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El Doctor Heraclius Gloss
El Doctor Heraclius Gloss
Si resulta cierto, como pretenden algunos filósofos, que existe una armonía
perfecta entre el físico y la moral de un hombre, y que en las líneas del rostro
se pueden leer los principales rasgos del carácter, el doctor Heraclius no era
quién para dar un mentís a este aserto. Era pequeño, vivo y nervioso. En él
había algo de la rata, de la garduña y del pachón, es decir, que pertenecía a la
familia de los buscadores, de los roedores, de los cazadores y de los
incansables. Al mirarle, uno no concebía que todas las doctrinas que había
estudiado pudieran entrar en esa cabecita, sino que uno se imaginaba más bien
que él mismo debía de penetrar en la ciencia y vivir en ella, royéndola como
una rata un libro grueso. Lo más singular en él era sobre todo su
extraordinaria delgadez; su amigo el Decano pretendía, quizá con algo de
razón, que debía de haber sido olvidado, durante varios siglos, entre los folios
de algún libro, junto a una rosa y una violeta, porque era siempre muy
presumido e iba muy perfumado. Sobre todo, su rostro tenía tal forma de hoja
de cuchilla que las patillas de sus gafas de oro, al salirse desmesuradamente de
las sienes, se parecían bastante a una gran yerga en el mástil de un buque. «De
no haber sido el sabio doctor Heraclius —decía a veces el Ilustre Rector de la
universidad de Balançon—, seguramente habría sido un excelente abrecartas.»
Llevaba peluca, vestía con esmero, nunca estaba enfermo, amaba a los
animales, no odiaba a los hombres y adoraba los pinchos de codornices.
Sea cual sea la felicidad del náufrago que, tras haber errado durante largos
días y largas noches por el inmenso mar, perdido en su frágil balsa, sin mástil,
sin vela, sin brújula y sin esperanza, divisa repentinamente la orilla tan
deseada, esta felicidad no era nada en comparación con la que inundó al
doctor Heraclius Gloss, cuando tras haberse tambaleado durante tanto tiempo
entre el oleaje de las filosofías, en la balsa de las incertidumbres, finalmente
entró triunfante e iluminado en el puerto de la metempsicosis.
La verdad de aquella doctrina le había impresionado tan fuertemente que la
adoptó de una sola vez hasta en sus más extremas consecuencias. Nada en ella
le resultaba oscuro y, al cabo de unos días, a base de meditaciones y cálculos,
había conseguido fijar la época exacta en la que un hombre, muerto en tal año,
reaparecería en la tierra. Sabía, aproximadamente, la fecha de todas las
transmigraciones de un alma en los seres inferiores y, según la suma supuesta
del bien o del mal realizado en el último periodo de vida humana, podía
asignar el momento en que dicha alma entraría en el cuerpo de una serpiente,
de un cerdo, de un caballo de labor, de un buey, de un perro, de un elefante o
de un mono. Las reapariciones de una misma alma en su envoltura superior se
sucedían a intervalos regulares, fueran cuales fueran sus faltas anteriores.
Así, el grado de castigo, siempre proporcional al grado de culpabilidad, no
consistía en la duración más o menos larga del exilio bajo formas animales,
sino en la estancia más o menos alargada que ese alma pasaba en la piel de un
animal inmundo. La escala de los animales empezaba en los grados inferiores
por la serpiente o el cerdo, para acabar en el mono, «que es un hombre
privado de la palabra», decía el doctor; a lo que su excelente amigo el rector
contestaba siempre que, conforme a ese mismo razonamiento, Heraclius Gloss
no era sino un mono dotado de palabra.
El doctor Heraclius fue muy feliz durante los días que sucedieron a su
sorprendente descubrimiento. Vivía en una profunda felicidad: estaba
impregnado por la irradiación de las dificultades vencidas, de los misterios
descubiertos, de las grandes esperanzas cumplidas. La metempsicosis le
envolvía como la bóveda del cielo. Le parecía que de repente un velo se había
desgarrado y que sus ojos se habían abierto a las cosas desconocidas.
