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ISBN 978-607-xxx-xxx-x
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Querido sobrino,
Me temo que, por razones que no es necesario explicar
ahora, desapareceré por tiempo indefinido; quédate con
esas palabras, “por tiempo indefinido”, aunque en esta car-
ta, la última de todas, esos vocablos equivalen a “para siem
pre”. Te estarás preguntando qué le pasa por la cabeza a tu
viejo tío Mephi. Digamos que una silla de ruedas no es
precisamente el mejor modo de vivir, mucho menos de
morir. Esto sólo fue divertido mientras tú tuviste menos
de doce años y pude obtener cierta dosis de asombro (qui-
zá demasiado parecida al cariño o al respeto) haciéndote
creer que esta silla era una cápsula espacial o un submarino
(por desgracia, no puedo decir que el resto de la gente haya
compartido la misma clase de asombro al verme ejercer la
charada del viaje a Marte entre los muebles de su sala, o el
viaje al fondo del comedor). Así que, si prefieres, atribúye-
le esta decisión a la cara que recibí más o menos de todo
mundo durante toda mi vida. Si alguna de las muecas que
transitaron tan gallardamente por mi existencia llegan
a preguntar por mí (lo dudo, pero uno necesita armarse una
forma más o menos heroica para terminarlo todo, o para
pasarlo todo; todo mundo necesita hacer de su silla de
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Hijo,
Sé que este no es el mejor modo de anunciártelo. Sé que
pasarás muchos años releyendo esta carta, preguntándote
las causas ocultas para que todo funcionara así. Me temo
que desapareceré por tiempo indefinido. Las razones pre-
fiero dejarlas en el nivel de la especulación más allá de lo
que aquí escribiré. Mephibusheth ha decidido que yo ya no
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Blop.
“Krow. Detalle reporte de actividades, Krow, cambio”.
“A punto de concluir, base, cambio”. Eres el Gran Krow. El
que alguna vez en algún lado fue Eduardo Cuervo. Al que
ese muñón que sangra en el piso le arrojó muchos otros
objetos de hierro, muchas otras veces; el que fue exhibido
desnudo en el patio de la escuela por ese muñón antes de
que todo esto empezara. El que más tarde se ató de por
vida a una máquina con tal de llegar a este momento. No;
no sientes pena por Goran. Ni por Rafael. Tu causa está
perdida, pero él no estará ahí para llamarte chilletas.
Esta vez no lo dudas: seleccionas el arma que has mano-
seado tantas veces reservándola exclusivamente para este
instante. Como león rugiendo en la sabana. Desenfundas.
Si pudieras sonreír lo harías justo cuando la hoja se clave en
el cuello de tu hermano.
Él no mira tu rostro antes de morir. De hacerlo, hubiese
visto que sonreías.
Luz verde. Fsh. Parpadea. Fsh. Oscuridad total. Del
otro lado, un sollozo aún retumba como en otro mundo.
En medio del negro absoluto, las cosas tardan en reco-
brar su forma. Primero la ventana; en el cielo nocturno
un avión parpadea como luciérnaga. Luego la alfombra,
cada uno de sus vellos; el clóset, la puerta de entrada. El
cristal es negro de nuevo. El rostro es el de un fantasma.
Pasa así mucho tiempo; del otro lado aún el sollozo. Me
pongo de pie.
Camino hasta el buró. A tientas encuentro el celular, es-
cribo el mensaje: “Mi General, siento hacer las cosas así,
pero sabes que no me gusta ir a la oficina. Sólo quiero decirte
que renuncio porque busco nuevas oportunidades laborales.
Saludos”. Envío. Abro el cajón, busco de nuevo a tientas, y
la encuentro. Respiro hondo. Doy media vuelta, aún a oscu-
ras, camino hacia la puerta. Me da la impresión de que la
pantalla o la consola siguen encendidas. No es así.
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Transcripción del original del Dr. Franz Porter, publicado en Mito-
logías contemporáneas: doce estudios de caso, con permiso del autor.
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—Odio dormir.
