Está en la página 1de 12

estilo (del lat. stilus ‘punzón para escribir’, ‘modo de escribir’). 1. m. Modo, manera, forma de comportamiento.

Tiene
mal estilo. // 2. m. Uso, práctica, costumbre, moda. // 3. m. Manera de escribir o de hablar peculiar de un escritor o de un
orador. El estilo de Cervantes. // 4. m. Carácter propio que da a sus obras un artista plástico o un músico. El estilo de Mi-
guel Ángel. El estilo de Rossini. // 5. m. Conjunto de características que identifican la tendencia artística de una época, o
de un género o de un autor. Estilo neoclásico. // 6. m. Gusto, elegancia o distinción de una persona o cosa. Pepa viste con
estilo. // 7. m. Punzón con el cual escribían los antiguos en tablas enceradas. // 8. m. gnomon (‖ indicador de las horas
en el reloj solar). // 9. m. Bot. Columna pequeña, hueca o esponjosa, existente en la mayoría de las flores, que arranca
del ovario y sostiene el estigma. // 10. m. Dep. Cada una de las distintas formas de realizar un deporte. Prueba en estilo
mariposa. // 11. m. Mar. Púa sobre la cual está montada la aguja magnética. // 12. m. Arg. y Ur. Composición musical de
origen popular, para guitarra y canto, de carácter evocativo y espíritu melancólico. // 13. m. Ur. Baile popular que se
ejecuta con el estilo.

estilo (del lat. «stilus», del gr. «stŷlos»). 1 m. Nombre dado a distintos objetos de forma de varilla o
punzón.  Punzón con que escribían los antiguos en tablas enceradas.  *Pluma.  Varilla que señala
las horas en el *reloj de sol. ≈ Gnomon.  Púa sobre la que gira la aguja de la *brújula.  Bot. Prol on-
gación de la parte superior de ovario que remata en uno o varios estigmas. 2 Modo personal de escribir
que caracteriza a un escrito.  Manera de hablar o de escribir característica de los distintos géneros
literarios o de los distintos usos del idioma: ‘Estilo epistolar [narrativo, oratorio, familiar]’.  Cada ma-
nera de hablar o escribir calificable de cualquier modo.  Modo personal que caracteriza las realizacio-
nes de un artista de cualquier clase.  Cada una de las maneras que se distinguen en la historia del arte:
‘Estilo gótico [o plateresco]’.  Manera de hacer una cosa que resulta característica de una persona, un
país, una época, etc.: ‘Me gusta su estilo de vestirse’.  Manera original o distinguida de hacer algo: ‘Le
hicieron un corte de pelo con mucho estilo. Viste con estilo’. 3 Der. Fórmula de proceder jurídicamente,
y orden y método de actuar.

estilo1 I m 1 Modo personal de escribir [de un autor]. Tb sin compl. b) Modo de expresión característico [de un género
literario, de una obra o de un escrito]. c) Modo personal de hablar o de expresarse [de una pers. o colectividad]. d) (Ling)
Forma de la oración que depende de la manera de reproducir palabras o pensamientos ajenos o propios. Con los adjs
directo o indirecto ( directo, indirecto). ■ 2 Modo personal [de un artista] de realizar sus obras. ■ 3 Tipo estético consti-

tuido por un conjunto de caracteres formales. Frec con un especificador. ■ 4 Modo característico de actuar, comportar-
se o vivir [de una pers. o colectividad o de una época]. Frec con un adj o compl especificador. b) Manera de hacer algo.
c) Modales. Frec en la constr mal ~. Tb fig. ■ 5 Modo de ser o de estar hecho [algo] en su aspecto formal. ■ 6 Clase o
modalidad. b) (Dep) En pl: Competición en que se nada los estilos mariposa, espalda, braza y libre. Tb en oposición con
la distancia correspondiente a cada competición. ■ 7 Cualidad [de una obra de arte] que la hace destacar o distinguirse
de las demás. b) Elegancia o distinción [de alguien o algo]. II loc adj 8 de ~. En una editorial: [Corrección o corrector]
de la forma lingüística de un texto que va a la imprenta. ■ 9 de ~. [Manual o libro] de normas de redacción, destinado
a un medio de comunicación. ■ 10 de ~. [Objeto] que pertenece a un estilo [3] antiguo bien definido, o que se realiza
en la actualidad en un estilo antiguo. ■ 11 por el ~. Semejante o parecido. A veces con un compl. de. Tb adv.

estilo2 m 1 Punzón. b) (hist) Punzón usado en la antigüedad para escribir sobre tablillas enceradas. ■ 2 En un reloj de
sol: Varilla que marca la hora. ■ 3 (Bot) Parte del pistilo que une el ovario con el estigma.