En la mesa hacía sentarse al perro a su lado; tenía con él serias
conversaciones mano a mano frente al fuego, mientras intentaba interceptar en
los ojos del inocente animal el misterio de sus anteriores existencias.
Sin embargo dos puntos negros empañaban su felicidad: el Ilustre Decano
y el Honorable Rector.
El decano se encogía de hombros con furor cada vez que Heraclius
intentaba convertirle a la doctrina de la metempsicosis, y el rector le hostigaba
con las bromas más impropias. Eso era lo más inaguantable. En cuanto el
doctor exponía su creencia, el satánico rector se recreaba con sus propias
ideas; imitaba al adepto que escucha la palabra de un gran apóstol, e
imaginaba las genealogías animales más inverosímiles para todas las personas
de su entorno: Resulta —decía— que el tío Labonde, campanero de la
catedral, desde su primera transmigración, no debió de ser sino un melón, y
desde entonces había cambiado muy poco por cierto, contentándose con hacer
tañer por la mañana y por la tarde la campana bajo la que había crecido.
Pretendía que el abad Rosencroix, el primer vicario de SainteEulalie, había
sido sin ninguna duda una corneja que almacena nueces, ya que mantenía el
hábito y las atribuciones. Luego, invirtiendo los papeles de la manera más
lamentable, afirmaba que Maese Bocaille, el farmacéutico, no era sino un ibis
degenerado, ya que se veía obligado a utilizar un instrumento para aplicar
aquel remedio tan sencillo que, según Herodoto, el pájaro sagrado se
administraba él mismo con la única ayuda de su alargado pico.
Pero cuanto más se iba acercando a su casa, más aminoraba el paso, ya que
se agitaba en su mente un problema mucho más difícil que el de la verdad
filosófica; y aquel problema se formulaba de la siguiente manera para el
infortunado doctor: «¿Con qué subterfugio podré ocultar a mi criada Honorina
el introducir bajo mi techo a este esbozo humano?» Ah, resultaba que el pobre
Heraclius, que se enfrentaba intrépidamente a los temibles encogimientos de
hombros del ilustre Decano y a las terribles bromas del honorable Rector, no
era ni mucho menos tan valiente ante los estallidos de la criada Honorina.
Pero ¿por qué temía tanto el doctor a esa mujercita todavía fresca y buena, que
parecía tan viva y tan entregada a los intereses de su amo? ¿Por qué?
Pregunten por qué Hércules se arrojaba a los pies de Ónfale, por qué Sansón
dejó que Dalila le robara su fuerza y su valentía, que residían en su cabello,
según nos enseña la Biblia.
Por desgracia, un día en que el doctor paseaba por los campos, la
desesperación de una gran pasión traicionada (ya que no fue sin motivo que el
honorable Decano y el ilustre Rector se divirtieran tanto a expensas de
Heraclius cierta noche que volvían a sus casas), a la vuelta de un seto, se topó
con una niña que cuidaba ovejas. El sabio que no siempre había buscado
exclusivamente la verdad filosófica y que además aún no sospechaba el gran
misterio de la metempsicosis, en vez de dedicarse sólo a las ovejas, como
seguramente habría hecho si hubiera sabido lo que ignoraba, ¡ay! se puso a
charlar con quien las cuidaba. Pronto la tomó a su servicio y una primera
debilidad autorizó las siguientes. Fue él quien en poco tiempo se convirtió en
borrego de aquella pastorcilla, y se murmuraba que, si bien, como la de la
Biblia, esta Dalila rústica le había cortado el pelo al pobre hombre demasiado
confiado, no por ello había privado a su frente de todo ornato.
¡Qué desgracia! Lo que había previsto se cumplió incluso más allá de sus
temores; apenas vio al hombre de los bosques, cautivo en su casa de alambre,
Honorina se entregó a los estallidos del furor más inconveniente, y, tras haber
abrumado a su horrorizado amo con un diluvio de epítetos muy malsonantes,
hizo recaer su ira contra el inesperado huésped que le llegaba. Pero al no tener
este último sin duda las mismas razones que el doctor para tratar con
consideración a un ama de llaves tan malcriada, se puso a gritar, aullar,
patalear, rechinar los dientes; se agarraba a las rejas de su cárcel en tan furioso
arrebato y con gestos tan indiscretos hacia una persona a quien veía por
primera vez que ésta tuvo que batirse en retirada e ir, como un guerrero
vencido, a encerrarse en su cocina.
