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El presidente estaba a punto de dar un nuevo discurso por cadena nacional.

El encargado de
escribirlo era yo, como de costumbre. ¿Qué poder esbozar si todo era un caos brutal y la
economía caía a pasos gigantescos? ¿Qué fábula inventar al pueblo para lograr ganar una
nueva elección? Sus asesores asentían todo lo que el presidente hacía. No existía uno solo que
no le rindiera pleitesías. Yo entre todos ellos. Hacía poco tiempo le habían diagnosticado un
cáncer terminal, pero su ego era más potente que la muerte y la desgracia. Teníamos
prohibido mencionar algo al respecto. Los asesores avanzaban junto a él por un pasillo
angosto y truculento. Yo lo seguía por detrás. Los pasos del presidente eran cada vez más
lentos. Una de sus secretarias abría su camisa y dejaba liberado parte de su sostén de lino
blanco. El presidente curioseaba muy atento. Voces por detrás de mí inferían odio hacia la
autoridad. Era evidente el odio que la inmensa mayoría del pueblo tenía hacia él. Dictador,
déspota, avaro, insensible todo el tiempo. El dinero de la gente se usaba para campañas y
fines familiares. Fue así que la nación se quedó sin fondos para jubilaciones y ayudas
sociales. Los pasos del presidente eran cada vez más letales. De repente presentí que algo raro
iba a suceder. Como una apariencia extraña en el recinto, me imaginé un final tremendo para
el presidente. Se sentó en su sillón de pana roja y acomodó el micrófono delante de sus
asistentes, a los que basureó de manera constante. Cuando la cámara encendió sus luces,
quedó en vivo para todo el país. Me acurruqué en un costado del recinto para escuchar lo que
le había escrito. Ni yo lo podía creer. El presidente comenzó su discurso y de golpe cayó al
piso. El sillón de pana se desmoronó sobre una alfombra opaca. Los asistentes corrieron a
ayudarle, pero la cámara continuaba registrando todas las imágenes. No pasaron dos minutos
para que toda la población aplaudiera de pie ante las imágenes. El presidente había muerto.
Me acerqué fingiendo dolor y una fuerte angustia a la vez que una secretaria llamaba por
teléfono a los médicos. No había nada más que hacer. Organicé un funeral prolijo e invité a
todas las autoridades nacionales e internacionales. Nadie podía verle y debo confesar que la
inmensa mayoría, deseaba festejar su muerte por las calles. El cajón conservaba un cuerpo
gélido. Mujeres lloraban por los rincones del lugar del sepelio. Había gobernadores opositores
que le escupían el rostro sin miedo. Policías uniformados esquivaban las patadas al ataúd que,
por momentos, tambaleaba para derrumbarse contra el piso de mármol negro. Cerraron el
féretro. Un cortejo de cinco autos se dirigía hacia el cementerio. Yo viajaba en el auto número
cuatro. Una nube oscura y negra se posó por sobre el techo del auto que llevaba el cuerpo del
presidente. Piedras triangulares eran arrojadas contra los vidrios a la vez que los insultos
formaban parte del paisaje. Sentía un miedo atroz a que aquella nube se desmoronase y
explotase justo en el auto del presidente. Un rayo violeta y anaranjado golpeó el portón
trasero del auto. El chofer tuvo que girar el volante por la explosión. En el impacto, el cajón
del presidente abrió la compuerta y éste, con la velocidad, quedó expuesto en el pavimento. El
segundo auto no pudo esquivarlo. Lo golpeó con el spoiler justo en la parte más débil. El
tercero, le partió dos manijas de bronce. El cuarto, que era donde yo estaba observando todo,
pudo frenar antes de pasarle por arriba. Todos descendieron rápido e intentaron elevar el
féretro al auto. Una lluvia imparable comenzó a caer. En el cielo negro, la figura del
presidente muerto apareció como una pegatina. Los que estaban presentes corrieron antes de
que su negatividad inundara las calles otra vez. Yo me escondí debajo de un árbol, sin darme
cuenta de que una de sus ramas, estaba a punto de quebrarse sobre mí.

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