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(1809)
Por Laura Ávila
Llegó el nuevo virrey y lo primero que hizo fue prohibir los baños en el río. Decía que
ofendían la moral. Los vecinos se quejaron: hacía mucho calor en Buenos Aires y las aguas del
río eran una fuente de frescura y diversión. Igualmente, los pobladores más rebeldes hubieran
protestado ante cualquier cosa que dijera Cisneros, el recién llegado. No lo querían porque
preferían a Liniers, el virrey antiguo que había defendido la ciudad contra los ingleses y ahora se
había retirado a pesar de que muchos hombres estaban dispuestos a mantenerlo en el poder,
El virrey Cisneros llegó a una solución salomónica con el asunto de los baños: sólo se podrían
tomar de noche, cuando la luz no mostrara las partes nobles de nadie. Además, mandó separar
a los bañistas: del lado sur de la playa de la Alameda se bañarían los hombres. Del lado norte,
las mujeres.
Esta medida no era necesaria, porque las chicas siempre se separaban para bañarse, pero el
virrey Cisneros no conocía las costumbres de las gentes del Plata. Feliciano Donoso nunca se
bañaba en el río, ni de día ni de noche, porque le daba vergüenza. Era un chico de 13 años,
callado, gordo y tímido. Su primo Blas estaba molesto, porque a él sí le gustaba lucirse nadando
bajo el sol, pero a Feliciano eso no le preocupaba. Toda su atención estaba concentrada en la
Esa chica era lindísima, y Feliciano hubiera dado lo que fuera por hablar dos segundos con
ella, aunque ni siquiera sabía su nombre de pila. Pero la menor de las Riglos tenía mucha plata
y era tan fina que hasta sus esclavas sabían leer y escribir. Tenía muchas hermanas y nunca
–Olvidate. Para hablar con ella tendrías que nacer de nuevo –le dijo su primo Blas.
Esa noche estaban los dos en la playa sur de la Alameda. En la playa norte un coche se
detenía bajo unos sauces y los chicos vieron descender a una negrita esclava sosteniendo una
luz. Enseguida, en orden de edad, fueron saltando a la playa las chicas de los Riglos, con las
unos chapoteos en la oscuridad les hicieron saber que habían llegado al agua.
–¡Cuídame la ropa, gordo! –gritó Blas revoleando la camisa. Se perdió río adentro con todo y
El muchacho quería volver a su casa, pero como no tenía lumbre no se animó. Los focos del
alumbrado público estaban rotos, o tan oscurecidos por el humo del sebo que usaban como
combustible, que las calles eran intransitables sin una buena luz.
Feliciano se fue acercando a tientas hacia la zona norte de la playa. La luz provenía del
Se puso tan nervioso que resbaló en el barro. La luz del coche se extinguió.
Feliciano sintió que se iba a desmayar. Las piernas le temblaban tanto que no intentó
levantarse.
–¿Está herido?
Feliciano no veía nada. La noche no tenía luna ni estrellas. Pero pensó que así como él no
podía ver a la chica de los Riglos, ella tampoco podría verlo a él. Eso lo hizo sentirse más
Feliciano notó la presencia de la chica junto a él. Se sentía feliz, pero también bastante aturdido.
Feliciano se quedó callado, tratando de adivinar qué tipo de obligaciones podía tener esa chica.
–No sé. La hermosura debería ser algo que no puede medirse con los ojos.
–¿Cómo dice?
–Digo que... Si el mundo fuera oscuro y calmo como esta noche, se podría apreciar mejor la
Feliciano pensó que tenía razón, y el corazón se le llenó de alegría. Se sacó su medalla de San
–Es una imagen del patrono de la ciudad –dijo él–. La ciudad más linda del mundo.
–¿A pesar de que las gentes sean sencillas, y que su única diversión sea un río?
–A pesar de todo.
Su primo vino unos minutos después, con el farol encendido, así que volvieron a casa.
El domingo siguiente, durante la misa, Feliciano se cruzó con la familia Riglos. Las chicas,
precedidas por la negrita que acomodó una pequeña alfombra para ellas, se arrodillaron en el
Feliciano se sentó lo más cerca que se atrevió de la menor de las Riglos y le sonrió, ofreciéndole
la mano.
Se sintió peor que los partidarios de Liniers, el antiguo virrey, que creían que ese hombre amaba
a la ciudad porque conocía el valor de sus habitantes, pero que no tuvo problemas en
Feliciano se quedó muy triste en la iglesia hasta que todos hubieron salido.
El muchacho ya se daba media vuelta para irse cuando oyó a sus espaldas una dulce voz, muy
conocida:
–Feliciano...
Feliciano giró y a la única que vio fue a la negrita de los Riglos terminando de doblar la alfombra.
Del cuello de la pequeña esclava colgaba su medalla de San Martín de Tours. La niña lo miró a
los ojos, muy hermosa en su sencillez del color del azabache, como una pequeña ciudad a punto
de ser descubierta.
Feliciano sintió una cosa muy grande en el pecho, un río tempestuoso mitad dolor, mitad alegría.
Ella le tapó los ojos con la mano, divertida, y le dijo con su vocecita, como continuando la charla
interrumpida en la Alameda:
FIN