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La narradora atraviesa un desierto a lomos de un camello y es acompañada por un molesto señor bajito que le hace preguntas. Se bañan en un riachuelo y el camello coge un resfriado. Comen unos pastelitos aunque a la narradora se le hacen difíciles de tragar. Acuerdan seguir cada uno su camino pero el señor bajito continúa molestando a la narradora incluso después de despertar.
La narradora atraviesa un desierto a lomos de un camello y es acompañada por un molesto señor bajito que le hace preguntas. Se bañan en un riachuelo y el camello coge un resfriado. Comen unos pastelitos aunque a la narradora se le hacen difíciles de tragar. Acuerdan seguir cada uno su camino pero el señor bajito continúa molestando a la narradora incluso después de despertar.
La narradora atraviesa un desierto a lomos de un camello y es acompañada por un molesto señor bajito que le hace preguntas. Se bañan en un riachuelo y el camello coge un resfriado. Comen unos pastelitos aunque a la narradora se le hacen difíciles de tragar. Acuerdan seguir cada uno su camino pero el señor bajito continúa molestando a la narradora incluso después de despertar.
–¿Y a usted qué le importa, señor? –Es un decir, por decir algo, no crea. –Pues mejor cierre el pico, por cerrar algo –contesté airada. Después de aquella intromisión continué atravesando el desierto montada en aquella cria- tura maloliente y tempestuosa que avanzaba por las dunas con la parsimonia de una ser- piente recién comida. Hacía un calor de justicia, asfixiante. Cabalgaba, como digo, a lomos de un camello. No sé ni de dónde venía ni a qué lugar me dirigía; sin embargo, parecía feliz a pe- sar del bochorno y de que no se divisaba nada excepto la inmensidad del desierto. Alguien gritó mi nombre, después cayó fulminado sobre la arena. No le presté atención porque en realidad no estaba segura de que ese señor formara parte de mi sueño. Es peligroso soñar de madrugada, es la hora menos indicada para trotar por un desierto a lomos de un camello y sufrir un calor de espanto. Puede ocurrir que un señor bajito y molesto se cuele en tus sueños y aparezca por arte de birlibirloque preguntando con insistencia cuál es tu gracia. –Es un decir, por decir algo, no crea –repitió el señor. –Cierre el pico, oiga –volví a decir fustigando a mi camello. Escuché una música moruna que me llevó a danzar sobre el camello como si fuera una de esas bailarinas de streeptease que contratan por horas. Lástima que no me pudiera despojar de mi ropa. Con semejante calor no tardaría en achicharrarme y quedarme frita igual que si acabaran de arrojarme a una sartén embadurnada de harina. Miré hacia detrás y lo vi. El señor bajito y molesto caminaba a escasos pasos de mí. Sonreía coqueto y se atusaba el mostacho como si tal cosa. Parecía que en vez de encontrarse en un desierto estuviera atra- vesando la Gran Vía. Saludaba a uno y otro lado, lo mismo que si conociera a las criaturas con las que nos topábamos: serpientes, tarántulas, alacranes y otras beldades mortíferas. Quise apearme del camello y cantarle las cuarenta, pero en mitad de un sueño no puedes bajarte del camello porque te descalabras y a la que quieres volverte a subir, el camello se ha dado el piro y tienes que seguir el trayecto a pie, aún a riesgo de que las plantas se te llenen de llagas. Hay mucho listillo que está deseando que una se baje del camello en sueños para birlárselo. Los camellos escasean en los sueños, por eso hay que continuar montados en ellos. Me detuve un momento y escudriñé el horizonte. Nada, no aparecía ningún oasis. Com- probé el mapa de mi pensamiento. Siempre que llegaba a ese punto me daba de bruces con- tra algún oasis, un paraíso de agua potable y palmeras gigantescas. Repasé mentalmente la ruta. «¡Aja!», me dije, «todo recto, dos pasitos a la derecha, tres hacia la izquierda, retrocedo un kilómetro y aquí, justo aquí debería estar el paraíso». El señor bajito y