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VASALLO Y SEÑOR
I. A y u d a y p r o t e c c ió n
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frecuencia, de hacer pasar estas estipulaciones, antes puramente tra
dicionales, al propio acuerdo. El juramento de fe, que se podía alar
gar a voluntad, se prestaba a su minucia mejor que las pocas palabras
con que se acompañaba el homenaje. De esta forma, la sumisión del
hombre fue reemplazada por un contrato prudentemente detallado. Por
un exceso de precaución, que nos dice mucho sobre la debilitación del
vínculo, el vasallo, de ordinario, no prometió sólo ayudar, sino que
también se comprometió a no perjudicar. En Flandes, desde princi
pios del .siglo xii, estas cláusulas negativas revestían suficiente impor
tancia para dar lugar a un acto aparte: la seguridad que, jurada des
pués de la fe, autorizaba al señor, en caso de incumplimiento, al
embargo de determinadas prendas. Como es natural, durante mucho
tiempo, las obligaciones positivas continuaron siendo las más impor
tantes.
Por definición, el deber primordial era la ayuda de guerra. El hom
bre de boca y de mano debe, en principio y ante todo servir en perso
na, a caballo y con su arnés completo. Sin embargo, raramente com
parece solo. Aderñás de sus propios vasallos, si los posee, que se
agruparán bajo su bandera, su comodidad, su prestigio y la costum
bre le obligan a hacerse seguir por uno o dos escuderos como mínimo.
Por el contrario, en su contingente, por lo general, no se incluyen sol
dados a pie. Su papel, en el combate, se juzga demasiado mediocre,
y la dificultad de alimentar masas humanas relativamente considera
bles es demasiado grande para que el jefe de un ejército desee otra cosa
que la chusma campesina, proporcionada por sus propias tierras o las
de las iglesias, délas que, oficialmente, se ha constituido en protector.
Con frecuencia, el vasallo es asimismo obligado a tener guarnición en
el castillo señorial, ya durante las hostilidades sólo, ya —pues una for
taleza no puede quedar sin guardia— en todo tiempo, por turno con
sus iguales. Cuando él mismo posee una casa fuerte, deberá abrirla
a su señor.
Poco a poco, las diferencias de rango y de poder, la formación de
tradiciones necesariamente divergentes, los acuerdos particulares, e in
cluso, los abusos transformados en derechos, introdujeron en estas obli
gaciones innumerables variantes. A fin de cuentas, esto fue casi siem
pre para aliviar su peso.
U n grave problema nacía de la jerarquización de los homenajes.
Al propio tiempo súbdito y señor, más de un vasallo disponía, a su
vez, de vasallos. El deber, que le mandaba ayudar a su señor con to
das sus fuerzas, parece que le debía obligar a presentarse en la hueste
señorial rodeado por todos sus dependientes. La costumbre, no obs
tante, le autorizó muy pronto a no llevar consigo más que una canti
dad de servidores fijada una vez por todas y muy inferior al número
de los que él podía utilizar en sus propias guerras. He aquí, por ejem
plo, hacia fines del siglo xi, al obispo de Bayeux. Más de un centenar
de caballeros le deben servicio de armas, pero sólo está obligado a pro
porcionar veinte al duque, su señor inmediato. Peor todavía: si es en
nombre del rey, del que Normandía es un feudo, que el duque reclama
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el s o c o r r o del prelado, la cifra, en este grado superior, se reduce a diez.