De esta manera, dueño del campo de batalla y encantado de la ayuda
inesperada que su inteligente compañero acababa de proporcionarle, Heraclius
le hizo llevar a su gabinete, donde instaló la jaula y a su habitante delante de
su mesa y junto al fuego.
Algún tiempo después de aquel día memorable, una lluvia violenta impidió
al doctor Heraclius bajar a su jardín, como solía hacerlo. Se sentó desde por la
mañana en su gabinete y se puso a considerar filosóficamente a su mono que,
encaramado sobre un escritorio, se divertía tirando bolitas de papel al perro
Pitágoras, tumbado ante el fuego. El doctor estudiaba las gradaciones y las
progresiones del intelecto en aquellos hombres venidos a menos, y comparaba
el grado de sutileza de los dos animales que estaban ante él. «En el perro —
pensaba— sigue dominando el instinto, mientras que en el mono prevalece el
razonamiento. Uno olfatea, escucha, percibe con sus maravillosos órganos,
que suponen la mitad de su inteligencia; el otro combina y reflexiona.» En ese
mismo momento el mono, impacientado por la indiferencia y la inmovilidad
de su enemigo, que, tranquilamente acostado, la cabeza sobre las patas, se
contentaba con levantar de vez en cuando la mirada hacia su agresor
parapetado tan alto, decidió intentar una exploración. Saltó ágilmente de su
mueble y avanzó tan despacio, tan despacio que no se oía sino la crepitación
del fuego y el tictac del reloj que parecía hacer un ruido enorme en el gran
silencio del gabinete. Luego, con un movimiento brusco e inesperado, agarró
con las dos manos la cola empenachada del desafortunado Pitágoras. Pero este
último, siempre inmóvil, había seguido cada movimiento del cuadrumano: su
tranquilidad no era sino una trampa para atraer a su adversario, hasta entonces
inatacable, hasta que quedara a su alcance, y en el momento en que maese
mono, contento con su jugada, le agarraba el apéndice caudal, se levantó de un
salto y antes de que el otro tuviera tiempo de escapar, ya había cogido con su
fuerte boca de perro de caza la parte de su rival que se llama púdicamente
entrepierna en los corderos. No se sabe cómo habría acabado la lucha si
Heraclius no se hubiera interpuesto; pero cuando hubo restablecido la paz, se
preguntaba mientras volvía a sentarse muy sofocado si, pensándolo bien, su
perro no había mostrado en esta ocasión más astucia que el animal llamado
«astuto por excelencia»; y se quedó sumido en una profunda perplejidad.
—Es verdad —añadió— que yo, que no soy creyente, antes que dejarme
morir de hambre, preferiría cambiar un poco el precepto divino, o incluso,
cambiarlo por éste:
De la misma manera que un hombre rico puede extraer cada día de su gran
fortuna nuevos placeres y nuevas satisfacciones, el doctor Heraclius,
propietario del inestimable manuscrito, hacía sorprendentes descubrimientos
cada vez que lo volvía a leer.
Una noche, cuando estaba a punto de acabar la 42ª lectura del documento,
lo fulminó una súbita inspiración, rápida como el rayo.
Como ya se ha visto anteriormente, el doctor podía saber de forma
aproximada en qué época un hombre difunto acabaría sus transmigraciones y
reaparecería bajo su forma primigenia; por ello, cayó bruscamente en la idea
de que el autor del manuscrito podría haber recuperado su lugar en la
humanidad.
Entonces, con la excitación de un alquimista que cree estar a punto de
encontrar la piedra filosofal, se dedicó a los cálculos más minuciosos para
establecer la probabilidad de esta suposición, y, tras varias horas de un trabajo
concienzudo y de sabias combinaciones de metempsicosis, llegó a
convencerse de que aquel hombre debía de ser contemporáneo suyo, o al
menos, debía de estar a punto de renacer a la vida pensante. En efecto, al no
poseer Heraclius ningún documento capaz de indicarle la fecha precisa de la
muerte del gran transmigrador, no podía fijar con certeza el momento de su
retorno.
