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FRONTERAS

HISTORIA
r
de la

revista de historia colonial latinoamericana

Julio-diciembre 2009

ISSN 2027-4688
r Volumen 14-2 2009

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Editor Director general
Jorge Augusto Gamboa Mendoza Diego Herrera Gómez
(Instituto Colombiano de Antropología e Historia)
Coordinador del Grupo de Historia
Comité Editorial Guillermo Sosa Abella
Diana Bonnett (Universidad de los Andes, Colombia)
Jaime Borja (Universidad de los Andes, Colombia) Jefe de Publicaciones
Steinar Sæther (Universidad de Oslo, Noruega) Adriana Paola Forero Ospina
Guillermo Sosa (Instituto Colombiano Asistente de Publicaciones
de Antropología e Historia) Juan Guillermo Arias
Comité Asesor de esta edición Corrección de estilo
Rodolfo Aguirre (Universidad Nacional Autónoma de México), Gustavo Patiño Díaz
Angelo Adriano Faria de Assis (Universidad Federal Fluminense,
Brasil), Marcelo F. de Assis (Universidad Federal de Río de Janeiro, Diseño y diagramación
Brasil), Alejandro Bernal (Universidad Nacional del Centro Claudia Margarita Vélez G.
de la Provincia de Buenos Aires, Argentina), Heraclio Bonilla
(Universidad Nacional de Colombia), Beatriz Lucía Cano Ilustración de cubierta: “Monstruo de la laguna de Tagua”. AGN
(Dirección de Estudios Históricos INAH, México), Lucrecia (Bogotá), Bernardo J. Caicedo. Sección Colecciones. Caja 10-11.
Enríquez (Pontificia Universidad Católica de Chile), Marta Folio 486. Cortesía del Archivo General de la Nación.
Fajardo (Universidad Nacional de Colombia), Enrique García
Blanco (Museo del Virreinato, San Luís Potosí, México), Nicole La revista Fronteras de la Historia está incluida en los siguientes
von Germeten (Oregon State Univesity, Estados Unidos), Francisco catálogos, directorios especializados y sistemas de indexación y
Hernández (Pontificia Universidad Católica del Perú), José resumen (Sires):
Armando Hernández (Universidad del Valle de México), Raúl
Hernández (Instituto de Estudios Peruanos, Perú), María Elena i Citas Latinoamericanas en Ciencias Sociales y Humanidades,
Imolesi (Universidad de Buenos Aires, Argentina), Rogelio Jiménez Universidad Nacional Autónoma de México (Clase).
Marce (Ciesas, México), Antônio Carlos Juca, (Universidad
Federal de Río de Janeiro, Brasil), Ricardo Kusunoki (Universidad i Hispanic American Periodicals Index (HAPI).
de San Marcos, Perú), Muriel Laurent (Universidad de los Andes, i Historical Abstracts (HA).
Colombia), Rebeca López (Universidad Nacional Autónoma
de México), Jorge Lossio (Pontificia Universidad Católica del i Índice Bibliográfico Nacional-Publindex (IBN-Publindex)
Perú), Elisa Luque (Universidad de Navarra, España), Guillermo de Colciencias (Colombia), en categoría B.
Nájera (Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México),
i International Bibliography of the Social Sciences (IBSS).
María Andrea Nicoletti (Universidad Nacional de Río Negro,
Argentina), Héctor Omar Noejovich (Pontificia Universidad i Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe,
Católica del Perú), Verenice Cipatli Ramírez Calva (Universidad España y Portugal (Redalyc), de la Universidad Autónoma
Autónoma del Estado de Hidalgo, México), Francisco Quiroz del Estado de México.
(Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú), Adriana
Rocher (Universidad Autónoma de Campeche, México), Paula i Sistema regional de información en línea para revistas
Ronderos (Pontificia Universidad Javeriana, Colombia), Edda científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal
Samudio (Universidad de Mérida, Venezuela), Lourdes Somo- (Latindex).
hano (Universidad Autónoma de Querétaro, México), Renée
Soulodre-La France (University of Western Ontario, Canadá), i Sociological Abstracts (SA).
Carlos Valencia (Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil)
La revista Fronteras de la Historia es una publicación semestral
Asistente editorial editada por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH),
Edwin Muñoz R. cuyo objetivo es difundir los resultados de investigaciones recientes
en historia colonial latinoamericana y reflexiones teóricas y metodológicas
© Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2009 sobre el pasado. Aunque su eje temático se centra en la historia del
periodo colonial, la revista está abierta a las discusiones que articulen
Calle 12 Nº 2-41 - Bogotá, Colombia este periodo con problemáticas de los siglos XIX y XX desde una
Teléfonos (5 71) 561 9400 y 561 9500, exts. 119 y 120. perspectiva transdisciplinar. Se autoriza la reproducción sin ánimo
Fax (5 71) 561 9400, ext. 144 de lucro de los materiales, citando la fuente.
Correo electrónico: revistafronteras@icanh.gov.co Impreso por

r
Página web: http://www.icanh.gov.co/frhisto.htm Imprenta Nacional de Colombia
ISSN: 2027-4688 Diagonal 22B No. 67-70

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Vo l umen 14-2 / 2009 C ontenido
A u t o r e s 197

Artículos 203
Alam da Silva Lima, Rafael Chambouleyron, Danilo Camargo Igliori: 205
Plata, paño, cacao y clavo. “Dinero de la tierra” en la Amazonía portu-
guesa (c. 1640-1750)
Jorge Victoria: Vigías en el Yucatán novohispano: nota para un estudio comple- 228
mentario entre las torres costeras de España y las de la América Hispana
Laura Liliana Vargas Murcia: Aspectos generales de la estampa en el 256
Nuevo Reino de Granada (siglo XVI a principios del XIX).
William Elvis Plata: Un acercamiento a la participación del clero en la lu- 282
cha por la Independencia de Santafé y la Nueva Granada. El caso de los
dominicos (1750-1815)
Elizabeth Mejías Navarrete: Apuntes para una historia de las representacio- 314
nes de una naturaleza y cuerpos abyectos. Virreinato del Perú, siglo XVI.
Viviana Arce Escobar: Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Pe- 342
ñas, un predicador en la Nueva Granada del siglo XVII.
Ricardo Borrero Londoño: De Pointis y la representación textual de la 368
expedición a Cartagena en el año 1697. Tipología discursiva, ambigüe-
dad y pragmatismo trascendental.

Reseñas 391
Raïssa Kordic Riquelme.(prólogo y edición crítica) Epistolario de sor 393
Dolores Peña y Lillo (Chile, 1763-1769). Madrid; Frankfurt:Iberoameri
cana;Vervuert, 2008. Por Bernarda Urrejola D.
Fernando Rodríguez de la Flor. Era melancólica. Figuras del imaginario 396
barroco. Barcelona: José J. de Olañeta-Universitat de les Illes Balears,
2007. Por Anel Hernández Sotelo.

Nacuzzi, Lidia R., Carina Lucaioli y Florencia S. Nesis. Pueblos nóma- 401
des en un estado colonial. Chaco, Pampa, Patagonia, siglo XVIII. Buenos
Aires: Antropofagia, 2008. Por Pedro Miguel Omar Svriz Wucherer.

Información para el envío de manuscritos y suscripciones 407

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Vo l ume 14 -2 / 2009 C ontent

A u t h o r s 197

Articles 203
Alam da Silva Lima, Rafael Chambouleyron, Danilo Camargo Igliori: 205
Silver, Woolen Cloth, Cocoa, and Clove. “Money of the Land” in Portu-
guese Amazonia (c. 1640-1750)
Jorge Victoria: Watchtowers on the Yucatan in New Spain: Notes for a Comple- 228
mentary Study of Seaside Towers in Spain and in the Hispanic America
Laura Liliana Vargas Murcia: General Aspects of Holy Cards in the New 256
Kingdom of Granada (16th Century to the Beginning of the 19th
Century)
282
William Elvis Plata: An Approach to the Participation of the Clergy in the
Fight for the Independence in Santafé and the New Granada: The
Case of the Dominicans (1750-1815) 314
Elizabeth Mejías Navarrete: Notes for a History of the Representations of
Nature and Abject Bodies. Viceroyalty of Peru, 16th Century.
342
Viviana Arce: The Powers of Sermon. Antonio Ossorio de las Peñas, A Prea-
cher in New Granada in the 17th Century.
368
Ricardo Borrero Londoño: De Pointis and the Textual Representation of
the Expedition to Cartagena in 1697: Discursive Typology, Ambigui-
ty, and Transcendental Pragmatism.
391
Reviews 393
Raïssa Kordic Riquelme (prólogo y edición crítica). Epistolario de sor Do-
lores Peña y Lillo (Chile, 1763-1769). Madrid; Frankfurt: Iberoamericana:
Vervuert, 2008. By Bernarda Urrejola D.
396

A
Fernando Rodríguez de la Flor. Era melancólica. Figuras del imaginario
barroco. Barcelona: José J. de Olañeta-Universitat de les Illes Balears,
2007. By Anel Hernández Sotelo.
401
Nacuzzi, Lidia R., Carina Lucaioli y Florencia S. Nesis. Pueblos nómades
en un estado colonial. Chaco, Pampa, Patagonia, siglo XVIII. Buenos Aires:
Antropofagia, 2008. By Pedro Miguel Omar Svriz Wucherer.
407
Information on subscriptions and on submitting manuscripts

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Autores
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Autores

Vol. 14-2 / 2009 r pp. 199-201 r F ronteras de la Historia


V iviana A rce E scobar
Licenciada en Historia, Universidad del Valle, Colombia. Su trabajo de grado,
Los poderes del sermón. Antonio Ossorio de las Peñas, un predicador en la
Nueva Granada del siglo XVII, obtuvo mención meritoria. Es miembro
del grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria, del Departa-
mento de Historia de la Universidad del Valle. Ha publicado “Sermo-
nes de santos de Antonio Ossorio de las Peñas: la palabra persuade”,
en Historia y Espacio (núm. 32, 2009).

R icardo B orrero L ondoño


Historiador, Pontificia Universidad Javeriana, Colombia. Adelanta estu-
dios de Maestría en Antropología, Universidad de los Andes, Co-
lombia. Fue galardonado con Mención Honorífica por su tesis de 199
pregrado. Forma parte del grupo de investigación Herencia Cultural

i
de la Fundación Erigaie y es investigador asociado de la Fundación
Terra Firme. Se interesa por la historia naval, la arqueología marítima
y el patrimonio cultural sumergido. Ha publicado, entre otros, “Una
aproximación a la arqueología de la piratería”. Libro de resúmenes.
V Congreso de Arqueología en Colombia, Medellín (2008).

R afael C hambouleyron
Doctor en Historia, Universidad de Cambridge, Inglaterra. Profesor del pro-
grama de Posgrado en Historia Social de la Amazonía, Universidade
Federal do Pará, Brasil. Trabaja sobre la historia colonial de la Ama-
zonía portuguesa, de los siglos XVII y XVIII, principalmente sobre las
cuestiones de ocupación de territorio, relaciones con la naturaleza y
trabajo en la región.

D anilo C amargo I gliori


Doctor en Economía, Universidad de Cambridge, Inglaterra. Profesor del
programa de Posgrado en Economía, Universidade de São Paulo, Bra-
sil. Sus intereses investigativos giran en torno a la economía aplicada,
principalmente con modelos espaciales, relacionados con cuestiones
de desarrollo económico, conservación forestal e innovación.

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Autores
Vol. 14-2 / 2009 r pp. 199-201 r F ronteras de la Historia

A lam da S ilva L ima


Historiador, Universidade Federal do Pará, Brasil, donde también cursó su
Maestría en Historia Social de la Amazonia. Trabaja en la sección de
obras raras de la Biblioteca Pública del Pará, Brasil, y se dedica a temas
relacionados con la historia de la Amazonía colonial, principalmente
los usos de la moneda. Ha participado en excavaciones arqueológicas
en el centro de la ciudad de Belém, Brasil.

E lizabeth M ejías N avarrete


Licenciada en Historia, Universidad de Chile. Candidata a Magíster de la
misma universidad. Sus investigaciones tratan sobre la sociedad colo-
nial, en particular sobre el análisis de las prácticas con las que se cons-
200 truyen a los sujetos y las relaciones coloniales. Entre sus publicaciones
se encuentran: “La esclavitud doméstica en sus prácticas: los esclavos
i

y su constitución en personas. Chile 1750-1820”, publicado en Fronte-


ras de la Historia (núm. 12, 2007) y “‘Porque el esclavo es sombra de su
señor... por cuanto no puede representar persona’: rituales y castigos
corporales en la esclavitud doméstica. Chile, siglo XVIII”, en Raíces de
Expresión (núm. 5, 2007). Actualmente participa en calidad de tesista
en el proyecto Fondecyt 1070938: “Descripción geográfica y progra-
ma imperial, tensiones en las representaciones hispanas del territorio
del virreinato del Perú (1570-1601)”, y se dedica a la docencia en la
Universidad de Chile.
William E lvis P lata
Historiador y Magíster en Historia, Universidad Nacional de Colombia.
Doctor en Historia, Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Pro-
fesor de la Universidad de San Buenaventura, Colombia. Sus áreas
de interés se centran en el estudio de la historia del catolicismo en
Colombia y América Latina, siglos XVI-XX. Entre sus publicaciones
recientes figuran: La Universidad Santo Tomás de Colombia ante su his-
toria: siglos XVI-XIX (2005); “D’évangélisateur d’indiens au soutien des
créoles: le couvent dominicain de Santafé de Bogotá (Colombie) et
la société coloniale (XVIe-XVIIIe siècles)”, en Christianisme, mission

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Autores

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et cultures: l’arc-en-ciel des défis et des réponses, XVIe-XXIe siècles (2008), y
“Aproximación a la crisis de la Orden Dominicana en Colombia en
los siglos XVIII-XIX: Un análisis historiográfico”, en Archivo Dominicano,
(núm. 29, 2008).

L aura L iliana Vargas M urcia


Maestra en Artes Plásticas, Universidad Nacional de Colombia. Máster en
Instrumentos para la Valoración y Gestión del Patrimonio Artístico,
Universidad Pablo de Olavide, España. Actualmente cursa el Docto-
rado en Historia del Arte y Gestión Cultural en el Mundo Hispánico,
de la misma universidad. Ha publicado, entre otros textos: “Vida de
San Agustín: de Flandes a la Nueva Granada”, en Huellas de la Recolec-
ción (2005); “Arte efímero en las fiestas regias borbónicas en el Nuevo 201
Reino de Granada”, en revista Atrio (2009), y “La estampa en el perío-

i
do colonial”, en Historia del grabado en Colombia (2009).

J orge V ictoria
Arqueólogo y maestro en Ciencias Antropológicas, Universidad Autóno-
ma de Yucatán, México. Doctor en Antropología, Universidad Nacio-
nal Autónoma de México, y en Historia, Universitat Jaume I de Cas-
tellón, España. Actualmente es director de Museos del Instituto de
Cultura de Yucatán. Ha publicado una decena de libros, entre los que
destacan: Mérida de Yucatán de las Indias: piratería y estrategia defensiva
(1995), Piratería en América hispana (2004), Piratas en Yucatán (2007)
y Las torres de vigía en Yucatán: una manifestación histórica de la proyección
hispana a ultramar (2008). Obtuvo el Premio Hispanoamericano de
Ensayo Histórico (Gobierno de Estado de Campeche, 2002) y el Pre-
mio Internacional de Pensamiento Caribeño (Gobierno del Estado
de Quintana Roo-UNESCO, 2004).

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A
Artículos
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Plata , paño , cacao y clavo :
“dinero de la tierra ” en la A mazonía
portuguesa ( c . 1640-1750)

Alam da Silva Lima


Fundação Cultural do Pará Tancredo Neves, Brasil

Rafael Chambouleyron
Universidade Federal do Pará, Brasil
rafaelch@ufpa.br

Danilo Camargo Igliori


Universidade de São Paulo, Brasil
University of Cambridge, Inglaterra

R esumen

r
El objetivo de este artículo es discutir cómo la economía y la sociedad de la Amazonía
portuguesa colonial (de mediados del siglo XVII a mediados del siglo XVIII) se organi-
zaron a partir de la ausencia de moneda metálica; por otro lado, se analizan las razones
que llevaron a la Corona portuguesa a no autorizar la circulación de monedas metálicas
y las implicaciones que tuvo esa política en la región.
Palabras clave: Amazonía portuguesa, Brasil, moneda, siglos XVII y XVIII.
A bstract
r
This article analyses how the absence of metallic currency influenced the economy
and society of Portuguese colonial Amazonia (from the mid-17th until the mid-18th
centuries). It also focuses on the reasons why the Crown forbade the use of metallic
coins throughout this period, and points out which were the consequences of this po-
licy for the region.
Key words: Portuguese Amazonas, Brazil, currency, 17th and 18th centuries

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Vol. 14-2 / 2009 r pp. 205-227 r F ronteras de la Historia

r Introducción
Colonizada por los portugueses a partir de mediados de la década de 1610,
la región norte de la América portuguesa, que coincide en buena parte con
la actual Amazonía brasileña, constituyó un territorio administrativamente
separado del llamado estado del Brasil, hasta principios del siglo XIX. Las
dificultades de comunicación con el centro político de la América portu-
guesa (en Salvador de Bahía), dados los obstáculos para la navegación, en
razón del régimen de vientos y corrientes, llevaron a la Corona a organizar
el estado del Maranhão y Pará, con poderes político-administrativos y reli-
giosos directamente dependientes de Lisboa.
206 Diferentemente de otras partes de la América portuguesa, en el Ma-
ranhão, las faenas agrícolas y extractivas articularon la lógica de la econo-
i

mía de la región. Eso significó, igualmente, la importancia fundamental ad-


quirida por la mano de obra indígena (libre o esclava), para las actividades
económicas desarrolladas por los portugueses y sus descendientes.
En la Amazonía colonial, a mediados del siglo XVIII se desarrollaron
una economía y una sociedad marcadas por la presencia y cultura indíge-
nas, y por una particular relación con el interior de la selva —que en aquel
entonces se llamaba el sertão—. Allá se buscaban especies como cacao,
clavo de cáscara y zarzaparrilla (las drogas do sertão); se obtenían esclavos
indígenas, y se misionaban almas para la Iglesia.
Si buena parte de la economía giraba en torno a los productos fores-
tales, extraídos principalmente por trabajadores indios, eso no significó la ine-
xistencia de actividades agrícolas, como la plantación de caña de azúcar, de
tabaco e, incluso, de cacao (hacia finales del siglo XVII). Esas plantaciones, lo-
calizadas a lo largo de los ríos, fueron trabajadas por esclavos indígenas y africa-
nos y por trabajadores nativos libres, obtenidos de las reducciones misioneras.
Igualmente, en ese período, la región amazónica se caracterizó por
un relativo aislamiento de los principales circuitos comerciales del imperio
portugués. Las comunicaciones con el estado de Brasil fueron ocasionales.

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Plata, paño, cacao y clavo: “dinero de la tierra” en la Amazonía portuguesa (c. 1640-1750 )

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El comercio externo, en una escala mucho menor que el de las regiones
de la costa atlántica, se organizó principalmente en torno a los productos
forestales, y en menor cantidad, al azúcar y el tabaco.
Por último, la economía amazónica colonial, hasta mediados del siglo
XVIII, se organizó basada en el uso de monedas no metálicas. La limita-
ción del comercio externo fue seguramente un elemento central para el
desarrollo de intercambios comerciales y de pagos hechos con diversos
productos de la propia región. Fundada en la apropiación y uso particular
de los géneros locales, poco a poco se configuró una categoría central del
funcionamiento de la economía local: el “dinero de la tierra”.
El objetivo de este artículo es discutir cómo la economía y la socie-
dad coloniales se organizaron a partir de la ausencia de moneda metálica; 207
adicionalmente, se analizan las razones que llevaron a la Corona portugue-

i
sa a no autorizar la circulación de monedas metálicas y las implicaciones
que tuvo esa política en la región.

rEl “dinero de la tierra”


Como ocurría en varias otras regiones de América —incluso en el impe-
rio portugués en África— (Ferreira, “Transforming”), entre el siglo XVII y
mediados del XVIII, aparecieron con frecuencia referencias a la utilización
de varas de paño y otros géneros como moneda. En 1647, por ejemplo, el
cabildo (Câmara) de la ciudad de São Luís, en la capitanía de Maranhão,
determinaba que el pan de media libra se vendiera a cuatro unidades por
un ovillo y cinco por una vara de paño (“[Acta]” f. 34v.). El mismo año, el go-
bernador del Estado informaba a la Corona sobre las dificultades de pago
de los soldados, los cuales recibían seis a siete mil réis, en “paño de algodón,
a un tostão la vara, que es el dinero de la tierra, otra parte en harina [de man-
dioca], otra en azúcar” (AHU, M, CU, doc. 226).
Casi diez años más tarde, el jesuita padre Antonio Vieira explica-
ba que el algodón “juntamente es ropa y el dinero corriente de la tierra”

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(“Quatro”). En 1660, el gobernador dom Pedro de Melo advertía a la Co-


rona que en el estado del Maranhão “no corre dinero y todo se paga por
escritos y conmutaciones” (“Carta de dom Pedro”). A finales del siglo XVII,
el padre João de Sousa Ferreira, en su América abreviada, indicaba que “por
no haber dinero en la plaza, no se halla en ella nada de venta”, razón por
la cual “son los frutos [de la tierra] moneda con precios ciertos” (Ferreira,
“América” 45).

Varios pagos eran hechos con moneda de la tierra. A finales del siglo
XVII, por ejemplo, se determinaron los salarios de los indios libres en varas
de paño. Los remeros ganarían dos varas por mes; las “indias harineras”,
tres por mes; las “indias de leche”, si estaban casadas, cuatro varas más una
falda, una camisa y un chaleco; si estaban solteras, apenas las varas de
208 paño. Los indios que hacían las canoas recibirían ocho varas de paño por
i

mes (“[Determinaciones]” f. 163v.). Ya en el siglo XVIII, el contrato de los


diezmos reales de la capitanía de Pará, firmado en 1740, determinaba que
“el contratante pagará al almojarife, al tiempo de las cosechas, en los fru-
tos de la tierra”, que en ese caso eran el cacao, el clavo de cáscara y el azúcar
(AHU, P, “Requerimiento”).

Dada la importancia de la “moneda de la tierra”, en varios momentos


hubo intentos de establecer un patrón, basado en la unidad monetaria del
reino, el real, tal cual ocurrió en otros lugares de América, en los que había
escasez de monedas metálicas (Gelman 112).

En 1661, por ejemplo, los oficiales del cabildo de São Luís deter-
minaron la realización de una junta para establecer el precio de los es-
clavos indígenas que se traían del sertão. De esa manera, se estableció
que los cautivos de 18 a 25 años valdrían 150 varas de paño o 25 arrobas
de azúcar blanco, lo que equivaldría a 30 mil réis. También se estableció
que la vara de paño de algodón valía 200 réis (o dos tostões), y el ovillo de
media libra, 160 réis (u ocho vinténs), “ya que el pueblo se [quejaba] que
el paño no tenía valor cierto”. En marzo de 1661, los oficiales pedían al
rey la confirmación del asiento de la junta (AHU, M, “Carta del cabildo”,
docs. 429 y 437).

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Plata, paño, cacao y clavo: “dinero de la tierra” en la Amazonía portuguesa (c. 1640-1750 )

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En Lisboa, el requerimiento de los colonos tuvo la aprobación del
procurador de la Real Hacienda, para quien “los moradores tenían más
noticia de lo que les era necesario para su gobierno”. Ya el Consejo Ultra-
marino, aunque estuviera de acuerdo con el argumento del procurador,
defendía que deberían ser oídas también las quejas del oidor general del
estado del Maranhão, y sugería la realización de una nueva junta (“Os off.es
da Cam.ra” ff. 181r.-181v.). El oidor del estado, Diogo de Sousa de Meneses,
objetaba que la junta había asentado un aumento excesivo del valor de las
varas y ovillos, que antes valían 100 réis y 80 réis, respectivamente (de hecho,
100 réis era el valor de la vara de paño a partir de los registros de la década
de 1640). Para Sousa de Meneses, pese a haber firmado el asiento, advertía
que había oído “quejas de los más pobres y personas de fuera, que el di-
cho acuerdo fue solicitado por los moradores ricos, que tienen sus rozas 209
y labran harinas y algodones” (carta anexa a: “Carta cabildo de São Luís”,

i
AHU, M, doc. 429).

En octubre de 1661, la reina regente determinó que el nuevo gober-


nador, apenas llegado al estado del Maranhão, hiciera una nueva junta, pero
le advirtió que “ajuste el precio de las cosas referidas, para el contenta-
miento de pobres y ricos, que es solo el punto que obliga a mandarlo ver
de nuevo con vuestro parecer y asistencia” (“Para o g.or do Maranhaõ”,
cód. 275, 1661, f. 314).

En abril de 1662, el gobernador Rui Vaz de Siqueira hizo una nueva


junta. En la segunda reunión se mantuvieron los mismos valores de antes,
tanto para los esclavos como para las varas y ovillos. Al gobernador, sin em-
bargo, en carta enviada al rey, le parecía que el soberano no debía confirmar
el asiento, ya que para él la decisión beneficiaba solamente a los que habían
participado de la nueva junta. Similares eran las nuevas quejas del oidor
Sousa de Meneses, para quien las decisiones del asiento eran un “engaño y
robo manifiesto en breve tiempo, solicitado por los dichos oficiales y más
personas que labran el paño en sus casas, y que roban a la gente menuda,
pobres y más gente de fuera con esta invención”(“Para o g.or do Maran-
haõ”, cód. 275, 1661, f. 314).

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Pese a las opiniones contrarias del gobernador y del oidor, el Con-


sejo Ultramarino sugería que se mandara a guardar y a ejecutar el asien-
to de la nueva junta, mientras no se decidiera lo contrario. De cualquier
manera, los consejeros advertían que era mejor que el asiento no fuera
transformado en ley.
El asunto todavía no estaba terminado, ya que el rey ordenó que el
procurador de la Hacienda examinara el problema otra vez. En nueva con-
sulta, de marzo de 1663, el Consejo relataba que al procurador le había pa-
recido que el asiento se había hecho de conformidad con el “servicio real” y
la “conservación de aquel Estado”. Decía el procurador que el gobernador
no daba ninguna razón para impugnar la decisión de la junta. En cuanto a
las consideraciones del oidor general, de ellas nada se puede concluir, “por-
210 que en lo que más se cansa es de tratar de sus quejas”.
i

Vistas las opiniones del procurador, el Consejo Ultramarino nue-


vamente sugería la aprobación y tuvieron que esperar dos o tres años para
confirmarlo por ley (AHU, M, CU, doc. 466). En abril de 1663, en carta al
gobernador, el rey finalmente ordenaba ejecutar lo asentado “con aplaci-
miento del pueblo y nobleza”, aunque todavía no se haría ley, “por algunos
inconvenientes que de ello se siguen” (“Para o g.or do Maranhaõ”, cód.
275, f. 333v.).

Debido a su gran extensión, el estado del Maranhão y Pará compor-


taban realidades geográficas y ecológicas muy distintas. Formalmente, se
componía de varias capitanías reales —Pará, Maranhão (las dos más im-
portantes) y Piauí (a partir de finales del siglo XVIII)— y privadas (hasta
mediados del siglo XVIII) —como Caeté, Cametá y Tapuitapera—. El uso
de la moneda natural era distinto en cada una de esas regiones. De hecho,
la producción de algodón ocurría principalmente en la capitanía de Ma-
ranhão, al paso que en la de Pará, el azúcar, el clavo y el cacao representaban
las principales monedas.
A finales del siglo XVII, por ejemplo, con la llegada de un buque ne-
grero, el gobernador le explicaba al rey que había decidido que todos los
esclavos fueran vendidos en la ciudad de São Luís, capitanía de Maranhão,

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porque allá se podía pagar “en paño de algodón, lo que no se hace en Pará,
donde se necesita mucho este género” (AHU, M, CU, doc. 869). No sin ra-
zón, en la década de 1680, el capitán Manuel Guedes Aranha escribía que
en la capitanía de Maranhão se plantaban “algodones, los cuales se produ-
cen mejor en aquella parte que en ninguna otra de América, y constituyen
la mejor moneda del Estado” (4). Ya en la capitanía de Pará, otros géneros
circulaban como moneda de la tierra, como el cacao, el clavo y el azúcar.

Esta multiplicidad de monedas, que obedecía a las particularidades


regionales del Estado, generaba situaciones inusitadas para la Real Hacien-
da. En la década de 1690, una recopilación de la recaudación de los diez-
mos del estado informaba al rey sobre el pago de las rentas reales en cada
región por parte de los rematantes de los diezmos. En la capitanía del Maran-
hão, los llamados “diezmos de la tierra” se pagaban “en paño de algodón, 211

i
que es la mejor droga de esta capitanía”. Ya en el Pará había dos tipos de diez-
mos: los “de la tierra”, que se pagaban en azúcar, tabaco y harina de man-
dioca, y los “diezmos del clavo y cacao”, que se pagaban con los mismos clavo
y cacao (dos tercios en clavo y un tercio en cacao) (AHU, M, CU, doc. 721).

En el siglo XVIII esas diferencias se profundizaron (Sue, 124-28). En


1720, el obispo del Maranhão se quejaba de que sus congruas y las de sus
ministros se pagaran en Belém do Pará y no en São Luís do Maranhão,
por falta de recursos. Entonces, si recibía en clavo y cacao (la moneda del
Pará) y no en paño de algodón (que se producía principalmente en el
Maranhão), tenía muchas pérdidas. Por un lado, el viaje del Pará a Maran-
hão representaba un riesgo, en el cual se podían perder los productos del
obispo; por otro lado, el clavo y cacao, escribía el prelado, “no es dinero que
corra en esta ciudad [de São Luís]” (“Carta de dom frei”).

Con el desarrollo de la capitanía de Piauí, a partir de finales del siglo


XVII, la situación también se agravó. De hecho, la economía de esa región se
organizó en torno a la explotación de ganado, que era vendido no solamen-
te para el resto del estado del Maranhão, sino para el estado de Brasil. Con
eso, circulaba también en esa capitanía oro, en moneda o en polvo, prove-
niente de la venta de las reses en Brasil, donde circulaba moneda metálica.

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La red de monedas se hacía, por lo tanto, cada vez más compleja.


Esa era la razón por la cual, a principios del siglo XVIII, el proveedor de la
Real Hacienda del Maranhão escribía sobre los problemas causados por
el remate de los bienes de los difuntos y ausentes de la capitanía de Piauí.
Aunque se hubieran recaudado ocho mil cruzados, escribía: “corre muchos
riesgos este dinero mandándose venir de Bahia [o sea en dinero metálico] y
de aquí [Piauí] para esa ciudad [São Luís] y de ella para el Pará, haciéndose
de la plata, paño, y del paño, cacao y clavo” (AHU, M, CU, doc. 1079).
La moneda tenía entonces que sufrir transformaciones siguiendo
la lógica de cada región del Estado, si no perdía su valor1. Como en el es-
tado del Maranhão no podía circular dinero metálico, el oro y la plata que
entraban en la región se derretían y se les daba otro uso al dinero circu-
212 lante y oficial de la Corona. En 1714, por ejemplo, el proveedor de la Ha-
i

cienda advertía “a esta parte en algunos convoys viene bastante moneda,


que en el Maranhão se funde en alhajas, por que no corre dinero” (“Carta
de João”).
El “dinero de la tierra” servía para todo tipo de pagos. Como vimos,
los diezmos eran rematados en clavo y cacao, ya que a los soldados se les
pagaba también en azúcar. La utilización de los géneros como moneda, sin
embargo, generaba una serie de problemas que los colonos, las autorida-
des, los consejos reales y la propia Corona rápidamente percibieron.

rProblemas del “dinero de la tierra”


La documentación deja entrever varios problemas derivados del uso de
las monedas naturales. Subrayadas por varios individuos, esas dificul-
tades desempeñaron un papel importante en las discusiones sobre la

1 r
Sobre las funciones de la moneda, véase Vilar (23-26).

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introducción de la moneda metálica a finales de la primera mitad del siglo
XVIII, como veremos.

Al estudiar las relaciones de cambio en la América española, de fina-


les del siglo XVI e inicio del siglo XVII, Jorge Daniel Gelman explica cómo
en las conquistas de Castilla circulaban diversos tipos de monedas. En
México, Buenos Aires, Potosí y Paraguay, por ejemplo, se usaban produc-
tos locales como “monedas de la tierra”, con equivalencia de valor y con la
garantía de las autoridades, que les aseguraban valores más o menos fijos.
La circulación de ese tipo de dinero, no obstante, se ajustaba a tres
condiciones principales: su durabilidad y capacidad de mantener el valor
durante un largo tiempo; su disponibilidad limitada, para que no perdie-
ra su valor como patrón monetario, y la posibilidad de que al dividirse o 213
sumarse no hubiera pérdida en la unidad de valor (Berdan, 293). Para Gel-

i
man, uno de los problemas del uso de ese tipo de monedas se relacionaba
con el hecho de que, siendo producto y moneda al mismo tiempo, eran
susceptibles a los cambios del mercado. En Perú, por ejemplo, aclara el autor,
el hierro y el acero tenían valor como moneda, sin embargo:
… cuando la demanda de Potosí, donde se usaban grandes cantidades en los
trabajos de minería, empezaba a crecer, no podían ser usadas como moneda.
La razón era simple —el valor de uso de los productos aumentaba más allá de
su valor como moneda. Un fenómeno contrario ocurría cuando la demanda
industrial de hierro y acero declinaba rápidamente. (103-104)

Un problema semejante ocurrió en el estado del Maranhão y Pará, al


cual se añadían otros. De hecho, el poder de compra del dinero de la tierra,
aunque establecido en réis, no era el mismo que del dinero del “reino”. Final-
mente, tomando las reglas del modelo explicado por Jorge Daniel Gelman,
los productos usados en la región amazónica tenían muchas veces una dis-
ponibilidad alta, durabilidad limitada, y eran fácilmente falsificados.
En 1731, por ejemplo, el proveedor de la Real Hacienda de la capi-
tanía de Pará, al sumar los gastos que había con el pago de las tropas, de
los oficiales del gobierno y de los religiosos, advertía que ocurría una seria
disputa entre ellos con relación a los productos con los cuales cobrarían

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sus sueldos. En aquel momento, preferían recibir en cacao, clavo y perejil,


que en azúcar, tabaco, harina y frijoles, una vez que aquellos productos eran
los que tenían la “mejor reputación” (“Carta de José da Silva”). Según Jor-
ge Gelman, la economía paraguaya, en la que prácticamente no circulaban
monedas metálicas, sufría problemas similares: el establecimiento de pa-
trones monetarios generaba que muchas veces “los precios fijos de cambio
eran más altos o más bajos que el precio de la utilidad comercial de la
misma mercancía” (113).
Así, en la década de 1740, ocurrió una situación inversa a la de los
años de 1730. El obispo de Pará, dom fray Bartolomeu de Pilar se quejaba
de que su congrua —establecida en 400 mil réis— le era pagada en “frutos
de la tierra”. El problema era que en esa época la arroba de cacao, evaluada a
214 cuatro mil réis en la capitanía de Pará, valía en Portugal solamente de 1.500
i

a 1.600 réis. La caída del precio del cacao, por lo tanto, afectaba los rendi-
mientos del obispo, quien argumentaba que el gobernador, que recibía en
paño de algodón, no tenía esa pérdida y ganaba mucho más que él (AHU,
P, CU, doc. 869).

Ya en el final de 1730, la mayor estimación del cacao generaba más


problemas2. Según los oficiales del cabildo de Belém do Pará, en esa capita-
nía circulaban tres tipos de “moneda corriente con valor cierto determina-
do por V.M.”: azúcar, clavo y cacao. De todos ellos el cacao era el que tenía
“mejor salida”, lo que provocaba que los oficiales de la Real Hacienda no
quisieran recibir otros productos que no fueran cacao. La situación era más
grave porque, si aceptaban recibir en clavo o azúcar, devaluaban su valor,
ya que no eran géneros apreciados en aquel entonces. De esa manera, se
quejaban los oficiales del cabildo, el azúcar, que tenía precio estimado en
tres mil réis la arroba, valía para los oficiales da la Hacienda de 1.200 a 1.500
réis, por arroba. Lo mismo pasaba con el clavo, que de seis mil réis la arroba
pasaba a 3.000 o 3.600 réis (“Carta del cabildo de Belém”).

2 r
Dauril Alden indica una caída constante del precio del cacao hasta la década de 1750. De cual-
quier modo, lo que interesa aquí es el valor del cacao con relación a los demás productos (121).

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En la capitanía de Maranhão, problemas de otro orden acompañaban
el uso del paño de algodón. Como vimos, en la década de 1660, el cabildo de
São Luís había propuesto la definición de los valores de cada vara de paño
y ovillo de hilo de algodón (así como de las arrobas de azúcar), a pesar de
las quejas del oidor, Diogo de Sousa de Meneses, quien llamaba la aten-
ción por el aumento excesivo del valor en réis de las varas y de los ovillos.
Por más que las quejas de Sousa de Meneses no hayan sido escuchadas, al
explicarlas, dejaba claro, que el aumento del precio fijo del algodón había
sido solicitado por “los dichos oficiales [del cabildo] y más personas que
labran el paño en sus casas”.
O sea, en el estado de Maranhão y Pará existía la posibilidad de “acu-
ñar” moneda plantando algodón y fabricando hilo y paño3. No sin razón,
en una carta escrita al provincial del Brasil, el célebre jesuita padre Antonio 215

i
Vieira, representando a los religiosos de la misión del Maranhão, argumen-
taba la necesidad de que hubiera roza de algodón y telares, no sólo para el
“servicio de la casa”, sino también para “el precio de otras cosas necesarias”
(“Quatro” 459).
Años más tarde, el gobernador Gomes Freire de Andrade le infor-
maba al rey sobre los habitantes de la capitanía privada de Tapuitapera, los
cuales se puede decir que prácticamente cultivaban dinero, ya que según
el gobernador “no logran otros bienes que los de una roza en tierras de Su
Majestad; en ellas siembran algodones, de los cuales hacen un poco de
paño, que es la moneda y droga con la que pagan y compran lo que deben”
(“Carta de Gomes Freire”).
En la década de 1690, el rey advertía al gobernador que se había pro-
hibido a los colonos “el cultivo de los algodones y paños” y que les había

3 rA diferencia de los tlacos de México colonial, acuñados por los dueños de pulperías, el paño
de algodón tenía valor universal y reconocido por la Corona. Sobre los “abusos” causados por
la circulación de los tlacos, véase: Aguila (13-27).

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obligado a plantar caña de azúcar, “para que puedan moler los ingenios”
(“Para o governador do Maranhão”)4.
Si la aceptación del “dinero de la tierra” se adaptaba a la doble natura-
leza de los géneros, al mismo tiempo moneda y mercancía, problemas más
graves y antiguos advenían de su degeneración natural y de su falsificación.
Ya en la segunda mitad del siglo XVII, basado en una queja de los oficiales
del cabildo de São Luís, el rey le ordenaba al gobernador un cuidadoso exa-
men de los ovillos y varas, en razón de las pérdidas causadas por la falsifi-
cación y consecuente falta de “estimación de la dicha moneda”. Pocos años
después, al padre Antonio Vieira le parecía que el algodón se debía prohi-
bir “como moneda verdaderamente falsa” (“Informação que por ordem do
Conselho Ultramarino”, en Pe. António 5: 336).
216
Tantos problemas causaba la falsificación que el rey finalmente de-
i

cretó órdenes severas contra el fraude. Según el alvará de 22 de marzo de


1688, se reconocía que en los paños se encontraban “palos, trapos y otras
cosas semejantes”. De esa manera, ya que las varas de paño y ovillos se
“deben reputar como cualquier moneda de las que hay en el reino”, se or-
denaba que se taparan los rollos y que su grosor lo estableciera el cabildo5.
Claramente, las determinaciones del rey no fueron capaces de dar un
fin a los problemas del paño. En 1725, el oidor de la capitanía de Maranhão
se quejaba de que los rollos se hallaban “llenos de hilo podrido, de ma-
llas viejas, de medias y trapos”, y muchas veces “sin el peso que se requiere”
(“Carta de Matias”). En 1747, casi 60 años después de la publicación del
alvará, según una consulta del Consejo Ultramarino, el gobernador Fran-
cisco Pedro de Mendonça Gurjão advertía que era tal la desobediencia de

4 r
En Tucumán y Córdoba, según Jorge Gelman, la producción de textiles, que servían de mo-
neda, “era estrictamente controlada por las clases dominantes, que habían bien entendido sus
funciones monetarias” (111-12).

5 “Traslado de outro alvará de Sua Majestade, q. Deos guarde sobre a falcidade dos novellos”,
en Regimento (31-33).

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la ley de falsificación del algodón que más valía publicar un nuevo alvará
(“O governador do Maranhão da conta” f. 199).
También la falsificación del cacao y del clavo preocupó a la Corona
desde mediados del siglo XVII, y como ya mostró Dauril Alden, era bastan-
te frecuente (117). En una provisión de los años de 1680, la Corona ya ad-
vertía contra la mezcla que hacían los colonos, juntando corteza de clavo
con cortezas de otros árboles. Ya en el caso del cacao, se recogía verde, lo
que hacía con que fácilmente se pudriera (“Pera q. todo” f. 378). Años más
tarde, el rey nuevamente les ordenaba atención a las autoridades sobre la
falsificación del cacao, detallando las artimañas de los colonos, que dificul-
taban la maduración del fruto, para hacerlo más pesado, y llegaban a pintar-
lo para que pareciera maduro y de buena calidad (“Seja applicado” 120).
217

i
rLa “monetarización”
del estado del Maranhão y Grão-Pará

Si a lo largo de más de cien años la Corona se mantuvo en la decisión de


no permitir la circulación de moneda metálica en el estado del Maranhão
y Pará, a pesar de tantas quejas, a partir de la década de 1740 el panorama
comenzó a esbozarse de manera distinta. Antes de analizar el proceso de
introducción de la moneda metálica en la región, es fundamental examinar
los argumentos que permitieron durante tanto tiempo mantener su fun-
cionamiento con el uso del “dinero de la tierra”.
Hay que señalar que, a diferencia de la experiencia de varios territo-
rios de las Indias de Castilla, en los cuales, según la historiografía, la falta
de moneda, principalmente para transacciones de bajo valor, explicaba el
recurso a las “monedas de la tierra” (Berdan; Gelman)6, en el estado de

6 rPara Alfonso García Ruiz, “la escasez de numerario, causa general de los fenómenos moneta-
rios que tenían lugar en Zacatecas y otras regiones de México en el siglo XVI y a principios del

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Maranhão, la propia Corona impidió durante muchas décadas la circula-


ción de monedas metálicas y determinó el uso del “dinero de la tierra”7.
En 1677, al discutir la organización de un monopolio comercial en el
estado del Maranhão, el Consejo Ultramarino, como era costumbre, solici-
taba los pareceres del procurador de la Real Hacienda y del procurador de
la Corona. Este último, al condenar los monopolios, porque “disminuyen
el comercio y arruinan las conquistas”, argumentaba igualmente que no
era favorable que se mandara dinero metálico a la región para comprar
drogas a costa de la Corona. Según él, el estado del Maranhão “no está
acostumbrado a que le vaya dinero, que sin él se conserva, y puede ser
que con él sean menos bien gobernados y más ambiciosos los morado-
res” (AHU, M, CU, doc. 613)8.
218
En 1700, nuevamente, los procuradores de la Corona y de la Hacien-
i

da se oponían a la circulación de moneda metálica en el Estado. Sus argu-


mentos pueden ser resumidos básicamente a la idea de que como la región
era de frontera, el uso de la moneda podía generar una salida indebida de
monedas de metal de la conquista. Como explicaba el procurador de la
Corona, “la experiencia muestra que no bastan las prohibiciones y las pe-
nas para que se eviten la saca de moneda a los extranjeros”.
El procurador de la Hacienda explicaba también que la Real Hacien-
da no parecía tener pérdidas con la “falta de moneda”. Lo que único que
aceptaban era la introducción de monedas de cobre para compras de poco

r
XVII, se halla determinada al mismo tiempo por condiciones locales, por condiciones internas
en la Colonia y por motivos externos, correspondientes a la política económica de España y a
sus relaciones con otros países” (39).

7 Hay que subrayar, sin embargo, que también en el mundo portugués la moneda de bajo valor
era escasa. Véase: Sousa (90); Rocha y Sousa (222-24).

8 Según Yves Aguila, en Nueva España había también aquellos que argumentaban que el uso
de las monedas locales era una respuesta espontánea de la sociedad a sus problemas y necesi-
dades (18). Según Alfonso García Ruiz, “la realidad había impuesto, tiempo antes, soluciones
prácticas, aunque menos acordes con la idea estricta de la moneda” (32).

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valor (“Oficio”). Tal hecho se debía, sin duda, a que, para los procuradores,
las monedas de cobre, por su reducido valor, no atraerían el interés de los
“extranjeros”.

De cualquier manera, el hecho es que hasta principios del siglo


XVIII, todavía durante la regencia y reinado de dom Pedro II (1667-1706), la
prohibición de circulación de la moneda metálica, aunque no totalmente
eficaz, fue oficialmente política de la Corona. En el mismo año de 1706,
último de su reinado, el rey vedaba explícitamente el uso de moneda que
entraba por el estado de Brasil en el estado del Maranhão (“Para o gover-
nador geral” 285).

En el caso del estado de Maranhão, solamente durante el reinado de


dom João V (1707-1750) las discusiones sobre la introducción de la mone- 219

i
da metálica fueron más sistemáticas y frecuentes. En efecto, en la década
de 1720, hubo un intento fortuito y frustrado de uso de moneda metálica,
debido al naufragio, próximo a la ciudad de São Luís, de una embarcación
que iba de Pernambuco para Lisboa, con más de 900 mil réis en monedas
de cobre. Aunque inicialmente el rey aprobó el uso del dinero, fueron tan-
tos los problemas que siguieron a su circulación que el rey ordenó su envío
a Lisboa (“Carta de dom João V” 1725, 215; “Carta de Dom João V” 1727,
201-203; Pombo 458).

Poco a poco, a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII se conso-


lidó la percepción de que el dinero metálico era el “único remedio” para
los problemas de la región, relacionados con las dificultades enfrentadas en
el comercio, principalmente. Poco tiempo antes del naufragio, según una
consulta del Consejo Ultramarino, ese era el argumento del gobernador
Bernardo Pereira de Berredo y de los cabildos de Belém y São Luís. El pro-
pio Consejo reconocía que no había “república del mundo” en la que no
hubiere moneda metálica; pero los consejeros iban más allá, a diferencia de
sus pares de mediados de la segunda mitad del siglo XVII, argumentando
que la falta de moneda era razón del “empobrecimiento” del estado del Ma-
ranhão. Por esa razón, el rey tenía que autorizar la circulación de moneda
de oro y de plata, fabricada en el estado de Brasil, y de cobre, fabricada en

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el reino. Definitivamente, los tiempos habían cambiado. Luego de ser es-


cuchado, como de costumbre, el procurador de la Real Hacienda, aunque
cauteloso por el efecto que la circulación de dinero podía tener entre los
indios, indicaba una transformación de las opiniones sobre el problema:
Las razones que en esa propuesta del cabildo, o para mejor decir, del gobernador,
se consideraron para la introducción del dinero en los Estados de Maranhão y
Pará, no son nuevas, ni tan peregrinas, que de ellas no se hubiese ya dado noticia,
en el tiempo en que pareció que solo se podían los dichos [Estados] conservar
no habiendo en ellos ningún dinero. (“S.e o que escreve” f. 268r.-v.)