Esta progresiva reducción, hacia arriba, de la obligación militar —con
tra la que la monarquía de los Plantagenets se esforzó, sin éxito, en
luchar durante el siglo xii— fue, sin duda, una de las principales cau
sas de la ineficacia final del sistema de vasallaje, como medio de de
fensa o de conquista en manos de los poderes públicos.2
Los vasallos, grandes y pequeños, aspiraban ante todo a no ser re
tenidos en el servicio de manera indefinida. Para limitar la duración
de éste, ni las tradiciones del Estado carolingio, ni los usos primitivos
del vasallaje ofrecían precedentes directos: el vasallo, como el guerre
ro doméstico, quedaba bajo las armas tanto tiempo como su presen
cia parecía necesaria al rey, o al jefe. Por el contrario, los viejos dere
chos germánicos usaron con amplitud de una especie de plazo tipo,
fijado en cuarenta días o, como se decía más antiguamente, cuarenta
noches. No sólo regulaba múltiples actos de procedimiento. La legis
lación militar franca lo adoptó como límite del tiempo de reposo a
que tenían derecho los llamados a las armas entre dos convocatorias.
Esta cifra tradicional, que acudía naturalmente al espíritu, proporcio
nó, desde fines del siglo XI, la norma ordinaria de la obligación im
puesta a los vasallos. Una vez transcurrido el plazo, eran libres de vol
ver a sus casas, lo más a menudo para el resto del año. Con frecuencia,
se les veía quedarse en la hueste; algunas costumbres, incluso, busca
ban hacer de esta prolongación un deber. Pero, entonces, debían ser
pagados por el señor. El feudo, antaño salario del satélite armado, ha
bía dejado de cumplir su primera misión hasta tal punto, que era pre
ciso suplirla con otra remuneración.
El señor no se limitaba a llamar a sus vasallos sólo para el comba
te. En tiempo de paz, formaban su corte, que en fechas más o menos
regulares, coincidiendo de ordinario con las principales fiestas litúrgi
cas, convocaba con gran aparato: era al mismo tiempo tribunal, con
sejo que la moral política de la época imponía al señor en todas las
circunstancias graves, así como también servicio de honor.
Aparecer a los ojos de todos rodeado de gran número de depen
dientes; obtener de éstos, que, a veces, eran de rango elevado, el cum
plimiento público de aquellos gestos de deferencia —oficios de escu
dero, de copero, de servidor en la mesa— a los que una época sensible
a las cosas vistas concedía un alto valor de símbolo: ¿podía existir,
para un jefe, manifestación más ostentosa de su prestigio ni medio más
delicioso de tener conciencia de ello?
Los poemas épicos, que son uno de sus elementos familiares, han
exagerado ingenuamente el esplendor de estas cortes “plenarias mara
villosas y amplias”. Incluso aquellas en las que los reyes figuraban con
la corona en la cabeza, según los ritos, nos aparecen pintadas con co
lores demasiado lisonjeros. Y, con más razón, si lo que se evoca son
las modestas asambleas alrededor de los señores de mediana catego
2 H a s k i n s , [174], p. 15. — R o u n d , Fam ily Origins, 1930, p. 208; C h e w , [332]. —
G l e a s o n , A n ecclesiastical baron y o f the m id d le ages, 1936. — H . N a v e l , L'enquéte
d e 1133, 1935, p. 71.
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ría. Pero los textos más serios no nos permiten dudar sobre el hecho
de que en estas reuniones se trataban muy variados asuntos; que, en
ellas, el señor, por la costumbre y por el interés, distribuía a sus hom
bres los regalos de caballos, de armas y de vestidos que eran a la vez
la prenda de su fidelidad y el signo de su subordinación; y, por últi
mo, que la presencia de los vasallos —cada uno, como prescribía el
abad de Saint-Riquier, “cuidadosamente adornado, según su poder’?—
no dejó nunca de ser exigida con exactitud.
El conde, según dicen los Usatges de Barcelona, debe, cuando tie
ne reunida su corte, “administrar justicia...; ayudar a los oprimidos...;
y a la hora de las comidas, hacerlas anunciar a son de cuerno, para
que, nobles y no nobles, acudan a tomar parte; repartir vestiduras en
tre los magnates y séquito; regular la hueste, para llevar la devastación
a tierras de España, y crear nuevos caballeros”.