—Interesante. ¿Por qué?
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—Sí.
—Pero es sólo una pesadilla, ¿no?
—Supongo...
—¿Pero no estás seguro?
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Viernes 13 de mayo
Qué atinado; este tal Maelo Moreira, su destiempo, debe
ser obra del destino.
No hay otra explicación: tenía que tocar a la puerta hoy,
precisamente hoy que es el primer día de todo esto. No ha-
bían dado las nueve de la mañana cuando el timbre sonó;
abrí la puerta aún en pijama, las pantuflas a cuadros, los
cabellos prehistóricos y las gafas mal puestas. Fue inevita-
ble pensar en lo mal que debía estar todo esto al verme vul-
nerable ante aquel monstruo amazónico todo jeans con
músculos propios, gafa oscura y sonrisa de metal. Ese hom-
bre de una especie que según yo sólo acechaba sonriente en
los espectaculares, se presentó sonriendo, con su carne y sus
huesos —que parecen las bronceadas bujías de un auto-
bús—, con un bom dia, esgrimiendo que era su primer día en
este edificio, venía de Brasil, y se llamaba Maelo Moreira.
Debo haberlo recibido como a una plaga, con el rostro
hinchado y el portugués mal fajado: eran deshoras. Y él de-
bió haberlo notado, porque en cuanto me estrechó la mano,
fue como si le hubiera traído la noche sin una cueva para
guarecerse: la amabilidad de su discurso inicial —había di-
cho algo de buscar nuevas oportunidades, algo de una tierra
muy próspera que no entendí si era su Río de Janeiro o mi
ciudad de México—, su anterior delicadeza, mutó en una
mueca que sólo pude interpretar como la repulsión que se
siente al probar un huevo podrido. Con su rictus de animal
asustado, sin dejar de mirarme la pijama, procedió con prisa
a atender su asunto: desde su departamento, el más alto de
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Sábado 14 de mayo
Tenía planes de salir al mercado por carne, acaso comprar
el periódico, pero el cielo se nubló desde las diez de la
mañana, y a las once en punto de las nubes acero eclosionó
un diluvio que azota desde que logré arrastrarme cual ba-
bosa fuera del edredón. Me conformé con comer una lata
de atún, que no estaba inflada. Me imaginé que sí, y estuve
buen rato pensando una muerte por botulismo: mis múscu-
los paralizados hasta el embrutecimiento definitivo de mi
sistema parasimpático; un funeral en el que se dijera: “mu-
rió de un paro en el parasimpático”. Muy simpático sería.
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Domingo 15 de mayo
Casi me siento mal por el vecino del 5. Ayer encontraron el
cuerpo de su hijo en un callejón no muy lejos de aquí.
Me lo contó todo el vecino del 4, con quien nunca había
hablado mucho antes: es un tipo más bien vulgar, medio-
cre, cuya expresión de absoluta satisfacción me ha parecido
siempre una actitud derrotista ante el mundo. Hablé con él
sólo porque la ocasión lo amerita: el hijo del 5, de apenas
cuatro años, llevaba desaparecido mes y medio. El padre
nunca recibió una llamada de un secuestrador. Simple-
mente el cuerpo apareció en un callejón, sin extremidades,
el torso sin hígado ni riñones ni corazón, la cabeza con el
cráneo recortado a la mitad y el cerebro ausente, igual que
la piel, toda ella.
“Parecía el pastel de cumpleaños de Lady Bathory”,
creo que apuntó el del 4.
Los hechos, la comparación tan pedestre, el asco, me
mantuvieron diletante todo el día, y sólo me permitieron
realizar con absoluto fervor mi ritual diario: puntual a las
dos de la tarde, me senté frente a la foto de Mayte y propi-
né tantos insultos como pude, con odio sólido. “Maldita tú
y malditos tus ojos perfectos”, dije. “Maldito Enrique y
maldita su cara común”, azoté. Grité todo lo demás. Ma-
sacré paredes, azoté puertas, rompí vasos.