A lo largo de los años, otros argumentos se sumaban a la necesidad


de introducción de dinero metálico en la región. Según una carta del rey,
en 1723, el desembargador Francisco da Gama Pinto había argumentado
220 que solamente con la moneda se podían “remediar” los problemas del es-
i

tado del Maranhão. El rápido deterioro de muchos de los productos que


servían como moneda era uno de los más graves problemas, según Gama
Pinto. De hecho, como no podían atesorarse, cuando había una deuda con
la Real Hacienda, los tesoreros preferían anotar un crédito para la Hacien-
da que recibir los productos, o cuando los recibían, rápidamente se los pa-
saban a otros, antes de que se perdieran. Con eso, advertía el desembargador,
las cuentas de la Tesorería nunca cerraban, y se generaban cadenas de deu-
das (“Carta de dom João V” 1724, 207-10).

Pocos años más tarde, al analizar los problemas de pago de los sol-
dados y oficiales, el Consejo Ultramarino reconocía que “mientras en el
Estado del Maranhão no circule moneda, tanto las cobranzas de la Real
Hacienda, como los pagos hecho por la misma Hacienda están sujetos a
grandes fraudes” (“O governador do Maranhaõ responde” f. 76).

Como se puede ver a partir de los argumentos del desembargador y


de los consejeros, el problema de la falsificación y deterioro de los géne-
ros usados como “dinero de la tierra”, dificultaba la propia gestión de las
cuentas reales. A diferencia del siglo XVII, parecía cada vez más claro que la
conservación del estado del Maranhão dependía de la introducción oficial
de moneda metálica.

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En ese sentido, principalmente a partir de la década de 1730, se em-
pezó a discutir de manera más sistemática la manera de acuñación y de in-
troducción del dinero metálico. En 1733, por ejemplo, algunos consejeros
del Consejo Ultramarino propusieron que la moneda tenía que ser acuña-
da en la capitanía de Bahía, como las demás monedas que circulaban en el
estado del Brasil. Sería esa una forma de evitar la creación de nuevos cuños.
En la misma consulta, no obstante, el procurador de la Real Hacienda ar-
gumentaba que la moneda tendría que ser acuñada o sellada de manera
especial en Portugal, y cabría a la propia Hacienda, y no a particulares, su
envío al Maranhão; con eso se controlaría su entrada en la región. Ya el
consejero Alexandre Metelo de Sousa e Meneses, en la misma ocasión, era
de opinión que la moneda fuera la que circulase en Brasil, y que se manda-
ran de Portugal 30 mil cruzados de la moneda hecha para Brasil (AHU, M, 221
CU, doc. 2076).

i
En cuanto a los valores y uso de la moneda, unos, como el procu-
rador de la Hacienda en la consulta citada atrás, defendían la circulación
de monedas con valor menor; otros, como el consejero Metelo de Sousa
e Meneses, argumentaban que tenía que circular con mayor valor. Ya los
oficiales del cabildo de São Luís opinaban que se estableciera “por moneda
de oro y plata la misma y provincial de los Brasiles” y también la misma que
en Brasil “corre con el cuño y valor de la del reino”, pero advertían que no
hubiera “alteración ni disminución en el precio”, ya que su introducción se
dejaba a cargo de los comerciantes del Brasil y de Minas Gerais (“Carta del
cabildo de São Luís” 1732).
Claro está que la circulación de moneda metálica y el establecimien-
to de su valor era poder soberano del rey9. Sólo en 1748, al término de su
reinado, dom João V decretó finalmente la introducción oficial de dinero

9
rPara un análisis de los procesos de monetarización con relación a la formación de los estados
nacionales, véase Boyer-Xambeu, Gillard y Deleplace (199-232).

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metálico en el estado del Maranhão10. No hay duda de que la decisión real


reflejaba las constantes pérdidas que acumulaba la Real Hacienda en la re-
gión, a propósito de un argumento recurrente que regulaba las políticas
portuguesas para la región amazónica colonial, por lo menos del siglo XVII
a mediados del siglo XVIII.
De esa manera, afirmaba el monarca en la carta regia, el uso de “valor
fijo en los frutos” del Maranhão ocasionaba “grandes pérdidas y engaños”
a los que recibían, y “notable detrimento a la estimación de los mismos
géneros”. Ocurría esa situación debido al hecho de que corrían “por igual
precio” el buen y el mal producto, de lo cual resultaba que perdieran la “re-
putación en Europa” y cayeran a precios bajísimos, “en daño de la renta de
la monarquía y ruina cada vez mayor de los dichos cultivadores”. Subrayaba
222 finalmente el decreto que la circulación de “frutos y mercancías en lugar de
i

dinero” causaba gran “impedimento y perniciosas consecuencias” al “co-


mercio de aquel Estado” (“Carta de Dom João V” 1748).
Dos días después, el rey le explicó al Consejo de Hacienda cómo se
iba a producir la moneda para el estado del Maranhão. Acuñada en Por-
tugal, tendría más valor del que circulaba en el reino. Ya el “reembolso” del
gasto en la “factura de ese dinero”, determinaba el soberano, se obtendría
del remate de productos del Maranhão por el Consejo Ultramarino (“De-
creto al Consejo de Hacienda”; “Decreto al Consejo Ultramarino”). La lle-
gada de las primeras monedas ocurrió solamente en mayo de 1750, último
año del reinado de dom João V (“Carta de Francisco”).
No hay duda de que el inicio de la circulación de la moneda metálica
prácticamente coincidió con una considerable transformación en la políti-
ca metropolitana para la región. La ascensión a ministro de Sebastião José
de Carvalho e Melo, después marqués de Pombal, en el reinado de dom
José I (1750-1777), impuso, entre otros, una serie de cambios en la política
económica (Cardoso). Aunque el “dinero de la tierra” continuó circulando

10
r
Para más detalles de ese proceso, véase Lima.

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durante largo tiempo, los envíos de moneda metálica fueron fundamenta-
les para el desarrollo del comercio, principalmente después de la creación
de la Compañía de Comercio del Grão-Pará y Maranhão, en 1755. El con-
texto económico, por lo tanto, era otro.
Las razones que llevaron a un cambio del patrón monetario por parte
de la Corona están relacionadas a una serie de factores internos y externos.
No hay duda, como explica Carl Hanson, de que más allá de la influencia de
las doctrinas económicas (principalmente mercantilistas), las políticas de la
Corona estaban también trazadas por las “necesidades fiscales, costos de
defensa y otras contingencias” (153).
Así, el principal argumento eran las crecientes pérdidas de la Real Ha-
cienda. Por un lado, el estado del Maranhão no fue, durante el siglo XVII y 223
hasta mediados del siglo XVIII, un territorio que le diera a la Corona de Por-

i
tugal rentas suficientes y satisfactorias. Sin embargo, como región de frontera
—cuyo dominio inicial había sido marcado por la confrontación con otras
naciones europeas— el Maranhão generaba importantes y crecientes gastos
para la Corona. Una red de fortalezas y un número creciente de tropas, tanto
en su frontera occidental (externa) como oriental (interna, contra naciones
indígenas hostiles), abrumaban las limitadas rentas portuguesas en la región.
La opción oficial por la “moneda de la tierra” durante tan conside-
rable tiempo significó seguramente un intento por evitar una sangría más
a la Real Hacienda. Como explicaba de manera ejemplar el procurador de
la Corona en la década de 1670, sin la moneda metálica, el estado del Ma-
ranhão “se conserva”. La Corona parece haber apostado a una autonomía
monetaria relativa de la región, cuyo comercio con el exterior no era tan
significativo. Por otro lado, en una percepción claramente marcada por las
doctrinas mercantilistas, la Corona temía la salida de metales de sus terri-
torios, situación perfectamente plausible en el estado del Maranhão, dadas
sus amplias y permisivas fronteras, y la constitución de una sociedad mar-
cada por la dislocación fluvial.
Por otro lado, los problemas inherentes a las monedas utilizadas ori-
ginaban cada vez más problemas. El fácil deterioro natural de muchos de

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los productos —principalmente el cacao y el clavo de cáscara— y la in-


cesante falsificación dificultaban el ya insuficiente comercio con Portugal,
una vez que, como el propio rey reconocía, eran responsables por la mala
“reputación” de los productos. A eso se añade que las fluctuaciones de los
precios de las monedas/mercancías en el comercio generaban obstáculos
para su establecimiento como patrones monetarios.
Ese fue el caso ejemplar del cacao, una vez que el propio aumento
de su exportación, principalmente a partir de la década de 1730, dejó a este
producto más sensible a los cambios del mercado. Las diferencias regiona-
les entre las monedas del estado del Maranhão, que tantos problemas les
causaban a las autoridades en los pagos, se sumaban a los problemas pro-
pios de las monedas del estado del Maranhão, lo que dificultaba la circu-
224 lación de una especie única, que se estableciera como unidad de cambio
i

y valor.
Claramente, a partir de la primera mitad del siglo XVIII, la falsifica-
ción y el deterioro pasaron a causar más dificultades que la propia ausencia
de moneda metálica. La apuesta por la autonomía de la región le salió cara
a la Corona, incapaz de percibir los problemas intrínsecos del tipo de mo-
neda natural que circulaba en la región.

rBibliografía
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Plata, paño, cacao y clavo: “dinero de la tierra” en la Amazonía portuguesa (c. 1640-1750 )

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Vilar, Pierre. Or et monnaie dans l’histoire (1450-1920). Paris: Flammarion, 1974. Impreso.

Fecha de recepción: 13 de marzo de 2009.


Fecha de aprobación: 6 de julio de 2009.

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Vigías en el Yucatán novohispano:
nota para un estudio complementario
entre las torres costeras de E spaña
y las de la A mérica hispana *

Jorge Victoria
Archivo Histórico de Mérida, México
jorgevictoria40@hotmail.com

R esumen

r
En este artículo el autor aborda un tema desconocido en los estudios de la historia
militar de la América hispana colonial: las vigías de la costa. Debido a sus reducidas
dimensiones y a que fueron construidas con materiales perecederos, los estudios re-
ferentes al sistema defensivo no han incluido esas pequeñas obras, a pesar de que
fueron parte imprescindible de éste. Las notas que se presentan son un resumen de
la investigación realizada en las vigías de Yucatán, México, donde existieron durante
más de 300 años, cuya historia se comparó y complementó con la historia de las vigías
existentes en la España árabe e hispana. Su estudio abre una puerta a nuevas investiga-
ciones de tipo económico, social y político, a partir del mundo costero.
Palabras clave: vigías, Yucatán, España, Nueva España, arquitectura militar.

A bstract
r
In this article, the author deals with an unfamiliar topic in the study of the military
history of colonial Hispanic America: the watchtowers of the coast. Due to their
small size and to the fact that they were constructed with perishable materials, the-
se small building works have not been included in studies devoted to the defensive
system, although they formed an indispensable part of it. This article is a summary of
a research on the watchtowers of the Yucatan, Mexico, where they have existed for
300 years. Their history has been compared to and completed with the history of the
watchtowers in the Arabic and Hispanic Spain. This study opens up the road to new
researches on the economic, social and political character of the coast.
Key words: Watchtowers, Yucatan, Spain, New Spain, military architecture.

r* Agradezco a mi estimado amigo Juan Felipe Pérez Díaz, destacado arqueólogo colombiano,
la posibilidad de acercarme a parte de la documentación citada en este trabajo.

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Vigías en el Yucatán novohispano

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rIntroducción
En este artículo se presentan algunos resultados de investigación que, a ma-
nera de proposición para futuros trabajos, ayudan a esclarecer la historia mili-
tar, económica y social de una minúscula parte del engranaje preventivo-
defensivo transportado de Europa a la América hispana del siglo XVI:
las vigías costeras. Estas obras, torres de materiales perecederos o no,
acompañadas de unas pocas casas de materiales semejantes, y conocidas
también como atalayas, no se han estudiado para el caso americano, con
excepción de las que existieron en la península de Yucatán (al sureste del
antiguo virreinato novohispano, hoy México), investigadas por el autor
de estas líneas desde hace varios años1.
229
Dado que los estudios comparativos ayudan a comprender pro-

i
cesos o hechos suscitados en dos o más territorios, cercanos o no, tanto
física como cronológicamente, para nuestra investigación utilizamos la
información de los siglos XVI al XIX, referente tanto al sistema de vigías de
España y la correspondiente a la de provincia de Yucatán, para tratar
de armar una interpretación complementaria de esas pequeñas obras
militares. Esa historia puede ser extrapolada, en muchas de sus ideas, a
otras vigías coloniales de las que se sabe su existencia, pero que no han
recibido la atención de los investigadores, por ejemplo, las de otras cos-
tas novohispanas, las erigidas en Cuba, en Puerto Rico, en Guatemala y
las instaladas en el antiguo virreinato neogranadino, por mencionar unas
cuantas regiones2.

1 rLos trabajos de Victoria que han abordado el tema de las vigías yucatecas desde diferentes
perspectivas son: “De la defensa”, Emplazamiento, “Las vigías”, Los versos, Piratas y Las torres.
Calderón, en su magnífica obra Fortificaciones de Nueva España, presenta transcripciones de
documentos donde se habla de las vigías, pero en el cuerpo del libro no se ocupa de ellas
como parte del sistema preventivo-defensivo novohispano.

2 Para el reino de la Nueva Granada la documentación señala vigías en Portobelo y Guayaquil,


entre otras (AGNC, CM, leg.74, fs. 281-82 y leg. 80, fs. 676-77; AGNC, CM, leg. 92, fs. 320-27).

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Para los propósitos apuntados cabe indicar que el sistema de vigías


fue resultado del traslape al Nuevo Mundo de la defensa costera que co-
menzó a implantarse por los árabes primero y después por los castellanos
y reinos diversos del litoral mediterráneo de la península ibérica a fines del
siglo XV (o antes), por lo que el funcionamiento de uno puede ayudar a
comprender el de otro ante la falta de información.
Por otra parte, además de su carácter militar, las vigías yucatecas de-
sempeñaron un interesante papel en la economía regional, al convertirse
en puertas de entrada al contrabando. Entonces se considera que la acción
realizada por parte de su encargado pasó de la defensa a la clandestinidad.
En ese sentido, para la realización del ilícito, en nuestro estudio, se propuso
la existencia de redes sociales para su introducción en esas playas america-
230 nas, acciones en las que los encargados de las torres costeras tuvieron una
i

participación relevante para el arribo y conducción tierra adentro de los


géneros ilegales.

rComienza nuestra historia…


La defensa, en su expresión arquitectónica, fue uno de los rasgos funda-
mentales de la presencia de la Corona hispana en América y, en conjunto,
su estudio nos introduce a la historia del devenir de ese Nuevo Mundo,
junto con la de la propia metrópoli. De igual manera, aporta conocimien-
tos sobre la proyección marítima ultramarina realizada por España y sobre
el ambiente socioeconómico y político existente en los litorales, los cuales
tuvieron —y aún mantienen— un tipo de vida diverso al de las poblacio-
nes de tierra adentro.
El mundo naval se liga estrechamente a las costas y a la infraestructu-
ra existente en ellas, debido, entre otros puntos, a la necesidad de señalar a
las embarcaciones los riesgos que podían correr en su navegación cuando
se hallaban próximas a tierra o de ofrecerles resguardo en caso de peligro.
Por ende, las obras costeras fueron, desde tiempos muy antiguos, ayuda

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Vigías en el Yucatán novohispano

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imprescindible para el buen derrotero de los navegantes y para la protec-
ción de los territorios.
Entre los siglos XVI y XIX, en el período de la administración española
en sus vastos dominios en América, esa experiencia acumulada en sus litora-
les europeos también hizo gala de presencia en ultramar, pues formó parte de
ella la estrategia defensiva en sus posesiones y, por ende, de su proyección.
Haciendo a un lado las grandes construcciones pétreas erigidas en la
América colonial, en especial en la región caribeña, en estas líneas se aborda
un hito básico del establecimiento y permanencia de los conquistadores y
colonos españoles en el Nuevo Mundo: las vigías. Cabe señalar que resul-
ta de interés el tema, ya que las investigaciones referentes a la arquitectura
militar erigida en las costas americanas han olvidado dichas obras, debido 231
tal vez a sus reducidas dimensiones y a los materiales perecederos con que

i
se construyeron.
En el artículo nos centraremos en los datos referentes al sistema de
torres erigidas en las penínsulas Ibérica y de Yucatán, transportado con-
ceptualmente a los nuevos territorios de la Corona desde mediados del
siglo XVI. Hace unos años, ante la falta de estudios sobre estas minúsculas
obras militares en América, a pesar de que son las precursoras de la seña-
lización por faros que entrelazan la navegación y la costa3, como punto de
inicio del trabajo, se consultaron las investigaciones sobre las torres exis-
tentes en la España musulmana y la cristiana, denominadas maharis, torres
almenaras, vigías o atalayas4, lo que dio como resultado una conjugación de

3 rPara tiempos prehispánicos, en las costas peninsulares se situaban señalamientos


efímeros o perecederos como indicadores para el buen derrotero de las canoas ma-
yas, pero no existe relación con las vigías posteriores más allá de una posible sustitu-
ción de ubicación topográfica (Ochoa y Vargas 10-14; Romero).
4 El Diccionario de autoridades, de la Real Academia Española (457), describe como atala-
ya: “Torre construida en lugar alto, de difícil subida, no sólo en medio de la campaña,
sino también cerca de las orillas del mar desde donde se descubre el mar [...] y donde

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información comparativa que enriqueció las historias de ambos lados de


la mar y ayudó a cubrir lagunas informativas, lo que ahora puede servir
de marco referencial para el inicio de nuevas investigaciones de otras vi-
gías americanas.
A pesar de su hermandad en cuanto a funciones, las torres o atala-
yas erigidas en la península Ibérica y en Yucatán presentan discordancia
en cuanto a su forma y materiales de construcción. Los vestigios arqueo-
lógicos de muchas de las existentes en España —tanto árabes como cris-
tianas— son hoy símbolos o hitos arquitectónicos en las costas atlántica
y mediterránea; por su parte, las yucatecas, todas desaparecidas debido a
las características de sus materiales constructivos, sólo pueden estudiarse
a través de la documentación de archivo. En la mayoría de los casos, los
232 sitios donde se instalaron esas últimas son ahora pequeñas poblaciones
i

costeras, sin rastro alguno de los antiguos puestos de vigilancia (Victoria,


“Las Vigías” 61-2).
La información existente sobre las torres de España aporta datos
de importancia sobre su conformación administrativa; en cambio, arroja
poca luz sobre el tejido de la vida cotidiana, de lo social y lo económico
desarrollado en torno a ese sistema preventivo-defensivo. Por su parte, las
vigías yucatecas proporcionan datos respecto a su papel en la estrategia
proteccionista de la región, sobre las autoridades civiles y militares, la clan-
destinidad, el comercio y la sociedad en general, temas que no han sido
abordados lo suficiente por los estudiosos de esos temas a partir de otras
ópticas, o por los interesados en las fortificaciones de la región.
Por otra parte, para evitar confusiones, cabe dejar en claro algunas
diferencias en cuanto a la denominación de las personas encargadas de
las vigías. Para el caso de las obras islámicas y cristianas, el empleado era

rvelan y hacen guardia personas destinadas para dar aviso [...] lo que se ejecuta con
Almenaras, ahumadas, o fuegos”. Se dice que viene del arábigo ettalaa, que significa
subir en alto, alargando el cuerpo para subir más alto”.

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Vigías en el Yucatán novohispano

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denominado torrero, en relación con el sitio desde el cual observaba, pero
también se le llamó atalayador y vigía, en razón directa de su labor (García
Fitz 274). En el Nuevo Mundo se le denominó centinela, alcaide, vela, vigía
y, en contados casos, atalayador o atalayero, aunque predominó el térmi-
no de vigía. Éste, según se estipulaba, debía ser de origen español o crio-
llo, pero en la práctica se utilizaban indígenas para realizar la observancia
del horizonte marino, y en otras regiones, como en la costa del golfo de
México (Tabasco), se entrenaba a negros para esa labor (Victoria, “De la
defensa” 32-3).
Para Yucatán la denominación de atalayero no debe confundirse
con la de indio atalayero o simplemente atalayeros, que eran los naturales
que prestaban sus servicios en la vigía, la cual estaba conformada en esa re-
gión por la torre de vigilancia (cuando ésta existía) y las chozas que servían 233

i
como habitaciones para el encargado y los indígenas ahí destinados tem-
poralmente. De la misma manera, cabe distinguir que la vigía era el sitio
localizado en la playa, y el vigía o vela, su encargado. La palabra atalaya tam-
bién fue utilizada como sinónimo de todo el sitio de vigilancia (la vigía)
(Victoria, “De súbditos” 905-06).

rLos antecedentes:
las vigías en la época musulmana

Desde los albores del islam en el al-Ándalus (siglo VII d. C.), la región
norte del estrecho de Gibraltar constituyó un territorio clave que debía
protegerse para el mejor desenvolvimiento de la sociedad que se gestaba
en esa parte de la península Ibérica. Para tales fines se aprovechó la es-
tructura que quedaba del sistema de defensa estático romano-bizantino
y, posteriormente, debido a los ataques normandos entre los años 842 y
860, se erigieron en el litoral recintos urbanos y torres o atalayas preven-
tivas en las costas como parte de un sistema “genuinamente musulmán”
(Gámir 10).

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Jorge Victoria
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Estas últimas construcciones existieron en el mundo islámico anda-


luz hasta mediado el siglo XIV, al suscitarse la quiebra definitiva del poder
musulmán en la zona. De aquellas construcciones cabe destacar las erigidas
por el reino nazarí de Granada, que estableció una red de nutridas atalayas,
capaz de mantener contacto visual entre ellas. De igual manera, para no
interrumpir la comunicación costera, en las prominencias del terreno que
no contaban con vigías se estableció alguna persona que tenía la misma
función del torrero o vela encargado de los puestos de vigilancia (Torre-
mocha y Sáez 169, 225).
Las atalayas islámicas, llamadas maharis, presentan esbeltez y ausen-
cia de escarpes; no obstante, posteriormente desaparecieron los elementos
comunes que ayudarían a catalogarlas, debido al largo período histórico
234 que comprenden y a las innumerables aportaciones culturales que recibie-
i

ron. En ese proceso histórico, en cambio, es posible establecer diferencias


en cuanto a los materiales de construcción, aparejos, elementos defensivos
y decorativos, vanos y accesos. Su altura y superficie, ocupada por la base,
sufrieron alteraciones por el desarrollo de las armas de fuego y la aplicación
de la artillería a las tareas de asedio; las torres disminuyeron de altura y la
base adoptó la forma de talud (Torremocha y Sáez 225-26).
Las torres árabes de España eran edificios exentos, cilíndricos, con
funciones específicas de vigilancia realizada por un torrero, y que en
conjunto formaban el sistema costero de defensa a lo largo del litoral
(Figura 1). Otro tipo de ellas, por ejemplo, la nazarí de cuerpo cuadra-
do, solía establecerse en pequeños peñascos para aprovechar la altura
cuando la estructura arquitectónica no era elevada (Figura 2). La equi-
distancia de estas últimas vigías durante los siglos XIII y XIV estaba en-
tre 4,5 y 10 kilómetros (Torremocha y Sáez 19, 225). Eran torres ópticas
distribuidas en la costa en forma espaciada, que por medio de ahuma-
das durante el día y fuego en la noche notificaban a las poblaciones del
interior la presencia de enemigos (García Hernández 21). No obstante
su importancia, por su misma característica de obras menores, han sido
un tanto desdeñadas en las crónicas, salvo como referencias geográficas
(Torremocha y Sáez 171).

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Figura 1.
Torre de caleta,
costa de Granada
Fuente: Tomada
de Azuar.

Figura 2. 235
Torre de la Peña,

i
Cádiz
Fuente: Fotografía
del autor.

Las torres almenaras, junto con las de alquería, constituyen la me-


nor expresión de fortificación en al-Ándalus, que con finalidad de vigi-
lancia, protección y transmisión de señales, aparecieron en su paisaje
interior y costero. Ambas construcciones se destacan por su simplici-
dad constructiva y ausencia de elementos ornamentales (Torremocha
y Sáez 243).

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Jorge Victoria
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rVigías en los tiempos postárabes


La Ordenanza de los reyes católicos sobre la guarda de la costa del Reino
de Granada, dada el 13 de septiembre de 1497, y la Real Provisión, del 1o de
agosto de 1501, constituyeron la base sobre la cual se asentó el sistema
defensivo costero granadino a todo lo largo de la Edad Moderna, y que
influyó sobremanera en el posterior celo de otros litorales mediterráneos
que conformaron España, como fue el caso del Reino de Valencia, en la
región del Levante, con la promulgación de sus ordenanzas en 1554 y 1673
(Gámir 11, 14 y 26), así como de América5.
En sus ansias proteccionistas, el rey Felipe II ideó un sistema defen-
236 sivo similar al árabe para proteger el litoral mediterráneo de la península
Ibérica. Esta empresa, que no escatimó esfuerzos y que en el transcurso
i

de medio siglo consumió hombres y recursos económicos cuantiosos, se


representó en la España de aquel entonces con el proyecto de edificar y
reformar numerosas torres en la costa valenciana (AGS, E, 329; Seijo 12),
y en el plan concebido durante la segunda mitad de la década de 1570
para fortificar las costas de Andalucía, en las actuales provincias de Cádiz
y Huelva (Mora 19).
Esas construcciones, en ambos casos de piedra, ripio y argamasa,
fueron hechas de planta y cuerpo circular, o tronco-cónicas, con diámetro
de cinco y ocho metros aproximadamente, base terraplenada en el tercio
inferior hasta el cordón. Podían tener una o dos bóvedas, y entrepisos de
madera para albergar un mayor número de personas. En algunos casos

5 rPara los fines de las ordenanzas e instrucción se utilizaron las torres y castillos inme-
diatos a las playas construidos por los moros. Por otro lado, cabe apuntar que Gámir
utilizó en su investigación las ordenanzas valencianas de 1673, por lo cual supone-
mos que, cuando realizó su obra en 1988, desconocía las “Ordenanzas de la Guarda
[...] de 1554)” (BUV, Mss, 812 D, 82), las más tempranas hasta ahora conocidas para
esa región.

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estaban coronadas con almenas para la instalación de cañones —de ahí
la denominación de torres almenaras—, y con la puerta de acceso más o
menos a la mitad inferior de la torre. Su altura oscilaba entre 12 y 15 metros,
considerando las condiciones y características del terreno (Calderón, Las
defensas 27; Mora 26) (Figuras 3 y 4).
1976 1976

Torre de Punta Umbría Torre de Canela

237
a b

a b

i
c d

Escala: 1:100 0 5 METROS


Escala: 1:100 0 5 METROS

Figuras 3 y 4.
Torre de vigía hispana,
siglo XVI. Planta y corte
transversal, realizados
por el ingeniero Juan
Manuel de la Fuente
Fuente:Tomadas de Calderón
Quijano (Las defensas 27).

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En las costas de Granada el plan filipino contempló la construcción,


en 1577, de 40 torres, desde Gibraltar hasta Ayamonte, bajo la dirección
del consejero de guerra Luis Bravo de Lagunas, encargado de revisar y or-
ganizar la defensa de esa costa baja, arenosa y de plataforma continental
prolongada (Mora 20-1). Para la obtención de los recursos económicos
destinados a la empresa se pidió la cooperación de los señores territoriales,
quienes, a la par de los consejos locales, se opusieron alegando escasez de
medios, inadecuada elección para la instalación de las torres o injustos re-
partos de los gastos para la construcción y mantenimiento de las obras.
Las quejas iniciaron un largo pleito que culminó con la suspensión
de la idea de financiación propuesta por Bravo, y en su lugar se arbitró un
impuesto especial a la “sisa del pescado”, consistente en un maravedí por
238 cada libra capturada, lo que suponía 70.000 ducados al año. Esos pretextos
i

hicieron que el programa se retrasara una década, e incluso que algunas to-
rres no se realizaran. Por fin, en 1638, aunque no del todo completo, el plan
defensivo iniciado por Felipe II se vio cristalizado (Mora 21).
A pesar de aquellos esfuerzos, el sistema de torres no fue un fuerte
bastión defensivo, únicamente cumplía la función de observación y custo-
dia del litoral y la frontera, pues el factor humano implicado se componía
únicamente de uno o dos torreros o velas, y dos personas para solicitar el
socorro necesario (Sánchez 101; Gámir 12)6.
Al respecto de las señales utilizadas en esas vigías, se apunta que
por la mañana se agitaban lienzos blancos como indicio de tranquilidad;
en caso contrario, una vez detectado el peligro se procedía —al igual que
tiempos islámicos— a emitir humaredas diurnas o llamaradas por la noche

6 rEn las “Ordenanzas de la Guarda [...], (1554)” (BUV, Mss 818 D, 82) se señalan variaciones
en el número de las milicias destacadas en las torres para vigilar la costa valenciana. De
igual manera, en 1593 se reportó la posibilidad de un torrero y tres atajadores para re-
correr la costa, o dos torreros y tres atajadores. Así se notaba la alternancia en el puesto
de guarda entre los destacados a la torre (ARV, G, 1133, D. 3 y 4).

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desde la parte superior de la torre, acción que era repetida en las otras vigías
hasta llegar el aviso a la guarnición militar más próxima. Mientras llegaban
los refuerzos, los pocos habitantes cercanos, pescadores y campesinos, se
refugiaban en el interior de la torre, con la esperanza de que el enemigo
desistiera de atacar. Una vez dentro, la escalera de cuerda era recogida de su
puertaventana (Torremocha y Saéz 224)7.
Las torres edificadas en el plan de Felipe II estuvieron en algunos
casos en ubicaciones desafortunadas, además de que el diseño fue errado
al contemplar artillería en la parte superior, pues salvo en la entrada de los
ríos y lugares habitados, no tenía sentido dotar de cañones a las torres, que
por la lejanía entre algunas de ellas, de 15 kilómetros o más, impedía una
batalla de fuegos cruzados, dejando amplio campo sin batir (Mora 19-21).
239
En cuanto a la organización de los servicios de vigilancia de las to-

i
rres granadinas, en la Instrucción de 1497 y la Provisión de 1501 se contem-
plaba el empleo de guardas (velas), escuchas y atajadores. Los dos prime-
ros eran vigilantes residentes en las torres, pero con la distinción un tanto
confusa, pues al salir a recorrer la costa para “cerciorarse de la ausencia de
enemigos”, se les denominaba escuchas. Los atajadores, por su parte, eran
los jinetes que efectuaban el recorrido por la costa, pero con distancias
más largas (Gámir 46)8.
Las instrucciones de 1497, las provisiones de 1501 y de 1511, en unión
con las ordenanzas valencianas de 1554, son de gran interés para conocer la
organización de la guarda costera en aquellas partes del Mediterráneo. Su
importancia radica en la información administrativa referente a la confor-
mación del cuerpo militar de las costas, los sueldos y las gratificaciones, así

7 rPara 1756 se indicaba que en la torre de Zalabar podían caber los torreros (3), más
treinta personas en caso urgente, Mora (30).
8 El empleo de atajadores, guardas y escuchas es señalado por algunos autores como
de origen mucho más tempranos: Ferrer (296-298); Díaz Borrás (106-120); García
Martínez (50).

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como las prohibiciones —como la de evitar nombrar guardas o atalayas


que sean amigos o parientes de las autoridades superiores, o que éstos re-
cibieran dádivas de sus subordinados— (BUV, Mss 818, D. 82). Aunado a
la información militar, esa reglamentación permite un atisbo a la situación
de la administración de la justicia y la organización política del litoral, sobre
todo de las costas de Valencia.
Para el contexto hispanoamericano, algún autor apunta que en La
Habana del siglo XVII se levantaron “torres-atalayas”, de “albañilería ordi-
naria”, similares a las “que se diseminaron en las costas españolas y por las
Indias”, con el objetivo de avanzada militar de vigilancia. Sin embargo, en
el apuntamiento se confunde a las “simples” vigías con otra tipología de
torres o casa fuerte de materiales pétreos, clasificadas en la construcción
240 militar (Ramos 117).
i

rAcerca de las vigías en España


De importancia para el contexto de las torres de España es la información
brindada en los textos de Díaz, Ferrer y García Martínez, referente a ese
sistema de vigilancia. Estos autores abocan sus estudios a la investigación
de las torres, fortificaciones, puntos de vigía y su localización geográfica;
los atalayeros y los guardas, el sistema de avisos, etc. Esas construcciones
alcanzaron una fuerte tendencia hacia el primer cuarto del siglo XV; sin
embargo, se dice que desde tiempo antes (1290-1350) el sistema de vigilan-
cia costera era ya una realidad, incluso que existía un código de señales para
mandar los avisos de manera expedita (Ferrer 298-230).
No obstante la consulta de esos textos, no fue posible hallar en ellos
aspectos de la interrelación socioeconómica del microcosmos que for-
maron las vigías en relación con los refuerzos físicos ahí establecidos, los
auxilios que debían ser proveídos por los poblados cercanos o el sistema
de correos que recorrían la costa, y mucho menos mencionan alguna par-
ticipación de las vigías en el celo hacia el contrabando.

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Conociendo de antemano que en la documentación de archivo las
vigías yucatecas estaban relacionadas de manera frecuente con el contraban-
do, nos avocamos a la búsqueda de información sobre la introducción del
ilícito en el territorio costero del Mediterráneo español durante la temporali-
dad de funcionamiento de las torres árabes e hispanas. Sin embargo, nuestra
empresa no tuvo el éxito deseado, incluso llamó la atención que la palabra
contrabando no fuera utilizada en los textos consultados, resultado todos
ellos de investigaciones enmarcadas en tiempos de fines del medioevo y el
moderno (García y Sesma; Remie; López; Laliena y Franzo; Barrio).

A pesar de esa ausencia, los hechos de fraude sí son mencionados y


algunos de ellos, al señalarse como “evasores de los ingresos reales”, podrían
estar referidos a acciones de comercio ilegal. Así, una lectura al trabajo de
Díaz, referente a los problemas marítimos de la Valencia en la Edad Media, 241

i
deja sentir la idea de que en las incursiones de piratas hubo un momento de
robo de cristianos y otro de introducción de mercancías (“Problemas”).

A pesar de no contar con datos que nos indiquen la introducción


clandestina de géneros por las torres mediterráneas, Ruzafa ofrece una
importante referencia en la que apunta que los “almogávers” eran grupos
de personas armadas que se dedicaban, entre otras cosas, al contrabando
(24-25); pero lo que resulta más significativo es que, según señala ese inves-
tigador, los “almogávers” fueron, a la vez, los torreros o vigías encargados de
celar la costa y también los escoltas que hacían la guardia marítima (Ruzafa
25). Ante ese panorama la introducción del ilícito estaba casi asegurada, ya
que quien debía impedirlo, facilitaba su arribo.

En cuanto a las fuentes de archivo sobre el tema, desconocemos si


en la documentación de los últimos siglos del medioevo se hizo alguna
referencia al caso de las torres y de los vigías o atalayadores. En el ramo
Generalidad, del Archivo del Reino de Valencia, encontramos datos pos-
teriores, provenientes de 1593, relativos al número de atalayeros, guarda y
soldados destinados a las diversas torres y castillos, así como de sus salarios
(ARV, G, 1133, D. 1-8). También resulta interesante conocer el contenido de
la primera Ordenanza para la custodia de la costa valenciana, promulgada

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en 1596, donde se establece jurídica y administrativamente el servicio de


vigías (BUV, Mss, 818, D. 82).
De tiempos modernos (1790) proviene la observación de que las to-
rres y atalayas de Mallorca e Ibiza debían de ser utilizadas para evitar “estor-
bar los contrabandos y fraudes que se intentasen hacer […] e impedir que
desembarquen, y comuniquen en la Isla personas o géneros de Provincias
sospechosas” (cit. en Nicolás 22)9. Esta mención apoya la idea de que el
contrabando estuvo presente —a pesar de su escasa mención— en las vi-
gías de tiempos anteriores, tanto para su celo como para su introducción.
En resumen, tenemos que otros investigadores han abordado en par-
te el aspecto histórico en cuanto a la defensa y lo relativo a la arquitectura de
242 las torres de vigía; pero, en contraposición, el aspecto socioeconómico que
giró en torno a ella permanece desconocido. Para esclarecer el tema no basta
i

con la información relativa a salarios, nombres de vigías y destinos, sino que


interesa sobremanera la búsqueda de las posibles relaciones de complicidad
que pudieron existir entre los diversos y numerosos burócratas y en contu-
bernio con los vigías para la introducción de contrabando por las costas. Fal-
ta, parafraseando a Bertrand, reconstruir los sistemas relacionales que todo
individuo intenta o pretende desarrollar en torno a sí (Bertrand 58), aplicán-
dose en este caso a los implicados o beneficiados por el contrabando.

r C ruzando el océano:
las vigías yucatecas

La aparición “oficial” de vigías en el territorio americano se debió al manda-


to de Felipe II en 1561 —reiterado en 1591 y 1611—, por el que ordenaba a
sus virreyes y gobernadores implantar puestos de vigilancia para el resguardo

9 rOtras obras referentes al tema de las torres en época moderna tampoco abordan el
contrabando, por ejemplo Seijo y Sánchez, para el Levante, y Mora, para Andalucía.

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de los principales puestos de las Indias (Recopilación 515), aunque presumi-
blemente ya existían debido a la presencia española en América desde varias
décadas antes.
Para la región yucateca, las primeras vigías reportadas fueron las de
Río Lagartos y Sisal, en 1588, por fray Alonso Ponce, quien señaló para am-
bos sitios la existencia de “un vela que le guarde y descubra los navíos y de
aviso cuando llegare algún corsario u otro enemigo, y hay para esto hecha
una torre de madera, y junto a la torre una casa de paja, en que está la vela y
algunos indios que le sirven” (Ciudad Real 313).
El sistema de vigías implantado fue sencillo y de bajo costo econó-
mico y social por el reducido número de hombres requeridos para su fun-
cionamiento y su construcción a base de materiales perecederos. En el 243
transcurso de los siglos XVI al XVIII, esas obras no variaron en forma ni

i
materiales de construcción; la atalaya o torre de vigilancia tenía un diseño
tronco-piramidal, construida con maderos, coronada con un espacio con te-
chumbre de paja para la permanencia del vela, y una altura variante entre los
11 y los 15 metros (Figura 5). El conjunto de la vigía se complementaba con

Figura 5.
Reconstrucción hipoté-
tica de una atalaya o torre
de vigilancia de Yucatán.
Fuente: Dibujo de
Jorge Victoria Ojeda.

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dos o tres chozas a la usanza indígena, que servían de habitaciones para el


responsable del puesto y de cuatro a seis indios destinados al servicio de la
Corona, aunque en la práctica fuera un servicio personal al vela.

En algunos casos, esos puestos costeros no contaron con torres de


vigilancia, ya que se localizaban a cierta altura, en montículos prehispáni-
cos o alturas naturales junto a la costa. No obstante su endeble estructura,
se ordenaba que algún ingeniero supervisara la obra y su emplazamiento
(Victoria, Las torres 50-52; AGI, M, 3159), aunque en la práctica, al menos
para Yucatán, no encontramos dato alguno que indicara que se cumplía
lo ordenado. Cabe señalar que en ningún tratado de arquitectura militar
de la época colonial se hace mención de este tipo de vigías, diferentes en
características constructivas a sus antecesoras de España, pero sin duda
244 que deben ser tomadas en cuenta como parte de la arquitectura militar de
i

ultramar aplicada a la geografía, necesidades y recursos americanos.

Esos sitios semiaislados de la amplia costa yucateca tenían contacto


con algún poblado a través de una calzada de piedra que cruzaba la franja
cenagosa, sitio del cual provenían los refuerzos cuando la ocasión lo ameri-
taba, y que era avisada por medio de humaredas, fuegos y mensajes escritos
(Figura 6). Es posible que este sistema resultara más sencillo que el euro-
peo, opinión vertida por la falta o desconocimiento hasta el momento de
un reglamento que haga referencia a las personas inmiscuidas en la defensa
de la costa, como en el caso de las Ordenanzas de Valencia (Victoria, Las
torres 38). Únicamente se conocen algunas menciones para la segunda mi-
tad del siglo XVIII, acerca de un reglamento de comunicación entre los vi-
gías y las embarcaciones por medio de banderas (CAIHY, C, VIII-1795-004).

A través de las centurias de instauración del sistema de vigías en la


península, como medida de prevención ante los probables ataques de pi-
ratas, corsarios, contrabandistas o flotas de guerra a las costas yucatecas, las
zonas que se cubrieron con atalayas fueron las aledañas al puerto de Cam-
peche y la banda del norte, como la más próxima a Mérida. Sin embargo,
la vorágine militar, política y económica suscitada en el siglo XVIII en el
Caribe y golfo de México (el espacio denominado Caribe histórico) orilló

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a la instalación de vigías en diversos puntos de la costa con posibilidad de
desembarque enemigo, entre ellas algunas zonas despobladas, como en los
casos de Polé y Zama, en la costa oriental. Cabe apuntar que la situación
señalada para el Caribe también se dio en el litoral del Pacífico, pero no
contamos con estudios similares al presente para poder hacer inferencias
que enriquezcan nuestras ideas.

VIGÍAS YUCATECAS SIGLO XVI - 1821

O
IC
M É X
D E
FO
L
245
O
G

i
C A R I B E
BAHÍA DE CAMPECHE
M A R

Figura 6.
Ubicación de
las vigías en la
península de
Yucatán, desde
el siglo XVI
hasta 1821
Fuente: Dibujo de
Jorge Victoria Ojeda.

Si bien la custodia y defensa del territorio peninsular yucateco fue


motivo para la instalación de vigías, a esa tarea se le sumó la de tratar de
detener o combatir el comercio ilícito que se desarrollaba por los litorales

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de la península. A pesar de no poder cuantificar a ciencia cierta el número de


puestos de vigilancia instalados —en la segunda mitad del siglo XVIII su-
maban más de 20—, su permanencia indica, sin lugar a dudas, que esa me-
dida económica y de fácil movilidad constituyó el recurso utilizado por las
autoridades provinciales en su celo por la seguridad territorial ante la falta
de medios. Su mayor frecuencia se dio, como apuntamos, a partir de 1750,
con cambios entre 1810 y 1821, años de la lucha independentista de México
(Victoria, Las torres 43-45).

rActores sociales partícipes del


contrabando en Yucatán
246
i

Para entender el conglomerado social que participó en la introducción del


contrabando a Yucatán podemos dividir la geografía peninsular en tres re-
giones. La primera, la costa, lugar de arribo de las mercancías y sitio donde
se localizaban los velas o vigías, era, sin duda, una posición estratégica entre
el mar y tierra adentro. La segunda región comprende la franja limítrofe en-
tre la capital provincial y la playa, espacio donde se localizaban las diversas
autoridades civiles y militares de los partidos o regiones en que se dividía
la península. En la tercera región, la ciudad de Mérida, residían las máximas
autoridades y la élite de comerciantes que tuvieron o pudieron tener parti-
cipación en la introducción del ilícito10.
Para el caso de los vigías (primeros actores) se puede decir que eran
hombres poco honrados, de toda confianza de las autoridades, que cons-
tituían la representación de éstas en su jurisdicción territorial, lo que fa-
cilitaba la realización de labores con fines de lucro personal o grupal, no
legales. Su elección por medio de la decisión directa y unipersonal por

10 rReferente al sector comercial y sus lazos de parentesco consanguíneo y ritual, véase


Zanolli (200, 228, 314-15).

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Vigías en el Yucatán novohispano

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parte del gobernante en turno constituye un elemento de importancia
para comprender su desenvolvimiento como funcionario. A lo anterior
hay que agregar que muchas veces el agraciado para el puesto era un
“recomendado”.
Tal como Dalla (133-134) apunta, en la sociedad colonial hispanoame-
ricana la recomendación, como documento o palabra escrita, fue un instru-
mento de garantía para la reproducción de los lazos sociales, de los víncu-
los de poder y de los pactos entre las personas, y desempeñó un papel de
importancia en el terreno laboral y en el político. La designación del vigía se
debió de basar en la expectativa de los negocios que a través de la vigía se po-
dían realizar. No en balde, a pesar de que muchos de los velas no tenían sueldo
asignado, las solicitudes para ocupar el puesto eran numerosas (Victoria, De
la defensa 73-80, 248). A esos empleados siempre se les relacionaba con el con- 247

i
trabando y con actividades lucrativas más allá de los establecidos legalmente
(AGEY, C, caja 11, vol. 1, exp. 13).
Destinados a los lugares del tránsito de las embarcaciones que, con
destino a los puertos de Veracruz, Campeche o Sisal, salían de La Habana
y bordeaban la península de Yucatán y desde donde divisaban casi todas
las vigías yucatecas (AHA, CV, t. 654, D. 8, fs. 39r-40v), los velas observaban
casi a diario a los posibles cómplices de ilícito. De su situación en esos
puntos geográficos de Yucatán, los visitadores reales señalaron en 1766,
lo siguiente:

Vive un pobre hombre asalariado de vigía con un corto sueldo en un despo-


blado (y despoblado seguro por un bosque para cualquier introducción), el
sueldo le tiene allí y el lugar donde le pone el sueldo es una tentación. Llega el
contrabandista, ofrece un partido, pinta la facilidad, persuade con la conviven-
cia, y se hace el fraude. (Cit. en Florescano 225)

En el Yucatán novohispano (e incluso en el independiente), los pun-


tos de mayor introducción del ilícito fueron las amplias costas yucatecas,
celadas únicamente por vigías “con condiciones de vida miserable”, pero
cuyo empleo, en muchas ocasiones sin estipendio económico alguno, no
sufría falta de aspirantes bien recomendados, y cuya durabilidad estaba de

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acorde con las relaciones que se tuvieran con el gobierno en turno y el ve-
nidero (Farriss 70)11.
Como ejemplo de los cambios que se daban por la llegada de un
nuevo gobernante, don Arturo O’Neill (1793-1802), quien destinó a los
puestos burocráticos a gente de su entera confianza, Íñigo Escalante, vigía
de Ixil en 1796, al ser separado del cargo, escribió unos versos para enviar al
rey y para que la “noticia” fuera conocida por la población12. En una décima
el vigía-poeta expresaba lo siguiente:

Vigías y Subdelegados
y Jueces de los Partidos
sois también los ofendidos
248 y gravemente agraviados,
pues estando sosegados
i

sin sobresalto el menor


ya esperan el sinsabor
de los tragos tan amargos,
de refrendar vuestros cargos
por causa de un vil traidor.
(AGS, SG, 7213, exp. 21; Victoria, Los versos 23-24).

Aquellos versos no sólo denunciaban probables cambios en el aje-


drez político de la región, sino que también mencionaban otras autoridades
que, junto con el vigía, dibujaban a los partícipes de una red confabulada
para ciertos fines, con seguridad el contrabando (Victoria, Los versos 27).

