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La decadencia del mundo actual según

algunos escritores

H. C. F. Mansilla

La obra ensayística de Mario Vargas Llosa es muy interesante para


aproximarnos a una crítica al relativismo postmodernista y a las
modas intelectuales que predominan hoy en día de manera
avasalladora. Nos ayudan a construir una vida con sentido, buscando
una base sólida para los principios que deberían guiar nuestro
comportamiento cotidiano.

En la misma línea se halla el intento de preservar lo razonable del


orden anterior a los dictados de la modernidad. Literariamente la
mejor alternativa ha sido una alusión a la estética de la naturaleza, que
ha sido arruinada precisamente por el avance de la civilización
moderna y por la ampliación de la frontera agrícola en todo el mundo.
El progreso material está destruyendo el bosque tropical, el
receptáculo de una belleza sin par. La selva, tan exuberante y vigorosa
a primera vista, y tan frágil y precaria en la realidad, ha sido evocada
con gran fuerza en su curiosa y poética novela El hablador. Allí
nuestro autor ha señalado que las tribus amazónicas habían
sobrevivido durante milenios en un entorno natural muy difícil y hostil
porque desarrollaron una “buena inteligencia” con respecto a la selva
tropical. A través de una práctica antiquísima, que abarcaba ritos,
prohibiciones y rutinas – que a nosotros nos parecen ahora el colmo
del irracionalismo –, transmitidas de generación en generación, habían
logrado preservar esos ecosistemas tan delicados sin violentarlos,
aprovechándolos sólo lo indispensable para sobrevivir. “Todo lo
contrario de lo que estábamos haciendo los civilizados”, concluye
Vargas Llosa, “que malgastábamos esos elementos sin los cuales
terminaríamos marchitándonos como las flores privadas de agua”.

Hablando de estética y ética en cuanto los esfuerzos más significativos


para dar sentido a la vida, aquí quiero señalar la importancia de la
crítica realizada por Vargas Llosa a las concepciones postmodernistas
derivadas de Nietzsche, como las de Michel Foucault y sus discípulos.
En su ensayo Prohibido prohibir ha mostrado la total inconsistencia
de teorías reputadas como izquierdistas y progresistas cuando se las
aplica al plano de la praxis cotidiana de las escuelas, como la doctrina
sacrosanta sobre la necesidad de desmontar las estructuras de poder
erigidas para reprimir y domesticar a los alumnos. Vargas Llosa
menciona con detalle el caso de Francia. Después de 1968, y luego de
innumerables reformas para liberar la escuela de sus estructuras
aparentemente represivas, tenemos ahora en aquel país instituciones
caóticas, “pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes” –
como se expresa Vargas Llosa – en las escuelas públicas. Decayeron,
eso sí, la autoridad del prestigio, el valor del conocimiento intelectual
y el antiguo prestigio ético asociado a la calidad del docente.

En la Francia contemporánea el sistema escolar público ha caído en el


empobrecimiento y el desorden, con un resultado paradójico: los
únicos colegios aceptables son los privados, adonde van los hijos de
los izquierdistas astutos y acomodados. El entonces presidente francés
Nicolas Sarkozy criticó en abril de 2007 la dictadura del “pensamiento
único”, es decir de la doctrina “progresista” vigente desde 1968,
señalando que la izquierda habría renunciado al mérito y al esfuerzo.
Tal vez quiso restaurar el valor social de la moralidad, de la diferencia
entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso y entre lo bello y lo
feo, aunque lo dudo, pues Sarkozy era un frívolo habitual. Afirmó que
anhelaba restablecer la “ciudadanía de los deberes”, equilibrada con
los derechos. Pero resultaba aceptable su inclinación, aunque fue
meramente verbal, contra el relativismo axiológico. Aseveró, por
ejemplo, que el pensamiento único iniciado en 1968 y las corrientes
postmodernistas habrían generado, en última instancia, “el culto del
dinero-rey”: una verdad incómoda.