Hasta que el del 4 vino a ver qué me pasaba, todavía
asustado, supongo, por lo del 5. Le dije que nada; que no
fuera paranoico.
Como castigo por mi actitud decidí no tomar las pasti-
llas de la quimioterapia.
Casi a la media noche, cayó desde la azotea de los brasi-
leños un desarmador en el centro exacto de mi patio. Hasta
bien entrada la madrugada, lo observé de vez en cuando,
como simio que trata de entender para qué sirve esa vara.
En la oscuridad me pareció ver espacios vacíos donde antes
guardaba botes de pintura, brochas, cubetas. Incluso, en el
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Lunes 16 de mayo
Intenté caminar a la tienda y un ventarrón puso el paraguas
al revés, como falda de Marilyn Monroe. Así que yo termi-
né como los muslos de la Monroe: húmedo, inútil, triste-
mente sexy. (¿”Demasiado sexy para escribir un diario”
debería decir?)
El encierro, más que tranquilizarme (usted lo había pro-
metido), se ha convertido en ansiedad. Fantaseo días des-
pejados, paseos diurnos: como animal enjaulado. Murieron
ocho hormigas gigantes en el baño. Nunca habían apareci-
do tantas; hoy las ocho yacían junto a la base del escusado.
Las vi al secarme después de la ducha. No debería quejar-
me: la vecina que vivía en el departamento 1 se fue sin
despedir. Al menos las hormigas me hacen parte de su fu-
neral improvisado.
Quizá entiendo a la del 1. La situación del edificio en
los últimos días es más propia de un zoológico que de ho-
gares decentes: las brasileñas que desafían la calle cascada
con blusas blancas (pero impermeables: por más que me
he empeñado, no logro verles ninguna sombra en el esco-
te), que suben a un taxi o caminan a paso picado y vuelven
dos o tres horas después con más y más bolsas del súper.
Los ruidos de las cosas, que conspiran: contra un techo de
lámina cercano pero invisible se estrellan gotas que suenan
como un big bang multiplicado caprichosamente.
Y más hormigas gigantes (además de las del baño, en-
contré varias en mi cuarto y en la cocina): podría jurar que,
mientras buscaba en el patio bajo la tromba un insecticida
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Martes 17 de mayo
Son las tres de la mañana. La azotea de Moreira tiembla de
tanta samba. Por la ventana veo una nutrida columna
de humo elevarse desde este edificio, como de una parrilla;
me parece muy tarde para estar haciendo carne, pero de
Moreira puedo esperarlo todo. Escucho las voces nuevas
que entran al edificio, los portazos borrachos, la estampida
de desconocidos que seguramente he visto en decenas de
anuncios de televisión.
A mi patio han caído, en orden: tres vasos de plástico,
una botella de refresco, las pantaletas de una mujer (míni-
mas), alrededor de treinta centímetros de cable de cobre,
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Martes 17 de mayo
Son las seis de la mañana y no concilio sueño. Todo, creo,
ha sido brutalmente real.
La lluvia cae con rencor. Con todo en tinieblas, los ani-
males despiertos se vuelven ansiosos: los insectos revo
lotean como si fueran a conquistar un mundo, el perico
de Moreira intenta frases humanas que se diluyen en un
graznido infernal, los gatos follan en los tejados de lámina,
que magnifican el sonido de cada gota: esto parece el arca
de un Noé con doctorado en Hitchcock.
Pero en el mundo de estos brasileños perfectos, parece,
hasta la tortura es fiesta: los gritos parecen más de sufri-
miento que de algarabía: el carnaval se parece demasiado a
una dictadura, a sus picanas, a sus picanhas; las risas ya no
parecen tanto importadas de Sudamérica sino de la parte
más austral de un cráter. Los pisos del edificio crujen, las
paredes murmuran, los pasillos distienden ecos caverno-
sos, en las cortinas se ven luces que parecen muecas. Hasta
las tuberías rebotan el agua con un ruido que semeja el in-
testino de un robot con agruras o intentos de voces atrapa-
das en metal, biónicas.