80
Modo, manera, forma, uso, práctica, costumbre, moda, elegancia, carácter,
gusto… Miras cualquier definición de la palabra estilo y es fácil que te asalte
una avalancha de sustantivos. Sustantivos importantes y de uso frecuente.
Tantos que te preguntas si esa palabra breve y fácil de pronunciar no sirve
quizás para demasiadas cosas, como si se hubiera convertido en un comodín
que vale un poco para todo.

No es una reflexión lanzada al vuelo: ésa es exactamente la sensación que


tengo al ver cómo manejamos este término en el mundo de la música, y en
particular de la música clásica. Pensemos en una situación típica en las aulas
de nuestros conservatorios, pero extensible también a cierta crítica musical y
a muchas conversaciones entre profesionales del gremio. Alguien se pone a
tocar y lo que hace genera comentarios acerca del estilo: que si está tocando
“en el estilo correcto”, que si el uso del tempo o de la articulación es propio “de
ese estilo”, que si “respeta el estilo del compositor”… Fijémonos bien: el estilo
del compositor. ¿A qué nos referimos? ¿A cómo tocaba esa persona cuando
estaba en vida? ¿O a cómo componía? Se supone que hablamos de formas
de tocar; pero resulta que el estilo al que nos referimos es algo que vemos
plasmado en una partitura. Hay una inquietante asimetría en todo esto.

Si hay un término que necesita urgentemente una definición compartida,


este es, en mi opinión, estilo. Por otra parte, que este término sea operativo
parece fuera de duda; basta ver con qué frecuencia lo hallamos. De hecho,
existe en una enorme cantidad de idiomas, y de un modo prácticamente inva-
riable. La palabra estilo la comparten el español, el portugués, el gallego y el
euskera; tenemos estil en catalán, stile en italiano, style en inglés y en francés,
stijl en holandés, styl en polaco y en checo, stil en rumano, en sueco, en norue-
go, en danés, en alemán (en este caso, por supuesto, con la inicial mayúscula)

81
MALDITAS PALABRAS

y en multitud de otros idiomas. Incluso en lenguas ortográficamente tan


distintas del español como lo son el croata, el turco o el albanés esta palabra
mantiene este formato tan lineal —stil—, mientras que en otros se añaden
acentos o signos diacríticos para preservar el mismo resultado fonético
(como stíl en islandés o štíl en eslovaco). Un poco más alejada es la palabra
finlandesa tyyli, pero seguimos etimológicamente ligados al mismo origen.
Y a menudo las cosas no varían ni siquiera cambiando de alfabeto, mientras
sigamos en Europa o en áreas lingüísticamente relacionadas con ella: en ruso
es стиль; en búlgaro, стил; en griego, στυλ.

Naturalmente, en otras lenguas también cargadas de historia la cosa puede


cambiar completamente. El árabe tiene un extenso abanico de términos
diferentes para delimitar un campo semántico análogo, y lo mismo el arme-
nio, el persa, el hindi, el javanés y tantas otras lenguas que también tienen
para ello vocablos alejados del estilo de matriz europea. Pero cuando una
misma palabra se inserta de un modo tan sólido en el vocabulario de genera-
ciones y generaciones de personas que no comparten una misma gramática y
no podrían entenderse mutuamente, es inevitable pensar que se trata de
un concepto realmente indispensable. De ahí que resulta tan interesante el
caos que suele rodear el uso que hacemos de él al hablar de música.