11 rOtras vías de introducción del contrabando era por las propias aduanas de los puertos y
por vía terrestre. El tema del contrabando debió ser común para las vigías hispanoame-
ricanas, dadas las condiciones semejantes que se presentaban en las costas. Así, para
mediados del siglo XVIII e inicios del XIX, se les subrayaba a los vigías neogranadinos
evitar el contrabando (AGNC, CM, leg. 74, fs. 281-82; leg. 80, fs. 676-77, y leg. 92, fs. 320-27).
12 A propósito de esas décimas más “íntimas” de la vida de Escalante, que pueden conside-
rarse como autobiográficas (literatura autógrafa), usando palabras de Philippe Ariès (18),
cabe indicar que el lector tiende a aceptar como veraz lo apuntado, por el hecho de su situa-
ción como testigo de algo que revela lo íntimo y lleva lo privado a la esfera de lo público.

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El segundo grupo de actores partícipes de ese comercio ilegal fue-
ron los subdelegados, jueces de paz, alcaldes, comandantes militares, etc.
Todos ellos, en diversa medida o proporción, aparecen como cómplices
de ese ilícito en la documentación consultada de la época colonial (AGS,
SG, 7213, exp. 21; AGI, M, 3027, f. 21v; Victoria, De la defensa 180-90; Santiago,
El impacto 943-46).
La participación del tercer grupo se ve ejemplificada con los gober-
nadores y su criticada conducta. En 1810, la introducción del contrabando
era aceptada por el gobernador en turno, Benito Pérez Valdelomar (con
posterioridad virrey de Nueva Granada), quien afirmaba que las vigías,
puestos encargados de la detección de dicho comercio, eran ya obsoletas
para tal misión (AGN, AHH, 478, exp. 95); pero, en contraposición, al mis-
mo gobernador se le acusaba de participar en la connivencia de ese tráfico 249

i
ilegal (AGN, Colonial, Serie Historia, 537, V, fs. 43v-59v). Otro ejemplo es
el del gobernador Artazo y Torre de Mer, a quien se le denunció reiterada-
mente de contrabandista y enriquecimiento ilícito, debido a las cuotas cobra-
das a los introductores del contrabando (BUAY, UAL, 1813, microfilme 8).
La estructura social del Yucatán colonial inmiscuida en el contraban-
do se componía de esferas socioeconómicas diversas, por ejemplo, autorida-
des de gobierno, ricos comerciantes, altos funcionarios militares o de aduana,
por una parte13, y empleados menores, celadores, soldados, pequeños comer-
ciantes, arrieros, vigías, etc., por la otra, cada una conformada por sectores de-
finidos, con contactos o interconexión según la posición que los individuos
ocupaban en la estructura de poder y por medio de la cual se tenía acceso a
los recursos económicos y políticos (Victoria, “De la defensa” 169-180).
Esa interconexión, que notoriamente perseguía una finalidad perso-
nal o reducida a unos cuantos, se basaba en factores de lealtad y confianza

13 rSegún Pietschmann (12 y 31), los tipos de corrupción más generalizados entre la
burocracia hispanoamericana fueron el contrabando, cohecho y soborno, favori-
tismo y clientelismo y venta de oficios y servicios burocráticos al público.

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para su buen desarrollo en cada esfera o nivel. Cuando se conocían, entre


los sujetos solía existir una amistad puramente instrumental y funcionaba
mediante una gran desigualdad entre los individuos relacionados, que de-
sempeñaban el papel de protectores y protegidos, con excepción de la alta
jerarquía de la red (Lomnitz 225).

rConsideraciones finales
Diferentes en forma, y en cuanto a algunos factores socioeconómicos im-
plícitos, el sistema de atalayas de la península Ibérica y el yucateco cum-
plieron su cometido en cuanto a la vigilancia y la transmisión de mensajes
250 a lo largo de la costa donde se situaban. Tal como se mencionó, las vigías
i

yucatecas y las españolas mantuvieron algunos rasgos generales, como


son el vela, los ayudantes del puesto, la intercomunicación, la presencia
ocasional de refuerzos militares, las actividades legales e ilícitas, etc. Esa
homogeneidad aporta información que puede ser extrapolada a otros lu-
gares americanos en estudios posteriores y, haciendo las consideraciones
pertinentes, algunos datos obtenidos de las yucatecas podrían ayudar a
cubrir de forma comparativa algunas lagunas de la historia desconocida
de las torres españolas.
Las vigías costeras instaladas en Yucatán constituyeron un eslabón
perimetral del sistema defensivo implantado en la región; pero, por su
precario diseño y dudosa funcionalidad, difícilmente podrían clasificarse
como obras militares defensivas, en comparación con los elementos pé-
treos erigidos en las costas; al contrario, en la práctica, tuvieron un carácter
más bien preventivo, por su mismas características constructivas, carencia
de cañones y grupos armados de manera permanente. Esta designación
no se contradice con el carácter defensivo u ofensivo de las obras milita-
res, sino que se complementa, ya que formaban parte de toda la estrategia
militar de Yucatán. Es, en todo caso, un típico ejemplo de la llamada Es-
cuela Americana, donde lo ideal cede paso a la necesidad y condiciones de
la realidad.

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No obstante lo anterior, el estudio de las vigías ayuda a comprender
la estrategia de protección implantada en la región yucateca, donde, a pesar
de la amplitud de la costa del norte, únicamente se edificaron pequeñas
obras de fábrica en Sisal (siglo XVI) y en Nueva Málaga (1821), hoy Yala-
hau, mientras las endebles atalayas fueron los puestos de referencia para
controlar gran parte de la deshabitada costa.

En el estudio de las tareas legales de los velas resulta interesante en-


contrar la conjunción de la actividad militar con otra de tipo hacendista;
ello denota que los encargados de aquellos puestos eran hombres de suma
confianza —y muy bien recomendados— de las autoridades, y se consti-
tuían en la representación de éstas en su jurisdicción territorial, lo cual, sin
duda, ayudaba a la realización de labores ilícitas con fines de lucro personal
o grupal, aseguradas por la correspondencia de favores del vela hacia las 251

i
personas que lo postulaban y de éste para con quien se lo otorgaba.

La investigación de las atalayas y de la red de factores sociales y


económicos que giraban a su alrededor arroja nuevas luces sobre la ad-
ministración española en la región y el comportamiento de la sociedad
en general, no sólo de un sector de ella. Esta última estuvo implícita en el
contubernio de la clandestinidad que se desarrolló a partir de la llegada
de mercancía por mar y su derrotero hacia tierra adentro, ya que la sola-
paba y se beneficiaba de ella. Por ende, un punto de interés en lo futuro lo
constituirá el hecho de que un estudio más profundo de las tareas legales
e ilegales en las costas peninsulares, ibéricas y yucatecas, así como en otras
de la América hispana, dará la pauta para conocer los comportamientos de
esas sociedades costeñas.

Hasta donde sabemos, no existe alguna otra investigación referente


a este tipo de obras preventivas en un lugar del antiguo imperio español en
América. Y desconocemos también si, al igual que en Yucatán, se hayan
mantenido durante cerca de 300 años —y más, ya que su vida se prolongó
hasta entrado el tiempo independiente— sin variación en diseño y mate-
rial constructivo. Esperemos entonces que este aporte sea de interés para
los investigadores de nuestra historia colonial común.

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Fecha de recepción: 28 de marzo de 2008.


Fecha de aprobación: 3 de julio de 2009.

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Aspectos generales de la estampa
en el N uevo R eino de G ranada
(siglo XVI-principios del siglo XIX)
Laura Liliana Vargas Murcia
Universidad Pablo de Olavide, España
lauralilivm@gmail.com

R esumen

r
El siguiente artículo da a conocer algunos aspectos generales de la estampa en cuanto
a sus características físicas, temas, comercio y usos desde el siglo XVI hasta los pri-
meros años del XIX en el Nuevo Reino de Granada. El hallazgo de documentos en
archivos y de imágenes impresas europeas, llegadas durante la época colonial, ha
permitido aportar nueva información en torno a estas obras, de diversas temáticas
religiosas y civiles, que tuvieron significativa importancia en la evangelización y en
la propagación de mensajes, como objetos devocionales, elementos decorativos y
simbólicos, ilustradores de libros, al igual que como fuentes de inspiración y cono-
cimiento para artesanos.
Palabras clave: estampa, grabado, arte en el Nuevo Reino de Granada.

A bstract

r
This article presents some general considerations on the physical characteristics,
topics and uses of Holy Cards from the 16th century to the beginning of the 19th
century in the New Kingdom of Granada. The finding of archival documents and
European printed images that arrived during the colonial period made it possible to
offer new information about these works of diverse religious and civic topics, which
have a significant role in evangelization and propaganda, as devotional objects, deco-
rative and symbolic elements, book illustrations, as well as sources for inspiration and
knowledge for craftsmen.
Key words: illustration, engraving, art in New Kingdom of Granada.

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Aspectos generales de la estampa en el Nuevo Reino de Granada

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rLa palabra estampa
La estampa, entendida como una impresión en serie de una imagen a partir
de una plancha grabada, tuvo un papel fundamental como difusora de los
más diversos temas (religión, realeza, mitología, historia, cartografía, jeroglí-
fica, emblemática, tratados científicos o técnicos, etc.) en los espacios civiles
y religiosos de la Nueva Granada. Desde el siglo XVI hubo una constante
importación de estampas elaboradas en talleres europeos, tanto a una tinta
como iluminadas. Una vez arribadas al territorio neogranadino, continua-
ban su circulación a través del comercio, traspasos legales y usos cotidianos.
Por ser los tratados de las artes de pintura y de escultura los que da-
ban profunda cuenta de estos oficios, es la palabra estampa la denomina- 257

i
ción que se ha escogido para este artículo, al ser la usada por Carducho,
Pacheco1 y Palomino, autores de los principales escritos de esta índole en
español, que se refieren a la impresión positiva a partir de una plancha de
madera o de metal grabada. Esta elección, a su vez, guarda relación con las
definiciones difundidas por el Tesoro de la lengua castellana o española2 (Co-
varrubias) y por el Diccionario de autoridades3 (Real Academia Española).
El significado de estampa, tal como se entendía en el período colo-
nial, tendría su equivalencia actualmente en la palabra grabado. En el Nuevo

1 r En el inventario de Pablo Antonio García, pintor de la Expedición Botánica, se registró este


tratado como “Pacheco un tomo” (“Libros”, f. 195r.).

2 Covarrubias define los siguientes términos: “Estampa: La escritura o dibujo que se imprime con
la invención de la imprenta; la cual se experimentó antes que en otra parte en cierto estado de
Francia, dicho Estampes, que fue antiguamente de los condes de Alasón, y el lugar principal se
llama Estampes, de donde tomó el nombre la estampa…” (515); “Grabar: Grauar. Esculpir en
piedra o en metal algunas letras o figuras. Díjose así cuasi graphar, del verbo griego γραφω" (600).

3 La Real Academia Española define estampa como sigue: “Estampa: Efigie o imagen impresa,
mediante la invención del torno, con molde o lámina grabada o abierta a buril. Lat. Efigies.
Imago. Icon”. “Estampa. Significa asimismo idea, original, dibujo y molde principal, ò prototipo.
Lat. Typus vel Prototypus.” (625).

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Reino de Granada, la nominación estampa fue la utilizada en documentos


oficiales como cédulas reales, informes del Santo Oficio de la Inquisición
o escritos emitidos por la Real Audiencia o por autoridades del Virreinato,
aunque es posible hallar en el Archivo General de la Nación (AGN, Bogotá)
inventarios, testamentos, ventas de almoneda o dotes que utilizan otros si-
nónimos como imagen de papel, retablo de papel, cuadrito en papel, lámi-
na de papel, lámina de vitela, lámina de pergamino, papel de imagen, papel
de imaginería, papel pintado, hechura de papel, lámina estampada y estam-
pería; sin embargo, se debe tener cuidado al interpretar el significado de al-
gunos términos que pueden hacer referencia también a una pintura, como
es el caso de lámina, vitela o pergamino o a una traza, en el caso de retablo, por
lo que se debe analizar el contexto en el cual se encuentran registrados.
258
i

rCirculación y presentación
de las estampas

Con certeza se sabe que la Nueva Granada recibió estampas y libros ilus-
trados por medio de éstas desde los puertos de Sevilla y Cádiz, y aunque la
casa impresora más famosa fue la Oficina Plantiniana de Amberes, dirigida
por Cristóbal Plantin, Juan y Baltasar Moretus, se encuentran los registros
e influencias de obras provenientes de otras ciudades europeas como Ma-
drid, París, Lyon, Roma, Milán, Colonia y Ginebra. Sin embargo, no se des-
carta la llegada de obras desde puertos americanos.
A diferencia de México o de Lima, Santafé no contó con una casa
de grabado y, hasta el momento, la primera noticia que se tiene de un gra-
bador en la Nueva Granada es la que se refiere a Francisco Benito de
Miranda, tallador de la Casa de la Moneda, quien en 1782 abrió la plan-
cha La divina pastora, y en 1791, la Virgen del Rosario de Chiquinquirá (Giral-
do, La miniatura 273).
No obstante, vale la pena reflexionar en torno a la mención de mol-
des de estampas de Nuestra Señora de Chiquinquirá, Nuestra Señora de

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Aspectos generales de la estampa en el Nuevo Reino de Granada

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las Aguas, San Benito Abad, dos rostros de emperadores y moldes ro-
manos en el inventario de la testamentaría de Juan Cotrina en 1680, ya
que al haber sido platero, surge la duda sobre el origen de los grabados,
pues además de la hipótesis de que sean europeos, es posible que apro-
vechando el conocimiento en el manejo del buril, él mismo realizara las
tallas o que a partir de estas planchas se hicieran aquí algunas impresio-
nes (AGN, N1 90, f. 171r.).

Lo que sí se sabe es que los plateros, en ocasiones, hicieron sellos


(“Fabrica”). Es de notar que se nombra una estampa de la Virgen de Chi-
quinquirá más temprana que la que abrió en Madrid Ioannes Pérez, en
1735, para el libro de fray Pedro Tovar y Buendía O. P., Verdadera histórica
relación del origen, manifestación y prodigiosa renovación por sí misma y milagros
de la Sacratísima Virgen María Madre de Dios Nuestra Señora del Rosario de 259

i
Chiquinquirá que está en el Nuevo Reyno de Granada. Tampoco se debe olvi-
dar la referencia que hizo fray Pedro Simón sobre una imprenta de naipes
en Cartagena, que ya funcionaba en el siglo XVII.

El fondo Contratación del Archivo General de Indias (Sevilla) con-


tiene listas de envíos con destino a Tierra Firme, Cartagena, Río de la Ha-
cha, Nombre de Dios, Portobelo y Panamá (González-García). Dentro
de cajones y entre los más variados objetos llegaron estampas, breviarios,
libros del “Nuevo Rezado”, hagiografías y tratados, a comienzos del siglo
XVII (“Inventario de cajones”; “Inventario de veintidós”). Dos ejemplos
de la forma como eran apuntados estos ítems de salida son los siguientes:
“12 retablos de a medio pliego de los 12 apóstoles luminados que costa-
ron 40 reales” (González-García 332-333), que fue remitido desde Sevilla
para Francisco Bayona, residente en la ciudad de Santafé, en la nao San
Juan, que arribaría a Cartagena, y “cinco gruesas de estampas a siete reales”
(González-García 301-302), que la nao La Trinidad debía llevar a este mis-
mo puerto, y Tunja sería su destino final, en 1584.
Una vez llegadas las importaciones, los mercaderes las adquirían en
los puertos y pedían permiso a la Real Aduana para tratar con éstas,
como se verifica en la solicitud hecha en 1787 por don Miguel Nicolau,

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para conducir efectos al Chocó. Entre sus mercancías se hallaba “papel pin-
tado, y blanco” (AGN, A 4, ff. 282r-284v.). Luego comenzaba la circulación
de las estampas, unas veces por intercambio entre mercaderes, como el que
realizó en 1600 Juan Fernández de Heredia, tratante de la Calle Real de San-
tafé, quien por mercaderías de la tierra y cosas de una pulpería recibió de
Sancho de Camargo y de Enrique Núñez, entre otros bienes, una imagen
de papel avaluada en tomín y medio, o como las once estampas en papel
por luminar a tres tomines, las siete hechuras del niño Jesús en papel a peso
y las veinte hechuras de medio pliegos iluminadas a peso que se encuen-
tran en la memoria de la ropa que Alonso Arias entregó a Juan Francisco
de Lacuis, en 1601 (AGN, N1 24B, ff. 864r-867r.).
En otras ocasiones, hubo venta itinerante que practicaban los mer-
260 caderes o por la oferta en las calles a través de pregoneros que debían dar
i

anuncios “en altas e inteligibles voces”, tal como lo hacía José María Cas-
tañeda, en Santafé, en 1792, cuyo parlamento decía “quien quisiese hacer
postura a unas estampas de la venerable Mariana de Jesús, Azucena de
Quito, y de nuestro Señor parezca y se le admitirá la que hiciere” (AGN,
H 13, ff. 878v-885v.).

También se podían encontrar tiendas, como la de Luis Zapata, en


Santafé, en cuyo inventario se registraron, en 1751, 145 estampas negras gran-
des (es decir, sin iluminar), además de géneros de la tierra (AGN, N3 195, f.
171v.). Del mismo modo, hubo expendio de estas imágenes en almacenes,
que es el caso presentado en una diligencia llevada a cabo en el estableci-
miento comercial de Antonio Crespín, en Cartagena, en 1773, durante la
búsqueda de una imagen prohibida que mostraba a Carlos III en el Juicio
Final, en la que se encontró un cajón casi lleno de estampas grandes de
papel de marca, medianas y pequeñas (AGN, M 128, f. 649v.).
Igualmente, las ventas de almoneda fueron un medio para adquirir
obras de papel, tal como lo hizo Francisco Sereno, al comprar 13 docenas
y media de estampas pequeñas, en 1616, que fueron bienes de Pedro Buy-
trago en la Calle Real del Comercio de los mercaderes (AGN, N1 34, ff.
656v-660r, ff. 958v-859r.). Otro mecanismo de transmisión de estampas de

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una persona a otra fue la herencia, que consta en testamentos, en los cua-
les es posible encontrar desde unidades o pequeñas cantidades de papeles
de imágenes, retablos de papel con sus cuadros y retablitos guarnecidos
pequeños de papel hasta conjuntos que pasan el centenar. Por ejemplo en
uno de estos documentos se encuentra la reseña de 150 estampas de papel
medianas, en 1607 (“Bienes que quedaron”, f. 538v.; “Testamento de Isabel
de Vanegas”, f. 322r.; “Testamento de Francisca Carmona”, f. 352v.).
Las estampas podían entrar a un espacio doméstico como bien de
dote, en las cuales se entregaban objetos devocionales como: obras de pa-
pel de Santa Ana y Nuestro Señor y otras imágenes y estampas de diferen-
tes hechuras y de papel (“Dote que recibe”, f. 368r.; “Inventario de bienes”,
f. 320r.). Hay que notar que el pregón y la venta de imágenes religiosas en
almoneda eran prácticas que no aprobaban las constituciones sinodales de 261

i
1613, pero aún así se efectuaban4.

Las estampas eran contadas por unidades, docenas, mazos y gruesas,


en tamaños de pliego, pliego de marca (32×44 cm), pliego de marca mayor
(64×88 cm) o de marquilla (47×68 cm), medio pliego o cuartilla (ambos
también de marca, marca mayor o marquilla) y, a veces, simplemente se in-
dicaba si eran grandes o pequeñas (Portús y Vega 59-60). Las impresiones
de las imágenes llegadas a Nueva Granada eran xilografías o calcografías
—punta seca o aguafuerte, aunque era más común el uso de las planchas
de cobre que de madera en el período que ocupa este artículo— a una sola
tinta (o “negras”) o iluminadas (“luminadas” o “pintadas”).
En un expediente cartagenero de 1773, que trata sobre la búsqueda
de una imagen prohibida, Antonio Crespín, dueño de un almacén, afir-
maba ante Roque Quiroga, teniente del rey y gobernador de la Provincia,

4 rVéase Lobo y Arias, título 10: “DE RELIQUIIS, ET VENERATIONE SANCTORUM. Que no se
consientan imágenes, en que hay pinturas deshonestas, y que las que hubieren, se consu-
man y que no se pregonen en las almonedas las cruces, o imágenes, o reliquias de los santos,
o agnus Dei” (181-183). Nótese cómo esta normativa no se cumplió; el remate de esta clase
de obras fue una práctica usual e, incluso, hubo pregones.

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haber visto a Santiago Pérez, comerciante de Panamá, en posesión de una


estampa del Juicio Final y de otras de efigies de santos tanto negras como
pintadas, a las que también se refiere como estampas de pinturas y de tinta
negra (AGN, M 128, ff. 646v-647r.).
Algunas estampas eran enviadas desde Europa a América ya ilumina-
das, como se constata en el fondo Contratación del AGI, lo cual no eliminaría
la posibilidad de que en los talleres neogranadinos de pintura fueran colo-
readas, generalmente al temple, aunque se conservan ejemplos al óleo, como
Las tentaciones de Santo Tomás, del Museo de Arte Colonial de Bogotá.
Estudios de laboratorio de iluminaciones españolas han determina-
do que las preparaciones del encarnado incluían laca, yeso, palo de Brasil
262 y alcohol de plomo molido; el pigmento amarillo se obtenía mezclando
quermes y agua de oro pimente; el verde podía lograrse con cardenillo,
i

verde de vejiga, verde de Hungría o tierra greda verde templados con cola
de guantes, y los polvos aurum musicum o musivum se usaban para conse-
guir el color dorado (Portús y Vega 68).
También era posible que sobre la estampa se adicionara otro tipo
de material diferente al pigmento, como láminas metálicas, encajes, telas o
recortes de papel. El soporte más común fue el papel y, en menor medida,
el pergamino y la vitela. Un ejemplo se observa en el Museo de Arte Colo-
nial de Bogotá, en la estampa italiana San Francisco consolado por el ángel de
la música, inspirada en el grabado del mismo nombre de Agostino Carracci
(c. 1595), quien a su vez tomó el modelo de la creación de Francesco Vanni.
Esta obra, además de la iluminación, cuenta con fragmentos de seda colo-
reada (Figura 1).
Las estampas podían permanecer sueltas o guarnecidas (es decir,
enmarcadas, guardadas en cajas o expuestas en espacios privados o públi-
cos). La forma de hacer los inventarios no siempre era igual y a veces se
especificaba el material de la base sobre la cual estaba pegada la estampa
(frecuentemente madera, pero hay casos sobre tela); otras veces, el del
marco (madera, metal, espejo, vidrio, carey, terciopelo, etc.) o su dimen-
sión. Pocas veces todos estos datos aparecen juntos. Lo que se observa en

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las piezas conservadas es que la imagen generalmente era cortada por el
borde, a pesar de que originalmente tenían un margen de papel sin impre-
sión. Otra forma de exhibir las estampas y de protegerlas a la vez era a través
de cajones, también denominados altares portátiles. El cajón de la Virgen de
Monguí del Museo de Arte Colonial, es uno de estos casos. Presenta en el
interior de su puerta derecha una estampa iluminada de San Lorenzo y San
Sebastián y en la puerta izquierda se ve una de Santiago el Mayor.

263

i
Figura 1.
San Francisco
consolado por el
ángel de la música
Estampa italiana
a partir de estampas
de Francesco Vanni
y Agostino Carracci
(1595), siglo XVI.
Estampa sobre papel,
impresa de un grabado
en metal, iluminada
y con sedas coloreadas.
Dimensiones: 15×9,7 cm.

Fuente: Museo de Arte


Colonial, Ministerio
de Cultura de Colombia.
Inscripción: “Desine
dulciloquas Ales contingere
chordas Hac cruce sit requies,
crux haec mihi cantet in aure
Hac nequeunt tantum corda
tenere melos Praestat enim
voces huius amasse lyra”.

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rLa imagen seriada para la difusión de


mensajes en los ámbitos civiles y religiosos

Es sabido que una plancha de grabado permite la impresión de nume-


rosos ejemplares hasta que su deterioro lo impida. Esta producción de
imágenes tenía muchas ventajas, como la rapidez de su obtención una
vez la plancha se había tallado, la economía de materiales (si se compara
con la pintura y, por ende, un precio menor), la facilidad de transporte
(tanto en la Carrera de Indias como en los trayectos continentales) y la
difusión masiva.
La reproducción de mensajes no solamente religiosos, sino técni-
264 cos o descriptivos a través de la imagen, tuvo grandes repercusiones en el
Nuevo Mundo. Quizás el primer uso que tuvieron las estampas en Amé-
i

rica fue el de la evangelización, y en este método los franciscanos fueron


los precursores. No se han encontrado crónicas concretas en las que se
narren episodios de este tipo en la Nueva Granada, lo cual no significa
que no se haya dado, aunque sí se tienen otras noticias sobre el contacto
entre los indios con otras formas de imaginería católica, como pinturas
o esculturas. Sin embargo, se pueden observar casos de otras regiones,
como el citado por el franciscano fray Diego Valadés (grabador de algu-
nas de las ilustraciones de su libro Retórica cristiana e inventor de otras),
quien por medio de un texto y de una bella estampa explicó la forma de
adoctrinamiento:
Como los indios carecían de letras, fue necesario enseñarles por medio de
alguna ilustración; por eso el predicador les va señalando con un puntero
los misterios de nuestra redención, para que discurriendo después por ellos,
se les graben mejor en la memoria. (475)

De igual modo, fray Diego de Ocaña recordaba la recepción que


tenían estas imágenes por parte de los indios durante sus misiones en Bo-
livia: “Que si a esta razón tuviera yo en Potosí, sobre la mesa donde estaba,
veinte o treinta mil estampas, todas las gastara, porque cada uno llevara
para tenerla en su aposento” (174).

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Las políticas de la Contrarreforma encontraron en la estampa un
medio perfecto para propagar la religión, a través de las hagiografías y las
escenas bíblicas, tanto a manera de ejemplares sueltos como haciendo par-
te de libros. El uso de la imagen no solamente facilitaba la comunicación
entre los religiosos y los indios; además, en esta época el sentido de la vista
era considerado el más efectivo para el desarrollo del arte de la memoria
(Sebastián, Emblemática 11, 53).

La producción en serie de imágenes también fue aprovechada para


hacer propaganda de causas de beatificación y canonización, tal como su-
cedió con Mariana de Jesús y Azucena de Quito. La causa contó con el
visto bueno del monarca y su aceptación se plasmó de la siguiente forma:
“La voluntad del Rey es que las estampas que hayan de expenderse en esta
Plaza [de Cartagena] se vendan por menos para proporcionar mayores ven- 265

i
tajas a la causa de la beatificación de la venerable Mariana de Jesús” (“Expe-
diente relativo a las estampas”, f. 588r.).

En 1789 llegaron a Cartagena 69.546 impresiones enviadas desde


Cádiz a Quito, que dejaron cajones llenos de láminas para la venta en este
puerto y en Santafé. En ambas ciudades tuvo poquísimas ventas, quizás por
ser quiteña, lo que produjo una serie de expedientes sobre el destino que
debían tomar las estampas (“Expediente sobre la venta”, f. 15r.). La insisten-
cia en ofrecer las imágenes continuó hasta 1796, usando la promoción
por medio de carteles, pregoneros, mercaderes a los que se les ofreció
un porcentaje de 2% de ganancia y rebajas del precio. No obstante, a pesar
de ser una religiosa del virreinato, no logró la acogida que se esperaba.
Uno de los fiscales que llevó el caso de las ventas concluyó que no tenían
salida “por ser todas de una plancha y de la misma imagen” (“Inventario
de estampas”, f. 890v.). Infortunadamente para su principal postulador, don
Juan del Castillo, Mariana Paredes sólo logró la beatificación hasta 1850,
bajo el pontificado de Pío IX.

Algunas imágenes satíricas lograron saltarse la vigilancia y fue pre-


cisa la emisión de cédulas reales y la actuación del Santo Oficio de la In-
quisición para evitar su propagación (“El Gobernador”, ff. 768-769r.; “Real

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orden”; “Sobre la apertura”, f. 176r.)5. El procedimiento que se llevaba a cabo


para detectar esas sacrílegas impresiones se iniciaba con la revisión de cajas
y fardos en los barcos que llegaban a los puertos y ya en las ciudades se bus-
caban ejemplares en tiendas o almacenes o se visitaban las casas si exis-
tía alguna sospecha. En caso de hallar copias de las imágenes prohibidas,
se quemaban y se guardaba una como parte del expediente que se abriría
al poseedor.
En el AGN se halla una real orden emitida en 1793 para incautar la
estampa titulada El juicio universal, que presentaba al rey Carlos III como
pecador. A esta orden se anexó el proceso contra Vicente del Corral, ha-
bitante en Cádiz y “transitante” en el comercio de Cartagena, adonde se
dirigía desde Portobelo con una impresión de la citada estampa, quien
266 bajo juramento declaró haber visto que esta lámina de papel se vendía pú-
i

blicamente en la plaza de San Juan de Dios de Cádiz y que se la llevaba a


Antonio Crespín a Cartagena (AGN, P 3, ff. 544r-547r.).
Otra estampa que causó la molestia del rey y cuya posesión podía
ser motivo de pena de muerte, según advertía una cédula real de 1769,
fue la que contenía críticas a la expulsión de los jesuitas. La alerta se di-
rigía a:
Virreyes del Perú, Nueva España, y Nuevo Reino de Granada, a los presiden-
tes, oidores, y fiscales de las audiencias de aquellos distritos, y del de Filipinas,
a los gobernadores, y demás ministros, jueces, y justicias de ellos, e islas adya-
centes, para que se recojan todas las estampas satíricas, bajo el titulo de San
Ignacio de Loyola, que se hubieren introducido, o introduzcan en aquellos
Reinos. (AHAP, 602, ff. 75v-78v.)

El tema religioso fue el más producido por las estamperías europeas,


y su variada iconografía acompañó a otros tipos de imaginería en iglesias,
conventos y colegios. Aunque fueron superiores las cantidades de pinturas
y esculturas que se ubicaron en estos sitios, las imágenes de papel aparecen

5 rNo se encontró la estampa satírica que impulsó la consulta.

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en algunos inventarios, como en el levantado en 1756 en la iglesia de San
Juan de Dios, de Santafé:
Ítem. Cinco dichas de marco dorado, las dos de estampas de papel: de las ad-
vocaciones de San Roque, Nuestra Señora de la Concepción, la Epifanía, Santa
Catalina virgen, y mártir, y Jesús, María y Señor San José, que están en la testera
de las alacenas de las vinajeras. (Vallín y Vargas 208)

La iglesia santafereña de la orden de San Agustín también incluyó


entre sus bienes inventariados en 1797, en el altar de Nuestra Señora Santa
Ana, las siguientes obras de papel: “… al pie de las columnas dos capiteles
dados de bermellón y oro, a los lados tres marquitos dorados, cuatro vacíos
y dos, con estampas de papel con vidrieras de cristal…” (Provincia 199).
El repertorio fue muy amplio: advocaciones marianas, vida de Jesús, 267

i
hagiografías y escenas bíblicas. El Museo de Arte Colonial de Bogotá con-
serva algunos ejemplares: Notre Dame du Mont-Carmel (Nuestra Señora de
Monte Carmelo), de François Chereau; Asunción de la Virgen, Li gl.s mart.
ri
San Lorenzo e. S. Bastian (Los gloriosos mártires San Lorenzo y San Se-
bastián); S_Iacobus Maior Hispania Patronus (Santiago el Mayor, patrón de
España); Tentación de Santo Tomás; San Pedro Alcántara; Iesus amabilis, de
Iacob Mejens y Cor van Merlen; Ecce agnus dei, de T. van Merlen; Mater
amabilis; San Francisco consolado por el ángel de la música; Santa Cecilia, y S.
Ioseph, de G. Donk, estampa flamenca que muestra a San José con el niño
(una de las iconografías más difundidas en la Colonia) y sobre ellos un án-
gel aparece en un rompimiento de gloria; la iluminación no oculta la trama
del grabado (Figura 2).
Las iglesias no fueron espacios ajenos a la vida que adquirió la es-
tampa. Prueba de ello son los episodios vividos por fray Juan de Santa Ger-
trudis, misionero franciscano, entre 1756 y 1767, en las provincias de Quito
y Popayán:
Por la fiesta de la Asunta de la Virgen se hacía en esta iglesia [de Quito] todos
los años esta tramoya. Tiene la iglesia media naranja en lugar de arco toral, y
está en lo interior arrodada de balconería. Ponían pues a la Virgen en repre-
sentación de muerta en una decente y rica tarima, cubierta la media naranja, y

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al concluir la misa mayor, con artificia hacían bajar de la media naranja un nu-
blado revestido de gloria con muchos ángeles cantando, los que también con
tramoya hacían levantar a la Virgen de la tarima y la ponían en brazos dentro
del nublado, y a este tiempo salía el golpe de música de la balconería a recibirla
en lo interim que todo subía a paso lento por el aire, y en estando ya en altura
proporcionada, de la balconería tiraban muchos panes de oro y plata batida,
muchos papeles con motes y láminas finas, y se soltaba una gran partida de
palomos a volar. Función era que arrastraba a todo Quito. (Santa 3: cap. 8)

268
i

Figura 2.
S. Ioseph
Autor: G. Donk.
Estampa sobre papel,
impresa de un grabado
en cobre, iluminada.
Escuela flamenca.
Dimensiones:
24,2×15,7 cm.
Fuente: Museo de Arte
Colonial, Ministerio
de Cultura de Colombia.

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El ámbito civil también fue enriquecido visualmente con los cuadri-
tos de papel. En los diferentes espacios de las casas, pero especialmente en
los oratorios, cuando los había, se podían ver estampas de muchos temas,
tamaños, técnicas y procedencias. En testamentos indígenas se han en-
contrado las siguientes menciones: “de Santa Catalina diez imágenes de
papel y una quera nueva”, “trece estampas de papel”, “diez retablos de papel”,
“una imagen de Nuestra Señora de la Concepción, de papel guarnecido”,
“dos estampas papel, guarnecidas en madera”, “cinco cuadritos de papel,
guarnecidos de madera, entre los cuales está uno de pluma de hechura de
Santo Domingo” y “retablitos de papel” (Rodríguez).
Son numerosos los inventarios neogranadinos en los que se pueden
hallar algunas estampas. Por ejemplo, en uno correspondiente a la hacien-
da Techo, de María Arias de Ugarte, benefactora del convento de Santa 269
Clara, de Santafé, elaborado en 1664, se puede apreciar la variedad de te-

i
mas que había fuera del tema religioso (Nuestra Señora del Rosario y otras
advocaciones de la Virgen, Cristo, la Trinidad, santos, los apóstoles), como
países (o paisajes, según tratadistas como Pacheco, de los cuales se conta-
ron 27), jeroglíficos (7 ejemplares), sibilas (36 imágenes de estas profetizas)
y versos (encontrados en 6 papeles), algunas de papel, otras de papelón y a
veces con guarnición (“Inventario de la hacienda”, fot. 1135-1137).
Quizá, los ejemplos más conocidos de uso de la estampa de tipo
mitológico, emblemático y de venaciones son las pinturas murales de las
casas de Tunja, que han sido ampliamente estudiadas por Martín Soria,
Santiago Sebastián (Emblemática) y José Miguel Morales Folguera. Dentro
de las fuentes inspiradoras de la casa del escribano Juan de Vargas están
los libros Personajes de mascaradas, hombres y mujeres, Libro di variati masca-
ri quale servanoa pittori et a homini ingenos y Paneles de ornamentos animados
de divinidades del paganismo, de René Boyvin (Morales 177-178, 228-229).
En cuanto a libros de cacería, la influencia proviene de Venationes ferarum,
avium, piscium, de Giovanni Stradanus.
La Casa del Fundador de Tunja presenta un programa iconográ-
fico basado en libros de emblemas. Entre los identificados por el profe-
sor Morales (253-270) y los citados por Sebastián (Estudios 318-328) se

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encuentran: Emblemas, de Andrea Alciato; Emblemas morales, de Sebas-


tián de Covarrubias; Iconología, de Cesare Ripa; Hieroglyphica, de Piero
Valeriano; Empresas políticas, de Diego de Saavedra Fajardo; Hieroglyphi-
ca, de Horapolo; Philosophia Secreta, de Juan Pérez de Moya, y Symbo-
lorum emblematum ex animalibus quadrupedus desumtorum centuria altera
collecta, de Joachim Camerarius. Además, algunos inventarios han dado
cuenta de la aparición de libros de emblemática.
El inventario del canónigo Fernando de Castro y Vargas consta de un
interesante repertorio de este tipo de publicaciones: Silva allegoriarum totius
sacrae scripturae, de Hieronymus Lauretus (primera edición: Barcelona, 1570);
Hieroglipyca, de Piero Valeriano (primera edición: Basilea, 1556); Emblemas
morales, de Juan de Horozco y Covarrubias (primera edición: Segovia, 1589);
270 Idea de un príncipe político christiano representada en cien empresas, de Diego Saave-
i

dra Fajardo (primera edición: Mónaco, 1640); Philosophia secreta, de Juan Pé-
rez de Moya (primera edición, 1585), y Emblematum liber, de Andrea Alciato
(primera edición: Augsburgo, 1531) (AGN, N1 65, rollo 22, fot. 1223-1238).

rTalleres
En los talleres de artesanos fue fundamental la observación de estampas
tanto para aprender procedimientos del oficio como para tener fuentes de
inspiración para la ejecución de obras. En los obradores de pintura, a juzgar
por los testamentos, hubo grandes adquisiciones de estos materiales. En el
caso de representaciones del catolicismo, éstas fueron controladas por la
Iglesia y por la Corona; de ahí la corriente utilización de las estampas como
modelos para la composición pictórica, ya que este aval los eximía de ser
responsables de errores iconográficos o de indecencia (“Sesión”; Lobo y
Arias)6. Dos casos de series pictóricas que han llegado a nuestros días son

6 rVéase: “Constituciones Synodales fechas en esta ciudad de Santafe, por el señor don Frai Juan
de los Barrios primer Arzobispo de este Nuevo Reyno de Granada, que las acabo de promulgar

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La vida de Santa Teresa, a partir de grabados de Adrien Collaert y Cornelius
Galle (Amberes, 1613), y La vida de San Agustín, inspirada en la obra de
Schelte a Bolswert (Álvarez et al. 176-213; Vargas).
El uso de las estampas en la formación de maestros de cualquier oficio
no era mal visto ni en Europa ni en América. Por el contrario, era una prácti-
ca recomendada por los tratadistas. Así se aprendía de los grandes exponen-
tes de estas artes, claro está, sin caer en el abuso, pues después los maestros
debían demostrar su dominio a través de sus propias composiciones7.
Es evidente la influencia del grabado en las obras de pintores que ejer-
cieron su oficio en el Nuevo Reino de Granada, en el siglo XVII. Por ejem-
plo, en Los desposorios de la Virgen, atribuida a Baltasar de Figueroa, la proce-
dencia de la imagen podría ser la obra del flamenco Karel van Mallery o dos 271
cuadros con el tema de La misa de San Gregorio (Museo de Santa Clara de

i
Bogotá e iglesia de Cómbita, Boyacá), uno atribuido a Baltasar y el otro
a Gaspar de Figueroa, respectivamente. Nos es posible remitirnos a la
estampa del mismo nombre tallada por Albrecht Dürer. La revisión del
testamento de Baltasar, elaborado en 1667, confirma el uso de este tipo de
impresiones en los talleres. En éste se dice:
Declaramos por bienes del dicho difunto diferentes colores que había en
un escritorio de madera aforrado en badana negra tachonado, con las ga-
vetas dadas de color, que no se sabe la cantidad efectiva que en el había,
todo lo cual con otros bastidores, piedras, estampas, lienzos, cantidades de
albayalde y cardenillo que estaban en el aposento donde trabajaba el dicho
difunto para en poder del dicho Nicolás de Figueroa… (“Testamento de
Baltasar”, f. 712v.)

Y es un inventario de bienes de Baltasar de Vargas Figueroa, rea-


lizado en 1667, uno de los documentos que nombra mayor cantidad de
estampas:

ra 3 de junio de 1556 y su capítulo 22: Que no se pinten imágenes, sin que sea examinada
la pintura”, en Romero (565).

7 Véase el capítulo “El uso de la estampa a través de los tratadistas”, en Navarrete (24-40).

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Sus libros de vidas de santos, con estampas para las pinturas, más un libro de
arquitectura, necesario a el arte, más de mil ochocientas estampas que habrán
costado unas a doce, otras a patacón y otras cuatro reales. (Fajardo, Vargas)

Finalmente, Santiago Sebastián logró identificar varias relaciones en-


tre la pintura neogranadina y sus fuentes grabadas, luego de observar nexos
con las escuelas de grabado flamencas, italianas y alemanas, principalmen-
te (“Pinturas”; “Los frescos”; “La importancia”; La influencia; “La pintura”).
En cuanto a tratados de arte ilustrados, se destaca De varia conmesu-
ratione para la esculptura y architectura, de Juan de Arfe y Villafañe, y entre
los que no cuentan con imágenes pero sí influyeron en su creación están
el de Francisco Pacheco, anteriormente nombrado, y El pintor christiano, y
272 erudito, ó Tratado de los errores que suelen cometerse freqüentemente en pintar, y
esculpir las imágenes sagradas, de Juan Interián de Ayala.
i

Las estampas fueron básicas para hacer tratados comprensibles. En-


tre los más notables escritos de arquitectura que llegaron están los libros
de Vitrubio, Alberti y Sebastián Serlio, sin olvidar otros como Elementos
de toda architectura civil, del padre Christiano Rieger; Escuela de arquitectura
civil, de Atanasio Genaro Briguz y Bru; Arquitectura en perspectiva, de Giuse-
ppe Galli Bibiena, y Reflexiones sobre la arquitectura, ornato, música del templo,
del marqués de Ureña.
Quizás uno de los más influyentes fue el conjunto de Los cinco libros de
arquitectura, de Serlio, cuya aplicación a la arquitectura fue estudiada por San-
tiago Sebastián en “La ornamentación arquitectónica en la Nueva Granada”,
que presenta esta influencia italiana en iglesias coloniales (Estudios 199-204).

rLa estampa en los espacios


públicos y otros usos

Los espacios públicos fueron vestidos con lienzos, colgaduras, tapices, pin-
turas, pendones, luminarias, láminas de papel y construcciones efímeras

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durante celebraciones tanto de índole civil como religioso. En un expe-
diente que contiene el pleito entre don Diego Calderón y doña Francisca
Arias de Monroy por la herencia que don Francisco de Estrada le deja a
esta última como su esposa, en 1630, se aprecia la función que podían tener
las estampas en celebraciones religiosas en espacios públicos, en este caso,
puestas en la fachada de la casa durante el Corpus Christi. Uno de los testi-
gos que declara por parte de don Diego, ya que se acusaba a doña Francis-
ca de esconder sus bienes, fue Francisco del Pulgar, quien afirmó que:
Francisco de Estrada tuvo en el oratorio un lienzo de un Cristo y otro de San Fran-
cisco grandes y un niño Jesús de tres cuartas de alto algo más o menos y mu-
chas láminas unas con vidrieras y otras sin ellas y serán de a cuarta y de a tercia
de alto y un Agnus Dei grande guarnecido con oro escarchado y todo lo dicho
lo vio este testigo.
Después de muerto don Francisco, en las procesiones del Corpus ha visto este 273

i
testigo como en la calle estaban colgados algunos de los dichos lienzos y en
las ventanas de las dichas laminas y el niño Jesús que a dicho y esto responde.
(AGN, Colonia, Testamentarias 2, ff. 1-369, cit. en López 236)

Y con seguridad las series emitidas con motivo de dejar constancia


de los actos celebrados en honor a la realeza o de las conmemoraciones
católicas sirvieron como ejemplos para los artistas encargados de realizar
las obras festivas o de arquitectura provisional. Un libro de este tipo es el
que se encuentra contenido en el inventario ya citado de Pablo García:
“Un cuadernito de estampas o láminas de los prospectos que se hicieron
en Madrid para la jura del señor don Carlos cuarto”.
Otro de los usos populares de la estampa fue el de la protección. Así,
en Cartagena se verificó en un almacén la existencia de “diez estampas, con
una oración contra maleficio” (AGN, M 128, f. 654r.).
La emisión de una estampa francesa con fines satíricos permite vis-
lumbrar la difusión que alcanzaron a tener estas imágenes a través de la
prensa y las nuevas transformaciones, tanto visuales como interpretativas,
que se iban generando a lo largo del tiempo y a su paso por diferentes luga-
res. La descripción de una arpía, inventada en 1784 por el conde de Proven-
ce, más tarde Luis XVIII, como crítica alegórica a la reina María Antonieta

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y la correspondiente apertura de planchas grabadas de este monstruo,


haría surgir una estampa española que por una serie de sucesos terminó
siendo la representación de un ser fantástico supuestamente aparecido
en la laguna de Tagua, en Chile.
La curiosidad que causó en Francia la extraña criatura también se
experimentó en España, donde la madrileña Librería del Escribano (Ca-
lle Carretas Nº 8) vendía su propia versión. Es de suponer que la estampa
llegó al Virreinato de la Nueva Granada, porque el AGN conserva un cu-
rioso dibujo a tinta sobre papel que toma como fuente esta obra, con sus
respectivas variaciones8 (figuras 3 y 4).
Figura 3.

274
Monstruo de la laguna de Tagua
Estampa sobre papel, impresa de un grabado
en cobre, iluminada. Anónimo español.
i

Finales del siglo XVIII. Dimensiones: 29×20,5 cm.


Fuente: Colección particular.

Figura 4.
Monstruo de la laguna de Tagua
Dibujo a tinta sobre papel. Anónimo.
Finales del siglo XVIII.
Dimensiones: 31×21,7 cm.
Fuente: Archivo General de la Nación,
Ministerio de Cultura de Colombia.

8 rSobre la historia de la estampa de la arpía, véase Picasso. Agradezco la información dada para
encontrar estas relaciones a Mauricio Tovar, Cristian León y Jorge Gamboa.

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Aspectos generales de la estampa en el Nuevo Reino de Granada

Vol. 14-2/ 2009 r pp. 256-281 rF ronteras de la Historia


La cartografía también se difundió gracias a la estampa, y se encuen-
tran mapas hechos en Europa con motivos locales, como el francés Tie-
rra Firme y Nuevo Reino de Granada y Popayán y otro holandés de igual título
(Blanco). Otros casos relacionados con la geografía fueron los dados por las
vistas, de las cuales fue significativo el del puerto neogranadino de mayor
relevancia, inspirador de la apertura de varias planchas en Francia, como lo
son Cartagena, de Manesson Mallet, grabado hacia 1683, y la Vista general de
Cartagena, ciudad de la América Meridional, de Huquier, abierto en 1760.
Las conmemoraciones históricas hicieron surgir grabados, como el
hecho en 1741 en España, que dedicado al virrey Eslava recuerda la resis-
tencia al ataque de Vernon en Cartagena y del cual hay un ejemplar en la
Colección Rodríguez Moñino (Biblioteca). Mientras Francia inmortaliza-
ba triunfos en obras como Prise de Carthagène des Indes par l’escadre française 275

i
aux ordres de Points en 1697, creada por Nicolás Marie Ozanne y grabada
por F. Dequevauviller en la segunda mitad del siglo XVIII, en el Mapa del
ataque a Cartagena por el barón de Pointis en 1697 y la estampa Vue de la Ville
de Carthagène en Amérique, prise par les françoises en 1667 (en realidad este he-
cho ocurrió en 1697), tallada por Mondhare, en 1780, es evidente la distan-
cia entre el grabador y la visión real de la ciudad. De esta estampa existen
ejemplares iluminados en colecciones privadas (Figura 5).