Apenas entrevió la posibilidad de encontrar a aquel ser que para él era más
que un hombre, más que un filósofo, casi más que un Dios, sintió una de esas
profundas emociones que experimentamos cuando de pronto nos enteramos de
que un padre que creíamos muerto desde hacía años está vivo y vive cerca de
nosotros. El santo anacoreta que se ha pasado la vida alimentándose del amor
y del recuerdo de Cristo, y que de repente se da cuenta de que su Dios se le va
a aparecer no estaría más trastornado de lo que estuvo el doctor Heraclius
Gloss cuando se cercioró de que algún día podía encontrarse con el autor de su
manuscrito.
Unos días más tarde, los lectores de L’Étoile deBalançon vieron con
sorpresa, en la cuarta página del periódico, el siguiente anuncio:
«Pitágoras - Roma en el año 184- Memoria encontrada en el zócalo de una
estatua de Júpiter - Filósofo- Arquitecto - Soldado - Labrador - Monje -
Geómetra- Médico - Poeta - Marinero - Etc. Medita y recuerda. El relato de tu
vida está entre mis manos.
Escribir a la lista de correos de Balançon a las iniciales H.G.»
El doctor no dudaba de que si el hombre a quien deseaba tan ardientemente
llegaba a leer el anuncio, incomprensible para cualquier otra persona, captaría
en seguida su sentido oculto y se presentaría ante él. Así pues, cada día antes
de sentarse a la mesa iba a preguntar a la oficina de correos si no habían
recibido una carta con las iniciales H.G.; y en el momento en que empujaba la
puerta donde estaban escritas estas palabras: «Lista de correos, información,
franqueo» sin duda estaba más emocionado que un enamorado a punto de
abrir la primera misiva de la mujer amada.
Desgraciadamente, los días se sucedían y se parecían desesperadamente; el
empleado le daba cada mañana la misma respuesta al doctor y, cada mañana,
éste volvía a su casa más triste y más desanimado. Pero, al ser el pueblo de
Balançon, como todos los pueblos de la tierra, sutil, indiscreto, maldiciente y
ávido de noticias, pronto puso en relación el sorprendente anuncio insertado
en L’Étoile con las visitas diarias del doctor a la oficina de correos. Entonces
la gente se preguntó qué misterio podía esconderse tras todo ello y empezó a
murmurar.
Una noche en que el doctor no podía dormir, se levantó entre la una y las
dos de la madrugada para volver a leer un pasaje que creía no haber entendido
todavía muy bien. Se puso las zapatillas y abrió la puerta de su habitación lo
más despacio que pudo para no perturbar el sueño de todas las categorías de
hombres-animales que expiaban bajo su techo. De todos modos, fuesen cuales
fuesen las condiciones anteriores de aquellos felices animales, desde luego
nunca habían gozado de una tranquilidad y una felicidad tan perfectas, ya que
encontraban en aquella casa acogedora buena comida, buena morada e incluso
el resto, de tan compasivo como era aquel hombre excelente. Llegó, siempre
sin hacer el menor ruido, hasta el umbral de su gabinete, donde entró. Ah,
desde luego, Heraclius era valiente y no temía ni a fantasmas ni a apariciones;
pero sea cual sea la intrepidez de un hombre, hay terrores que perforan como
balas de cañón las valentías mis indomables, y el doctor permaneció de pie,
lívido, aterrado, los ojos extraviados, el pelo de punta, castañeteando los
dientes y sacudido de pies a cabeza por un espantoso temblor ante el
incomprensible espectáculo que tenía ante él.
