Está en la página 1de 5

1.

Fundamentación de la metafísica de las costumbres


Se divide esta obra en tres secciones.

1. En la primera de ellas, trata Kant del paso de las ideas comunes de moralidad a las ideas
filosóficas sobre moralidad. Todo el mundo tiene ideas acerca de la moralidad; de lo que se trata
es de analizar filosóficamente el fundamento de la misma. El bien, desde Aristóteles es la noción
central de la ética, y Kant parte de la afirmación de que la única cosa que merece absolutamente
la denominación de «bueno» es la «voluntad buena». La voluntad buena no se define
precisamente como la simple intención de obrar bien, sino como un querer puesto en práctica,
como voluntad misma en cuanto es capaz de actuar determinada por la razón. Si el fin propio de
la vida humana hubiera sido la obtención de la felicidad, nada más inapropiado que la razón
para conseguirla; la determinación del instinto hubiera sido mejor medio e instrumento. La
felicidad es más bien un concepto empírico y la razón no logra precisarlo de un modo universal y
necesario. De aquí que no sea, propiamente, con vistas a la felicidad por lo que está dotado el
hombre de razón y voluntad, esto es, de racionalidad práctica, sino para ser digno de ella.

La voluntad será buena cuando lleve a una acción hecha por deber. No es buena por el fin que
pretende, o por el bien que consigue; lo es en sí misma, porque quiere que lo que hace sea
conforme al deber, cosa que logra cuando actúa por respeto a la ley moral (ver texto ).Actuar
por respeto a la ley, que Kant denomina «representación de la ley en sí misma», es lo que hace
absolutamente buena a la voluntad y lo que da valor moral a la acción.

2. Este concepto del deber como valor moral en sí mismo no puede sino fundarse en la misma
naturaleza humana, cosa que Kant demuestra en la segunda sección titulada «Tránsito de la
filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres».

La moralidad así entendida -obrar por deber- ha de valer para todos los hombres, para todos los
seres racionales en general (universalidad) , y ha de valer de un modo necesario (necesidad): ha
de tener, por tanto, una fundamentación a priori en la misma razón. El único concepto de debe
rque puede basarse en la sola razón es el que se presenta bajo la forma de imperativo. Porque el
hombre es razonable, actúa según los motivos objetivos que el entendimiento propone a la
voluntad, pero sucede, además, que la voluntad posee sus propios motivos subjetivos; sin
embargo, el hombre racional acepta que el entendimiento constriña a la voluntad a someterse a
su mandato. Tres son los tipos de mandatos, o imperativos, que pueden imponerse a la
voluntad: los técnicos, esto es, aquellos que son reglas necesarias para llevar a cabo una
habilidad (quien quiera ser rico ha de ahorrar); los pragmáticos, como son los consejos de la
prudencia (quien quiera conservar la salud debe vigilar su dieta; quien considere que su fin
último es el placer, que calcule bien el disfrute de placeres) y, finalmente, los morales, aquellos
que hacen que algo sea necesariamente bueno. Las dos primeras clases son imperativos
hipotéticos, puesto que sólo existen si alguien se decide a obtener los objetivos que procuran (si
quiero un fin he de poner en práctica los medios adecuados), mientras que los últimos obligan
incondicionalmente: son categóricos y prescriben la moralidad a modo de juicios sintéticos a
priori; a priori, porque no dependen ni de la experiencia ni de las propias intenciones, y
sintéticos porque representan algo más que la misma voluntad. Actúan como principios a priori
constitutivos de moralidad: no porque algo sea bueno se impone a la voluntad, sino porque la
voluntad se impone algo a sí misma esto que se impone es necesariamente bueno. Y así son los
imperativos categóricos, cuya formulación primera es la siguiente:

1
Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley
universal

La «máxima» se refiere a los principios subjetivos de la voluntad, a sus propios móviles que, de
no existir el imperativo categórico impuesto por la razón, se impondrían a la voluntad. Si se
tiene en cuenta que la idea que tenemos de la naturaleza es que se trata de nuestra experiencia
explicada por leyes universales, el ámbito de la moral regida también por leyes universales
categóricas puede ser considerado también como una segunda naturaleza. Por lo que el
imperativo categórico podría formularse de una segunda manera:

Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de
la naturaleza

Esta formulación del deber excluye cualquier finalidad relacionada con principios subjetivos
(condicionados) de la voluntad, porque supone que no hay que buscar más que una finalidad
absoluta; ahora bien, sólo el ser racional es fin en sí mismo (ver texto ).De aquí que el
imperativo categórico pueda formularse también así:

Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de
cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio.

