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Sombras

Las últimas horas de la tarde se esfumaron lentamente. La lluvia


golpeaba con rabia la ventana de su habitación. Llevaba rato pegada al
cristal, observando los charcos que se formaban en el suelo, con los ojos
rojos e hinchados, el pelo desaliñado y la ropa sucia y arrugada.
Contempló con desgana como el agua se acumulaba en el suelo para
luego resbalar lentamente hacia los imbornales. Junto al campanario de la
iglesia, una paloma se refugiaba de la llovizna, buscando acomodo para
pasar la noche. Ángela la contempló con la mirada apagada, envidiándola
con todo su ser; «¿Por qué tenía que ser todo tan difícil?». Deseó que su
vida fuese como la de aquel animal: sin complicaciones, sin recuerdos,
sin dolor...
Unos segundos más tarde la puerta de la iglesia se abrió y el padre
Santiago salió cubierto con un gorro y una gabardina. Cerró y se dirigió
con paso rápido hacia su coche. Sacó la llave de su bolsillo y abrió la
puerta. Justo antes de montarse en el vehículo, dirigió una mirada llena de
tristeza hacia la ventana desde la que Ángela le miraba. Ésta le hizo un
leve gesto con la mano, aunque no obtuvo respuesta; el sacerdote se
limitó a montarse en el coche. Ángela no pudo contener las lágrimas
mientras el vehículo se perdía calle abajo, difuminándose entre la cortina
de agua que amenazaba con inundarlo todo.
El padre Santiago había sido el único amigo de la familia en aquel
pueblo de mala muerte, lleno de arpías con la lengua demasiado larga.
Sus padres lo habían pasado realmente mal a consecuencia de su carácter
alocado y extravagante y, cómo no, Santiago fue el hombro sobre el que
su madre lloraba cada vez que ella la insultaba presa de los ataques de
rebeldía de la juventud.
Recordó el día en que tuvo que confesar a su madre que se había
quedado embarazada; aquello fue la gota que colmó el vaso. Las gentes
del pueblo se cebaron con sus padres y las habladurías fueron una dura
penitencia que su madre soportó sin el apoyo de su padre, que se negaba a
aceptarla en casa.
Nueve meses más tarde nació Lucía. Ángela creyó que aquello aliviaría
la tensión que se había creado entre ella, su madre y su padre, pero el
efecto fue el contrario y nunca más pudo volver al que había sido su
hogar desde niña.
Los primeros meses fueron muy duros. Sobrevivía gracias a la ayuda
que le prestaba su madre en secreto y lo poco que ganaba trabajando de
limpiadora. Afortunadamente, Carlos apareció en su vida, y lo hizo de
una forma algo cómica: aquel día, mientras limpiaba el suelo de una
casapuerta, el chico entró a toda prisa, resbaló y se partió el codo en la
caída.
Ángela le acompañó al hospital en taxi y su conciencia le hizo quedarse
con él hasta que un par de horas más tarde, con el brazo escayolado, el
médico le dio el alta. Aquel día perdió su trabajo, pero ganó la segunda
cosa más maravillosa que había tenido en su vida. Carlos se encargó de
devolverle la alegría que parecía haber perdido para siempre y, un año
más tarde, se casaron.
Ahora nada de eso importaba. Carlos y Lucía se habían ido para
siempre.
Se metió en la cama y se arropó. No pudo evitar derramar un mar de
lágrimas sobre la almohada. Se sentía culpable por el dolor que había
causado a sus padres, aunque no entendía por qué Santiago ni siquiera la
miraba. Hacía unos años que su padre había sufrido un infarto mientras
dormía. Unas semanas más tarde, su madre se asfixió por culpa de un
brasero mal apagado. Ángela se enteró porque Santiago la llamó por
teléfono: ella llevaba años sin hablar con sus padres.
Supuso que el cura la culpaba del sufrimiento que había llevado a
aquella casa en la que ahora vivía. Tal vez no se merecía su amistad.
¿Por qué había vuelto a esa casa tras la muerte de su hija y su marido?
La verdad es que no estaba segura. La depresión la había sumido en un
pozo tan profundo que no recordaba cómo había llegado allí. Quizás era
el lugar donde había aprendido a sentirse segura desde pequeña. Tal vez,
la imposibilidad de enfrentarse a los recuerdos que se escondían en cada
rincón del apartamento donde había vivido con Lucía y Carlos, la había
arrastrado hasta aquella casa.
La verdad es que no le importaba demasiado, ahora ya nada importaba.
Continuó dando vueltas bajo las mantas durante horas, obligándose a
eliminar las imágenes de aquella noche de su cabeza: el cuerpo de Lucia
sangrando, tirado en el asiento trasero. Carlos echado sobre el volante, en
su frente una enorme herida de la que caían gotas de sangre que
empapaban sus pantalones... Inmóviles. Luego las luces, las sirenas... las
voces que gritaban, sus cuerpos siendo arrastrados fuera del vehículo.
El tiempo pasó de forma extraña desde que se salieron de la carretera
hasta que los equipos de emergencia les sacaron del coche, y a pesar de
que los recuerdos solo eran una sucesión de imágenes y sonidos difusos,
seguían empeñados en no dejarla dormir.
Solo quería descansar, sumirse en un profundo sueño que le hiciese
escapar de aquel infierno... ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil?
***