En un grado más bajo de la jerarquía social, un modesto caballero
de Picardía, declarándose, en 1210, hombre ligio del vidame de Amiens,
le prometía al mismo tiempo la ayuda de guerra durante seis semanas
y “venir, cuando me sea pedido, a la fiesta que hará el dicho vidame,
para quedarme en ella durante ocho días con mi mujer y a mis costas”.5
Este último ejemplo muestra, con muchos otros, cómo, al mismo
título que el servicio de hueste, el servicio de corte fue poco a poco
reglamentado y limitado. No quiere decir esto que la actitud de los
grupos de vasallos frente a las dos obligaciones fuese semejante en to
dos los aspectos. La hueste no era más que una carga. En cambio, la
asistencia a la corte comportaba algunas ventajas: prodigalidades se
ñoriales, comilonas gratuitas y, también, participación en los poderes
de mando. Por ello, los vasallos no la rehúyen. Hasta el fin de la era
feudal, estas asambleas, equilibrando en parte el alejamiento nacido
de la práctica del feudo, trabajaron para mantener entre el señor y sus
hombres el contacto personal, sin el cual se hace difícil el manteni
miento de cualquier vínculo humano.
La fe imponía al vasallo ayudar a su señor en todas las cosas. Des
de luego, con su espada y con su consejo; a lo que más tarde se aña
dió: con la bolsa también. Ninguna institución mejor que esta del apoyo
pecuniario revela la unidad profunda del sistema de dependencias so
bre el que estaba construida la sociedad feudal. Todos los que obede
cen —siervo, terrateniente, llamado libre, de un señorío; súbdito real,
vasallo, en fin— deben socorrer a su jefe o señor en sus necesidades.
Pues bien, ¿existe otra mayor que la falta de dinero? Los nombres de
la contribución que el señor, en caso de necesidad, estaba autorizado
a pedir a sus hombres, fueron semejantes, a lo menos en el Derecho
feudal' francés, en toda la gradación social. Se decía simplemente ayuda,
o también talla, expresión sacada del verbo tallar, literalmente, tomar
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le a uno un trozo de su sustancia, y, como consecuencia, tasarla/ Na
turalm ente a pesar de esta similitud en principio, la historia de la obli
gación siguió, según los medios sociales a los que se aplicaba, unas
líneas muy diferentes. Por el momento, sólo nos interesa la talla de
[os vasallos.
En sus principios, se entrevé una simple práctica de regalos, excep
cionales y más o menos benévolos. Ni Alemania ni la Italia lombarda
parecen haber pasado de este estadio: un pasaje significativo del Es
pejo de los Sajones pone aún en escena al vasallo “cuando entrega
al señor sus regalos”. En estos países, la relación de vasallaje no tenía
suficiente fuerza para que, una vez cumplidos los servicios primordia
les, el señor deseoso de un socorro suplementario pudiese sustituir una
simple demanda por una orden. En el ámbito francés, la cosa ocurrió
de otra forma. Allí hacia los últimos años del siglo X I o los primeros
del X II —es decir, en el mismo momento en que, en otro plano social,
se extendió igualmente la talla de los humildes, en que la circulación
monetaria se hacía en todas partes más intensa y,'por consiguiente,
más urgentes las necesidades de los jefes y menos estrechas las posibi
lidades de los contribuyentes—, el trabajo de la costumbre llegó, a la
vez, a hacer obligatorios los pagos y, por compensación, a fijar las
fechas en que se tenían que hacer. Así, en 1111, en un feudo angevino
ya pesaban “las cuatro tallas derechas: por el rescate del señor, si es
hecho prisionero; pero cuando su hijo mayor sea armado caballero;
para cuando su hija mayor contraiga matrimonio; y para cuando él
mismo tenga que hacer una compra [de tierra ]”.-5 Este último caso, de
aplicación demasiado arbitraria, desapareció rápidamente de la ma
yor parte de las costumbres. En cambio, las tres primeras fueron reco
nocidas casi en todas partes. A veces, se sumaron otras: en particular,
la ayuda para la Cruzada o, también, la que el señor cobraba cuando
sus superiores lo tallaban a él mismo. De esta forma, el elemento di
nero, que ya hemos visto bajo la forma de rescate, se introducía poco
a poco entre las viejas relaciones hechas de fidelidad y de hechos.