molesto pasó junto a mí, saludándome cortésmente con su sombrero de copa. –Buenos días, señorita –me dijo–, ¿en qué puedo servirle? Es un decir, por decir algo –re- pitió. Cogí el látigo y comencé a azotarlo, golpeando a aquel señor bajito y molesto hasta que la muñeca se resintió y tuve que volver a llamar la atención del camello que se había detenido y conversaba con el señor bajito amigablemente. –¿Cómo se llama usted, señor camello? –preguntó el señor bajito y molesto. –¿Y a usted qué le importa? –respondió el camello. –Es un decir, por decir algo, no crea. –Pues cierre el pico, por cerrar algo –contestó el ca–mello ofendido. Desconcertada y ciertamente molesta, el camello y yo continuamos nuestro viaje hacia ninguna parte, con el señor bajito y molesto pisándonos la huella. Dejamos atrás el desierto y nos adentramos en un bosque. El camello me pidió permiso para hacer un alto y yo aproveché la ocasión para darme un baño en un riachuelo cercano. Todo esto sin descender del camello. Porque ya se sabe que en sueños, los camellos son ob- jeto de oscuros deseos. Chapoteamos el camello y yo un buen rato, disfrutando de la temperatura del agua, que estaba tan helada que al salir a la superficie inmediatamente comenzaban a formarse estalac- titas en la nariz, orejas y demás orificios. Como el camello no estaba acostumbrado al frío, agarró un constipado fenomenal. El señor bajito se ofreció a ayudarnos. Nos relató que él en otros sueños habla ejercido como médico de cabecera y que había recetado un sinfín de su- positorios y caramelos para la tos. El camello estornudó con estruendo llenando el rostro del señor bajito y molesto con gran cantidad de babas que en un periquete empezaron a cristalizarse. El señor bajito y molesto estuvo un buen rato sin poder decir esta boca helada es mía. Yo me vi en el penoso deber de tener que trasladarlo a un lugar soleado para que pudiera derretirse como era debido. Sin apearme del camello, naturalmente, porque en los sueños ya se sabe... Mientras el señor bajito y molesto se derretía, el camello y yo despachamos unos pasteli- tos de nata que había adquirido en una tienda de beduinos a nuestro paso por el desierto. –Póngame cuarto y mitad –le dije al beduino. Y me puso tres kilos exactos que me cobró a precio de oro. Al camello aquellos pastelitos de nata que sabían a arena del desierto le parecieron muy sabrosos; sin embargo a mí se me hacían una bola en la garganta que rebotaba contra mis dientes, y aunque yo me afanaba en masticarlos, no había manera de reducirlos a pedacitos por lo que tenía que regurgitarlos y volver a depositarlos en la bandeja para que el camello les diera buena cuenta. Los camellos de los sueños no le hacen ascos a nada, ya se sabe... Después de que el señor bajito y molesto regresara a su estado normal, es decir, a volver a ser un señor bajito y molesto, acordamos que cada cual seguirla su camino y en consecuencia su sueño. El señor bajito y molesto estuvo de acuerdo y levantando su sombrero de copa nos despi- dió con mucha cortesía. –¿Cómo se llama usted, señorita? –¿Y a usted qué le importa, señor? –Es un decir, por decir algo, no crea. –Pues cierre el pico, por cerrar algo –respondí airada. Cuando me desperté tenía la boca seca, como si hubiera estado tragando arena. A mi lado un señor bajito y molesto me saludó levantando el sombrero. –¿Cómo se llama usted, señorita? Recordé que en el último momento descendí del camello. Intenté volver a conciliar el sueño, pero ya no quedaba ningún camello libre, sólo señores bajitos y molestos que pregun- taban insistentemente cuál era tu gracia. –Es un decir, por decir algo, no crea. –Cierre el pico, oiga. Después de darle muchas vueltas al asunto y discutir acaloradamente con el señor bajito y molesto al que hice pedazos el sombrero de copa con mucha cortesía, sin dejar de sonreír y atusándome el mostacho que comenzó a salirme de madrugada, he decidido dejar de soñar. Es un decir, por decir algo, no crea.