Las primeras luces del alba la sorprendieron despierta, enredada entre las
mantas. Era incapaz de asegurar si había dormido durante la noche. Solo
estaba segura de haber rondado un estado de duermevela inquieto y
desagradable.
No se sorprendió al ver en el espejo que el cansancio y el dolor habían
consumido su rostro, hundiéndolo contra los huesos de sus pómulos ¿Qué
más daba su aspecto? Se alisó el pelo con desgana y se dispuso a salir a
dar un paseo por el pueblo.
El gélido viento del norte la golpeó nada más salir. Agradeció el frío que
acariciaba su cara. Caminó sin rumbo, dejando a su espalda la vieja casa
familiar llena de recuerdos de su niñez. «Más momentos malos que
buenos», pensó mientras avanzaba por las aceras llenas de molestos
adoquines que se clavaban en sus pies.
Paseó lentamente, perdiéndose en la maraña de callejuelas que daba
forma a aquel maldito pueblo. A ambos lados de la calle, las pequeñas
casitas de paredes encaladas y techos de tejas marrones, la inundaron de
recuerdos de su infancia: su primer beso, su primer cigarro... A unos
metros de ella, una bolsa voló sobre el suelo, totalmente ajena a su dolor.
La observó avanzar hasta que quedó atrapada contra el tronco de un
naranjo.
Aún era demasiado temprano, las calles estaban vacías, sumidas en un
estado de vigilia que la relajaba. La verdad es que no le apetecía
encontrarse con sus antiguos vecinos.
Una puerta se abrió a unos metros de distancia. Ángela vio salir a Luis
de su interior. Le observó divertida, esperando a que él la viese.
Luis había sido el tío bueno del pueblo durante sus años de juventud, y
ella había sido su novia durante un tiempo... juntos perdieron la
virginidad en el asiento trasero de un viejo Ford, en un carril poco
frecuentado a las afueras del pueblo. Aquel chico siempre había estado
enamorado de ella y fue el único que la apoyó cuando se quedó
embarazada. Se cruzó de brazos y no pudo disimular una sonrisa. Luis se
volvió, miro hacia ella, se metió en el coche y se marchó; exactamente
igual que el padre Santiago.
Se quedó boquiabierta, incapaz de comprender la reacción de Luis.
También él la rechazaba como si fuese el mismísimo diablo.
«No he hecho daño a nadie ¿Es que no entienden que he perdido a toda
mi familia? ¿Acaso no van a perdonarme nunca haber sido un poco loca
de joven?», se preguntó mientras recorría cabizbaja el camino de vuelta a
su casa, intentando contener las lágrimas.
­¿Ángela? ­ Aquella voz tan suave...
Ángela se volvió bruscamente, conocía esa voz, pero no sabía de qué...
enseguida la reconoció: justo a su derecha, bajo el marco de una raída
puerta de madera, identificó la figura de Belén.
­¿Belén? ­ Respondió acercándose lentamente.
­ Sí, hija, ¿Qué te trae de vuelta por este pueblo?
Ángela llegó junto a la puerta y sonrió al ver a la vieja que tantas veces
la había acogido en su casa cuando su padre no la dejaba entrar de
madrugada.
La verdad es que el tiempo no había sido benévolo con la anciana: su
rostro se ocultaba bajo un grueso manto de arrugas y el poco pelo que aún
conservaba, caía sobre sus hombros mostrando toda la gama de grises
posible.
­ No sabe cómo me alegro de verla... la verdad es que... bueno, supongo
que sabrá que mis padres murieron.
­ Sí cariño, algo terrible...
­ Pues verá ­ la voz de Ángela se quebró ­. Mi hija y mi marido...
fallecieron hace unos meses.
­ Vaya ­ la anciana abrió mucho los ojos­. Es terrible. Ahora entiendo
que hayas vuelto. La distancia es la mejor aliada del olvido.
­ La verdad es que no sé bien lo que me ha traído aquí... supongo que
será el falso sentimiento de seguridad que uno guarda en sus recuerdos de
la niñez...
­ Has hecho bien hija ­ Belén la cogió del brazo suavemente ­. Vamos,
pasa, hace mucho frio ahí fuera.
La calidez del hogar la reconfortó. Su mente se embriagó de los
recuerdos de su adolescencia, de las noches en que durmió en aquel viejo
y mullido sofá cuando nadie más la quería acoger. No pudo evitar sonreír
mientras recorría con la mirada aquel viejo salón: estaba exactamente
igual que la última vez que lo vio; hacía tantos años de aquello...
Ángela siempre había pensado que la vieja habría muerto hacía tiempo,
ya que era muy mayor, y fumaba sin descanso. Se alegró de estar
equivocada; Belén era como una madre para ella y agradeció poder hablar
con alguien después de que todos la ignorasen.
­ Y dime hija ¿Por qué no duermes bien? –Preguntó escudriñando las
enormes sombras que enmarcaban los ojos de la chica.
­ Bueno, supongo que los recuerdos me persiguen ­ Ángela bajó la
cabeza­. ¿Sabe? Mi hija murió la noche de navidad ­ La anciana frunció
el ceño­. Habíamos cenado con unos amigos y cuando volvíamos a casa ­
las lágrimas brotaron de sus ojos como un río descontrolado.
­ Tranquila, tranquila ­La anciana apretó sus manos con fuerza,
intentando consolarla.
­ Esa noche, Lucía se había portado mal. Ya sabe... solo eran cosas de
niños, pero yo me puse tan furiosa que la castigué sin regalos de Papa
Noel. Murió sin que pudiera decirle que la quería, que no estaba
enfadada, que al llegar a casa tendría sus regalos bajo el árbol.
El rostro de Ángela se contrajo en una mueca de dolor, colocó la cabeza
entre las manos y no pudo evitar que un nuevo mar de lágrimas inundara
su rostro. Belén la contempló en silencio mientras las lágrimas corrían
por sus mejillas hasta caer lentamente al suelo.
­ No te sientas culpable, ella sabe que la quieres ­ afirmó Belén
intentando aliviar su dolor.
­ No pude decírselo. No pude hacer nada... todo fue tan rápido...
­ Quizás ahora puedas decírselo.
­ Lo hago cada minuto, cada día, cada noche...
­ Tal vez, podrías hablar con ella de nuevo…
Ángela despegó la cabeza de las manos como un resorte, mirando a la
anciana fijamente a los ojos.
­ No te rías de mí ­Increpó llena rabia.
­ Si pudieras hablar con ella...
­ ¿Pero qué dices? ­ Ángela se levantó bruscamente ­. Tú también
quieres hacerme daño, como todos los del pueblo. Me odiáis.
­ Mira hija, no te odio. No sé cómo puedes pensar eso con todo lo que he
hecho por ti. Si lo deseas, solo tienes que pedírmelo, y podrás hablar de
nuevo con tu hija.
Ángela la miró, perpleja. Deseaba decirle que se fuera a la mierda, salir
de allí y no volver a verla nunca más; sin embargo, la necesidad de creer
que todo aquello pudiese ser cierto la hizo dudar unos segundos.
­ ¿Que tienes que perder? ­ añadió ante la desesperada mirada de la
chica.
Una parte de su mente le decía que todo aquello era una locura, que
seguramente la vieja había perdido la cabeza; pero la otra, intentaba
aferrarse a aquella posibilidad como la única forma de salir del pozo de
amargura que la tenía prisionera.
Volver a hablar con su hija... Sin duda, merecía la pena intentarlo...
­ Por favor, ayúdeme a hablar con mi hija ­ suplicó.
­ Está bien, pero antes, debes comprender que hay puertas que es mejor
no abrir ­ Ángela torció el gesto, confusa­. Ahora que ya te he advertido,
¿Sigues dispuesta a hacerlo?
­ Por supuesto ­ Respondió segura de que todo aquello era totalmente
absurdo.
La anciana se levantó torpemente. Abrió uno de los cajones de un viejo
mueble de madera que amenazaba con caerse a pedazos y sacó un
teléfono antiguo. Ángela sintió que el peso de la realidad volvía a caer
sobre ella sin compasión; ¿Que esperaba? Aquella vieja estaba totalmente
loca, ahora estaba segura.
­ Ten ­ La anciana le entregó el teléfono.
Aquel trasto podría exponerse en cualquier museo de antigüedades.
Estaba lleno de polvo y antiguamente pudo ser de color dorado, aunque se
encontraba en tan mal estado que no podía asegurarlo. El auricular
descansaba sobre dos piezas metálicas que le servían de soporte. Bajo
estas, una caja cuadrada mostraba una serie de números desgastados que
eran casi imposibles de descifrar. Aquel artilugio debió de ser la bomba
en su época, pensó Ángela visiblemente decepcionada.
«Que tonta eres ¿Acaso creías que esa vieja sacaría del cajón alguna
suerte de luz mágica?».
­ Debes colocarlo en una habitación donde haya estado la niña.
­ La verdad es que mi hija no vivió nunca en esa casa ­ Hizo ademán de
devolverle el teléfono.
­ Cuando estabas embarazada, la niña vivía contigo, en tu interior ­ La
vieja rechazó volver a coger el teléfono­. Debes colocarlo en esa
habitación y nunca debes sacarlo de allí.
­ Está bien ­ Respondió intentando no sacar a la anciana de aquella
especie de ilusión en la que andaba metida­. Lo colocaré allí. Se lo
prometo ­Volvió a mirar el teléfono ­. Entonces... ¿Tengo que marcar
algún número?
­ Solo descuelga, él hará el resto. Pero recuerda, piénsalo bien antes de
descolgar la primera vez.
Ángela se despidió apresuradamente de la anciana. Deseaba salir de
aquel lugar, alejarse de aquella locura en la que vivía Belén.
Mientras andaba de vuelta a casa, sintió pena por la anciana; «La edad no
perdona y la soledad tampoco ayuda. Está completamente loca», pensó al tirar
el teléfono en el primer cubo de basura que encontró. Se dispuso a volver
a su hogar lo antes posible; ya había tenido bastante por ese día.

