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El hogar

Por: Natalia Moncada O.

-¡Los de Aguachica!
El estrepitoso anuncio del conductor del bus me despierta de un incómodo sueño
intermitente, las últimas 8 horas he estado cambiando de posición tratando de acomodarme,
sin éxito, en una silla que no fue diseñada para el descanso, aguantando las ganas de orinar
por no usar el baño del bus y sintiendo por momentos que se me iba a congelar la nariz y las
orejas con la baja temperatura a la que normalmente configuran el aire acondicionado, pero
sólo poner un pie fuera del vehículo, ya me doy golpes de pecho por las quejas acerca de la
sensación térmica; el bochorno que se siente en el aire me golpea el rostro, me libero
ansiosamente de mi chaqueta mientras espero el equipaje de bodega y tras recibirlo me
apresuro a tomar un taxi mientras me cuestiono cómo es posible que esté sudando si son las
6 de la mañana y llegué hace menos de 10 minutos.

Aguachica es la segunda ciudad del Cesar, hace poco más de una década las actividades
económicas más importantes solían ser el cultivo de algodón, arroz y la ganadería hasta que
en 2011 se inició la Ruta del Sol y un gran número de personas abandonaron sus trabajos para
unirse a la construcción de la Interconexión con la Troncal Central del Norte ya que era
trabajo fijo y mejor pago. La Ruta del Sol no solo trajo consigo un gran cambio en la economía
de la ciudad, sino que también llegó con la tala de múltiples árboles, algunos con cientos de
años de edad, para la realización de las obras que, una vez finalizadas, dejaron la ciudad con
una tasa de desempleo altísima y una temperatura varios grados por encima de lo habitual,
como si el clima ya no fuese suficientemente caliente.

Yo nací y viví aquí 19 años y nunca logré sentir eso que la gente llama hogar, aún hoy no
comprendo del todo mi desarraigo. Dejé esta tierra hace unos 6 años y aún vengo un par de
semanas dos o tres veces al año a visitar a mi mamá y a mis sobrinos. Mientras el taxista me
conduce hacia la casa donde solía vivir, observo el panorama casi como una vieja fotografía,
poco o nada a cambiado desde la última vez que estuve aquí y tengo la misma sensación
cada vez que vuelvo que me recuerda aquella frase de Mandela «No hay nada como volver a
un lugar que no ha cambiado, para darte cuenta cuánto has cambiado tú»

El terreno es tan plano como si tuviéramos playas y no, las calles pavimentadas con asfalto
son la peor pesadilla cuando, al medio día la temperatura puede llegar a los 40°. A un lado y
otro se ven las casas y locales comerciales de siempre, tal vez una nueva tienda de mascotas
o un nuevo restaurante cambia el panorama que dan esos pueblos olvidados a los que las
personas sólo van de paso a descansar en medio de su camino hacia o de vuelta de la costa
norte colombiana.

Al llegar a casa de mi madre, la señora Mercedes, me recibe con un abrazo apretado, algo
reciente para nosotras, empezamos a darnos muestras de afecto físico pocos años atrás.
Durante mi crianza la ví siempre como una mujer fuerte que rayaba en lo dura pero con el
tiempo y la distancia descubrí que solo es una coraza para protegerse del mundo, detrás de
todo eso, cuando por fin resolvimos nuestras diferencias y nos decidimos amar aceptandolas,
hallé a una mujer llena se una inmensa sensibilidad que ha tenido que luchar cada día para
poder seguir en píe protegiendo a su familia.
Ella es mucho más pequeña que yo, tanto que puedo besarle la corona de la cabeza
mientras la tengo entre mis brazos, si hay algo de este lugar que pueda llamar hogar, es ella,
nada se siente tan familiar y es la razón por la que sigo viajando 8 incómodas horas para venir
aquí.

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