Hace unos quince minutos la lluvia propinó una diarrea
de rayos que no ha parado. El golpe de nube se mezcla con
el ritmo pesado de la azotea, las risas alargadas y metálicas
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Miércoles 18 de mayo
Caos en el edificio: la lluvia rompió varias tuberías. Todos
tratamos de lidiar con ello: durante todo el día los veci
nos han ido y venido, requiriendo cubetas, palanganas, tup
perwares capaces de controlar la inundación, pero nada fun-
ciona. Aunque cerramos la llave de paso desde temprano, el
diluvio aún rellena una y otra vez los contenedores; las cola-
deras se llenan, las hormigas brotan con más desesperación
(dos murieron sólo a un lado del refrigerador; no quiero ima-
ginar cómo estará el estudio). La inundación fue tan grave
que varios vecinos declararon el extravío de utensilios de co
cina, cubiertos, toallas, suponen, a merced de la corriente
pluvial que se tornó fluvial. Cada departamento se inunda
según su altura: mientras mi planta baja se parece cada vez
más a un acuario con peces de fondo abisal (yo el Centro-
phryne Spinulosa con los dientes afilados y expuestos, con la
linterna de la cabeza en la mano arrugada), el departamento
de los brasileños parece estar seco, confortable, en paz.
Así lo constatamos el vecino del 4 y yo cuando subimos
a pedirles cubetas cerca del medio día: tras la puerta, que
nunca abrieron, Moreira roncaba como león, ante nuestros
oídos incrédulos, nuestras ojeras compartidas e iracundas
por el insomnio carnavalesco que también inundó a todo el
edificio, salvo al último piso.
La situación más grave es de la vecina del 3, pobre
anciana. Su departamento no conoce sequía en ningún
cuarto; su hijo, el que la cuida, salió de viaje hace algunos
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Jueves 19 de mayo
No sé por dónde comenzar la nota de hoy en el diario. Us-
ted dijo que escriba cada día, así que intentaré: hoy casi no
hice nada. Mi casa se inunda, por lo que he tratado varias
veces de reparar la tubería, pero está peor; con cada repara-
ción que intento brota más agua. Es aquí donde me gustaría
que la humanidad nunca hubiese evolucionado y que aún
tuviéramos branquias; cualquier inundación sería como ir
de vacaciones; como ir al mar, como pasar una temporada en
el útero. Creo que de eso trataba el trabajo de otro de mis
alumnos, pero no tengo cómo saberlo: las hojas que me en-
tregaron fueron de las primeras cosas en desaparecer ayer,
mojadas, en el bote de basura.
Revisé el refrigerador: me queda un huevo, seguramen-
te podrido, media botella de refresco, un cuarto de barra de
mantequilla, un aderezo de ensalada que pensaba usar en
la lechuga, que ya está podrida en la parte más baja del
aparato. Podría jurar que quedaba carne en el congelador;
me la he comido, o se la han llevado las hormigas, ya no lo
recuerdo. En la alacena: dos latas de atún, especias, media
bolsa de fusilli. Migas de cereal y pan duro. Trastes apesto-
sos en la tarja.
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Viernes 20 de mayo
Tuve un sueño de lo más inquietante: corría entre grandes
palmeras cuyas hojas caían pesadas sobre mi rostro. Mover-
me era difícil, pero me agitaba con desesperación, movien-
do un pie pesado tras el otro, tratando de esquivar las raíces
que salían del suelo como garras de un muerto reviviendo.