***

Ángela entró en casa cuando las primeras gotas de una nueva llovizna
comenzaron a manchar las calles del pueblo. «Justo a tiempo», se dijo en
voz baja mientras subía la escalera hacia el dormitorio que usaba desde
que volvió.
Se desnudó completamente y observó su cuerpo durante unos segundos
frente al espejo que custodiaba la puerta del ropero. Aquel había sido
siempre el cuarto de invitados. A su derecha, el pasillo que conducía
hacia su antiguo dormitorio, estaba oscuro por la falta de luz que había
provocado la tormenta. Justo antes de llegar a aquel cuarto, se encontraba
el servicio y un poco antes, el cuarto donde sus padres dormían. Eligió el
cuarto de invitados porque se sentía incapaz de dormir en el antiguo
dormitorio de sus padres, y no le agradaban los recuerdos que vestían las
paredes de su antigua habitación.
Un ruido que no acertaba a reconocer la sobresaltó. Miró hacia el fondo
del pasillo, intentando averiguar de dónde provenía aquel sonido tan
estridente. Avanzó lentamente hasta el marco de la puerta; no había duda,
el sonido salía de su antiguo cuarto.
Asustada y confundida, clavó la mirada en la puerta de madera que se
erguía amenazante al final del corredor, intentando reconocer aquel ruido
tan desagradable: parecía un sonido metálico, como el tintineo de unas
campanillas oxidadas.
Ángela avanzó entre las sombras del pasillo, haciendo acopio de todo su
valor. Se detuvo un segundo tras la puerta de su antiguo dormitorio,
intentando averiguar qué podía estar causando aquel ruido.
Tomó aire y abrió bruscamente...
Los nervios corrieron desbocados por todo su cuerpo. Notó como el
sudor empapaba sus manos, dejándolas tan pegajosas como aquella
mañana en que tuvo que confesar a su madre que estaba embarazada. Sus
ojos se abrieron como platos y no pudo evitar que todo el vello de la nuca
se le erizara: sobre la mesita de noche, el teléfono que había tirado a un
contenedor hacía rato, emitía aquel sonido exasperante.
«Esto no puede ser cierto ¿Qué hace este trasto aquí?», pensó sin poder
apartar la mirada de la mesita de noche.
Se acercó lentamente, con el corazón retumbando. Se detuvo junto a él y
observó los números gastados que adornaban la caja metálica sobre la que
reposaba el auricular.
«¿Qué coño significa esto?»

Deseó descolgar, pero apartó la mano en el último momento.


«¿Y si es cierto?»

Ángela suspiró con fuerza, cogió el auricular y lo colocó sobre su oreja.


