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Revista Iberoamericana
Volumen LXXXIX, Números 282-283, Enero-Junio 2023, 451-471
por
1
Si bien el corpus parece ambicioso para un artículo, se hace referencia a que integra una
investigación mayor y se tomarán de cada obra aquellas escenas que se vinculen con el resto
y el rastro ligados con las ciudadanías y juricidades baldías.
indagar los rastros que dejen alguna huella que pueda habitar (Revueltas 91).
En esa situación, se dirige al Palacio de Justicia e inscribe registros de otras
que antes deambularon por allí durante una marcha en la que se exige: “no más
femicidios” y donde ahora está ella habitando esa huella:
mujeres reclamando el derecho a estar vivas sobre este suelo tan manchado
de sangre, tan desgajado por el espasmo de los terremotos y la violencia. Aquí
mismo por donde pasamos hoy. Un pie sobre una huella. Muchas huellas. Más
pies. Nos confundimos ahora. Los pies que se ajustan a las siluetas invisibles
de otros pasos. Las siluetas que se abren para dar cabida a nuestros pies. (El
invencible 17)
Esta cita la enlazaremos con los dos siguientes cuentos y la podemos ver
replicada en la instalación ¿Quién puede borrar las huellas? (2003) de la
artista guatemalteca, Regina Galindo, respecto de los femicidios ocurridos en
su país, de las huellas de quienes cruzan las fronteras norte y sur mexicanas
y quedan allí perdidas, de los pies de las marchas de las Madres y Abuelas de
Plaza de Mayo argentinas. De ellas solo quedan huellas, residuos, un zapato
que supone el desplazamiento y la quietud del último rastro, que evidencia el
funcionamiento astillado de la crueldad teñido por el desamparo baldío.2
Rivera Garza utiliza el gerundio para referirse al acto de morir: “siempre a
punto de morir: Mujeres muriendo” (El invencible 17). Este uso del gerundio
2
La categoría de baldío vinculada con los cuerpos, las subjetividades, afectos, territorialidades
y ciudadanías es una categoría que desarrollo como herramienta teórica desde 2016 en la que
defino lo baldío como metáfora de la carencia, no solo con el espacio como tal donde, por
ejemplo, aparecen cuerpos despedazados, basura, cadáveres, sino que retomo la idea del
baldío como una zona que asigna la interconexión de cuerpos, pieles, huesos, territorio y
subjetividades enmarcados en la figura del desamparo y la intemperie y que amenazan con
la disolución de las especies. El baldío como una zona de excepción postula una categoría
crítica que “define el forjamiento de la intemperie, del vaciamiento y del desierto fronterizo
provocado en los cuerpos, subjetividades y territorios […]. Es decir, las corporalidades se
distinguen en un estado de vulnerabilidad baldía situada en una zona de fronteras que se
organizan dentro de un espacio de enunciación y de posicionamiento políticos” (Bianchi
35). De este modo, se genera el baldío jurídico para territorio y cuerpos arrojados en una
excepcionalidad estatal.
3
La crítica brasileña Vilma Piedade (2017) parte del término sororidad para transformarlo
en “dororidade” donde todas las mujeres comparten el dolor del machismo, racismo y las
violencias, pero aborda el doble dolor que sufren además las mujeres negras hermanadas
en la opresión no solo heteropatriarcal y blanca sino dentro de las mimas comunidades en
relación con los varones, ellas son oprimidas también por ellos.
4
Marcela Lagarde introduce en América Latina el concepto feminicidio traducido del inglés
“femicide” en 2004 para diferenciarlo del homicidio y remarcar que el feminicidio se
produce cuando se asesinan a mujeres por su condición de género y que, además, se llevan a
cabo en sitios en los que el Estado o las instituciones no garantizan el cuidado de sus vidas.