Su lámpara de trabajo estaba encendida encima de la mesa y, bajo su luz,
de espaldas a la puerta por la que entraba, vio..., al doctor Heraclius Gloss
leyendo atentamente su manuscrito. No cabía duda... Efectivamente era él
mismo... Llevaba sobre los hombros su larga bata de seda antigua con grandes
flores rojas y, sobre la cabeza, su gorro griego de terciopelo negro bordado en
oro. El doctor entendió que si aquel otro él mismo se volvía, que si los dos
Heraclius se miraban cara a cara, aquel que temblaba en este momento en su
piel caería fulminado ante su reproducción. Pero entonces, sobrecogido por un
espasmo nervioso, abrió las manos, y la palmatoria que llevaba rodó por el
suelo con estrépito. Aquel estruendo le hizo dar un salto terrible. El otro se
volvió bruscamente y el doctor pasmado reconoció a... su mono. Durante unos
segundos sus pensamientos remolinearon en su cerebro como hojas secas
arrastradas por el huracán. Luego, le invadió de pronto la alegría mis
vehemente que había sentido nunca, ya que había entendido que el autor
esperado, deseado como el Mesías por los Judíos, estaba ante él: era su mono.
Se abalanzó casi loco de felicidad, tomó en sus brazos al ser venerado y lo
besó con tal frenesí que nunca ninguna mujer adorada fue besada mis
apasionadamente por su amante. Luego se sentó frente a él al otro lado de la
chimenea y, hasta la mañana, lo contempló religiosamente.
Pero de la misma manera que los días más bellos del verano a veces se ven
enturbiados repentinamente por una espantosa tormenta, la felicidad del
doctor fue atravesada de pronto por la más horrorosa de las sugerencias.
Efectivamente había encontrado a quien buscaba, pero ¡desgraciadamente! no
era más que un mono. Sin duda se entendían, pero no podían hablarse: e1
doctor volvió a caer del cielo a la tierra. Nunca tendrían aquellas largas
conversaciones de las que esperaba sacar tanto provecho, nunca tendría lugar
aquella bella cruzada contra las supersticiones que debían emprender juntos.
Porque, solo, el doctor no disponía de las armas suficientes para vencer a la
hidra de la ignorancia. Necesitaba a un hombre, un apóstol, un confesor, un
mártir; papeles que un mono, por desgracia, era incapaz de desempeñar. ¿Qué
podía hacer?
Una terrible voz le gritó al oído: «Mátalo.»
Heraclius se estremeció. En un segundo calculó que si le mataba, el alma
liberada entraría inmediatamente en el cuerpo de un niño a punto de nacer.
Que era necesario dejarle al menos veinte años para que llegara a la madurez.
El doctor tendría entonces setenta años. Sin embargo aquello era posible. Pero
¿volvería a encontrar entonces a aquel hombre? Por otra parte, su religión
prohibía suprimir a cualquier ser vivo so pena de cometer un asesinato: y su
alma, la de Heraclius, pasaría después de su muerte al cuerpo de un animal
feroz, como les ocurría a los asesinos. ¿Qué más daba? Sería víctima de la
ciencia, ¡y de la fe! Cogió una gran cimitarra turca colgada de una panoplia, e
iba a golpear, como Abraham en la montaña, cuando un pensamiento paralizó
su brazo... ¿Y si la expiación de aquel hombre no había acabado y en vez de
pasar al cuerpo de un niño, su alma volvía a ir por segunda vez al de un
mono? Eso era posible, incluso verosímil.., casi cierto. Al cometer de ese
modo un crimen inútil, el doctor se condenaba sin provecho para sus
semejantes a un terrible castigo. Se derrumbó inerte en su silla. Tantas
emociones repetidas le habían agotado, y se desmayó.
Tal y como había dicho el doctor, a partir de aquel día el mono acabó de
convertirse en el verdadero dueño de la casa, y Heraclius se hizo el humilde
criado de aquel noble animal. Le contemplaba durante horas enteras con una
infinita ternura; tenía con él delicadezas propias de enamorado; le prodigaba
en todo momento el diccionario entero de las expresiones tiernas; le
estrechaba la mano como se hace con un amigo; le miraba fijamente mientras
le hablaba; le explicaba los puntos de su discurso que pudieran parecer
oscuros; rodeaba la vida del animal con los cuidados más tiernos y las
delicadezas más exquisitas.
