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InstItuto InternacIonal de lIteratura IberoamerIcana

Revista Iberoamericana
Volumen LXXXIX, Números 282-283, Enero-Junio 2023, 451-471

FEMICIDIOS, TRAVESTICIDIOS Y TRANSFEMICIDIOS


EN LA LITERATURA ULTRACONTEMPORÁNEA
LATINOAMERICANA

por

paula danIela bIanchI


Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Este artículo se propone explorar nuevos modos de enunciar los


femicidios, travesticidios y transfemicidios en la literatura latinoamericana
ultracontemporánea centrándose en los conceptos críticos de ciudadanías
y juricidades baldías; cuerpos precarios y violencias expresivas. Para esto,
planteo un enfoque teórico que desplaza la atención de la descripción del
cadáver y los detalles escabrosos de una gramática visual y pedagógica de
la crueldad –que deja un claro mensaje impreso en los cuerpos–, hacia una
gramática de lo político y contrapedagógica configurando nuevos modos de
relatar la muerte de “cuerpos feminizados” (Segato 22) presentado como una
herramienta tecnopolítica.
La expresión “feminizado” refiere no solo a los cuerpos de las mujeres
heterosexuales o cis sino también a todos aquellos cuerpos, identidades,
subjetividades percibidos como femeninos o en un proceso de tránsito hacia
identidades no masculinas, no viriles, no patriarcales, no binarias. Es decir,
existe un disparador narrativo que parte de las caligrafías de la muerte, de
las maneras de dar la muerte y de referir el proceso selectivo de aniquilación
hacia los cuerpos precarios feminizados en estado de ciudadanías baldías. Esto
expone la violencia excesiva que traza una huella en los cadáveres abriendo
una línea fronteriza en los umbrales de lo (in)vivible, esa huella como rastro
diseña un deslizamiento hacia diversos relatos del crimen desde los puntos de
vista de los sobrevivientes (víctimas, familiares, testimonios).
452 paula danIela bIanchI

La hipótesis general de este ensayo sostiene la reconstrucción de marcos de


inteligibilidad que perfilan en la literatura del presente, los posibles recorridos
de los femicidas, víctimas y familiares. Itinerarios que se dirimen entre
juricidades y trampas punitivas, connivencias policiales y duelos, búsquedas
confesionales y sensaciones de (in)justicias. El acento se coloca en los cambios
de las figuraciones de la extinción de vida en la nueva literatura latinoamericana
del siglo XXI.
Esta manera de presentar otros circuitos posibilita armar series literarias
abiertas que pueden ser intervenidas con las categorías antes propuestas: El
invencible verano de Liliana (2020) de Cristina Rivera Garza, “No aceptes
caramelos de extraños” (2011) de Andrea Jeftanovic, “Biografía” (2021) de
María Fernanda Ampuero, Enterre seus mortos (2018) de Ana Paula Maia,
“En el barro rojo” (2020) de Eliana González Ugarte, Brujas (2020) de Brenda
Lozano y El verbo J (2018) de Claudia Hernández.1

ItInerarIos, rastreos, huellas


Me detengo en la expresión “rastrear”; cómo se puede rastrear un femicidio
o, mejor dicho, rastrear los momentos previos y los posteriores a él. “Rastrear”
(del latín rastrum) significa rastrillo, herramienta para raspar o raer, que luego
muta a raster, rastri como aquello que deja la huella de algo que ha pasado
por la tierra. Surgen las palabras “huellas” y “tierra”, y en línea con lo que
postula Silvia Rivera Cusicanqui respecto del territorio, asumo el cuerpo como
territorio sin mapas porque delimitan fronteras impuestas por los varones, como
un espacio de dominación, sino el territorio como un tejido, como un aporte de
construcción comunitaria feminizado. De la definición de “rastrear” se advierte
la relación existente con las rastreadoras sinaloenses –grupos de mujeres de
desaparecidos de El Fuerte que buscan a sus muertos–, ellas, como tantas otras,
rastrean el territorio y cavan con sus manos, rastrean a través de los restos de
prendas, muchas veces intercambiadas, de los cuerpos que buscan, rastrean
por medio de los mensajes dejados en las redes sociales o en los teléfonos

1
Si bien el corpus parece ambicioso para un artículo, se hace referencia a que integra una
investigación mayor y se tomarán de cada obra aquellas escenas que se vinculen con el resto
y el rastro ligados con las ciudadanías y juricidades baldías.

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celulares, rastrean en los registros de las grafías de cartas, cuadernos, notas,


rastrean las marcas dejadas en los cuerpos, rastrean las voces testimoniales
que recogen retazos, “restos” de charlas o emisiones que demuestran posibles
indicios, rastros casi imperceptibles de lo que iba a ocurrir: un femicidio /
travesticidio / transfemicidio.
Generalmente, cuando la policía explora un espacio para encontrar un
cadáver “barre” un área, “rastrilla” un espacio, “peina” un sitio en el que
se podría encontrar un rastro. El conjunto de estos términos: peinar, barrer,
rastrillar son utilizados para hablar de la búsqueda de cadáveres de personas
que han dejado huellas. El rastro se dispone a dejar una huella que otorga la
posibilidad de la sospecha para iniciar una búsqueda. Mientras que la huella
define el espacio que puede reescribir el pasado actualizando el presente,
porque “es la aparición de una cercanía, por más lejos que pueda estar lo que
dejó atrás” (Benjamin 450); los restos articulan lo que queda y permanece de
la huella, el despojo, lo ruinoso, lo muerto.
En la novela El invencible verano de Liliana (2021) de Cristina Rivera
Garza (1964-, mexicana) se reconstruyen marcos de inteligibilidad que trazan
los posibles recorridos del femicida, de la víctima, pero, sobre todo, acentúan
los periplos de las familias en los pasillos de los tribunales exigiendo “justicia
para…”. Abordo el primer capítulo de la novela, en relación con la reconstrucción
del femicidio de la hermana de la autora ocurrido en 1991, a partir de los
archivos personales de Liliana Rivera Garza, de los testimonios, de la gramática
“precisa” y de poner en palabras un proceso trunco en los tribunales mexicanos
del que emerge una línea difusa que se debate “entre el amparo y la intemperie”
(Rivera Garza, Había mucha neblina o humo o no sé qué 13).
En la novela, Rivera Garza plantea diversas maneras de leer los relatos
que arman el rompecabezas de los días finales de Liliana cuyo femicidio no
recibió acto punitivo. El presunto depredador está prófugo desde el día que
Liliana fue encontrada asesinada en su domicilio. La hermana, Cristina, anuncia
la necesidad de hallar una justicia reparadora por un lado, y hacer visible esa
muerte como un femicidio, por el otro. En el texto, la narradora Rivera Garza
insiste en leer ese asesinato como femicidio, ya que en los años noventa aún
no existía esa figura legal. Para ello se utiliza una primera persona narrativa
que se ampara en los pasos de la ley siguiendo los caminos del derecho para

