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El jardín de los poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana.

Año II, n° 2, primer semestre de 2016

Dossier Rubén Darío

La poesía latinoamericana suena “Bajo el ala aleve del leve abanico”

Por qué Rubén Darío está aún vivo, se pregunta Ángel Rama en el inicio del “Prólogo” a la
edición de la Poesía completa publicada por editorial Ayacucho: “¿Por qué, abolida su estética,
arrumbado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue
cantando empecinadamente con su voz tan plena?”. La respuesta es uno de los ensayos más
luminosos sobre la poesía del nicaragüense que recorre el gesto de imitación, ese momento en
que Darío afina el instrumento y no es todavía –según Rama– Darío; la complejidad de lo que
se tensa entre la defensa romántica de la expresión y “la certidumbre de que se debía operar la
producción lúcida de un significado estético”; en fin, la conciencia de la forma. Y además, la
reflexión sobre el presente y sobre una poesía del futuro, entre el rechazo del rey burgués y la
certeza de que ese es el jardín que se cultiva en el fin de siglo XIX; y entonces, la figura del
escritor profesional y el campo intelectual de la época.
Pasando por estos clivajes, lo que Darío hace con la lengua poética podría ser la
respuesta de Rama. Es la respuesta de la crítica. Y consideramos que, en este sentido, las
razones para que la crítica continúe hablando de Darío sobran.
En el centenario de la muerte de Rubén Darío, quienes hacemos El jardín de los poetas
elegimos preguntarle en cambio a sus pares, a poetas latinoamericanos actuales. La mirada
hacia el pasado es una constante, tanto cuando José Kozer piensa en un Darío “dolido por su
condición de pobre infeliz latinoamericano ante una Europa prepotente”, como en la lectura
de Martín Prieto, sobre el homenaje del nicaragüense al argentino Ricardo Rojas, con un
poema que luego sacará de su literatura. Entre los viajes, las estadías del poeta en aquellos
tiempos, y las relaciones desiguales de la esfera amical y la intelectual, podría leerse también
un contrapunto con el presente de quienes ahora escriben, en esta instancia.
El dossier, por otro lado, hace retornar una doble visión de la poesía de Rubén Darío, la
de lo decorativo como fastidio y la de lo decorativo como fascinación por el artificio de una
lengua que suena aún hoy de una manera única y de un universo sobrepujado por lo extraño,
lo exótico o la fantasía. En este último sitial, y como defensa encendida de sus posibilidades,
mantiene Reina María Rodríguez su Darío. Roberto Echavarren, por su parte, alaba “Un mundo
de sonoridades mágicas encastradas en el ritmo y la sintaxis, palabras como piedras de