En la parte más oscura del camino, algo me tumbó sobre el
suelo lodoso: una araña del tamaño de un San Bernardo,
que movía sus quelíceros sobre mi estómago, me envolvió
con sus patas sólidas como muro de catedral. Cuando la
araña estaba a punto de hacerme un agujero en el vientre
se avispó, alzó las patas, corrió a mi alrededor y, sin mayores
avisos, cayó muerta como las hormigas de mi sala. Mientras
me incorporaba, algo cayó dando alaridos desde una palme
ra: un mono capuchino cayó sobre el cadáver de la araña
(que ya lucía descompuesto, deforme, y semejaba el cuer-
po mutilado de un bebé recién nacido) y estiró sus encías
hasta mostrar los colmillos severamente esquinados, la gar-
ganta fuego, golpeando repetidamente con un tubo de co-
bre las patas endurecidas, los quelíceros que semejaban
ojos; el simio recordaba la cara de un anciano comiendo
frutas en descomposición. Cuando estaba a punto de des-
mayarme, el capuchino empezó a gritar, con voz de perico,
con voz metálica de perico enloquecido: “eu posso a aju-
dar, vizinha! eu posso a ajudar!”
Desperté con la voz de Moreira diciendo exactamente
eso a la señora del 3. Escuché a la anciana decir muy ama-
ble, muchas gracias, y a Maelo entrar y decir muchos chis-
tes (algo sobre sus ojos también, cosa que halagó a la ancia-
na: todas las mujeres son adolescentes cuando se trata de
cumplidos), y un par de martillazos, y beber agua, muito
obrigado Senhora, eu não tenho sede, faltaba más, muchachito.
Para este momento yo ya estaba en el pasillo, con la
oreja pegada a la puerta de la vecina del 3. No por espiar
a nadie: pretendía salir a buscar al fumigador o alguna tien-
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Sábado 21 de mayo
Desconfío de Maelo Moreira. Me cuesta concebir que un
hombre de su especie nos trate con tal deferencia a noso-
tros, mortales, ancianos, de rostro asimétrico, de estatura
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Domingo 22 de mayo
Murió la vecina del 3.
Su hijo logró volver (parece que gracias a una serie de
peripecias dignas de una novela) y, apenas abrió la puerta
de su departamento, emitió un grito que nos hizo a todos
asomarnos de nuestras casas. El pobre tipo perdió la razón:
mientras los vecinos desfilaban por su casa, permaneció ti-
rado en un rincón, con la mirada fija en el techo, balbu-
ceando que por qué su madre, que por qué se había llevado
a su madre.
No tenemos educación tanatológica, ya le digo. No sa-
bemos morir.
Lo cierto es que la anciana murió de un modo muy
extraño: yacía en el piso desnuda, junto a un sillón de su
sala. No había una gota de sangre, pero su cuerpo ya estaba
oscuro y endurecido. Sus arrugas parecían duras como raí-
ces viejas. Su brazo derecho cubría el rostro, como si antes
de morir hubiese visto una revelación horrible; apenas se
alcanzaba a distinguir su boca, abierta por el rigor mortis
que le paralizaba el resto del cuerpo.
Para enderezarla tuvieron que llegar los paramédicos.
Lograron apartarle el brazo del rostro y nos dimos cuenta
de que el cadáver no tenía ojos. En sus cuencas vacías ya
caminaban, para morir, un par de hormigas espartanas be-
bés. Algo o alguien le había sacado completo el sistema
ocular. Pero su puerta no parecía forzada; no había rastros
de violencia, ni rasguños de animal o máquina; sólo faltaba
junto a la puerta la foto de los ojos aceitunados de la señora;
pero eso no le pareció importante a nadie, sólo a mí. Sobra
decir que los vecinos (o los que creo que son mis vecinos:
a muchos de ellos no los había visto nunca; algunos, inclu-
so, me saludaron efusivamente, pero no logré reconocerlos,
como si les hubiera cambiado el rostro en apenas pocos
días) explotaron en especulaciones, preocupados por un
asesino serial o una cruel banda de ladrones; algunos inclu-
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Lunes 23 de mayo
Anoche no pude dormir. Esta vez no se debió a Maelo ni a
sus brasileñas (aunque tengo la vaga certeza de que, en al-
gún momento del insomnio, escuché a su perico decir
“verde”, el leve rumor de un taladro lejano), sino al pánico
que ha echado fuerte raíz en el edificio. Cada pocos minu-
tos se escuchaban pasos en el pasillo, el eco de una voz
susurrando; espantado por la posibilidad de que fuera de
nuevo el asesino serial que hemos imaginado, o el ladrón
que asesinó a la vecina del 3 saliendo de su escondrijo, me
asomaba a corroborar que todo estuviera bien, para encon-
trarme sólo con la oscuridad de la noche pesada y la lluvia,
la maldita lluvia, que hace aparecer fantasmas en cualquier
ventana. Varias veces me encontré en tal paranoia (en el
sentido coloquial del término: conozco bien que esa pala-
bra me es prohibida) a otro vecino con sus fantasmas in-
ventados, con otros ladrones cuyos rostros cada quién
inventó a su conveniencia. Con otras paranoias, no sé qué
tan coloquiales.
