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Era uno de esos lindos días de primavera en que el sol no pica, pero nos
acaricia, nos acaricia delicadamente, como el viento, que sopla con dulzura y
casi con ternura. Encima, era un domingo. Las calles bullían de gente,[que
caminaba] caminando por las aceras, las plazas y los parques, caminando
[que caminaba sin cesar] sin cesar, como impulsado [impulsada] por un
anhelo desconocido, cruzando esas avenidas porteñas tan anchas, como las
nubes cruzan el cielo. Yo también me sentí arrastrado una y otra vez, pasando
por los puestos del mercado de la feria artesanal en la Plaza Francia,
deteniéndome sólo brevemente en el prado en el medio del parque, donde
un hombre con guitarra encantaba a los que buscaban un momento de
serenidad. Más tarde, cuando finalmente estaba delante del Museo Nacional
de Bellas Artes, que había sido mi [que era]destino, ya se me habían quitado
las ganas. Ya eran más de las seis de la tarde, y podría visitar el museo
cualquier otro día. La vida pulsante me atraía más que las silenciosas salas
llenas de cuadros y esculturas.
¡Y había tantas cosas por descubrir! Por ejemplo, ¿qué era ese gigantesco y
lúgubre edificio situado detrás del museo, con su masiva construcción y su
intimidante portal con pilares, que me recordó a los edificios del Tercer
Reich? ¿Por qué ese vacío, ese tenso silencio a su alrededor, y por qué había
soldados [que patrullaban] patrullando? ¿Y por qué esa enorme valla
metálica? Otras personas también parecían fascinadas y miraban el edificio
por encima de la valla, como si allí estuviera ocurriendo algo extraordinario.
También lo hizo el señor cerca de mí, un hombre mayor, bajito, de pelo
blanco y barba blanca. Tenía la cara de una persona decente, la cara de
alguien que respondería a mis preguntas y no me mandaría al carajo. Me
atreví a hablarle.
—Pero, ¿por qué está vallado de esta manera, qué está pasando?
—No, claro que no. Sólo unos invitados selectos y algunos periodistas. Es por
su seguridad.
—Vivo cerca— dijo, señalando los bloques de pisos al otro lado del parque —
y también soy periodista.
—Probablemente voy a votar en blanco. Con estos dos, es como elegir entre
Drácula y Frankenstein.
Dos monstruos, reflexioné, uno de ellos un chupasangre, pero el otro ... ¿qué
hace el otro? No lo sé.
—Es cierto, esta vez el país no tiene buenas opciones. Uno representa los
viejos poderes, los de siempre, el Kirchnerismo y todo eso—, asentí, orgulloso
de conocer al menos un poco de política argentina, —y el otro …—
Con lo poco que sabía, también tuve esa impresión. Dudaría en poner el
destino del país en manos de este personaje. Había algo extraño en él, y de
todos modos, no me fío de ningún tipo de populista[tipo populista? “tipo”
como sinónimo de hombre?]. Hacer promesas es más fácil que cumplirlas.
Estábamos de acuerdo, y eso me llevó a otra pregunta.
—¿Cree que hay esperanza para este país? ¿Qué cosas pueden mejorar?
¿Quizá no dentro de cinco o diez años, pero sí dentro de treinta o cuarenta?
—Soy de Alemania.