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¡Sacrifíquenlo!

Obra corta a partir del cuento Sobre los cinco panes de Karel Capek

Enrique Olmos De Ita

Se encuentran, un panadero y un pescador, en la tienda del primero.

―¿A qué viene la pregunta?


―No tiene que incomodarse. Simplemente quería conocer su opinión...
―¿Por qué?
―Somos vecinos... Y yo compro siempre el pan con usted.
―Es cierto...
―Tal vez podría decirme... Además lo conoce mejor que yo. ¿No es cierto?
―¿Por qué dice eso?
―Ustedes hablan de él.
―¿Nosotros?
―Los panaderos. Los he escuchado.
―¿No trabaja usted para el régimen, verdad?
―Para nada. Usted sabe que soy pescador.
―De acuerdo... De acuerdo…
―Los vi venir, enfurecidos con él. Hace días.
―Así fue.
―¿Se reúnen? ¿Hacen planes? ¿Levantan consignas?
―¿Quiere saber de él o del gremio de panaderos?
―No, no. Me interesa más él; a los panaderos los tengo muy vistos.
―¿Y qué quiere saber?
―Mi mujer.
―¿Qué hay con ella?
―Se le metió una idea en la cabeza, una extraña creencia acerca de él y de lo que viene
sucediendo. Usted sabe, todo lo que se cuenta, la gente dice. Yo no estoy seguro, aunque tal
vez... usted sabe, puede ser él quien...
―Ajá.

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―Y yo me preguntaba qué tiene usted contra él...
―¿Que qué tengo contra él? Se lo voy a decir.
―Por favor.
―Se lo voy a explicar claramente, por solidaridad a usted y su mujer.
―Mucha gracias, vecino.
―Tiene suerte en que goce de este tiempo libre, de otro modo no podría detenerme a hablar ni
un minuto.
―Excelente...
―Las ventas van a la baja, si no fuera así yo no tendría tiempo para charlar. Pues a estas horas
todo está muerto, más vale descansar.
―Eso mismo. Lo vi y quise acercarme para preguntar...
―Hizo bien.
―Me decía de él.
―Ah, sí. No es que tenga algo en su contra. Ni siquiera estoy en contra de sus enseñanzas, allá
él; allá ellos.
―Allá ellos.
―Seguro. Pero no soy su detractor, eso no. Una vez escuché sus predicaciones y poco faltó
para que me convirtiera en su discípulo.
―¡Vaya cosa!
―Aquella vez volví a casa y le dije a mi primo el comandante de policía: “tú deberías escucharlo.
A su manera es un profeta, habla muy bien, hay que reconocerlo”. Se alegra el corazón al
escucharlo.
―¿Sí?
―Sí, claro que sí. Aquel día yo tenía los ojos llenos de lágrimas, hubiera cerrado la tienda muy a
gusto y me hubiera ido tras él para no perderle nunca de vista.
―No entiendo.
―“Reparte todo lo que tienes”, me dijo, “y sígueme”.
―Qué tontería...
―Nada de eso, uno se conmueve al verlo. “Ama a tu prójimo, ayuda al pobre y perdona al que te
ofendió”, y cosas por el estilo, nos dijo, lo veníamos repitiendo de camino a casa.
―Por lo visto usted no lo hizo.
―Soy un sencillo panadero; pero cuando lo escuchaba sentía dentro de mí una alegría y un
dolor tan extraños...
―¿Cómo?

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―No sé cómo decirlo. Una fuerza me hacía arrodillarme en la tierra y llorar. Y al mismo tiempo
algo tan bello y tan ligero como si de mí se hubieran desprendido todas las preocupaciones, toda
la maldad de mis años.
―¿Esto me lo dice en serio?
―Desde luego.
―Entonces es cierto que sus palabras son poderosas.
―Mucho. Yo llegué a casa y le dije a mi primo: “Tonto. Tú qué dices, tú qué sabes. Debería
darte vergüenza lo que haces. Hablas de tonterías, que si éste o el otro te deben, que si tienes
que pagar los diezmos, recargos e impuestos, etcétera. Mejor sería que repartieras entre los
pobres lo que tienes, dejaras a tu mujer y a tus hijos y le siguieras”.
―Bueno, bueno. Podrá hablar muy bien y ser un tipo listo, que diga las cosas que uno quiere
escuchar, ¿pero qué me dice de que cura enfermos y poseídos?
―Ah, eso...
―Un exceso. Un despropósito. ¿A quién se le ocurre? Eso está fuera de toda lógica.
―No necesariamente es un disparate.
―¿Qué dice? No creo que tenga el poder de curar, me parece un exceso pensar que él...
―Pues yo lo vi, se lo aseguro. La verdad es que posee un poder extraño y sobrenatural. Todos
nosotros sabemos que nuestros curanderos son unos matasanos y que los romanos no son
mejores. Saben sacar dinero, eso sí, pero cuando los llamas junto a un moribundo se encogen
de hombros o salen con brebajes absurdos, ungüentos malolientes. O simplemente dicen: “Debió
llamarme antes”.
―¡Antes! Mi difunta hermana estuvo enferma dos años, yo la llevaba de un médico a otro. Me
costó dinero y tiempo, muchísimo, para que ninguno pudiera ayudarla.
―¡Es justamente lo que digo!
―Justamente. Tiene usted razón.
―Si ya entonces hubiera ido él por las calles su hermana se habría salvado. Se lo aseguro.
―Lo dudo, lo suyo era muy difícil, un padecimiento extraño en la cabeza.
―No es nada para él.
―¿Seguro?
―Usted habría caído de rodillas frente a él, para decirle: “Señor sana a esta mujer”. Y ella
hubiera tocado su túnica y se habría salvado.
―La pobrecita sufrió como no tiene usted idea...
―Que cure enfermos me parece bueno.