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indagar los rastros que dejen alguna huella que pueda habitar (Revueltas 91).
En esa situación, se dirige al Palacio de Justicia e inscribe registros de otras
que antes deambularon por allí durante una marcha en la que se exige: “no más
femicidios” y donde ahora está ella habitando esa huella:

mujeres reclamando el derecho a estar vivas sobre este suelo tan manchado
de sangre, tan desgajado por el espasmo de los terremotos y la violencia. Aquí
mismo por donde pasamos hoy. Un pie sobre una huella. Muchas huellas. Más
pies. Nos confundimos ahora. Los pies que se ajustan a las siluetas invisibles
de otros pasos. Las siluetas que se abren para dar cabida a nuestros pies. (El
invencible 17)

Esta cita la enlazaremos con los dos siguientes cuentos y la podemos ver
replicada en la instalación ¿Quién puede borrar las huellas? (2003) de la
artista guatemalteca, Regina Galindo, respecto de los femicidios ocurridos en
su país, de las huellas de quienes cruzan las fronteras norte y sur mexicanas
y quedan allí perdidas, de los pies de las marchas de las Madres y Abuelas de
Plaza de Mayo argentinas. De ellas solo quedan huellas, residuos, un zapato
que supone el desplazamiento y la quietud del último rastro, que evidencia el
funcionamiento astillado de la crueldad teñido por el desamparo baldío.2
Rivera Garza utiliza el gerundio para referirse al acto de morir: “siempre a
punto de morir: Mujeres muriendo” (El invencible 17). Este uso del gerundio

2
La categoría de baldío vinculada con los cuerpos, las subjetividades, afectos, territorialidades
y ciudadanías es una categoría que desarrollo como herramienta teórica desde 2016 en la que
defino lo baldío como metáfora de la carencia, no solo con el espacio como tal donde, por
ejemplo, aparecen cuerpos despedazados, basura, cadáveres, sino que retomo la idea del
baldío como una zona que asigna la interconexión de cuerpos, pieles, huesos, territorio y
subjetividades enmarcados en la figura del desamparo y la intemperie y que amenazan con
la disolución de las especies. El baldío como una zona de excepción postula una categoría
crítica que “define el forjamiento de la intemperie, del vaciamiento y del desierto fronterizo
provocado en los cuerpos, subjetividades y territorios […]. Es decir, las corporalidades se
distinguen en un estado de vulnerabilidad baldía situada en una zona de fronteras que se
organizan dentro de un espacio de enunciación y de posicionamiento políticos” (Bianchi
35). De este modo, se genera el baldío jurídico para territorio y cuerpos arrojados en una
excepcionalidad estatal.

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en un presente continuo como un pasar haciendo camino o dejando huella, nos


indica que los asesinatos nunca finalizan. Más allá del número de femicidios,
travesticidios y transfemicidios denunciados a diario tanto en México como
en el resto de América Latina, existen esos otros crímenes no denunciados
porque evidenciarlos implica perder a otro/s miembro/s de la familia o la
propia vida, porque esas vidas son menos válidas que otras, son asesinatos
perpetuados en medio de la nada, donde funciona no solo la idea baldía como
zona geoespacial (geopolítica) sino también como baldío jurídico escenificado
en la expresión: “hartas ya pero con la paciencia que marcan los siglos. Ya para
siempre enrabiadas” (17), porque lo que se buscan son respuestas, y condenar,
en este caso, al femicida y abandonar la condición de “presunto”.
Jacques Derrida en Fuerza de ley formula que la ley está inscripta en la
justicia, se hace legible en el derecho y que además la justicia es incalculable.
Cristina se dirige a la procuraduría y describe con precisión el ingreso al Palacio
de Justicia donde debe pasar sus pertenencias por la cinta detectora de metales
y armas, la presentación mediante el documento de identidad, el pedido formal
de reapertura de la causa, las colas a las que debe dirigirse, el número de
expediente que fue sorteado, los ascensores, los pasillos, no sin antes pegarse
en el pecho una calcomanía roja que distingue a los que “pertenecemos a este
lugar de duelo y rabia” (18). El escenario descripto, laberíntico y lúgubre, nos
sitúa en una atmósfera similar a El proceso (1914) de Franz Kafka. Desarchivar
la causa es poco probable, quizás no haya quedado “rastro” (15) del archivo
porque pasaron treinta años. Pregunta si se puede reabrir el caso, la respuesta es
que no se puede “acusar del mismo delito a la misma persona. Es la ley” (18) y
la envían a tres sitios posibles donde podría estar el archivo y así comienza el
rastreo. “Es la ley” como si fuera una persona, la autoridad suprema, la misma
a la que recurre el personaje para reparar algo de esa huella que le duele y le
avergüenza. Con el peso de una ley burocrática se sucede el peso del itinerario
que doblega las rodillas de la narradora.
Un subtítulo del primer capítulo es “inusual” porque no es común abrir
un nuevo caso transcurridos treinta años del hecho y menos común encontrar
algo de esa época. Entonces, se reanuda el periplo para lidiar con el archivo,
los expedientes, los registros fotográficos que circulan de las víctimas en los
medios, las huellas escritas en los diarios de Liliana para reconstruir sus últimos
pasos y dar con el femicida, a quien la policía esa misma madrugada fue a