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colores”, mientras que José Kozer habla del “lenguaje suntuario inscrito para esconder el
sentimiento trágico y de terribilidad de la existencia”. Esta estrategia de compensación se
repite en el texto de Igor Barreto como reconocimiento de la cursilería, la banalidad y la
notación del dramatismo. Es Mario Montalbetti, en cambio, el que enuncia la otra posición:
“Por decirlo de una vez, Darío me empalaga, me hace no querer seguir leyendo, sobre todo me
irrita mucho su esplendorosa banalidad”. Y sin embargo podrá leer aún un vacío dejado por
Darío desde el que comenzar a escribir poesía. En el presente, entonces, el exceso decorativo,
la tensión necesaria con el gesto dramático o trágico o la escritura desde ese resto que la
poesía de Darío no cubrió.
Hay además, instalaciones fuertes, muy fuertes de Darío en el presente en un sistema de
traducción más propio de los artistas que de la crítica. Entonces, Igor Barreto escribe que
“Cabalgó como una estrella de cine o de rock sobre un instinto colectivo: el deseo de que el
mundo nos perteneciera, apropiándonos de su gestualidad cultural, de sus formas”, y Áurea
María Sotomayor puntualiza una escena actual para Darío que se inicia con estas asociaciones:
“En sus poemas hoy podríamos escuchar el tropel sordo de varias Harley-Davidson viajando
contra el viento mientras escribo esto, o escuchar a Pink Floyd tocando “Careful with that Axe,
Eugene” (si pienso en “Cantos de vida y esperanza”) o mirar los efectos pirotécnicos del
“Engel” de la banda alemana, Rammstein, en las dos versiones, la baudelairiana prostibularia y
la del dragón del Madison Square Garden”. El gesto tiene una fuerza inusitada porque
trasladan a Darío a la cultura contemporánea eligiendo sujetos y formas que le son propias, y
porque ese pasaje –que la crítica, repetimos, no podría hacer sin tener que desagregar
pormenorizadamente sus elementos– actualiza la escritura de Darío, sus efectos y también la
reflexión imaginativa sobre la figura pública del escritor. El acento es el que dibuja un Darío
espectacular, con un ojo y un oído que hoy serían el del cine y el de los recitales de rock o las
performances musicales y circenses. Un Darío perpetuamente presente que “nos encanta”,
como dice Echavarren. El encantamiento de lo visible y de lo audible, que reaparece de otro
modo en el Darío de Reina María Rodríguez, a partir del encantamiento de la voz materna. Y
es ahí donde esta temporalidad completa se despliega, porque el Darío aprendido y recordado
de memoria de la poeta cubana, activa la propia memoria, ya que en los versos recuperados
está la voz de su madre, pero también su infancia, es decir ella y los versos del poeta
nicaragüense como pura resonancia.

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Darío el pirotécnico

Por Áurea María Sotomayor

“El Enigma es el soplo que hace cantar la lira.”


(Astilo, en “El coloquio de los centauros”)

Materiales diversos se mueven o reposan mientras el Prometeo inicia un fuego que hace
estallar sinestésicamente las imágenes, los desechos, las músicas, los cantos cívicos y las
crisis. Nace entre los “Abrojos” y de allí huye tras el azul y los centauros, tratando de
descifrar su diálogo. El cisne de Wagner en él se alía con la página de Mallarmé. Quirón le da
un puntapié y vuelve a Sur América desde París, y con un épico “verdor eglógico” y
demócrata le canta a la Argentina, a Chile y a varios caupolicanes. En sus poemas hoy
podríamos escuchar el tropel sordo de varias Harley-Davidson viajando contra el viento
mientras escribo esto, o escuchar a Pink Floyd tocando “Careful with that Axe, Eugene” (si
pienso en “Cantos de vida y esperanza”) o mirar los efectos pirotécnicos del “Engel” de la
banda alemana, Rammstein, en las dos versiones, la baudelairiana prostibularia y la del
dragón del Madison Square Garden. A Darío le encantarían. Los efectos especiales, la
gimnasia del Cirque du Soleil, los films de Antonioni o de Darío Argento, la ciencia-ficción, el
“Creep” de Radiohead, los “distorted vocals”, serían como el “ala aleve del leve abanico”,
aliteraciones productivas. Entre el “dialecto eolio” y las apostillas en “buen latín”, entre
dedicatorias en los abanicos y la escena mirona con “sus lagunas”, tanto “El reino interior”
como “Palabras de la satiresa” son un buen ejemplo de que su pólvora es sumar mirada a
oído. El antifilisteo de “Cantos de vida y esperanza” se consolida en su derecho a la
propiedad: “el jardín de sueño” que había aparecido antes en “El reino interior”. El poder de
percepción dariana va por la vista, y el procedimiento desde ahí es la mirada hacedora. No
se trata tan solo de recibir sino de acumular sobre un escenario, en muchas ocasiones el
cuerpo femenino, uno de sus objetos enigmáticos y nunca del todo aprehendido, varias
texturas. Adorada, mas sacrificada, es dejada atrás, y lo que de ella se escucha es como el
ladrido de un perro mientras él, otro Ulises, se tapa los oídos para no percibir el grito
distorsionado de la sirena de turno. Es decir, que el otro procedimiento, el del oído (o el
caracol) potencia el creer y el descreer de las formas convencionales. Un verso que a simple

