señores cósmicos apreciaban con decepción que los actos de Valagar
habían triunfado, a pesar de su derrota final.

Ya no eran sólo cuatro los Antiguos que marchaban con el corazón envilecido para invadir y
someter a sus enemigos, si no que muchos otros habían sido engañados para respaldar la oscura
causa de los tiranos. A su servicio, las huestes de orcos que avanzaban bajo el amparo de las
Llamas Empíreas engrosaban en menor medida sus filas con elfos y enanos corrompidos,
quienes reforzaban la ofensiva a través de la magia, la arquería y el sabotaje.

Por otra parte, y sin bajar las armas, aquellos que se mantenían firmes frente a la calamidad
rezaban enérgicamente a los grandes señores por su ayuda, pues la inquebrantable voluntad no
lograba sobreponerse al poder de las Llamas, que habían conferido facultades inimaginables a
sus portadores. Finalmente, los señores cósmicos decidieron actuar y los guardianes fueron
enviados a la tierra para contener la corrupción desatada, con el objetivo final de eliminar a los
precursores de la ruina.

Con el descenso de los guardianes la guerra recrudeció. El exterminio cabalgó por toda la tierra,
pero la tregua no era posible en consideración de la locura que comandaba la embestida de los
agresores. Las huestes orcas sufrieron importantes bajas, y muchos gigantes perecieron bajo la
nueva cruzada divina que se instalaba en Ereloth. Esto obligó a los cuatro Antiguos a replantear
la guerra y decidieron coordinar sus fuerzas, que hasta entonces se encontraban dispersas en
diversos frentes.

En consecuencia, fue erigida la ciudadela de Urud Vhal, donde los tiranos se reunieron para
proteger las Llamas Empíreas y, en conjunto con sus lacayos, intentar recomponer el fuego
único, que sólo podía volver a su forma original una vez que fuese devuelto a Valagar. Por ello,
mientras los comandantes trasladaban las órdenes de sus maestros al campo de batalla, los más
poderosos hechiceros luchaban por desentrañar los secretos de las llamas al interior de las
impenetrables murallas.

El simple hecho de que las esferas flamígeras estuviesen cerca las unas de las otras, provocaba

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una reacción destructiva que los hechiceros habían aprendido a controlar. Debido a esta
singularidad, un temible campo de fuerza actuaba sobre la fortaleza y, a su vez, ejercía como un
medio defensivo que extinguía la vida de quienes, sin estar preparados, se atrevían a cruzarlo. No
obstante, aunque en el proceso sufrieran un daño considerable, esta barrera no lograba impedir
la transgresión de los guardianes, que comenzaron a asaltar activamente la ciudadela.

Los señores de Urud Vhal veían como un objetivo trascendental el éxito en la conjunción de las
Llamas, pues estaban convencidos de que enlazar el poder elemental representaba el secreto de
la victoria; aun así, incluso el ladrón del fuego, desde su prisión, podía sentir cómo los ejércitos
corruptos se replegaban a la par que tambaleaban los muros tras los que permanecían protegidas
las esferas.

De repente, durante la confusión y el frenesí de la batalla, la tierra se iluminó y la guerra terminó.

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7. El Gran Cataclismo

Las espadas dejaron de chocar, los gigantes dejaron de levantarse imponentes hacia los cielos y,
en un abrir y cerrar de ojos, el polvo recubrió toda la superficie, sólo para dar paso al sepulcral
silencio que reinó sobre el viejo mundo.

La explosión que surgió desde los intestinos de Urud Vhal consumió tan rápidamente el
continente, que ni siquiera los Antiguos alcanzaron a percibir la catástrofe. Sólo los señores
cósmicos fueron capaces de discernir el cruel destino que se había posicionado de manera
implacable sobre la creación.

Los hechiceros élficos que intentaban enlazar las esferas habían conseguido el propósito
encomendado por sus maestros, pero eran desconocedores de la auténtica energía comprendida
en las Llamas, que formaban parte de un elemento creador con la capacidad intrínseca de
destruir. Por ello, al ser unidas en ausencia de un ente que tuviese la potestad de canalizarlas, las
Llamas Empíreas abrasaron todo a su paso, hasta los mares y más allá de éstos. Casi como parte
de una danza devastadora, los movimientos terrestres sobrevinieron al fuego y dividieron
espectacularmente la tierra, dando origen a diferentes continentes y archipiélagos bajo los cuales
quedó contenida la ardiente energía que alguna vez correspondió a Fyrian, el desdichado señor
del fuego original, y que ahora daba forma al núcleo del inframundo, en donde Valagar había
sufrido la reclusión.