Para el amanecer era muy claro que nadie en el edificio
había logrado dormir. Por si fuera poco, varios descubrieron
faltas en sus repertorios domésticos: alguien perdió algu-
nos cables y su costurero; otro, dos sillas y la tostadora de
pan. Nadie reportó la pérdida de joyas o dinero, ni cajas
fuertes forzadas, ni carteras vacías. Nos quedó claro que
el asesino de la del 3 fue el ladrón más raro de la historia
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Martes 24 de mayo
¿Usted cree en el destino, doctor Porter? Conozco la res-
puesta: un hombre de ciencia preguntándole esto a otro
es una desfachatez. Usted, como psicólogo, sabe que no
hay más destino que los traumas de la niñez pudriéndose
en los intestinos. Pero yo soy antropólogo, y mi ciencia es
estudiar el destino; la manía de cada ser humano y cada
civilización (casi siempre infundada) por creer que lo
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Miércoles 25 de mayo
Cuando Mayte estaba aquí, organizaba una vez al mes reu
niones con sus amigas. Hablaban de ridiculeces: las premo-
niciones fallidas de cuando no tenían arrugas; las premoni-
ciones desgraciadamente acertadas. A veces también venía
Enrique y tomábamos un brandy y hablábamos de libros,
de su tesis posdoctoral y de mis investigaciones: de las me-
morias fallidas y las premoniciones por enjuiciar. Pero des-
de aquella noche mi puerta ha estado en hibernación. En
silencio.
Pero yo no me confío, doctor Porter; yo prefiero montar
guardia. Acaso para fallar otra premonición: desde que esto
sucedió, desde que sólo parezco estar yo, me parece que
sólo dos personas podrían tocar a mi puerta: o el asesino de
la del 3 o Maelo Moreira —a él espero no dañarlo si toca la
puerta, pero bien merecido tendría el accidente tomando
en cuenta que hay un loco suelto—. Así que exploré el caos
jurásico que habita el piso mojado del patio para antepo-
nerme al ataque, con la intención de hacerme del arma óp-
tima: podría usar la media docena de camisetas (lo cazaré
desnudo, a golpes de honda), o los trastes sucios (por la
boca, como al pez), los pelos que ya construían mechones
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Jueves 26 de mayo
Silencio. Lluvia. Encierro. Batucada. Esto parece más pur-
gatorio que convalecencia.
Y el periódico: otro político corrupto, otra masacre en el
norte, otra guerra cocinándose en alguno de los muchos
anos del planeta.
Otra maldita hormiga muriéndose sobre mi brazo.
¿Se estarán extinguiendo estas hormigas? El fumigador
no contesta aún; quizá él sabe que las hormigas espartanas
bebés mueren en mi sala porque es lo que toca.
Quizá lo que toca es la extinción de nuestra especie, y
la lluvia no es más que un sueño colectivo. Quizá mi desti-
no es ser el primer espécimen extinto.
¿Usted leerá esto en algún momento? ¿O estoy en el filo
de la muerte, a punto de ser devorado por un predador,
orándole a un dios que no existe?
Viernes 27 de mayo
No soporté el encierro. Me atavié de nuevo con el som
brero de Sherlock y el burbupack y la gabardina y el para-
guas roto y salí a la calle, sin un pretexto. Necesitaba ver
que el mundo sí existe bajo el agua, en algún lugar fuera
de la samba que inunda el edificio.