Las piernas le fallaron, su rostro palideció aún más y no pudo evitar
dejarse caer sobre la que había sido su cama durante tantos años.
­ ¿Mami?
­ ¿Lu... Lu... Lucía?
­ ¡¡Mamá!! ­ La voz de su hija sonaba alegre y divertida.
Las lágrimas brotaron de sus ojos con más fuerza que nunca.
­ Mamá, ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
­ Hija, hija, yo... ¿sabes?.. No, no estabas castigada… Yo, no sabía ­ Los
nervios no le permitían hablar con claridad.
­ Mamá, ¿Por qué no vienes?
El aire y la saliva se atragantaron en la boca de Ángela.
­ Cariño, voy a ir, te lo prometo. No te pongas triste ¿Vale?
­ Vale, te estamos esperando.
­ ¿Quién me espera?
­ Todos: Papá, yo...
­ Mi niña... No te preocupes, que voy a ir muy pronto ¿Vale?
­ Vale. Tengo que irme mamá.
­ No, espera ­ Gritó presa de la desesperación. El sonido desapareció.
Continuó durante unos segundos con el auricular pegado a la oreja, con
la esperanza de volver a oír la voz de Lucía al otro lado; había tantas
cosas que necesitaba decirle, que se sintió idiota por haber perdido
aquella oportunidad.
Un leve movimiento a su derecha le hizo levantar la cabeza. Creyó haber
captado por el rabillo del ojo algo moviéndose junto a la pared, envuelta
en sombras, donde aún colgaban los posters que colocó cuando era una
adolescente. A pesar de la oscuridad que reinaba en aquella habitación,
pudo comprobar que no había nada. Volvió a colocar el auricular en su
sitio y se levantó lentamente, conmocionada por lo que acababa de
suceder.
Esperó unos segundos, con la mirada clavada en el antiguo teléfono,
hasta que fue consciente de que seguía desnuda. Cuando dio el primer
paso hacia la puerta, algo la agarró de la pierna y tiró con violencia hacia
atrás. Solo tuvo tiempo de gritar y ver una pequeña mano agarrada a su
tobillo antes de caer de bruces.
Se giró en el suelo y pataleo hasta librarse de aquella mano fría y rugosa
que tiraba de ella hacia la cama. Se arrastró hacia la puerta con el corazón
latiendo a toda máquina. Tras ella, la mano palpaba el suelo, buscándola.
Otra mano salió de debajo de la cama: su piel estaba amoratada, cubierta
de una miríada de pequeñas venas violáceas.
La puerta se cerró de golpe.
Ángela se giró en el suelo, apoyando la espalda contra la puerta de
madera. El pánico la atenazaba y sus piernas se negaban a responder. Las
dos manos se arrastraron por el suelo. Tras ellas, vio salir de debajo de la
cama una cabeza pequeña, cubierta de una melena negra y desaliñada que
ocultaba el rostro de aquella cosa. Luego, medio cuerpo quedó fuera de
los bajos de la cama. El pequeño cuerpo se elevó, apoyado sobre las
manos, y dejó a la vista el rostro amoratado y violáceo de una niña. Sus
labios, oscuros, se contrajeron en una sonrisa demencial. Sus ojos eran
dos bolas negras y vidriosas: sin iris, sin pupilas... Ángela gritó y la niña
comenzó a arrastrarse hacia ella a toda velocidad.
Aquellos ojos negros la miraban mientras aquel ser reptaba intentando
agarrarla... estaba tan cerca...
Cuando aquellas manos rozaron de nuevo su pierna, Ángela reaccionó,
saliendo del estado de shock en que estaba sumida. Se incorporó de un
salto, abrió la puerta y cerró con fuerza tras salir de aquella habitación.
Corrió escaleras abajo, dispuesta a marcharse a toda prisa y, justo
cuando estaba en la puerta, reparó en que estaba totalmente desnuda. No
podía salir así y la única ropa que había traído estaba en el cuarto de
invitados.
Con las piernas temblando y la boca seca, Ángela miró hacia la
oscuridad que coronaba la parte superior de la escalera. Comenzó a subir
pegada a la pared. Aguzó el oído, intentando captar el ruido de aquella
niña arrastrándose… el único sonido que percibía era el de sus pisadas
sobre la escalera, y el golpeteo de las gotas de lluvia contra los cristales.
Siguió subiendo con cuidado, ya solo faltaban unos escalones.
Pudo ver la puerta del cuarto donde había aparecido la niña: seguía
cerrada. Aceleró el paso y entró en la habitación de invitados.
Las nubes habían cubierto el sol y la oscuridad se había adueñado de la
casa. Encendió la luz y se vistió a toda prisa. Las manos le temblaban y el
simple hecho de colocarse los pantalones le supuso una dificultad
extrema. Rebuscó su jersey, debía estar sobre la cama...
­¿Por qué no jugamos?
Ángela se giró bruscamente. Bajo el marco de la puerta, un niño la
miraba fijamente.
Sus ojos no eran negros, pero presentaban un aspecto aún peor: estaban
vidriosos, como los de un pez seco varado en la arena. Tenía la ropa
quemada y el rostro lleno de llagas, bordeadas por trozos de carne rojiza e
hinchada. El pelo le caía sobre la frente, liso y rubio.
Avanzó inconscientemente hacia atrás, sin apartar la vista del niño.
­ ¡¡Fuera, fuera de aquí!! ­ Acertó a gritar antes de chocar con la espalda
contra la pared.
Miró hacia atrás un segundo y, cuando volvió a mirar hacia la puerta, el
niño había desaparecido.
Ángela se quedó con la espalda pegada a la pared, esperando que en
cualquier momento entrase por la puerta aquella maldita niña
arrastrándose, o aquel niño lleno de heridas supurantes... «Quizás solo
eran alucinaciones», intentó consolarse mentalmente.
Cogió el jersey rápidamente, se lo colocó y salió corriendo de la
habitación, sin saber qué se encontraría en el corredor.
Bajó las escaleras como alma que lleva el diablo y salió de la casa. La
lluvia la empapó al instante, caía con fuerza y no había tenido tiempo de
coger nada para protegerse de la tormenta. Corrió hacia la puerta de la
iglesia, que estaba frente a su casa. Dudó unos segundos, llamó con los
nudillos y esperó, impaciente.
Nadie abrió.
¿Qué podía hacer? Tenía claro que no volvería a aquella casa, y tampoco
había cogido nada de dinero para marcharse a algún hotel mientras ponía
en orden su cabeza.
Miró hacia la ventana del cuarto de invitados desde la que solía observar
el campanario de la iglesia a diario; una figura alta y fornida la observaba
tras las cortinas. Presa del pánico, corrió sin rumbo por las calles del
pueblo.