Todavía debía introducirse por otro camino. Forzosamente, el ser
vicio de guerra dejaba por momentos de ser cumplido. Entonces, el
señor reclamaba una multa o indemnización; en ocasiones, el vasallo
ya la ofrecía por adelantado. Se la llamaba servicio, conforme a la cos
tumbre de las lenguas medievales, que al pago de una compensación
atribuían el mismo nombre que a la obligación que con él se saldaba;
en Francia, también se le llamaba “talla de la hueste”. En realidad,
la práctica de estas dispensas por medio de dinero no tomó gran ex
tensión más que en dos categorías de feudos: los que cayeron en ma-
II. E l v a s a l l a j e s u s t i t u y e n d o a l l in a j e
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y no era por simple azar que la más vieja colección de costumbres
normandas, tratando de la muerte del vasallo por el señor y de la del
señor por el vasallo, clasificaba estos crímenes entremezclándolos en
un mismo capítulo con los más horribles homicidios cometidos en el
seno de la parentela. De este carácter casi familiar del vasallaje tenían
que derivar, en las reglas jurídicas y en las costumbres, muchos rasgos
perdurables.
El primer deber de un miembro de un linaje era la venganza; como
el del que había recibido o prestado un homenaje. Una vieja glosa ale
mana traducía ya ingenuamente el latín ultor —vengador— por el an
tiguo alto alemán mundporo —patrono — .7 Esta igualdad de vocación
entre la parentela y el vínculo vasallático, empezaba en la faide, se con
tinuaba ante el juez. Si no ha sido testigo del crimen, nadie, dice una
recopilación de costumbres inglesas del siglo xn, puede convertirse en
acusador, a menos que sea pariente del muerto, su señor o su hombre
por el homenaje. La obligación se imponía con igual fuerza por am
bas partes. Sin embargo, se marcaba una diferencia de grado, confor
me al espíritu de esta relación de sumisión.
Según el poema de Beowulf los compañeros del jefe asesinado ha
brían tenido, en la antigua Germania, una parte en el precio de la san
gre. En cambio, no ocurría así en la Inglaterra normanda. El señor
participaba en la compensación entregada por el homicidio del vasa
llo; pero, en la debida por la muerte del señor, el vasallo no tenía nin
guna participación. La pérdida de un servidor se paga, la de un se
ñor, no.
El hijo del caballero no era educado, por lo general, en la casa pa
terna. La costumbre, que fue respetada mientras los usos feudales tu
vieron aún alguna fuerza, quería que su padre lo confiase, ya de muy
tierna edad, a su señor o a uno de sus señores. Al lado de este jefe,
el muchacho, además de hacer el servicio de paje, se instruía en las
artes de caza y de la guerra, y más tarde, en la vida cortesana: tales,
en la Historia, el joven Arnaldo de Guiñes, en casa del conde Felipe
de Flandes, y, en la leyenda, el pequeño Garnier de Nanteuil, que tan
bien servía a Carlomagno:
“Cuando el rey va al bosque, el niño no quiere dejarle;
Unas veces lleva su arco, otras le sostiene el estribo.
¿El rey va al rio? Garnier lo acompaña.
O bien lleva el azor, o el halcón que sabe cazar la grulla.
Cuando el rey quiere dormir, Garnier está a su cabecera
y, para distraerlo, entona canción con música”.