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buscar, pero ya se había dado a la fuga. En cuanto a la justicia incalculable,


Rivera Garza se pregunta quién tiene derecho a calcular cuánto es mucho
tiempo cuando el dolor no comprende de temporalidades. La pregunta abre la
herida y aparece por primera vez en la enunciación la palabra “culpa” que se
adiciona a la “rabia” ancestral: “Los pies adheridos a un duro pegamento hecho
de duelo y de culpa mientras el cuerpo se estira, horizontal, hacia un asomo
de secuencia” (20). La huella, por ahora rastro, se transforma en sentimientos
referenciando la culpa y el duelo por algo irreparable y alguien irrecuperable.
También se cuestiona el tiempo transcurrido como si existiera una temporalidad
cuantificable, sin tomar en cuenta que el dolor no prescribe como las causas.
A la culpa, al duelo y la rabia, se liga la vergüenza de quienes se acercan
al mostrador configurando escenas remanidas en los pasillos de los tribunales
burocráticos. En paralelo la figura de la culpa se deconstruye cuando la narradora
comenta otros casos mediáticos que pugnan por reclamos de justicia. Entonces
la culpa se traslada desde la familia de Rivera Garza al culpable de un femicidio,
la culpa que el femicida quiera imputarle a la víctima se transfiere a él cuando
suenan las voces de las mujeres juntas: “ni drogadicta, ni puta, ni peda” (22). De
ese modo, se pone en tensión la culpabilidad, se abre la interrogación ¿dónde
se ubica ese estigma? y lo incuantificable se desplaza al dolor, no a una suma
concreta. Se entretejen lo que siente la narradora con otras voces para diluir la
culpabilidad y con el grupo Las Tesis: “La culpa no era mía ni cómo vestía”
(34). Pero en el mismo parágrafo, retorna la “culpa” de quien sobrevive y se
instala la figura de la vergüenza. La vergüenza de disfrutar de la vida cuando
a otra le fue quitada, la vergüenza de no saber, vergüenza vertebrada como
una misma piel al dolor, a la dororidade.3 Pasaron treinta años de la muerte de
Liliana Rivera Garza, y las trazas de su vida permanecen indecibles/indelebles.
Este capítulo de treinta y tres páginas en un libro de trescientas dos, nos
traslada de un aquí a un allí. ¿Dónde es allí? Allí indica el afuera, el sitio
peligroso donde se asesina, viola o desgarra el cuerpo. El allá propicia “la ley”,

3
La crítica brasileña Vilma Piedade (2017) parte del término sororidad para transformarlo
en “dororidade” donde todas las mujeres comparten el dolor del machismo, racismo y las
violencias, pero aborda el doble dolor que sufren además las mujeres negras hermanadas
en la opresión no solo heteropatriarcal y blanca sino dentro de las mimas comunidades en
relación con los varones, ellas son oprimidas también por ellos.

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el afuera de la fuerza de ley: “Más allá es la ley, es la necesidad, la pista de la


fuerza, el coto de terror, el feudo del castigo. Más allá, no” (11), porque irrumpe
la muerte con los ecos del pasado. Todo se origina con una cifra: “veintinueve
años, tres meses y dos días” (12) son –al momento de escritura– los que lleva
asesinada Liliana Rivera Garza, Lili. El conteo germina infinito, los dígitos
del expediente, las carreteras, las horas y minutos de esperas perennes, que
provocan al “animal que se desata dentro” (12) por el asesinato de su “única
hermana” (8) cerca del río El Remedios que actúa como fosa de cadáveres,
como baldío jurídico y de espacialidad, donde son arrojados los cuerpos para
que sean olvidados y no encontrados como restos de lo que fueron. El camino a
la justicia fragua un aprendizaje porque ante lo “inimaginable no supimos qué
hacer […] porque nunca estuvimos tan solos, tan huérfanos, tan desasidos” (43),
tan baldíos en todos los sentidos de la categoría: en el dolor, en la juricidad,
en la afectividad.

la ImportancIa del nombrar


Desde la portada del libro sonríe Liliana, nacida el 4 de octubre 1967,
Libra ascendente en Capricornio, Gallo en el horóscopo chino (40), asesinada
el 16 de julio de 1990 en calle Mimosas 658, Colonia Pasteros, Azcapotzalco,
México. El femicida, o presunto hasta la actualidad, es Ángel González Ramos,
“el hombre impune” (33). Liliana Rivera Garza, otro femicidio impune.
En México se tipificó la figura de femicidio en junio de 2012 en el Código
Penal Federal artículo 325.4 En el parágrafo “un violador en tu camino” (34)
aparece la ausencia de nombrar y de los nombres. Recién en 2012 se pudo

4
Marcela Lagarde introduce en América Latina el concepto feminicidio traducido del inglés
“femicide” en 2004 para diferenciarlo del homicidio y remarcar que el feminicidio se
produce cuando se asesinan a mujeres por su condición de género y que, además, se llevan a
cabo en sitios en los que el Estado o las instituciones no garantizan el cuidado de sus vidas.
Lagarde asegura que el feminicidio se conforma por el ambiente ideológico y social de
machismo y misoginia, de violencia normalizada contra las mujeres, por ausencias legales
y de políticas de gobierno (2006). La Corte Interamericana de derechos Humanos (CIDH)
desde noviembre de 2009 intenta que el feminicidio sea tipificado como un subtipo dentro
de la figura penal del genocidio, sin éxito aún. Cabe aclarar que el término “femicide” lo
incorpora Carol Orlock, escritora estadounidense, en 1974. Mientras que, Diana Russell lo
hace público en 1976 en Bruselas (Bianchi 46).