Figura 5.
Vue de la Ville
de Carthagène en
Amérique, prise par
les françoises en 1687
[año correcto: 1697]
Autor: Louis Joseph
Mondhare. Escuela
francesa. Estampa
sobre papel, impresa
de un grabado en
cobre, a una tinta.
Año: 1780.
Dimensiones:
38,7×54,5 cm.
Fuente: Museo Nacional
de Colombia, Ministerio
de Cultura de Colombia.

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Por último, caben destacar los cuadros de costumbres estampados,


como los que hacen parte del libro New Voyage and Description of the Isth-
mus of Panama, de 1699, grabados por I. Savage, entre los que se tienen:
Expedición de caza del cacique Lacenta en compañía de su familia y sirvientes, In-
dios fumando tabaco y La manera de los indios de hacer flebotomía. Este tipo de
asuntos fueron más frecuentes durante el siglo XVIII y reflejaban cambios
del pensamiento a través de las descripciones cotidianas, como se ve en
Mulato de Cartagena de Indias, de Marti; Mestizo de Cartagena de Indias, de
Vary; Mujer principal de Cartagena de Indias, de Vary, y Hombre principal
de Cartagena de Indias, publicadas en El viajero universal o noticia del mundo
antiguo y nuevo, por la imprenta madrileña de Villalpando en 1797. Y dentro
de los nuevos intereses de las últimas décadas del virreinato llegaron libros
276 ilustrados de carácter científico, como los de botánica y zoología, solicita-
dos para la Expedición Botánica, por José Celestino Mutis.
i

rBibliografía
F uentes primarias

Archivo General de la Nación, Colombia. Sección Colonia (AGN)


Aduanas (A) 4.
Historia Eclesiástica (H) 1, 11, 13, 16.
Milicias y Marina (M) 112, 128, 130, 141, 147.
Notaría 1 (N1) 11, 11A, 24B, 26, 34, 64, 65, 66, 67, 68, 90, 136, 231.
Notaría 2 (N2) 16, 17, 21.
Notaría 3 (N3) 82, 195.
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“Dote que recibe Pedro Martín por matrimonio con María de Santa Cruz”. AGN, Colonia,
Notaría 2, vol. 21, año 1619, ff. 367r-368v.
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Oficio de la Inquisición, sobre hacer visita en las embarcaciones por los libros,

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Aspectos generales de la estampa en el Nuevo Reino de Granada

Vol. 14-2/ 2009 r pp. 256-281 rF ronteras de la Historia


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año 1777, ff. 768r.-771v.
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como la Azucena de Quito y estampas de la efigie del Salvador”. AGN, Colonia,
Historia Eclesiástica, t. 16, años 1791-1794, ff. 582r.-609r.
“Expediente sobre la venta y remate de 15800 Estampas de la venerable Mariana de
Jesús Azucena de Quito que se ha remitido por oficiales reales de Cartagena
a esa capital para su expendio”. AGN, Colonia, Historia Eclesiástica, t. 1, años
1789-1792, ff. 13r-26v.

“Fábrica de un sello de armas [marchamo para marcar mercaderías] por el platero Pedro
del Campo para la ciudad de Ocaña”. AGN, Colonia, Contrabandos, t. 5, año
1779, ff. 757r.-780v.

“Inventario de bienes de dote que recibe Juan de Manjares para su casamiento con
Isabel de Olalla”. AGN, Colonia, notaría 2, vol. 16, año 1616, ff. 317r.-322v. 277

i
“Inventario de cajones de libros del Nuevo Rezado dirigidos y consignados por el
Monasterio de San Lorenzo El Real de la ciudad del Escorial; Santafé, 30 de
diciembre de 1613”. AGN, Colonia, Notaría 2, vol. 14, año 1613, ff. 76r.-87v.
“Inventario de estampas y subasta de la imagen de la venerable Madre Mariana de Jesús,
conocida como Azucena de Quito y estampas del rostro del Salvador”. AGN,
Colonia, Fondo Historia Eclesiástica, t. 13, años 1792-1796, f. 877r.-901r.
“Inventario de la Hacienda Techo de María Arias de Ugarte”. AGN, Colonia, Notaría 1,
vols. 64-68, rollo 22, año 1664, fotogramas 1105-1151.
“Inventario de veintidós cajones de libros enviados de Cartagena de Indias a Santafé
por mandato de la Real Audiencia; Santafé, 20 de abril de 1613”. AGN, Colonia,
notaría 2, vol. 14, año 1613, ff. 167r-171v.
“Libros de pintura, razón de los colores, otros libros y razón de cuadros”. AGN, Colonia,
notaría 1, vol. 231, ff. 195r.-197r.
“Real orden sobre el descubrimiento de la estampa del Juicio Universal que pública-
mente se vendió en Roma y se presume llegue a los dominios del Rey y de que
se debe hacer con precaución, y silencio”. AGN, Colonia, Milicias y Marina, t.
141, año 1773, ff. 317r.-320v.

“Sobre la apertura de los cincuenta y tres fardos de mercaderías de Castilla pertenecien-


tes a Don Manuel Joseph de Arze y Don Joseph Martínez Castilla, y reco-
nocimiento pretendido por el Gobernador de Portobelo; no se encontró la
estampa satírica que impulsó la consulta de ese superior gobierno”. AGN, Colonia,
Milicias y Marina, t. 147, año 1772, ff. 99r.-101v. y 176r.-177v.

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Vol. 14-2/ 2009 r pp. 256-281 r F ronteras de la Historia

“Testamento de Baltasar de Figueroa”. AGN, Colonia, notaría 3, vol. 82, año 1667, ff.
711r.-715v.

“Testamento de Francisca Carmona”. AGN, Colonia, notaría 2, vol. 17, años 1616-1617, ff.
350v.-354v.

“Testamento de Isabel de Vanegas”. AGN, Colonia, notaría 1, vol. 34, año 1615, ff. 321v.-322v.
Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Popayán (AHAP) t. 602.
Archivo General de Indias (AGI)
Quito 297.

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Aspectos generales de la estampa en el Nuevo Reino de Granada

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Fecha de recepción: 25 de abril de 2008.


Fecha de aprobación: 6 de julio de 2009.

281

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Un acercamiento a la participación
del clero en la lucha por la independencia
de S antafé y la N ueva G ranada :
el caso de los dominicos (1750-1815)

William Elvis Plata


Universidad de San Buenaventura, Colombia
wplata@usbbog.edu.co

R esumen

r
El artículo intenta dar luces sobre el problema de la participación de los religiosos
y clérigos neogranadinos en la lucha por la independencia. Para ello estudia el caso
de los frailes dominicos de Santafé de Bogotá y el centro del país. El análisis intros-
pectivo, en un primer momento, resume el papel desempeñado por ésta y otras ór-
denes en la sociedad colonial durante el régimen de los Austria y cómo las reformas
borbónicas afectaron sensiblemente dicho rol, al minar la confianza que la comuni-
dad dominicana tenía en el régimen. En un segundo momento se observa cómo se
fue dando el compromiso de los frailes con la causa independentista durante su pri-
mera etapa, desde los albores del movimiento del 20 de julio de 1810 hasta la víspera
de la reconquista española.
Palabras clave: clero, Nueva Granada, dominicos, independencia.

A bstract
r
This article aims to illuminate the problem of the participation of the members of re-
ligious orders and the clergy of the New Granada in the fight for the independence.
For this effect, it studies the case of the Dominican friars in Santafé de Bogotá and the
centre of the country. The introspective analysis, in a first moment, summarizes the
role of this and other orders in the colonial society under the regime of the Austria and
how the Bourbon reforms sensibly affected this role, by undermining the confidence
of the Dominican community in the regime. In a second moment, it examines how
the friars slowly made their commitment to the pro-independence cause during its
first period, from the beginning of the movement on July 20th, 1810, to the night before
the Spanish reconquest.

Key words: Clergy, New Granada, Dominican Order, independence.

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Un acercamiento a la participación del clero en la lucha por la independencia...

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rGarantes del sistema
La Orden de los Frailes Predicadores, conocida también bajo el nombre
de dominicos, ha hecho presencia en el territorio de la actual Colombia
desde 1529 y desempeñó un papel muy activo en el proceso de conquis-
ta, evangelización y colonización españolas. Esta comunidad religiosa, al
igual que otras que arribaron en la época (franciscanos, agustinos y mer-
cedarios) y un poco después (jesuitas, capuchinos, hospitalarios), fue muy
importante en la configuración y funcionamiento de la sociedad colonial
en aspectos que van desde lo puramente religioso hasta lo económico y
lo político, pasando por lo social. Esto fue posible gracias a la estrecha
interrelación que se dio entre Iglesia y monarquía desde los albores del
proceso de conquista y colonización y que garantizó a una y otra esfera
283

i
el cumplimiento de sus intereses1.
Así, por ejemplo, lo religioso se intrincó con lo económico a tra-
vés de las capellanías, que fueron usufructuadas por medio de los censos,
e hicieron de los conventos entidades rentistas, y varias de ellas, pres-
tamistas (Toquica). También las cofradías y otras corporaciones crea-
das con un fin religioso por las órdenes y las parroquias se convirtieron,
en muchos casos, en vehículos de articulación de intereses de grupos,
como las élites criollas, con el fin de mantener la separación étnica y
social; conservar privilegios, bienes y fortunas, y luchar contra el paga-
nismo indígena y el mestizaje (Pastor 95). Finalmente, ciertas órdenes
religiosas —como los dominicos y los jesuitas— mantuvieron un con-
trol educativo-ideológico a través de los colegios mayores y las universi-
dades (Plata, La universidad).
En el plano político, los dominicos, al igual que las demás órdenes,
pronto tuvieron conciencia de su importancia para garantizar el funcio-
namiento del Estado, especialmente durante la era de los Habsburgo.

1 rAlgunos han denominado esta relación régimen de cristiandad. Véase al respecto Laboa (109).

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William Elvis Plata
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Desde un comienzo, los religiosos se mostraron fieles al rey y defendieron


el patronato sin desaprovechar cualquier oportunidad para reafirmar dicha
fidelidad (cit. en Báez 2: 223). Pueden encontrarse cédulas reales emitidas
a lo largo de la Colonia que elogian a los dominicos y se les reconoce su
trabajo. Desde los primeros años de la Conquista existía el concepto de
que la Orden de Predicadores actuaba en concordancia con las decisiones
reales, aun si esto representaba oponerse a los intereses de los cabildos, de
los encomenderos y de los particulares2.
Durante los dos primeros siglos de colonización, las órdenes podían
ostentar en América un buen grado de independencia respecto de las au-
toridades civiles3, autonomía que era defendida al recordar a unos y otros
con frecuencia los “grandes servicios” que se habían prestado a la Coro-
284 na, al ser los religiosos agentes activos de la evangelización y colonización
i

del continente americano. Tal argumento los hizo librar y ganar con éxito
muchas batallas legales en los distintos momentos en que las autoridades
pretendieron introducir medidas que los religiosos consideraban dañinas
o contrarias a sus intereses. Por otra parte, los funcionarios reales, espe-
cialmente en tiempos de los Habsburgo, respetaron generalmente las
decisiones tomadas por los capítulos provinciales y evitaron hostigar a
las comunidades religiosas, salvo si sus actos causaban conflictos notorios
con los criollos o algún sector de la población, y que afectaban la “paz y
el orden” público. Además, el reconocimiento que tenían los frailes de ser
personas doctas e instruidas los llevó a que éstos sirvieran de consultores a
los gobernantes locales (Zamora 365).

2 rLa fidelidad mostrada por la Orden al monarca fue premiada de diferentes maneras: por ejem-
plo, en designar a frailes de esta orden para los cargos episcopales en América. Se sabe que casi
la mitad de los obispos durante la época colonial pertenecían a la orden fundada por Santo
Domingo (Martín).

3 Esta independencia se garantizaba por la condición jurídica de las órdenes religiosas como
entidades trasnacionales que mantenían una organización y autoridades centrales propias,
residentes estas generalmente en Roma.

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Un acercamiento a la participación del clero en la lucha por la independencia...

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rEl “giro” borbónico
Con la llegada de los Borbón, pero especialmente a partir de Fernando
VI (1746-1759), empezó a darse un giro en la manera como se concebía
el funcionamiento y misión de las órdenes religiosas. En su propósito de
fortalecer el absolutismo real y la centralización del Estado por encima
de cualquier poder regional o suprarregional, las reformas borbónicas tu-
vieron en la institución eclesiástica uno de sus objetivos. El regalismo se
fortaleció y las órdenes religiosas se pusieron en la mira de las autoridades,
especialmente la Compañía de Jesús, que a la postre fue expulsada de los
territorios españoles, en 1767.
En cuanto al clero secular, se buscó controlarlo y ganarlo a la causa 285

i
regalista, de manera que su fidelidad fuera hacia el rey antes que al papa.
A fin de lograr dicha sumisión total se impartieron instrucciones para
convocar a sendos concilios provinciales, realizados bajo supervisión real
y que tenían fines de estrechar la disciplina clerical y hacer hincapié en
la autoridad real sobre la Iglesia (Luque)4; sin embargo, tales concilios
no tuvieron buenos resultados, salvo en México. En la Nueva Granada
apenas se convocó, en 1772, pues se frustró por la temprana muerte del
arzobispo de Santafé, el dominico fray Agustín Manuel Camacho y Rojas
(Mesanza, Apuntes 35).
Al tiempo que se intentaba fortalecer el regalismo y disciplinar al
clero secular, los burócratas de la Corona intentaron reorientar totalmente
la articulación que las comunidades religiosas mantenían en la sociedad y
Estado coloniales a través de una serie de reformas que intervinieron varios

4 rEn la Nueva Granada. en la década de 1770. el virrey Guirior consideraba que el clero secular
estaba muy desarticulado entre sí, que la comunicación entre el arzobispo y sus obispos sufra-
gáneos y entre éstos era muy poca: “Son casi nulas las noticias que se comunican; a excepción
de las que se adquieren en los procesos judiciales.”, decía. Ello afectaba el control que las
autoridades civiles deseaban hacer del clero secular, a través de las cabezas de diócesis y estas
a partir del arzobispo. Véase Posada e Ibáñez (132).

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puntos sensibles: el ejercicio pastoral, la disciplina interna, el poder econó-


mico y, sobre todo, la influencia intelectual e ideológica (Pérez).

Las primeras medidas reformistas se introdujeron varios años antes


de la expulsión de los jesuitas. Fue un proceso gradual, que comenzó con la
prohibición de fundación de nuevos conventos, en 1717. En 1734 se limitó
la incorporación de nuevos novicios a las órdenes religiosas durante diez
años; en 1754 se prohibió al clero regular tomar parte en la redacción de
testamentos (Loreto 87); no obstante, fue la secularización de doctrinas,
medida dictada entre 1749 y 1753, la que produjo el primer gran “remezón”.
El tema de la relajación de conventos y comunidades fue el aducido para
justificar públicamente tal decisión. Así lo hacen ver distintos documentos
reales, como una “nota” enviada por el Consejo de Indias, en 1759 (“Res-
286 puesta de los” f. 2r.). Los obispos y arzobispos, con quienes las órdenes reli-
i

giosas mantenían seculares enfrentamientos de poder, contribuyeron con


argumentos a apoyar dicha decisión real (Báez 2: 207).

Sin embargo, en la práctica, tal secularización de doctrinas fracasó, al


menos para el caso local. Si lo que se buscaba era alejar a los frailes del con-
tacto con el pueblo y reducirlos al claustro, esto no se logró. En parte, por-
que los religiosos resistieron y buscaron maneras de eludir lo mandado en
la ley sin desobedecerla, algo muy común entre los habitantes de América
(“Carta de Fr. Julián”). Es decir, además de una activa reacción epistolar y ju-
rídica que demoró algunos años la aplicación de la medida, los religiosos se
las arreglaron para retrasar la entrega de doctrinas (“Respuesta de los” f. 24).
Finalmente, varios frailes lograron hacerse nombrar como párrocos “interi-
nos” (léase “indefinidamente”) a título individual (“Carta de Fr. Julián”).

Por otra parte, la expulsión de los jesuitas, quienes mantenían y ad-


ministraban con buenos resultados extensas misiones en zonas de fronte-
ra, hizo que dichos territorios fueran entregados a las demás órdenes reli-
giosas, aunque no tuvieran experiencia al respecto. Ello provocó que, en
el caso de los dominicos, se experimentara en la segunda mitad del siglo
XVIII una reactivación en este campo misionero tras el declive sufrido en
el siglo XVII. Aunque esas misiones se encontraban en sitios alejados y de

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Un acercamiento a la participación del clero en la lucha por la independencia...

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frontera, desde allá los religiosos se las arreglaron para ser protagonistas en
el acontecimiento central del siglo siguiente: la independencia de la Nueva
Granada y Venezuela.
En la década de 1770, la Corona ordenó hacer una visita regia a los con-
ventos, con el fin de organizarlos mejor, reagrupar los frailes y reducirlos a los
claustros (Sosa). Los dominicos de Nueva Granada recibieron a sus visitado-
res entre 1777 y 1780 y, en general, no pusieron obstáculos visibles a su trabajo.
Sin embargo, tal visita no cumplió las expectativas de la Corona; los frutos
fueron débiles y fugaces. Por una parte, los visitadores no intervinieron en
puntos sensibles, sino que se enfocaron en aspectos formales y superficiales.
Por otra, las disposiciones sólo fueron obedecidas en lo que consideraban
“conveniente”, sin atacar la “tradición” establecida por la costumbre, imper-
meable a coyunturales intervenciones externas (“Auto de visita” f. 17r.). 287

i
En el plano ideológico fue donde los funcionarios reales consiguie-
ron los mayores frutos, a través de la irregular introducción de la Ilustra-
ción, vía reformas en el sistema educativo. Es famoso el pleito que mantu-
vieron las autoridades civiles de Santafé con los dominicos por el proyecto
del fiscal Antonio Moreno y Escandón de crear una universidad públi-
ca (de orientación ilustrada) a costa de la supresión de la Universidad
Santo Tomás, de línea escolástica ortodoxa (Martínez, “Fray Jacinto”;
Soto 275-96). Aunque no se logró suprimir del todo el sistema educativo
escolástico —de hecho, los dominicos ganaron el pleito— sí se logró des-
prestigiarlo y minar la confianza que se tenía en los religiosos como educa-
dores, al hacer dudar de sus capacidades intelectuales. Esto fue básico para
el posterior ataque contra las órdenes, llevado a cabo al iniciar el período
republicano, y que partió del supuesto de su incapacidad intelectual.

rPese a todo, fieles al rey


Aún en plena polémica entre ilustrados y dominicos por el sistema edu-
cativo y pese a que ya eran claras las intenciones regalistas de controlar a
las órdenes religiosas, los frailes siguieron haciendo alusión pública de su

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fidelidad a la Corona y al sistema colonial. En 1768, el Colegio-Universidad


Santo Tomás de Santafé obedeció prontamente el mandato de hacer jurar
a sus graduados fidelidad al soberano español. Debido a la creciente in-
fluencia de las doctrinas antiabsolutistas y antirregalistas en Europa, el rey
de España había mandado a los graduados de la universidad pronunciar
esta frase: “seguir en todo y por todo la doctrina contenida en la sesión
15 del Concilio General de Constanza, y de defender, ni aún con título de
probabilidad, la irreligiosa, sangrienta y horrorosa máxima del Regicidio y
Tiranicidio” (“Real pragmática”). Los documentos muestran que tal acto
se cumplió en la institución hasta la víspera misma de la Independencia
(Plata, La universidad cap. 4).
No obstante, los frailes dominicos del Colegio de Santo Tomás no
288 sólo se limitaron a este acto formal, sino que llegaron a escribir un tratado
i

a favor del regalismo y contra las doctrinas del regicidio y el tiranicidio, que
se tituló Memoria justificativa de los sentimientos del Angélico Doctor Santo To-
más sobre la absoluta independencia de los Soberanos sobre la indisolubilidad del
juramento de sus vasallos y sobre el regicidio. Es un documento de 56 páginas
que se conserva manuscrito en el archivo de la Provincia Dominicana de
Colombia. En éste se defendía la independencia del poder de los sobera-
nos, se atacaba el regicidio, se criticaba la obra de Francisco Suárez (teólo-
go jesuita del siglo XVI, padre de la doctrina de la soberanía popular) y se
justificaba la expulsión de los jesuitas por defender estas ideas.
De la revuelta comunera, en 1781, no se ha encontrado documen-
to alguno que conste que el convento dominicano de Nuestra Señora del
Rosario de Santafé5 o de alguno de los existentes en el centro del país
(Chiquinquirá o Tunja) haya apoyado oficialmente dicha revuelta. Sólo se
encontró la manifestación aislada de fray Ciriaco de Archila, religioso lego
(no sacerdote) oriundo de Simacota, portero del convento santafereño y

5 rConvento principal de los dominicos neogranadinos. Era conocido popularmente como


Santo Domingo.

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quien había entrado a la orden cuanto tenía 52 años, siendo ya viudo y con
hijos (“Declaración y testamento” f. 5r.-6v.).
Archila parece ser el autor de la “cédula del común”, escrita en forma
de verso, que despotricaba contra las autoridades locales y fue difundida
entre los comuneros (cit. en Ariza 41-2). Dichas autoridades, sin embargo,
nunca sospecharon de la fidelidad de los religiosos dominicos y siguieron
confiando en ellos como garantes del orden social. Esto se evidenció cuan-
do en 1788 al nombrarse a Francisco Gil y Lemus como nuevo virrey de
la Nueva Granada, la Corona les pedía a todas las comunidades religiosas
presentes continuar sirviendo en la conservación del orden y el sosteni-
miento de las autoridades (“Real Cédula” f. 273r.-4v.).
Los dominicos de Santafé no fueron difusores de doctrinas contra 289
el rey y su autoridad, ni estuvieron a favor del derecho del pueblo a suble-

i
varse. Todo indica, además, que fray Ciriaco actuó por cuenta personal y
que estuvo influido especialmente por razones ligadas a su origen (el mo-
vimiento comunero se desató en su región de nacimiento) y a cuestiones
personales, más que movido por algún aliciente teológico6. En la lucha co-
munera estaban involucrados familiares, amigos y conocidos suyos, y era
natural que el portero del Convento del Rosario pensara en ayudarlos.
Parece que el apoyo recibido por el fraile provino fundamentalmen-
te de personas externas al convento, como fue el caso de su amigo y confi-
dente, Jorge Tadeo Lozano de Peralta, marqués de San Jorge. Efectivamen-
te, dicho criollo noble hacía parte de la naciente Cofradía de San José, que
se había articulado en torno al convento de los dominicos de Santafé (Báez
2: 224-25). Allí también figuraban otros personajes criollos de prestigio y
formación, todos ellos educados en el tomismo, en sus versiones ofrecidas
por el colegio del Rosario o el de San Bartolomé.

6 rUn análisis detenido de este caso se encuentra en el capítulo 3 de mi tesis doctoral Religiosos y
sociedad en Nueva Granada.

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rUna reforma decisiva


En lo económico, durante la visita regia de la década de 1770, las autorida-
des borbónicas no intervinieron en las finanzas de los conventos, sino que
pretendieron “reorganizarlas” y controlar la bolsa personal por medio de
una mejor disposición y administración del fondo común de los claustros.
Los visitadores regios no estaban en contra de los fondos particulares; sólo
buscaban que por conseguirlos los frailes no salieran de los conventos. La
orden en ese momento era: centralizar, reunir, congregar, evitar la disper-
sión (“Visita de reforma” ff. 51-55). Únicamente fue a finales del siglo XVIII
cuando las autoridades reales se decidieron finalmente a intervenir de for-
ma directa en las fuentes de sustento de conventos y comunidades religio-
290 sas, entre otros.
i

Situación económica nada halagüeña

En el último lustro del siglo XVIII la situación económica de los dominicos


de Santafé no fue la mejor. Según el libro de hacienda del Convento del
Rosario, aunque los capitales puestos a censo llegaban a 153.995 pesos, los
réditos (3% anual, según las pragmáticas oficiales) debían ser de alrededor
de 4.600 pesos, siempre y cuando se cobraran todos (“Libro general”). Esto
nunca pasaba, y un informe de 1798 habla de que se recibieron sólo 2.730
pesos de renta ese año por concepto de censos (“Libro general” f. 9r.). El
otro rubro importante por el cual se obtenían ingresos era por concepto de
arriendos. A fines de la década de 1790 el convento debía recibir anualmen-
te 11.592 pesos por el alquiler de casas, tiendas y fincas. Sin embargo, un
informe económico muestra que la tercera parte del dinero era incobrable,
“pues por hallarse muchas (casas) situadas en los burgos o fuera del riñón
de la ciudad, por lo general son sus inquilinos gente pobre y desconocida
que no paga íntegramente. Más aún, después de muchos (meses) corridos,
las desamparan llevándose las llaves”.
En cuanto al dinero recibido por arriendos de fincas, también se
perdía una parte (no especificada) “que se invierte en defender, mantener

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y asegurar los mismos capitales” y otra porción “que se emplea en dar po-
sesiones de tierras que piden los colindantes” (“Certificación” f. 9v.). Así,
sumando lo recibido por las dos parroquias que oficialmente administraba
el convento, éste tenía que vivir con 9.000 pesos, suma idéntica a la de 30
años atrás (Báez 2: 308).
Este dinero era estrecho para sustentar a la comunidad de frailes re-
sidente en el claustro. Según un mandato interno de la provincia fechado
en 1796, transcrito por Báez (2: 308), cada fraile debía gastar en promedio
mínimo unos 24 reales semanales (3 pesos) únicamente en comida, lavado
de ropa y tabaco. Teniendo en cuenta que los religiosos residentes en el
convento en 1797 eran 62, se obtiene un gasto semanal de unos 186 pesos.
El monto anual sería de 9.672 pesos7, únicamente en gastos de manuten-
ción. A ello habría que agregar las contribuciones a la provincia, el pago de 291

i
médicos, sirvientes, abogados, pleitos, papel, utensilios, libros, etc.
Además, si se tiene en cuenta la progresiva reducción de fundacio-
nes de nuevas capellanías, que constituían la base del capital del convento,
se entiende por qué muchos frailes buscaban ser nombrados párrocos o
recurrían a ganar dinero extra por fuera del claustro. Esto, por supuesto, fa-
vorecía la creación de “bolsas particulares” que tanto habían criticado visi-
tadores y superiores, pero que en las circunstancias en que se encontraban
era imposible evitar, a menos que en verdad se quisiera vivir en el espíritu
antiguo de la mendicancia y la estrechez, a lo que no estaban dispuestos
unos religiosos provenientes de las acomodadas clases criollas.
Al estancamiento (que tendía a la baja) en el ingreso, hay que agregar
una serie de tragedias, la última de las cuales acabó por afectar sensible-
mente las cuentas de la economía conventual: el temblor del 12 de julio de
1785, que dañó gravemente la iglesia del Convento de Nuestra Señora del
Rosario de Santafé, de otros conventos dominicanos y de otras órdenes en
el centro del Virreinato. En total, un perito nombrado por el rey valoró los

7 r Según mis propios cálculos.

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daños del claustro en 288.769 pesos, un dineral enorme y fuera del alcance
inmediato de los frailes, quienes debieron concentrar buena parte de sus
esfuerzos en obtener los fondos necesarios para la reconstrucción (“Carta
del provincial” f. 1r.-1v.).
El proceso de construcción de la nueva iglesia hizo que buena parte
de los ingresos que los frailes tuvieron en la época se invirtieran en este fin,
lo que llevó a que la contabilidad presentara números rojos durante, por lo
menos, las últimas décadas del siglo XVIII y primera del XIX (“Acta” f. 2r.).
Tal era su situación cuando los frailes recibieron la noticia de una nueva
medida gubernamental que buscaba poner en jaque todo el sistema en el
cual se basaba la vida económica del clero regular.

292
Enajenación de capitales y bienes de capellanías
i

El gran número de propiedades “inmóviles”, concentradas en manos de


las corporaciones religiosas, fue provocando una creciente tensión social
con las élites económicas y políticas laicas, que se sentían incómodas al
ver cómo buena parte de dichos bienes se encontraban en sitios privilegia-
dos de la ciudad (Figura 1), sin ser aprovechadas, según ellas, “convenien-
temente” (Loreto 198). Es claro que existían intereses específicos en estas
propiedades (Bidegain 146).

Figura 1.
Convento de Nuestra Señora del Rosario:
Rurales Urbanos censos redimibles, 1793-1797.
(fincas, haciendas, estancias) (solares, tiendas, casas)
57%
Tipo de bienes puestos bajo censo.
43%
Fuente: “Libro general”. Estadísticas hechas
a parir de un total de 104 casos identificados.

El convento dominicano del Rosario no se escapaba a esta tenden-


cia, y pese a sus problemas financieros, poseía la mayor parte de sus cen-
sos —varios de ellos originados de donaciones pías y capellanías— so-
bre inmuebles urbanos, los cuales sumaban el 57% del total de los casos,

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casi todos en la ciudad de Santafé (Figura 1). El análisis hecho al libro de
hacienda del convento determinó que en 99 casos de censos plenamente
identificados entre 1793 y 1797, 54 de ellos se encontraban levantados sobre
inmuebles urbanos, ubicados en la capital del virreinato (Figura 2).

293

i
Figura 2.
Inmuebles sujetos
a censos a favor
del convento de
N. S. del Rosario
de Santafé, 1793-1797.
Fuente: “Libro general”.
Estadísticas hechas
por el autor a partir
de 124 casos.

Al tomar los datos de su ubicación dentro de la ciudad, puede ad-


vertirse que aunque algo uniforme se dio una tendencia a concentrar las
propiedades en los sectores más rentables de la ciudad, que se encontra-
ban en las parroquias de La Catedral y San Victorino (Figura 3). En estos
sectores se hallaba la Calle Real (eje del comercio), la sede de los poderes
públicos y religiosos y la principal puerta de entrada de la ciudad (al occi-
dente de ésta), lugar de encuentro de arrieros y viajeros y, por ende, sitio de
comercio.

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Las Nieves La Catedral

Convento Figura 3.
Santa Inmuebles sujetos
San Victorino Bárbara a censos a favor
del convento de
N. S. del Rosario
de Santafé, 1793-1797:
ubicación dentro
de la ciudad
294 Fuente: elaboración
del autor a partir de
i

“Libro general”.
Este mapa se hace
a partir de 43 inmuebles
identificados de un total
de 54 ubicados en Santafé.

Debido a esta concentración de bienes a censo, las autoridades se


vieron apoyadas por los sectores laicos cuando en los últimos años del si-
glo XVIII la endémica iliquidez y ruina del Estado hizo que se intervinieran
directamente los capitales y bienes de las capellanías, que constituían el
origen de la riqueza de corporaciones como los conventos y las cofradías
(Martínez López-Cano, 15). Así, en 1798, Carlos IV mandó a enajenar en
España todos los bienes raíces originados por cuenta de capellanías y obras
pías fundadas en conventos, cofradías, hospitales y otras corporaciones. El
producto de las ventas entraría en una caja establecida con este fin, la que
reconocería un interés del 3%. Es decir, legalmente era un “préstamo”, pero
en la práctica significaba una expropiación, pues los bienes nunca se de-
volvieron. Esta medida se hizo extensiva a América, por medio de cédula
real del 28 de noviembre de 1804, conocida como de “los vales reales” (von
Wobeser 17-50).
De acuerdo con J. M. Pacheco, en todo el Virreinato de la Nueva
Granada, los bienes enajenados en sólo dos años y medio sumaron cerca

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de medio millón de pesos8. Las corporaciones religiosas de la ciudad de San-
tafé proporcionaron casi 167.000 pesos del monto total de las enajenaciones
en dicho período (Pacheco, La iglesia 259). El Convento de Nuestra Señora
del Rosario de Santafé, por su parte, debió entregar entre 1804 y 1808, el va-
lor de 61.149 pesos representados en 29 propiedades más 1.000 pesos en efec-
tivo, que pertenecían al Colegio y Universidad Santo Tomás (Tabla 1). Algu-
nas de esas propiedades eran grandes y valiosas, por ejemplo, se destacaba la
Hacienda de Chapinero, tasada en 23.008 pesos, o la de Tusunga y Quiba, en
Soacha, que costaba 9.000 pesos. Supuestamente el gobierno pagaría al con-
vento un rédito de 3% anual por este “préstamo” obligado, pero todo parece
indicar que dicho pago no se efectuó (o no se hizo sino en parte), pues un do-
cumento de 1811 muestra al prior solicitando la devolución de 20.000 pesos
que necesitaba la comunidad con urgencia (“Carta del prior” f. 24v). 295

i
Tal acto significó un duro golpe para los religiosos y las cofradías, pues
se suprimía la base de todas sus riquezas y bienes. Sin capellanías no había
propiedades; sin éstas, ni arrendamientos ni censos; sin ellos no había ren-
tas. Fray Joaquín Cuervo, provincial de los dominicos, le escribió al maestro
general de su orden, diciéndole que la amortización hecha por el gobierno
había dejado al Convento del Rosario sin “bienes de dote”, es decir, sin bienes
de base para ponerlos a rentar (“Carta de Fr. Joaquin” f. 1r). Estaban obligados
a adquirir nuevas propiedades promoviendo más capellanías y donaciones;
pero éstas eran cada vez más escasas. Si a esto agregamos los ingentes egresos
aumentados por el proceso de construcción de la iglesia conventual, se pue-
de comprender el estado de preocupación en que se encontraban los frailes.
Las autoridades no sólo enajenaron los bienes de las capellanías del
Convento del Rosario de Santafé, también expropiaron varias haciendas
que se le habían asignado —a éste y a la provincia dominicana— para la
atención de las misiones en los Llanos en Barinas y Pedraza (“Carta de Fr.

8 rEsta cifra representa un pequeño porcentaje del total enajenado en América, que según Lynch
(177) era de unos 15 millones de pesos. De estos 10,3 millones provinieron únicamente de
México, prueba ésta de las enormes diferencias entre los bienes de las iglesias americanas.

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Joaquin” f. 1r.-1v.). Esta medida contribuía al languidecimiento de las mi-


siones por falta de recursos, como ya se verificaba durante esos años.

Tipo de inmueble Lugar de ubicación Valor


Hacienda Santafé-Chapinero 23.008
Hacienda Soacha 9.000
Estancia y molino Guasca 7.038
Solar y estancia Santafé 2.105
Tienda Santafé 2.100
Tienda Santafé 2.100
Estancia Suesca 2.025
Tienda Santafé 1.600
Casa Santafé 1.205
Tienda y casa Santafé 1.073
Tienda Santafé 900
296 Casa Santafé 801
i

Casa Santafé 774


Casa Santafé 720
Casa Santafé 720
Tienda y casa Santafé 634
Solar Santafé 605
Solar Santafé 600
Tienda y casa Santafé 598
Casa Santafé 546
Casa Santafé 540
Tabla 1.
Finca Pauna 500
Propiedades
Casa Santafé 478
provenientes de
obras pías enajenadas Tienda y casa Santafé 412
al Convento de N. S. Tienda Santafé 295
del Rosario de Santafé Casa Santafé 292
entre 1803 y 1808
(en pesos fuertes) Solar Santafé 225

Fuente: elaboración propia Tienda Santafé 135


con base en los datos Casa Santafé 120
suministrados por Ariza
(Los dominicos 1: 466-7). Total 61.149

rEn vísperas del 20 de julio


La pregunta que sigue es si los frailes, maltrechos por las políticas bor-
bónicas, se manifestaron, a título individual o colectivo, en contra de las

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autoridades españolas apoyando las primeras intentonas criollas de ha-
cerse al poder.
En realidad, aún a pocos meses de este movimiento no había una
señal clara de parte de los religiosos. En agosto de 1809 se dio la toma del
poder local por parte de los criollos de Quito. Este acto acrecentó las sospe-
chas entre criollos y peninsulares. En dos reuniones de emergencia convo-
cadas en septiembre de 1809, en Santafé, los españoles presentes quisieron
reprimir la Junta de Quito, mientras que los criollos se inclinaron más por
la conciliación. “Según un testigo criollo, casi todos los religiosos presentes
en la reunión objetaron las acciones de los criollos quiteños, pero algunos,
en particular el canónigo Andrés Rosillo, de la catedral de Santafé, simpati-
zaron con el movimiento” (Palacios y Safford 195).
297
Rosillo, junto con Mutis, Caicedo y Flórez e Isla, todos del clero se-

i
cular, desde tiempo atrás ya hacían parte de las primeras tertulias literarias
que organizaban ciertos criollos de Santafé, en las cuales se discutían temas
varios, incluyendo los políticos (Tisnés 45). Pero aún no se encuentran ac-
titudes claras de parte de los frailes. De hecho, en las reuniones de septiem-
bre de 1809, el virrey Amar y Borbón confió a los religiosos y eclesiásticos
presentes —entre los cuales estaban los dominicos Juan Antonio de Bue-
naventura y Mariano Garnica— el encargo de intervenir, utilizando su
influencia, para evitar que se diera una temida toma del poder de parte de
un sector de los criollos (Ariza, Los dominicos 2: 988-9). Nada se sabe si ac-
tuaron en consecuencia; lo cierto es que Buenaventura y Garnica luego
fueron activos agentes del bando patriota.
Aunque a la fecha existían varios asuntos que incomodaban a los
frailes respecto al gobierno español, la tradición pro monárquica de los
frailes y la prudencia política que los caracterizaba les aconsejaba sólo in-
tervenir hasta cuando las circunstancias lo exigieran. No fue, pues, un apo-
yo institucional e irrestricto, como lo han pregonado los apologistas9,

9 r Entre ellos, Roberto Tisnés, Fr. Alberto Ariza, Fr. Andrés Mesanza y Fr. Enrique Báez.

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sino dubitativo, prudente, gradual, sectorizado y personal. Todo dependía


de cómo se iban leyendo los acontecimientos.

rDurante la Patria Boba


Durante los acontecimientos del 20 de julio de 1810 y subsiguientes, entre
las firmas de la llamada Acta de Independencia no aparece la del pro-
vincial de los dominicos, lo cual sería lógico, dada la intención de los líde-
res del movimiento de buscar respaldo entre miembros importantes de la
institución eclesiástica. Además, entre los dominicos sólo se observa una
participación activa, la de fray Pablo Lobatón, como agitador (Tisnés,
298 El clero 156). Fray Mariano Garnica, rector de la Universidad Santo Tomás
i

aparece firmando el acta mencionada y presidiendo la reunión del 29 de


julio celebrada en la universidad, como le correspondía, dada su condición
(Ariza, Los dominicos 2: 988-89).
Sólo en septiembre, cuando los hechos se habían consumado, salió
a escena el provincial Francisco Ley (de origen español), quien invitó a la
celebración de la misa por los que él ya llama “patriotas” caídos en Quito.
Por lo demás, en los días siguientes sólo se observó a Lobatón colaborando
estrechamente con la junta de gobierno.

Lo que dicen las cifras

Todo indica que la mayor parte de los clérigos que se comprometió deci-
didamente con la independencia en esta etapa procedía del clero secular.
Así lo señalan varios indicios, entre ellos, la lista de eclesiásticos procesados
por el general español Pablo Morillo, en 1816 (Figura 4). De un total de 50
individuos, el 76% correspondía a clérigos seculares, especialmente curas
y vicarios parroquiales. Varios miembros del cabildo arquidiocesano (en
sede vacante) y dignatarios de otras diócesis también se vieron incluidos
en esta lista. Un 20% de los casos correspondía a religiosos, en su orden,
franciscanos, agustinos (calzados y candelarios) y dominicos. Evidente-

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mente se trata de una lista final, de la cual la mayoría había logrado salir
(obteniendo su “purificación”, según el término utilizado en la época), gra-
cias a sus influencias y buenos oficios, mucho mejores entre los regulares
que entre los seculares (Ariza, Los dominicos 2: 1015).
Figura 4.
Clérigos procesados por Pablo Morillo
en 1816: delitos imputados
Fuente: “Lista general” y elaboración propia del autor.

Porte de armas Abandono de parroquia Donación de alhajas Otros


y huida y dineros a la causa patriota

Vida “relajada” y “escandalosa”


35

Redacción
30 y/o publicación

25
de documentos,
panfletod, etc. 299

i
Participación en
20 el gobierno “rebelde”

15
Participación en tropas
y caudillismo
10

Predicación y exhortación
5
a favor de la independincia

Por ello varios religiosos evadieron su responsabilidad; pero, en todo


caso, la tendencia es contundente: fueron los clérigos seculares los princi-
pales apoyos de los civiles patriotas durante la primera fase de la indepen-
dencia. Ello tiene sentido: los esfuerzos hechos por los líderes en torno a
ganar confianza en el clero se dieron en torno a los párrocos, misioneros y
similares, pues eran ellos y no otros los que tenían el control de la pobla-
ción, de donde se reclutaban todas las tropas utilizadas en la guerra. Por
otra parte, el clero regular tenía mucho más que perder que el clero secular
al comprometerse irrestrictamente con el movimiento que desde un co-
mienzo amenazaba tener pies de barro.
Al final sólo tres frailes dominicos fueron procesados por Morillo
bajo delito grave, lo que contrasta con las cifras mostradas por fray Alberto

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Ariza (Los dominicos 2: 1011-27), que describe con nombre, apellido y he-
chos notables a 41 de los hijos de Santo Domingo en la Nueva Granada,
cifra que representa casi la mitad de los dominicos de la época, lo cual con-
firma que hubo un excelente trabajo de desagravio frente a Morillo duran-
te los años de reconquista española10. En la lista que ofrece Ariza se puede
ver que el grupo mayoritario lo componían frailes que no tenían cargos
especiales; por ende, con menos cosas que perder (Figura 5). Muchos de
ellos participaron como representantes de sus pueblos natales en las asam-
bleas republicanas. Siguen a continuación sujetos que estaban en cargos de
dirección-administración. Esto también tiene sentido; se trata de priores
de conventos mayores y menores, de capellanes y de síndicos, que podían
ofrecer mucho a los patriotas en términos de organización, apoyo econó-
300 mico y predicación, como finalmente sucedió. Siguen los doctrineros y
curas de almas, proporción muy alta si se tiene en cuenta que constituían,
i

a la postre, un número minoritario dentro de la provincia dominicana de


la época. Esto puede significar que tal vez la totalidad (o casi) de los frailes
que se encontraban en parroquias y doctrinas apoyaron el movimiento.
Por último, se encontraban catedráticos y frailes legos, grupo de por sí nu-
méricamente reducido, dada la naturaleza de sus funciones.

Legos
5%

Dirección
29%
Conventuales
sin cargo especial
39%

Figura 5.
Formación
5% Dominicos comprometidos
en el proceso de independencia
de la Nueva Granada: cargo ocupado
Misión / cura de almas
Otros cargos 15% Fuente: Ariza (Los dominicos 2: 1011-27)
7%
y elaboración del autor.

10
r De hecho, en los años de la Reconquista se ve al provincial Francisco de Paula Ley muy activo
en este proceso de desagravio. Véase Ariza (Los dominicos 2: 999-1005).

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Lo que sigue es también significativo. Al indagar sobre el lugar de
residencia de los frailes cuando se involucraron en el movimiento (Figura 6),
se observa que un contundente 59% estaba en conventos y parroquias del
actual departamento de Boyacá (Chiquinquirá, Tunja, Ecce-Homo, Villa
de Leyva, etc.), que un 15% se encontraba en ciudades y aldeas del suroc-
cidente del país, mientras que Santafé y Cundinamarca actual no represen-
tan más que el 12%.
Llanos Orientales Mérida
7% 2% Santafé y Cundinamarca
12%
Suroccidente
15%

Figura 6.
Costa Caribe
Dominicos comprometidos en

301
5% el proceso de independencia de la
Nueva Granada: lugar de residencia

i
Fuente: Ariza (Los dominicos 2: 1011-27)
y elaboración del autor.

Boyacá
59%

Las cifras mantienen las tendencias al indagar sobre el lugar de ori-


gen de los frailes y el convento de profesión (Figura 7): el 56% de los frailes
había profesado en el Convento de Santo Domingo de Tunja. En segundo
lugar, aparece el de Nuestra Señora del Rosario de Santafé, con un 20%.
Popayán y Cartagena se dividen el resto, con 12% cada uno. Fueron así los
dominicos boyacenses y establecidos en esa región quienes más figuraron
entre las filas de los patriotas. Ellos participaron en asambleas, fir0maron
actas de independencia en nombre de parroquias de la zona, actuaron
como agitadores y cabecillas11, etc.

11
rEl 9 de diciembre de 1811 una asamblea expidió la Constitución de la República de Tunja y
proclamó la independencia de España. Firman esa constitución los dominicos fray Manuel
León, representante de Villa de Leiva (párroco) y fray Felipe Antonio Herrera, representante
de Santa Rosa de Viterbo. También fray Domingo Moscoso, por Sotaquirá; fray Isidro Leiva
por Sogamoso, y fray Nicolás Ramírez, por Susacón (Ariza, Los dominicos 2: 991).

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N.S. del Rosario, Santafé Figura 7.


20%
Dominicos comprometidos en el proceso
de independencia de la Nueva Granada:
convento de profesión
San Sebastián, Popayán
12% Fuente: Ariza (Los dominicos 2: 1011-27)
y elaboración del autor.

San José, Cartagena


12%
Santo Domingo, Tunja
56%

Las razones que motivaron este compromiso no son claras. Tal vez
debió influir el hecho de encontrarse la provincia de Tunja en el camino
hacia el Casanare y los llanos venezolanos, centro de refugio y reclutamien-
302 to de tropas para la causa patriota. Por otra parte, un cambio de régimen
constituía una oportunidad para los frailes de ganar estatus y reconoci-
i

miento, al convertirse en figuras políticas regionales.


La escasa participación de los frailes del Convento del Rosario de
Santafé de Bogotá y de aquellos nacidos en la ciudad y zona circundan-
te también puede explicarse en la lógica anterior. Santafé era centro de un
proyecto de gobierno republicano centralista y, a la vez, protegía círculos
realistas. Muchos pensaban que la independencia, según el modelo fede-
ralista, llevaría a la ciudad a la ruina y le quitaría su privilegiada condición
de centro cultural y político. No extraña que la mayoría de los religiosos
evitaran manifestarse públicamente, lo suficiente como para no ser sospe-
chosos ante realistas y patriotas, pues no se observan ni muchos fervorosos
patriotas y ni tampoco enconados realistas12, estos últimos evidentes en
otros conventos, como el de Popayán o Cartagena (Ariza, Los dominicos
1: 330). La diplomacia fue su mejor carta, que jugaron con éxito en varias
oportunidades.

12
rDel Convento del Rosario de Santa Fe sólo el maestro fray Manuel Rojas fue acusado por
Antonio Nariño de apoyar la causa realista. Fue procesado por el tribunal eclesiástico de Santa
Fe, que lo absolvió (Ariza, Los dominicos, 2: 1010).

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Por otra parte, es necesario resaltar que algunos de los frailes pa-
triotas del convento santafereño hacían parte de su jerarquía y de la pro-
vincia. De este modo, si en 1810 sólo el rector de la Universidad Santo
Tomás firmó la independencia de Santafé, en el acta de independen-
cia de Cundinamarca, fechada en 1813, se consignaron las firmas del prior
del convento y del mismo provincial (Tisnés, El clero 354). En todo caso,
la gran mayoría de los frailes del convento osciló entre un “acomoda-
miento” a las circunstancias, con una participación parcial, cuando con-
venía. Sin embargo, los que apoyaron el movimiento resaltaron por su
radicalismo.