Lagarde asegura que el feminicidio se conforma por el ambiente ideológico y social de
machismo y misoginia, de violencia normalizada contra las mujeres, por ausencias legales
y de políticas de gobierno (2006). La Corte Interamericana de derechos Humanos (CIDH)
desde noviembre de 2009 intenta que el feminicidio sea tipificado como un subtipo dentro
de la figura penal del genocidio, sin éxito aún. Cabe aclarar que el término “femicide” lo
incorpora Carol Orlock, escritora estadounidense, en 1974. Mientras que, Diana Russell lo
hace público en 1976 en Bruselas (Bianchi 46).
haber justicia” (38). Recién cuando menciona la palabra “justicia” por primera
vez deja de sentir vergüenza, nombrar a su hermana y emerger madre, padre,
hermana del Mictlán (44). Los tópicos de este capítulo sirven como enlace al
resto del corpus que reescribe, emplaza, rearma otros modos de narrar el horror.
rastreo
“No aceptes caramelos de extraños” (2016) de la escritora chilena Andrea
Jeftanovic (1970-) comienza con un epígrafe del checo Milan Kundera que
anticipa el horror elíptico del cuento: “El día que mamá salió a la calle con
los zapatos al revés supe lo que era el dolor” (109) y nos señala el recorrido
que emprende una madre que busca, a lo largo del río Mapocho en Santiago,
a su hija desaparecida o en las fotografías que plagan las cajas de leche, pero
nunca la hallará. Transcurrido el tiempo de la Justicia será un caso cerrado, un
expediente archivado. La vida continúa afuera y la madre continúa rastreando
los pasos de su hija: “En Santiago desaparecen muchos niños cada día” (110),
sin embargo, “Antonia no ha dejado huellas” (110). La madre habita las huellas
de Antonia, dibuja rutas imaginarias y posibles que haya podido recorrer la niña
“pero no hay rastros” (113). El gesto de la madre registra la necesidad de no
olvidar, de no perder el rastro que se diluye con el tiempo. Cansada de buscar
en la ciudad, hace lustrar los zapatos de Antonia para que no “desaparezca el
azul”, se corta “el pelo a tijeretazos” (113) y piensa: “Me detuve en tus zapatos
junto a la cama; eran unos bototos azules y viejos con los cordones abiertos,
las suelas gastadas. Pese a los dos números menos, salí a la calle con ellos
puestos” (113). De este modo, reanuda una búsqueda que quedó trunca en los
tribunales y suma un anhelo: “Tengo la esperanza de hallar una sandalia en el
sendero” (113). La madre de la niña debe reconstituir e identificar las huellas
habitadas que le hacen reconocer en ella la ausencia de la hija de su carne,
ausencia habitada ahora por la madre con su hija en los pies, transitando esos
pasos que fueron hechos por otra. La fragilidad de la huella se extingue en la
ciudad, se borra entre la multitud.
Los zapatos dos números menos originan la metonimia de maneras de
narrar el dolor de la ausencia, de la desaparición, de lo no dicho. Se escenifica
en ese rastreo la borradura del cuerpo y, por consiguiente, la clausura final. Lo
no dicho en el discurso está en tensión con el silencio y con la imposibilidad
huellas
“Biografía” (2021) de María Fernanda Ampuero (1976-, ecuatoriana), inserto
en la colección Sacrificios humanos, abre la colección con una impactante
narración en primera persona. La protagonista es una inmigrante que llega a
la ciudad de un país en el que está desamparada. Debe valerse por sí misma,
pero las condiciones de trabajo no son óptimas y carece de documentación que
la respalde, por lo tanto, carece de derechos ciudadanos. Lo que trae aparejado
la precariedad de ella como sujeto de derecho y con una ciudadanía baldía, es
decir, en estado de excepción. Remarca la protagonista narrando en primera
persona la impunidad y la falta de derechos para una inmigrante indocumentada
cuando huye corriendo semidesnuda porque quisieron violarla, asegura que
lo que se castiga no es al violador “sino estar sin papeles” (15). La historia se
destaca por usar un lenguaje corrosivo y por la ferocidad con la que se relata el
itinerario de la joven desde la capital hacia el interior del país extranjero hasta
adentrarse en un territorio desértico y baldío para encontrarse con un hombre
que desconoce, intuyendo que será víctima sacrificial o victimaria soberana
por un momento. El riesgo lo toma en su condición de errante y porque solo se
siente “humana” (16) cuando le pagan por un trabajo, aunque pueda conducirla
a su muerte.
Morando en un territorio ajeno, ante la desesperación, el hambre y el
desamparo, ella se equipara con la res animal al igual que todas las inmigrantes
indocumentadas: “somos la carne de la molienda” (17). No solo se equivale
a un cuerpo animal sino con el corte más económico, el picado, molido,
pulverizado: “somos el hueso que trituran para que coman los animales” (17).