***

Se detuvo junto a uno de los naranjos que adornaban las aceras de aquel
pueblecito de casitas bajas y calles empinadas. Le faltaba el aliento y el
agua le había calado la ropa hasta empapar su cuerpo. Miró hacia todos
lados, nerviosa. Cuando comprobó que nadie la seguía, se apoyó contra el
naranjo y descargó parte de su angustia llorando y golpeando el tronco
del árbol.
Estaba empapada y muerta de miedo. Tenía la certeza de que nadie le
ayudaría; de hecho, sería el tema de conversación del día si alguien la
veía corriendo como una loca bajo la lluvia. Volvió a mirar
compulsivamente en todas direcciones e intentó serenarse; tenía que
pensar algo...
Un poco más tranquila, se dirigió hacia la casa de la vieja que le había
dado el teléfono. Necesitaba respuestas, y de paso, un lugar donde
resguardarse de la lluvia.
Cruzó varias calles desiertas, hasta que llegó a casa de la anciana.
Golpeó la puerta hasta que Belén le abrió con una amplia sonrisa dibujada
en la cara.
­ Vas mojarte pequeña
­ Necesito que me expliques algunas cosas ­pasó al recibidor sin pedir
permiso.
La anciana la acompañó al salón. Le llevó unas toallas y se sentaron al
amparo de la chimenea, donde pequeños maderos crepitaban bajo el
abrazo de las llamas.
­ Hablaste con tu hija ­ no era una pregunta. Ángela asintió ­. Y supongo
que habrás visto... cosas...
­ Belén, ¿Qué es ese teléfono que me has dado?
­ Solo puedo decirte que sirve para hablar con aquellos que están al otro
lado.
­ Pero... ­Ángela intentó medir sus palabras ­. Algo me atacó... no sé qué
ocurrió exactamente...
­ Ya te dije que había puertas que era mejor no abrir. Tú decidiste
abrirlas...
­ ¿Que eran esas cosas?
­ Son almas que vagan en este plano. Están atrapadas aquí,
consumiéndose en su propio dolor.
Ángela la miró, boquiabierta. Si alguien le hubiese dicho semejantes
tonterías hacía solo unas horas, habría pensado que estaba mal de la
cabeza, pero ahora...
­ No puedo volver a mi casa.
­¿Quieres volver a hablar con tu hija? ­ Ángela endureció el rostro,
contrayendo la mandíbula­. Puedes hablar con ella, pero solo podrás
hacerlo si vuelves a casa.
Permanecieron en silencio durante un buen rato, oyendo el crepitar de la
leña en la chimenea. Las sombras que proyectaba el fuego formaban
extrañas figuras sobre las paredes de aquel salón. Ángela se levantó, con
la determinación de volver a hablar con Lucia.
­ Es mi hija y necesito hablar con ella. Ni el mismísimo diablo podrá
separarme de ella ­Belén la miró. El fuego confería un brillo extraño a sus
ojos.
­ Entonces, no tengas miedo. Lucía te espera.
Cuando cayó la noche, la tormenta se había esfumado arrastrada por el
viento del norte. Ángela se despidió de la anciana y se perdió entre las
sombras de las callejuelas; nada iba a separarla de Lucía.

***

Antes de entrar de nuevo en su casa, Ángela revisó desde fuera las


ventanas. No pudo distinguir ninguna silueta, aunque la oscuridad de la
noche tampoco ayudaba demasiado.
Abrió la puerta lentamente, intentando controlar el miedo que
amenazaba con volver a bloquearla. No había nadie en el salón. Encendió
las luces y se sintió algo más segura. Cogió un atizador que colgaba junto
a la chimenea y, con pasos lentos, caminó hacia la escalera de madera,
que se perdía entre la oscuridad de la planta superior.
Un ruido la alertó. Se detuvo junto a los primeros escalones, con los
nervios a flor de piel. Dudó unos segundos, los pasos que oía en el piso
de arriba se esfumaron.
Necesitaba llegar hasta ese teléfono, descolgar y oír la voz de su hija al
otro lado; había tantas cosas que quería decirle... Subió con paso
decidido, dispuesta a enfrentarse a cualquier cosa que se interpusiese
entre Lucía y ella. No iba a dejarse dominar por el miedo.
Esperaba encontrarse a aquel niño vagando por el pasillo de la segunda
planta, incluso toparse con la figura que vio a través de las ventanas
cuando huyó; respiró aliviada al comprobar que no había nada
esperándola.
Abrió la puerta del dormitorio donde aguardaba el teléfono, revisando
cada esquina de la habitación antes de entrar: no había nada fuera de lo
normal. Descolgó el auricular...
­ ¿Lucía? Soy mamá. ¿Puedes oírme cariño?
­¿Mamá? ­ La voz de Lucía al otro lado sonaba tan dulce como siempre.
Ángela no pudo contener las lágrimas.
­ Cariño, soy mamá. Te quiero muchísimo. ­Hizo una breve pausa,
intentando no bloquearse de nuevo ­. Verás, cariño, quiero que sepas que
no estoy enfadada contigo, que aquella noche...
Alguien se movía en la planta baja, podía oír sus pasos: pesados y
ruidosos.
­ Mamá, ¿Por qué no vienes conmigo? Te estamos esperando.
­ Voy a ir muy pronto cariño ­respondió mientras pensaba en la mejor
forma de acabar con su vida de una vez por todas. Su hija la esperaba,
tenía que ir con ella.
Los escalones de madera crujieron; lo que fuera que estuviese en el
salón, se dirigía hacia arriba con paso lento y pausado.
­ Lucía, cariño, voy a comprobar algo. No te vayas por favor, volveré en
un segundo.
Ángela dejó el auricular sobre la mesita de noche y salió de la habitación
con el atizador en alto; nadie iba a impedirle hablar con su hija.
Se detuvo junto a la escalera. Un escalofrío recorrió su espalda y los
brazos le fallaron, dejando caer el atizador al suelo.
No estaba preparada para aquello: una figura alta y fornida, con una
espesa barba y los ojos inyectados en sangre se detuvo en mitad de la
escalera. La observó durante unos segundos. El pelo, canoso y limpio,
dejaba entrever unas profundas entradas en su frente.
­ No quiero volver a verte en esta casa. ­Su voz seguía siendo grave y
profunda ­. ¡Fuera de aquí zorra! ­Gritó con rabia.
­ Papá... ­ Acertó a balbucear temblando de pies a cabeza.
El hombretón corrió escaleras arriba y Ángela no pudo reaccionar. La
agarró con fuerza del cuello, arrastrándola hasta hacerla chocar de
espaldas contra la pared.
­ Por favor, papá.­El aire salía con dificultad por su garganta.
Luis tenía la mirada perdida, los ojos inyectados en sangre; vidriosos,
muertos...
Continuó apretando con fuerza. De su boca comenzó a brotar una
desagradable espuma blanca que resbalaba por la barbilla hasta caer sobre
su jersey de lana. Ángela intentó zafarse de las garras de su padre, pero
era inútil; sus brazos eran dos bloques de hormigón sobre su cuello.
Una miríada de puntitos blancos comenzó a formarse en la visión de la
chica, que pataleaba con la desesperación de aquel que nota como la vida
se escapa de su cuerpo.
Cerró los ojos con la seguridad de que nunca volvería a abrirlos… la
presión desapareció.
Ángela cayó al suelo, temblando y tosiendo mientras se llevaba las
manos al cuello. Miró a su alrededor, intentando ver a donde se había
marchado su padre; no estaba allí.
­ Duerme, duerme, aquí estaré. Las nubes serán tu colchón, que ni el
viento ni la brisa te dejen de acariciar...
Reconoció aquella melodía y la dulzura de la voz que la entonaba. Se
incorporó lentamente, apoyándose en la pared contra la que su padre
había estado a punto de estrangularla. Corrió todo lo rápido que pudo
hacia el dormitorio de sus padres. Cuando abrió la puerta, no pudo
reprimir una mueca de dolor.
­ Duerme, duerme, aquí estaré...
Su madre estaba sentada sobre la cama, entonando aquella nana que
solía cantarle cada noche cuando era pequeña. Sonrió tímidamente
mientras la observaba: su melena negra, recogida en una graciosa cola,
caía con suavidad sobre sus hombros. Miraba hacia un montón de mantas
que descansaban sobre el lecho de matrimonio.
­ Mamá.
­ Hola hija. Tu padre te busca.
La imagen de Luis asfixiándola contra la pared del pasillo la hizo
estremecerse y mirar hacia todos lados.
­ Creo que sabe algo. Este hombre... ­Ángela frunció el ceño,
escuchando con atención ­. Hace tiempo que sabe lo de Santiago...
­ Mamá ¿Qué dices?
­ Mi pequeña. No dejaré que te haga daño, lo juro.
Cayó en la cuenta de que su madre no había levantado la vista de la
cama en ningún momento ¿A quién le hablaba?
Ángela avanzó con paso vacilante hacia el montón de mantas que
captaban toda la atención de su madre.
­ Si Luis no fuese tan bruto, tan descuidado... nunca habría pasado esto
cariño.
Llegó al borde la cama y entonces lo vio: reliadas entre las mantas,
asomaban las cabezas de dos bebés. Dedujo que uno de ellos era un niño,
por el gorrito de color azul que tapaba su cabecita. La otra, era una niña,
con la ropita de color rosa... Supuso que era ella, pero ¿Quién era el otro
bebé?
­ Mamá, por favor, estoy aquí. Por favor, háblame.
Algo golpeó la puerta con rabia. Ángela se apartó de un brinco,
apoyándose contra el armario de madera que descansaba junto a la cama
de matrimonio. Aquella figura apartó a su madre de un manotazo y tiró al
suelo la manta con los bebés dentro. Luego los pateó, ensañándose con
rabia, hasta que dejaron de llorar y moverse.
Era su padre.
Luis la miró con el fuego de la ira brillando en sus ojos. Uno de los
bebes lloró, lo sacó de la manta y se lo llevó escaleras abajo. Su madre
salió tras él, chillando y agarrándole del jersey.
Pudo ver el cuerpo de la niña amoratado e hinchado sobre el suelo,
inerte...
Corrió escaleras abajo y llegó justo a tiempo de ver como su padre
arrojaba al otro bebé a las llamas de la chimenea. Su madre se arrodilló
junto al fuego, presa de un llanto descontrolado.
Ángela observó toda la escena sin poder hacer nada. Los gritos del niño
se apagaron.
«Esto no es real, esto no está pasando... es una alucinación».