No soy, ni mucho menos, el primero en hablar de esta confusión, intrínse­


camente ligada a los destinos de otras palabras afines. Al escribir de música
clásica, por ejemplo, es histórica la tendencia a vincular el concepto de
estilo con el de período, que supuestamente debería tener únicamente
implicaciones temporales. Este último ha sido tratado durante tanto tiempo
como sinónimo de determinadas formas de componer que, a la hora del
lenguaje coloquial, parece que hablar de estilo barroco o de época barroca o
de período barroco es más o menos lo mismo. Ni siquiera un personaje tan
influyente como Charles Rosen, que fue muy explícito al criticar el uso del
concepto de “período clásico” en su célebre monografía de 1971, consiguió
desterrar esta última expresión, del mismo modo en que los “tres estilos de
Beethoven” tal como los teorizó Wilhelm von Lenz en 1855 han acabado
por convertirse en sinónimo de los “tres períodos de Beethoven”. Y a pesar
de que muchas figuras de la musicología han atacado con vehemencia esta
asociación de ideas, incluso hoy parece haber más debate acerca de si esa
tripartición tiene sentido o no, o sobre cuándo empezaría uno y otro estilo,
o si hay que considerar o no las obras de Bonn como “otro período” y otras

82
ESTILO

discusiones de esta índole, y no tanto sobre la posibilidad de que los eventua-


les estilos beethovenianos no respondan a una sucesión diacrónica.

En nuestro mundo, reconducir estas confusiones me parece una necesidad.


Y, una vez más, no es suficiente mirar a las definiciones generales, sino a cómo
se adaptan a las categorías en torno a las cuales se mueve nuestro peculiar
ecosistema. Cada tradición tiene sus especificidades, y de ahí arranca cual-
quier justificación para el uso de determinada terminología. Pero también es
cierto que allá donde usamos palabras de uso común, como en el caso del
término estilo, es porque no necesitamos acudir a una jerga específica o
acuñar un vocabulario técnico y los significados de esas palabras los hacemos
nuestros. Con “estilo”, de hecho, hacemos nuestra incluso una característica
común en prácticamente todas las definiciones que he encontrado en los
diccionarios de mayor difusión, y no sólo en los tres que nos están sirviendo
de eje para este libro: la interesante tensión interna entre la originalidad
de la acción individual y la definición de marcos generales, compartidos por
toda una comunidad de artistas y profesionales.

Entre las acepciones que nos ofrece la RAE, por ejemplo, nos interesa ese
“conjunto de características que identifican la tendencia artística de una
época, o de un género o de un autor” (acepción 5), pero también la “manera
de escribir o de hablar peculiar de un escritor o de un orador” (acepción 4) y el
“carácter propio que da a sus obras un artista plástico o un músico” (acepción
3). Yo, francamente, no veo muy clara la necesidad de estas últimas dos, visto
que en la anterior ya se habla de especificidades individuales, y menos aún la
diferencia entre ambas. Los ejemplos ofrecidos por el propio diccionario,
además, contribuyen a mi incerteza: ¿dónde estaría la diferencia entre ese
“estilo de Rossini” que presenta como ejemplo de la acepción 3 la RAE —sor-
prendentemente, todo sea dicho, visto cuán parca es siempre en menciones a
la música— y el “estilo de Cervantes” propuesto para ejemplificar la acepción 4?
¿No cabrían todos en una misma acepción? Pero sí es evidente la tensión entre
la especificidad personal y movimientos artísticos inevitablemente colecti-
vos. Y esto es aún más claro en el diccionario de Seco, Andrés y Ramos,
donde se habla del “modo personal de un artista de realizar sus obras” pero
también del “modo personal de hablar o de expresarse de una persona o de una
colectividad” e incluso del “modo característico de actuar, comportarse o vivir
de una persona o colectividad o de una época”, y al mismo tiempo del estilo
como un “tipo estético constituido por un conjunto de caracteres formales”.

