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La invisibilidad sí existe

por Carlos Sánchez Torrealba.

El sentido de las realidades, por René Magritte.

Cuando nada es seguro, todo es posible.


Autor anónimo.

Era verano, cuarenta grados a la sombra. La delegada había salido decepcionada de la oficina del premier, quien
después de mucho tiempo y bastantes solicitudes, se había dignado a recibirle como representante del gremio artístico y
pedagógico.
A estas alturas, el premier se le hacía incorpóreo a ella y al resto de la ciudadanía. Cada vez se le veía menos. En
los medios ya no le exhibían como antes. Ya se sabía que tenía dobles como en el cine y a veces ponían un muñeco suyo
en los actos públicos.
El encuentro fue fugaz; aquel ser le parecía de mentira, una sombra. Después de un recíproco buenos días a
regañadientes, antes de hablar, el premier quiso decir unas palabras y, sin coger aire siquiera, se despepitó y remató su
perorata diciendo:
- ...Eso era antes que les seguían, después se les perseguía. Ahora, son invisibles, pero siguen haciendo contraste
¡qué buena broma! ¡Ustedes siguen metiéndole ideas a la gente en la cabeza!
Así le incriminó antes que la delegada saliera lenta y airosa por la puerta del despacho. Cinco minutos duró la
audiencia o menos. El calor también se hizo más insoportable.
Nuevamente, el premier había quedado solo en sus cavilaciones. Bueno, es una exageración. Él, como le gustaba
decir, cavilaba, sí. Pero lo hacía entre dos polos, como quien mira un péndulo oscilante de izquierda a derecha, de derecha
a izquierda sin más. Nada más ni nada menos que pensamiento binario puro y duro aprendido en viejas monsergas de
libros colorados.
El semáforo situado al frente de su despacho ya no funcionaba bien tampoco. Esperando el cambio de luces, allí
llevaba rato estacionado un taxi que despedía un humo nauseabundo. Algo huele mal en el reino de Dinamarca, dijo como
una gracia alguna de sus asistentes al entrar a su despacho de ventanas abiertas y balcones pueblerinos... El premier no la
escuchó -como de costumbre- pero lo que sí oyó fue la radio que llevaba encendida el chofer a todo volumen y de donde
salía un bolerazo ranchero: Cuatro cirios encendidos hacen guardia a un ataúd y en él se encuentra tendido el cadáver de
mi amor... ¡Ay, qué velorio tan frío, qué soledad y dolor! Solo están los cuatro cirios también de luto vestidos igual que
mi corazón... Como sombra vagarás y será tu maldición...
Levantó el teléfono y mandó a callar a Javier Solís que viajaba de pasajero incorpóreo en el taxi del humo
nauseabundo. En el acto, detuvieron al chofer, le apagaron la radio y le decomisaron el carro por molestar en la vía
pública contaminando con su carro viejo y esa musiquita obstinante, así le increparon. En el fondo, no era más que una
excusa. No fue más que un nuevo arranque propio de los chatos regentes regionales: eso se hace porque me da la gana.
El premier había quedado ofuscado después de su encuentro con la delegada. Y, claro, al premier se le torció más
el humor con aquella canción porque la consideró conspirativa y de mal augurio, aunque, por supuesto, no había sido
escrita para él, ni él había sido motivo de inspiración, ni mucho menos.
De tal forma que mandó a averiguar y se enteró que el compositor era un tal maestro mexicano Federico Baena y
que el cantante un tal Javier Solís y a los dos los mandó a apresar, sí señor ¡y me los traen aquí por intrigantes y por
desacato!
Su ego era tan grande e inservible como era aquel despacho inservible para dirigir nada porque lo suyo era
inspeccionar, tachar, anular, apresar, aniquilar y mandar; jefear como un enfermo.
- Premier, usted disculpe, pero no hemos encontrado ni al señor Baena, ni al señor Solís.
- ¡¿Ah?! ¿Son imaginarios? ¡¿Se han escapado?! ¡¿Se han esfumado entonces?!
- No, premier, se han ido...
- ¡¿Para dónde?!
- Para el otro mundo, premier. Han fenecido. Se murieron hace muchos años. Lo siento.
Todo el mundo sabía y decía en susurros aquel secreto a muchas voces de que ese premier era un refrito, un
quiste, un juanete, un cáncer que había que expulsar más temprano que tarde. A todo el mundo le llevaba con la piedra
afuera. Hasta los borrachos, las furcias y demás gentes de la calle, así como otros invisibles, escupían luego de pronunciar
su nombre.
Por su parte, la delegada era una artista de familia, una querida pedagoga, bien formada y abnegada, reconocida
entre discípulos y colegas. Lenta y airosa había salido por la puerta de aquel despacho. Estaba convencida, luego de todas
las experiencias propiciadas y vividas en el magisterio, que pedagogos y artistas bien podrían ser consideradas y
considerados ciudadanos de primera en todos los países del mundo.
Ya cayendo la tarde, un poco cansada por los rigores del día, la delegada salió de una nueva reunión. Fue a
pararse en una esquina en actitud de quien espera, con su cuerpo apoyado a una farola. Estaba ahí recostada, debajo de la
luz. Tenía muchas ganas de llegar a su casa. En eso, se aproximó un taxi y se paró justo enfrente suyo. El chofer estiró el
brazo y abrió la puerta de atrás. Justo la puerta que quedaba más cerca de ella. El chofer abrió la puerta y nadie se bajó. La
delegada pensó que el pasajero era invisible. Pero, no, eso no es posible, pensó de seguidas. Eso solo ocurre en las
películas. Pero, sí, inmediatamente, alguien le tocó el hombro y le dio las buenas noches con una voz grave. Pero no había
nadie. Era el hombre invisible.
Sacó su libreta y se puso a anotar toda aquella cadena de sucesos, pero se le fue acabando la tinta al bolígrafo.
Apenas se marcaba en el papel la presión de sus letras, lo que le confirmó que la invisibilidad sí existe y para una muestra
otro botón: el premier también es volátil.

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