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Antes de que ocurriera la Revolución Francesa, a

finales del siglo XVIII, en la corte del rey Luis XVI de


Francia se vivía en medio del lujo y el derroche.
Mientras que la mayoría de la población vivía sumida en
la miseria, la monarquía decidió gravar al pueblo con
nuevos impuestos, lo que se hizo aún más grave la
crisis financiera que atravesaba el país. El malestar
entre el pueblo iba en aumento y, finalmente, para
tratar de hallar una solución a una situación cada vez
más compleja, el rey aceptó, aunque de mala gana, la
convocatoria en 1788 de los llamados Estados
Generales, compuestos por representantes de los tres
estamentos de la sociedad francesa: el clero o Primer
Estado, la nobleza o Segundo Estado, y el pueblo llano
o Tercer Estado. Este último exigió la convocatoria de
una Asamblea Nacional en la que el voto fuera
individual y no por estamentos, como era la tradición.

La Revolución Francesa, que dio comienzo el 5 de


mayo de 1789, marcaría un antes y un después en el
devenir no solo de Francia, sino también de Europa. En
apenas una década, los acontecimientos
revolucionarios transformarían la Francia
absolutista en una nueva Francia republicana, donde
las personas pasarían de ser súbditos a ciudadanos
libres. En Francia se instituyó finalmente la Asamblea
Nacional, que, dotada de poder constituyente, legisló
para que la sociedad dejase de estar gobernada por la
aristocracia y la Iglesia, lo que abrió paso al ascenso de
una pujante burguesía que tomaría las riendas de lo
que parecía que iba a convertirse en una nueva
sociedad más igualitaria. De hecho, la transformación
que generó la Revolución Francesa fue tan profunda
que incluso las nuevas instituciones republicanas
tomaron el nombre de las de la antigua Roma, el
modelo a seguir: Senado, consulado, tribunado,
Prefectura …

La Revolución Francesa, que dio comienzo


el 5 de mayo de 1789, marcaría un antes
y un después en el devenir de Francia y
de Europa.

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