83
MALDITAS PALABRAS

Esa aparente contradicción entre la originalidad y la definición de caracterís-


ticas comunes a las que atenerse hemos de observarla con atención. ¿Qué es
lo que permite que podamos definir el estilo de Gould a la hora de tocar Bach?
Lo mismo que nos permite reconocer una forma de hablar característica, o el
design de ciertas marcas: la existencia de una serie de elementos que se repi-
ten una y otra vez. Lo que permite reconocer esa originalidad es, paradójica-
mente, justo lo que no cambia cada vez. Es lo que se repite de una forma lo
suficientemente constante como para permitir identificar la existencia de ese
estilo cuyas características percibimos como originales porque no las observa-
mos entre quienes, haciendo algo comparable, no presentan esas mismas
características. Y aunque al hablar de creación artística esos diccionarios (y
puede que nuestra imaginación también) inmediatamente identifica el estilo
en una producción de obras —plásticas, musicales, literarias o del tipo que
sea—, lo que es seguro es que el mismo principio lo podemos aplicar a cual-
quier aspecto de la actividad nuestra y ajena. También por ello he mencionado
el caso de Gould intérprete de Bach, un caso clásico y a la vez bastante único,
porque no es frecuente que la interpretación se reconozca con tanta claridad.

Así que dos realidades me parecen centrales aquí. La primera es que el concep-
to de estilo que necesitamos para hablar de música debe ser capaz de servirnos
para comprender las diversas dimensiones que intervienen en el fenómeno
artístico. Si sólo podemos usar el término estilo para hablar de composición,
nuestra mirada sobre la música se empobrece y acabamos por hacernos porta-
voces de una jerarquía antigua que ya demasiado daño ha hecho. La segunda
cuestión es que la posibilidad de usar el concepto de estilo para explicarnos las
especificidades de una determinada obra o de la producción de una persona no
puede pasar por delante de una dimensión que subyace a esta misma realidad:
el estilo nos habla de lo que esa obra y esa producción tiene en común con
otras obras, con otras producciones artísticas, con otras realidades. Y también
en este caso está en juego nuestra relación con una tradición académica que, al
hablar de música, ha exaltado lo único y lo diferente como eje de su valoración
estética. Como si el interés de una fuga de Bach o de una sinfonía de Beethoven
consistiera únicamente en aquello que no hallamos en ninguna otra obra de la
misma época, cuando el 99% de los acordes, de los intervalos, de las cadencias,
de los patrones rítmicos y de las estructuras de las frases que ahí aparecen, así
como la notación que emplearon sus respectivos compositores, los instrumen-
tos con los que contaron y los espacios sociales y acústicos a los que sus obras
iban destinadas los compartían con toda la comunidad musical de la época.

84
ESTILO

Es aún peor: Bach y Beethoven convivieron con figuras que fueron igualmente
experimentales e incluso más atrevidas que ellos, y esto vale incluso con las
vanguardias más icónicas. Por muy rompedores y visionarios que hayan
podido ser Stravinsky y Schönberg, Cowell lo fue aún más, y a lo largo de toda
su existencia, según qué aspectos consideremos. Si hemos escrito la historia
del siglo XX sin él es porque no hemos querido contar con él, no porque él
no nos haya dejado ocasiones de hacerlo.

De ahí la importancia de repensar el concepto de estilo en torno al cual


tradicionalmente concebimos la historia de la música occidental. Frente a
tanto “carácter propio” y a tantos “modos personales de un artista de realizar
sus obras”, opto por desplazar el foco hacia aquello que esas y otras activida-
des tienen en común con su entorno. El concepto de estilo se adecúa a la
complejidad del fenómeno musical sólo si lo usamos para identificar el
conjunto de las características que reconocemos como comunes en una
serie de manifestaciones de la creatividad humana.

Para esto es importante desactivar, en primer lugar, su asociación automática


con la idea de obra, y más concretamente con las propiedades estructurales de
una composición. ¿No existen, acaso, características recurrentes en la forma
de orquestar, distintivas de determinadas áreas culturales o de algunas indivi-
dualidades? ¿Y no podemos reconocer en la realización de un basso continuo
clichés, giros y fórmulas que consideramos propias de ciertos contextos y
sorprenderían en otras situaciones? Podemos por tanto hablar de estilos
específicos al hablar de aspectos tan distintos como lo son la orquestación y
la realización de un bajo continuo. E incluso al referirnos a las posibles
interferencias entre una y otra, como lo es la elección de determinados
instrumentos para la elaboración de ese mismo bajo cifrado.