La idea de un ser racional que es fin en sí mismo fundamenta la idea de autonomía moral. Pues
no se actúa moralmente sino en conformidad con uno mismo, esto es, el hecho de tener como
imperativo categórico el respeto a la misma humanidad como fin en sí misma nos constituye a la
vez en legisladores universales; por eso, la moralidad puede llamarse también

REINO DE LOS FINES. «Reino», o sea, sociedad de seres racionales sometidos a las mismas leyes;
«de fines», es decir, sociedad en la que los miembros son seres racionales autónomos; en este
reino, los miembros, como soberanos legisladores, se dan la ley a sí mismos (ver texto )y la
moralidad consiste, una vez más, en actuar de acuerdo con una ley que haga posible un «reino
de los fines». Según esto, el imperativo categórico puede ahora formularse de la siguiente
manera:

Obra siguiendo las máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de fines

De este modo el ser racional puede otorgarse a sí mismo una ley que no es la de la naturaleza y
en esto estriba su grandeza y su dignidad. Y en esto consiste también la autonomía de la
voluntad, que radica, según Kant, en actuar por principios que puedan convertirse en leyes
universales.

La conclusión de la explicación de Kant lleva a aclarar el principio: sólo una buena voluntad es
algo incondicionalmente bueno. Y así, la voluntad es buena porque se impone a sí misma la
única ley que puede compartir todo ser racional: la de actuar de acuerdo con el imperativo
categórico que no es más que una forma de querer, una forma, sin un contenido moral
concreto.

2
3. Sección tercera: El fundamento de este imperativo categórico sólo lo puede analizar una crítica
de la razón pura «Ultimo paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura
práctica». Se trata del análisis de la razón práctica, de la voluntad, como causa libre.

Las ideas de esta última sección coinciden con las ideas fundamentales de la Crítica de la razón
práctica.

2. Crítica de la razón práctica


A diferencia del método que sigue Kant en la Fundamentación, en la Crítica de la razón práctica no
procede desde la experiencia moral hasta la fundamentación de la moralidad en la razón humana, sino
que, partiendo del análisis de la razón pura, intenta hallar el fundamento de la moralidad. De la misma
manera que en la Crítica de la razón pura expone el fundamento a priori del conocer, en la Crítica de la
razón práctica expone el fundamento a priori de la acción moral.

Se divide esta Crítica también en dos partes: una doctrina de los elementos y una doctrina del método;
la primera parte se divide, a su vez, en «Analítica» y «Dialéctica». El objetivo es mostrar que la razón
pura es práctica -que la racionalidad tiene un aspecto práctico o moral- y que obliga a la voluntad a
autodeterminarse.

El análisis de los principios por los que se determina la voluntad distingue entre máximas, principios
subjetivos de la acción, o motivos para actuar sólo válidos para quien actúa (como, por ejemplo, cuando
uno adopta el principio de vengarse de todas las ofensas que recibe), y leyes o principios objetivos,
válidos para todo ser racional. Unos y otros son principios prácticos, esto es, mueven a actuar a la
voluntad. Pero los primeros son empíricos, nacen del egoísmo o tienden a la propia felicidad, mientras
que una ley moral se piensa como necesaria y universal, por lo que sólo un principio práctico formal, y
no uno que tenga en cuenta objetos y contenidos, puede considerarse como ley práctica por la que
deba conducirse todo ser racional (ver texto ).

Ahora bien: sólo si la voluntad se determina a sí misma, es decir, sólo si es libre, puede decidirse a
obrar por un principio formal. Y viceversa: sólo si la voluntad se determina por un principio formal
puede ser libre.