¿Cómo terminará este modelo civilizatorio, en el cual tiene lugar un


imparable proceso de avances tecnológicos, pero en medio de una
sensación generalizada de decadencia, soledad y desamparo? Aquí
parece útil referirse a la novela Sumisión (2015), de Michel
Houellebecq, que narra la ascensión enteramente legal de un
musulmán moderado a la presidencia de Francia. La sociedad
francesa, desmoralizada en el plano moral, pero próspera en el
económico – como las de Europa Occidental –, se aparta de los ideales
laicos, humanistas y racionalistas de su propia tradición y da la
espalda a los fundamentos de la Ilustración. La concepción de libertad
se convierte entonces en una forma de desdicha. Surge un poderoso
movimiento que recupera valores premodernos como señales de la
buena salud social: la homogeneidad ideológica, la familia sólida,
tasas altas de natalidad, el renacimiento de las jerarquías y una
educación basada en una moral rígida. En esta constelación es
plausible que el electorado francés se incline, sin muchas ganas, es
verdad, por un programa de islamización moderada. ¿Es este el futuro
que le espera a gran parte del mundo?

En este contexto debemos escuchar a Vargas Llosa, quien dijo que no


es seguro que los espacios de civilización (los libros, las obras de arte,
las pequeñas cosas refinadas e inteligentes que coleccionamos) puedan
a la larga prevalecer sobre la barbarie, pese a que las “letras dicen
cosas fabulosas”. El periodismo, por ejemplo, no tiene hoy la función
de informar, sino la de hacer desaparecer toda posibilidad de
diferenciar entre verdad y mentira, entre la realidad y la ficción creada
por los medios de comunicación y los periodistas, “los cuervos
hambrientos de carroña”.

Es, por lo menos, debatible otra opinión de Vargas Llosa: los deportes
embrutecen de modo similar a los medios masivos de comunicación.
Hoy en día el deporte se habría convertido en un “exhibicionismo de
irracionalidad colectiva”. Para afirmar esto en una época que idolatra
el deporte se requiere de una buena dosis de valentía. Hace muchas
décadas, durante la revuelta estudiantil en Berlín (1967-1968),
escuché a simpatizantes y adherentes de la extrema izquierda, que
celebraban las cualidades de los auténticos líderes. Los muchachos de
esos grupos creían seriamente que eran reencarnaciones de Lenin,
Trotsky, Stalin, Mao y Castro, pero con el aspecto de atletas exitosos
modernos: varones fuertes, rudos, decididos, implacables con los
competidores, heroicos, muy populares entre las mujeres jóvenes,
dispuestos al sacrificio… verbalmente. Siempre pensé que estas
imágenes mostraban reminiscencias de la época hitleriana.

Para encontrar sentido a la existencia deberíamos salvar el valor único


e inconmensurable de las creaciones culturales genuinas, nos dice
Vargas Llosa: “[…] la cultura, la literatura, las artes, la filosofía,
desanimalizan a los seres humanos, extienden extraordinariamente su
horizonte vital, atizan su curiosidad, su sensibilidad, su fantasía, sus
apetitos, sus sueños, los hacen más porosos a la amistad y al diálogo, y
mejor preparados para enfrentar la infelicidad”. Las hermosas palabras
de Vargas Llosa están inspiradas por las mejores tradiciones del
racionalismo occidental, que ahora es tan vilipendiado por haber
presuntamente ahogado la dimensión de los sentimientos y las
emociones. Pese a todo ello me atrevo a afirmar lo siguiente. Los
aspectos realmente creativos de la dimensión civilizatoria, que
siempre son generados por individuos descollantes – es decir por una
aristocracia cultural –, es lo que no pueden comprender ni las masas
de las sociedades contemporáneas, ni las élites plutocráticas y
tecnocráticas de las mismas. En un texto excepcionalmente
brillante, Mediocridad y delirio, el poeta y ensayista alemán Hans
Magnus Enzensberger ha examinado la naturaleza y las funciones de
las clases dirigentes contemporáneas, cuando los títulos nobiliarios,
los méritos intelectuales o guerreros, los logros científicos y artísticos
y las cualidades éticas ya no significan nada. El valor de estas capas
privilegiadas hoy en día, nos dice este autor, reside en su capacidad
para divertir al público y para aparecer en los medios masivos de
comunicación. Lo que a mí más me duele: la formación académica ha
perdido toda relevancia. La política misma se transforma en una
modalidad de la industria de la diversión, lo que entraña el peligro de
que la democracia se convierta en algo obsoleto, que los ciudadanos
seamos manipulados por especialistas incultos y que los asuntos
públicos sean manejados con un secretismo creciente. Enzensberger
nos muestra la estupidez que aquella poderosa concepción de nuestros
días que nos obliga a seguir ciegamente las modas, a despreciar el
pasado (incluido el propio), a adorar el fundamentalismo del progreso
perenne y a sentirnos, por consiguiente, como esclavos de procesos
sobre los cuales no tenemos ninguna influencia.

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