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―Buenísimo. Mi hermana... En fin, aunque a mí me parece que exagera, tal vez sólo posee
ciertas habilidades.
―¿Qué quiere decir? Que soy mentiroso... Si usted es el que vino a preguntar...
―No, no; no se ofenda, por favor. Sólo que suena prodigioso que pueda recobrar la salud, aún
de los que están desahuciados.
―Pues le digo solamente lo que vi. Él puede sanar. Claro que los doctores están en contra de
eso y gritan que es una estafa y una intromisión, y quieren que se lo prohíban. Qué sé yo, cosa
de médicos.
―Los intereses particulares, ante todo.
―Desde luego, el que quiere ayudar y salvar al mundo siempre tropieza con los intereses de
alguien. Era de esperarse.
―No se puede contentar a todos, eso ya se sabe.
―De acuerdo con usted, totalmente. Lo que yo digo: puede curar y resucitar muertos, si le
parece...
―Está en su derecho, si puede.
―Claro que puede. Pero aquello de los cinco panes...
―¿Un milagro?
―Un error. No, no debió hacerlo.
―¿No?
―Se lo digo como pandero. Cometió un grave error, y una grave injusticia.
―¿Qué hizo?
―Me extraña que no haya oído hablar sobre los cinco panes.
―No, nada.
―Estamos fuera de sí a causa de este lío. Los panaderos de toda la región estamos realmente
indignados.
―¿Qué cosa?
―Dicen que un gentío lo siguió hasta un lugar desierto, y ahí estaba curando enfermos.
―¡Excelente! ¿No?
―Tal vez. Hasta que anocheció. Uno de sus discípulos se acercó y le dijo: “desierto está el lugar
éste. Déjalos partir, para que en la ciudad encuentren alimentos”. Y él les contestó: “no es
necesario que se marchen, nosotros les daremos de comer”.
―¿Y cómo?

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―Alguno de ellos contestó: “pero si aquí sólo hay cinco panes y cinco peces”. Y él contestó: “que
la multitud se siente en la hierba”. Y mirando al cielo, bendijo los panes y peces, y partiéndolos
en pedazos se los daba a sus discípulos, y ellos a la multitud.
―¿Y qué sucedió?
―Todos comieron y quedaron saciados.
―Por favor...
―¡Pero si así fue como sucedió!
―¿Usted estaba ahí?
―Lo vi todo. Con estos dos ojos lo advertí completamente.
―Me parece una locura.
―¡Exacto! ¿Cómo se atrevió?
―¿Cuántos comieron?
―Pues fíjese que nada más se recogieron migajas llenándose doce cestos.
―Imposible, de cinco panes y cinco peces.
―Comieron alrededor de cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
―¡Qué maravilla!
―¡Carajo! No sea tonto. ¿Cuál es su oficio?
―Pescador, usted lo sabe.
―Sí, ya lo sé. ¿Le parece poca cosa que su oficio se degrade de ese modo?
―Los cinco peces.
―Y los cinco panes. Comprenda vecino, que esto no lo puede tolerar ningún panadero.
―Tampoco un pescador.
―¿A dónde llegarán las cosas?
―Entonces es cierto...
―Desde luego, el bribón multiplicó los panes... y los peces.
―Si pudo hacer eso podrá hacer otros milagros.
―Quizá.
―Es a quien estábamos esperando... El Mesías...
―¿Sí? ¿Esperando para qué? ¿Para quedarse desempleado? ¿Un Mesías que nos quitará lo
poco que tenemos?
―Pero usted mismo dice que él puede hacer toda esta clase de prodigios...
―Sí ¿A costa de quiénes?
―...