La carne de estas muje/res rinde en la economía del circuito comercial como
víctima sacrificial, como alimento para otros animales y lo acepta, a la vez que
se anima con el mantra: “debo comer, debo dar de comer, debo ser comida”
(17). Llegada al nuevo trabajo en un sitio desértico es atacada y encerrada en
un cuarto. Encuentra rastros de mujeres asesinadas que luego de ser violadas
fueron alimento para la comunidad canina del femicida.
El cuento finaliza con una pregunta sobre la cuantificación como en Rivera
Garza. Se interpela: ¿cuánto hay que esperar para escapar “como un animal que
están siguiendo”? (18) como el animal derridiano, donde confluyen lo humano,
lo animal, lo vivible. Antes de huir reitera los nombres de las desaparecidas por
ese hombre para que nadie las olvide y sepan dónde terminaron. Los pasaportes,
fotos y nombres de las mujeres asesinadas funcionan como los restos de quiénes
fueron, como fragmentos indiciales de sus pasos por allí. La huella habitada
ahora habita en la palabra de la inmigrante sobreviviente.
InvIsIbles
En Enterre seus mortos (2018) de Ana Paula Maia (1977-, brasileña)
reaparece el personaje Edgar Wilson –protagonista en De gados e homens
(2013) y Carvão animal (2011)– como empleado que levanta cadáveres de
animales en las rutas de un pueblo desolado. Los debe transportar al Molino
para que los trituren y transformen en “compostagem usada na fertilização do
solo” (Maia 6). La novela se divide en dos partes: animales y difuntos. En la
primera parte, el territorio que rodea a Edgar Wilson plagado por desperdicios
humanos y animales se articula con un paisaje desértico e inhóspito. La
monotonía de trasladar trozos de cuerpos de animales muertos parece que será
lo único que sucederá en la trama. Sin embargo, la historia vira cuando Wilson
desobedece las normas del trabajo y sube a su vehículo con la ayuda de Tomás,
un ex cura que lo acompaña, el cuerpo de una mujer que colgaba de un árbol.
El resto de los personajes son prostitutas y travestis en busca de clientes en la
ruta, evangelistas que pululan por el pueblo, cadáveres de animales e intensos
aromas fétidos distribuidos en los ambientes por los que transita Edgar.
La primera frase de la novela irrumpe contundente: “O imenso moedor
está triturando animais mortos recolhidos nas estradas” (5). Se describen ruidos
y olores pestilentes junto con escenas despojadas de sentimientos respecto
de los segmentos corporales atascados en la máquina del pueblo que como
actividad principal desarrolla la explotación extractivista de una cantera a la que
corporal, los animales muertos sirven para composta, los cadáveres humanos,
como los de prostitutas y travestis para nada; esas “não preocupam ninguém
quando desaparecem” (46).
Maia complejiza los nudos que condensan los sentidos que gravitan en
torno del ambiente y cómo piensa y narra el paisaje y las políticas ambientales
que afectan de modo directo la vida y la supervivencia de los vivos y de los
cadáveres. El río, siempre presente en las novelas de Maia, aparece sucio,
revuelto y portador de restos, como el Remedios, o el Mapocho: “nesse rio
imundo, vasto e poluído, alimentado por dejetos orgânicos e pelo esgoto, que
encobre nas profundezas o horror dos mortos insepultos” (17). La violencia
oblicua se legitima incorporada a los trabajos y ligada a las tecnologías de
la precarización de especies y del ambiente. El camino que hace y deshace a
diario Wilson se construye a partir de una geografía de corporalidades abyectas.
Cuerpos animales y humamos vivos, muertos o en el umbral fraguan un lazo
inestable y frágil de vida y muerte esparcida entre sangres, vísceras y trozos
corporales que infectan todo.
En la segunda parte comienza el peregrinaje con el cadáver buscando un
sitio donde depositarlo. Llegan al ILM, Instituto Médico Legal, y tras escudarse
en la burocracia no recepcionan el cuerpo. La morgue desborda corporalidades
apiladas que nadie reclama y embolsados esperan destino final, algún sitio de
quema. La atmósfera contaminada por fragancias malolientes penetra la obra: la
morgue, las heladeras, el río, el comedor. El olor se condensa en la suspensión
de los derechos de la vida, lo nauseabundo acciona el estado baldío de derechos.