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enunciar “feminicidio” en México de modo legítimo. Cómo armar entonces


un lenguaje del miedo, cómo hablar del tiempo, cómo una joven de la prepa
puede estar preparada para ello, cómo la víctima se transforma en la culpable
al igual que la familia por no haberla sabido cuidar, se pregunta la narradora
durante todo el capítulo. Se establece una lógica del lenguaje antes ausente y
se pregunta cómo se diseña una nueva lengua para desterrar los mal llamados
crímenes por amor, crímenes pasionales, crímenes por celos, y Rivera Garza
realiza una enumeración extensa de los lenguajes que culpabilizan a las víctimas
y a sus familiares: que no fueron cuidadas, que eran chicas rápidas, que se
vestían de modo provocativo, que se lo merecían. De ese modo, Cristina Rivera
Garza plantea el lenguaje que se ensaña con el dolor, con aquello que obligaba
a callar, a silenciar la vergüenza articulada con la culpa, la falta de lenguaje
registra otros modos de dolor: “La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos
estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena” (34). Mientras
que la tipificación dentro del Código Penal suscitó un nuevo modo de hablar,
una palabra se transformó en una figura de ley. La construcción literaria del
nombre legitimado moviliza otros sentimientos menos desagradables.
La única culpa de Liliana o de las demás es “haber nacido mujer” (22)
en un mundo patriarcal y un Estado indiferente. La carencia del lenguaje para
designar el horror y relatarlo a gritos apuñala, delimita y deslengua a quienes
deben mantener activa la memoria por las que ya no están: “la culpa no era
mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía” (34), repite. Solo cuando pudo balbucir,
tartamudear, titubear, enunciar en voz alta: “busco justicia” (35) consiguió
expulsar aquello oprimido en el umbral de su boca. Tuvieron que transcurrir
treinta años para enunciar que no era su culpa, ni la de Liliana, ni la de su
madre o padre; la culpa es del femicida. Pudo gritarlo cuando registró que su
búsqueda individual se teje cual ñandutí con las búsquedas de las otras en un
grito conjunto que no aglutina, sino que acompaña a cada singularidad. Hace
treinta años estaba sola y “guardar silencio era una forma de arropar” (43) a la
que ya no estaba. “Bajar la voz” (43) era lo que parecía correcto.
Registro del registro, de la escritura, de la palabra, de la memoria, poder
poner en palabras para no morir también. Si el expediente muere, muere
Liliana de nuevo de modo “oficial” (38) como le dijeron, muere también “la
posibilidad de localizar al asesino y obligarlo a responder por la orden de su
arresto. Habrá juicio. Debe haber un juicio y debe haber una sentencia. Debe

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haber justicia” (38). Recién cuando menciona la palabra “justicia” por primera
vez deja de sentir vergüenza, nombrar a su hermana y emerger madre, padre,
hermana del Mictlán (44). Los tópicos de este capítulo sirven como enlace al
resto del corpus que reescribe, emplaza, rearma otros modos de narrar el horror.

rastreo
“No aceptes caramelos de extraños” (2016) de la escritora chilena Andrea
Jeftanovic (1970-) comienza con un epígrafe del checo Milan Kundera que
anticipa el horror elíptico del cuento: “El día que mamá salió a la calle con
los zapatos al revés supe lo que era el dolor” (109) y nos señala el recorrido
que emprende una madre que busca, a lo largo del río Mapocho en Santiago,
a su hija desaparecida o en las fotografías que plagan las cajas de leche, pero
nunca la hallará. Transcurrido el tiempo de la Justicia será un caso cerrado, un
expediente archivado. La vida continúa afuera y la madre continúa rastreando
los pasos de su hija: “En Santiago desaparecen muchos niños cada día” (110),
sin embargo, “Antonia no ha dejado huellas” (110). La madre habita las huellas
de Antonia, dibuja rutas imaginarias y posibles que haya podido recorrer la niña
“pero no hay rastros” (113). El gesto de la madre registra la necesidad de no
olvidar, de no perder el rastro que se diluye con el tiempo. Cansada de buscar
en la ciudad, hace lustrar los zapatos de Antonia para que no “desaparezca el
azul”, se corta “el pelo a tijeretazos” (113) y piensa: “Me detuve en tus zapatos
junto a la cama; eran unos bototos azules y viejos con los cordones abiertos,
las suelas gastadas. Pese a los dos números menos, salí a la calle con ellos
puestos” (113). De este modo, reanuda una búsqueda que quedó trunca en los
tribunales y suma un anhelo: “Tengo la esperanza de hallar una sandalia en el
sendero” (113). La madre de la niña debe reconstituir e identificar las huellas
habitadas que le hacen reconocer en ella la ausencia de la hija de su carne,
ausencia habitada ahora por la madre con su hija en los pies, transitando esos
pasos que fueron hechos por otra. La fragilidad de la huella se extingue en la
ciudad, se borra entre la multitud.
Los zapatos dos números menos originan la metonimia de maneras de
narrar el dolor de la ausencia, de la desaparición, de lo no dicho. Se escenifica
en ese rastreo la borradura del cuerpo y, por consiguiente, la clausura final. Lo
no dicho en el discurso está en tensión con el silencio y con la imposibilidad

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de contar el dolor. El silencio opera como el discurso de lo que no se puede


nombrar y se consolida con las relaciones de poder hegemónicas. La ausencia
de la palabra hace que eso no dicho se llene de sentido porque “los discursos
elípticos designan un naufragio de las palabras frente al afecto innombrable”
(Kristeva 212). Del mismo modo que el personaje Rivera Garza, la madre no
menciona más que el nombre de la niña con la esperanza de hallarla en su casa
o en la puerta, separada entre un aquí y un allá.