Producto del cataclismo, el señor de los muertos había sido liberado de sus cadenas terrenales y
vagaba por los territorios plagados de muerte y ceniza. En soledad, contemplaba con profunda
tristeza el desafortunado resultado de los acontecimientos, pues él amaba la creación, y todo
cuanto había hecho estaba motivado por el deseo de crear. Pese a ello, sus acciones
representaban la fatal arrogancia con que había desafiado el orden de las cosas, y aunque sus
motivaciones más íntimas podían ser comprensibles e incluso sensibles, seguían vinculándose a
la soberbia y la autocompasión, sentimientos indignos de un ser divino.

Debido a estos errores, las razas corrompidas sufrieron la erradicación y, aunque Valagar no lo
sabía aún, ya que su omnipotencia se encontraba mermada por el destierro, Fyrian había ofrecido
su inmortalidad para proteger del desastre a los hijos de Uaral y Faenor. Así, durante el
cataclismo, súbito para los seres terrenales pero un extendido instante para los señores
cósmicos, los elfos y los enanos fueron trasladados por su salvador hacia las Tierras Ulteriores,
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que se alzaban hermosas e impolutas al otro lado de los más distantes océanos.

Sin embargo, en el fracturado continente no quedaba rastro de belleza; había sido reemplazada
por las ruinas, por los cadáveres calcinados, por los espíritus malditos recorriendo
dolorosamente su cárcel material frente a quien había sido su maestro en vida, atormentándolo y
mermando su voluntad.

Apesadumbrado por la muerte de sus orcos y el acoso de sus extintos servidores, Valagar
finalmente levantó los ojos y comprendió el panorama que se extendía ante él, invitándolo a
sentirse dueño de este mundo decadente para retomar la labor de la creación y poblarlo
nuevamente, pues poseía todavía un fragmento del fuego dentro de sí.

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8. La Edad del Polvo

Entusiasmado, aunque contrariado al ser consciente de que sus condiciones para crear habían
cambiado sustancialmente, Valagar emprendió su autoencomendada misión de engendrar una
nueva estirpe de seres que habitaran y diesen forma a los reinos de Ereloth. Pese a la voluntad y
la perseverancia destinada a la tarea, los intentos fallaron uno tras otro; ninguno conseguía
igualar la excelencia con que los primeros orcos habían plagado la tierra, de una inteligencia y
una cultura que, con el tiempo, podría haber rivalizado con la de los elfos.

Aun así, la frustración y el desengaño demoraron tanto en sepultar las intenciones de Valagar,
que alcanzaron a propagarse numerosas e indescriptibles deformidades antes de que decidiese
admitir su fracaso. Toda clase de orcos, ogros, trolls y trasgos conformaron la multitud de
bestias desagradables que atestaron Ereloth durante la Edad del Polvo.

Puesto que el intelecto colectivo de estas razas no alcanzaba la complejidad necesaria como para
constituir sociedades sofisticadas, solían agruparse en campamentos de una finura no mucho
mayor a la de los cubiles más primitivos. En cualquier caso, no pasó mucho tiempo antes de que
dichas razas se viesen enfrentadas entre sí, y con la predominancia de los orcos, las demás
criaturas buscaron otros medios que habitar, de modo tal que se replegaron hacia las áridas
montañas, las cavernas y las profundidades subterráneas, lugares que convirtieron en sus
moradas por el resto de los días.

Fue dentro de este contexto, en medio de la decepción, que Valagar se acercó finalmente al
plano de los muertos, para interactuar con aquellos que, en otra época, habían servido como
hechiceros a la causa de los Antiguos corruptos, motivo por el que ahora rondaban
espectralmente los campos estériles que en el pasado los habían visto combatir.

Valagar se apiadó de su destino, que se enlazaba con sus propias intenciones, y les regaló una
forma física a través de la cual abandonar el plano etéreo que torturaba su existencia. Los
descendientes traidores de Uaral se encontraban complacidos por su retorno a la vida material y
juraron lealtad a su señor.