Wilson retorna al ILM, un médico le explica que los cadáveres no identificados
representan un negocio redituable: cabellos jóvenes para pelucas, extremidades
para trasplantes, pieles para injertos, dientes y huesos para adornos, aunque
según el estado en el que llegan “Nem todos os corpos podem ser aproveitados”
(84). También son bienvenidas sus posesiones: prendas, adornos y carteras con
efectivo. En la sociedad capitalista nada se pierde, todo se consume.
En medio de las pilas cadavéricas a medio descomponer buscan a la prima
de Nete, Berta, la colorada con el tatuaje. La encuentran y Wilson la entrega
a Nete que la entierra lejos de la casa porque prefiere que la recuerden con
vida, esperando que regrese algún día. No reporta el femicidio, ese día es el
cumpleaños de Berta. La naturalización del asesinato es tomada como algo
habitual en la zona, “Ela vivia metida em confusão” (94), con eso legitima su
descartables
Si los cadáveres en la novela de Maia parecen invisibles menos para
Wilson, en “En el barro rojo” (2020) de Eliana González Ugarte (1988-,
paraguaya) divisamos que restan importancia los cuerpos de quienes deambulan
las periferias. El primer párrafo narrado en primera persona comienza con
la pregunta cuantificable del narrador: ¿cuánto tarda en descomponerse un
cadáver? El narrador sin nombre, se refiere al cuerpo que trasporta en el fondo
de una camioneta como Wilson, como un objeto descartable que debe desechar.
El camión se encharca y se detiene y también el tiempo parece “estancarse”
dentro de un charco lodoso, barroso, colorado como la sangre y tierra guaraníes.
El narrador asume ser cómplice del asesino y su tarea consiste en arrojar a
un baldío alejado el cadáver de Josefina, la rubia de los perros, asesinada tras
una pelea con su pareja que decide que el narrador desaparezca el cuerpo para
que no lo hallen, aunque avizora que nadie lo reclamará hasta que eventualmente
sea encontrado. El narrador justifica su acción como una deuda, lo hace porque
le debe a Sergio su estatus de casi niño rico. De este modo, la implicancia de él
La familia de la rubia vivía en Ciudad del Este, según lo que sabíamos. Nadie
se daría cuenta de su desaparición hasta que encontrasen el cuerpo. Entonces
ya no habría rastros de que ella había estado en la casa de Gabriel ese sábado
de noche. (96)
tránsItos y chamanas
En las novelas El verbo J (2018) de Claudia Hernández (1975-, salvadoreña)
y Brujas de Brenda Lozano (1981-, mexicana) asistimos a lecturas que
involucran las genealogías ancestrales matriarcales, los distintos tipos de
devenir feminizado y las aplicaciones de las violencias sobre los cuerpos que
ostentan cualquier viso de algo femenino, no en términos biologicistas, sino
asociados a la feminización.
El verbo J está dividida en ocho partes que incluye los pronombres: Yo,
Tú, Él, Ella, Eso, Nosotros, Ustedes, Ellos. Cada capítulo incluye una voz
narradora fragmentada geolocal y desarrolla los vínculos que tuvo J con diversos
personajes o comunidades que aparecen en la novela. El primer capítulo, “Yo”,
reafirma: “Yo estoy bien. Voy a estarlo” (5), J relata su infancia en El Salvador
con el reclutamiento de jóvenes para el ejército y la guerrilla, por un lado, y
con el traslado hacia unos asentamientos sin agua potable y la precariedad
comunitaria, por el otro. J no es aceptado por el padre, ni por el hermano menor,
sí por sus hermanas mellizas y por otra que es enferma mental. La madre lo
quiere mientras no manifieste atisbos “culeros” (23) o maricas. J proyecta una
subjetividad e identidad prismática, es varón gay, mujer transexual, performer.