­ ¡Por qué! ­gritaba desesperadamente su madre, postrada de rodillas


frente a la chimenea donde el cuerpecito se consumía entre las llamas ­.
Son tus hijos, maldito bastardo.
­ No son mis hijos, como tampoco lo era Ángela. Aguanté a esa
bastarda, pero no pienso consentir que me humilles de nuevo ­gruñó su
padre con la mirada envuelta en un halo de locura que la aterrorizó.
Ella se marchó de casa a los dieciséis años... Y entonces lo comprendió:
Vio a un hombre traicionado. A una madre clamando venganza por sus
hijos. A Santiago, el cura, ofreciendo algo más que consuelo a su madre.
No, su padre no había muerto de un infarto mientras dormía, ni su madre
había fallecido unos días después en un desafortunado accidente...
Se dejó caer sobre el escalón en el que observó toda la escena, colocó las
manos sobre la cabeza y gritó con todas sus fuerzas.
Cuando vació todo el dolor que le quemaba por dentro, el salón volvía a
estar tan vacío como antes y la chimenea apagada.
«Lucía, el teléfono». Corrió escaleras arriba y volvió a coger al auricular.

­ ¿Lucia? Cariño, voy a ir contigo. No tardo nada, ¿Estás aquí?


­ Bieeennnn ­ Chilló alegremente la niña al otro lado ­. Papá, papá,
mamá dice que ya viene a casa.
­ No tardo nada cariño ­repasó mentalmente las opciones: saltar por la
venta sería una tontería, apenas tenía cuatro metros de altura. Quizás si
habría el gas... sí, eso haría, abriría el gas y esperaría a quedarse dormida.
Sería una muerte dulce: sin dolor, sin sufrimiento.
Una voz masculina sonó al otro lado del auricular. La reconoció de
inmediato: era Carlos. Ángela sonrió tímidamente; pronto estarían
juntos...
Su rostro se contrajo y el corazón le apretó con fuerza en el pecho
cuando lo oyó con claridad.
­ Vamos Lucía, tienes que acostarte. Deja ya ese juguete, sabes que
mamá... no puede venir...
­ Sí, sí, voy a ir cariño, voy a ir a donde estéis mi vida ­gritó
desesperada.
­ ¿Vas a venir a casa? ­Preguntó la niña ­. Estamos en casa, esperándote.
Mañana tengo que ir al cole, pero si vienes, podré quedarme contigo
¿verdad?
­ Vamos cielo ­la voz de Carlos sonó rota, muy cerca del auricular ­.
Acuéstate Lucía. Mañana tienes que ir al cole.
El teléfono se quedó en silencio y Ángela lo dejó caer al suelo.
Pudo distinguir una figura pequeña bajo el marco de la puerta: era el
niño con la cara llena de heridas y quemaduras. Algo rozó su pierna, bajó
la mirada y pudo ver la mano de aquella niña, que se agarró a ella
fuertemente mientras reptaba para salir de debajo de la cama.
Cogió la mano de la niña y la ayudó a subir sobre sus piernas,
acunándola entre sus brazos. El niño se sentó al otro lado. Ahora sabía
quiénes eran.
Permanecieron en silencio, mientras los recuerdos del accidente se
volvían cada vez más nítidos en la memoria de Ángela: el cuerpo de su
hija tirado en el asiento trasero. Carlos echado sobre el volante...
Ella los veía, ellos no podían verla a ella: estaban inconscientes.
Las luces de la ambulancia, el sonido de las sirenas mientras sacaban sus
cuerpos del coche...
Se llevaron a su hija y a su marido en una de las ambulancias. Una
manta tapó su cuerpo: destrozado, sin vida...
Ahora lo entendía todo; ellos nunca se habían marchado. Era ella la que
esperaba al otro lado.
Gracias por leer este pequeño relato que escribí hace años, durante un
curso de escritura creativa.
Aprovecho la ocasión para presentarte mi última obra: “La Oscuridad
del Alma”
Y mi primera publicación, La Ira de los Caídos con más de 50 000
lectores.
Varias veces en el top100 de Amazon.
Primero en las listas de venta de España y México varias veces.
Puedes encontrarlas en Amazon y Google Play.
Te invito a visitar mi página de autor:
www.facebook.com/danielgranadosrodriguez
Sin más, te dejo las primeras escenas de “La Oscuridad del Alma”