 Es libre aquella voluntad que no se determina por algo que pertenece al mundo fenoménico,
que tiene sus leyes necesarias, como lo son los motivos de tipo sensible y, por la misma razón,
sólo si el principio del obrar es formal puede ser la voluntad libre. Libertad y ley moral se
condicionan una a otra, de modo que la libertad es el primer objeto inteligible, o cosa en sí,
que nos manifiesta el análisis de la obligación moral, así como la moralidad es lo primero que
nos hace patente la libertad

Así, mediante el análisis de la razón -la analítica- sabemos que el hombre pertenece al mundo
fenoménico, de las leyes causales necesarias, y también al mundo nouménico, de las cosas en sí, el
mundo inteligible de los seres libres que son, ellos mismos, el origen último de sus acciones

La moralidad no aporta, sin embargo, ningún conocimiento de tipo teórico. La Crítica de la


razón práctica afirma la existencia de la libertad o de un sujeto moral libre y autónomo; afirma su
existencia, pero no ofrece de ello una demostración teórica.

Establecido el principio práctico que rige en la razón pura (que somos libres y que nos damos a nosotros
mismos la ley moral), trata Kant -en orden inverso al observado en la Crítica de la razón pura-, de los
3
conceptos de la razón práctica («Analítica de los conceptos»), es decir, de los conceptos que hay que
aplicar a aquello que es objeto de la razón práctica, a lo que es moral.

Los objetos de la razón práctica son el Bien y el Mal. Estos dos conceptos deben definirse de acuerdo
con el principio ya definido de la moralidad; por lo mismo, algo es bueno o malo, no porque es percibido
(o después de haberlo percibido) como moralmente obligatorio, sino debido a que la voluntad se lo
impone tras percibir cuál es su deber moral teniendo en cuenta el imperativo categórico (ver texto ). No
lo hicieron así los antiguos ni lo hace tampoco la mayoría de moralistas, que ponen el bien y el mal como
objetivos o fines de la voluntad y que, por lo mismo, no fundamentan más que una moralidad
heterónoma y a posteriori. Propiamente, «bien » y «mal» son conceptos a priori, pero que no se aplican
a objetos conocidos (como pasa con las categorías del entendimiento), sino que son «efectos» de una
única categoría práctica, la causalidad libre, la libertad, que hace que las acciones humanas sean, por
autodeterminación, buenas o malas.

Ahora bien, ¿cómo la libertad humana convierte en buena o mala una acción, que pertenece al mundo
fenoménico, es decir, cómo puede algo concreto pasar a ser necesaria y universalmente bueno o malo
moralmente? Para saber que algo empírico puede ser objeto moral, o para saber cómo hemos de juzgar
de un hecho concreto, ha de haber un «vínculo» intermedio entre la ley moral y el mundo natural:
este vínculo (el equivalente del esquematismo en la razón teórica) no puede ser otro que el
procedimiento de imaginar una ley moral «como si» fuera una «ley de la naturaleza» (ver texto ).

Kant insiste en que la moralidad de una acción reside en la autonomía de la voluntad: la voluntad que se
determina a obrar por respeto a la ley. Todo otro motivo queda excluido; en especial, se excluye
cualquier otro sentimiento que no sea el respeto a la ley, que es el único sentimiento moral admisible.
Efectos inmediatos de la ley moral son, en sentido negativo, la «humillación» o sometimiento del
hombre a la ley y no a las inclinaciones de la voluntad y, en sentido positivo, el «respeto» por la ley
moral. Este sentimiento es el único móvil o motivo de la acción moral, constitutivo a la vez de la misma
moralidad. Hacer algo por respeto a la ley significa que la acción humana, precisamente para ser moral,
debe ser no sólo objetivamente conforme a la ley, sino también subjetivamente: hecha para respetar la
ley: Si no fuera así, la conducta humana podría ser conforme a la legalidad, pero no conforme a la
moralidad (ver texto ).