Y el mono no se resistía, tranquilo como un Dios que recibe el homenaje
de sus adoradores.
Del mismo modo que los grandes espíritus que viven solitarios porque su
elevación les aísla por encima del nivel común de la necedad de los pueblos,
Heraclius se había sentido solo hasta entonces. Solo en sus trabajos, solo en
sus esperanzas, solo en sus luchas y sus flaquezas, y finalmente solo en su
descubrimiento y su triunfo. Todavía no había impuesto su doctrina a la
muchedumbre, ni siquiera había podido convencer a sus dos más íntimos
amigos, el Ilustre Rector y el Honorable Decano. Pero a partir del día en que
había descubierto en su mono al gran filósofo con quien había soñado tantas
veces, el doctor se sintió menos aislado.
Convencido de que el animal sólo está privado de la palabra como castigo
por sus faltas pasadas y de que, como consecuencia del mismo, está lleno del
recuerdo de existencias anteriores, Heraclius empezó a querer ardientemente a
su compañero, consolándose con ese cariño de todas las miserias que le
afligían.
Efectivamente, desde hacía algún tiempo la vida se había vuelto más triste
para el doctor. El Honorable Decano y el Ilustre Rector le visitaban con mucha
menos frecuencia y esto creaba un vacío enorme en torno a él. Incluso habían
dejado de venir a cenar cada domingo, desde que había prohibido que en su
mesa se sirviera cualquier alimento que hubiese vivido. También para él, su
cambio de régimen suponía una gran privación que tomaba, por momentos,
las proporciones de un verdadero castigo. Él, que antaño esperaba con tanta
impaciencia la hora tan dulce del desayuno, ahora casi la temía. Entraba
tristemente en su comedor, a sabiendas de que ya no tenía nada agradable que
esperar de aquel lugar donde le atormentaba sin tregua el recuerdo de los
pinchos de codornices, hostigándole como un remordimiento;
desgraciadamente no era el remordimiento de haber devorado tantos, sino más
bien la desesperación de haber renunciado a ellos para siempre.
Esta vez la ira pudo con el respeto. El doctor agarró por la garganta al
mono-filósofo y lo llevó gritando a su gabinete y le propinó los más terribles
golpes que nunca recibiera la espina dorsal de un transmigrador.
Cuando el brazo cansado de Heraclius aflojó un poco la garganta del pobre
animal, sólo culpable de gustos demasiado semejantes a los de su hermano
superior, el mono se liberó del apretujón del amo ultrajado, saltó por encima
de la mesa, cogió la gran tabaquera del doctor que estaba sobre un libro y la
arrojó abierta de par en par a la cabeza de su propietario. Este último sólo tuvo
tiempo de cerrar los ojos para evitar el torbellino de tabaco que le habría
cegado sin duda; pero cuando volvió a abrirlos, el culpable había
desaparecido, llevándose con él el manuscrito del que era presunto autor.
La consternación de Heraclius fue infinita, y se echó como un loco sobre la
pista del fugitivo, decidido a los sacrificios más grandes para recuperar el
precioso pergamino. Recorrió su casa desde el desván hasta el sótano, abrió
todos los armarios, miró bajo todos los muebles. Sus pesquisas fueron
totalmente infructuosas. Finalmente, desesperado, fue a sentarse bajo un árbol
del jardín. Durante unos instantes experimentó la sensación de estar
recibiendo ligerísimos objetos en su cabeza. Creía que eran hojas secas
arrancadas por el viento, cuando vio una bolita de papel rodando ante él en el
camino. La recogió y la abrió. ¡Misericordia! Era una de las hojas de su
manuscrito. Levantó la cabeza, horrorizado, y vio al abominable animal que
preparaba tranquilamente nuevos proyectiles del mismo tipo; y, mientras
tanto, el monstruo sonreía con una mueca de satisfacción tan espantosa que
sin duda Satán no tuvo una más horrible cuando vio a Adán coger la manzana
fatal que, desde Eva hasta Honorina, las mujeres no han dejado de ofrecernos.