huellas
“Biografía” (2021) de María Fernanda Ampuero (1976-, ecuatoriana), inserto
en la colección Sacrificios humanos, abre la colección con una impactante
narración en primera persona. La protagonista es una inmigrante que llega a
la ciudad de un país en el que está desamparada. Debe valerse por sí misma,
pero las condiciones de trabajo no son óptimas y carece de documentación que
la respalde, por lo tanto, carece de derechos ciudadanos. Lo que trae aparejado
la precariedad de ella como sujeto de derecho y con una ciudadanía baldía, es
decir, en estado de excepción. Remarca la protagonista narrando en primera
persona la impunidad y la falta de derechos para una inmigrante indocumentada
cuando huye corriendo semidesnuda porque quisieron violarla, asegura que
lo que se castiga no es al violador “sino estar sin papeles” (15). La historia se
destaca por usar un lenguaje corrosivo y por la ferocidad con la que se relata el
itinerario de la joven desde la capital hacia el interior del país extranjero hasta
adentrarse en un territorio desértico y baldío para encontrarse con un hombre
que desconoce, intuyendo que será víctima sacrificial o victimaria soberana
por un momento. El riesgo lo toma en su condición de errante y porque solo se
siente “humana” (16) cuando le pagan por un trabajo, aunque pueda conducirla
a su muerte.
Morando en un territorio ajeno, ante la desesperación, el hambre y el
desamparo, ella se equipara con la res animal al igual que todas las inmigrantes
indocumentadas: “somos la carne de la molienda” (17). No solo se equivale
a un cuerpo animal sino con el corte más económico, el picado, molido,
pulverizado: “somos el hueso que trituran para que coman los animales” (17).
La carne de estas muje/res rinde en la economía del circuito comercial como
víctima sacrificial, como alimento para otros animales y lo acepta, a la vez que

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se anima con el mantra: “debo comer, debo dar de comer, debo ser comida”
(17). Llegada al nuevo trabajo en un sitio desértico es atacada y encerrada en
un cuarto. Encuentra rastros de mujeres asesinadas que luego de ser violadas
fueron alimento para la comunidad canina del femicida.
El cuento finaliza con una pregunta sobre la cuantificación como en Rivera
Garza. Se interpela: ¿cuánto hay que esperar para escapar “como un animal que
están siguiendo”? (18) como el animal derridiano, donde confluyen lo humano,
lo animal, lo vivible. Antes de huir reitera los nombres de las desaparecidas por
ese hombre para que nadie las olvide y sepan dónde terminaron. Los pasaportes,
fotos y nombres de las mujeres asesinadas funcionan como los restos de quiénes
fueron, como fragmentos indiciales de sus pasos por allí. La huella habitada
ahora habita en la palabra de la inmigrante sobreviviente.

InvIsIbles
En Enterre seus mortos (2018) de Ana Paula Maia (1977-, brasileña)
reaparece el personaje Edgar Wilson –protagonista en De gados e homens
(2013) y Carvão animal (2011)– como empleado que levanta cadáveres de
animales en las rutas de un pueblo desolado. Los debe transportar al Molino
para que los trituren y transformen en “compostagem usada na fertilização do
solo” (Maia 6). La novela se divide en dos partes: animales y difuntos. En la
primera parte, el territorio que rodea a Edgar Wilson plagado por desperdicios
humanos y animales se articula con un paisaje desértico e inhóspito. La
monotonía de trasladar trozos de cuerpos de animales muertos parece que será
lo único que sucederá en la trama. Sin embargo, la historia vira cuando Wilson
desobedece las normas del trabajo y sube a su vehículo con la ayuda de Tomás,
un ex cura que lo acompaña, el cuerpo de una mujer que colgaba de un árbol.
El resto de los personajes son prostitutas y travestis en busca de clientes en la
ruta, evangelistas que pululan por el pueblo, cadáveres de animales e intensos
aromas fétidos distribuidos en los ambientes por los que transita Edgar.
La primera frase de la novela irrumpe contundente: “O imenso moedor
está triturando animais mortos recolhidos nas estradas” (5). Se describen ruidos
y olores pestilentes junto con escenas despojadas de sentimientos respecto
de los segmentos corporales atascados en la máquina del pueblo que como
actividad principal desarrolla la explotación extractivista de una cantera a la que

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dinamitan a diario contaminando el aire y el río “Tudo parece morto ou quase


morto debaixo do sol” (8). Los habitantes son pocos y vagan en estados baldíos
de desprotección. La degradación espacial refleja la corrupción corporal, los
evangelistas se agitan al grito de “É tempo de matar, é tempo de morrer” (29),
aumenta la desidia policial y, de ese modo, proliferan asesinos, secuestradores
y negocios clandestinos, se genera el tráfico de órganos, se implementa la
taxidermia de animales cazados ilegalmente, desaparecen prostitutas y travestis
y los femicidios se tornan habituales.
La humanidad advertida en Wilson es ríspida, necesita sepultar los
cadáveres, por eso insiste en que alguien entierre el cuerpo hallado. Cuando
denuncia el hecho, una mujer avisa que podría ser su prima, una pelirroja con
una araña tatuada en el hombro. Wilson asume que hizo bien en levantar el
cuerpo porque para él todos los restos tienen el mismo valor, incluso cuando
le preguntan si es cadáver femenino o masculino responde qué importa ello.
Manifiesta un profundo respeto por las especies, lo confirma la voz narradora
en tercera persona que repone: “Mas para ele aquela mulher valia tanto quanto
um abutre e tinha o direito de ser recolhida como o resto dos animais mortos”
(38). Se invierte la equivalencia animal/humano que hace la inmigrante del
cuento anterior. Wilson equipara los derechos del animal con el humano, lo
importante es sepultarlos e identificarlos.
El femicidio permanece en suspenso de justicia e indagación, ya que la sede
que investiga está a cuarenta kilómetros y pertenece a otro distrito, también en
suspenso de sepultura porque el coche fúnebre está detenido a la espera de un
repuesto. La falta de presupuesto para combustible hace imposible que otro
transporte sea utilizado para trasladar cuerpos humanos. La burocracia estatal y
la indefensión en parajes rurales deja a la intemperie a los posibles ciudadanos.
El sargento de policía aduce que este “é um péssimo momento para morrer”
(41) como si debieran suspenderse las muertes, mientras se responde que nadie
reclama los cuerpos: “Alguém reclamou o corpo? – Ainda não.” (44). Edgar
se dirime en un debate interior: “Não existe sentimento de desprezo maior
do que abandonar um morto, deixá-lo ao relento, às aves carniceiras, à vista
alheia” (45). Advierte que el número de “prostitutas e travestis vem diminuindo
consideravelmente nos últimos meses” (45) pero tampoco nadie reclama. No
tienen rostro, nombre, ni se catalogan como los cadáveres de animales aplastados
en la ruta. En este punto, se calculan los modos de producción de materialidad