El ejemplo del continuo es muy pertinente porque de estilos en música se


habla mucho desde el siglo XVIII, cuando precisamente la contraposición en-
tre estilo francés y estilo italiano se convirtió en el centro de un debate estético
que trascendió las respectivas fronteras. Figuras como Bach y Händel se
pasaron la vida negociando con esos marcos, comprobando las variables
predilecciones por uno u otro entre patronos y público, y experimentando
con su posible combinación. Pero si intentamos trazar una breve lista de los
aspectos que diferenciaban tanto esas dos tradiciones nos encontramos
inmediatamente con algunas reveladoras dificultades. Diferentes, entre

85
MALDITAS PALABRAS

italianos y franceses, eran la forma de ornamentar y los símbolos que se


empleaban para ella, la forma de realizar el bajo continuo, la predilección por
ciertos formatos compositivos, el uso de determinadas texturas, ciertos giros
amónicos y el diverso impacto que tenían los acordes de tríadas y las sépti-
mas con sus inversiones, el diverso papel que ocupaba el exhibicionismo
solista, el espacio que desempeñaban los cambios de intensidad y la propia
tímbrica de los instrumentos…: la suma de todo eso era el “estilo”. Y todo ello
en medio de algo que, sin ser propiamente parte de ese discurso, acababa por
impregnarlo todo el tiempo. La música francesa, tanto dentro como fuera de
Francia, era sentida como la expresión de la sofisticación de esa corte, por-
que la centralización del estado hacía que sólo tuviera la máxima visibilidad
aquello que se generaba en torno a —y para mayor gloria de— la corona,
mientras que en la fragmentada Italia la separación entre la élite aristocráti-
ca y el resto de la población no era tan extrema. Los mayores centros de
producción —Nápoles, Roma, Florencia, Venecia— eran administrativa y
geográficamente separados entre sí, tenían dinámicas socioeconómicas
heterogéneas y el éxito de cualquier propuesta musical no dependía tanto
del capricho de algún poderoso como del impacto emocional que se conse-
guía generar sobre el público. Algo que era aún más importante para quienes
exportaron con éxito esa música italiana más allá de sus fronteras, contribu-
yendo a ese imaginario según el cual el estilo italiano parecía más visceral y
“popular” frente a la sofisticación y elegancia propia del estilo francés.

Sin menospreciar esa fundamental vertiente sociológica, la contraposición


entre estilo francés y estilo italiano es aquí un ejemplo tan bueno porque, si
observamos la lista, algunos de esos elementos parecen depender de la compo-
sición, otros de la interpretación: una separación que a principio del siglo XVIII
todavía no parecía tan decisiva como para que las principales categorías de
la música de la época se construyeran en torno a ella. Sólo medio siglo después,
los entonces pioneros discursos en torno a la estética de la música sí empezaron
a necesitar esa dicotomía, que rápidamente se volvió tan característica de
aquella música que con el tiempo hemos ido tratando como música de arte.

En el caso de la música clásica se vuelve por tanto decisivo adjetivar el sustan-


tivo estilo, y en particular a la hora de aplicarlo a esas grandes categorías
histórico-estilísticas en las que tradicionalmente la musicología ha seccionado
la historia de nuestra música. Mientras vivamos bajo la omnipresente presión
de la dicotomía composición/interpretación, hablar de estilo sin especificar si

86
ESTILO

hablamos de composición o de interpretación sólo puede generar confusión.


Una confusión que se disipa inmediatamente si pensamos en términos de
“estilo compositivo” y de “estilo interpretativo”.