Asume su tránsito sexual cuando se transforma en Jasmine frente a sus hermanas
y luego a su familia. El tránsito en la novela es permanente, se mudan de una
casa al asentamiento, las hermanas migran, J también, se desplaza en cada sitio
de paso en el que le toca permanecer. El transitar de J, hasta que logra reunirse
con sus hermanas, despliega las violencias que afloran de modo perenne. J
“nació en el lugar equivocado” (15), no la dejaban cantar, usar balde violeta
o jugar con niños de modo no varonil. La pobreza, la guerrilla y los pasos de
frontera como telón de fondo dan cuenta de cómo se moldean los cuerpos y
las subjetividades en esos países de paso.
La no definición genérica de J produce inquietantes efectos en algunos
personajes. No interesa tampoco a elle cómo percibirse por momentos en su
sexualidad y subjetividad flexible, aunque desarrolla la habilidad de exponer un
cuerpo escoltado por una cosmética que maquilla la mascarada de su esencia en
tanto escapa a los patrones modélicos predeterminados: “prefería verme muerto
a que yo fuera culero” (23), “yo no estaba enterada de mis preferencias” (22).
Ella, él, elle habita la vida precaria designando espacios que lo alojen y buscando
afectos en su viaje. No solo es flexible el género de J sino la convivencia con
diversos discursos y registros que complejizan más diversidad sexual, religiosa,
médica y jurídica en la trama. En la novela se mezclan las creencias de las
curanderas con las religiones expulsivas. Al igual que en Enterre seus mortos,
las iglesias evangelistas modulan discursos performativos de “matar y morir”
que se traducen en El verbo J en un debes ser machito o hembra no puto, “no
querían que contagiaras a nadie” (45). La apariencia frágil y desprotegida de
J en su transición como migrante, lo arroja a sufrir violaciones, ser traficado,
ser prostituido, ser captado por evangelistas, al hambre, a la intemperie baldía
del contagio cuando enferma de sida. No obstante, la trama narrativa se abre
y deja porosidades para que se filtre el afecto y la resistencia, para que no se
hunda en la opacidad hostil.
En el capítulo “Ustedes”, J enfermo de sida en los años ochenta, animado
por sus hermanas, retorna a El Salvador para reencontrarse con su familia. El
primer rechazo proviene de la madre porque ingresa como Jasmine, pero no
es aceptado “vestido de mujer” (141), aunque así era como “mejor se sentía,
había pensado presentarse como ella lo conoció, como había subido al avión
y lucía en el pasaporte, pero pidió que mejor se detuvieran en alguna parte
para arreglarse un poco. Quería verse bien” (143). Para ella/él asesorado por
sus sobrinas ya se “sentía como cualquier chica” no como una que andaba por
los “escenarios” (144) nocturnos. A pesar de la violencia inscripta en Jasmine
o J, se transforma en padre donando esperma a su amiga y su padre lo acepta
como quiera ser.
El nomadismo migrante, el exilio de las subjetividades y cuerpos, la mudanza
del nombre, evidencian la fragilidad de J y su firmeza sumado el apoyo de sus
lazos vinculares femeninos, su amiga, sus hermanas, su sobrina, finalmente
coda
Brujas (2019) de Brenda Lozano (1981- mexicana) sintetiza en cierto
modo el recorrido iniciado en el artículo. Comienza con el transfemicidio
de Paloma. Igual que en El verbo J lo relativo a lo femenino y feminizado
establece los parámetros de implementación de la violencia, es lo que delimita
las diferencias y jerarquías que borran el estatuto de ciudadanía. La novela abre
su relato con el asesinato de una muxe, Paloma (antes Gaspar) y relata diversas
maneras de relacionarse y pensar los modos de la violencia ligados a los lazos
afectivos comunitarios, a los lazos familiares, las identidades desplazadas y
las ciudadanías baldías.
La construcción del lenguaje articula lineamientos continuos de desvíos y
ensamblajes. Gaspar era sanador, heredado entre los varones de la familia, luego
muxe, deviene Paloma, algo que se cuestionan porque la palabra que sana era
propiedad legada entre los hombres de la familia. Asesinada Paloma hereda su
poder a Feliciana que no habla español porque que es indígena; sin embargo,
su poder, “el Lenguaje”, la transformará en una sanadora transnacional que
necesitará intérprete. El don transferido que es el del Lenguaje, lo emplea para
sanar a toda la nación. Zoe, una periodista, traducirá al papel el Lenguaje de
Feliciana, como resto escriturario de grafías. La oralidad es constitutiva en la
novela, primordial para preservar lo original, lo esencial, donde hay intérpretes
para que medien como Zoe.