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vista tiene varias sílabas, a partir de sus sinalefas se escuchan cinco menos, por lo que ya
sobre la página resalta una desestabilización en aquel lector que ve en una estrofa versos
todos extensos. Por aquí su entrada al verso libre, su cuestionamiento de la forma del
soneto en “Lo fatal”, las rupturas del endecasílabo en las pausas, las cesuras, los
encabalgamientos violentos, hasta descubrir la cadencia del poema en prosa, que preserva y
disimula los acentos. Desde el principio tuvo oído para la prosa de todos los días,
haciéndolas funcionar sobre otro fondo, irónico quizás. Ese deseo de invitar a todos a
participar de nuestra fiesta, como diría Roque Dalton, ya es un cuestionamiento que
desemboca en su frase “Yo no soy un poeta de las muchedumbres, pero sé que
indefectiblemente tengo que ir a ellas”. De modo que la acumulación del pálpito cultural
francés funciona casi sarcásticamente cuando lo valoramos en el entorno de la poesía civil,
histórica, narrativa. Del objeto esmaltado por la pátina universal y cultual transitamos hacia
la coyuntura coloquial a ubicarse dentro de los giros que urgen otro tipo de expresión que
contribuye a la elaboración crítica del lugar donde se halla, sea París, España (“Pórtico”), la
Argentina (“Epístola”. A la Sra. de Leopoldo Lugones), Chile o México, o sea comentando
críticamente algunos de los lugares del capital y del imperialismo (“Oda a Roosevelt”). La
amplia cultura dariana y la necesidad de exhibirla (hay una especie de showing off
espectacular, barroco por la puesta en escena) no le impide salir de la mise en abyme para
desplegar sobre el horizonte de lo dicho sus magníficos aportes, digo, acordes, entre
grandiosos y minimalistas, entre el entusiasmo que podría resaltar de la forma apolínea y la
sobriedad que pueda contener el entusiasmo de Pan. Así, entre esas paradojas y conflictos,
entre la visión y el documento, Darío hace circular a su manera los valores de su báscula:
travesías, fugas, melancolías, nostalgias: un incesante viaje entre la diversa geografía y los
territorios donde despliega sus biografemas.
Veamos parte de ese viaje en el poema “El reino interior” (Prosas profanas), que
contiene una escena fantástica extraída de un libro de imágenes de Domenico Cavalca. El
poema discurre sobre el presente de una descripción en donde una selva casi hiere el azul
celeste que desciende hacia un camino rosado. Las flores que menciona podrían ser
carnívoras, letales. Los pájaros son aliteraciones que inventa para nosotros, resaltando así
que la escena es irreal pues, pese al uso de los dos puntos, no son ruiseñores y ni siquiera
aves raras, sino papemores y bulbules. El traductor reinventa un léxico para una selva
imaginaria cuyos sonidos solo él puede vocalizar, volatizar. El cromatismo de la escena no le
envidia nada al tecnicolor y el escenario irreal le añade valor a ambos grupos: virtudes de