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corporal, los animales muertos sirven para composta, los cadáveres humanos,
como los de prostitutas y travestis para nada; esas “não preocupam ninguém
quando desaparecem” (46).
Maia complejiza los nudos que condensan los sentidos que gravitan en
torno del ambiente y cómo piensa y narra el paisaje y las políticas ambientales
que afectan de modo directo la vida y la supervivencia de los vivos y de los
cadáveres. El río, siempre presente en las novelas de Maia, aparece sucio,
revuelto y portador de restos, como el Remedios, o el Mapocho: “nesse rio
imundo, vasto e poluído, alimentado por dejetos orgânicos e pelo esgoto, que
encobre nas profundezas o horror dos mortos insepultos” (17). La violencia
oblicua se legitima incorporada a los trabajos y ligada a las tecnologías de
la precarización de especies y del ambiente. El camino que hace y deshace a
diario Wilson se construye a partir de una geografía de corporalidades abyectas.
Cuerpos animales y humamos vivos, muertos o en el umbral fraguan un lazo
inestable y frágil de vida y muerte esparcida entre sangres, vísceras y trozos
corporales que infectan todo.
En la segunda parte comienza el peregrinaje con el cadáver buscando un
sitio donde depositarlo. Llegan al ILM, Instituto Médico Legal, y tras escudarse
en la burocracia no recepcionan el cuerpo. La morgue desborda corporalidades
apiladas que nadie reclama y embolsados esperan destino final, algún sitio de
quema. La atmósfera contaminada por fragancias malolientes penetra la obra: la
morgue, las heladeras, el río, el comedor. El olor se condensa en la suspensión
de los derechos de la vida, lo nauseabundo acciona el estado baldío de derechos.
Wilson retorna al ILM, un médico le explica que los cadáveres no identificados
representan un negocio redituable: cabellos jóvenes para pelucas, extremidades
para trasplantes, pieles para injertos, dientes y huesos para adornos, aunque
según el estado en el que llegan “Nem todos os corpos podem ser aproveitados”
(84). También son bienvenidas sus posesiones: prendas, adornos y carteras con
efectivo. En la sociedad capitalista nada se pierde, todo se consume.
En medio de las pilas cadavéricas a medio descomponer buscan a la prima
de Nete, Berta, la colorada con el tatuaje. La encuentran y Wilson la entrega
a Nete que la entierra lejos de la casa porque prefiere que la recuerden con
vida, esperando que regrese algún día. No reporta el femicidio, ese día es el
cumpleaños de Berta. La naturalización del asesinato es tomada como algo
habitual en la zona, “Ela vivia metida em confusão” (94), con eso legitima su

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muerte. Todo parece un gran cementerio, se pregunta Wilson “o saber o que há


do outro lado. Apesar de se conhecer a região e geograficamente por trás dessa
montanha existir outra, tem-se a impressão de que não há nada além e que o
mundo termina ali” (17), cuál es ese otro lado. Riesgo, femicidio, accidente
convergen en la indiferencia de vidas expuestas al peligro.
El relato también termina con una pregunta formulada por Wilson, ligada
a la cuantificación del dolor, de la muerte, de la violencia: le pregunta a Tomás
si no es poco esperar setenta y dos horas para el reclamo de cuerpos –sabiendo
incluso que los cuerpos jóvenes son vendidos antes de ese plazo– en lugar de
siete días, por ejemplo, ya que los animales muertos permanecen más que
setenta y dos horas antes de pasar por la trituradora. Tomás le advierte que así
lo indica el protocolo, que “É o tempo padrão” (91).
La violencia se enfrenta a los lazos comunitarios entre animales y humanos
para Edgar Wilson escenificando una cercanía entre ambos que nadie percibe.
La vida y el pasaje a la muerte de los cuerpos vulnerables y precarios se afincan
en una precariedad colectiva y de responshabilidad (Haraway 17) para la
edificación de una vida vivible.

descartables
Si los cadáveres en la novela de Maia parecen invisibles menos para
Wilson, en “En el barro rojo” (2020) de Eliana González Ugarte (1988-,
paraguaya) divisamos que restan importancia los cuerpos de quienes deambulan
las periferias. El primer párrafo narrado en primera persona comienza con
la pregunta cuantificable del narrador: ¿cuánto tarda en descomponerse un
cadáver? El narrador sin nombre, se refiere al cuerpo que trasporta en el fondo
de una camioneta como Wilson, como un objeto descartable que debe desechar.
El camión se encharca y se detiene y también el tiempo parece “estancarse”
dentro de un charco lodoso, barroso, colorado como la sangre y tierra guaraníes.
El narrador asume ser cómplice del asesino y su tarea consiste en arrojar a
un baldío alejado el cadáver de Josefina, la rubia de los perros, asesinada tras
una pelea con su pareja que decide que el narrador desaparezca el cuerpo para
que no lo hallen, aunque avizora que nadie lo reclamará hasta que eventualmente
sea encontrado. El narrador justifica su acción como una deuda, lo hace porque
le debe a Sergio su estatus de casi niño rico. De este modo, la implicancia de él