Al verlo así, una horrorosa luz se hizo de repente en la mente del doctor, y
entendió que había sido engañado, timado, burlado de la forma más ominosa
por ese pérfido cubierto de pelos que tenía tanto del autor deseado como el
Papa o el Gran Turco. La preciosa obra habría desaparecido completamente si
Heraclius no hubiera visto cerca de él una de esas bombas de riego que
utilizan los jardineros para lanzar agua a los parterres alejados. La cogió
rápidamente y, manejándola con un vigor sobrehumano, hizo tomar al pérfido
un baño tan imprevisto que éste huyó de rama en rama dando gritos agudos, y
de repente, en un hábil ardid de guerra, sin duda para lograr un momento de
respiro, el mono arrojó el pergamino desgarrado a la cara de su adversario;
luego, abandonando rápidamente su posición, corrió hacia la casa.
Antes de que el manuscrito alcanzara al doctor, éste rodaba sobre la
espalda, los cuatro miembros hacia arriba, fulminado por la emoción. Cuando
se levantó, no tuvo ánimos para vengar aquel nuevo ultraje y entró
penosamente en su gabinete y constató, aliviado, que sólo habían desaparecido
tres páginas.
XXIV. EUREKA
Cuando Heraclius salió al día siguiente, notó que todo el mundo le miraba
pasar con curiosidad e incluso se daba la vuelta para seguir mirándole. Esta
atención de que era objeto primero le extrañó; buscó su causa y pensó que
quizá su doctrina se había difundido sin saberlo él y que había llegado el
momento en que iba a ser comprendido por sus conciudadanos. Entonces
sintió una gran ternura por aquellos burgueses en quienes ya veía a discípulos
entusiastas, y se puso a saludar sonriendo a diestro y siniestro como un
príncipe en medio de su pueblo. Los cuchicheos que le seguían le parecían un
murmullo de alabanzas y rebosaba de alegría mientras iba pensando en la
próxima confusión del rector y del decano.
Llegó así hasta el muelle de la Brille. A unos pasos, un grupo de niños se
agitaba y reía tirando piedras al agua mientras unos marineros que fumaban su
pipa al sol parecían interesarse por el juego de los muchachos. Heraclius se
acercó, y retrocedió repentinamente como quien recibe un gran golpe en el
pecho. A diez metros de la orilla, hundiéndose y volviendo a aparecer a ratos,
un gatito se ahogaba en el río. El pobre animalito hacía esfuerzos
desesperados por alcanzar la orilla, pero cada vez que sacaba la cabeza fuera
del agua, una piedra arrojada por alguno de aquellos granujas que se divertían
con su agonía le hacía desaparecer de nuevo. Los malvados muchachos
competían en habilidad y se animaban unos a otros, y cuando un golpe bien
dado alcanzaba al infeliz animal, había en el muelle una explosión de risa y
pataleos de alegría. De repente una piedra afilada alcanzó al animal en mitad
de la frente y un hilo de sangre apareció entre los pelos blancos. Entonces
estalló entre los verdugos un delirio de gritos y aplausos, que de pronto se
convirtió en un espantoso pánico. Pálido, temblando de rabia, derribando todo
lo que estaba delante de él, golpeando con los pies y los puños, el doctor se
había lanzado en medio de esa chiquillería como un lobo en un rebaño de
ovejas. El espanto fue tan grande y la huida tan rápida que uno de los niños,
loco de terror, se tiró al río y desapareció. Entonces Heraclius se quitó
rápidamente la levita, los zapatos y, a su vez, se precipitó al agua. Se le vio
nadar vigorosamente unos instantes, coger el gatito en el momento en que
desaparecía y volver triunfalmente a la orilla. Luego se sentó en un mojón;
secó, besó, acarició al pequeño ser que acababa de arrebatar a la muerte, y
envolviéndolo amorosamente en sus brazos como si de un hijo se tratara, sin
preocuparse por el niño que dos marineros volvían a traer a tierra, indiferente
al tumulto que se hacía detrás de él, se dirigió con grandes pasos a su casa,
olvidando en la orilla los zapatos y la levita.
XXVIII