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En ese tiempo era yo interno en San Carlos. Frisaba en los diez y ocho
años y tenía compuestos algunos centenares de versos, sin que se me
hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas.
Disfrutaba una especie de voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito.
Ahí se cala las gafas, me quita el papel de las manos y sin sentarse ni
acordarse de convidarme asiento, se pone a leer con la mayor atención.
-Roque Roca.
No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada
en el hombro, me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si
hubiéramos sido amigos de muchos años.
II
Cuando el semanario salió a luz con mis versos, produjo en San Carlos el
efecto de una bomba. Poetam habemus!, gritó un muchacho que se
acordaba de no haber podido aprender latín. En el comedor, en los patios,
en el dormitorio y hasta en la capilla escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y
burlona que entonaba a gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un
verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi composición.
Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla,
basta para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la
media hora les sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con
lápiz negro en las paredes blanca y con polvos blancos en las pizarras
negras. No faltaban variantes, como:
Es un inconmensurable alcornoque.
-Hombre -me contestó- ¿Por qué publicar los versos sin consultarte con
algún amigo? – De veras.
-Cierto.
-Estoy hasta resentido de tu reserva conmigo.
-Mira -me lanzó en una de esas expansiones íntimas que sólo se concibe en
la juventud-, mira, el hombre no sólo se deshonra con robar y matar, sino
también con escribir malos versos. A ladrones o asesinos nos pueden
obligar las circunstancias; pero ¿qué nos obliga a ser poetas ridículos?
-Cuando escribas así, tendrás derecho a publicar -me dijo sin el menor
reparo.
Todos creían envenenarme las bilis con leerme los versos de mi rival,
figurándose que la envidia me devoraba el corazón Braulio mismo me
atacaba ya de frente, y se le atribuía la paternidad de este nuevo pareado:
-¿Por qué no sigue leyendo? -le pregunta una voz estentórea-. Era el
Metafórico.