Casos significativos

Dentro de los frailes adscritos al convento dominicano de Santafé que se 303

i
inscribieron en la causa patriota en esos años, tres casos resaltaron sobre los
demás. Se trata de fray Juan Antonio de Buenaventura, fray Pablo Lobatón
y fray Ignacio Mariño. Los dos últimos son ejemplos típicos de misione-
ros-guerreros, y el primero era un líder respetado del convento que puso
en juego su prestigio y futuro, y perdió en el intento.

Fray Juan Antonio Mariano de Buenaventura y Castillo (1775-¿1816?)


pertenecía a la dinastía Buenaventura, oriunda de Ibagué y era sobrino de
fray Jacinto Antonio de Buenaventura, quien fue defensor de la Universi-
dad Santo Tomás durante el pleito que ésta entabló con las autoridades del
Virreinato en la década de 1770. Era uno de los frailes más experimenta-
dos y preparados que tenía el convento y la provincia dominicana entera.
Ocurrió luego su “conversión” a la causa patriótica, cuando era prior del
convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé.

En esta condición facilitó que la universidad y el convento fueran


sedes de varias reuniones que tuvieron lugar en julio y agosto de 1810 para
orientar la revuelta criolla contra las autoridades reales. Luego, como tal,
firmó las actas de independencia de Cundinamarca, fechadas el 22 de fe-
brero de 1811 y 16 de julio de 1813. En 1816, ante la inminencia de la Re-
conquista, fray Juan Antonio se marchó a Chiquinquirá y con otros frailes

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se refugió en el santuario mariano; luego salió en dirección a los llanos,


con otros patriotas que huían ante el implacable avance de las tropas de
Murillo. Murió muy lejos de su convento, en camino a las Guayanas, bajo
sentencia de destierro, proferida por Morillo (Ariza, Los dominicos 1: 466).
Fray Juan Antonio de Buenaventura es un ejemplo de lo que signifi-
caban las relaciones familiares y los vínculos establecidos con la política y
la religión. Es sabido que la familia Buenaventura se inscribió en el bando
patriota y que llegó a servir en los ejércitos y milicias. Incluso, uno de sus
miembros, el teniente coronel Nicolás María de Buenaventura, fue fusila-
do por Pablo Morillo en 1816 (Ariza, Los dominicos 1: 466).
Las misiones del Casanare no eran apetecidas por los frailes, por su
304 insalubridad y peligros. Es evidente que los mejores miembros del con-
vento no eran enviados a estos lugares. Por eso sorprende encontrar en
i

1811 a fray Pablo Lobatón, doctor “en ambos derechos” y ex profesor del
Colegio y Universidad Santo Tomás, marchando a los Llanos a desempe-
ñar su ministerio en Macaguane, Tame, Pore, Trinidad, Salina de Chiota y
Arauca (Ariza, Los dominicos 1: 204). Tenía por entonces más de 30 años. Es
evidente que Lobatón no iba por simple deseo de evangelizar infieles, sino
que fue enviado a cumplir funciones político-militares en representación
del gobierno independentista, pues en 1813 ya portaba el grado de coman-
dante del distrito de Tame, con grado de teniente coronel. Él es uno de los
primeros casos de clérigos militares que se vieron en la Nueva Granada, en
los cuales hubo representantes de las órdenes y del clero secular.
No obstante, el dominico patriota más famoso es fray Ignacio Ma-
riño. Boyacense, hizo su noviciado en Tunja y sus estudios filosóficos y
teológicos en Santafé. En 1800, debido a su mal comportamiento13, fue
trasladado a los Llanos Orientales como misionero, lugar donde estuvo la

13
rBáez, basándose en correspondencia dominicana, dice que Mariño fue al Casanare no por sus
cualidades para la misión, sino como castigo por su rebeldía y su actitud. Fue a ser probado y
a “que se le probara” (8: 452).

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mayor parte de los 20 años siguientes (Tisnés, Fray Ignacio 11). Todo indica
que se incorporó rápidamente al bando patriota. Cuando en 1813 firmó en
Tunja el Acta de Independencia de esa provincia, ya hacía parte del ejército
patriota y en 1814, ascendió al grado de Coronel. Como tal acompaña a
Simón Bolívar a tomarse a Santafé, e imponer así el sistema federal. Mariño
jamás dejó las armas, que las ceñía a su hábito dominicano, el cual tampoco
abandonó (cit. en Mesanza, Apuntes 126).
El sacerdote realista José Antonio Torres Peña, en un poema llama-
do “Bogotá cautiva”, que narra la toma de Santafé por Simón Bolívar en
1814, decía que Mariño era un “apóstata”, “feroz” y “alevoso” y otros epítetos
propios de un curtido guerrero:
En Arauca sofoca los gemidos
de los que en líos duros él envuelve 305

i
y en sus hondas corrientes son hundidos
porque verter sus sangre no resuelve.
Y cometiendo excesos tan crecidos
ejerce el ministerio, y aún absuelve
quien el cargo dejó de misionero
y el oficio tomó de bandolero.
[...]
A diez y ocho españoles hizo ahogar
metidos en mochilas de cuero,
diciendo que no derramando sangre
no quedaba irregular.
(Ibáñez; Mesanza, Apuntes 69)

Mariño fue uno de los próceres que fueron objeto de “culto” por la
historiografía tradicional colombiana elaborada desde las academias de
historia.

E m p ré s t i t o s y donaciones

La actitud oscilante e irregular de los dominicos de Santafé frente al mo-


vimiento de independencia en esta primera fase puede verse, además,
en el pago de los empréstitos que el gobierno patriota estableció en dos
oportunidades, dada la ruina que provocaba la guerra y los gastos que ésta
demandaba. En 1813 se proclamó el primer empréstito que debía recoger

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unos 300.000 pesos para financiar la campaña del sur que Antonio Nariño,
el presidente, libraba contra realistas de Pasto y el Cauca. Debía ser cobrado
a comerciantes, hacendados y, por supuesto, a clérigos y monjas. El cobro,
sin embargo, fue lento, difícil y nunca se acercó a la suma deseada. Todos
(laicos, clérigos y religiosas) se quejaron de no tener recursos.
A los dominicos de Santafé les correspondía dar 2.000 pesos. Cuando
les llegó el turno, el 26 de octubre de 1813, el prior fray Luis María Téllez res-
pondió al encargado de recoger el empréstito con una serie de quejas sobre
su situación económica, entremezcladas con expresiones de patriotismo:
no había dinero en cajas, hace más de tres años no se adquirían propieda-
des, había que finalizar la construcción de la iglesia conventual (iniciada
desde finales del siglo XVIII), las finanzas de la comunidad estaban debi-
306 litadas desde que en 1804-1807 la Corona había expropiado las capellanías
i

y la comunidad había tenido que prestar dinero para sustentarse (cit. en


Tisnés, El clero 496).
Respuesta similar recibió el gobierno patriota de otras órdenes re-
ligiosas, incluidos los conventos de monjas. Eso sí, todos ofrecieron hacer
rogativas solemnes por el éxito de la república. Sólo las monjas de Santa
Inés y los agustinos dieron algo: las primeras, 800 pesos en efectivo, y los
segundos, 600 (cit. en Tisnés, El clero 500).
Aunque con muchas razones las comunidades religiosas argumen-
taron falta de liquidez para no dar las sumas demandadas, es poco proba-
ble que las autoridades republicanas les hayan creído, dada la concepción
general que se tenía de las órdenes como extremadamente ricas. Una dé-
cada antes las órdenes emitidas por el rey, pese a las protestas, habían sido
obedecidas y el dinero demandado (en grandes sumas) había sido recogi-
do. El fallido cobro de empréstitos a las órdenes religiosas quedó como un
antecedente en el que después sustentarían algunos políticos la necesidad
de utilizar una mano más firme frente a ellas.
La actitud del Convento del Rosario de Santafé de Bogotá, en 1813,
contrastó con la que mostró dos años más tarde. En enero de 1815 se les
pidió a los hacendados, conventos y parroquias un nuevo empréstito en

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especie y dinero para sostener la guerra contra los españoles, que amena-
zaban reconquistar el país. Supuestamente el gobierno respondería más
adelante con el producto de aduanas, alcabalas, salinas, casas de moneda
y otros impuestos (Tisnés, El clero 540). En ese segundo empréstito, los
conventos de Santafé sí dieron dinero. El dominicano, por ejemplo, aportó
la suma de 1.000 pesos de su caja de depósito (“Informe de Juan Manuel
García del Castillo”, Santafé, 28 de febrero de 1815, cit. en Tisnés, El clero y
la Independencia 619).
Los demás conventos fueron también más generosos, dado que la
situación había cambiado en forma sensible. En 1813 había divisiones por
la guerra entre centralistas y federalistas. Religiosos y religiosas estaban di-
vididos en ambos bandos y muchos no deseaban colaborar con el régimen
centralista de Antonio Nariño. En 1815 las cosas eran distintas; se rumora- 307

i
ba que las tropas españolas se aprestaban a reconquistar la Nueva Granada
y no pocos temían represalias por haber apoyado la causa patriota. Ante
esta situación, los dominicos fueron más generosos a la hora de apoyar
materialmente al gobierno republicano cuando éste solicitó ayudas para
sostener su ejército.
El convento dominicano de Chiquinquirá hizo una donación aún
más generosa que el de Santafé: 1.233 pesos en efectivo, más una serie de
objetos valiosos: joyas en oro, plata, diamantes, esmeraldas y perlas que ha-
cían parte del ajuar de la venerada imagen de la Virgen de Chiquinquirá. En
el acta de donación se afirmaba que, de ser necesario, se entregarían “todas
las alhajas” tasadas en un valor de alrededor de 100.000 pesos de la época:

Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá está pronta a desnudarse de las


alhajas que adornan su venerable imagen, siempre que el Gobierno General
destine su producto para sostener la Independencia de la Nueva Granada y la
libertad de sus pueblos, a cuya piedad debe esos adornos. (Cit. en Ariza, Los
dominicos 2: 996)

Obviamente, tales donaciones merecieron el elogio de los patriotas,


quienes no dudaron en equipararlas a los actos de la primera generación de
dominicos (Ariza, Los dominicos, 2: 996). Desafortunadamente para ellos, el

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dinero no alcanzó a evitar la destrucción del ejército patriota y el derrumbe


del gobierno republicano. Un año más tarde las tropas de don Pablo Mori-
llo llegaron a la capital de la Nueva Granada.

rPara cerrar
Las reformas borbónicas, especialmente aquellas que atacaron la influencia
de la institución eclesiástica en la educación y las finanzas de los conventos,
minaron la confianza que se tenía en la monarquía y de la simbiosis que
existía entre ésta y la Iglesia. Y aunque la primera insistió en el derecho di-
vino de los reyes, la doctrina estaba cada vez más desarraigada de su marco
308 natural, que no era otra que la teología escolástica y la sensibilidad barroca,
i

atacadas también por los reformadores. Ello generó dudas y confusión en


varios frailes (Lynch 179). Comenzó así a surgir un doble sentimiento que
afectaba a varios de los regulares en su condición de criollos y hombres de
Iglesia. Por una parte, nació la idea en algunos de que la monarquía abso-
lutista se estaba convirtiendo en opresora de la Iglesia y de sus corporacio-
nes; por otra parte, de que España y el gobierno español se comportaban
como entidades extranjeras y despóticas en sus relaciones con los oriun-
dos de América.
Por lo anterior, al desatarse el movimiento independentista, cabría
esperar un mayor compromiso por parte de religiosos que, como los
dominicos, habían sido directamente perjudicados por la política bor-
bónica. Sin embargo, puede verse que la decisión de involucrarse en la
contienda fue desigual en número y grado de compromiso. Sólo se impli-
caron a fondo aquellos que, o no tenían mucho que perder o tenían lazos
familiares o regionales de por medio con líderes del movimiento. De este
modo, si los conventos de Boyacá (Tunja, Ecce-Homo y Chiquinquirá)
aportaron el mayor número de frailes que apoyaron la causa patriótica, el
de Santafé se caracterizó por medir mejor sus pasos. Esto iba en la línea de
su tradición histórica de no confrontar de frente ni aparecer incómodos
ante el poder civil.

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El apoyo del convento del Rosario de Santafé sólo se dio en 1813,
cuando su prior firmó el acta de Independencia de Cundinamarca, pero
buscó no alinearse con ninguno de los bandos que luchaban entre sí por el
tipo de régimen que se iba a establecer. Por lo demás, el convento “máximo”
de los dominicos, al situarse a pocos pasos de la sede de los poderes civiles
y eclesiásticos, estaba más cercano a ser vigilado por los gobernantes.
Tal actitud, que conjugaba diplomacia como corporación y acciones
comprometidas en diversos grados en el plano individual, volvió a presen-
tarse frente al proceso de Reconquista española, cuando se experimentó
una rápida transformación una vez que la victoria final de los patriotas fue
inminente, pues los dominicos fueron una de las primeras comunidades
religiosas que ofrecieron y dieron sus servicios al nuevo régimen.
309
Hay un aspecto que debería ser profundizado si se quiere compren-

i
der mejor la participación del clero en el movimiento de independencia.
Tiene que ver con los vínculos familiares y regionales entre los líderes lai-
cos, los clérigos, los religiosos y las monjas, que establecieron, por ejemplo,
hasta dónde los compromisos personales y de sangre jugaron en las deci-
siones tomadas para inmiscuirse en el movimiento.

rBibliografía
Fuentes primarias

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1789), AGI, Santa Fe, 920, f. 1r-v.

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y doctrinas...” (Madrid, 18 de octubre de 1759), AGI, Santa Fe, 970, f. 2r-24.
Archivo General de la Orden de Predicadores. Roma, Italia (AGOP)
“Acta capituli Provincialis Provinciae Sancti Antonini Ordinis Praediccatorum Novi Regni
Granatensis in Conventu Domini Notri à Rosario Civitatis Sanctae Fidei...”
(Sanctae Fideii, 6 julii 1801), Archivo General de la Orden de Predicadores
(Roma), XIII-016045, f. 2r.

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“Carta de Fr. Joaquín Cuervo al Vicario General de la Orden de Predicadores” (Santafé


de Bogotá, 19 de junio de 1806), AGOP, XIII-016045. f. 1r.
“Carta de Fr. Julián Barreto al Maestro General Fr. Baltasar Quiñones” (Santa Fe, 29 de
abril de 1797), AGOP (Roma), XIII-016075.
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(APCOP)
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i

“Libro general de hazienda deste Cvto. De Predicadores” (Santa Fe, 15 de abril de 1793),
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absoluta independencia de los Soberanos sobre la indisolubilidad del juramento
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y Universidades-Santo Tomás de Aquino-Bogotá, caja 4, carpeta 1, f. 116r.
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Fecha de recepción: 3 de mayo de 2008. 313

i
Fecha de aprobación: 6 de julio de 2009.

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Apuntes para una historia
de las representaciones de una naturaleza
y cuerpos abyectos : V irreinato del P erú ,
siglo XVI

Elizabeth Mejías Navarrete


Universidad de Chile
elizabbetha@gmail.com

R esumen

r
Este artículo analiza los discursos y representaciones desplegadas en torno a las enfer-
medades atribuidas a los indígenas circunscritos al Virreinato del Perú para el período
1570-1600 en las Relaciones Geográficas de Indias y algunos tratados médicos relevantes
de la época. Considerando el contexto de dominación colonial en que estas descripcio-
nes fueron elaboradas, es factible señalar que expresan algo más que una preocupación
“científico-médica” o sanitaria, en la medida en que aludirían a un conjunto de ideas
relacionadas con visiones sobre el ordenamiento simbólico, político y moral del espacio
y los sujetos coloniales.
Palabras clave: sujetos coloniales, espacio, cuerpo, discurso, representación, coloniza-
ción, Relaciones Geográficas.

A bstract
r
This article analyzes the discourses and representations deployed around the diseases
attributed to the indigenous confined to the Viceroyalty of Peru for the period 1570 – 1600
in the Geographical Relations of the Indies, and some contemporaries relevants medi-
cals treaties. Considering the context of colonial domination in which these descrip-
tions were developed it is feasible to express that there is more than a “scientific-medical”
or health concern because they refer to a set of ideas related to views on the symbolic,
political and moral order of the space and colonial subjects.
Key words: Colonial subject, space, body, speech, representation, colonization, Geo-
graphics Relations

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rIntroducción 1

El descubrimiento, conquista y colonización del Nuevo Mundo dio lugar a


masivas migraciones, destrucción de pueblos, mestizaje, apertura de nue-
vas rutas comerciales y formación del primer gran imperio europeo de
ultramar. Ello se articuló sobre la base del legado del universalismo trasmi-
tido desde la Antigüedad y la Edad Media, el cual establecía un derecho de
dominio sobre la totalidad del mundo (Pagden, Señores 11-12). Desde ahí
se erigió una relación de dominación en la que el conquistador se asume
y construye como el dominador, mientras que el sujeto que se constru-
ye como indígena se representa como aquel que se debe subordinar2. Ello
operó por medio de dos mecanismos: el uso de la violencia explícita (ma-
nifestada en la tortura, golpes, violaciones, castraciones, regímenes de tra- 315

i
bajo, etc.) y la colonización del imaginario (Gruzinski). En mi propuesta
de trabajo, la atención se centra en el segundo aspecto señalado, pues dar
cuenta de la lógica de la dominación, supone poner al descubierto sus me-
canismos no sólo en el plano de lo manifiesto, sino teniendo en cuenta los
conceptos, representaciones, imaginarios y simbolismos que allí operan
(Bourdieu; Maffesoli).
En el seno de la dominación española se desplegaron múltiples ejes
que definieron la jerarquización de los sujetos: la noción de naturaleza, la

1 rLos temas y documentos desarrollados aquí forman parte del proyecto Fondecyt núm.
1070938: Descripción geográfica y programa imperial, tensiones en las representaciones hispanas del
territorio del Virreinato del Perú (1570-1601), cuya investigadora responsable es la profesora Ale-
jandra Vega Palma. Además, este trabajo se nutrió y fue evaluado en el Seminario Troncal I:
“Problemas fundamentales de la cultura latinoamericana. Construyendo identidades y dife-
rencias: América entre dos rupturas (siglos XVI-XVIII)”, perteneciente al programa de Magíster
en Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Profesores coordinado-
res: Alejandra Vega, Alejandra Araya y José Luis Martínez.

2 A lo largo de este trabajo, cada vez que se nombre a lo habitantes del Nuevo Mundo como
indígenas será teniendo en cuenta que se trata de un tipo de sujeto creado en un contexto de
dominación colonial (Martínez; Silverblatt).

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religión cristiana, el desarrollo de sistemas de escritura alfabética, etc. Sobre


dichos ejes, jerarquizaciones, nociones y patrones de poder fue clasificada
la población de América. Desde ahí se desplegó un proceso militar, polí-
tico y religioso sustentado en una discursividad que buscaba legitimar la
presencia del conquistador y su posesión sobre el otro.
Por medio de esta discursividad se clasificó, ordenó, sujetó y mar-
ginó a los sujetos indígenas y sus prácticas: religiosidad, saberes, sociabi-
lidad, alimentación, sexualidad, etc., y se situaron cada una de ellas en el
reino de la barbarie, la inmoralidad y la ilegalidad, que instalaron nuevas
formas de estructurar el mundo y las subjetividades. En esta oportunidad
me detengo a examinar cómo el discurso imperial marca, hiere y moldea
el cuerpo de sus subordinados, lo cual posibilitó y justificó la sujeción y
316 explotación de éste en la medida en que fue constituido como lo “no hu-
i

mano” o como una humanidad inferior3.


Señalar que el discurso imperial construye o moldea corporalida-
des específicas (unas que gobiernan y otras que se subordinan) implica
entender al cuerpo como fenómeno social y cultural, materia simbólica,
objeto de representaciones y de imaginarios, intermediario entre el yo y
la sociedad. De esta manera el acercamiento al cuerpo que se propone en
este trabajo se da a partir de concepciones culturales, que ponen el relieve
en cómo los discursos y representaciones que se tejen en torno a éste for-
man parte de cierta trama y del sustento de sus expresiones ideológicas
(Le Breton, La sociología; Porter).

3
r En este sentido resulta interesante comparar la discusión que generó la cuestión indígena.
Por un lado, tenemos a Ginés de Sepúlveda (Tratado de las justas causas de la guerra contra los
indios), quien postulaba la inexistencia de humanidad en los indígenas; mientras que en el
discurso de Bartolomé de las Casas (Brevísima relación de la destrucción de las Indias) el indí-
gena aparece dotado de humanidad, pero una humanidad dócil idónea para la servidumbre,
es decir, en ambos subyace la noción de inferioridad de lo indígena (Adorno, “La discusión”;
Pagden, La caída). Por el otro, cabe señalar que el discurso imperial se preocupa también
por moldear a los españoles que deben encarnar el proyecto de dominio. Esta cuestión
quedará fuera de este estudio.

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A partir de estos planteamientos, me propongo analizar los discursos
y representaciones desplegadas en torno a las enfermedades atribuidas a los
indígenas circunscritos al Virreinato del Perú para el período 1570-1600, en
las Relaciones Geográficas de Indias y algunos tratados médicos relevantes.
Teniendo en cuenta que estas representaciones expresan algo más que una
preocupación “científico-médica” o sanitaria, en la medida en que aludirían
a un conjunto de ideas relacionadas con visiones sobre el ordenamiento
simbólico, político y moral del espacio y de los sujetos coloniales.
Me centro en aquellas enfermedades de carácter contagioso (peste,
lepra, sarna, apostemas, bubas, etc.) en relación con dos ejes. El primero
de ellos guarda relación con el espacio, pues estas enfermedades estarían
vinculadas con características de ciertos lugares del Nuevo Mundo. Según
el corpus analizado, ellas se darían principalmente en ambientes húmedos 317

i
y cálidos, lo cual dibujaría una especie de geografía del peligro. Es decir, el
paisaje, a lo largo de este trabajo, se ha abordado como artefacto cultural,
teniendo en cuenta los sistemas de ideas a través de los cuales es significado
y se le otorga un sentido que va más allá de lo físico (Arnold; Nouzeilles).
Para el segundo eje, estas enfermedades se relacionan con concep-
tos como impureza, suciedad, abyección, contagio y peligro, los cuales son
centrales a la hora de trazar fronteras simbólicas (Douglas; Kristeva; Le
Breton, El sabor). Es decir, la enfermedad y sus cuidados emergerían den-
tro de los diversos discursos como dispositivos que pretenderían inculcar
una visión degradada del otro (en cuanto el cuerpo es el reflejo del alma),
que lo identifican con una condición abyecta y que llama al cuidado de los
contactos, pues éstos convierten a los cuerpos en blanco de enfermeda-
des y merman las cualidades físicas. Para dar cuenta de ello utilizo como
corpus documental las relaciones geográficas relativas al Perú, recopiladas
por Marcos Jiménez de la Espada, los tratados médicos confeccionados
por Nicolás Monardes (1574), Juan de Cárdenas (1591) y Agustín Farfán
(1595) y los principales vocabularios y diccionarios de la época.
Las relaciones geográficas corresponden a una serie de documen-
tos elaborados, para los virreinatos de Nueva España y Perú, a través de

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cuestionarios expedidos por la Corona (Solano). Éstas pueden ser con-


sideradas un programa de conocimientos sobre los territorios, espacios y
sujetos que se estaban conquistando y construyendo. En esta oportunidad
me detengo en el examen de las elaboradas para el Virreinato del Perú, es-
tableciendo cómo ellas se articulan con el programa de dominio colonial
desplegado en el continente americano.
Desde dicha perspectiva es posible explicar el porqué de la delimi-
tación temporal de este trabajo, pues es en el periodo 1570-1600 cuando
se concentran las más diversas prácticas (relaciones, crónicas, cartografía,
etc., algunas de las cuales forman parte del desarrollo de este estudio) que
confluyen en la búsqueda de una visión imperial sintética y universalista
del Nuevo Mundo; proceso que concluye con la publicación de la obra
318 Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y Tierra Firme del mar
i

Océano, del cronista Antonio de Herrera (Altuna; Cline).


Como lo señalé, las relaciones geográficas ofrecen información
sobre las tierras americanas y sus habitantes: cabeceras principales, prin-
cipales distancias, costumbres de los habitantes, principales enferme-
dades, entre otros4. De esta forma, tales relaciones, además de informar
sobre las enfermedades, ofrecen cuantiosa información que me permitió
establecer la relación entre éstas y los espacios, sujetos y comportamien-
tos sociales.
Confronté estos documentos con los tratados médicos menciona-
dos, con el objeto de identificar las estrategias de descripción, los adjetivos
utilizados, los imaginarios políticos y sociales operantes a la hora de hacer
referencia a las corporalidades, enfermedades y espacios indígenas. Ade-
más, el empleo de los diccionarios de autoridades y el Tesoro de la lengua
castellana, de los años 1732 y 1539-1613, respectivamente, permite acceder a

4
rPara tener un panorama de los aspectos tratados, se pueden revisar los cuestionarios que
sirvieron para su confección, en la obra de Francisco Solano.

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los términos, en cuanto representaciones e imaginarios, implicados en las
clasificaciones, tipologías y descripciones que se están elaborando.
Monardes, Cárdenas y Farfán fueron médicos que se preocuparon
por asuntos médico-farmacológicos presentados con el descubrimiento
del Nuevo Mundo. Sus textos fueron escritos y editados durante el siglo
XVI y contaron con una amplia difusión más allá de América y España5.
Es necesario aclarar que a lo largo de este estudio estos textos serán con-
siderados dentro de las prácticas que convergen en la consolidación de
una visión imperial sintética y universalista de los territorios americanos.
La expansión y conocimiento sobre el Nuevo Mundo significó también
la expansión de los saberes médicos desarrollados en la metrópoli. Y con
ello el despliegue de prácticas que significaron su naturaleza humana y sus
padecimientos. 319

i
El saber y la práctica médica en España se caracterizaron, a lo lar-
go del siglo XVI, por cerrarse a los nuevos saberes y prácticas que surgían
en el escenario renacentista. No se sistematizaron los descubrimientos fi-
siológicos que comenzaron a dar forma a la llamada medicina moderna:
una nueva patología, una visión organísmica o mecanicista del universo
(de la que nacieron la iatromecánica y la iatroquímica) y una terapéutica
que incorpora la química. Cuestiones que tensionaban y contradecían el
galenismo hipocrático. Saber que se siguió practicando en suelo español
(Abarracán; Barona; Porter y Vigarello).

El modelo humoral descrito en los textos hipocráticos (siglo V a. C.)


y en la obra de Galeno (siglo II d. C.) se apoya en la imagen de las sustan-
cias, sobre la de la apariencia y sobre la de los funcionamientos internos del
cuerpo. Considera a la naturaleza humana el resultado de la combinación

5
rEntre otras publicaciones con datos médico-farmacológicos sobre América, editadas du-
rante el siglo XVI se destacan: Historia natural y moral de las Indias, escrita por Joseph de
Acosta (Sevilla, 1590), y Opera Medicinalia, escrita por Francisco Bravo (México, 1570). Sobre
esto ver la obra de Juan Comas et al.

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binaria de las cuatro cualidades elementales (caliente, frío, seco y hú-


medo), que originan los cuatro elementos (aire, fuego, tierra y agua),
de cuya combinación surgen los cuatro humores (sangre, flema cólera
y melancolía).

En este esquema, la salud es resultado del equilibrio humoral,


mientras que la enfermedad se produce por la desajuste de éstos, por su
desarmonía y alteración. Este funcionamiento anormal se podía expli-
car por llevar una vida desordenada, una mala alimentación, un medio
o clima adverso, por trastornos propios del organismo o por la corrup-
ción del agua o del aire. De esta manera, las afecciones se consideraban
algo exclusivo de los individuos, pues existían entidades patológicas de
por sí (Carmona 13-5; Porter y Vigarello 324-7). Tales cuestiones fueron
320 retomadas por nuestros observadores a la hora de dar cuenta de las afec-
i

ciones americanas.

El análisis del corpus está dado por su relación con las condiciones
históricas y el contexto de ideas al cual se articulan. Si bien se reconoce
que cada uno de los documentos utilizados posee especificidades según
sus contextos de producción, en este trabajo se pone el relieve en los re-
pertorios mentales vinculados con el cuerpo, la enfermedad y el contagio
—con sus respectivas rupturas y continuidades— que emergen a la hora
de dar cuenta sobre las relaciones e identificaciones coloniales. Sin obviar
la heterogeneidad de estos discursos y representaciones, lo central son las
formas como se definen las enfermedades, se narran y se juzgan, y cómo
ello incide en el tejido de relaciones e identificaciones coloniales.
En este sentido, resultan centrales los conceptos de discurso y repre-
sentación. Por discurso entiendo un conjunto de reglas y normas que se
refiere a algo, prácticas sociales reguladas por juegos de poder (Foucault, El
orden). Y por representación, las imágenes, palabras, gestos, etc. por medio
de los cuales lo sujetos se perciben a sí mismos y a su exterior, las percep-
ciones colectivas de un grupo en relación con su identidad o identidades;
teniendo en cuenta que estas representaciones pueden ser reelaboradas
subjetiva y colectivamente (Chartier).

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rConocimientos y saberes en la
construcción de los espacios y sujetos coloniales

Dar cuenta de aquello sobre lo cual son posibles los conocimientos y sabe-
res implica entender la episteme que allí opera, es decir, los códigos en que
una cultura se funda “los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos,
sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas”, fijando
así “los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de
los que se reconocerá” (Foucault, Las palabras 5).
Desde esta perspectiva, referirse a la construcción de saberes en
torno a los espacios y sujetos americanos no es un ejercicio exento de di-
ficultades, pues implica, por una parte, reconocer un proceso de naturali- 321

i
zación de las formas de conocer impuestas por la colonización, las cuales
han instalado unas lecturas de América desde la inferioridad en relación
con el referente europeo colonizador. Por la otra, y sin obviar el proceso
de occidentalización mencionado, no debemos pasar por alto las tensio-
nes, intersticios y porosidades que se producen a la hora de hablar sobre lo
americano, lo cual genera diversas recepciones, debates y modificaciones a
lo largo del tiempo en los diferentes contextos6.

6
rEn efecto, el simple acto de nombrar América ha sido un campo de disputa en los más varia-
dos contextos: desde el momento mismo de la expansión europea (Las Indias, Nuevo Mundo,
etc.), pasando por el periodo de conformación y consolidación de los Estados Nacionales,
hasta nuestro días, cuando sectores subalternos como los indígenas y afrodescendientes, o
grupos comprometidos con ellos, han relevado nombres como Indoamérica y Afroamérica.
¿Qué imaginarios, opciones políticas, etc., laten en estos enunciados? Vemos como en el “sim-
ple” acto de nombrar se reafirman o resignifican las matrices sobre las cuales se ha entendido
lo americano (O’Gorman, “Prólogo”; Rojo). Por otra parte, cabe destacar que la problemati-
zación en torno a los saberes, conocimientos y epistemes que operan al dar cuenta sobre lo
americano fue uno de los ejes tratados en el Seminario Troncal I: “Problemas fundamentales
de la cultura latinoamericana. Construyendo identidades y diferencias: América entre dos
rupturas (siglos XVI-XVIII)”, perteneciente al programa de Magíster en Estudios Culturales La-
tinoamericanos de la Universidad de Chile, coordinado por Alejandra Vega, Alejandra Araya
y José Luis Martínez.

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La expansión europea sobre América significó la integración (subor-


dinada) de ésta al sistema mundo y la apertura de la primera modernidad.
Desde dicha expansión la modernidad se proveyó de elementos materia-
les y cognitivos. América no proporcionó sólo territorios, mano de obra y
materias primas, sino también los elementos discursivos (articulados des-
de una episteme europea) para la construcción misma de la modernidad.
Estos elementos discursivos se objetivaron en aparatajes disciplinarios y
construcción de subjetividades. De esta manera se comenzó a articular
una distinción frente a lo otro: la superioridad de unos sujetos (occiden-
tales) y sus saberes respecto a otros (los indígenas), que instaló lo primiti-
vo-irracional en tierras americanas y lo civilizado-racional en Europa7. Tal
distinción se enmarca en las formas de conocer operantes en la sociedad
322 europea: “la mentalidad europea no se preguntaba si la nueva humanidad
se ubicaba fuera de los esquemas antropológicos escolásticos sino dónde
i

se encontraba dentro de ellos” (Adorno, “El sujeto” 55).


Ese es el contexto epistemológico en el que se inscribe la proliferación
de representaciones en torno a América. Describir equivale a desentrañar
las analogías entre lo que se ve y lo que se sabe. Conocer y dar cuenta de la
realidad forma parte de un proceso de reconocimiento de las coordenadas
del imaginario europeo en un ámbito ajeno. Estas imágenes de la tradición
europea serán utilizadas para proyectar el deseo: conocimiento y deseo se
articulan en un ejercicio de comprensión y control de la realidad ajena.
Ahora bien, este esquema posee una contracara: el horror. Un cor-
dón de horrores, encarnados en amazonas, gigantes, sodomitas, caníbales,

7
rEn este sentido, se ha postulado que la imagen del bárbaro y su deshumanización se establecie-
ron como uno de los primeros métodos para conocer, clasificar y dar a conocer todo aquello
con lo que los agentes colonizadores se encuentran y que les extraño culturalmente (Pagden,
La caída). Por otra parte, cabe señalar que si bien es cierto que esta matriz eurocéntrica ha
sido hegemónica a la hora de abordar a los sujetos, espacios, prácticas y saberes americanos,
debemos tener en cuenta las apropiaciones y relecturas que se han hecho desde América.

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paganos, naturaleza monstruosa, etc. rodea a los objetos de deseo8. Estos
horrores pueden traducirse como articulaciones simbólicas de la vivencia
de la alteridad “lo monstruoso funciona en parte como interdicción, pero
es representación simbólica de la alteridad” (Pastor, El jardín 75). Este otro
emerge como una amenaza, articulado sobre el miedo a la destrucción sim-
bólica de la subjetividad y la desintegración de los parámetros culturales:
… en ese contexto el deseo se define como auto-preservación y como con-
trol del otro, y la contigüidad que liga el objeto del deseo con el momento, la
maravilla con el horror expresa simbólicamente la tensión entre exaltación del
sujeto inseparable del logro del objeto del deseo entrevisto en la exploración
y el terror a la destrucción del sujeto, a su aniquilación en el contacto con el
otro. (Pastor, El jardín 78)

De ello se desprende que las imágenes y representaciones que tradu- 323

i
cen dicha experiencia secreten abyección por todas partes “pues la abyec-
ción es, en suma, el reverso de los códigos religiosos, morales, ideológicos,
sobre los cuales se funda el reposo de los individuos y las treguas de las
sociedades” (Kristeva 279). La abyección reviste formas específicas según
los sistemas simbólicos y contextos sociohistóricos. En esta exposición el
relieve está puesto en la construcción de sujetos y espacios abyectos en
relación con la enfermedad, en cuanto sistema de descripción que sirve,
entre otras cosas, para apropiarse y neutralizar estos espacios y sujetos, tra-
zando las fronteras simbólicas mencionadas9.
En este acto de apropiación y neutralización de los espacios y su-
jetos, narrar se convirtió en una actividad central. De esta forma, relacio-
nes geográficas, crónicas, tratados, etc. fueron máquinas de representación

8
rDe hecho, es posible rastrear en el interior de los diversos cuestionarios preguntas como “a qué
parte están las amazonas” (1518), preguntas por las calidades y extrañezas en los cuestionarios
de 1533 y 1534 y en 1556-1557 preguntas sobre los animales monstruosos (Olivera LXVI).

9 Otros trabajos se sitúan más bien en cómo la enfermedad, para el ámbito conventual, da cuen-
ta de la construcción de subjetividades modernas, manifestadas en la individuación de los
sujetos y la construcción de un yo (Araya, “Melancolía”).

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para describir e inventar lo americano (Nouzeilles 23). Aunque diferentes


en estructura y contenido, estos textos dan cuenta de los procesos menta-
les mencionados. Así, estas obras trascienden el ámbito meramente docu-
mental, en cuanto fuente de información, para ser analizadas en el contexto
de situación comunicativa en que se inscriben y en relación con su capaci-
dad preformativa (Invernizzi; Mignolo).

r“Porque el calor y la humidad son


las calidades mas dispuestas a engendrar
corrupcion putrefacion é inmundicia”

324 Dentro de los cuestionarios para la formación de las relaciones geográficas


i

de Indias, ciertas preguntas relacionadas con las características del territo-


rio (“Si es tierra llana, o áspera, rasa o montuosa”) y el temple (“Y si es en
tierra o puesto sano o enfermo”) abrieron la posibilidad de enunciar la re-
lación sujetos indígenas-espacios (Solano 81 y 83). Es decir, las respuestas
que ellas encontraron establecieron que una tierra doblada y montuosa
albergaba a indígenas poco domésticos o claramente no domesticados,
o que en tierras cálidas y húmedas la población padecerá enfermedades
contagiosas. Tales relaciones nos llevan al tema de la semejanza como prin-
cipio constructivo de saber:
Dentro de la amplia sintaxis del mundo los diferentes seres se ajustan unos a
otros; la planta se comunica con la bestia, la tierra con el mar, el hombre con
todo lo que lo rodea. La semejanza impone vecindades que, a su vez, asegu-
ran semejanzas. El lugar y la similitud se enmarañan; se ve musgo sobre las
conchas, plantas en las cornamentas de los ciervos, especie de hierba sobre el
rostro de los hombres. (Foucault, Las palabras 27)

De esta manera, el indígena se ajusta al espacio que lo rodea, y las


relaciones entre sus características son bastante recurrentes, por ejemplo,
la tierra viciosa se corresponde con indígenas viciosos. Así, los discursos
sobre el mundo natural aparecen cargados de simbolismos que se refieren
a cuestiones políticas, sociales y culturales (Martínez).

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Estas cuestiones ratifican la condición de natural de los indios, en
cuanto vinculado y sometido a la tierra donde nació, la cual le confiere
su temperamento y complexión (Bernard 113-4). Desde dicha perspec-
tiva, los indígenas fueron identificados con un temperamento y com-
plexión más débil. Tal como lo señala Juan de Cárdenas, la complexión de
españoles sería colérica “la complesion mas alabada y aprobada por bue-
na entre todas” (f. 18 v), pues otorga cualidades marcadas por el enten-
dimiento y la templaza. De esta manera, el discurso sobre los humores
posibilita ubicar la corporalidad española, sus disposiciones anímicas y
temperamentales por sobre los demás habitantes de las tierras indianas.
De hecho, los indígenas, según el mismo autor, se caracterizan por po-
seer una complexión flemática, la cual genera corporalidades débiles,
perezosas y lentas en entendimiento. Cuestiones que se potenciaban en 325
temples cálidos y húmedos10.

i
En las descripciones aquí analizadas se tiende a relacionar los tem-
ples cálidos y húmedos con excesos perjudiciales de todo tipo: naturaleza
exuberante, enfermedades, vicios, pestilencia, etc. Por ejemplo, en la Rela-
ción de Santo Domingo de Chunchi se señala:
La tierra no es muy sana, por causa de que los llanos de Guayaquil y otros ca-
lientes están muy cerca, que de un cuarto de legua hasta los mesmos llanos, que
habrá doce leguas, poco más o menos, todo es cálido; y destas partes, el invierno,
con las aguas, se levantan muchas nieblas de los vapores de la tierra y suben a esta
sierra; y como entonces los aires no tienen tanta fuerza que puedan trasponerlas
de las sierras, se quedan en estas partes, y éstas causan humidad; demás de que la
mesma constelación de la tierra es húmeda; y destas frialdades y neblinas proce-
den enfermedades. (Jiménez de la Espada 2: 286)

Al referirse a los habitantes de este temple, Juan López de Velas-


co, señala:

10
rPara ver otros aspectos vinculados más bien con la topografía de los lugares y sus habitantes
en el marco del discurso imperial, véase la obra de José Luis Martínez.

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... y aunque los naturales viven sanos, llegan pocos á muy larga vida, que en
parte debe ser por el poco regalo y comodidad que tienen para la vida humana
de comidas y camas y vestidos, y en parte por la desordenada y torpe bestiali-
dad de vicios en que viven. (12)

¿En qué radica la homologación sujetos-espacios? ¿Qué imagina-


rios y tradiciones laten en dichas conexiones? El texto titulado Sobre los
aires, aguas y lugares, de Hipócrates, trata sobre la importancia de conocer
la posición, los tipos de aguas, las características del suelo y el temple de los
diferentes lugares, para de esta manera conocer las características de sus
habitantes, las enfermedades y peligros de los diferentes lugares.
A partir de dicho patrón de observación se establece que en los lugares
con temple cálido y húmedo se encontrarían sujetos viciosos, enfermedades
326 y peligros (aires pestilentes, pantanos, sabandijas, etc.), mientras que los luga-
i

res templados serían los más idóneos para el desarrollo y progreso humano
(Hipócrates). Dicha distinción comenzó a operar a la hora de dar cuenta de
esta otra naturaleza. López de Medel es bastante elocuente para dar cuenta
sobre esta distinción, al referirse a los lugares más apropiados para habitar;
excluye aquellos húmedos y calurosos, pues en “semejantes lugares mayores
enfermedades hay que por acá y mayores aparejos para enfermar y morirse
los hombres, por la particular destemplaza de aquellos lugares...”. Entre tan-
to, los templados se caracterizan por no “haber exceso alguno y si le hay es
muy poco [...] ser acomodadísima para la habitación de los hombres, por
su grande templanza y maravillosa disposición para la salud humana” (133).
Por otro lado, es necesario anotar que en la documentación analiza-
da son los indígenas quienes aparecen como los únicos habitantes de estas
zonas; son ellos los que aparecen como débiles, sujetos a una tierra llena
de vicios: “... aunque los de las tierras calientes, comprendidas entre los tró-
picos, son por lo ordinario de menor cuerpo, y más débiles y flacos por la
relajación del calor y vicio de la tierra, que los criados en partes frías y fuera
de los trópicos” (López de Medel 27).
De esta forma se entiende por qué las zonas cálidas y húmedas
(habitadas principalmente por indígenas), en oposición a las templadas

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(las que prefieren ocupar los colonizadores), se caracterizan por sus exce-
sos, que pueden ser extendidos al ámbito de lo social, y por su hostilidad
para ser habitadas por los colonizadores. Las enfermedades vinculadas a
conceptos de miseria y pestilencia, características de estos espacios, articu-
lan ambas cuestiones11:
… digo ques tierra enfermísima, porque ningund indio está con entera salud,
porque todos a una estan llenos de lepra y miseria. Es tierra muy húmeda, por-
que de dia ni de noche deja de llover y de continuo está el pueblo tres leguas
alrededor cubierto de niebla que jamás se quita sino es por maravilla. Son muy
pocos los que tienen salud. ( Jiménez de la Espada 2: 244)

Señalar que la tierra es enferma se vincula con una naturaleza que da


pie al padecimiento y a unos sujetos afectados por esa naturaleza; además,
informa sobre el peligro de penetrar en esos espacios o mezclarse cultural 327

i
o biológicamente con dichos sujetos. En cuanto a lo nocivo que podría
llegar a ser el acto de ingresar a dichos espacios, la relación de la provincia
de Jauja señala: “es el valle sano, y si algunas enfermedades tienen los indios,
es de mudar de temple y por ir a las tierras calientes” (Jiménez de la Espada
1: 170). También, según Juan de Cárdenas, estas enfermedades se podían
contagiar por imitar prácticas culinarias propias de los indígenas de estos
espacios, como el comer carne cruda de especies como reptiles y gusanos.
Una de las relaciones recurrentes en la documentación es el temple
húmedo-cálido y los males pestilenciales12. Según el Tesoro de la lengua
castellana, pestilencia corresponde a: “lo mismo que peste”, y peste, a “en-
fermedad contagiosa que comúnmente se engendra del aire corrompido”
(f. 141). El aire corrompido era fruto de la humedad, pues ésta causaba la
putrefacción del ambiente. Las aguas, la tierra y sus habitantes parecieran

11
rPara ver otros aspectos vinculados con las características de estos espacios, véase la obra
de David Arnold (125-135).

12 Véase, por ejemplo, “Relación que enbio a mandar su majestad se hiziese desta ciudad de
Cuenca y de toda su provincia” (Jiménez de la Espada 2: 266-7).

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estar impregnados de un olor que produce repugnancia. El olor aparece


aquí como un indicador de peligro, rechazo, desigualdad y segregación; de
esta manera es posible sostener que:
… existe un olor de la alteridad, una línea olfativa de demarcación entre lo de
uno y lo de los demás [...] el olor es antropológicamente un marcador moral [...]
lo que huele bien inspira confianza; lo que huele mal es tramposo y peligroso, o
por lo menos aun desconocido y amenazador. (Le Breton, El sabor 236-7)

Así es como el olor a putrefacción se levanta como argumento que


confirma el rechazo y situaciones de desigualdad, al tiempo que muestra la
necesidad de mantener ello apartado, fuera de las relaciones sociales habi-
tuales. Es más, enfermedades contagiosas son asociadas con estos olores
nauseabundos, amenazantes para quien los oliera; entonces, la distancia
328 era obligatoria. Cabe recordar que la olfacción, hasta los aportes hechos
i

por Louis Pasteur, desempeñó un rol muy importante en la definición de


lo sano e insano (Delumeau 55).
Cabe aclarar que la impureza del aire y de las aguas, y junto con ello
el desarrollo de las pestilencias, no era una cuestión que se remitiese sólo a
los espacios geográficamente identificados como húmedos y cálidos. Algu-
nos tratados médicos, como el Sevillana medicina, de Juan de Avión (siglo
XIV), advierten sobre cómo la contaminación del aire de las aguas en los
sectores más desposeídos propiciaba la incubación de enfermedades pes-
tilenciales (Carmona 14). De esta manera es posible sostener que si bien
la referencia a Hipócrates en las descripciones sobre los espacios enfermos
americanos es clara, también es posible rastrear en ellas continuidades o
resonancias con formas de nombrar, caracterizar y clasificar a los sujetos
subalternos europeos.
Estas categorizaciones dan cuenta de un ejercicio por situar esta
“nueva” naturaleza en un horizonte de comprensión europeo. Había que
explicar de manera plausible la dominación sobre los nuevos dominios tra-
satlánticos y articular un arsenal de prácticas que permitieran establecer un
orden colonial administrado desde la metrópoli. Mediante dicho ejercicio
no sólo se construyó al otro americano, sino que se operó la construcción

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identitaria de los sujetos colonizadores europeos: sus espacios, sus prácti-
cas y reafirmación sus lógicas de exclusión.
Este repertorio constituyó la experiencia sobre la cual se rearticula-
ron, a la luz de la segunda modernidad bajo el paradigma de la diferencia
(desde el siglo XVIII), las lecturas sobre lo americano como una región con
un clima patológico, de poblaciones insalubres, corporal y mentalmente
débiles, incompletas o deformes (Cañizares; Gerbi 3-31; Weinberg y Ca-
rrera). Esta cuestión encontró continuidad en el repertorio de prácticas
que, durante el siglo XIX, dan forma y significan la tropicalidad, esto es, la
forma occidental de definir algo ambientalmente distinto a lo visto en las
zonas templadas. Aquí la enfermedad emergerá nuevamente como una
forma de dar cuenta de la inferioridad, pero esta vez desde otras lógicas:
desde las condiciones discursivas e institucionales de los imperialismos 329

i
decimonónicos, que hacen hincapié en la diferencia y plantean de manera
sistematizada el factor racial (Arnold; Caponi).
Tal como lo he señalado, la naturaleza no era algo separado de sus
habitantes, entonces, ésta sólo podría albergar sujetos indígenas abyectos
y peligrosos. Para afirmar ello considero necesario, por un lado, dar cuen-
ta de los imaginarios y representaciones en torno a la figura del indígena
durante el período en cuestión. Por el otro, cómo ellos se articulan con lo
hasta aquí dicho sobre el espacio.

rEnfermedad, abyección y contagio:


cuerpo físico como metáfora del cuerpo social

Las caracterizaciones sobre la figura del indígena durante el siglo XVI se


han estructurado desde la dominación. Esto quiere decir que —con dife-
rentes énfasis— se enuncian en ellas la inferioridad del indígena respecto
de la instalación de relaciones de poder asentadas en la desigualdad social
(Pastor, Discurso 451-67). Estas caracterizaciones se manifestaron en dife-
rentes aspectos, y uno de ellos fue el relieve puesto a los rasgos somáticos
de los indígenas y a la somatización de sus prácticas.