El mediodía caía sin gracia; afuera todo es nube, todo se
ha vuelto un charco inmundo. No hay gente; como si la
lluvia hubiese diluido el vecindario. Caminé por más de
una hora, pensando en Mayte; en el huevo podrido de mi
páncreas; en lo que usted dice que tengo en la cabeza. En
el rostro del vecino del 4. Concluí, pocos minutos antes de
volver, que quizá eso del destino no tiene ningún sentido.
Que es mejor lo que hace Moreira: tragar carne todas las
noches, poner música a altísimos decibeles, rodearse sólo
de mujeres que parecen panteras.
Cuando estaba a menos de diez pasos de mi edificio,
tan mojado que parecía listo para volver a la vida en el mar,
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sabe que lo que digo no es del todo mentira. Será que sabe
que le creí, que justo ahora sigo creyendo que todo va a
estar bien, y que eso es también otra forma de locura.
¿Será que él sabe dónde está ella?
Lunes 30 de mayo
Disculpe si este diario se ha cortado por algunos días, doc-
tor. Verá: no había tenido ánimos de escribir. El domingo
pasado recibí una llamada de Mayte.
No quiero ni mencionar las cosas que me han pasado
por la cabeza.
No fue una llamada como la que yo esperaba, ¿sabe?
Fue más bien un telegrama. Ni siquiera me preguntó cómo
estaba. Se limitó a decirme que Enrique pasaría al departa-
mento uno de estos días, cuando la lluvia cesara, para reco-
ger sus cosas; en particular, insistió en la ubicación de sus
cepillos, de su ropa interior. Se la referí de manera precisa.
También le hablé de las tuberías rotas; de la muerte de la
vecina, del pastel de carne en el callejón. De Maelo, espe-
rando algún resoplido lejano, alguna pista. Ella no dijo
nada al respecto de nada. Sólo que Enrique pasaría, nada
más. Su voz se oía como debajo del agua. Como si estuvie-
ra millones de años atrás en el tiempo.
Ninguna hormiga ha muerto en el departamento esta
semana, o no he alcanzado a verla. Me parece que ya todos
los vecinos, salvo Maelo Moreira, se han mudado. El edifi-
cio está vacío y vago rodeado de las tuberías que gimen,
de tamborazos que bajan por ósmosis hasta las paredes y de
ahí a mi páncreas. Soy un fantasma redondo.
Y los fantasmas, querido doctor, no escriben.
Domingo 5 de junio
Paso los días junto a la ventana, apenas mirando fuera para
cerciorarme de que todo sigue mojado, pero en pie; para cer
ciorarme de que el auto de Enrique no se acerca. La vida
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Martes 7 de junio
Mientras espero a que algo suceda, mi único pasatiempo
consiste en releer un periódico viejo que envolvía una lám-
para de Mayte guardada en la parte alta del clóset. Hoy me
encontré la siguiente nota: “Las células madre pluripoten-
tes pueden ser usadas por la medicina genética para desa-
rrollar diferentes tejidos del cuerpo. Científicos brasileños
consiguieron reprogramar la célula usando el gen conocido
como TCL-1A”. Es de hace exactamente un año; puede
buscarla usted mismo, palabra por palabra.
El científico que lidereó las investigaciones se llama
Maelo Moreira. En la foto aparece anciano, frente a una se
rie de probetas que cuelgan sobre un mechero de Bunsen.
El severo doctor lleva en la mano un encendedor con la
efigie de Pelé.
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Miércoles 8 de junio
Quise terminar hoy este encierro, doctor. Quise largarme
de aquí: en este edificio, en este departamento que no
conoce sequía, en esta espera por Enrique, o Mayte, o el
robot que hicieron con ambos, yo ya no existo. Así que
decidí irme.
Y no pude.