Algunos hechiceros destacaron entre los suyos y hubo aquellos que llegaron hasta los pueblos
orcos para convertirse en sus maestros. Sin embargo, su verdadero cometido fue ligado por
Valagar a la restauración de su propio poder, quien sentía una necesidad inexorable de

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sobreponerse a la vergüenza con que los otros señores cósmicos lo habían castigado, y que había
alcanzado su cenit con la miserable creación a la que había dado lugar en última instancia.

Uno de los métodos más efectivos que emplearon los hechiceros para recomponer parcialmente
la suprema energía de su amo, fue el de buscar a aquellos guardianes que, de alguna forma, no
habían logrado escapar de Ereloth luego de la guerra terrenal que dio lugar al Gran Cataclismo.
Una gran parte de estos seres fue capturada y sufrieron la sustracción de su esencia divina, la
cual fue traspasada a Valagar, quien poco a poco volvió a percibir el vigor de días pasados.

Los guardianes caídos fueron corrompidos debido a este suceso y en su espíritu perverso se
manifestó la demoniaca esencia del señor de los muertos. A pesar de que su renovado poder no
lograba igualar al que poseyera antes de la división del fuego, sentía una gran energía y una
peligrosa seguridad que parecía estar al borde de desembocar en un nuevo conflicto, pues
consideraba que se encontraba preparado para ejecutar las represalias que tanto deseaba.

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9. Asalto a Vyda

Aun cuando el ejército de nigromantes y demonios se cuadraba detrás de él, Valagar sabía que
necesitaba una fuerza desequilibrante que arrasara inesperadamente el reino cósmico. Así, el
caudillo decidió renunciar

al fragmento del fuego que guardaba para sí y emplearlo íntegramente en dar vida a los dragones
que sobrevolaron terriblemente el territorio divino durante la batalla final.

A diferencia de las bestias engendradas durante la Edad del Polvo, los dragones fueron una
especie exigua, bendecida directamente con el poder elemental del fuego divino, por lo que bajo
la perfidia de Valagar contenían también parte de la esencia de Fyrian. Por ello, una extraña
dualidad caracterizaba el corazón de estos seres excelsos, recubierto por una malignidad que
danzaba a la par con la virtud y la pureza.

Estas criaturas aladas coronaron el diverso ejército que compondría el último embate de
Valagar, con el que buscaba conquistar el reino cósmico para recuperar su poder divino y
reivindicar las convicciones que lo habían llevado hasta ese punto.

De manera similar a como sucedió en tiempos de los Antiguos, cuando los cielos ardieron a raíz
de la insurrección del señor de los muertos, los días volvieron a oscurecerse y el firmamento
derramó sus lágrimas por entre los rayos que dramáticamente lo iluminaban, mientras que todas
las criaturas vivas, incluidas las bestias y las abominaciones, experimentaban por igual el asombro
y el pavor.

Las huestes de Valagar invadieron el reino y los palacios que habitaban los señores sufrieron un
sitio que derivó vertiginosamente en la destrucción y el aniquilamiento. La feroz batalla perduró
más tiempo que el que cualquier vida mortal podría recordar, lo que sumió al mundo en las
tinieblas y amenazó peligrosamente toda forma de existencia. Innumerables guardianes fueron
consumidos por la guerra mientras enfrentaban el violento ataque de los demonios, apoyados
por los nigromantes que, favorecidos por su supremo maestro, habían logrado trascender el
plano inferior.

En el otro frente, los señores cósmicos aguantaban fieramente el asalto de los dragones. Ante el
desconcierto de Valagar, muchos de éstos fueron convertidos por sus magnos adversarios para
luchar contra la invasión, gracias a la pura esencia con que el fuego de Fyrian ardía en su interior.

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Estas dificultades no impidieron que el caudillo se mantuviese firme en su propósito de


acercarse al Lago Eterno, al cual se abrió paso bajo el amparo de sus bestias alígeras.

Valiar, el mayor de los señores, protegía el Lago Eterno como lo había hecho durante toda su
existencia, y asimismo continuaba canalizando la energía cósmica de sus creadores hacia el reino
y todo aquello que lo componía. Por ello, la transgresión de Valagar, que ya había tenido alguna
vez lugar en el pasado lejano, significó la más perversa de las profanaciones, al comandar un
asalto directo contra aquél que representaba un vínculo sagrado con la esencia de las deidades
primordiales.