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Canibalismo, sodomía y desnudez aparecen como los ingredientes


infaltables en cualquier descripción sobre ellos (Amodio). Además, el cuer-
po mismo es evidencia de ser otro, de allí que en algunas descripciones se
recalquen las marcas y colores que impone la naturaleza: “Son los naturales
y las gentes de aquel Nuevo Mundo de las Occidentales Indias de color
bazo y como de un membrillo cocho los más morenos de ellos” (López
de Medel 204). No obstante, dichas distinciones podían ser traspasadas y
generar mezcla y confusión bastante; al respecto es el episodio narrado por
Bernal Díaz, en el cual uno de los integrantes de la hueste de Cortés, des-
pués de haberse perdido y convivido con los indígenas, se rehúsa a volver
con los suyos, ya que su cuerpo evidencia las marcas de la otredad: “que yo
tengo labrada la cara e horadadas las orejas ¿qué dirían de mi desque me
330 vean esos españoles ir desta manera?” (Díaz del Castillo 66).
i

Así, este cuerpo indígena y sus prácticas se presentan como el espe-


jo donde el ideal de sujeto imperial moderno se contempla y produce la
inversión de su propia imagen: razón y orden de los cuerpos contra irra-
cionalidad y caos corporal. Esta imagen de pasiones desbordadas y seres
confundidos con una naturaleza subhumana cobra fuerza a la hora de dar
cuenta de las enfermedades y sus cuidados13.
Un tema no menor a la hora de abordar las enfermedades es la cues-
tión de la suciedad. Ella da pie, alberga o describe las enfermedades. Según
Juan de Cárdenas, indígenas, negros, mulatos y mestizos, es decir, lo más
bajo de la jerarquía social, eran los sujetos más sucios (ff. 196 r. y v.); es
más, en una interesante analogía entre el cuerpo social y el cuerpo físico,
este autor señala que las enfermedades “comiença por las partes mas suzias
e inmundas del cuerpo humano” (f. 196 r.). Pero ¿qué rol cumple discur-
sivamente la suciedad? Las sociedades europeas para esta época aún no

13
rCabe destacar en este punto que el cuerpo indígena no es el único que dentro de este progra-
ma de dominio imperial está siendo modelado. La Corona está tan preocupada de normar el
cuerpo indígena como el del cristiano español, que roba mujeres e hijas y se amanceba, que
juega naipes y bebe hasta embriagarse y perder los sentidos, que reniega de Dios, etc.

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poseían una sistematización de las prácticas de higiene, tal como hoy las
conocemos. De esta forma, la limpieza guardaba relación con el orden y
la moralidad, más que con una preocupación consciente por los agentes
infecciosos que podrían acarrear alguna enfermedad.
Así es como suciedad, limpieza y enfermedad estarían cargadas de
un contenido simbólico ligado a lo moral y a las jerarquías sociales. La
suciedad estaría identificada con el bajo pueblo, los moros, los judíos, etc.
(Vigarello). A la luz de ello, la suciedad debe ser vista como “el producto
secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en
la medida en que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados”
(Douglas 54-5). En la suciedad se concentrarían los marginados de la so-
ciedad europea. De esta manera, lo sucio remite a los límites y con lo que
se desborda: escupo, leche, orina, excremento y sangre. 331

i
Desde dicha perspectiva se puede leer la mención, caracterización
y comportamientos ante la enfermedad llamada cámaras. En efecto, las cá-
maras aparecen como una enfermedad común en los ambientes húmedos
y cálidos, definidas como “el excremento del hombre, cuyo nombre se le
debió dar porque siempre se exonera el vientre en lugar retirado y secreto”;
o también como “el flujo de vientre, que ocasiona obrar repetidas veces en
el tiempo, y por ello se usa en plural. Algunas veces suelen ser los cursos de
sangre, por estar heridos los intestinos” (Real Academia).
Sangre y excremento, fluidos que corrompen el interior del cuerpo
y amenazan con corromper el exterior. De hecho, enfermedades como
sarna, apostemas, lepra y bubas se explicaban por la corrupción de la san-
gre: “La sarna se haze, quando ay mucha sangre o cuando se corrompe
[...] cuando se haze de sangre demasiada, ó de sangre podrida y mucha,
se conosce en el color del rostro colorado y encendido” (Farfán f. 315 v.).
La corrupción se relaciona con el pudrimiento, pestilencia, contamina-
ción, depravación de las buenas costumbres y carencia de pureza o virgi-
nidad (Covarrubias; Real Academia).
Sin embargo, la sangre no es el único factor que vendría a explicar
el origen de las enfermedades. La lepra, la sarna, la peste, las apostemas y

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las bubas, en los tratados acá analizados, aparecen como enfermedades de


orígenes pocos precisos: fluidos corporales, contacto sexual, acercamiento
corporal e influencia del medio, lo cual, en palabras de Sontag, permite la
adjetivación de las enfermedades y vincularlas con cuestiones morales y
conservación del orden:
... cualquier enfermedad importante cuyos orígenes sean oscuros y sus trata-
mientos ineficaz [sic] tiende a hundirse en significados. En un principio se le
asignan los horrores más hondos (la corrupción, la putrefacción, la polución,
la anomia, la debilidad). La enfermedad misma se vuelve metáfora. Luego, en
nombre de ella (es decir, usándola como metáfora) se atribuye ese horror a
otras cosas, la enfermedad se adjetiva. (Sontag 61)

Es más, los métodos utilizados para su curación (purgas, sangrías


332 y baños en determinados tipos de aguas) están ligados a acciones como
i

limpiar, purificar y evacuar, lo cual nos remite a las nociones de limpieza y


suciedad enunciadas más arriba:
Otro nacimiento de agua caliente hay a una legua e media desta ciudad; es muy
caliente, nace en una quebrada de tierra caliente; báñanse algunas personas y ha-
llan remedio de algunas enfermedades, como son bubas, llagas viejas y sarna, porque
sudan lo que quieren dentro de la misma agua. (Jiménez de la Espada 190)

Otro de los problemas asociados a estas enfermedades se vincula


con los efectos somáticos que éstas presentan: la deformación de la piel
por medio de las hinchazones, granos, heridas, etc. Por ello al referirse a los
signos corporales de las bubas, Agustín Farfán señala:
Son tantos y tan diversos los accidentes de esta enfermedad, que a unos aflije
con una manera de sarna y leprilla en algunas partes de su cuerpo, y a otros en
todo el. A unos aflije con unos como empeynes y postillas en la cabeça y en el
rostro, a otros aflije pelándoles las cejas y pestañas, la cabeça y la barba. (f. 83)

Acá el tema de la deformación del rostro resulta central, en la medida


en que pone en tensión la definición de las identidades, elemento central
para distinguir las oposiciones entre dominadores y dominados y mante-
ner las jerarquías sociales. Tal como lo ha señalado Rolando Mellafe para el
caso de las tapadas, en una sociedad que recién comenzaba a constituirse

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la no identificación de los rostros se tornaba una práctica peligrosa, en la
medida en que implicaba la ocultación de la identidad (ya sea en términos
de género, clase, edad, estado y naturaleza). De hecho, fue una práctica nor-
mada por las autoridades coloniales.
La piel traduce la diferencia individual, demarca el género, la condi-
ción social, la edad y la etnia. Es un límite, une, separa, organiza la relación
con el mundo, encierra la individualidad, pero también es apertura, esto
es, el punto de contacto con el mundo; por ello es conveniente que dicho
encuentro se enmarque dentro de los parámetros establecidos. De ahí
que el contacto de los cuerpos se haya erigido como una acción peligrosa
(Le Bretón, El sabor 179-99). En este sentido puede ser leída la relación que
se establece entre las altas tasas de mortalidad producidas por los “males
pestilenciales” y el hacinamiento: 333

i
… y de enfermedades mueren de presente menos que entonces, porque les
venían pestilencias y males contagiosos de virguelas, sarampión y otros géne-
ros de enfermedades, que, viviendo en un galpón veinte o treinta moradores
con sus mugeres y chusma, ninguno escapaba y por maravilla algunos. Entien-
do que agora, aunque algunos males destos acuden, no son tan dañosos, por
estar distintos y apartados cada casado en su casa en los pueblos fundados, y
por los remedios que de los españoles y sacerdotes reciben consuelo grande
que tienen. ( Jiménez de la Espada 2: 286)

Es interesante notar cómo el peligro en torno al contagio va total-


mente ligado a la necesidad de imponer un orden determinado, es decir,
más que terminar con el hacinamiento de los cuerpos por una preocu-
pación sanitaria, lo que está en el centro es velar por un comportamiento
basado en la moral cristiana, que se resume en la frase “cada casado en
su casa”.
La amenaza de estos cuerpos se tornaba mayor en la medida en que
eran capaces de traspasar las fronteras ambientales y transportar los ma-
les a lugares considerados sanos. Ejemplo de ello es la ciudad de San Fran-
cisco de Quito, que se caracterizaba por ser tierra sana; sin embargo, al-
gunos de sus habitantes padecían del mal de bubas, enfermedad común
en ambiente hostiles, debido a su contacto con las mujeres indígenas:

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“Las enfermedades más ordinarias son bubas, de las cuales participan al-
gunos españoles poco recatados de la comunicación con mujeres natu-
rales, las cuales de ordinario las heredan desde el vientre de sus madres”
( Jiménez de la Espada 2: 206).
A partir de ello es posible afirmar que el contacto más peligroso era
el contacto sexual. Éste fue un tema central a la hora de definir una de las
enfermedades más peligrosas de la época, me refiero al mal de las bubas. Si
bien es cierto que en algunos documentos éste aparece claramente identi-
ficado, en otros se le homologa a la lepra, a la peste, a la sarna, dado que sus
síntomas eran similares:
Con esto [refiriéndose a las bubas] le pusieron varios y diversos nombres, lla-
334 mándola unos lepra, otros lechenes, otros mentagra, otros mal muerto y otros
elefancia, sin poder atinar ciertamente qué enfermedad era, porque ignoraban
i

que fuese enfermedad nueva y queríanla reducir a algunas de las ya sabidas y


escritas. (Monardes 46)

Teniendo en cuenta lo anterior, me atrevo a sostener que los sig-


nificados e implicaciones en torno a las bubas pueden ser observados en
otras enfermedades de carácter contagioso manifestadas en la epidermis.
La principal característica de las bubas es que se trataba de un mal propia-
mente indiano, ello debido a que en América estarían las condiciones físi-
cas idóneas para su desarrollo (calor y humedad); además, la inmundicia
de los cuerpos indígenas actuaría como un catalizador en su incubación
(Cárdenas ff. 196 r. y v.; Farfán; Monardes). Por otra parte, su contagio
estaba dado por los actos sexuales “siempre se vienen a pegar de unos en
otros, por la mayor parte por via de torpes suzios e inmundos actos” (Cár-
denas f. 196). No obstante, dentro de la documentación el acto sexual que
más atención o preocupación atrapa es aquel dado entre sujetos de dife-
rentes naturalezas:
... las bubas tienen esta propiedad o amistad, de conservarse y hallarse siempre
en sujetos suzios, llenos de inmundicia, por el qual respeto, vemos de ordina-
rio, hallarse y començar este mal por negros, indios, mulatos, y gente que tiene
mezcla de la tierra, porque todos estos, por la mayor parte biven con poca
limpieza y recato, y por la misma razon veremos que siempre el dicho mal

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comiença [...] pues como este mal tenga esta propiedad de proceder criarse
y conservarse en semejantes sujetos, y partes del cuerpo, no es de maravillar,
que por el consiguiente, ame para su misma conservacion tierras calientes y
humidas, como son las indias, porque el calor y la humidad son las calidades
mas dispuestas a engendrar corrupcion putrefacion é inmundicia. (Cárdenas
ff. 196 r. y v.)
Como un español padeciese grandes dolores de bubas, que una india se las
había pegado. (Monardes 43)

Los conquistadores debían presentarse como el orden y la morali-


dad, es decir, lo limpio y lo sano. En este sentido, los cuidados en torno a
la enfermedad educan sobre los comportamientos sexuales idóneos para
lo superior. Acá distingo dos perspectivas: una moralizante, que resalta el
control sobre la lujuria, el dominio de la mente sobre el cuerpo, elemento
distintivo de lo superior: el amo cristiano. Y otra que busca velar por el or- 335

i
den de las jerarquías, pues el sexo es la puerta de entrada a la mezcla racial y
con ello, al caos y al peligro (Araya, “Un imaginario”).
Aquí es donde el cuerpo físico se convierte en metáfora del cuer-
po social. Se deben controlar las entradas y salidas. El cuerpo permea-
ble es imperfecto, caótico y frágil; el impermeable, por el contrario,
garantiza perfección, orden y continuidad. Así, el contagio de las en-
fermedades se constituyó en un elemento peligroso que amenazaba el
equilibrio de la estructura social que se deseaba instaurar; por ende, era
necesario encauzarlo. De esta forma, el peligro articulado en torno a la
enfermedad posee un potencial que invita a articular el orden que se
desea imponer14.

14
rEn este punto hago hincapié en la necesidad de dar cuenta de aquello sobre lo cual se
estructuran los comportamientos ante el mestizaje, entendiendo cuáles son las formas
de conocer que operan a la hora de clasificar, delimitar y normar este fenómeno en el
contexto americano. Cuestión que se encuentra dentro de los objetivos del proyecto
Fondecyt núm. 1080096: “Para un imaginario socio-político colonial (1650- 1800)”, del
cual he sido invitada a participar de sus discusiones. Investigadora responsable Alejan-
dra Araya.

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Elizabeth Mejías Navarrete
Vol. 14-2 / 2009 r pp. 314-341r F ronteras de l a Historia

rPalabras finales
Este trabajo se inició con un conjunto de documentos que dan cuenta de
saberes y prácticas sobre las enfermedades del siglo XVI. Éstos fueron leí-
dos en relación con su contexto y reglas de producción, los intereses par-
ticulares y colectivos que se ponen en juego, los sujetos de enunciación y
sus formas de circulación, y se comprendieron como artefactos que cons-
truyen, acompañan y autorizan la construcción de las relaciones coloniales
y las marcas de lo colonial (colonialidad) operantes aún en nuestras socie-
dades15. A partir de dicha lectura decidí hacer hincapié en cómo las prác-
ticas en torno a las enfermedades dan cuenta de la construcción sujetos,
subjetividades y relaciones coloniales.
336
i

Específicamente, este trabajo pretendió mostrar cómo durante el si-


glo XVI, en el Virreinato del Perú, dentro de ciertos esquemas constructivos
de saber, se trazó una caracterización de los espacios y sujetos colonizados
que los identificaba con una degradación peligrosa. Tal identidad se pro-
yectaba desde un aparataje conceptual ya conocido por los sujetos colo-
nizadores: enfermedad, vicios, excesos, suciedad, etc., donde confluyeron
diferentes discursos que construyeron sujetos, espacios y prácticas en un
esfuerzo por ordenar, controlar y neutralizar la alteridad e instalar un deter-
minado orden social. Evidentemente existen continuidades en las formas
de conocer, denominar, caracterizar y normar lo otro; sin embargo, resulta
necesario preguntarse qué implica narrar el espacio americano desde esas
matrices y cómo ello fue reafirmado, rearticulado o resignificado.
La sociedad que se gestaba en el espacio americano pretendía erigir
un orden social basado en el respeto de cada uno de sus miembros a las jerar-
quías, roles, actitudes y deberes establecidos (Bernard y Gruzinski 335-51).

15
rConsidero pertinente mencionar el trabajo de Jorge Cañizares, pues en éste se muestra que nues-
tras “sensibilidades historiográficas modernas y posmodernas” se originaron en el siglo XVIII a la
luz de las disputas epistemológicas sobre cómo escribir la historia del Nuevo Mundo.

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Vol. 14-2 / 2009 r pp. 314-341 r F ronteras de l a Historia


De tal manera, las prácticas aquí analizadas pueden leerse como dispositi-
vos de los procesos colonizadores capaces de caracterizar y construir tipos
de sujetos, distribuyéndolos en espacios y jerarquías sociales precisas. Ante
ello se debe contraponer la posibilidad de apropiación, negociación o re-
creación que estos sujetos realizaron de dichas prácticas para construirse a lo
largo del tiempo en los distintos espacios y contextos (cuestión no elaborada
en esta comunicación).
A lo largo del análisis pude apreciar que lo abyecto cobró relevancia
a la hora de proteger las fronteras de la subjetividad y de los parámetros cul-
turales. Lo abyecto permite identificar a los indígenas con el peligro y di-
bujar límites que afirman o reconfiguran las relaciones de poder, prácticas
de dominación y categorías identitarias; sin embargo, el peligro articulado
en torno al caos también es poder, es decir, posee un potencial que invita a 337

i
articular el orden que se desea imponer (Douglas 83-101). De este modo,
la constante enunciación de lo abyecto permite justificar y llevar a cabo la
intervención europea como la necesaria interacción de la diferencia funda-
mental entre conquistador y colonizado.

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Fecha de recepción: 4 de marzo de 2008.


Fecha de aprobación: 6 de julio de 2009.

341

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Los poderes del sermón: Antonio
Ossorio de las Peñas, un predicador
en la Nueva Granada del siglo XVII

Viviana Arce Escobar


Universidad del Valle, Colombia
viviarce@gmail.com

R esumen

r
Los sermones del predicador neogranadino Antonio Ossorio de las Peñas se toman
como ejemplo para mostrar las intenciones reales de estos mensajes doctrinales, que
ofrecen la posibilidad de conocer las líneas programáticas de la transmisión de valores
y virtudes cristianas. Los sermones propagados en tiempos coloniales eran discursos
de carácter religioso con contenido político. Su finalidad real era la de construir mode-
los ideales de comportamiento de los sujetos barrocos para establecer un cuerpo social
que no perturbara los objetivos de una política tradicional e imperialista. Para ello es
necesario estudiar la relación entre la proclamación del sermón y la teatralización que
caracterizaba el ceremonial de la prédica. La palabra dramatizada y el teatro trabajaron
de la mano para impregnar en un amplio número de individuos el mensaje de Dios, del
cual se apropiaba la Corona.
Palabras clave: sermones, predicación, Barroco, palabra dramatizada, teatralización.

A bstract
r
Taking like example the neogranadine preacher’s Antonio Ossorio de las Peñas sermons,
we showed the real intentions of the predicable discourses. They offer the possibility to
know the programmatic lines of the transmission of moral values and Christian virtues.
The sermons propagated in colonial times were discourses of religious ambit with poli-
tical contents. His real purpose was to construct ideal behavioral models of the baroque
subjects to establish a social entity that don’t perturb the objectives of a traditional and
imperialist policy. Because of, is necessary to go into the relation between the proclama-
tion of the sermon and the staging that characterized the ceremonial of the sermon. The
dramatized word and the theater ran by the hand to impregnate in an ample individuals
number the God’s message, which the crown took as own.

Key words: Sermons, preaching, Baroque, dramatized word, staging.

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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

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rLos sermones de santos
como modelo de vida ejemplar

La retórica, además de ser un método persuasivo utilizado durante el Ba-


rroco, también se convirtió en una forma de pensamiento que abarcó so-
bre todo el siglo XVII. Sin ella no es posible entender el significado de este
período, que se caracterizó por el ímpetu hacia la piedad, virtud que debía
inspirar amor a Dios y devoción a lo sagrado. A través de los distintos dis-
cursos o géneros retóricos se pretendía disciplinar los comportamientos
y las actitudes de los fieles, con el fin de instaurar prácticas de abnega-
ción y compasión para ensamblar el cuerpo social. La retórica trazó los
parámetros con los cuales se debían escribir los sermonarios. Se convirtió
en una herramienta cuyo objetivo visible era captar la atención de los fieles
343

i
e incentivarlos hacia la práctica de la devoción religiosa.
Más allá de la enseñanza de la fe católica a los nuevos conversos y
a la sociedad colonial en general, la inquietud que suscitan los sermones
es la de qué querían transmitir realmente. Estas oraciones no sólo fueron
modelos ejemplares de vida, sino modelos estructurales de escritura. En
ese sentido, reflejaban más realidades textuales que realidades vividas, pues
si bien éstas se enunciaban de un modo ineludible en el discurso místico,
no se cumplían a cabalidad en las prácticas cotidianas de la sociedad co-
lonial. Por lo tanto, fueron canales ideológicos que comunicaban valores
sobre los cuales se debía articular idealmente el orden social, representa-
ciones ideales, y no reales, del cuerpo social1. Estos discursos narrativos
pretendían establecer los cánones de comportamiento y los modelos de

1 rEstudiar las prácticas que se generaron a partir del discurso de los sermones no es el propósito
de nuestra investigación. Aquí sólo nos detenemos en el significado del mensaje que conlleva
la prédica del sermón como discurso oficial que impartió la Iglesia para ser adoptado por la
sociedad. Por ser nuestro modelo utilizado el de Antonio Ossorio de las Peñas, nos centramos
en el siglo XVII neogranadino. El acogimiento y resignificación de los sermones por parte del
cuerpo social deben ser objeto de otra investigación.

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conducta de los sujetos coloniales a partir de la disertación sobre vicios


y virtudes, “pues finalmente, detrás de la idea de moldear la cristiandad
desde los comportamientos éticos también se encontraba la necesidad de
moldear las prácticas” (Borja, La construcción 6).
La tipología de sermones que sobresale en la práctica de la prédica
era sobre la vida de los santos, tal como se constata en el predicador neo-
granadino Antonio Ossorio, quien nació en Santafé de Bogotá, fue doctor
en teología y se desempeñó como cura y juez eclesiástico en Villa de Leiva.
Nunca firmó sus escritos refiriéndose a su pertenencia a alguna orden reli-
giosa; por lo tanto, parece ser un religioso secular2. Cuenta con cinco cuer-
pos de sermones, todos responden a un mismo comienzo de encabezado
Maravillas de Dios… y fueron publicados en España en 1649 y 16683.
344 Los dos primeros sermonarios impresos fueron Maravillas de Dios en
i

sí mismo y Maravillas de Dios en sus santos, en 1649. Los otros tres cuerpos de
sermones (Segunda parte maravillas de Dios en sus santos, Maravillas de Dios en sí
mismo. Segunda parte y Maravillas de Dios en su madre) se publicaron conjunta-
mente en 1668. En el total de su obra contabilizamos 96 sermones, de los
cuales el 33,3% son de santos, en contraste con los dedicados a la Virgen
(24%), a Cristo (23%) y a otros temas (19,7%).
Por ello se puede establecer que en el siglo XVII la persuasión que
suscitaba la teología de los afectos giró fundamentalmente alrededor de la
vida de santos y mártires como modelos de vida. Esto no quiere decir que
el cristianismo neogranadino haya dejado de lado a Cristo y a la Virgen,
sus figuras nucleares, sino que la piedad popular estuvo enfocada en hallar
modelos de imitación, es decir, vidas ejemplares.

2 rPara conocer los escasos datos acerca de la vida y obra de Antonio Osorio pueden consultarse
los trabajos de Héctor Ardila, Antonio Gómez Restrepo, Gustavo Otero Muñoz y José María
Vergara y Vergara, referenciados en la bibliografía final. Igualmente, son escasas las noticias
biográficas que los prelimares de sus sermonarios nos ofrecen.

3 La falta de imprenta en la Nueva Granada durante el siglo XVII es la causa de que sea la penín-
sula su lugar de edición.

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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

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Los santos más explotados por Ossorio fueron san Pedro (14%), san
Francisco de Asís (8%), santa Teresa de Jesús (8%) y san Francisco Javier
(8%). La devoción a san Francisco en particular se puede explicar por el
ímpetu evangelizador en la Nueva Granada de los franciscanos. Los santos
y mártires servían como modelos de corporeidad en el Barroco, porque
padecieron en su cuerpo el dolor de la fe. El tema del sufrimiento de san
Francisco fue ampliamente explotado, al igual que los castigos corporales
de santa Rosa de Lima. Ambas imágenes están relacionadas con la pasión
de Cristo, que subrayan la figura de cuerpo sufriente. Este es el caso del
sermón titulado Seráfico patriarca san Francisco en que se pondera la singular
maravilla de estarse en pie después de muerto, predicado por Ossorio en el con-
vento de Santafé, en fiesta realizada por Gonzalo Suárez de San Miguel,
fiscal, protector y asesor del marqués Juan Fernández de Córdoba. En éste 345
se describe el cuerpo lacerado de este santo y se le compara con los padeci-

i
mientos que sufrió Cristo en el momento de su crucifixión:
¡Oh Francisco! ¡Oh alma regalada, todo Cristo se te imprime como señal con
todas sus señales!, y digo con todas: porque el Evangelista San Juan lo vio cor-
dero como muerto, con las señales, y llagas de crucificado, y cordero como vivo:
porque estaba en pie repitiendo sus finezas, Agnum stantem tanquam occisum, que
quien muere de amante no cae como cadáver: porque el amor nunca cae, Chari-
tas nunquam excidit. ¿Así? Luego todas las señales de Cristo tiene Francisco, las
señales de Cristo muerto en las llagas, y la señal de Cristo vivo estando en pie
después de muerto, que a hombre tan señalado le bastó morir de amor, sin que
la muerte vulgar ejecutase el cadáver con la pensión de tendido, y derribado,
y que mucho que tenga muerto señales de vivo, sí murió con señales de Dios.
No me dirán ¿por qué no le concedió Dios a Francisco la Corona de Mártir
que tan elegante o tan bizarro, y solicitó tan ansioso? ¿Fue de amor? No, sino
merced, adelantándoles el favor a todos los Mártires de la Iglesia. (Ossorio,
Maravillas de Dios en sus santos 52)

A la manera de los exempla, san Francisco y los santos predilectos


de la sociedad neogranadina edificaban subjetividades y se constituían en
modelos de imitación por medio de los cuales se debía encaminar la vida
cristiana, con el fin de construir un sujeto acorde a determinados modelos
de comportamiento y valores sociales. El exempla permitía las descripcio-
nes de personas para alabar o vituperar a alguien. El interés fundamental

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de este artificio retórico era poder crear imágenes o modelos de personas


(Borja, Los indios).
Los santos se constituyeron en modelos de vidas ejemplares al con-
tener valores para imitar. En este caso en particular, san Francisco, además
de ser modelo del cuerpo lacerado, era reconocido por los valores de la
mortificación y la obediencia. De este modo lo muestra Ossorio:
Pues quien vivo anduvo amante los caminos ásperos de la Cruz transformado
en Cristo, hállese en muerte premiado en los pies, y véase que en el abismo de
los dolores de Cristo crucificado, padecidos en sí mismo, hace pie Francisco,
y que es pelo tan dulce el de las llagas, que aún muerto no da traspiés con el
pelo, antes se tiene firme […]. Por esto, pues, se esta Francisco en pie después
de muerto.
346 Pero no por esto solo, sino por mostrarse tan fiel retrato de Cristo, que si Cris-
to nació, y murió de obediente […], Francisco vivió tan muerto a su voluntad,
i

y tan vivo a su obediencia, que aún después de muerto esta afectando obe-
diencias de vivo. (Maravillas de Dios en sus santos 54)

Una de las ideas centrales que utiliza el predicador para argumen-


tar las virtudes de san Francisco es que el santo pudo permanecer en pie
después de muerto, y así lo igualaba a Cristo. En este fragmento el santo es
un cuerpo sufriente; la muestra, en definitiva, de su santidad. Lo presenta,
además, como modelo virtuoso, un santo obediente y humilde.
La dualidad era un modelo común en la Nueva Granada. El orden
social y político estaba a cargo de dos instituciones: la Iglesia y la Corona,
y la realidad del momento sólo se entendía en relación dicotómica entre el
bien y el mal, lo que se puede ver en el sermón estudiado. Nuestro predica-
dor contrasta a san Francisco con la parábola del hijo pródigo para mostrar
las consecuencias de la desobediencia:

Apostató de hijo de su padre el prodigio y negándole la obediencia, vivió tan


libremente desbocado en su apetito, que sin tener bocado que llegar a la boca,
de servir a sus inmundicias, se trasladó a servir a una manada inmunda, y en
esta miseria se acordó de la hartura de su casa, y trató de volverse a su padre, y
de reconocer rendidas obediencias de hijo, y de criado: y para decir el Texto
Sagrado que los admitió el viejo con los brazos abiertos y que se los echó al

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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

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cuello como hijo, dice que se le cayó sobre el cuello como padre, como superior,
como yugo de la obediencia… (Ossorio, Maravillas de Dios en sus santos 54)

El rol que desempeñaron los santos en este período fue de suma im-
portancia. Como respuesta al planteamiento reformista que desechaba por
completo la creencia hacia ellos, la Contrarreforma hizo hincapié en su fe
entre los fieles. El Concilio de Trento insistió en la necesidad de invocar a
los santos y de honrar sus reliquias e imágenes como medio por el cual se
podía fortalecer la fe (Rubial 35). El beato no se conformaba con tener una
vida sacra y austera, sino que seguía obrando bien después de muerto. Esto
es precisamente lo que muestra el sermón. San Francisco permanece en pie
después de muerto para ser uno de los precursores ante la segunda venida de
Jesucristo. Su disposición y bien obrar después de su muerte revela la santidad
del personaje y asegura el posterior beneficio de intercesión para sus fieles. 347

i
Ossorio vuelve a las dicotomías poniendo como modelos de virtud
a san Francisco y a Lázaro, y como ejemplo a no seguir, al hijo pródigo. Mien-
tras los dos primeros se caracterizan por la obediencia, el último es ejemplo
de la desobediencia. El predicador, además, no ubica al santo y al resucitado
en una misma línea de virtud, sino que consagra a san Francisco un me-
jor lugar, al permanecer en pie después de muerto. Lázaro fue obediente
al despertarse cuando Jesús lo resucitó, pero san Francisco sigue siéndolo
incluso después de su fallecimiento:
… y mi Francisco despojo es de la muerte, sí, pero tan siervo de Dios, afec-
tando lo ministro en la tierra, tan al uso de los ministros del cielo, que si calzan
alas de fuego los espíritus Celestiales para obedecer, y se están en pie, porque
cuando llegue el precepto, no retarde la obediencia la acción de levantarse, tan
obediente te muestras, Santo mío, a lo del cielo, que aun muerto no yaces, en
tus pies te tienes muerto […]. Que haga Lázaro acciones desembarazadas de
vivo, no hizo mucho si vivió a la voz de Dios, ya su imperio se levantó a vivir
resucitando; más es que un muerto sin refutar, sea tan obediente que viva a su
obediencia, y haga acciones de viviente. El sueño de la muerte, la tierra pide
por cama, y Lázaro, o yacía de muerto, o de dormido, como dijo Cristo; pero
Francisco que no hace cama de muerto, porque ni aún muerto admite ese des-
canso, o no duerme cuando muerto, o si duerme no duerme como hombre,
que quien se tiene en pie dormido tan profundo sueño, divinos arrimos tiene
a que tenerse. Claro está, y si no volvámonos al Padre caído sobre el cuello del

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hijo pródigo […]. O el Padre caduca de viejo, o cae de ciego, o el contento de


ver la prenda perdida lo tiene fuera de sí. ¿No puede, Señor, tenerse ese pobre
mozo en pie, traspasado de hambre, pálido el rostro, desmayado el aliento, y
ha de poder sustentarse, y sustentarnos? Sí: que el yugo de la obediencia, no
es yugo que graba hijos voluntarios, es yugo suave… (Ossorio, Maravillas de
Dios en sus santos 54)

Los santos eran figuras que inducían a la cohesión social y al modelo


de vida cristiana. Las virtudes de los venerables que se querían imitar no
formaban parte de la vida individual, sino de la colectiva, lo que permitía
crear un tejido social que a la vez intentaba imitar la vida sufrida de Cristo.
Para que este discurso pudiera llegar a tener un impacto en el medio, se
contrastaba con el de los vicios, dejando en claro qué era lo moralmente
permitido y lo censurado. Esto se hacía con el propósito de reflejar actos de
348 moralidad dignos de imitar o de rechazar.
i

Cristo era el ejemplo a seguir para alcanzar la salvación. No obstante,


la certeza sobre la gloria divina siempre se rompía a causa de los miedos,
el pecado y la culpa. El discurso intentaba dejar claro que para alejarse de
las tentaciones pecaminosas era necesario tener una total obediencia a los
mandatos religiosos. Se amenazaba a los creyentes diciéndoles que si co-
metían un pecado, era Jesús quien lo padecía. Así, la mística del pecado
estuvo enfocada en remediar los dolores del cuerpo de Jesús a través de
imitar sus actos en la tierra.
La estima a la propia persona era considerada un insulto a la religión,
pues se debía tener un desprecio total por sí mismo que llevara a la obedien-
cia de la voluntad de Dios. La soberbia era un elemento negativo que gene-
raba una estima malsana de la propia persona, que impedía cumplir con los
mandatos cristianos. La negación del yo conseguía que los sujetos se consi-
deraran torpes, ignorantes y pecaminosos; implicaba la obediencia a Dios y
predisponía a imitar un modelo de vida ejemplar. Sin identidad propia sólo
era válida la ajena, la santa. Ossorio muestra a san Francisco como un ser pe-
nitente que aborrece de su propio cuerpo con el fin de enardecer su alma:

Oh Francisco mío, tan pálido el rostro, tan flaco de los ayunos, tan penitente,
que si la penitencia quisiera darse a conocer, solo mostrará un Francisco en

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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

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vez de penitencia, tan prodigio en lo desarrapado, y en lo liberal tan prodigo,
¿y te tienes en pie, muerto de hambre, de penitente, de ayunador, de mal ves-
tido? Sí: que se le cayó encima la Omnipotencia, y arrimado a ella se tiene en
pie muerto de esa fuerte. (Ossorio, Maravillas de Dios en sus santos 54)

Ante el desprecio por el cuerpo, la penitencia es enseñada como una


virtud por seguir. El ideal era construir un imaginario de repudio sobre lo
corporal, pues lo físico era considerado escenario del pecado. San Francis-
co, además, fue mostrado como ejemplo de humildad y pobreza, valores
morales que se quería siguieran los sujetos coloniales:
Y porque veamos que la virtud se afirma contra la muerte en los dos pies de la
nada, y los pies de la nada en Francisco, su humildad y su pobreza fueron […].
De suerte, que quien sigue a Cristo, desnudándose así de sí, hasta ponerse en la
nada de la humildad. Quien sigue a Cristo desnudándose de los bienes terrenos,
afectando la nada en lo generoso de la renunciación asegura en estos dos vacíos
349

i
en pie, y estable el edificio… (Ossorio, Maravillas de Dios en sus santos 55)

Al incorporar estas dos virtudes en san Francisco, se incita al público


a seguir su ejemplo, pues se afirma que el que sigue el camino trazado por
Jesucristo, tiene asegurada la salvación. Seguir a Cristo significaba aborre-
cer lo temporal, dejando de lado los placeres corporales y privilegiando lo
espiritual.
En definitiva, el sermón de santos tenía la obligación de formar cuer-
pos benévolos, elaborados desde la retórica. Las representaciones sobre
san Francisco y, en general, las representaciones de santos, mostraban va-
lores de la sociedad ideal que se quería formar. El propósito era que los
españoles y criollos se sostuvieran en el poder al tiempo que gozaban de
unas virtudes únicas de las gentes de linaje.

rEl predicador barroco:


portavoz de la Iglesia

La Iglesia comenzó a interesarse principalmente en la figura del predica-


dor a partir de los ataques protestantes. Ante el peligro que acechaba a la

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fe católica, el perfil de quien transmitía la doctrina debía ser el idóneo para


ello. Para Manuel Morán y José Andrés Gallego, la Reforma había sorpren-
dido a los cristianos sin un conocimiento adecuado de los fundamentos
de su fe y era preciso corregirlo. En consecuencia, en el Concilio de Trento
se prolongó un verdadero plan de divulgación doctrinal, en el que la for-
mación de los sacerdotes, la predicación y la enseñanza catequética eran
piezas primordiales (Morán y Gallego).
El predicador colonial gozaba de igual legitimidad que el alcalde. Su
conducta era de interés general, pues hacía parte de lo “público” y lo “noto-
rio”, por lo que no eran sujetos que se encerraban en sus conventos a llevar
una vida ermitaña; al contrario, eran los protagonistas de su época. Como
plantea Piotrowski, llevar una vida ascética era poder exteriorizar la fe en
350 Dios. Una experiencia completamente individual, como lo eran las creen-
i

cias religiosas, en el siglo XVII era una experiencia social (Piotrowski 11).
Las actitudes y discursos del predicador, señala Margarita Garrido,
incidían en la vida civil de las ciudades y pueblos, por lo que se esperaba de
él un comportamiento apropiado, en el que se abstuviera de llevar una vida
mundana y pecaminosa caracterizada por sostener “relaciones sospecho-
sas” con mujeres, jugar a las cartas, mezclarse en el comercio, participar en
bailes, corridas o riñas de gallos4.
Perla Chinchilla (11-12) sugiere que las ciudades generaron una
“élite de predicadores”, que disponía de fama y credibilidad total. Estos ora-
dores de “villa y corte” se caracterizaban por tener amplias solicitudes de
predicación y por usar un estilo culto y elegante que los identificara. Mues-
tra de ello es el predicador Ossorio, de un estilo culterano que, al inicio de
uno de sus sermones y consciente de su oficio, hace la acotación de haber
tenido un día agitado después de predicar varios discursos religiosos en un
mismo día:

4 r
Sin embargo, no hay que olvidar, sigue diciéndonos la autora, que los feligreses constante-
mente se quejaban de las fallas de sus curas en estos aspectos.

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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

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… que hoy me fue forzoso después de seis, o siete sermones predicados, cu-
yos asuntos individué el año pasado en este lugar, encarar la proa, y tender las
velas de mi pobre barco hacia donde sopla en el evangelio aquel zafiro blan-
do… (Maravillas de Dios en sus santos 16)

Estos predicadores cultos, integrados a una sociedad urbano-cor-


tesana, distaban de los de “plaza y pasión”; predicadores, al decir de Chin-
chilla para el caso de la Nueva España, “no oficiales” que se encargaban
de llevar la palabra de Dios a los lugares más recónditos de la cristiandad.
Estos últimos eran destinados normalmente a los “pueblos de indios”,
donde no era necesario un sermón laborioso en el aspecto ornamental y
estilístico. Aquí nos interesa la imagen del predicador que se mueve en las
ciudades, se rodea de las élites civiles y eclesiásticas, y Ossorio fue uno de
ellos, reconocido orador que pudo predicar en el púlpito de la Catedral de 351
Santafé de Bogotá, estando presente el virrey con su cortejo, las dignidades

i
eclesiásticas y un gran número de devotos (Gómez 2: 33-42).

rEl perfil del predicador


Los predicadores antes de Trento se caracterizaron por tener poca prepa-
ración en su oficio. Generalmente estudiaban en escuelas catedráticas y en
el mayor de los casos eran instruidos por sus propios párrocos, por lo que
su formación no llegaba a ser considerada calificada. Solían tener fama de
indisciplinados, ignorantes y de no dar ejemplo a la sociedad. El concilio
tridentino quiso solucionar esos inconvenientes por medio de los semi-
narios diocesanos, donde se enfatizaba en la enseñanza profesional de la
predicación, liturgia y práctica sacramental en general. Poco a poco, esos
predicadores mal formados fueron desapareciendo para dar paso a los de
talla y elegancia, en un lento proceso que sólo tuvo efectos a largo plazo.
Al mejorarse sustancialmente el oficio del predicador, los sermo-
nes adquirieron otro carácter. La liturgia no podía estar en manos de un
aprendiz; el orador debía de ser un especialista al practicar su oficio en las
catedrales y colegiatas más reconocidas. Junto a un cuantioso número de

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seculares encargados del adoctrinamiento, dominicos, franciscanos, bene-


dictinos, jesuitas y agustinos fueron las principales órdenes encomendadas
a la predicación. Estos religiosos se caracterizaron por llevar una vida ascé-
tica, donde eran comunes los ayunos, el recogimiento y el silencio, inten-
tando seguir el modelo de vida de Jesús.
La predicación tenía como objeto la gloria de Dios y el bien de las
almas. Para ello, el predicador debía de transmitir a su público las verdades
de la fe. Como señala Miguel Núñez:
[A] la misión del predicador […] se le atribuye un triple cometido: enseñar,
deleitar y mover. Enseñar popularmente siendo conscientes del grado cultural
de la masa a la que se dirige. Deleitar porque es preciso no aburrir y hacer
huir, sino atraer para llevar a cabo el tercer cometido: mover, que es el objetivo
352 central que se persigue. (37)
i

Lo que pretende el orador es conmocionar al público con el fin de


cambiar, si es necesario, el comportamiento de éste. Debía de orientarlo hacia
un modelo moral y ortodoxo, que era el aceptado por la Iglesia en ese mo-
mento. Para lograr este cometido, el movimiento predicacional se dirigió a
catequizar con el propósito idílico de desterrar vicios, pecados y prácticas
ajenas al espíritu cristiano y a la doctrina autorizada. Desde esta perspec-
tiva, los instructores de predicadores ratificaban la finalidad dirigista del
sermón: mudar comportamientos y canalizar conductas encauzando la
existencia humana por el camino que manda Dios y determina la Iglesia
católica. De esta manera, lo deja ver el preceptista fray Luis de Granada:
… es ciertamente tan difícil este sagrado oficio, si se ejercita útil y rectamen-
te, cuando tiene de digno y provechoso. Porque, siendo el principal oficio el
de predicar, no sólo sustentar a los buenos con el pábulo de la doctrina, sino
apartar a los malos de sus pecados y vicios: y no sólo estimular a los que ya
corren, sino animar a correr a los perezosos, y dormidos: y finalmente no sólo
conservar a los vivos con el misterio de la doctrina en la vida de la gracia, sino
también resucitar con el mismo ministerio a los muertos en el pecado… (19)

Sin dejar de lado la instrucción, se buscaba mover la voluntad, e in-


cluso emocionar o agrandar el sentimiento para conseguir la reforma de las
costumbres y comportamientos de los sujetos. Con tal de lograr este tipo

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de persuasión, se le exigía al predicador cualidades naturales y adquiridas.
Se necesitaba de cierta predisposición innata y una preparación dada por el
estudio; sólo adquiriendo estas dos condiciones, el predicador podía llegar
a ser un compendio de virtudes, un maestro en enseñanza y un modelo
moral de vida.

rCualidades naturales
El orador necesitaba contar con naturaleza de cuerpo y tener un alma pura.
Los tratados de instrucciones para predicadores enfatizaban en las virtudes
de las que debían gozar quienes ejercieran este oficio. Granada, por ejem-
plo, destacaba la caridad y bondad como valores principales del orador.
El predicador ideal debía contar con unas cualidades específicas a su ofi-
353

i
cio: el espíritu de Dios, que daba entereza y santidad de vida; la oración,
que es el canal por medio del cual Dios transfiere sus dones al predicador;
integridad y santidad de vida, pues se necesitaba predicar con el ejemplo, y
pureza y rectitud de intención, que para el preceptista se traducía en poner
en la mira la gloria de Dios y la salvación de las almas.
El interés eclesiástico de mostrar al predicador como ser idóneo y
ejemplo de vida, tenía que ver principalmente con su función de modelar
conductas. Ante tan difícil tarea, el orador necesitaba emanar autoridad para
gozar de credibilidad entre sus fieles. Por esto debía caracterizarse principal-
mente por su carisma y, como señala Max Weber (193), por carisma se en-
tiende la cualidad que pasa por ser extraordinaria de una personalidad por
cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales, o como
enviados de Dios, o como ejemplar y, en consecuencia, como guía o líder.
El predicador era elegido por sus cualidades carismáticas, no com-
petía con sus colegas por un ascenso burocrático, sólo luchaba por un li-
derazgo que podía establecerse por reconocimiento de la comunidad. El
prestigio, en este caso, era fundamental para que los sermones tuvieran
peso en el público. Un orador aprendiz no podía llegar a persuadir como
posiblemente lo lograba uno de alta reputación. A este líder carismático se

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le obedecía por razones de confianza personal en la revelación, heroicidad


o ejemplaridad. La dominación carismática no conoce ninguna apropia-
ción del poder del mando, al modo de la propiedad de otros bienes, ni por
los señores ni por poderes estamentales, sino que es legítima, por cuanto el
carisma personal rige por su corroboración.

rCualidades adquiridas
El predicador debía instruirse bien en las Sagradas Escrituras para no llegar
a interpretarlas de forma errada y poder argumentar el sermón a partir de la
doctrina y autoridades permitidas. Para el fácil acceso de los libros, las escue-
354 las conventuales contaban con librerías especializadas en ciencias eclesiásti-
cas que aseguraban la formación académica de los “aprendices a predicador”.
i

Debía el orador leer a los clásicos y saber sobre teología moral, demos-
trar agilidad en el manejo de la Biblia y tener conocimiento de los decretos
conciliares, bulas pontificias, Padres de la Iglesia, etc. Era obligatoria la apre-
hensión de varias lenguas, en especial el latín, y la preparación en otras áreas
de las humanidades en las que hallara familiaridad para construir su sermón.
El cumplimiento de estos requisitos tenía un tiempo límite, pues no sólo se
trataba de estudiar y leer con juicio a todas las autoridades religiosas y secula-
res de la época, también se necesitaba de la habilidad para exponer, que con
los años y la disminución de las cualidades vocales se hacía más difícil.
Ciertos predicadores neogranadinos, para Renán Silva, llegaron a
ocupar un lugar de preferencia como modelo de formación de sermones,
circulando sus sermonarios no sólo entre clérigos, sino también entre cre-
yentes y devotos:
Pero el predicador debe ser, además, un ‘artista de la palabra’ —también un ‘atleta
de la palabra’, según la aguda expresión de Roland Barthes—, pues antes que
demostrar, en el sentido moderno del término, su tarea es la de convencer y la de
conmover. El gran prestigio que ciertos predicadores alcanzaron en la sociedad
colonial neogranadina —e Hispanoamericana— parece haber dependido
enteramente de este hecho. (114)

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rEl público: los agentes persuadidos
El discurso barroco en el Nuevo Mundo estuvo fuertemente influenciado
por el de la metrópoli, pero nunca dejó de tener sus propias particularida-
des. El público predicado era muy distinto al de España, por lo que el men-
saje que se impartía también debía ser diferente. El proyecto evangelizador
en las colonias conllevaba un mayor objetivo político, lo cual hacía que los
sermones no abordaran únicamente enseñanzas de la Iglesia, sino que in-
corporaran temas de la conducta moral cristiana. Mientras se hablaba de
aspectos religiosos se iban añadiendo al sermón cuestiones relacionados
con la jerarquía social y política existente en la época.
El predicador del siglo XVII que instruía en las urbes predicaba prin- 355

i
cipalmente para las élites, aunque el público que escuchaba el sermón en las
ciudades de la Nueva Granada era heterogéneo en su composición, pues
los españoles y criollos estaban obligados a llevar a sus esclavos e indíge-
nas domésticos a la proclamación de la ceremonia litúrgica los domingos y
días de fiesta. A Ossorio no le faltaba el público de títulos nobiliarios:
Durante treinta años reinó en el púlpito de la capital neogranadina, encantan-
do a las cortes coloniales del Barón de Prado, de los Marqueses de Miranda de
Auta y de Santiago, y de los tres Diegos que gobernaron de 1662 a 1671: Egües
y Beaumont, Corro y Carrascal y Villalba y Toledo. (Otero 87)

A las élites se les había inculcado más enfáticamente la unión entre


lo civil y lo religioso. Aquellos quienes vivían en una misma área urbana
eran, al mismo tiempo, vecindario y feligresía, pues, en el pensamiento de
la época, no se podía ser buen ciudadano sin ser primero buen padre, buen
hijo, buen esposo y buen parroquiano. Cometer un delito era un pecado y
cometer un pecado era un delito, por lo que las fronteras entre una y otra
autoridad, entre Iglesia y Estado, no estaban claramente demarcadas.
La rutina de las ciudades de la Nueva Granada era modelada por el
calendario litúrgico, por lo que la centralidad de lo religioso generó que lo pú-
blico estuviera siempre supeditado a los rituales que demandaba la Iglesia.