La Oscuridad del Alma

Ciudad de los Sueños


Una leyenda, antigua como los primeros hombres, asegura que algunas
historias tienen un eco tan doloroso, que saltan de un libro a otro, en busca de
la paz que les permita descansar. Quizás por eso, esta historia comienza así...
Sombra miró a la figura que descansaba sobre la cama, sumida en un sueño
agradable y sereno. La oscuridad no le permitía ver el rostro de aquella mujer,
aunque sabía que era joven; demasiado joven para morir de aquella manera.
Tocó el collar que el hombre de negro colocó sobre su cuello. Disfrutó del tacto
del cristal. El calor que irradiaba sobre su piel, reconfortaba como el sol de
invierno. Aún así, la paz que transmitía el cristal, no mitigaba el dolor de la
incertidumbre.
¿Quién soy? Se preguntó a sabiendas de que no obtendría respuesta. Sus
recuerdos agonizaban bajo un manto de tinieblas. Quizás hubiese tenido hijos
en otro tiempo; tal vez, una familia... Era incapaz de recordar algo, tan siquiera
su nombre.
Cuando buscaba en los rincones de su memoria, sólo se veía como un
vagabundo alcohólico que se arrastraba por las calles; como una rata, que
dormía bajo cartones y pedía limosna para comprar otra botella que calmase su
dolor.
Tenía algunos amigos; o al menos, conocidos con los que compartir el fuego
durante la noche. Hombres y mujeres como él, desechos que nadie echaría de
menos si se quedaban dormidos y no volvían a despertar. Personas que no
tenían nombre, sólo apodos que se labraron en la calle: el Rata, el Navajas, la
Gata... Ellos olvidaron sus nombres para cortar con todo lo que les recordase
que, en otros tiempos, tuvieron una vida mejor. Sin embargo, la Sombra, como
le apodó el Rata porque nunca hablaba y se limitaba a observar desde algún
rincón oscuro, no había elegido olvidar su nombre; al contrario que los demás,
se arrastraba por el mundo corroído por la necesidad de saber quién era.
El fuego le abrasó la sangre y le sacó de sus pensamientos. Notó el impulso
en su interior, la necesidad de hacer lo que debía; lo único de lo que estaba
seguro, era de que debía matar a aquella mujer, aunque no sabía el porqué.
Se acercó a la cama y pudo ver el rostro de la chica. No tenía más de treinta
años. Sus rasgos eran suaves y la felicidad velaba sus sueños. A Sombra le
pareció hermosa.
La observó durante unos segundos, intentando retrasar lo inevitable; sin
embargo, cuanto más cerca estaba de ella, más le ardía el pecho. Suspiró y
alzó el cuchillo. El reflejo de la hoja de cristal cortó la oscuridad. Tenía que
hacerlo. No podía luchar contra los designios del hombre de negro. Él se lo
había susurrado al oído y su palabra era la ley. Su palabra...
La puerta de la habitación se abrió de golpe, la luz se encendió y un niño
pequeño gritó. Quedó cegado durante unos segundos; el tiempo necesario para
que la mujer se incorporase alarmada y le diese un empujón. Cayó al suelo y
observó a la chica desaparecer escaleras abajo. Los tatuajes le quemaron la
piel y su corazón rugió con rabia. Su mente, nublada y borrosa, sabía lo que
debía hacer para calmar aquel dolor.
Bajó la escalera como un perro rabioso. La puerta de entrada estaba abierta.
Salió a toda prisa y oteó la oscuridad de la noche. A unos cincuenta metros, vio
una figura que huía calle abajo.
Helen corría todo lo rápido que sus piernas le permitían. Llevaba a Thomas
entre sus brazos, iba descalza y los pies le dolían a cada paso que daba; pero
no podía detenerse, tenía que seguir corriendo, necesitaba poner a salvo a su
pequeño.
No tuvo tiempo de llamar a la policía. Sólo pudo pensar en correr, escapar de
la casa y buscar un lugar seguro. Su única opción era llegar al Paradise Market,
un pequeño comercio que abría las veinticuatro horas.
Las pisadas del hombre se oían con más claridad a su espalda. «Corre, corre
como el viento».
Llegó al final de la calle principal y dobló a la derecha. Las casitas de madera
que flanqueaban la calle, con sus preciosos jardines y sus vallas de abeto,
proyectaban sombras alargadas sobre el suelo. Aquel barrio residencial, que
siempre le había resultado tan cálido y acogedor, ahora le parecía un lugar frío
y solitario.
Thomas lloraba sobre su hombro. Se obligó a ignorar el dolor que atenazaba
sus pies, ensangrentados por el roce con el asfalto y aligeró el paso todo lo que
pudo. No entendía lo que estaba ocurriendo, no conocía a aquel hombre y no
encontraba ningún motivo para que quisiese asesinarla; supuso que los
psicópatas no necesitaban ninguna razón para matar.
Pudo escuchar las pisadas muy cerca, lo tenía encima.
Volvió a girar al final de la calle y pudo ver las luces del Paradise Market. A
Helen no le gustaba aquella tienda, ni la clase de clientes que tenía a esas
horas de la madrugada; sin embargo, en esos momentos, le parecieron la cosa
más bonita que había visto en su vida.
Chilló todo lo fuerte que pudo, con la esperanza de que el dependiente la
oyese, pero era inútil, estaba demasiado lejos. Aún así, volvió a gritar y aligeró
el paso con energías renovadas.
Casi podía acariciar las luces cuando algo la golpeó en las piernas y cayó de
bruces. Se incorporó como pudo y se arrastró a cuatro patas sobre el pequeño
Thomas, que había salido despedido a un par de metros. Lo agarró con fuerza y
lo cubrió con su cuerpo.
La sombra de aquel hombre, alargada y siniestra, cubrió su rostro. Helen le
miró con los ojos encharcados en lágrimas.
«¿Por qué...?», se preguntó Sombra. La chica estaba tirada sobre el asfalto,
con el rostro deformado por el miedo y, aún así, protegía a su hijo como si le
fuese la vida en ello. Todo su cuerpo le incitaba a matarla de inmediato; sin
embargo, una voz dentro de su cabeza se negaba a hacerlo. Aunque no era
una voz clara; era un eco que nacía en el interior de su mente, un susurro
apagado que le causaba dolor. Había alguien más encerrado en su cabeza.
— Lo siento… Tu hijo vivirá. Sólo me llevaré tu alma. Tienes mi palabra.
Un sentimiento de impotencia recorrió a Sombra de la cabeza a los pies; debía
hacerlo, la sangre le hervía. Su cuerpo y sus manos no le pertenecían.
— ¿De qué sirve la palabra de un asesino? Tranquilo, Thomas, no pasa nada.
Helen miró a su hijo y sonrió. Quería creer que Thomas viviría, y con eso le
bastaba para afrontar la muerte. Una última lágrima recorrió la mejilla de Helen.
El cuchillo surcó el aire y su cuello se tiñó de rojo. Cayó al suelo sin dejar de
sonreír; no pasa nada, Thomas; no pasa nada.
Sombra se marchó sin mirar atrás. A su espalda, un niño con el alma rota en
mil pedazos, intentaba despertar a su madre.
«Demasiado doloroso para recordarlo; demasiado cruel para revivirlo».
El invierno agonizaba, sometido por el avance de la primavera. Lo días eran
cálidos; sin embargo, la noche se cubrió con un manto negro. El cielo enfureció
y descargó su rabia sobre Nueva Esperanza. Las calles quedaron desiertas y,
más allá de las farolas y los escaparates luminosos, la ciudad se sumió en el
silencio. Sus habitantes buscaron refugio al calor del hogar y, durante las
últimas horas de la noche, olvidaron los problemas del día a día.
Pero no todos podían dormir sobre un colchón caliente, protegidos de la lluvia
y el frío. En las afueras de Nueva Esperanza, existía un poblado al que todos
conocían como la Ciudad de los Sueños. En él, las paredes del hogar no eran
más que chapa podrida. El agua entraba por las grietas y atacaba los pulmones
de los más débiles. Al contrario que en la ciudad, su gente sólo podía mirar al
cielo, rezar para que fuese compasivo y apretar los dientes.
Perdida en los callejones del poblado, Tia Mary se detuvo un momento. El lodo
pesaba en los zapatos, el agua calaba la ropa y el viento cortaba la piel. Agachó
la cabeza para protegerse de la lluvia y continuó su camino. Nadie andaba a
solas por la Ciudad de los Sueños; al menos, nadie en su sano juicio. Sin
embargo, ella era diferente. A su paso, la gente la saludaba con respeto.
Se detuvo frente a una chabola y llamó a la puerta. Una mujer rubia, de mirada
desesperada, abrió y forzó una sonrisa.
— Gracias por venir, Tia Mary.
— No te preocupes. ¿Qué ocurre?
— Es Thomas.
— ¿Otra vez?
— Sí. No… no sabemos qué hacer.
Un grito salió de la chabola y las mujeres acudieron de inmediato. Thomas
estaba sentado en la cama. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y la mirada
perdida. Tia Mary le miró y negó con la cabeza. Los terrores nocturnos del
pequeño se volvían más violentos y continuados.
— Hola, Thomas. Soy Tia Mary.
El niño la miró y la curandera frunció el ceño. La mirada de Thomas era limpia
y sincera; sin embargo, ahora sus ojos eran un pozo de oscuridad.
— ¿Cuánto tiempo lleva así?
— Pues… prácticamente desde que se quedó dormido… hará tres horas.
— Es demasiado tiempo. Trae agua caliente.
La tía de Thomas puso un caldero sobre la lumbre que templaba el ambiente y
esperó. Tia Mary abrió el bolso y sacó una bolsa llena de hierbas. Thomas gritó,
se retorció en la cama y su mirada se volvió salvaje. El agua hirvió al fin, y Tia
Mary vertió las hierbas en el caldero. Puso las manos sobre la infusión y
susurró unas palabras. Luego llenó un vaso y se acercó a Thomas.
— Sé que estás ahí dentro y puedes oírme. Este no eres tú. Voy a darte esta
infusión para que te calmes, ¿De acuerdo?
— Es… es el hombre del cuchillo de cristal. Está ahí, entre las sombras.
El niño saltó de la cama, Tia Mary se interpuso y el vaso rodó por el suelo. La
tía de Thomas acudió en su ayuda y volvieron a meterlo en la cama. Llenaron
otro vaso de infusión y lo obligaron a tragar. Se resistió con uñas y dientes, pero
fue inútil. Intentó saltar de la cama, pero las mujeres le agarraron las muñecas.
Tras unos minutos eternos, sus ojos se cerraron y se desplomó en el colchón.
Tia Mary suspiró y se sentó junto a la lumbre.