Pero es posible que, al hacerlo, descubramos cuán arraigados están ciertos


automatismos. ¿Qué entendemos habitualmente por “estilo clásico”? Nos
solemos referir a una determinada manera de componer, la que permite loca-
lizar características comunes en las obras de autores como Mozart y Haydn.
Hasta aquí, todo bien. Pero ya no está tan claro porque esto debería implicar
automáticamente una cierta manera de tocar, supuestamente acorde con
aquel lenguaje compositivo. Esa asociación ya no depende de la comparación
entre las partituras que estos autores nos han dejado: tiene que ver con la
historia de la interpretación y con los cambios en el gusto musical. De hecho,
fue necesario pasar por la historiografía musical surgida durante la segunda
mitad del siglo XIX y por el giro neoclásico que se dio entre las dos guerras
mundiales para que se llegaran a generalizar los principios interpretativos
con los que suele abordarse hoy la ejecución de esas obras, y cuyo impacto ya
observamos en el capítulo anterior.

Además, si hablamos de las prácticas que deberían subyacer a la notación,


tendríamos un problema colosal, porque lo que hacemos con gran parte de
las obras escritas en los siglos XVIII, XIX y XX dista mucho de lo que tratados
y grabaciones nos cuentan. Incluso la música “históricamente informada” es
justo eso: informada. Pero lo que se hace con esa información es un producto
cultural pensado para oídos actuales, salas actuales y criterios estéticos
actuales. Como no podría ser de otro modo, y no hay nada malo en ello. Así
que al compositor sólo podemos atribuir lo obvio: las decisiones plasmadas
en el papel. Algo que como mucho podríamos comparar con decisiones
equivalentes: componer una cadencia para un concierto, por ejemplo, o
completar una obra inacabada. Si intervenimos sobre una obra escrita modi-
ficándola, eso sí podemos hacerlo en uno y otro estilo. Y lo mismo sucede al
improvisar, o cuando, a la hora de añadir una ornamentación, lo hacemos
acudiendo a patrones similares a los del resto de la obra o de obras de carac-
terísticas comparables. En todos estos casos hablar de estilo tiene que ver
con decisiones que tradicionalmente se han entendido como “compositivas”.

Pero si damos un paso más la cosa empeora todavía. Porque lo que definimos
como “estilo del compositor” tampoco es del compositor ni siquiera cuando

87
MALDITAS PALABRAS

hablamos estrictamente de sus composiciones: cualquier intento de localizar


las supuestas características de su estilo responde siempre, de un modo u otro,
a categorías que hemos creado desde la posteridad y que son el producto de
nuestra historia cultural. Basta ver la carambola conceptual que generamos
al aplicar un concepto típico de mediados del siglo XIX como es el de forma
sonata a la música de Mozart, Haydn y Beethoven filtrándolo por las sucesi-
vas transformaciones que ha sufrido durante el siglo XX. Buena prueba de
ello es que seguimos sin ponernos de acuerdo acerca de si tenemos que
hablar de primer y segundo tema o de tema principal y tema secundario, o de
los dos temas principales y diferenciarlos de los secundarios (entendiendo
con ello el puente modulante y la coda). Y si nos hemos quitado de encima
esa vergonzosa idea de los “temas masculinos” y “temas femeninos” no es
porque estemos hoy más cerca de los criterios analíticos de épocas pasadas,
sino porque estos términos nos parecen insostenibles hoy.

Análogamente, la propia historia de la interpretación incluye a figuras cuya


actividad fue lo suficientemente característica como para hacernos hablar
de un “estilo interpretativo” propio. Piénsese, por ejemplo, en las actitudes
contrapuestas de grandes directores de orquesta como Toscanini, Furtwän-
gler o Stokowsky, cuyas divergencias estéticas no tienen nada que envidiar
a aquellas que separan a compositores prácticamente coetáneos como
Rachmaninov, Schönberg, Ravel y Falla. Ahora bien: el estilo de Toscanini
lo encontramos tanto en sus interpretaciones mozartianas como cuando
interpretaba Verdi o Debussy. Hay una precisa estética sonora, un “estilo in-
terpretativo” propio que interactúa en cada caso con el estilo compositivo
propio de Mozart, de Verdi y de Debussy, y que a su vez fue transformándose
con el tiempo. En determinados instrumentos este fenómeno se acentúa, al
verse condicionado por las características anatómicas de cada uno de ellos:
manos grandes y pequeñas, cuerpos de muy distinta dimensión, y una técnica
que tiende inevitablemente a aplicar pautas si­milares a música escritas
para manos e instrumentos diferentes. Pero por encima de todo reinan los
cambios estéticos, los gustos compartidos y las categorías que los organizan
en el marco de un contexto cultural deter­minado.