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un lado y vicios por el otro. La pregunta del hablante atañe al son: “¿Qué són se escucha, son
lejano, vago y tierno?”
Las siete virtudes son teóricas, y son harmónicas, y vienen de una pintura de
Boticelli, “graciosos gestos en líneas puras” caminando por el lado derecho, y “como al
compás de un verso, su paso suave rigen”. Son transparentes y blancas ellas, y ellos, por la
siniestra, purpúreos y encendidos; decadentes y asesinos citan el “Crimen amoris” de
Verlaine. Si ellas son (y se ven) “divinamente blancas”, ellos son (y suenan) “bellamente
infernales”. El contraste aviva la imaginación dariana, aunque ambos sean armónicos, ellas
en sobriedad teórica y ellos en exceso lucífero. Lo que valora el poema es lo que son: esas
bellas princesas son las siete virtudes y esos siete mancebos que son los siete vicios
(deícticos y verbos copulativos abonan a la similitud del son). El encabalgamiento léxico del
“paralela-mente” con que marchan ellos a la par de ellas destaca ese sonido: el de las
virtudes, “velado son de liras y laúdes” y el de los mancebos, “aire de hechiceros veneficios”.
Pero en “el compás de un verso, su paso suave rigen” que describe el desfile de ellas (“esas”
del encabalgamiento sirremático que permite los magníficos troqueos contenidos en el
“divinamente blancas y castas pasan esas”), hay una asimetría al interior del ritmo, pues la
rima consonante solo funciona visualmente y no se escucha, a menos que forcemos las
pausas. Sin embargo, la cadencia rítmica del desfile de ellos es impecable, aunque muy
simple, quizás. Lo que destaca en el desfile de éstos es la trasposición lúdica del grafema “b”
por “v” (distancia entre el beneficio y el veneficio) que aún así marca su semejanza singular
pues en el fondo se trata de la hechicería del son o el aderezo, del adorno o de la belleza. Lo
que parece una errata en el grafema que distingue lo bueno de lo venal y lo venéreo
(veneficios) es su son mancebo, de donde rezuman “vagos sones”. Así tanto las unas como
los otros corresponden a lo que demora el diálogo interior que trascribe el hablante al
concluir, arrancándole una decisión ambiguamente táctil (ni sonora ni visual) al alma: la del
“envolvedme” y el “estrechadme”, única manera de indistinguir en el abrazo la casta teoría
del rojo brillante. Casi podrían leerse juntos los únicos dos heptasílabos en cada uno de los
desfiles que aquí yuxtapongo: “Son las siete Virtudes” “bellamente infernales”. El conflicto
de la atracción dariana se resume en su reino interior, la dupla perfecta del Pan y Apolo o de
la paloma y el cuervo que se aúnan en el silvano que dijo: “la fuente está en ti mismo”. Darío,
el pirotécnico: “Oh, ruïdo sonoro”, papemor.

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“El reino interior”

A Eugenio de Castro

…with Psychis, my soul!


—Poe

Una selva suntuosa


en el azul celeste su rudo perfil calca.
Un camino. La tierra es de color de rosa,
cual la que pinta fra Doménico Cavalca
en sus Vidas de santos. Se ven extrañas flores
de la flora gloriosa de los cuentos azules,
y entre las ramas encantadas, papemores
cuyo canto extasiara de amor a los bulbules.
(Papemor: ave rara; Bulbules: ruiseñores.)

Mi alma frágil se asoma a la ventana obscura


de la torre terrible en que ha treinta años sueña.
La gentil Primavera, primavera le augura.
La vida le sonríe rosada y halagüeña.
Y ella exclama: “¡Oh fragante día! ¡Oh sublime día!
Se diría que el mundo está en flor; se diría
que el corazón sagrado de la tierra se mueve
con un ritmo de dicha; luz brota, gracia llueve.
¡Yo soy la prisionera que sonríe y que canta!”
Y las manos liliales agita, como infanta
real en los balcones del palacio paterno.

¿Qué són se escucha, son lejano, vago y tierno?


Por el lado derecho del camino, adelante
el paso leve, una adorada teoría
virginal. Siete blancas doncellas, semejantes
a siete blancas rosas de gracia y de harmonía
que el alba constelara de perlas y diamantes.
¡Alabastros celestes habitados por astros:
Dios se refleja en esos dulces alabastros!
Sus vestes son tejidas del lino de la luna.
Van descalzas. Se mira que posan el pie breve
sobre el rosado suelo, como una flor de nieve.
Y los cuellos se inclinan, imparciales, en una
manera que lo excelso pregona de su origen.
Como al compás de un verso, su paso suave rigen,
tal el divino Sandro dejara en sus figuras
esos graciosos gestos en esas líneas puras.
Como a un velado són de liras y laúdes,
divinamente blancas y castas pasan ésas
siete bellas princesas. Y esas bellas princesas
son las siete Virtudes.

