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que convulsionó Francia y, por extensión de sus implicaciones, a otras naciones de Europa que
enfrentaban a partidarios y opositores del sistema conocido como el Antiguo Régimen. Se
inició con la autoproclamación del Tercer Estado como Asamblea Nacional en 1789 y finalizó
con el golpe de estado de Napoleón Bonaparte en 1799.
Si bien, después de que la Primera República cayera tras el golpe de Estado de Napoleón
Bonaparte, la organización política de Francia durante el siglo XIX osciló entre república,
imperio y monarquía constitucional, lo cierto es que la revolución marcó el final definitivo del
feudalismo y del absolutismo en ese país,1 y dio a luz a un nuevo régimen donde la burguesía,
apoyada en ocasiones por las masas populares, se convirtió en la fuerza política dominante en
el país. La revolución socavó las bases del sistema monárquico como tal, más allá de sus
estertores, en la medida en que lo derrocó con un discurso e iniciativas capaces de volverlo
ilegítimo.
La monarquía, opuesta a la Asamblea, cerró las salas donde ésta se estaba reuniendo. Los
asambleístas se mudaron a un edificio cercano, donde la aristocracia acostumbraba a jugar el
juego de la pelota, conocido como Jeu de paume. Allí es donde procedieron con lo que se
conoce como el «Juramento del Juego de la Pelota» el 20 de junio de 1789, prometiendo no
separarse hasta tanto dieran a Francia una nueva constitución. La mayoría de los
representantes del bajo clero se unieron a la Asamblea, al igual que 47 miembros de la
nobleza. Ya el 27 de junio, los representantes de la monarquía se dieron por vencidos, y por
esa fecha el Rey mandó reunir grandes contingentes de tropas militares que comenzaron a
llegar a París y Versalles. Los mensajes de apoyo a la Asamblea llovieron desde París y otras
ciudades. El 9 de julio la Asamblea se nombró a sí misma «Asamblea N848 y de 1871.2El
carácter débil e indeciso de Luis XVI favoreció a los revolucionarios
De este modo, la Revolución Francesa creó una nueva sociedad cuya principal característica
sería la eliminación de los privilegios y la proclamación de la igualdad de todos los ciudadanos
ante la ley; sin embargo, este ideal de igualdad se quedaría en el plano de lo teórico, ya que la
nueva sociedad establecería un nuevo tipo de jerarquización entre los ciudadanos marcada no
por el origen o la sangre, como antes, sino por la posesión de riquezas. Se pasó así de una
sociedad estamental cerrada (se era noble por ser hijo de nobles, sin importar méritos o
riquezas) a una sociedad abierta pero clasista (la nuestra), en que el dinero y los bienes
materiales determinan la clase social. El resultado de la Revolución Francesa, en suma, sería la
universalización del ideario burgués y la ascensión al poder de la misma burguesía, que sería la
principal beneficiaria de los cambios.
La Revolución afectó a otros países además de Francia. Los gobernantes y la aristocracia de los
países vecinos se convirtieron en sus mayores enemigos, y diversas monarquías europeas
formaron coaliciones antifrancesas que tenían como objetivo acabar con el proceso
revolucionario y restaurar el absolutismo. Pero la Revolución encontró apoyo en los
campesinos, en los trabajadores de las ciudades y en las clases medias, y sus ideas penetraron
en los estamentos no privilegiados de los restantes países europeos, que, en procesos
revolucionarios o reformistas, acabarían por adoptar muchos de sus principios a lo largo del
siglo XIX, quedando sus sociedades y sus gobiernos configurados de forma similar. En este
sentido, la Revolución Francesa fue un acontecimiento de alcance universal. En el terreno
político, la Revolución Francesa acabó con el sistema de monarquías absolutas que había
prevalecido durante siglos en muchos países europeos. Dicho sistema político se basaba en el
principio de que todos los poderes (el de promulgar las leyes -legislativo-, el de aplicarlas -
ejecutivo-, y el de determinar si las leyes habían sido o no cumplidas -judicial-) residían en el
rey. El monarca era fuente de todo poder por derecho divino; tal derecho era la base jurídica y
filosófica de su soberanía.
La Revolución afectó a otros países además de Francia. Los gobernantes y la aristocracia de los
países vecinos se convirtieron en sus mayores enemigos, y diversas monarquías europeas
formaron coaliciones antifrancesas que tenían como objetivo acabar con el proceso
revolucionario y restaurar el absolutismo. Pero la Revolución encontró apoyo en los
campesinos, en los trabajadores de las ciudades y en las clases medias, y sus ideas penetraron
en los estamentos no privilegiados de los restantes países europeos, que, en procesos
revolucionarios o reformistas, acabarían por adoptar muchos de sus principios a lo largo del
siglo XIX, quedando sus sociedades y sus gobiernos configurados de forma similar. En este
sentido, la Revolución Francesa fue un acontecimiento de alcance universal.
Antes de entrar en el análisis del proceso revolucionario francés hay que señalar las causas que
lo desencadenaron, dando por sentado la dificultad que supone establecer un orden de
importancia en las mismas. Debe destacarse, en primer lugar, que el impacto de la filosofía
ilustrada en el proceso revolucionario es una realidad incuestionable. Las ideas que difundió la
Enciclopedia de Diderot y D'Alembert (1751-1772), y las doctrinas políticas y sociales de
Montesquieu, Rousseau y Voltaire dinamitaron los fundamentos teóricos de la monarquía
absoluta y pusieron en manos del elemento burgués el ensamblaje teórico con el que justificar
la destrucción del Antiguo Régimen. El barón de Montesquieu desarrolló la teoría de la división
de poderes en El espíritu de las leyes (1748); Voltaire censuró el poder y fanatismo de la Iglesia
y defendió la tolerancia y la libertad de cultos; Jean-Jacques Rousseau planteó en El contrato
social (1762) el principio de la soberanía popular, que el pueblo ejerce a través de
representantes libremente elegidos.
Durante el siglo XVIII, Francia vivió una serie de desajustes sociales propios de unas estructuras
anquilosadas incapaces de adaptarse a la dinámica de los tiempos. El desarrollo de la
economía, con importantes avances en sectores como la industria y el comercio, había
favorecido el protagonismo de la burguesía, cuyo creciente poder económico no se veía
correspondido con la función que le era asignada en la sociedad del Antiguo Régimen. A la
eclosión de la burguesía como nueva realidad social cada vez más reacia a tolerar las
prerrogativas y prebendas de los estamentos superiores, había que añadir la insoportable
situación del campesinado francés, sujeto a un sistema de explotación señorial que, lejos de
suavizarse a lo largo del siglo XVIII, tendía a hacerse aún más oneroso.
En 1783, Charles Alexandre de Calonne, nuevo ministro de finanzas, intentó poner en práctica
un plan de reforma fiscal basado en las ideas de sus antecesores, que, en síntesis, suponía la
desaparición de los privilegios fiscales de la nobleza y el clero. La frontal oposición de los
poderosos provocó su caída en abril de 1787; le sustituyó Loménie de Brienne, arzobispo de
Toulouse y uno de los más acérrimos enemigos de las reformas.