No deben ser menos de sesenta brasileños los que ro-
dean el edificio. En cuanto asomé una célula a la calle, con
mis cosas a los hombros, se acercaron con la mirada fija a la
puerta. Casi enseñando los dientes. Eso no fue lo peor: en-
tre todos ellos, puedo jurar que vi más de un anciano, des-
nudando las encías, encorvando los ojos tras gruesos ante-
ojos. Incluso me pareció ver mi rostro, mucho más anciano
que ahora.
La luz se fue, pero sólo en mi departamento: esto se
llama horror. Para colmo, no recuerdo haber visto el rostro
de Mayte, sus ojos aceitunados.
Viernes 10 de junio
Usted y yo sabemos que voy a morir, doctor Porter. Ya sea
por el cáncer o por mi enfermedad mental. Quizá usted lo
sabe mejor que yo: por eso, y no porque la lluvia haya cor-
tado la línea, usted no contesta el teléfono. Se me termina-
ron las pastillas, todas ellas. El cielo no para. Aun así, espe-
rar a Enrique se ha vuelto una condena mayor. Las hormigas
han comenzado a morirse sobre mi rostro, de noche, cuan-
do duermo: no les queda otro espacio, el piso de mi depar-
tamento ya es de un severo negro con miles de patitas
viendo hacia el techo; soy un pedazo de carne sobre una
alfombra fúnebre. Mi garganta la fosa de una familia espar-
tana que lo ha perdido todo.
Me parece que sólo así se entiende que un académico
de mi categoría se haya rebajado a las condiciones que es-
toy por narrarle; quizá estas circunstancias, según su teoría,
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Domingo 12 de junio
Hoy mismo dejo esta casa. No sin pena: algunos de los bra-
sileños nuevos escuchan bossa nova en vez de samba. Este
mundo empezaba a ponerse más o menos bien.
Mientras escribo esto, una hormiga espartana bebé
muere ante mis ojos, sobre la mesa. Quizá alucino (en el
sentido coloquial o científico del término: qué importa a
estas alturas), pero la veo dar un suspiro final y recio, como
sabiéndose la última hormiga.
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polvo ocre. Todos los sonidos, todas las visiones, tenían una
cercanía íntima, surreal. Y Jerónimo resplandecía: su silue-
ta recortada contra el sol tricolor de Sonora o Arizona o el
Gobi: donde él prefiriera estar en cada momento. Incluso
—aunque esto no queda asentado en las actas— sonreía
cada vez que el tacómetro aumentaba. La piel imperfecta,
la calva reluciendo cómoda, la panza libre frente al volante.
Yo hubiera puesto en el asiento del copiloto una mujer des-
lumbrante como los reflejos en el sudor de su frente. Hay
que admitir que, en este caso, el cliente, su inconsciente,
tuvo la razón: de haber puesto una turgente rubia a su lado,
esto sí hubiera parecido un sueño. Pero el resultado parecía
real. Era real.
Incluso su perseguidor. El auto que hostigaba a Jerónimo
era un Lamborghini digno de cualquier mafia respetable. El
conductor, italiano, el más atractivo que pudimos conseguir.
Aunque el cliente no note ese tipo de detalles, debemos
estar seguros de que, si surge el recuerdo, los detalles ten-
drán coherencia. En todo caso, actuamos como lo haría dios:
con mentiras verosímiles. Como lo haría la memoria:
Sutilezas.
Cuando el auto cayó al agua evitamos el recurso barato
de la cámara lenta. No hubo demasiados elementos: el
camino terminó sin aviso, bajo el Ferrari se abrió el vacío,
el cielo brilló sin aspavientos y el auto se sumergió. Ni si-
quiera debimos preocuparnos porque el agua salpicara: nos
ocupamos más en hacer que el auto se inundara de forma
dramática. Grandes borbotones colándose por el vidrio
abierto, la noción de que los pies de Jerónimo quedaban
sumergidos, el silencio repentino, la claustrofobia. Incluí
—y de esto me siento particularmente orgulloso— un de-
talle que me pareció atinado: cuando Jerónimo trató de es-
capar, el Ferrari aseguró las puertas automáticamente.
Tenemos la filosofía de llevar las cosas al extremo. Es
importante que lo sepas.
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