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Al lado izquierdo del camino y paralela-


mente, siete mancebos —oro, seda, escarlata
armas ricas de Oriente—, hermosos, parecidos
a los satanes verlenianos de Ecbatana,
vienen también. Sus labios sensuales y encendidos,
de efebos criminales, son cual rosas sangrientas;
sus puñales, de piedras preciosas revestidos
—ojos de víboras de luces fascinantes—,
al cinto penden; arden las púrpuras violentas
en los jubones; ciñen las cabezas triunfantes
oro y rosas; sus ojos, ya lánguidos, ya ardientes,
son dos carbunclos mágicos de fulgor sibilino,
y en sus manos de ambiguos príncipes decadentes
relucen como gemas las uñas de oro fino.
Bellamente infernales,
llenan el aire de hechiceros veneficios
esos siete mancebos. Y son los siete Vicios,
los siete poderosos Pecados capitales.

Y los siete mancebos a las siete doncellas


lanzan vivas miradas de amor. Las Tentaciones,
de sus liras melifluas arrancan vagos sones.
Las princesas prosiguen, adorables visiones
en su blancura de palomas y de estrellas.

Unos y otros se pierden por la vía de rosa,


y el alma mía queda pensativa a su paso.
—“¡Oh! ¿Qué hay en ti, alma mía?
¡Oh! ¿Qué hay en ti, mi pobre infanta misteriosa?
¿Acaso piensas en la blanca teoría?
¿Acaso
los brillantes mancebos te atraen, mariposa?”
Ella no me responde.
Pensativa se aleja de la obscura ventana,
—pensativa y risueña,
de la Bella-durmiente del-Bosque tierna hermana—,
y se adormece en donde
hace treinta años sueña.

Y en sueño dice: “¡Oh dulces delicias de los cielos!


¡Oh tierra sonrosada que acarició mis ojos!
—¡Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos!
—¡Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos!”

Nota: He respetado los acentos de la edición de Poesías completas en Aguilar (Décima


edición de 1967), Madrid. Aquí se distingue varias veces entre són y son. Otras versiones no
lo hacen.

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Áurea María Sotomayor (Puerto Rico)


Escritora, traductora y profesora en la Universidad de Pittsburgh. Entre sus libros de poesía
figuran Sitios de la memoria (1983), La gula de la tinta (1994), Rizoma (1998), Diseño del ala
(2005), Cuerpo nuestro (2013) y Artes poéticas (2014). Como ensayista ha publicado Hilo de
Aracne. Literatura puertorriqueña hoy (1995) y Femina Faber. Letras. Música, ley (2004),
Red de voces (2012) y editó el volumen Poéticas de José María Lima (2012). Ha recibido
reconocimientos del Pen Club, el Instituto de Literatura, el Instituto de Cultura
Puertorriqueña y el Ateneo Puertorriqueño. Es co-fundadora de las revistas culturales
Posdata, Nómada y Hotel Abismo.

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Mi querido poeta*

Por Martín Prieto

“Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a Asturias, a Dieppe, y alguna vez a Bretaña. En Dieppe
pasé alguna temporada en compañía del notable escritor argentino que ha encontrado su vía en
la propaganda del hispano-americanismo frente al peligro yankee, Manuel Ugarte. En Bretaña
pasé con el poeta Ricardo Rojas horas de intelectualidad y de cordialidad en una villa llamada La
Pagode, donde nos hospedaba un conde ocultista y endemoniado, que tenía la cara de
Mefistófeles. Ricardo Rojas y yo hemos escrito sobre esos días extraordinarios, sobre nuestra
visita al Manoir de Boultous, morada del maestro de las imágenes y príncipe de los tropos, de las
analogías y de las armonías verbales, Saint-Pol-Roux, antes llamado el Magnífico”.
Rubén Darío, Autobiografía.