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ce haber servido, sobre todo, para estrechar la relación del niño con
el clan materno y, en ocasiones, para asentar el prestigio pedagógico
de una corporación de sacerdotes cultos. Entre los escandinavos, co
rrespondía al fiel el deber de educar a la descendencia de su señor:
cuando Haraldo de Noruega quiso manifestar a los ojos de todos la
subordinación en que pretendía tener al rey Aethelstan de Inglaterra,
no encontró para ello medio mejor, según cuenta la saga, que hacer
colocar, por sorpresa, a su hijo sobre las rodillas de este padre nutri
cio a pesar suyo. La originalidad del mundo feudal es haber concebi
do la relación desde abajo hacia arriba. Las obligaciones de deferen
cia y de gratitud así contraídas eran muy fuertes. Toda su vida, el
muchachito de antaño tenía que recordar que había sido el criado del
señor —el nombre, como la cosa, data, en la Galia, de la época franca
y se encuentra todavía en los escritos de Commynes— ,9 Seguramente,
la realidad desmentía con frecuencia las reglas del honor. ¿Cómo re
chazar, sin embargo, toda eficacia a una costumbre que —al propio
tiempo que ponía en manos del señor un precioso rehén— hacía revi
vir a cada generación de vasallos un poco de aquella existencia a la
sombra del jefe, de la que el primer vasallaje obtuvo lo más seguro
de su valor humano?
En una sociedad en la que el individuo se pertenecía tan poco, el
matrimonio, que, como ya sabemos, ponía en juego tantos intereses,
estaba lejos de parecer un acto de voluntad personal. Ante todo, la
decisión correspondía al padre. “Quiere que, mientras él viva, su hijo
tome mujer, y para ello le compra la hija de un noble”, así se expresa,
sin ambages, el viejo Poéme de Saint Alexis. Al lado del padre en oca
siones, pero, sobre todo, cuando éste ya no existía, intervenían los pa
rientes y, junto a estos, cuando el huérfano era hijo de un vasallo, el
señor. En algunas ocasiones, incluso cuando se trataba de un señor,
intervenían sus vasallos. En este último caso, a decir verdad, la regla
no pasó nunca de ser un simple uso de bien parecer; en toda circuns
tancia grave, el barón debía consultar con sus hombres, y ésta era una
de ellas. Por el contrario, del señor para con el vasallo ¡os derechos
se hicieron mucho más precisos. La tradición remontaba a los más le
janos orígenes del vasallaje. “Si el soldado privado (buccellarius) no
deja más que una hija”, dice, en el siglo V , una ley visigoda, “quere
mos que quede bajo el poder del patrono, quien le procurará un mari
do de igual condición. Y si, de todas maneras, escoge ella misma un
esposo que no sea del agrado del patrono, deberá restituir a éste todas
las donaciones que de él había recibido su padre ”.70 La herencia de
los feudos —ya presente, por otra parte, en este texto, aunque en una
forma rudimentaria— proporcionó a los señores un motivo más, y muy
F l o d o a r d o , H ist. Rem ensis eccl., III, 26, e n SS., t. XIII, p. 540; c f. y a A ctu s p o n
tificu m Cenom annensium , p g s . 134-135 (616: “ n u t r i t u r a ” ). — C o m m y n e s , VI, 6 ( e d .
M a n d r o t , t. II, p . 50).
10 C o d ex Euricíanus, c. 310. Por el contrario, el vasallo, casado por sus dos amos
sucesivos, que pone en escena el sín od o de Com piégne del 757, es, conform e al sentido
prim ero del vocablo, un simple esclavo y n o nos interesa aquí.
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noderoso, para vigilar las uniones que, cuando la tierra correspondía
a una mujer, tendían a imponerles un fiel extraño al linaje primitivo.