Ese contexto cultural lo condiciona todo; enmarca la generalización de


prácticas suficientemente extendidas como para trascender la dimensión
individual y convertirse en patrimonio común, pero también consolida las
etiquetas que cada colectividad considera adecuadas para dar nombre a

88
ESTILO

esas mismas prácticas y la escala de valores según la cual cada una de ellas
sería más o menos válida y más o menos adecuada a determinados reperto-
rios, determinadas finalidades, determinadas circunstancias.

Algunas de estas etiquetas son especialmente reveladoras. La expresión “tocar


de forma impresionista”, por ejemplo, es usada frecuentemente en el mundo
de los conservatorios, casi siempre con un matiz negativo. No porque el impre-
sionismo sea malo como tal, sino porque ese “tocar de forma impresionista”
se menciona por lo general en relación con un repertorio que no se etiqueta
como impresionista, con largas resonancias, dinámicas difuminadas y reitera-
dos preciosismos tímbricos. Mientras que a la hora de tocar la música
considerada como impresionista adoptar ese estilo interpretativo impresionista
se da casi por descontado, en otros repertorios ese tocar impresionista se
considera totalmente inadecuado. Pero esas etiquetas y esas atribuciones las
construimos a posteriori: si el concepto de “clasicismo” que hemos manejado
en este último siglo fue un invento de finales del XIX que Mozart y Haydn,
por tanto, no pudieron conocer, la aplicación a la música del concepto de
“impresionismo” sí llegó a los oídos de Debussy, que despotricó de él todo lo
que pudo y más. Tenemos todo el derecho de definir impresionista su música,
si queremos, pero desde luego no va a ser él quien nos avale. Nos avalará, como
siempre, nuestro propio entorno, mientras haya una tradición suficientemente
fuerte como para respaldar ese sistema de categorías. Y él era el primero que
tocaba su música al piano con una pedalización muy pulcra y, en cambio,
apreciaba a Ricard Viñes, cuya grabación de la gavota de Iphigénie en Aulide de
Gluck en la transcripción pianística de Brahms es un ejemplo probablemente
inalcanzado de esa estética interpretativa que hoy denominamos impresionis-
ta. Aplicada a una obra que, desde luego, cualquier cosa parece ser de entrada,
menos una pieza que asociaríamos al impresionismo entendido como estilo
compositivo.

Con este enredo sólo quiero reafirmar la relatividad de todas estas etiquetas,
y sobre todo de las asociaciones que hacemos entre códigos compositivos
y formas de interpretar. Sólo una actitud abiertamente conservadora o una
absoluta falta de imaginación pueden llevarnos a pensar que las asociaciones
que quizás hayan rodeado desde nuestra más tierna infancia son las únicas
posibles. En una música que no viviera marcada por una dicotomía tan rígida
entre composición e interpretación, tal vez el problema no sería tan acuciante.
Pero a la espera de que las cosas cambien de verdad, esa misma dicotomía

89
MALDITAS PALABRAS

tan característica de la música clásica puede ser vista como una oportunidad.
Remezclar las cartas, asociar de forma novedosa estilos interpretativos y
estilos compositivos, tocar ciertos repertorios con estilos hoy considerados
inimaginables o combinar elementos procedentes de estilos aparentemente
incompatibles a un determinado conjunto de obras puede resultar un camino
de lo más prometedor.