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en el femicidio se intensifica, aunque lo disminuya y cosifique a “la rubia”. La


construcción narrativa iguala a cómplice y víctima en el momento de enfrentarse
al cadáver y tocarlo, reconoce que ambos eran jóvenes y vivían “la ilusión
de pertenecer” (96) a la elite rica paraguaya que les permitiría apenas pisar
el umbral de la puerta. El lenguaje que seleccionan desplaza “femicidio” por
“accidente”, amparados por la madre del femicida que los premia con un viaje a
Cancún y la compra de una camioneta nueva para el cómplice y así su silencio.
El cuento gravita alrededor de cómo deshacerse de aquello inservible para
consumo, otros ejemplos en la narración dan cuenta de que todo es reemplazable.
Si en las escenas de Maia no existe respeto por los cadáveres humanos, lo mismo
ocurre en esta ficción, el cadáver carece de valor si desaparece:

La familia de la rubia vivía en Ciudad del Este, según lo que sabíamos. Nadie
se daría cuenta de su desaparición hasta que encontrasen el cuerpo. Entonces
ya no habría rastros de que ella había estado en la casa de Gabriel ese sábado
de noche. (96)

La cita se sintetiza el núcleo narrativo, los datos que escamotea el narrador


dejan entrever la fantasía del control. Ciudad del Este habilita suponer un territorio
de pasaje a la impunidad, situado como paso de frontera, de comercio, una zona
franca de intercambios en la triple frontera. Asumir que nadie la extrañará y que
se borrará el rastro si encontrasen el cuerpo conforma un desvío potenciador de
la disolución del rastro, esa huella que emana cada cuerpo. El cadáver alojado
en la intemperie, “rodeado de una selva de baldíos” (98), estremece al narrador
un instante, al tomar contacto directo con el cuerpo pegoteado con sangre seca
y barrosa como el charco en el que encalló la camioneta, el joven vomita y
expulsa la culpa que desaparece pronto.
Para ellos la muerte se resignifica en un producto capaz de generar lucro,
la trama demuestra la colonización capitalista que señala el reemplazo del
hecho horroroso por un viaje a la playa y un auto nuevo. Las escenas del cuento
capturan de modo sutil el colorado en la sangre confundida con restos de tierras
atravesadas por el barro rojo, asignando las opciones disponibles que oscilan
entre la pobreza de los personajes que pasan cerca del narrador o la impunidad
premiada para mantener la ilusión de clase.

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Ambas narrativas evidencian el funcionamiento astillado del sistema de


justicia miope teñido por la crueldad. La forma de conjurar la culpa o pagar la
pena se explicita al hacer cómplice a los sistemas jurídicos “porque en Paraguay
nadie se hace cargo del cadáver de alguien que no importa” (100). La conexión
directa apunta a Judith Butler (2006) respecto de la vulnerabilidad innata y
la precariedad expuesta al baldío jurídico y afectivo. El encubrimiento y la
complicidad, ese pacto surgido entre varones de diferentes clases sociales, es
retribuido con un premio sin repercusión judicial, remarcando el encubrimiento
por la madre.

tránsItos y chamanas
En las novelas El verbo J (2018) de Claudia Hernández (1975-, salvadoreña)
y Brujas de Brenda Lozano (1981-, mexicana) asistimos a lecturas que
involucran las genealogías ancestrales matriarcales, los distintos tipos de
devenir feminizado y las aplicaciones de las violencias sobre los cuerpos que
ostentan cualquier viso de algo femenino, no en términos biologicistas, sino
asociados a la feminización.
El verbo J está dividida en ocho partes que incluye los pronombres: Yo,
Tú, Él, Ella, Eso, Nosotros, Ustedes, Ellos. Cada capítulo incluye una voz
narradora fragmentada geolocal y desarrolla los vínculos que tuvo J con diversos
personajes o comunidades que aparecen en la novela. El primer capítulo, “Yo”,
reafirma: “Yo estoy bien. Voy a estarlo” (5), J relata su infancia en El Salvador
con el reclutamiento de jóvenes para el ejército y la guerrilla, por un lado, y
con el traslado hacia unos asentamientos sin agua potable y la precariedad
comunitaria, por el otro. J no es aceptado por el padre, ni por el hermano menor,
sí por sus hermanas mellizas y por otra que es enferma mental. La madre lo
quiere mientras no manifieste atisbos “culeros” (23) o maricas. J proyecta una
subjetividad e identidad prismática, es varón gay, mujer transexual, performer.
Asume su tránsito sexual cuando se transforma en Jasmine frente a sus hermanas
y luego a su familia. El tránsito en la novela es permanente, se mudan de una
casa al asentamiento, las hermanas migran, J también, se desplaza en cada sitio
de paso en el que le toca permanecer. El transitar de J, hasta que logra reunirse
con sus hermanas, despliega las violencias que afloran de modo perenne. J
“nació en el lugar equivocado” (15), no la dejaban cantar, usar balde violeta
o jugar con niños de modo no varonil. La pobreza, la guerrilla y los pasos de

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frontera como telón de fondo dan cuenta de cómo se moldean los cuerpos y
las subjetividades en esos países de paso.
La no definición genérica de J produce inquietantes efectos en algunos
personajes. No interesa tampoco a elle cómo percibirse por momentos en su
sexualidad y subjetividad flexible, aunque desarrolla la habilidad de exponer un
cuerpo escoltado por una cosmética que maquilla la mascarada de su esencia en
tanto escapa a los patrones modélicos predeterminados: “prefería verme muerto
a que yo fuera culero” (23), “yo no estaba enterada de mis preferencias” (22).
Ella, él, elle habita la vida precaria designando espacios que lo alojen y buscando
afectos en su viaje. No solo es flexible el género de J sino la convivencia con
diversos discursos y registros que complejizan más diversidad sexual, religiosa,
médica y jurídica en la trama. En la novela se mezclan las creencias de las
curanderas con las religiones expulsivas. Al igual que en Enterre seus mortos,
las iglesias evangelistas modulan discursos performativos de “matar y morir”
que se traducen en El verbo J en un debes ser machito o hembra no puto, “no
querían que contagiaras a nadie” (45). La apariencia frágil y desprotegida de
J en su transición como migrante, lo arroja a sufrir violaciones, ser traficado,
ser prostituido, ser captado por evangelistas, al hambre, a la intemperie baldía
del contagio cuando enferma de sida. No obstante, la trama narrativa se abre
y deja porosidades para que se filtre el afecto y la resistencia, para que no se
hunda en la opacidad hostil.
En el capítulo “Ustedes”, J enfermo de sida en los años ochenta, animado
por sus hermanas, retorna a El Salvador para reencontrarse con su familia. El
primer rechazo proviene de la madre porque ingresa como Jasmine, pero no
es aceptado “vestido de mujer” (141), aunque así era como “mejor se sentía,
había pensado presentarse como ella lo conoció, como había subido al avión
y lucía en el pasaporte, pero pidió que mejor se detuvieran en alguna parte
para arreglarse un poco. Quería verse bien” (143). Para ella/él asesorado por
sus sobrinas ya se “sentía como cualquier chica” no como una que andaba por
los “escenarios” (144) nocturnos. A pesar de la violencia inscripta en Jasmine
o J, se transforma en padre donando esperma a su amiga y su padre lo acepta
como quiera ser.
El nomadismo migrante, el exilio de las subjetividades y cuerpos, la mudanza
del nombre, evidencian la fragilidad de J y su firmeza sumado el apoyo de sus
lazos vinculares femeninos, su amiga, sus hermanas, su sobrina, finalmente