Sus poderes matrimoniales, sin embargo, no se desarrollaron de una
manera plena más que en Francia y en Lotaringia, verdaderas patrias
del sistema de vasallaje, y en los feudalismos de importación. Sin duda,
las familias de condición caballeresca no fueron las únicas en sufrir
semejantes ingerencias; pues muchas otras se encontraban, por otros
lazos, sometidas a una autoridad de naturaleza señorial, y los propios
reyes, en tanto que tales, se estimaban a veces con derecho a disponer
al menos de la mano de sus súbditos. Pero, para con los vasallos —al
gunas veces para con los siervos, otros dependientes personales— se
consideraba casi universalmente como legítimo lo que, frente a subor
dinados de grados diferentes, pasaba por un abuso de fuerza. “No ha
remos que las viudas y las hijas contraigan matrimonio contra su vo
luntad”, promete Felipe Augusto a las gentes de Falaise y de Caen, “a
menos que ellas no tengan de nosotros, en todo o en parte, un feudo
de coraza” (feudo militar, caracterizado por el servicio con cota de m a
lla). Lo legal era que el señor se pusiese de acuerdo con los familiares,
colaboración que en el siglo xm , por ejemplo, una costumbre de Or-
leáns, se esforzaba en organizar y que una curiosa carta real pone en
escena en tiempo de Enrique I de Inglaterra / 7 Sin embargo, cuando
el señor era poderoso conseguía suplantar a todos sus rivales. En la
Inglaterra de los Plantagenets, esta institución, surgida de los princi
pios tutelares, degeneró al fin en un extravagante tráfico. Los reyes y
los barones —sobre todo los reyes— daban o vendían huérfanos en
matrimonio al mejor postor. O bien, amenazada con un matrimonio
a disgusto, la viuda pagaba con dineros contantes y sonantes el permi
so para rehusarlo. A pesar del relajamiento progresivo del vínculo, el
vasallaje, como puede verse, no pudo escapar a este peligro, cuya som
bra acecha a casi todo régimen de protección personal: transformarse
en un mecanismo de explotación del débil por el fuerte.
III. R e c ip r o c id a d y rupturas
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mesas. Señalada desde el siglo XI por Fulberto de Chartres, sentida
con fuerza hasta el fin, esta reciprocidad en los deberes desiguales fue
el rasgo distintivo del vasallaje europeo. Por ella, se diferenciaba no
sólo de la antigua esclavitud, sino que difería también, profundamen
te, de las formas de libre dependencia propias de otras civilizaciones,
como la japonesa, o, más cerca de nosotros, las de ciertas sociedades
limítrofes de la zona auténticamente feudal. Los mismos ritos expre
san a la perfección esta antítesis: al “saludo frontal” de la gente de
servicio rusa y al besamanos de los guerreros castellanos, se opone nues
tro homenaje que, por el ademán de las manos cerrándose sobre las
manos y por la unión de las dos bocas, hacía del señor más que un
simple amo llamado a recibir, un participante en un verdadero contra
to. “Tanto”, escribe Beaumanoir, “el hombre debe a su señor fe y leal
tad en razón de su homenaje, como éste debe a su hombre”.
El acto solemne que había creado el acuerdo parecía poseer una
fuerza tal que, incluso ante las peores faltas, se imaginaba mal la posi
bilidad de borrar sus efectos sin recurrir a una especie de contrafor
malismo. Al menos, en los antiguos países francos. En Lotaringia y
en el norte de Francia, se fue dibujando un rito de ruptura del home
naje, en el que quizás revivía el recuerdo de los actos que, en tiempos
remotos, servían a los franco-salios para renegar de su parentela.
En la ocasión, el señor, pero, con más frecuencia, el vasallo, decla
rando su deseo de arrojar lejos de sí al felón, lanzaba violentamente
a tierra una ramita —a veces, después de haberla roto— o un pelo de
su capa. Para que la ceremonia pareciese tan eficaz como aquella de
la debía destruir el poder, era necesario que también pusiese en pre
sencia uno de otro a los dos individuos. Esto, no dejaba de tener sus
peligros, por lo cual, al rompimiento de la ramita que, incluso antes
de sobrepasar la fase en que una costumbre se hace ley, cayó en el ol
vido, se prefirió un simple desafío —en el sentido etimológico de la
palabra, es decir, retractación de fe—, por carta o mediante un heral
do. Los menos escrupulosos que eran los más, se contentaban, natu
ralmente, con emprender las hostilidades, sin declaración previa.