Al final de la Analítica, trata Kant de nuevo del tema de la «libertad», en cuanto ésta precisamente hace
posible la existencia de la moralidad a priori. La libertad, en efecto, puede definirse como la
«independencia de la voluntad de toda otra ley que no sea la ley moral». Kant distingue entre «libertad
psicológica» y «libertad trascendental». La primera se refiere a una concatenación de motivos
psicológicos que ocurren en el tiempo y que determinan la decisión de la voluntad, por lo que ésta
puede considerarse como un aspecto, o parte, del proceso necesario de las leyes naturales. Al hombre
que se ajusta a las leyes psicológicas de la motivación le consideramos, pese a todo, (psicológicamente)
libre; y esta libertad psicológica, que propiamente es un aspecto de la necesidad natural, le incumbe al
hombre como parte del mundo fenoménico que es. La voluntad trascendental, en cambio, es el origen y
fundamento de la moralidad y es pensada como independiente de toda motivación empírica y de toda
concatenación causal natural; ésta es la libertad que compete al hombre como ser perteneciente al
mundo inteligible. Sólo ésta merece propiamente el nombre de libertad, porque la libertad psicológica
es en realidad compatible con -es lo mismo que- la necesidad natural. La aparente contradicción que
presenta el hecho de que el hombre sea a la vez libre en sí mismo y sometido a la ley natural, «respecto
de la misma acción en el mismo momento», se disuelve cuando se le considera miembro de dos
mundos: del mundo fenoménico, del cual depende cuando realiza algo que se sitúa en el tiempo, y del

4
mundo nouménico, donde es un sujeto que ejerce su causalidad libre respecto de todo aquello que
realiza en el tiempo (ver texto ).

A la Analítica, sigue una «Dialéctica de la razón práctica». Igual como sucedía en la Crítica de la razón
pura, también en el ámbito práctico la razón pura experimenta su ilusión inevitable y necesaria; también
ahora busca su incondicionado y también ahora cae en la antinomia de la razón práctica (ver antinomias
kantianas).

Lo prácticamente incondicionado recibe el nombre de «bien supremo». Aunque la razón humana no


puede tener otro motivo de su acción que la moralidad, no por eso renuncia al bien al que toda voluntad
debe tender; el bien incondicionado, el bien supremo a que tiende una persona no es otro que la
«virtud y la felicidad conjuntamente», la suma de moralidad y felicidad.

No podemos concebir la virtud sin la felicidad, y viceversa y, además, la razón práctica nos impulsa hacia
este bien supremo, o a unir una cosa con otra. Ahora bien, o la felicidad es el móvil de la moralidad, o la
moralidad es la causa de la felicidad. Lo primero no es posible, porque el único móvil de la voluntad ha
de ser la moralidad; tampoco es posible lo segundo, porque no basta ser virtuoso para ser feliz, cuanto
más que la felicidad, que pertenece al mundo fenoménico, se rige por leyes naturales y la virtud por
leyes morales.

El incondicionado a que tiende la razón práctica, por tanto, la búsqueda del bien supremo a la que
nos lleva la misma moralidad parece una empresa ilusoria: es la «antinomia de la razón práctica». La
antinomia se resuelve, como acaba de pasar con el problema de la libertad humana, recordando la
doble pertenencia del hombre al mundo inteligible y al mundo fenoménico. En el mundo de la
naturaleza la virtud no siempre lleva a la felicidad, pero sí en el mundo inteligible. La resolución, por
tanto, requiere la posibilidad de la inmortalidad del hombre y la existencia de una causa que sea la
garantía de esta misma posibilidad.

La moralidad tiene, por consiguiente, sus condiciones necesarias: sus postulados de la razón práctica,
libertad, inmortalidad del alma y existencia de Dios.

 Para asegurar la posibilidad del primer elemento del bien supremo, la moralidad o la virtud se
requiere el postulado de la inmortalidad del alma. La completa identidad entre la actuación
moral y la felicidad sólo puede alcanzarla el hombre existiendo, no como ser sensible, sino sólo
como inteligible (como persona o espíritu) y en una situación de infinitud; tal situación
corresponde a la inmortalidad.

 Para asegurar la posibilidad del segundo elemento, esto es, de la felicidad se requiere el
postulado de la existencia de Dios. Ha de suponerse la existencia de una causa capaz de otorgar
esta felicidad: es decir, de una causa suprema de la naturaleza, dotada de entendimiento y
voluntad, Dios Sólo esta causa suprema hace posible que la felicidad se identifique con la
moralidad.

La moralidad coloca al hombre en el umbral de la religión. Lleva a ella, pero no es su objetivo, porque no
es la felicidad a lo que debe tender el hombre moral, sino a la racionalidad. La religión, a su vez, hace
que la moralidad alimente, en el terreno práctico, la esperanza

También podría gustarte