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“No en vano y semanalmente los sermones fueron el discurso destinado al


público, el que denotaba los límites del bien y del mal, ofrecía [e imponía]
un sentido del orden y apelaba continuamente a las conciencias” (Garrido
140). Resultado de esto fue la aparición de un misticismo intenso, que re-
cordaba a los feligreses la existencia del pecado y que los invitaba a comba-
tirlo por medio del recogimiento y la práctica de la vida virtuosa.

En la Nueva Granada apenas se empezaban a gestar las ciudades.


Sólo Santafé, Popayán y Cartagena son consideradas por Jaramillo Uribe
(106-107) como urbes incipientes, pues ellas eran la morada de la población
civil, burocrática y eclesiástica, encargada esta última de construir conven-
tos, capillas y catedrales. Estos dos poderes, el civil y el religioso, se encarga-
ron de consolidar en la población una cultura caracterizada por el pensa-
356 miento religioso, como reflejo del espíritu español de la Contrarreforma.
i

Por lo que respecta a los indígenas, su presencia en las ciudades se


restringía casi exclusivamente al sistema de mita urbana o a relaciones de
servidumbre con la élite. Los mestizos, por otro lado, según Colmenares,
se dedicaban generalmente a oficios artesanales e intentaban abrirse cam-
po en los trabajos agrícolas: “las ciudades constituían, pues, el dominio casi
exclusivo de la ‘república de españoles’” (435), por lo que fue a ellos a quie-
nes se les dirigió principalmente el discurso moral de los sermones.
La evangelización de las “castas” quedó a cargo básicamente de los mi-
sioneros y aprendices de predicadores, destinados a trasladarse a los “pue-
blos de indios”. Españoles y criollos americanos eran los herederos de
los valores religiosos de España, que respondían a un modelo de sujeto
blanco y de linaje. En la Colonia, las virtudes estaban asociadas a quienes
manejaban el poder, mientras los vicios eran la representación de los in-
dígenas, esclavos y las demás castas. El ideal del comportamiento cristia-
no se basaba en un individuo blanco, puro y casto, por lo que el discurso
de control social de los sermones apuntaba a fortalecer ese anhelo de
conducta idónea No obstante, y a pesar de que la feligresía acudía sin
falta a la iglesia, esto era un aspecto más de su cotidianidad. Como lo
plantea Núñez:

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Los cambios de vida o conversiones espectaculares que se cuentan tienen ge-
neralmente mucho de transitorio. La religiosidad no es tan profunda. Las crí-
ticas constantes de predicadores y escritores religiosos lo atestiguan. El pueblo
queda conmovido pero no totalmente convencido y sus conductas no varían
substancialmente. (49)

rLa predicación y la teatralidad


Para que la predicación cumpliera su objetivo de persuadir al público hacia
una vida virtuosa, el orador se veía obligado a recurrir a tonos de voz y a ges-
tos característicos que le permitieran mantener atento al auditorio y mover
sus conciencias. Los preceptistas de la época alertaban a los predicadores so- 357
bre el peligro que se corría si se hacía un sermón monótono, manteniendo

i
una misma pronunciación sin hacer ninguna inflexión. Ante todo, los predi-
cadores debían evitar producir sueño en sus feligreses, de ahí que sus movi-
mientos y ademanes cumplieran la función de mantenerlos despiertos.
Los propios sermones de Ossorio conllevan un estilo teatral que
dibuja escenas piadosas en la conciencia de los creyentes a través de las
descripciones de imágenes sufrientes, en este caso la de san Francisco, pero
todos sus sermones, sobre todo los de santos, están llenos de este tipo de
imágenes: “¡Oh llama estática! ¡Oh Serafín ardiente, aljaba de los dardos
de amor! ¿Qué importa que seas el llagado por antonomasia, si vives de las
heridas cuando muerto a sus arpones?” (Maravillas de Dios en sus santos 51).
Lo mismo ocurre con el sermón de San Pedro hijo de la paloma, predicado
en 1639 en la Catedral de Santafé:
¡Oh amante Pedro: Ícaro soberano, no con alas de cera, sino con alas de
fuego! ¡Oh Piedras que centelleas vivas llamas de amor, oh paloma ligera, que te
remontas hoy sobre las coronillas de los más encumbrados Serafines, que mu-
cho que lleves tan alto el vuelo si son tus alas de plata, alas de amor, alas de fuego,
que mientras más vuelan, más se encienden, alas al fin heredadas de aquella
paloma que bajó al Jordán […], alas que te encumbran, y levantan tanto, que
como si te viera en el cielo te llama Cristo bienaventurado… (Maravillas de
Dios en sus santos 16)

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El orador debía crear todo un teatro creativo que le ayudara a con-


mover a su público. La misa se ofrecía en el altar, en latín y de espaldas,
pero el sermón se debía de proclamar en el púlpito, en castellano y de
frente. Desde la baja Edad Media, el púlpito se había ido alejando del pres-
biterio y había entrado en la nave de la iglesia (Jungmann 204). El altar era
considerado un lugar sagrado, por lo cual sólo el sacerdote tenía el privi-
legio de estar allí; por el contrario, el espacio asignado a los creyentes era
considerado profano. El púlpito, localizado en la zona blasfema, era una
plataforma pequeña y elevada con antepecho y tornavoz, normalmente
cercano al altar.
De manera teatral el sacerdote desciende de él, recorre brevemente
la nave y asciende al púlpito, el “lugar de las verdades”, como dice Ossorio:
358 “… es el pulpito, Cristianos míos, como el sepulcro, lugar de verdades,
i

escuela de desengaños, no lleva lisonjas…” (Maravillas de Dios en sí mis-


mo f. 107v). Así, estos espacios delimitados reforzaban la imagen contras-
tada del sacerdote y su feligresía. La misa barroca, al igual que la medieval,
fue un culto en que la parte activa la llevaban exclusivamente el sacerdote
y el clero. Los fieles sólo podían seguir las ceremonias sagradas desde lejos
o a cierta distancia.
El discurso barroco de la predicación se caracterizó por la ornamen-
tación, reglamentación y uso de los sentidos. La religiosidad exterior, típi-
ca del Barroco, se manifestó en la teatralización de los mundos interiores.
Tal como lo plantea Chartier, los textos creados para ser dichos en voz alta
y compartidos en una audición colectiva, como el sermón, están “… car-
gados de una función ritual, pensados como máquinas de producir efectos,
esos textos obedecen a las leyes propias del performance o de la realización
oral y comunitaria” (28), lo que supone, por otro lado, una duración limita-
da para no agotar al auditorio.
El interés de la Iglesia para que toda práctica religiosa fuera visible
estaba enfocado en poder controlar la fe de sus creyentes. La predicación
barroca encontró en el teatro su mejor aliado para mover a su público,
pues sus espectadores podían verse como una masa unitaria, y si bien se ha

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sostenido que el individuo piensa de manera diferente en cuanto tal y no
como integrante de un colectivo, lo cierto es que en un momento dado se
puede dar lugar a un fenómeno de contagio que, posiblemente, facilita la
adhesión de estos sujetos asistentes a una u otra manifestación ideológica
(Maravall, Teatro 159).
Como ejemplo de teatralización en la prédica encontramos a Juan
de Santa Gertrudis, un predicador que de manera pedagógica quiso hacer
un sermón sobre la “fealdad del alma en el pecado”. Para ello pidió a herma-
nos de su orden dominica que hicieran sonar unas cadenas en las cuatro
esquinas de la plaza, arrastrándolas después de que él les diera la señal. El
toque de creatividad no quedó ahí, sino que consiguió a cuatro negros es-
clavos a quienes se les pintó el rostro de rojo, se les desgreñó el pelo, se les
desnudó y se les dio una antorcha encendida y una larga cadena. Se ocultó 359

i
a cada uno en una esquina de la plaza a la espera del llamado.
Cuando Santa Gertrudis se subió al púlpito no sabía cómo comen-
zar el sermón y repentinamente dijo: “Salid, demonios, de estas infernales
covachas, que os traigo a vender una partida de almas en gracia de Dios”.
Los esclavos pensaron equivocadamente que ese era el llamado y empeza-
ron a acercarse cada uno hacia la plaza, haciendo sonar las cadenas. El susto
y el pánico vivido lo expresa el predicador así:
… y se oía venir corriendo, y de tan cerca se conmovió un alarido y llanto
tan exorbitante, que no sé con qué compararlo. Los que estaban en los cuatro
ángulos de la plaza, cada cual atendió al ruido que le venía de más de cerca; y
al volverse a mirar y ven venir los negros con la cara colorada, y con el hachón
que levantaba dos varas de llama, pensaron todos en realidad eran demonios,
y por huir cada cual al viento contrario, empezaron a atropellarse unos con
otros con tal gritería, que parecía un día de juicio. (Santa Gertrudis, cit. en
Borja, Rostros 179-80)

Este ejemplo puede corroborar la autonomía que tenía el orador a la


hora de proclamar un sermón y cómo también se jugaba con la creatividad
para hacerse conocer y llegar a persuadir con más facilidad al público que
lo escuchaba. En la Edad Media los exempla eran el medio didáctico por el
cual se narraban historias; pero pronto se descubrió que la representación

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de esas narraciones era mucho más eficaz si se hacía de forma visual, pues
por medio de la vista se adquirían mayores posibilidades de penetración
y asimilación en el público que lo contempla. La pintura y los grabados
ayudaron a que los individuos visualizaran las narraciones de las historias
de la época, pero:
… es obvio que cuando esas enseñanzas se desenvuelven sobre la escena,
con un montaje escénico que da mayor relieve a la acción que el espectador
presencia, añadiendo el muy superior efecto del lenguaje hablado (con todos
los matices de expresión que éste lleva consigo, sobre el lenguaje escrito), la
eficacia del mensaje transmitido es máxima. (Maravall, Teatro 161)

Los sermones del siglo XVII cumplían con la función de reformar


o manipular ideológicamente las mentes de los fieles. El teatro barroco
360 buscaba unos efectos determinados sobre los comportamientos sociales;
i

su acción moldeadora pretendía dejar en claro lo que había que corregir


en la sociedad, y se proponía difundir aquellos comportamientos que se
suponía eran propicios para la comunidad. El teatro de la prédica se com-
portaba en función de mantener el statu quo de la monarquía y los pode-
res de los grandes señores. Se caracterizó por un “dirigismo reformador”
que cumplía el papel de educar a los espectadores para un modo de vida
social posterior. Tenía la posibilidad de impresionar los ánimos y mover
las voluntades, pues las escenas generaban emotividad en el público. En el
púlpito, los oradores ponían de relieve los conflictos socioculturales y las
tensiones de raza, etnia, religión, estatus y explotación económica que se
vivían en la época. “En la ruta del reconocimiento social y en consonancia
con las tensiones que de él se desprenden, la coacción y la autocoacción
intervinieron en la modificación, regulación y naturalización de los com-
portamientos” (Quevedo 83).
Así, los sermones participaron en este enmarañado sistema de con-
trol, describiendo el ideal de cuerpo cristiano como un cuerpo criollo:
blanco, obediente, dramático, benévolo y sufriente. La santidad, desde una
larga tradición del cristianismo, fue asociada a los grupos sociales privile-
giados. En la Nueva Granada, los españoles y criollos representaban esa
imagen de santidad. Lo mismo sucedió con las virtudes:

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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

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Esta práctica está directamente vinculada con la vivencia pública de la fe, que
la convierte en un teatro religioso en el que el dramatismo, la exacerbación de
los sentidos, en fin, la experiencia barroca intervienen en la configuración de la
santidad como ideal de perfección cristiana… (Quevedo 92)

Balandier sostiene que, independientemente del tipo de sociedad y


organización de poder que sea, la teatrocracia siempre está presente, ya que
ella es la que regula la vida cotidiana de los seres humanos que viven en
colectividad. El autor asegura que el término teatrocracia procede del ruso
Nicolás Evreinov, para quien lo teatral está en todas y cada una de las mani-
festaciones de la existencia social, pero en especial en las que el poder tiene
un rol trascendental. El drama siempre ha tenido un doble sentido: el de
actuar y el de representar la vida cotidiana con el fin de desmantelar las ver-
dades ocultas de la sociedad. El teatro dramático, por lo tanto, se convierte 361
así en una forma de negociar los límites del manejo del poder (15).

i
En la Nueva Granada, el ejercicio de poder se concentraba en manos
de la Iglesia y la Corona. En el caso de la Iglesia, la figura del predicador per-
mitió generar la credibilidad y autoridad necesaria para ejercer el dominio
sobre la población. Las celebraciones religiosas permitían ir construyendo
un discurso esencialmente político. La Corona estuvo por encima de la
institución eclesiástica desde fines del siglo XV, pues el sistema burocrático
que impuso España sobre la Iglesia generó una preponderancia del poder
civil sobre el religioso. La Iglesia asumió esa subordinación con tal de man-
tener la unidad religiosa en esos territorios, pues existía un temor a la dis-
gregación, generado por el protestantismo.

Esa situación de supeditación a la monarquía en que se encontraba


la Iglesia facilitó que el discurso religioso estuviera cargado de un conte-
nido político que favorecía el mantenimiento de la sociedad tal cual se
quería, lo que les impedía a las castas buscar una movilidad social (Mara-
vall, Estado 217). El escritor italiano Traiano Boccalini, citado por Maravall,
planteaba en el siglo XVII:
… sin obediencia a las leyes divinas, no hay tampoco obediencia a las le-
yes humanas. La religión era, pues, un medio de dominación, destinado a

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mantener sumisas las masas; en suma, interés del Estado. Por esta razón
también era, en su sentir, interés del Estado la unidad religiosa dentro de la
comunidad. (Estado 236)

La disidencia religiosa conllevaba siempre una repercusión política.


Esto se ve claramente en el caso neogranadino, pues desde las primeras
épocas del período colonial los sermones de los sacerdotes apoyaban a
las autoridades civiles en la imposición de tributos como las alcabalas. Tal
como lo expone Garrido:
… vecinos, oficiales y sacerdotes, acostumbraban justificar sus actos por amor
a ‘las dos Majestades’: Dios y la Corona. Si por un lado la Iglesia y las misiones
suplían al Estado en áreas alejadas o no integradas, por otro, la lucha contra los
pecados públicos no era sólo asunto de la Iglesia sino también de los gober-
362 nantes. (141)
i

La teatralidad representa a la sociedad gobernada, en la medida en


que el poder político consigue la subordinación a través de ella, de ahí que
la teatralidad da una imagen idealizada de sí misma a la sociedad. Repre-
sentación implica establecer jerarquías. La teatralidad que se esconde de-
trás de la oralidad del siglo XVII iría encaminada, por lo tanto, a legitimar
el poder colonial y las escalas sociales que se habían consagrado desde el
siglo anterior.
Al estar ambos aparatos articulados, el político y el religioso, los vicios
quedaban poseídos no sólo de un carácter moral, sino también jurídico, lo
que significa el desacato a la norma o la ley. Lo considerado “vicioso” en el
siglo XVII eran los defectos morales, las acciones guiadas por la soberbia,
la arrogancia, la envidia, la ingratitud, etc., al igual que el pecado y los senti-
mientos como la vanidad. Defectos morales, pecados, acciones y sentimien-
tos indebidos que se atribuían a las castas, y que dejaban la imagen virtuosa
exclusivamente para asignarla a aquellos que podían ostentar su linaje.
La sanción moral sobre la desobediencia era un elemento de co-
hesión en la sociedad neogranadina, porque su opuesto era visto como la
‘unión de voluntades’, que servía para formar un cuerpo social funcional
caracterizado por la virtud. No es gratuito que Antonio Ossorio hiciera

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hincapié en la obediencia y la humildad como virtudes supremas de los
santos a quienes dedica sus oraciones.

La palabra dramatizada se convirtió en uno de los mejores meca-


nismos para llevar el mensaje de control social y consolidar así el poder
colonial, pues ella tiene el efecto de ilusionar lo real al punto de conseguir
que un ideal cobre vida. El lenguaje del poder ponía sobre la mesa las di-
ferencias sociales, comenzando por las que existían entre el predicador y
su público y terminando por las que había entre castas. El lenguaje, dice
Bourdieu, representa a la autoridad de la que hace parte su portavoz. En
este caso, el lenguaje litúrgico es representado por la palabra oficial de un
portavoz autorizado (el sacerdote) que se expresa en situación solemne
con una autoridad cuyos límites coinciden con los límites que impone la de-
legación de la institución, hay siempre una retórica característica. El poder 363

i
del sermón reside en el hecho de que el predicador que lo pronuncia no lo
hace a título personal; él sólo es un portavoz autorizado de la Iglesia que
actúa sobre sus fieles a través del contenido de la palabra predicada, en la
medida en que su palabra concentra el capital simbólico acumulado de la
institución eclesiástica (Bourdieu 69).

La teatralidad política, para Balandier, tiene mayor acogida cuan-


do se mitifica la figura de un héroe, ya que la autoridad que engendra
es mucho mayor que la que tiene la mera teatralidad rutinaria. El héroe es
reconocido por su fuerza dramática, no por ser el más capaz. Debe generar
sorpresa, acción y éxito para mantener su gobierno, aunque también ser
fiel a su papel mostrando cómo la fortuna lo sostiene a él en el poder en vez
de a otro. El éxito del sermón se reduce a la adecuación del predicador y a
la función social que ejerce.
La predicación sólo podía llevarse a cabo en el púlpito y sólo el predi-
cador estaba autorizado para realizar la liturgia. Esto era necesario acatarlo
al pie de la letra, porque la función simbólica estereotipada es precisamen-
te manifestar que el predicador no actúa como individuo o por su propia
autoridad, sino como depositario de un mandato, el divino. El simbolismo
ritual no actúa por sí mismo, sino porque “representa”, en el sentido teatral

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del término, el ceremonial litúrgico con sus códigos gestuales y palabras


sacramentales características.

rConclusiones
Hemos pretendido indagar en la escritura sermonaria como instrumento
fundamental del ejercicio del poder, de la imposición de controles y de la
sugestión de las conductas, a fin de desentrañar su función social e ideoló-
gica y sus formas de expresión, así como de descubrir tanto el poder de la
palabra como el poder del texto escrito en relación con la clásica fórmula
comunicativa que describe el “qué dice” (contenido de los sermones), el
364 “quién dice” (predicador-control) y “a quién dice” (público), y sin olvidar
las intenciones, estrategias y tácticas inmediatas de los comunicadores en
i

el contexto sociopolítico en el cual actúan.


Analizamos el discurso sermonario que se construyó en la Nueva Gra-
nada del siglo XVII como medio por el cual se pretendía crear una imagen
idealizada del sujeto barroco, una imagen que apuntaba a la construcción de
un cuerpo social sin conflictos, que no pusiera en entredicho la continuidad
de la situación estamental en la Colonia. No es nuestro objetivo examinar
las prácticas que se generaron a partir de la prédica de los sermones. Aquí
sólo nos detenemos en el significado que conlleva el mensaje sermonario
como discurso oficial que impartió la Iglesia para ser adoptado por la so-
ciedad, tomando como ejemplo los sermones de Antonio Ossorio, quien
nació y desarrolló su actividad literaria y predicadora en este territorio.
Sus sermones dejan entrever que su inspiración estuvo inmersa en la
atmósfera que creó la Contrarreforma. No sólo sus temas (la obsesión por
la muerte, el sentimiento de la pecaminosa naturaleza humana y la espe-
ranza de la salvación), sino también su estilo dramático de orador, reflejan
el espíritu religioso y barroco que pasaba de España a América.
La retórica utilizada en la predicación se convirtió en una de las ar-
mas empleadas para consolidar el poder español. El propósito de su uso

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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

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persuasivo era crear modelos de sujetos benévolos caracterizados por la
subordinación y la disciplina. La palabra era un medio más a través del cual
se sostenía un statu quo que permitía mantener el poder en manos del apa-
rato político-religioso. La palabra dramatizada se convirtió en el Barroco
en un eficaz vehículo para construir fieles a imagen y semejanza de los re-
querimientos deseados por los poderes de la época. Las intenciones reales
de los sermones de santos iban encaminadas a edificar un sujeto barroco
caracterizado por las virtudes. Lo político y lo religioso, Estado e Iglesia, tra-
bajaron de la mano en la construcción de un cuerpo social que sostuviera la
inmovilidad de las castas y perpetuara el poder de las elites. El discurso de la
santidad no necesariamente regía los comportamientos de los sujetos colo-
niales, pero se manifestaba como una representación ideal de sus actitudes.
Existe una intersección entre el discurso y el gesto, entre la escritura 365

i
del sermón y su proclamación oral; de ahí que analicemos la parafernalia
que rodea el acto predicacional. La palabra dramatizada y el teatro traba-
jaron de la mano para impregnar en un amplio número de individuos el
mensaje de Dios, del cual se apropiaba la Corona. La predicación retórico-
eclesiástica se convirtió en una fuente de poder que intentaba persuadir a
sujetos que no cuestionaran la fe de la Iglesia. La palabra adquirió nuevos
significados que por sí solos carecían de importancia; se necesitaba, ade-
más, de la teatralidad para lograr una mayor conmoción en los creyentes,
pues el período Barroco se caracterizó por la exterioridad católica de sus
actos y la manifestación pública de los sentimientos.
Al discurso oral de los sermones se le sumó la introducción de la im-
prenta y los oradores vieron en la publicación una nueva forma de procla-
mar. Las amplificaciones que caracterizaban a los sermones orales podían
aumentarse con mayor rigor en los sermones publicados, y recordemos
que los sermones de Ossorio se publicaron en España en 1649 y 1668, cuan-
do todavía faltaba tiempo para que la imprenta llegara a Nueva Granada.
Sin embargo, y de manera paradójica, la imprenta terminó por arruinar la
relevancia de la predicación oral y la teatralidad que estaba detrás de ella.
En el siglo XVIII una nueva sociedad, de carácter más ilustrado, iba a encon-
trarse con otros y más medios de cristianización.

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Viviana Arce Escobar
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rBibliografía
F uentes documentales

Granada, Luís. Los seis libros de la rhetórica eclesiástica o, de la manera de predicar. Barcelona:
Imprenta de Juan Lolis, y Bernardo, 1778. Impreso.
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1649. Impreso.

---. Maravillas de Dios en sí mismo. Madrid: García y Morrás, 1649. Impreso.


---. Maravillas de Dios en sí mismo: segunda parte. Alcalá de Henares: María Fernández,
1668. Impreso.

---. Maravillas de Dios en su madre. Madrid: Joseph Hernández, 1668. Impreso.


366 ---. Segunda parte: maravillas de Dios en sus santos. Alcalá de Henares: María Fernández,
1668. Impreso.
i

F uentes secundarias

Ardila A., Héctor. Hombres y mujeres en las letras colombianas. Bogotá: Cooperativa
Editorial Magisterio, 1998. Impreso.
Balandier, Georges. El poder en escenas: de la representación del poder al poder de la representación.
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mujeres y otras huestes de Satanás. Bogotá: Ariel, 1998. Impreso.
---. La construcción del sujeto barroco representaciones del cuerpo en la Nueva Granada del siglo
XVII. Bogotá: Icanh, 2002. Web. 29 oct. 2009. ---. Los indios medievales de fray Pedro de
Aguado: construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo XVI.
Bogotá: Instituto de Estudios Sociales y Culturales (Pensar), 2002. Impreso.
Bourdieu, Pierre. ¿Qué significa hablar? Madrid: Akal, 2001. Impreso.
Chartier, Roger. Pluma de ganso: libro de letras, ojo viajero. México: Universidad Iberoa-
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Chinchilla Pawling, Perla. De la compositio Loci a la República de las letras. México: Uni-
versidad Iberoamericana, 2004. Impreso.
Colmenares, Germán. Historia económica y social de Colombia I: 1537-1719. Bogotá: Tercer
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Los poderes del sermón: Antonio Ossorio de las Peñas

Vol. 14-2 / 2009 r pp. 342-367 r F ronteras de l a Historia


Echeverry Pérez, Antonio José. “Mentalidades teológicas en el Nuevo Mundo”. Historia
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Rosario Villari. Madrid: Alianza, 1993. 165-199. Impreso.
Núñez Beltrán, Miguel Ángel. La oratoria sagrada de la época del barroco: doctrina, cultura y
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Otero Muñoz, Gustavo. La literatura colonial de Colombia. La Paz: Imprenta Artística,
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Piotrowsky, Bogdan. La dialéctica y la espiritualidad de la literatura barroca en la Nueva
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Quevedo Alvarado, María Piedad. Un cuerpo para el espíritu: mística en la Nueva Granada,
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Rubial García, Antonio. La santidad controvertida. México: Fondo de Cultura Económica,
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Silva, Renán. “El sermón como forma de comunicación y como estrategia de movi-
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Vergara y Vergara, José María. Historia de la literatura en Nueva Granada: desde la Conquista
hasta la Independencia (1538-1820). T. 1. Bogotá: Editorial ABC, 1958. Impreso.
Weber, Max. Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica, 1996. Impreso.

Fecha de recepción: 15 de abril de 2009.


Fecha de aprobación: 6 de julio de 2009.

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De Pointis y la representación textual
de la expedición a C artagena en 1697:
tipología discursiva , ambigüedad
y pragmatismo trascendental

Ricardo Borrero Londoño


Universidad de los Andes, Colombia
ricardoborrero373@hotmail.com

R esumen

r
Muchas de las discusiones en torno al “giro lingüístico” permanecen en el plano teórico,
así que se aplicará la tipología discursiva a un ejemplo concreto: la representación tex-
tual de la toma de Cartagena en 1697. Se demuestra que el asedio osciló entre el corso,
la piratería y la empresa cortesana, a causa de lo cual se originó una relación en que el
tipo y el metatexto no tienen correspondencia, pues además de pender entre la oficiali-
dad y la no oficialidad, fue estructurada como una epopeya o mito heroico. En suma,
se da a entender que la ambigüedad del asedio encauzó una manifestación discursiva
que se resiste a ser etiquetada, incluso al usar el sistema de clasificación más inclusivo y
específico.
Palabras clave: tipología discursiva, representación textual, metatexto, lugar de pro-
ducción, corso, piratería.

A bstract

r
Considering that most discussions regarding the “linguistic turn” have remained in
the theoretical universe, the discourse typology will be put in practice by using the
concrete example offered by the textual representation of the taking of Cartagena de
Indias in 1697. It will be demonstrated that the capture oscillated between corsair,
piracy and court company, which originated a relation hanging between an official
and a non-official document. Thereafter, we will show that the latter was structured as
an epic poem or heroic myth, so that the type and metatext don´t seem to correspond.
Finally, we will explain that the ambiguous character of the capture gave rise to a dis-
course manifestation which resists itself to be labeled, even using the most inclusive
and specific classifying system.

Key words: Discourse typology, textual representation, metatext, place of production,


corsair, piracy.

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De Pointis y la representación textual de la expedición a Cartagena en 1697

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rIntroduccion 1

Durante el reinado de los Habsburgo, Cartagena se convirtió en blanco


frecuente de las hostilidades de algunos particulares codiciosos que, im-
pulsados por los gobernantes de las principales potencias europeas, desa-
fiaron el monopolio español sobre el Caribe. La ciudad fue dotada con una
imponente infraestructura militar (Marco Dorta; Segovia) para resguardar
las riquezas de los reiterados ataques. No obstante, el 6 de enero de 1697
salió de Brest una poderosa escuadra que consiguió ponerle sitio.
La expedición comandada por Jean Bernard Louis Desjeans (ba-
rón de Pointis) bordeó la costa española y se orientó a Santo Domingo,
adonde llegó 55 días después. Allí se sumaron varios navíos tripulados por
bucaneros, hombres voluntarios y esclavos negros. Una vez en la costa
369

i
neogranadina, con alrededor de 25 embarcaciones artilladas y 5 millares
de hombres, la expedición tomó el fuerte de San Luis y accedió a la bahía
externa a través de Bocachica.
Los defensores de Cartagena optaron por replegarse hacia la ciudad
y, por orden del gobernador (Matta), abandonaron uno a uno los fuertes de
Santa Cruz de Castillo Grande, Manzanillo y San Sebastián del Pastelillo.
La indefensión de la bahía interna facilitó la toma de La Popa y de San Lá-
zaro —actual Castillo de San Felipe de Barajas—, así como la instalación
de una batería provisional que tras destruir la puerta de la Media Luna, fue
trasladada a las cercanías de la ciudad, cuya toma transcurrió luego de un

1 rEl presente artículo contó con la ayuda del programa de becas de investigación en Historia
Colonial del ICANH y se basa en el trabajo de grado que presentó el autor para optar al título
de historiador en la Pontificia Universidad Javeriana, Colombia. El autor agradece, además,
a las siguientes instituciones y personas que colaboraron para la realización de este trabajo:
Fesme, Fundación Terra Firme, Academia de Historia de Cartagena. Personas: Jaime Borja,
Paula Ronderos, César Torres, Silvia Cogollos, Carolina de Wittich, Óscar Saldarriaga, Mo-
nika Therrien, Martín Andrade, Almirante Barona, Lourdes de Villamizar, Gonzalo Zúñiga,
Roberto Arrázola J., Alfonso Cabrera y Moisés Álvarez.

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Ricardo Borrero Londoño
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breve intercambio de disparos que desencadenó la apertura de un boquete


en la muralla.
Un año después de lo sucedido, fue publicada en Ámsterdam La rela-
tion de l’expédition de Carthagène: faite par les François en 1697. A lo largo de este
invaluable documento, monsieur de Pointis consignó lo acaecido desde que
concibió la expedición hasta que regresó a Brest. En la primera mitad del
siglo XX apareció la versión en español de Roberto Arrázola, quien se basó
en la traducción inglesa que había realizado Oliver Payne, en 1740. Aunque
el trabajo de Arrázola se limitó a la transcripción, traducción y compilación
de documentos, fue de gran utilidad, y al cotejar su versión con el texto ho-
landés, a pesar de algunas inconsistencias, mostró su fidelidad.

370 En 1886, Soledad Acosta de Samper escribió una adaptación literaria


de lo sucedido, que aunque se basa en fuentes fiables, recrea el asalto median-
i

te hipérboles en las cifras y diálogos ficcionales. William Thomas Morgan


parece haber sido la primera persona en realizar un estudio historiográfico
sobre el asalto de Pointis a Cartagena. Su investigación, publicada en 1932 en
The American Historical Review, ofrece un panorama completo del contexto
histórico del asalto. Una década más tarde, Porto del Portillo publicó una
versión breve y menos rigurosa en el Boletín Historial de Cartagena.
Así, hasta 1960, eran muy pocos los escritos sobre el tema. En aquel
año apareció la segunda versión académicamente autorizada: Cartagena de
Indias: puerto y plaza fuerte, que referencia importantes documentos y brin-
da un panorama general de lo acaecido. De hecho, intentos posteriores de
Marchena Fernández, Román Bazurto y Cruz Apestegui reproducen, en
mayor o menor medida, lo que en ella relata Marco Dorta.
Lucena Salmoral también trae a colación el asedio de monsieur de
Pointis en uno de sus libros. Plantea que durante la toma de Cartagena los
piratas fueron puestos al servicio de los intereses de Francia. Así mismo,
afirma que este episodio fue el culmen de la agonía filibustera. En el Ensayo
bibliográfico, acerca de la piratería americana, publicado en el número 12 de
esta revista, Moreno Álvarez resume la versión de Lucena Salmoral sobre
lo sucedido en Cartagena, en 1697.

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De Pointis y la representación textual de la expedición a Cartagena en 1697

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En 1979, Enrique de la Matta planteó, en un libro destinado exclu-
sivamente al asalto de Pointis a Cartagena, que éste fue posible gracias a
la cooperación del gobernador Diego de los Ríos y que a su vez fue uno
de los acontecimientos más determinantes en el subsiguiente declive de
la plaza e, incluso, de la monarquía española. Pese a servirse de fuentes no
tenidas en cuenta y aún erigiéndose en el primer estudio detallado sobre
el tema, el componente teórico parece ausente en este trabajo que, no obs-
tante, ha servido como guía para los estudios posteriores sobre el asedio.
Se destacan: la versión ilustrada que Gonzalo Zúñiga presentó en su libro
sobre San Luis de Bocachica y aquella que ofrece Eduardo Lemaitre en
su Historia general de Cartagena. Por desgracia, la obra de Zuñiga no es del
todo clara al indicar la procedencia de la información.
Cartagena de Indias en el siglo XVII (Meisel Roca y Calvo Stevenson) 371

i
recoge las memorias del V Simposio sobre la Historia de la ciudad, en el cual
se celebró una mesa redonda para discutir por qué cayó en 1697. Allí están
consignadas las versiones más recientes. En líneas generales, éstas recogen
una vez más la exposición de Matta, quien partió de la misma pregunta.
Volviendo al documento de Desjeans, cabe mencionar que aunque
está lleno de meandros en que se plantean situaciones hipotéticas, no pre-
senta partición explícita y goza de una escritura fluida. Abarca más o menos
unas 50 páginas a lo largo de las cuales se recapitula el preámbulo de la salida,
el trayecto entre Brest y Santo Domingo, lo acaecido en la isla antes de zar-
par, el desembarco en las inmediaciones de Cartagena y la operación militar
que condujo a su capitulación. Se relatan también el recaudo de bienes y
dinero, la salida de las autoridades y, finalmente, el tortuoso viaje de regreso.
A similitud del común de los textos coloniales alusivos al “Nuevo
Mundo”, la Relatión de monsieur de Pointis fue erróneamente englobada
bajo el calificativo de “crónica”, como resultado de los procesos imprecisos
de clasificación en que la prosa narrativa colonial fue homogeneizada por
aludir a un mismo referente y haber sido escrita en una misma época.
Cabe anotar que este debate en torno a la catalogación documental
recobró su vigencia cuando los seguidores de Wittgenstein explayaron los

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alcances de la preocupación por la forma y el discurso, al campo de la his-


toriografía. Tras plantear que el lenguaje trasciende la función significante,
han desviado la vista de los contenidos y han volcado el interés sobre la
forma, mediante el reconocimiento del papel que cumple el lenguaje en la
configuración de realidades.
Así, se propuso una nueva forma de clasificación, que parte de carac-
terísticas extensibles a todo un tipo discursivo (Mignolo), pero no a los de-
más. Gracias a este procedimiento, el conjunto de textos antes englobados
como “crónicas” hoy pueden distribuirse en varios grupos específicos. Los
aspectos que se deben considerar son: el metatexto o modelo estructural
(White, El contenido), el lugar de producción o agente de actividad (Certeau),
la motivación o propósito y la acepción original del término con que se
372 alude a cada tipo discursivo.
i

Por ejemplo, las relaciones oficiales de la Conquista y Colonización,


acorde con la connotación que la expresión tenía, eran informes solicitados
por la Corona, a causa de lo cual se organizaban a partir de un cuestionario.
Generalmente no estaban a cargo de un letrado (Mignolo 70). En este or-
den de ideas, los documentos que cuentan con estas características deben
catalogarse como relaciones oficiales y con base en este procedimiento, los
textos antes englobados como “crónicas” hoy pueden etiquetarse como
historias, cartas, diarios, etc.
Esta nueva heurística parecería apuntar a la resolución de un pro-
blema meramente nominal, pero al tomar en consideración su minucioso
procedimiento, notaremos que esta afirmación es un argumento acríti-
co para soslayar o trivializar la rigurosa labor que debe anteceder el trabajo
hermenéutico.
Ahora bien, haremos un esfuerzo por demostrar que la expedición
a Cartagena en 1697 osciló entre el corso, la piratería y la oficialidad. Acto
seguido, buscaremos poner en evidencia que su ambigüedad encauzó una
relación estructurada como epopeya o mito heroico. Una manifestación
discursiva de clasificación igualmente confusa, en que el tipo, el metatexto y
el período de producción parecerían no tener correspondencia.

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Mediante el desarrollo de estas hipótesis, someteremos a prueba
la utilidad práctica de la tipología discursiva. Usaremos la deconstrucción,
concebida como un procedimiento de lectura y no como un método o
sistema filosófico. Según el responsable de la acuñación del término, la de-
construcción parte de la “...necesidad de formular preguntas trascenden-
tales para no quedar atrapado en un incompetente discurso empirista y,
por lo tanto, para evitar el empirismo, el positivismo y el psicologismo…”
(Derrida 155). Es una estrategia de lectura minuciosa, prudente y propo-
sitiva, que consiste en desarticular una estructura, para poner en evidencia
su constitución y sus contradicciones internas.
Por último, la representación fue de gran utilidad para comprender el
texto, en cuanto éste “...muestra una ausencia, lo que supone una neta dis-
tinción entre lo que representa y lo que es representado…” (Chartier 57). 373

i
Es decir, fue concebido como herramienta de un conocimiento indirecto
que permite ver el asedio a través de una imagen narrada que lo suplanta y
es capaz de traerlo a la memoria.

rContexto
Ambigüedad e n l o re p re s e n t a d o

Con el siglo XVII, el centro de poder se desplazó del Mediterráneo a la re-


gión báltica, y el declive de la economía ibérica se hizo perceptible. La posi-
ción detentada por España se debatió entre Inglaterra y Francia. En 1686 se
conformó la Liga de Augsburgo, con el fin expreso de frenar la expansión
francesa. Tres años más tarde, con la adhesión de Inglaterra, la Liga cambió
su nombre por el de Gran Alianza (Rubio).
En aquel contexto, la guardia francesa tuvo la oportunidad de demos-
trar lo beneficiosa que había sido la renovación impulsada por Le Tellier. Las
victoriosas campañas en el Rosellón, Renania, Cataluña, entre otras, conso-
lidaron la iniciativa modernizante de crear una ejército estatal que, poco a
poco, sepultó al sistema de mesnadas que imperaba en el feudalismo.

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Los siglos XV y XVI habían traído grandes avances en materia de gue-


rra. El creciente uso de la pólvora había impulsado el perfeccionamiento de
la bombarda y la invención de la cureña, que además de facilitar el desplaza-
miento de la artillería, aumentó considerablemente la precisión de tiro. Es-
tos adelantos jalonaron, a su vez, el desarrollo de la teoría de la fortificación.

En materia de milicia se implementaron las compañías reales de or-


denanza, que consistían en agrupaciones de infantes o caballeros que reci-
bían una paga y eran equipados mediante fondos provenientes de los im-
puestos; también se fundaron escuelas para la formación de oficiales. No
obstante, la mayoría de los soldados siguieron siendo “…suministrados y
equipados por las comunidades” y “se ejercitaban en la guerra sin abando-
nar el cultivo de los campos.” (Voltaire 333).
374
i

J e a n B e r n a rd L u i s D e s j e a n s ,
b a ró n d e P o i n t i s : u n a l m i r a n t e
de la Marina Real l i d e r a u n a e m p re s a c o r s a r i a

Como en el siglo XVII los soldados profesionales seguían siendo pocos, la


mayoría de los ejércitos navales estaban conformados por armadores inves-
tidos con patentes de corso (Moreno 375), pero éste no fue el caso de Jean
Bernard Luis Desjeans, cuyos datos biográficos nunca sugieren que haya
obtenido una. Por el contrario, indican que formó parte de la oficialidad
durante toda su vida y que ocupó cargos de importancia en la Marina Real
francesa; fue jefe de escuadrón, comisario general de la Artillería y almirante.
Además, ostentó los títulos de barón y caballero (Michaud, “Jean Bernard”).
Pese a su posición, Desjeans no mostró interés en ocultar que el mo-
narca proporcionó el apoyo militar requerido para la toma de Cartagena.
La contribución fue evidenciada desde el primer párrafo del documento,
en el cual a su vez señaló que el plan había partido de su iniciativa y no de
la del rey: “…había recibido de Su Majestad la aprobación del proyecto
que yo tuve el honor de presentarle y también contaría con los hombres,
buques, municiones, etcétera, que yo pensaba fueran necesarios llevar con-
migo en dicha expedición” (cit. en Arrázola 23).

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Casi sobra aclarar que la generosidad del soberano no era gratuita.
En efecto “Su Majestad había graciosamente concedido la décima parte del
primer millón del botín y la tercera parte de los millones restantes a todos
los hombres que tomaran parte en la expedición” (cit. en Arrázola 30). Es
decir, él percibiría la mayoría de las riquezas.
El proyecto contó, así mismo, con el apoyo de burgueses y nobles,
como monsieur de Pont-Chartrain, el conde de Maurepas y el tesorero ge-
neral Vallone. De hecho, “Apenas nuestro designio se hizo público, comen-
zó a afluir el dinero a nuestras manos en forma inesperada. Todo el mundo
en el país que­ría contribuir a la empresa.” (cit. en Arrázola 23), comentaba
orgulloso de Pointis.
Ahora bien, al tomar en consideración el carácter crediticio de las 375
aportaciones, no tenemos por qué extrañarnos al ver que la acción fue li-

i
teralmente concebida como una empresa: “Una compañía de capitalistas
corrió con los gastos del armamento con la condición de tener participación
de las ganancias.” (Michaud, “Jean Bernard” 579).
Finalmente, el léxico del almirante no deja dudas en torno al marcado
carácter financiero de la expedición. Entre las expresiones que así lo atesti-
guan se cuentan: “gestión, fondos suficientes, gastos, dinero, empresa, suma
fijada, suma gastada, pérdida irremisible, más dinero, devolución de dinero,
retiro del capital invertido, minuta de consejo, seguridad de inversión, bolsa,
resultados monetarios, dinero anticipado y cálculo.” (Arrázola 23-24).
Lo anterior lleva a concluir que si la toma de Cartagena se produ-
jo en el marco de un conflicto entre Francia y España (Rubio), sería poco
astuto interpretarla como un suceso de guerra. El hecho de que Luis XIV
necesitara recursos para mantener su holgado tren de vida y el que adicio-
nalmente buscara la abdicación del trono español en favor de uno de sus
nietos (Zúñiga 74; Lucena 228) no eran razones suficientes para justificar
la invasión de un dominio ultramarino.
Para cerrar, señalemos que si “El corso era así una actividad subvencio-
nada por el mismo estado […] apoyada económicamente por burgueses e

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incluso por nobles…” (Lucena 37), la toma de Cartagena se ciñó rígida-


mente a la descripción.

Jean Baptiste Ducasse, gobernador de Santo


Domingo: un corsario encabeza una acción pirática
La figura que seguía en importancia a monsieur de Pointis era Jean Baptis-
te Ducasse, quien también ostentó cargos altos en la oficialidad francesa.
De hecho, cuando se efectuó la expedición, ocupaba la Gobernación de San-
to Domingo (Arrázola 27; Michaud, “Jean Baptiste” 97 -99; Lucena 225).
Según cuenta Esquemeling, una de las principales ocupaciones de
los franceses que habitaban en aquella isla era la piratería (110). Esta situa-
ción era conocida por el gobernador, quien en vez de tomar cartas en el
376 asunto, parecía propiciarlo. En efecto, Michaud indica que lo que hizo po-
i

sible el ingreso de Ducasse al cuerpo de marina fue el ataque de una flota


holandesa, pero al señalarlo parece olvidar que cuando lideró aquella arre-
metida, se hallaba “…provisto de patente de Corso…” (Matta 30). Para
sumarse a ello el barón comenta que “…él decía que tomaría parte en la
expedición como un soldado privado” (cit. en Arrázola 28), lo cual despeja
la incertidumbre residual en torno a su posición.

Los b u c a n e ro s y f i l i b u s t e ro s d e Santo Domingo


a l s e r v i c i o d e l a s a s p i r a c i o n e s re a l e s

Con el Tratado de Turín, la actitud beligerante de la corona francesa dio


un giro trascendental: “Se firmó la paz con Saboya y se creía muy pro-
bable que pronto se firmaría una paz general.” (Arrázola 23). Esta situa-
ción despertó la desconfianza de ciertos inversionistas, que prefirieron
retirar sus aportes, y así disminuyó la fuerza con que debía contar la ex-
pedición. No obstante, la carencia pudo ser subsanada con la participa-
ción de un grupo de filibusteros2 reclutados por Ducasse, quien afirmó:

2
r
Aunque la edición de 1698 emplea el vocablo flibustiers para referirse a quienes acompañaron
a Desjeans en la expedición, Payne y Arrazola utilizan las palabras buccaniers y bucaneros. Por

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“… había tenido una gran suerte en en­contrar aquellos piratas…” (cit. en
Arrázola 28).
La utilización de la palabra piratas implica reconocer que “… tales
hombres no eran sujetos ni vasallos de sus Majestades…” (Esquemeling
121), en tanto que “…un pirata, a secas, no tenía filiaciones de ningún tipo
con una nación o soberano y se movía con el fin exclusivo de obtener el
máximo posible de ganancias en sus operaciones” (Moreno 381).
Pese a lo anterior, de Pointis explica que si aquellos hombres habían
operado de manera independiente, luego fueron sometidos a la jurisdic-
ción de Santo Domingo y que “…quienes los consideran súbditos del Rey,
las más de las veces, son aquellos que los necesitan y por consiguiente no
tienen ningún inconveniente en hacerles la corte.” (cit. en Arrázola 29). Con 377
el claro propósito de incriminar a Ducasse, interpola a lo citado que “Las

i
ventajas que sus servicios pueden traer a los gobernadores los libra de la
persecución de la ley a que son deudores…” y que “Como la gobernación
de Santo Domingo ha sido muy enriquecida por ellos, se les perdonan con
indulgencia las barrabasadas de que hacen víctima a los españoles...” (cit. en
Arrázola 29).
Irónicamente, Desjeans se “… encontraba en caso de apre­mio y
realmente necesitaba de aquellos hombres…” (Arrázola 30) para llevar
a feliz término su lucrativa empresa antiespañola, con lo cual demuestra
que su actitud frente a la piratería no diverge en absoluto del utilitarismo
que critica en los demás. Ahora bien, al tomar en consideración que los
bucaneros reclutados en Santo Domingo sumaban un total de 600, cabría
sospechar que hubieran llegado de las islas vecinas en respuesta a un lla-
mado, pues en aquella época quedaban pocos en La Española (Esqueme-
ling 110), pero:

rmotivos de extensión soslayaremos la discusión y utilizaremos los términos bucanero, pirata


y filibustero indistintamente. (Esquemeling 110-2; Lucena 33-40; Moreno 374-81).