— Cada vez es peor, Tia Mary. Me da miedo que… algún día nos haga daño.
El crepitar del fuego se mezcló con el sonido de la lluvia. Las llamas motearon
la piel, negra y arrugada de Tia Mary, de tonos cobrizos.
— Parece que se hace inmune a mis remedios… El alma de tu sobrino está
rota, debes asumirlo.
— Pero… Tia Mary, hace diez años que su madre murió, él era demasiado
pequeño.

— Verás… Hay heridas tan profundas, que desgarran el alma en pedazos. El


problema es que, bajo la luz del alma, sólo existe oscuridad. Y esta se escapa
por las cicatrices.
— La muerte de mi hermana le dejó marcado, de eso no tengo duda; pero es
un niño alegre y cariñoso… Quizás sólo sea porque esta tarde encontró el
cadáver de la señora Kenneth.
— ¿Crees que tu sobrino sólo tiene terrores nocturnos? ¿El hombre del
cuchillo de cristal? ¿Qué pinta él aquí? Verás… Hay algo oscuro dentro de
Thomas. Aquel asesino dejó una semilla en su alma. Ahora, se ha convertido en
un monstruo que se alimenta del dolor de su recuerdo.

— ¿Y qué podemos hacer?


— Temerle…

Muchas gracias por acompañarme en este arduo camino del escritor. Si he


conseguido que pases un buen rato entre las páginas de este relato, me doy
por satisfecho.

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