El daño perpetrado a Valiar detuvo el tiempo, y por vez primera, Valagar conoció el
arrepentimiento, cuando comprobó que todo a su alrededor comenzaba a marchitarse y que el
lago divino se desvanecía irremediablemente. La imposible perfección del reino y el encanto
indescriptible que lo caracterizaba desapareció paulatinamente hasta que el gris predominó en el
inerte escenario del combate: el enlace con los primigenios creadores estaba roto.

Antes de que el titán rebelde pudiese reaccionar, Valiar dirigió contra él su energía, que nunca
antes había sido encauzada belicosamente, y lo redujo por completo a pesar de la resistencia que
logró exhibir al final del enfrentamiento. El Gran Abismo Circundante recibió el oscuro espíritu
de Valagar, y allí fue recluido definitivamente por el señor del Vacío, que destinó perpetuamente
su poder a la labor de contener la malignidad retenida, a partir de ese momento, en los rincones
intemporales del espacio.

La derrota de su líder espantó a los ejércitos malditos y, aquellos que no fueron también
absorbidos por Valiar, escaparon despavoridos hacia Ereloth. Los dragones fueron los últimos
en huir, pero habiendo perecido una abundante cantidad de ellos, sin contar a quienes fueron
transformados en aliados cósmicos, pocos consiguieron descender para refugiarse en los
continentes del plano inferior.

Aunque finalmente Valagar y sus fuerzas habían sido vencidas, el reino de Vyda estaba
devastado. Las deidades primordiales reposaban en la eternidad, lejos de sus herederos y
desconectadas del mundo del cual eran precursoras.

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10. El fin de la creación

Incluso desde las Tierras Ulteriores, las razas prístinas notaron el regreso de los demonios y
observaron atónitamente la llegada de los dragones, que reclamaron lejanos territorios para
conformar sus cubiles al margen de los despreciables moradores de Ereloth.

Mientras que la superficie estaba habitada por esta amplia amalgama de bestias, las cuales
recordaban vagamente a la idea de los primeros orcos, los demonios habían atravesado las
tierras intermedias para ocultarse directamente en el inframundo que alguna vez habitase el
señor de los muertos, pues temían la persecución de los señores cósmicos y el terrible destino al
que habían sido atados sus semejantes al final de la batalla.

En cuanto a los supremos hechiceros que participaron del asalto, la mayoría había desaparecido.
Algunos de los escasos sobrevivientes se refugiaron en fortalezas y guaridas subterráneas, en
cuyo interior dedicaron el resto de sus días al estudio de la nigromancia y las artes malditas,
amparados por las criaturas de Valagar.

Sin embargo, aquellos de mayor ambición siguieron a los demonios y se resguardaron junto a
ellos en los páramos ardientes y pestilentes que se extendían bajo el mundo, no con la intención
final de esconderse de sus enemigos, sino con el deseo de dominar a los entes demoniacos y
descifrar todos los secretos de la muerte.

La malignidad estaba acomodada en Ereloth y cada uno de sus elementos había encontrado su
lugar.

Los señores cósmicos comprendían que, ante la perversión de Valagar, el plano de los muertos
no tenía señor que lo rigiese. Esta realidad complicaba profundamente el orden de las cosas, ya
que la corrupción predominaba entre los espíritus de la tierra y la muerte había sido puesta a su
propio servicio por los magos oscuros.

Dicho panorama motivó a los primordiales descendientes a realizar las últimas de sus acciones
directas sobre el plano terrenal, antes de abandonar el reino de Vyda.

Una de las más importantes tareas fue ejecutada en primer lugar, la cual representaba el pilar
principal del renovado mundo que debía surgir. El inframundo fue sellado y nada ni nadie pudo
entrar o salir de él. La superficie quedó así desconectada del flujo imperecedero del mal durante

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tanto tiempo que Ereloth olvidó su existencia.

Luego, la tierra fue repoblada por aquellas especies que habían desaparecido a merced del Gran
Cataclismo. Animales de todas las índoles caminaron otra vez entre los bosques, los prados y las
montañas; otros reaparecieron sobrevolando los campos o desplazándose a través de las aguas.

Las últimas energías del Lago Eterno fueron empleadas por Valadir para dar forma al poder
elemental del aire, a través del cual nació la raza que concluyó al fin el periodo de creación, tan
interrumpido y dilatado por la vileza. De este modo, luego de eras enteras dedicadas a la
catástrofe y la decadencia, Ereloth fue poblado por los humanos.

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