La narrativa diagrama las diferentes violencias cometidas hacia aquellas
que muestren un grado de feminización. Las hermanas de Zoe y Feliciana son
violadas y ante la doloridade hermanada, afrentan y enfrentan las violencias en
una hermandad vincular amorosa: “Las hermanas son lo que no tenemos, ellas
son lo que no somos y nosotras somos lo que ellas no son” (114). La brujería
funciona en comunidad incluidas todas las especies y como un lazo legitima el
cuidado. Las chamanas son sanadoras: “todas las mujeres nacemos con algo de
brujas para defendernos” (135). La defensa aglutina las injusticias ocasionadas
por los hombres. Feliciana funciona como aquella voz reparadora del pasado
actualizada desde el presente. No quiere hablar en español ni en otra lengua
más que la suya, no quiere aprender la lengua del gobierno. La oficial para
ella es la de sus ancestras: “no voy a matar mi lengua con otra lengua” (63).
Estas narrativas, desde diferentes estilos estéticos y desde diferentes regiones,
destacan la urgencia de narrar femicidios, travesticidios, transfemicidios
enunciando las violencias por género, por odio hacia lo feminizado, por
medios sexuales. En estos relatos las palabras y accionares (huellas y restos)
que dejaron las víctimas, rediseñan los sitios que las ficciones encuentran para
insertar nuevos modos de relatar los crímenes.
No obstante, en todos los recorridos, las violencias se reproducen de modo
vertical u oblicuo, se define la violencia como un registro de la desidia y del
baldío ciudadano, como un registro que permite avizorar preguntas sobre la
cuantificación ligada con la justicia reparadora. Se evade la ley y se busca
fuerza en las comunidades, en las otras/otres que tejan redes emparentadas en
el mismo camino.
En este corpus literario, las figuraciones de la extinción de vida de los
cuerpos feminizados requieren de un patrón sistemático que busca apagar
las huellas de expresiones feminizadas basadas en la vulnerabilidad y en la
despreocupación por la aniquilación de esas vidas por parte de los Estados
nacionales. En la nueva literatura latinoamericana, la extinción de vidas no
se ancla en los detalles del cuerpo asesinado, sino en la reconstrucción de
huellas, recorridos, rastros y restos que capturan la tensión entre dar la muerte y
revalorizar el rastreo de lo vivible, habilitada por las zonas de escritura literaria
de otra clasificación de cuerpos.
bIblIograFía
Ampuero, María Fernanda. “Biografía”. Sacrificios humanos. Madrid: Páginas
de Espuma, 2021. 13-33.
Benjamin, Walter. Libro de los pasajes. Isidro Herrera Baquero, Luis Fernández
Castañeda y Fernando Guerrero, trads. Madrid: Akal, 2005.
Bianchi, Paula Daniela. Cuerpos marcados: literatura, prostitución y derecho.
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Butler, Judith. Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Fermín Rodríguez,
trad. Buenos Aires: Amarroutu, 2006.
Derrida, Jacques. Fuerza de ley. El “fundamento místico de la autoridad”.
Adolfo Barberá y Patricio Peñalver Gómez, trads. Madrid: Tecnos, 1997.
Galindo, Regina. ¿Quién puede borrar las huellas? [Instalación]. Fotografía
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2003. <https://www.reginajosegalindo.com/quien-puede-borrar-las-
huellas/>.
González Ugarte, Eliana. “En el barro rojo”. Algo hay. Antología de cuentos
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Haraway, Donna. Seguir con el problema. Helen Torres, trad. Madrid: Consonni,
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Jeftanovic, Andrea. “No aceptes caramelos de extraños”. 2011. No aceptes
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Kristeva, Julia. Sol negro, depresión y melancolía. Mariela Sánchez Urdaneta,
trad. Caracas: Monte Ávila Editores, 1997.
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Piedade, Vilma. Dororidade. São Paulo: Editora Nós, 2017.
Revueltas, José. El luto humano. 1943. México: Era, 2003.
Rivera Cusicanqui, Silvia. Un mundo ch´ixi es posible. Ensayos desde un
presente en crisis. Buenos Aires: Tinta y Limón, 2018.