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su padre. El contagio del SIDA instaurado en la parte central de la novela es


la manera que J encuentra para mirarse al espejo y reconocerse: “Jasmine era
solo para él, para cuando estaba en casa y no quería sentirse vulnerable. Lo
hacía sentirse seguro e irreconocible ante el espejo como los tres cerrojos y la
tranca en la puerta” (96), porque en la intimidad es más vulnerable. Se cierra
o abre como una flor según quién esté al frente: “ser menos él y sentirse una
flor” (95) como el jazmín. Una pregunta que no responde la narración, pero
que plantea como interrogante es “¿cómo podía ser que el odio pudiera ser
tan íntimo?” (81).

coda
Brujas (2019) de Brenda Lozano (1981- mexicana) sintetiza en cierto
modo el recorrido iniciado en el artículo. Comienza con el transfemicidio
de Paloma. Igual que en El verbo J lo relativo a lo femenino y feminizado
establece los parámetros de implementación de la violencia, es lo que delimita
las diferencias y jerarquías que borran el estatuto de ciudadanía. La novela abre
su relato con el asesinato de una muxe, Paloma (antes Gaspar) y relata diversas
maneras de relacionarse y pensar los modos de la violencia ligados a los lazos
afectivos comunitarios, a los lazos familiares, las identidades desplazadas y
las ciudadanías baldías.
La construcción del lenguaje articula lineamientos continuos de desvíos y
ensamblajes. Gaspar era sanador, heredado entre los varones de la familia, luego
muxe, deviene Paloma, algo que se cuestionan porque la palabra que sana era
propiedad legada entre los hombres de la familia. Asesinada Paloma hereda su
poder a Feliciana que no habla español porque que es indígena; sin embargo,
su poder, “el Lenguaje”, la transformará en una sanadora transnacional que
necesitará intérprete. El don transferido que es el del Lenguaje, lo emplea para
sanar a toda la nación. Zoe, una periodista, traducirá al papel el Lenguaje de
Feliciana, como resto escriturario de grafías. La oralidad es constitutiva en la
novela, primordial para preservar lo original, lo esencial, donde hay intérpretes
para que medien como Zoe.
La narrativa diagrama las diferentes violencias cometidas hacia aquellas
que muestren un grado de feminización. Las hermanas de Zoe y Feliciana son
violadas y ante la doloridade hermanada, afrentan y enfrentan las violencias en

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una hermandad vincular amorosa: “Las hermanas son lo que no tenemos, ellas
son lo que no somos y nosotras somos lo que ellas no son” (114). La brujería
funciona en comunidad incluidas todas las especies y como un lazo legitima el
cuidado. Las chamanas son sanadoras: “todas las mujeres nacemos con algo de
brujas para defendernos” (135). La defensa aglutina las injusticias ocasionadas
por los hombres. Feliciana funciona como aquella voz reparadora del pasado
actualizada desde el presente. No quiere hablar en español ni en otra lengua
más que la suya, no quiere aprender la lengua del gobierno. La oficial para
ella es la de sus ancestras: “no voy a matar mi lengua con otra lengua” (63).
Estas narrativas, desde diferentes estilos estéticos y desde diferentes regiones,
destacan la urgencia de narrar femicidios, travesticidios, transfemicidios
enunciando las violencias por género, por odio hacia lo feminizado, por
medios sexuales. En estos relatos las palabras y accionares (huellas y restos)
que dejaron las víctimas, rediseñan los sitios que las ficciones encuentran para
insertar nuevos modos de relatar los crímenes.
No obstante, en todos los recorridos, las violencias se reproducen de modo
vertical u oblicuo, se define la violencia como un registro de la desidia y del
baldío ciudadano, como un registro que permite avizorar preguntas sobre la
cuantificación ligada con la justicia reparadora. Se evade la ley y se busca
fuerza en las comunidades, en las otras/otres que tejan redes emparentadas en
el mismo camino.
En este corpus literario, las figuraciones de la extinción de vida de los
cuerpos feminizados requieren de un patrón sistemático que busca apagar
las huellas de expresiones feminizadas basadas en la vulnerabilidad y en la
despreocupación por la aniquilación de esas vidas por parte de los Estados
nacionales. En la nueva literatura latinoamericana, la extinción de vidas no
se ancla en los detalles del cuerpo asesinado, sino en la reconstrucción de
huellas, recorridos, rastros y restos que capturan la tensión entre dar la muerte y
revalorizar el rastreo de lo vivible, habilitada por las zonas de escritura literaria
de otra clasificación de cuerpos.

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Palabras clave: violencias – crímenes de género – ciudadanías – cuerpos


feminizados – restos

Enviado: 24 abril 2022


Aprobado: 20 agosto 2022

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