Un camino que nos podría invitar a incluir en la ecuación otro concepto


peculiar: el de género musical. De hecho, la ambigua relación entre estilo y
género ha sido objeto de un intenso debate en las últimas décadas, un debate
que ha sido especialmente articulado en el mundo de los estudios sobre
música popular. ¿Es un género, por ejemplo, la sinfonía? ¿Y existe el género
del cuarteto de cuerda y el del quinteto de viento? ¿O son géneros la música
de cámara y la música sinfónica? Este último es uno de los usos más arraiga-
dos, pero en más de un caso me ha pasado de leer expresiones del tipo “el
género de la sonata para piano” o “el género del concierto solista”. Y entonces
me pregunto: ¿cuándo tocamos la versión para piano a cuatro manos de la
Consagración de la primavera, la obra cambia de género? No hay ninguna ironía
en esta pregunta: cualquier respuesta puede tener sentido dependiendo
de cómo definamos el término. El problema, una vez más, es que el vocablo aca-
ba convirtiéndose en un recurso rápido para salir del paso, mediante un uso a
menudo vago y poco consistente que, como de costumbre, no suele
considerar el papel de la interpretación, que complica la situación hasta gene-
rar curiosos cortocircuitos. Si el de la música de cámara es un género, por
ejemplo, y el de la música sinfónica, otro, ¿qué sucede cuando tocamos el 5º de
Brandenburgo un día con cinco instrumentistas y otro con una orquesta de 50
personas? ¿Cambia de género la obra, aunque se utilice la misma partitura?

A esta clase de situaciones me refiero cuando hablo de vaguedad. El concepto


de género, como y más que el de estilo, es poroso y poco consistente, tal como
lo usamos en la música clásica. Hay, sin embargo, una tendencia im­plícita en
algunos de los usos del concepto de género que me parece interesante: la
posibilidad de asociarlo a formas de interacción social con caracterís­ticas
propias. El género “música de baile” y el género “música litúrgica”, por ejemplo,
tienen en común su vinculación a una precisa forma de relacionarse con
esa música. Visto de este modo, el concepto de género sí lo veo operativo:
como un concepto que nos puede ayudar a identificar ciertas realidades
(compositivas, interpretativas y de cualquier otro tipo: producción, difusión,

90
ESTILO

etc.) en función del uso que hacemos de ellas. Un conjunto de artefactos


culturales, por tanto, que llegan a tener determinadas características
comunes porque vemos viables determinadas interacciones con ellos, y como
tales los reconocemos: una adaptación de la que es uno de los más clásicos y
citados posicionamientos acerca del concepto de género propuestas desde
los Popular Music Studies, el de Charles Hamm recuperado y desarrollado
por Simon Frith en su fundamental Performing Rites (1996).

Observados de este modo, los géneros se vuelven conjuntos fascinantes, y


suponen un desafío para algunas de las clasificaciones más habituales. Que-
daría por decidir, por ejemplo, si puede seguir denominando música litúrgica
una obra pensada para el oficio litúrgico cuando está interpretada en con-
cierto, o si sigue siendo música de baile una polka escuchada desde una silla
del Musikverein. Y la música de cámara empezaría a desdibujar sus diferen-
cias con respecto a la música sinfónica cuando sus respectivos repertorios se
escuchan ante la presencia de un público, ya que ambas serían música de
concierto. La música de cámara sería de cámara únicamente en caso de vivirla
en la intimidad de una residencia privada, sin que se pierda su diferencia
con respecto a la música de salón mientras identifiquemos esta última con
una escucha más desenfadada ligada a reuniones mundanas.

Lo que me interesa de ese uso es que desplaza el foco de la que serían las
formas de la partitura (plantilla instrumental, códigos compositivos, títulos de
las obras, etc.) a los usos sociales que hacemos de las mismas. El género no lo
dictaminaría tanto la obra como concepto abstracto sino esa obra en ese con-
texto: una apuesta que cobra un especial sentido si la ponemos en relación con
el giro que he propuesto para la idea de estilo, orientado a emancipar la música
clásica de la centralidad de la notación. Buscando más allá de la maleza de
tanto análisis formal, podríamos rescatar otras formas de observar, clasificar y,
por qué no, tocar esa música, aprovechando el interés que la musicología está
mostrando desde hace tiempo por los contextos en que se fraguó el repertorio.

Necesitamos libertad y diversidad de miradas. Diversidad a la hora de tocar,


de escuchar, de enseñar y de pensar nuestra música. Ese concepto de estilo
que ha avalado tantos juicios de valor y tantas jerarquías partiendo de clasi-
ficaciones aparentemente inamovibles, puede convertirse en un poderoso
aliado, si sabemos usarlo con la precisión que merece. Afinémoslo bien y
usémoslo con criterio.

91

También podría gustarte