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Cuando se decide hacer una “expedición”, se envían correos a todas las islas
señalando una fecha y un lugar de reunión. Allí acuden los capitanes “solita-
rios” y se convoca un consejo de guerra que fija todos los detalles del asalto.
Cuando se llega a un acuerdo empieza a funcionar la disciplina. Cada uno
tiene su puesto y su lugar a desempeñar; y antes de levar anclas el botín ya ha
sido teóricamente dividido… (Gall y Gall 149)

Con base en la dilación que dieron los bucaneros al embarque, ca-


bría sospechar que aguardaban a algunos colegas; pero, más allá de las con-
jeturas, existen certezas que hablan de una convergencia entre la empresa y
la descripción general de expedición filibustera que ofrecen los hermanos
Gall. A saber, cuando “…quedó todo listo para zarpar […] hubimos
de dilucidar un punto muy importante: los piratas querían estar seguros de
cuánto recibirían de botín y, asimismo, querían una garantía de que su parte
378 les sería entregada.” (cit. en Arrázola 29). Con ello se produjo la repartición
i

hipotética de la presa que inmediatamente fue consignada por escrito.


En el contrato que firmaban los bucaneros antes de partir, “…especi-
fican cuánto debe tener el capitán […] después estipulan las recompensas,
y premios de los que serán heridos o mutilados de algún miembro” (Esque-
meling 126). Es decir, que al ordenar “… que todos los piratas que hubieran
sido heridos en acción, recibieran premios en efectivo...” y que los capitanes
fueran gratificados (Arrázola 64), de Pointis se mostró respetuoso ante el
derecho consuetudinario del filibusterismo. Sólo hacía falta establecer la
jerarquía y no tardó en hacerlo, al señalar que en él “…encontrarían un jefe
que les daría órdenes, pero en ningún caso un compañero de fortuna…”
(cit. en Arrázola 30).
Lo anterior nos obliga a disentir de las palabras de Lucena, cuando
afirma: “El ataque distó mucho de ser una empresa filibustera, ya que lo
dirigió Pointis dentro de las normas más estrictas de la armada francesa”
(Lucena 228). Así, aunque la toma de Cartagena se ajusta a la caracteriza-
ción de empresa corsaria, en este punto también parece encuadrar en la
descripción de expedición pirata que ofrecen los Gall.
Agregaremos que las incursiones de los piratas en territorios cus-
todiados por las metrópolis fueron escasas y que se caracterizaron por su

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fugacidad y que aun cuando eran más dados al abordaje, en ciertas oportu-
nidades se permitían el desembarco y el asedio de ciudades costeras, pero
al cabo de pocos días, cuando éstas habían sido completamente saqueadas,
las abandonaban y sus habitantes huían mientras los bucaneros empren-
dían la retirada.
Al tener en cuenta que durante la toma de Cartagena se procedió
de esta manera y que, como cuenta Zúñiga (comunicación personal), los
fondos recaudados con el expolio fueron empleados en la remodelación
del Palacio de Versalles, creemos que este episodio fue una de las oportu-
nidades en que “…los filibusteros fueron hábilmente aprovechados y do-
mesticados por Inglaterra, Francia y los Países Bajos…” (Moreno 376).
Conviene señalar que no somos los primeros en incluir este acon- 379
tecimiento en el conjunto de acciones corso-piráticas que tuvieron lugar

i
en el Caribe. En efecto, ha sido incorporado en la mayoría de compendios
sobre el tema (Acosta de Samper; Román; Cruz; Haring; Lucena; More-
no); sin embargo, recordar el carácter de la empresa esclarece su lugar y
proporciona información muy valiosa al primer componente de la fórmu-
la contexto-texto-metatexto.

rTexto: pragmatismo en
la representación

Acorde con lo anterior, la empresa procede de un lugar real-corso-pirático, lo


cual acarrea nuevas dificultades a la hora de identificar la intención con que
fue representada textualmente. Partir de una conclusión tan vaga tampoco
hace fácil determinar a qué tipo discursivo pertenece la representación; sin em-
bargo, tener por cierto que el propósito de Desjeans al venir a América fue
poner sitio a Cartagena ayuda a esbozar las respuestas a estos interrogantes.
Dado el cariz empresarial de la expedición, el documento pudo ha-
ber servido para informar a los inversionistas. Esta idea converge con la
línea argumentativa que invita a pensar que, acorde con su título, el texto

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es una relation. No obstante, sus párrafos carecen de numeración y están


perfectamente interconectados, así que su estructura va en contravía del
formato que seguía este tipo discursivo, usualmente regido por cuestiona-
rios y dirigido a alguien que ocupaba un cargo alto.
Así mismo, en discordancia con la prosa de un hombre poco doc-
to, el escrito capta la atención del lector desde la primera frase, con la cual
crea un clima confidente que entremezcla nostalgia e indignación. Aunque
cabría pensarlo, la extensión del documento hace desconfiar de que haya
sido concebido como carta. Además, éste era un tipo infrecuente durante el
siglo XVII y los textos “... narrados a lo largo del recorrido, no suelen tener in-
troducciones en las que se consigne un destinatario explícito, ni tampoco
aparece la figura de un interlocutor a lo largo del texto” (López 172).
380
Por esta razón, insistir en que el documento es una carta o una re-
i

lación, obligaría a reconocer la existencia de un destinatario tácito, pero el


nombre del receptor no es mencionado jamás, a diferencia de lo que su-
cede cuando se escribe, porque lo “...mandó azer el muy ilustre señor don
Lope de Orosco...” (cit. en Tovar 309) o cualquier otra persona. Tampoco
se menciona su posición, como hacían las gentes para dirigirse “Al Xristia-
nisimo y muy alto y muy poderoso príncipe Rey Nuestro Señor” (Núñez
de Balboa, cit. en Tovar 79). De hecho, no hay ni siquiera una referencia
indefinida, como la que utilizan los autores que sencillamente hablan a “...el
lector...” (Fernández 56).
De este modo, nos encontramos frente a un relato de viaje “… es-
tructurado a partir de la voz de un narrador viajero...” (López 172) que usa
la primera persona, y dada su proximidad al pasado que representa, desco-
noce su desenvolvimiento definitivo. Esta perspectiva de narrador-prota-
gonista recibe el nombre de focalización interna directa e invita a pensar que
el texto fue escrito sobre la marcha. No obstante, recordar que la escritura
está supeditada a la función regente del autor lleva a concluir que la utili-
zación de múltiples tonos refleja la destreza dramática del escritor y no la
simultaneidad entre el acontecer y su recreación literaria. En otras palabras,
quien posee la historia, posee el discurso y, por ende, utiliza el pretérito.

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Si bien es cierto que las actividades bélicas acaparaban buena par-
te del tiempo de Desjeans, el uso frecuente de fechas le permite crear una
secuencia temporal que parecería derivar de un cronograma estricto de
escritura. Sin embargo, la engañosa rigidez de su cronología se diluye en
referencias imprecisas como: “… cincuenticinco días después…” (cit. en
Arrázola 26).

Aunque son pocas, las referencias como ésta dejan entrever el lapso
que podía mediar entre dos sesiones de escritura o entre dos acontecimien-
tos dignos de mención. De igual manera, descubren la intención que tenía
el almirante de emular la realidad del tiempo transcurrido, mediante el hilo
conductor de la narrativa (Ricoeur). Por eso el escrito cuenta con un inicio,
un nudo y un desenlace. Concatena eventos viejos con eventos nuevos para
dar continuidad a un ejercicio literario integrado por sesiones dispersas en 381

i
el espacio y en el tiempo. Es decir, trasciende la serialidad de la protonarra-
tiva conformada por los textos que se inician cuando el autor comienza a
registrar los hechos y concluyen en el momento en el cual éste se detiene
(Ricoeur; White, El contenido). En síntesis, dista de ser “… una lista organi-
zada sobre las fechas de los acontecimientos que se desean conservar en la
memoria.” (Mignolo 75) y por eso ni es una crónica, ni tampoco un diario.

Ahora bien, para afirmar que el discurso es de carácter historiográfi-


co, podríamos decir que el almirante escribió un “… informe de los tiem-
pos de los cuales, por su trayectoria vital, es contemporáneo” (Mignolo 75),
pues ésta fue la definición que se mantuvo entre los tratadistas historiográ-
ficos hasta el siglo XVII. No obstante, el gran hombre cuenta sus hazañas sin
la mediación de un personaje de letras, lo cual aleja el documento de este
tipo discursivo. Es de recordarse que el sujeto historiado no puede ser el
sujeto historiante, como en el caso de la autobiografía.
Por otra parte, las preocupaciones de orden moral y natural que se
entrevén a lo largo del documento eran subsidiarias de unos fines prácticos
inmediatos y estaban lejos de ser las principales motivaciones para escribir.
Al ocuparnos de los piratas, aclaramos que si al barón le “… resultaba ho-
rriblemente desagradable el trato con ellos…” (Arrázola 29), el imperativo

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que le exhortaba a abstenerse de esta relación, estaba subordinado al po-


tencial de su empresa. Veamos ahora cómo los intereses de orden natural
también subyacen a unos objetivos prácticos:
Quiero hacer notar que allí en la costa de Cartagena, los bosques ofrecen el
raro espectáculo de llegar hasta el mar y por consiguiente son ellos un mag-
nífico sitio para la defensa. Los enemigos podrían esconderse allí y esto me
obligaba a ser muy precavido. (Cit. en Arrázola 40)

Si bien es cierto que los textos intitulados Historia general y natural de


las Indias también fueron escritos atendiendo a la utilidad que las plantas y
animales pudieran tener, en general, perseguían las propiedades alimenti-
cias o medicinales, es decir, evidenciaban las características y cualidades de
los elementos, con objetivos menos inmediatos que los de Desjeans, quien
382 describía la naturaleza en función de las posibilidades que proporcionaba a
i

una acción militar determinada, enmarcada en su propia campaña.


Aunque sus datos biográficos no lo explicitan, por su elevada posición
cabría esperar que el barón hubiera sido versado en retórica. No obstante, las
pretensiones de verdad y persuasión brillan por su ausencia. El almirante no
acude a otros testigos, ni hace referencia explícita a las autoridades clásicas o
a Dios. En efecto, no menciona sus fuentes, ni expone la intención testimo-
nial de presentarse como testigo “... por averlo visto, e ser publico y notorio.”
([Garçia] de la Vega). En suma, se desconoce la intención de Fernández de
Oviedo, que al poner de facto sus motivaciones para escribir historia, niega
la retórica mediante una estrategia retórica, e insta al lector a creer que:
[...] no lee fábula, ni cosas aquí acumuladas por pasar tiempo en hablar con or-
nada oración o estilo, como algunos hacen, porque de todo esto carecen estos
tractados, e solamente escriptos para notificar verdades y secretos de la Natura,
llana e verdaderamente escriptos, a gloria e loor de Dios. (Fernández 56)

Por tales razones, la representación no podría considerarse historio-


gráfica, ya que pese a encajar en la definición de historia que se daba en la
época, no cumple con los parámetros y cánones de escritura que maneja
este saber desde el siglo V a. C., cuando Herodoto y Tucídides ya habían
reconocido la importancia de las pruebas (Hartog 386).

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Como hemos agotado los principales tipos de la Colonia, debemos
reconsiderar aquella propuesta según la cual el documento estaba dirigido
a los que aguardaban en casa ansiosos por conocer el destino de “…la enor-
me suma gastada…” (cit. en Arrázola 23). Allí encajaría el empeño que pone
el barón en adular al Rey Sol, que fue el inversionista mayoritario. Es decir,
“… con la esperanza de que su texto más tarde tuviese recepción y acogida
dentro de los círculos del poder, para a través de ellos conseguir las recom-
pensas o canonjías que se solían brindar a los que participaban en las empre-
sas de la conquista.” (López 72). De Pointis afirma que su mayor anhelo es
conceder “…. honor, gloria y provecho a la Corona.” (cit. en Arrázola 69).
En síntesis, el texto “… no se inscribe en ningún modelo institu-
cional, sino que es producto de las circunstancias…” (Mignolo 101) y, a
diferencia de los observadores “…compelidos por la necesidad de contar 383

i
lo que sus propios ojos vieron…”, monsieur de Pointis se hallaba en la obli-
gación de “…rescatar los hechos acaecidos…” (Las Casas, cit. en Mig-
nolo 77) por ser el directamente “… responsable del honor de las armas de
Su Majestad…” (cit. en Arrázola 59).
Así pues, el almirante “…escribe sus experiencias, relata, hace rela-
ción de hechos que le parecen dignos de memoria” (Mignolo 101) y, por
ende, el documento es una relación, que cumple con la función de infor-
mar a los interesados en la empresa mientras convierte a su protagonista
en un héroe homérico y le permite “… servir y lisonjear a los príncipes…”
(Las Casas, cit. en Mignolo 77).

rMetatexto: trascendencia y heroización


Hasta aquí hemos demostrado que el documento es una relación y que,
por ende, está destinada a informar a los interesados en la empresa, así
como a halagar al monarca. En adelante, haremos notar que el relato no
sigue el patrón habitual de los textos que pertenecen a este tipo, pues al gra-
ficar su metatexto obtendríamos una onda cuya frecuencia inicia con picos

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bajos que se van haciendo cada vez más altos, hasta llegar a un punto en
que comienzan a declinar, para desaparecer finalmente.
El trazado ascendente hacia cada uno de estos picos representa
una barrera que se interpone en el camino que todo héroe debe seguir.
Consecuentemente, los tramos descendentes simbolizan los momentos
de distensión en que el héroe recibe ayudas que le sirven para salir de
apuros. El clímax del relato está situado en la cúspide más elevada de la
gráfica y representa la gran meta. No obstante, el destino no se consuma
al trascender el pico mayor, pues restan algunos inconvenientes que tam-
bién deben superarse.
En la relación, tras las pequeñas colinas a que dan lugar las vicisitu-
384 des de la salida y las sorpresas negativas en la isla de Santo Domingo, la
tentación de olvidar Cartagena y tomar Veracruz dibuja un pico elevado.
i

Allí, Ducasse hace las veces de Calipso y, por ende, al rechazar su propues-
ta (Arrázola 32), el barón se encamina nuevamente y se orienta al des-
censo. Una nueva cumbre asoma cuando tiene que enfrentar los falleci-
mientos del vizconde de Cotlogon y el caballero de Pointis (Arrázola 57).
Aunque su gran amigo Levy pervive, estas pérdidas son casi comparables
con las muertes de Enkidu, Prítoo y Patroclo, en los relatos de Gilgamesh,
Teseo y Aquiles.
Finalmente, así como Perseo disfrutó de la ayuda de Atenea, Des-
jeans contó con el apoyo de una Corte que le brindó “... su magnífico soco­
rro...” (Arrázola 24). De igual forma, si para matar a la Gorgona Medusa, al
primero se le concedieron unas sandalias con alas y un casco que lo hacía
invisible; el segundo obtuvo del rey todo lo necesario para tomar Cartage-
na. Sin embargo, al igual que a Ulises le correspondió volver con Penélope
y deshacerse de sus pretendientes para poder ser venerado, el barón tuvo
que enfrentar la escuadra de Neville y regresar a salvo (Arrázola 71-72),
antes de convertirse en héroe.
En este orden de ideas, la manera como está estructurada la relación
remite a la época clásica, una de cuyas figuras más insignes dio vida al rey
de Ítaca a lo largo de la Ilíada y la Odisea, que si bien son las epopeyas más

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famosas, distan de ser las únicas obras pertenecientes al género. En efecto,
éste parece haber sido muy popular hasta bien entrado el siglo XVI, cuando
comenzó a perder vigencia ante el empuje de la novela moderna:
En la Edad Media el espíritu caballeresco-feudal, animado por el impulso de
las primeras nacionalidades, creó la epopeya medieval, que recibe el nombre
más común de poema épico o cantar de gesta. Generalmente estas gestas o
hazañas eran referidas a un individuo en quien se depositaban las virtudes he-
roicas de un pueblo o de una raza. (Berrío y Huerta 171-72)

Poco más tarde, cuando un sinnúmero de aventureros osaron cru-


zar la mar que se erigía como frontera entre la tierra conocida y la porción
inexplorada del orbe, la epopeya recobró su forma clásica (Therrien). De
la mano con el “descubrimiento”, los caballeros y sus monturas se convir-
tieron en imágenes de un pasado oscuro, para abrir paso al Renacimiento, 385

i
junto al cual advino el Humanismo.
Esta corriente tardó varios años en permear el suelo francés. No
obstante, comenzó a echar raíces con la fundación del Colegio de Lec-
tores Reales, en 1530. La institución impartió enseñanza de las lenguas
clásicas y se convirtió en el epicentro de difusión humanista. Posterior-
mente, dio origen al Colegio de Francia, donde se formaron varios de los
intelectuales de la corte.
Algunos años antes de que monsieur de Pointis emprendiera su viaje,
Racine y Boileau fueron nombrados historiógrafos del Rey Sol y miem-
bros de la Academia Francesa. Así fue contagiada la corte del clasicismo
que se hallaba en pleno auge cuando Desjeans escribió su relación. En el
seno de este movimiento cobró gran importancia la epopeya o mito heroi-
co, ya que desde el mundo antiguo había sentado las bases para el retorno
del individuo y la valoración de lo humano, que sirvieron a la cimentación
del ideal renacentista, que pregonaban los mencionados intelectuales.
Ahora bien, aunque los datos acerca de la formación intelectual del
almirante son prácticamente nulos, la génesis de su pensamiento es indiso-
ciable de aquella época de admiración por las artes grecolatinas, y dada su
extracción social, es probable que haya entrado en contacto con la academia

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cortesana y, en particula,r con el Arte poética que escribió Boileau algunos


años antes de su nombramiento como historiógrafo de Luis XIV. Este breve
manual, inspirado en Aristóteles y Horacio, esbozaba las normas literarias
que debían seguir los escritores. Adicionalmente, estaba redactado en un
leguaje sencillo, que ponía la doctrina escritural al alcance de cualquier per-
sona medianamente culta (González).
Aunque parezca curioso, durante la Conquista y la Colonización
buena parte de los escritores estuvieron fuertemente influenciados por las
autoridades clásicas. Así lo demuestran los estudios acerca de fray Pedro
de Aguado (Borja), el Inca Garcilaso de la Vega (Hampe, “El renacimien-
to”) y la literatura del virreinato peruano, en general (Hampe, La tradición;
MacCormack).
386
En este orden de ideas, resulta un poco menos extraño que en ple-
i

no siglo XVII un almirante de la marina francesa haya escrito una relación


que “… no se apega a la seca narración de los hechos acaecidos sino que
se articula mediante estructuras ‘migrantes’ que provienen de distintos ti-
pos y formaciones discursivas…” (Mignolo 101). La atmósfera intelectual
hizo que Hesíodo, Homero y Virgilio se erigieran en fuentes de inspiración
obligadas para la relación de Desjeans, quien se representó como un mari-
nero de la antigüedad, que mediante su osadía buscaba sumarse a la trina
de Teseo, Odiseo y Jasón.
Finalmente “... el héroe, héros, es el que ha alcanzado la madurez, el
que realiza el máximo de lo asignado a la condición humana...” (García
Gual 170). Es un personaje “… real o imaginario, que evoca las actitudes
y comportamientos apropiados…” (Klapp 135), así que además del ase-
dio a “… la más famosa ciudad de las Indias. Ella, la tan bien conocida en
Europa, la de las fortificaciones amuralladas…” (Arrázola 33), la Relation
de l’expédition de Carthagène contribuyó ampliamente en la heroización del
barón de Pointis.

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De Pointis y la representación textual de la expedición a Cartagena en 1697

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rConclusiones
En resumen, la toma de Cartagena en 1697 fue una empresa de carácter
híbrido, que originó una relación cuya motivación pragmática consistía en
halagar e informar al Olimpo de los inversionistas de aquello que sucedía.
No obstante, un metatexto extrapolado de la antigüedad clásica confirió al
documento la finalidad trascendental de heroizar a su protagonista, por ser
un personaje ejemplar para la Francia de Luis XIV.

Como en buena parte de las epopeyas o mitos heroicos, el periplo


y la batalla son los escenarios predilectos en que el héroe se desempeña.
Allí hacen presencia los amigos, las malas compañías, las tentaciones y los
avatares del clima que en algunas oportunidades parecerían ser más fuertes 387

i
que aquel héroe, quien pese a las innumerables adversidades que enfrenta
desde el momento en el cual sale de casa, consigue el anhelado triunfo.

El paradigma seleccionado es de aparición relativamente reciente,


y desde su introducción en los países de habla hispana, hace algo me-
nos de dos décadas, ha sido negativamente estereotipado. Contra lo que
muchos piensan, la realización de un estudio en torno a la forma no nece-
sariamente implica rechazo hacia los trabajos que se ocupan del conteni-
do. Es sencillamente una propuesta distinta de aproximación a los textos
que, producto del desconocimiento, ha encontrado pocos adeptos entre
los historiadores colombianos, quienes con contadas excepciones se han
mostrado renuentes a la aceptación de sus aportes.
Así, este ejercicio se suma a los esfuerzos precedentes por demostrar
que en el seno de esta corriente no hay más que una preocupación legítima
por la génesis del pensamiento a partir del lenguaje. ¿Acaso no hace ésta
parte de la historia? Es cierto que lo esbozado por White en Metahistoria
habría cobrado aún mayor utilidad al ser integrado con el estudio de lo
acaecido pues, además de las facilidades que el análisis discursivo propor-
ciona al trabajo hermenéutico, éste permite una comprensión de la historia
y sobre todo de la historiografía, más tendiente al holismo. No obstante,

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una aproximación meramente “formalista” no necesariamente relativiza el


valor cognitivo de las labores historiográficas y, de ser así, hace falta darse a
la tarea de demostrarlo.

rBibliografía
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De Pointis y la representación textual de la expedición a Cartagena en 1697

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Ricardo Borrero Londoño
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Fecha de recepción: 5 de mayo de 2009.


Fecha de aprobación: 6 de julio de 2009.

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R
Reseñas
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Epistolario de sor Dolores Peña y Lillo
( chile , 1763 - 1769 )

Raïssa Kordic Riquelme (prólogo y edición crítica)


Madrid; Frankfurt: Iberoamericana; Vervuert, 2008. 520 p.

Bernarda Urrejola D.
Universidad de Chile - El Colegio de México

Las 65 cartas autógrafas de la religiosa dominica chilena sor Josefa de los


Dolores Peña y Lillo (1739-1822), escritas de su puño y letra entre 1763 y
1769, en Santiago de Chile, han sido editadas recientemente por la filóloga
Raïssa Kordic y publicadas en 2008 por Iberoamericana-Vervuert. Esta edi-
ción crítica forma parte de la colección Biblioteca Antigua Chilena (BACh),
que comenzó a publicar Mario Ferreccio, en 1984, en un esfuerzo filológi-
co dirigido a recuperar textos coloniales de gran valor patrimonial. Den-
tro de esta colección se encuentran obras como la Relación autobiográfica, de
Úrsula Suárez; La guerra de Chile, y Cautiverio feliz, por mencionar algunas.
Según afirma la editora, las ediciones críticas o filológicas permiten
un acercamiento confiable a los textos originales, por cuanto el filólogo
explica la lengua de la época, contextualiza los usos que aparecen en el es-
crito y disminuye a un mínimo las posibles alteraciones o adulteraciones
del mensaje original. En palabras de Kordic: “no solo hay que determinar
valores sémicos que con frecuencia no están recogidos en diccionarios,
sino que hay que comprender exóticas formaciones morfológicas y acertar
en la interpretación de un discurso sintácticamente embarullado y a ve-
ces desconcertante. Cuando no se tienen los criterios, los métodos y la
formación en materia idiomática y textológica, las conclusiones pueden
desembocar en magnas (y a veces tendenciosas) confusiones ilustradas.
La labor hermenéutica historiográfica debe hermanarse con la filológica”.
Se desprende de lo anterior la necesidad de un acercamiento multidiscipli-
nario a estos documentos patrimoniales, imperativo que Kordic subraya
en reiteradas ocasiones.

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Bernarda Urrejola D.
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Acerca de las cartas

Como señalaba al inicio, el epistolario está compuesto por 65 misivas escritas


por la dominica chilena sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo (1739-1822)
y dirigidas a su director espiritual, el jesuita Manuel Álvarez (1701-1773) en
el contexto que rodeó la expulsión de la Compañía de Jesús del territorio
chileno, esto es, entre 1763 y 1769. Los manuscritos originales de estas car-
tas fueron encontrados por su editora en el convento de dominicas Santa
Rosa de Lima, de Santiago de Chile. Hasta entonces sólo se conocían las
escuetas e imprecisas menciones que autores como José Toribio Medina y
José Promis hacían de la religiosa.
Posteriormente se organizó un equipo de investigación interdiscipli-
394 nario para estudiarlas (Fondecyt, 2001-2003). Si bien no se cuenta con las
cartas de respuesta que el sacerdote Manuel Álvarez envió a sor Dolores,
i

pues ella prefería quemarlas por seguridad, las de la religiosa fueron de-
vueltas al convento, razón por la cual este epistolario permanece entre las
dominicas hasta el día de hoy. Al respecto, Rosa Meza, quien escribió la his-
toria del convento en 1923, señala que el padre Manuel Álvarez, poco antes
de salir expulsado de Chile, entregó las cartas de sor Dolores al entonces
obispo de Santiago, quien las legó a sus sucesores, hasta que a mediados del
siglo XIX fueron entregadas al Monasterio de Santa Rosa, donde se conser-
van hasta la fecha.
Kordic afirma que la falta de imprenta en Chile (que sólo llegó
hasta 1811) habría tenido como efecto positivo el haber retardado y difi-
cultado la edición e impresión de manuscritos como éste en el territorio
chileno, lo cual hace posible encontrar actualmente textos que “no plan-
tean problemas como los de la intervención de impresores, deturpación
de los testimonios o contaminación textual entre ediciones y ejemplares
distintos” (p. 17).
La edición crítica

El valor documental de la edición que hace Kordic es enorme y se des-


prende de varios años de trabajo. A modo de ejemplo, la editora afirma que

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Epistolado de sor Dolores Peña y Lillo (Chile, 1763-1769)

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muchas de las cartas manuscritas no tenían fecha y por ello fue necesario
ordenarlas en función de indicios textuales que permitieran ubicarlas en
una serie cronológica, trabajo que comenzó Lucía Invernizzi y que perfec-
cionó Kordic.
En cuanto a lo anterior, el mencionado equipo de investigación en
el que participó Kordic, entre 2001 y 2003, publicó varios estudios basados
en una primera transcripción de las cartas y en el orden preliminar hecho
por la filóloga. Pese a lo provisorio de dicho orden, aquellos estudios ya
evidencian el enorme potencial histórico, religioso, cultural y literario de
la figura de sor Dolores. Este mismo potencial es el que busca subrayar la
editora en su estudio introductorio, pues, junto con la contextualización
y descripción de los interesantes fenómenos lingüísticos que pueden ser
encontrados en las cartas, hace un recorrido por las principales influen- 395

i
cias literarias y doctrinales que evidencia el epistolario, entre las cuales
destaca de manera especial la tradición mística de santa Teresa de Ávila
y de san Juan de la Cruz, así como la influencia de figuras como fray Luis
de Granada y santa Rosa de Lima. También considera Kordic los rasgos
estilísticos y retóricos de la escritura de sor Dolores, propios de una tra-
dición religiosa ligada a la narración confesional de experiencias espiri-
tuales, todo lo cual, en consonancia con el uso de algunas expresiones
propias del lenguaje hablado de la época, dan un carácter muy particular
a las cartas.
De este modo, si bien el epistolario resulta, como la misma Kordic
lo dice, “probablemente la mejor de la fuentes existentes para el conoci-
miento de la lengua española hablada en la Colonia chilena”, creo que
además su lectura complementa de manera indiscutible la visión acerca
del mundo colonial chileno al que ya nos permitía acercarnos con ex-
traordinaria frescura y picardía la Relación autobiográfica, de Úrsula Suá-
rez (1666-1749).
Bibliografía
Kordic, Raïssa. “Chile colonial. Filología e historia: Las cartas de sor Dolores Peña y
Lillo”. Suplemento Artes y Letras, El Mercurio, domingo 3 de junio de 2007.

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Era melancólica: figuras
del imaginario barroco
Era melancólica: figuras del imaginario barroco
Barcelona: José J. de Olañeta-Universitat de les Illes Balears, 2007. 386 p.

Anel Hernández Sotelo


Universidad Carlos III de Madrid (España)
Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (México)

Aproximarse al Barroco desde los estudios de la cultura simbólica y el ima-


ginario colectivo ha sido, desde hace más de una década, el objeto de estudio
de Fernando Rodríguez de la Flor, quien nos ofrece en esta obra un ensa-
yo que compila en buena medida su visión sobre este importante período.

Después de publicaciones como Teatro de la memoria: siete ensayos


sobre mnemotecnia española de los siglos XVII y XVIII (Salamanca: Junta de Casti-
lla y León, 1988), Atenas castellana: ensayo sobre cultura simbólica y fiestas en
la Salamanca del antiguo régimen (Salamanca: Junta de Castilla y León, 1989),
Emblemas: lectura de la imagen simbólica (Madrid: Alianza, 1995), La penín-
sula metafísica: arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma
(Madrid: Biblioteca Nueva, 1999), Barroco: representación e ideología en el
mundo hispánico (1580-1680) (Madrid: Cátedra, 2002), Biblioclasmo: una his-
toria perversa de la literatura (Sevilla: Renacimiento, 2004), Pasiones frías: se-
creto y disimulación en el Barroco hispano (Madrid: Marcial Pons, 2005) entre
otras, en Era melancólica el autor adopta una visión filosófica sustentada en
investigaciones históricas, filológicas y literarias sobre el Siglo de Oro espa-
ñol, rica en reflexiones sobre la lógica de lo peor, el temor del acabamiento,
las retóricas del tene-brismo y el sentimiento de caducidad que envolvie-
ron la segunda mitad del siglo XVI y los primeros años del XVIII en la penín-
sula ibérica y sus virreinatos.

Rodríguez de la Flor nos persuade de que aquel carro triunfal de la


Iglesia postridentina se va convirtiendo a lo largo del tiempo —y coyuntu-

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Era melancólica: figuras del imaginario barroco

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ralmente con el descalabro económico, político, social y moral que supuso
la derrota de La Invencible— en un carro profético y premonitorio del luto
que a cuestas llevaría España durante los años venideros. Un luto alegó-
rico que se manifestaría muy pronto en un luto corporal, donde el senti-
miento del próximo acabamiento fue irreversible.
Estado de tristeza, expansión del humor negro y melancolía, al fin
y al cabo, se constituyeron en la enfermedad de España, cuyos síntomas
se mostraron en la ontología sombría y nihilista de hombres con poco o
nulo criterio de utilidad, lo que produjo que la actividad económica y el
desarrollo técnico y tecnológico peninsular fueran considerados abomi-
nables. Así, dice el autor, esta sociedad conceptualizó su devenir histórico
como una producción universal de ruinas y cadáveres, y el mundo se asi-
miló con un vertedero de inmundicias mientras la tierra representó la parte 397

i
excrementicia de la historia. El progreso histórico, entonces, se vio minado
a favor del concepto de tribulación, de resignación.
En esta antropología pesimista, el Barroco dio a luz una cultura de la
culpa, la expiación y la sospecha, pues la representación negativa del mun-
do generó lo que Freud en su momento calificó como un malestar en la
cultura. En este sentido, Rodríguez de la Flor apunta que el esteticismo
barroco de la exageración, el lujo y las representaciones espectaculares
sólo son otra cara de la melancolía vivida por una sociedad a la que las ta-
reas mundanas dirigidas a la producción de bienes le eran despreciables,
por lo que avocó sus objetivos en la contemplación de artificios discur-
sivos. El exceso de ilusionismo responde a la infortunada pérdida total de
la ilusión por el devenir humano. De ahí la fascinación por las genealogías
fabulosas, el misterio y el jeroglífico pues, finalmente, Calderón de la Barca
asentó en su momento que la vida es sueño.
Así, la sociedad áurica estigmatizó en adelante el ascenso social, los
logros militares, las galas nobiliarias, los éxitos evangelizadores y la vida es-
tudiantil sobresaliente, porque, en una cultura del sufrimiento, infructuoso
sería que un rey como Felipe IV se hiciera representaciones con arquetipos
militares de triunfo o que se discurriera sobre unas “Indias” evangelizadas,

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Anel Hernández Sotelo
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cuando la conciencia de la ruina americana en dicha empresa era innega-


ble. Las reflexiones sobre aquella América española se focalizaron en el ge-
nocidio indígena y en las falsas conversiones. Dios se convirtió también en
un disimulador.
Entonces, el saber ocupa un espacio culpado y una voluntad anticog-
nitiva tiene su válvula de escape en el juego, las comedias, las chocarrerías
y los divertimentos ociosos. La acedia, producto del “demonio meridiano”,
invadió el espacio de las letras y de la reflexión y empujó el alma hacia la
negación de la (trágica) realidad. Esta acedia, esta melancolía, produjo una
ingente cantidad de obras impresas sobre la tristeza peninsular entre 1585 y
1677, donde así como el misionero se autoinmolaba en sus empresas ame-
ricanas, el cuerpo social debía de hacer lo propio.
398
De ahí que la derrota heroica, sufrida y padecida, se viva como triun-
i

fo. Las lágrimas, la sangre y sudor derramados por Cristo son considerados
el medio para comunicarse con Dios, y el amor comienza a ser entendido
como represión, castigo y pasiones contenidas. Pulsión de muerte.
El púlpito se convierte, para el autor, en cátedra de lágrimas que tiene
como corolario las lágrimas de san Pedro, las de la Magdalena e, incluso,
las de Judas, pues la sociedad barroca encuentra necesario también “llorar
por quien no llora”. Y a la teatralización excesiva de las comedias le sigue un
teatro de la culpa, cuyos actores principales son misioneros y predicadores
que ofrecen un espectáculo de la caducidad. Éstos desarrollan la escenifi-
cación trágica de desvelar los jeroglíficos de la muerte, de desenmascarar la
vanitas y de presentar anatomías morales por medio de la calavera, por lo
que se asiste a una desinhibición en el tema de la muerte, del desecho, y se
fomenta la esperanza de la resurrección. Por ello, el obispo-virrey Juan de
Palafox y Mendoza se hace retratar vivo y muerto a la vez, pues “la vida es
un retrato pintado de la muerte”.
Y lo mismo sucede con la imagen reflejada en un espejo, imagen que
representaba lo que es y lo que dejaba de ser, lo que vivía y se consumía.
En esta cultura trágica, la muerte cosecha cada vez que las manecillas del
reloj avanzan. Así, el espejo se convierte, según Rodríguez de la Flor, en una

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Era melancólica: figuras del imaginario barroco

Vol. 14-2 / 2009 r pp. 396-400 rF ronteras de l a Historia


metáfora de la inconsistencia, en un lugar de frontera que representa lo que
fatalmente ha pasado.
Pero el autor nos advierte que si el juego y las diversiones ocupan
el espacio estudiantil, si la acedia empapa los pensamientos del letrado, la
negación prolifera en las conductas políticas y sociales y la virtud religio-
sa es el sufrimiento, la sociedad barroca encuentra también mecanismos
de defensa para esta era del humor negro. La defensa del melancólico, del
cuerpo social enfermo español, será la risa.
El jesuita Antonio de Viera, hacia finales del siglo XVII, teorizó en
los Varios elocuentes libros recogidos en uno sobre las lágrimas de Heráclito.
Entonces, apunta Rodríguez, la contrapartida de estos elocuentes libros
será la emergencia de la risa de Demócrito pues, aunque ésta de antiguo 399
apuntaba hacia la locura, entre el ocaso de la era barroca y la preilustración

i
ibérica, aquella será la defensa de un mundo melancólico y florecerá así la
sátira como medio de saneamiento (aunque superficial), de conciliación
entre el mundo y sus habitantes, de anestesia. El proceso destructivo da
lugar a un proceso constructivo, aunque la risa de Demócrito seguirá em-
papada de melancolía, de conciencia de los malos designios de Dios, que
encuentra una descarga de las pesadumbres.
De este modo, Rodríguez de la Flor fundamenta sus incursiones
en el estudio del Barroco bajo una mirada que podríamos llamar contrama-
ravelliana, que apunta en otra de sus obras: “Creo que la peculiaridad
de esta cultura barroca hispana reside, precisamente, en lo que Maravall de
entrada niega: es decir, en la capacidad manifiesta de su sistema expresivo
para marchar en la dirección contraria a cualquier fin establecido; en su
habilidad para desconstruir y pervertir, en primer lugar, aquello que pode-
mos pensar son los intereses de clase, que al cabo lo gobiernan y a los que
paradójicamente también se sujeta, proclamando una adhesión dúplice”.
Sin embargo, consideramos que la visión de Maravall, en su clásico
La cultura del Barroco (Barcelona: Ariel, 1983), de claros tintes estructuralis-
tas, no se contrapone necesariamente a la visión de Rodríguez —matizada
por elementos filosóficos y antropológicos—, ni viceversa. Ambos enfoques

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Anel Hernández Sotelo
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son complementarios e imprescindibles para entender las culturas y re-


presentaciones del Barroco, porque si bien el Barroco se caracteriza por el
desarrollo de prácticas estatales (si podemos llamar así al nacimiento de la
política moderna emanada del absolutismo) bien definidas bajo la propa-
ganda política, debemos considerar que dicha propaganda es también un
cúmulo de elementos no sólo representacionales sino, incluso, metarrepre-
sentacionales, con lo que ambos autores convergen, finalmente y desde pun-
tos de partida diferentes, en lo que Paul Hazard exploró ya hace algunas
décadas en La crisis de la conciencia europea (1680-1715).

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Pueblos nómades en un estado colonial:
Chaco, Pampa, Patagonia, siglo XVIII
Lidia R. Nacuzzi, Carina Lucaioli y Florencia S. Nesis
Buenos Aires: Antropofagia, 2008. 112 p.

Pedro Miguel Omar Svriz Wucherer


Universidad Nacional del Nordeste, Argentina
Instituto de Investigaciones Geohistóricas-Conicet, Argentina

Esta obra se presenta como una breve síntesis de un trabajo de investigación


de varios años desarrollado por un grupo de investigación conformado por
Lidia R. Nacuzzi, quien es doctora de la Universidad de Buenos Aires (UBA),
con especialidad en Antropología, e investigadora del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicet), ambas reconocidas
instituciones científicas de Argentina. Se ha especializado en el estudio de
las poblaciones nativas de la Pampa y la Patagonia desde la perspectiva de la
antropología histórica. Ha dirigido numerosos proyectos de investigación
vinculados a esta temática, financiados por la UBA y el Conicet. Además, se
desempeña como profesora titular del Seminario Anual de Investigación
del Departamento de Ciencias Antropológicas, de la Facultad de Filosofía
y Letras de la UBA. Ha publicado numerosos artículos y dos libros sobre los
temas de su especialidad y sobre metodología de la antropología histórica.
Por su parte, Carina P. Lucaioli es profesora y licenciada en Ciencias
Antropológicas de la UBA y becaria de Posgrado del Conicet. Participa en
los proyectos de investigación dirigidos por la Dra. Nacuzzi y ha publi-
cado Los grupos abipones hacia mediados del siglo XVIII. La tercera integrante
de este grupo de investigación es Florencia S. Nesis, quien es licenciada
en Ciencias Antropológicas de la UBA y becaria de Posgrado del Conicet.
También participa en los proyectos de investigación dirigidos por la Dra.
Nacuzzi y ha publicado Los grupos mocoví en el siglo XVIII.
La obra Pueblos nómades en un estado colonial... se encuadra dentro
de los estudios de la antropología histórica y expone una interesante

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Pedro Miguel Omar Svriz Wucherer
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metodología comparativa, con el objetivo fundamental de arribar a in-


teresantísimas conclusiones vinculadas con las actividades sociales y
económicas desarrolladas por los pueblos nómades de dos territorios,
generalmente, relegados en los estudios coloniales: el Gran Chaco y la
Patagonia.
Este libro presenta una introducción elaborada por la Dra. Nacuzzi,
en la cual expone el proceso que llevó a la elaboración de esta obra, la confor-
mación del equipo de investigación y la adopción de un enfoque compara-
tivo, al cual define como “…un ejercicio que pone a prueba la comodidad
y la pertinencia de muchos de los supuestos que pueden parecer demos-
trados en la investigación sobre una región dada”; para luego delinear algu-
nos conceptos clave, principalmente el de enclaves fronterizos, el cual usará
402 para referirse a los fuertes militares y las reducciones de indios erigidos en
i

cada región.
A continuación se presentan seis capítulos muy interesantes. El pri-
mero de ellos profundiza en lo concerniente al marco teórico elaborado.
Aquí se hallan los estudios precedentes sobre el tópico y cada uno de los
aportes y errores que visualizan las autoras en sus predecesores, tanto en
lo temático como en lo teórico. Con ello puede apreciarse la mirada et-
nocéntrica y evolutiva desde la cual fueron analizadas generalmente las
tribus nómades que habitaron las regiones del Gran Chaco y la Patagonia;
además, se aprecia en este recorrido historiográfico una mirada general de
los nómades, en la cual no se reconocen las diferencias entre los distintos
grupos. También aquí se presentan ideas o conceptos como los de fronte-
ra, etnogénesis o el del doble espejo, que las autoras retoman con el objeto
de modificar la idea generalizada de un contacto cultural basado sólo en la
violencia entre las tribus nómadas y los hispano-criollos.
El segundo capítulo presenta el marco espacial y político en el cual
se insertan los grupos analizados. Así se establecen las características fun-
damentales desde el punto de vista geográfico de cada una de las regiones.
Además, se sintetizan en un mapa los establecimientos españoles en esos
espacios (ciudades, fuertes y reducciones), al mismo tiempo que se reseña

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Pueblos nómades en un estado colonial

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brevemente la política emprendida por la Corona hispánica en relación
con el poblamiento, el dominio y la evangelización de estas regiones. Esto
último se constituyó muchas veces en la “punta de lanza” de la conquista
de estas regiones, donde las reducciones de indios fueron una pieza clave
en el Gran Chaco, que se erigieron en antemurales que protegían las ciuda-
des de la región del avance indígena; a la vez que se modificaban de forma
más compleja las relaciones sociales y culturales entre criollos-españoles,
indios reducidos y los indios no reducidos.

Simultáneamente, en la Patagonia la política reduccional fracasó o


no tuvo el éxito esperado, por lo cual se valieron de los fuertes para ocu-
par las fronteras y rápidamente se volvieron espacios donde se plantearon
complejas relaciones con los indios de la zona (comerciales, políticas, mi-
litares, etc.); pero debemos decir que ambos medios se erigieron en encla- 403

i
ves y no en una presencia colonial efectiva en esas regiones. De esta forma,
las autoras retoman el concepto de enclave fronterizo y lo desarrollan de
una manera clara y ejemplificadora para el lector de la obra.

El tercer capítulo, titulado “Los grupos indígenas”, expone un reco-


rrido de las diferentes descripciones que se han realizado sobre aquellos
grupos que habitaron estas regiones de análisis. De esta manera se aprecia
la variedad de criterios para su caracterización, pero también las múlti-
ples nomenclaturas que recibieron estos grupos. Esto último se resume
de manera clara a partir de dos cuadros de síntesis, donde se vuelcan dis-
tintos autores, año de edición de sus obras y los diferentes nombres que
atribuyeron a los grupos étnicos del Chaco y a los de la Patagonia. Final-
mente, son los nombres de tehuelches, aucas y pampas los grupos nóma-
des de la Patagonia, y mocovíes y abipones, los del Chaco, los términos
que se emplearon en este libro.

El cuarto capítulo se refiere a los territorios ocupados por estos gru-


pos de indios. En este punto el lector se encontrará con la ausencia de car-
tografía que sitúe dichos territorios. Pese a ello, la exposición clara y sen-
cilla de las autoras, sumado al mapa anteriormente mencionado, permite
esbozar la ubicación y diferenciación de cada uno de los grupos que se

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Pedro Miguel Omar Svriz Wucherer
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estudian. Tras ello se exponen seis grandes presupuestos que se comple-


mentan y conjugan en las nociones acerca del nomadismo en estas regio-
nes, muchos de las cuales se vuelven “obstáculos” a la hora de diferenciar
estos grupos entre sí; acción que las autoras realizan a continuación, esta-
bleciendo los puntos que diferencian a estos grupos a pesar de compartir
el nomadismo. En esto es de gran valor la aplicación de términos como
el de intensificación o la diferenciación de los diversos tipos de asenta-
miento desarrollados por cada grupo.

El quinto capítulo analiza la adopción del ganado y las nuevas estra-


tegias económicas. Aquí se emplea el concepto de complementariedad,
y además se destaca la incorporación del caballo en los grupos de ambas
regiones, distinguiendo los diversos aportes que tuvo en cada uno, sus dife-
404 rentes usos y las consecuencias sociales, ceremoniales, políticas y económi-
i

cas que ocasionó su adopción. De esta manera se persigue diferenciar cul-


turalmente a los grupos que adoptaron este animal, que fue en sí solo uno
de los bienes que se incorporaron a partir del contacto con los europeos.

El último capítulo estudia al cacique y las relaciones interétnicas.


Aquí se distinguen los diversos rasgos que tuvo esta figura en cada uno de
los grupos. Además, se aprecian particularidades en cada uno de los terri-
torios analizados, por ejemplo, la participación de los caciques en la con-
formación de las reducciones en el área del Chaco o los cacicazgos duales,
en el caso de la Patagonia, y sus relaciones de diversa índole con los fuertes
de la región.

Para finalizar debemos rescatar los aportes de esta obra, ya que plan-
tea una metodología comparativa en grupos que muchas veces fueron de-
jados de lado en estudios coloniales precedentes. Además, este método no
persiguió homogeneizar a estos grupos, sino establecer las particularidades
de cada uno de ellos en diferentes aspectos. Todo esto en su conjunto per-
mite al lector una mirada antropológica, tanto global como particular, de
estos grupos y regiones. Además, en esta obra no se consideró, tal como
dicen las autoras en su conclusión, a los grupos de la sociedad hispano-
criolla y los cambios y adaptaciones que ellos deben haber experimentado

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Pueblos nómades en un estado colonial

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en su relación con los pueblos indígenas. Sin lugar a dudas, un futuro
estudio que incorpore a este grupo permitirá ampliar aún más los valio-
sos aportes dados por este grupo de investigación en lo que respecta a la
comprensión de las relaciones interétnicas en los enclaves fronterizos del
Gran Chaco y la Patagonia.

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