5
―Comprenda vecino. ¿A dónde llegarán las cosas? Si tuviera que convertirse en costumbre que
cualquiera pudiera, con cinco panes y algunos pececitos hartar a cinco mil personas.
―Tal vez usted tenga razón.
―Si eso piensa está bien; yo no me meto en asuntos de pescadores. ¡Allá que se las arreglen!
Pero sí le digo que con los panaderos ese bribón no se mete...
― No creo que sea para tanto...
―Sí, con los peces es diferente. Ustedes están muy tranquilos. No es lo mismo, nuestra
profesión lleva mayor riesgo.
― ¿De qué habla?
―─Pescar es diferente.
―¿Sí? ¿Por qué es diferente?
―No se haga el tonto conmigo. Los peces crecen en el agua y los puede pescar todo el que
quiera.
―Bueno, pero no es tan fácil, hay que saber usar las herramientas, el anzuelo, conocer las
profundidades y las épocas de agua mala.
―Se lo digo, es más simple su oficio.
―No lo creo.
―Para usted es muy fácil decirlo. En cambio nosotros, el ―tiene que comprar cara la harina y la
leña. Tiene que buscarse un aprendiz y pagarle un salario. Hay que pensar además en el
mantenimiento de la tienda, lo que quiere decir que hay que pagar impuestos, y quién sabe
cuántas cosas más.
―No había pensado en eso.
―Claro, ustedes sólo piensan en ustedes mismos. Con todo lo que hay que hacer para
mantener la tienda abierta, apneas alcanza para evitar mendigar.
―De acuerdo.
―Se lo digo porque es cierto. ¿A él que le importa? Le basta con mirar al cielo y saciar a cinco
mil o quién sabe cuántos miles de personas.
―Siendo así. La harina no le cuesta nada, ni tiene que acarrear la leña...
―Exacto. Ningún gasto, ningún trabajo.
―Ya veo.
―Y lo peor: él puede dar el pan gratis. ¿Se da cuenta? Gratis.
―Terrible.
―No se da cuenta que le quitaría el medio de ganarse la vida honradamente. A cientos de
personas Le digo a usted que esto es una competencia turbia.

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―Ustedes están en desventaja.
―¿Ustedes? Nosotros vecino, todos nosotros...
―Tiene razón.
―Claro. Alguien tiene que impedirlo. ¡Si quiere hacerla de panadero que pague impuestos como
nosotros!
―Y los peces...
―Lo mismo sucederá, se lo aseguro. La gente ya me dice, “¿tanto quieres por tus panecillos?
Deberías darlos gratis, como él”.
―Entonces la cosa es grave.
―¿Grave? Hemos tenido que rebajar las valías al precio del costo, nada más para no cerrar las
tiendas.
―Qué bueno que tomen medidas...
―¡Faltaba más! Yo le aseguro a usted que lo hace nada más por antipatía; antipatía a los
panaderos.
―No estaba enterado...
―Ahora ya lo está. Deben organizarse también.
―Desde luego. Los pescadores no podemos quedarnos de brazos cruzados...
―Mire vecino, yo ya estoy viejo, he pensado en dejarle la tienda a quien se ocupe de ella, mi
aprendiz o alguno de mis hijos. No se trata pues, de mis beneficios. Por mi alma, que preferiría
repartir mi pequeña propiedad y salir a cultivar el amor al prójimo y lo demás...
―¿Seguirlo a él?
―Sí, por qué no. Pero cuando veo cómo se ha enfrentado a nosotros, los panaderos, me digo:
¡Eso sí que no! ¿Quién se ha creído?
―Eso mismo.
―Como yo lo veo, su sistema no es ninguna salvación para el mundo, sino una verdadera
catástrofe para nuestra profesión.
―Hay que defenderse.
―¡No estoy dispuesto a consentirlo!
―¿Y qué harán?
―Bueno, ya pusimos una queja ante Ananías y el gobernador, hemos hablado con él. “Por
incitar a la violación de las leyes industriales y rebelión”.
―¿Y qué han hecho?
―Usted sabe cómo marchan las cosas por aquí.
―¡Carajo!

7
―Vamos, me conoce usted de años. Soy un hombre de bien, comedido, no busco pelea con
nadie. Pero le advierto que si él viene a Jerusalén seré el primero en salir a la calle y gritar:
sacrifíquenlo, sacrifíquenlo. ¡Crucifíquenlo!
―De acuerdo, que lo cuelguen, o le rompan la espalda en una cruz.
―Por bribón, sacrifíquenlo... ¡Sacrifíquenlo!

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