Pero en la inmensa mayoría de los casos, el vínculo personal se unía
a uno material. ¿Cuál debía ser la suerte del feudo, una vez roto el
vasallaje? Cuando la falta incumbía al vasallo, no había dificultad: el
bien volvía al señor ofendido. Era lo que se llamaba el comiso. El des
heredamiento del duque Enrique el León por Federico Barbarroja y
el de Juan Sin Tierra por Felipe Augusto son sus ejemplos más ilustres.
Cuando, por el contrario, la responsabilidad de la ruptura parecía co
rresponder al señor, el problema era más delicado. El feudo, remune
ración de los servicios que se dejaban de prestar, perdía su razón de
ser. ¿Pero cómo despojar a un inocente? La jerarquización de las fide
lidades permitió salir de esta dificultad. Los derechos del señor indig
no pasaban a su propio señor: igual que si, habiendo saltado un esla
bón, la cadena se cerrase por encima del vacío. En realidad, cuando
el feudo era tenido directamente del rey, eslabón supremo, la solución
resultaba inoperante. Pero, según parece, se admitía que frente al rey
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no se podía renegar del homenaje de forma duradera. Sólo Italia es
cogió una solución particular. Víctima de una felonía señorial, el feu
do del vasallo se transmutaba simplemente en alodio: rasgo sintomá
tico, entre muchos otros, del escaso vigor que en dicho país tuvieron
jas concepciones más estrictamente feudales.
La legislación carolingia definió los agravios que, a sus ojos, justi
ficaban el abandono del señor por el vasallo. Sus preceptos no se bo
rraron todos de las memorias. En el poema de Raúl de Cambrai, el
criado Bernier, a pesar de tantas razones de odio, no reniega de Raúl
hasta que éste lo golpea. Pues bien, una capitular carolingia decía: “na
die abandonará a su señor después de haber recibido de él el valor de
un sueldo... salvo si este señor ha querido pegarle con un palo”. Invo
cado también, un poco más tarde, por una novela cortesana, en el curso
de una curiosa discusión de casuística feudal, este motivo de ruptura
fue retenido de manera expresa en diversas recopilaciones consuetudi
narias francesas del siglo x m , y a principios del siglo siguiente, por
el Parlamento del primer Valois/ 5 No obstante, las más sólidas entre
las reglas jurídicas de antaño no sobrevivían a los tiempos feudales
más que incorporadas a una fluctuante tradición. Lo arbitrario, que
nacía de esta metamorfosis de un código de Derecho en un vago con
junto de leyes morales, hubiese podido ser combatido por la acción
de tribunales capaces de fijar y de imponer una jurisprudencia. De
hecho, ciertas jurisdicciones se abrían a semejantes disputas. En pri
mer lugar, el tribunal señorial, formado por los propios vasallos, a los
que se tenía por jueces naturales de los procesos entre el señor, su amo,
y el hombre de éste, su igual; después, en el grado superior, del jefe
al que el señor, a su vez, había prestado el homenaje. Ciertas costum
bres, puestas pronto por escrito, como la de Bigorra, se preocupaban
por trazar un procedimiento al que el vasallo debía plegarse, antes que
su partida fuese legítima / 4 Pero el gran defecto del feudalismo fue
precisamente su ineptitud para construir un sistema judicial verdade
ramente coherente y eficaz. En la práctica, el individuo, víctima de lo
que él estimaba o afectaba estimar un ataque a sus derechos, decidía
romper, y la solución del conflicto dependía del equilibrio de fuerzas.
Tal como un matrimonio que estableciese por adelantado el derecho
al divorcio, sin que fuese necesario establecer los motivos ni hubiese
magistrados para aplicarlo.
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