El poeta platense Horacio Castillo1 reseña, detalladamente, los orígenes de la


amistad entre Ricardo Rojas y Rubén Darío, que siguen la cronología de los tres
primeros cantos de la famosa “Epístola” dedicada “a la señora de Leopoldo Lugones”,
firmada por Darío en 1906, y publicada al año siguiente en El canto errante, que
comienza con la llegada del poeta a Río de Janeiro en julio de ese año, su enfermedad, su
imprevisto viaje, convaleciente, a “nuestra ciudad de Buenos Aires”, donde, pese a su
estado, sus viejos compañeros del diario La Nación lo reciben con un glorioso banquete
en el Restaurant Luzio, San Martín 101, esquina Bartolomé Mitre, a la vuelta de la
redacción del diario:

Mi emoción, mi entusiasmo y mi recuerdo amigo,


y el banquete de La Nación que fue estupendo,
y mis viejas siringas con su pánico estruendo,
y ese fervor porteño, ese perpetuo arder,
y el milagro de gracia que brota en la mujer
argentina, y mis ansias de gozar de esa tierra,
me pusieron de nuevo con mis nervios en guerra.2

Darío se aloja en el Grand Hotel, de Florida y Rivadavia, recibe visitas de sus


amigos, los de su estancia en Buenos Aires entre 1893 y 1898, y de nuevos admiradores.
Del banquete mentado en la “Epístola” participó el joven Ricardo Rojas, de 23 años, con
un solo libro publicado, La victoria del hombre, de 1903, y asiduo —y precoz—
colaborador del diario La Nación. En la oportunidad, Rojas leyó una “Salutación” —“Ave,
Rubén! Te saludamos / de corazón y de alma te cantamos”— firmada en “Buenos Aires,

1 Castillo, Horacio, Darío y Rojas. Una relación fraternal, Buenos Aires, Academia Argentina de
Letras, 2002.
2 Darío, Rubén, Poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977.

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banquete de 1905” e impregnada, como bien dice Castillo, “de la retórica del
nicaragüense”. ¿Pero qué cosa que se escribiera en esos años en castellano no lo estaba,
en mayor o menor medida? El poema fue incluido más tarde en su libro Los lises del
blasón, bajo el título “Toast”.
Darío, que retrasaba la vuelta a Europa por su persistente mala salud, el tiempo
que no ocupaba en escribir —y escribir, para Darío, era trabajar— lo ocupaba en hacer
relaciones públicas que eran las que, finalmente, valorizarían sus escritos y su figura en
el mercado. Es significativa la historia que recupera Castillo: cuando Enrique García
Velloso, en esa misma parada de Darío en Buenos Aires, va a visitar al poeta
convaleciente al hotel, encuentra un papel con unos versos todavía no publicados (y por
lo tanto todavía no vendidos), le pregunta a su autor si se los puede llevar, y Darío: “No
olvides que eso es plata”3. Pero las relaciones públicas, que muchas veces eran también
relaciones de amistad, no sólo afincaban en mecenas, dueños de diarios y políticos con
los que más tarde negociaría, siempre desventajosamente, como cualquier trabajador,
corresponsalías, precios de colaboraciones y hasta consulados, sino también, y con la
misma dedicación e intensidad, en compañeros de redacciones, de trasnoches, de
bohemia y en sus jóvenes discípulos a quienes proponía, según revelan muchos
testimonios, un trato igualitario, convirtiéndose en muchos casos, en seguidor de sus
seguidores. Y si Rojas le regala un ejemplar de La victoria del hombre y le escribe una
“Salutación”, no tarda nada Darío en enviarle a su casa un ejemplar autografiado de
Cantos de vida y esperanza llamándolo “Mi querido poeta”, acompañado por un poema
de ocasión:

Al excelso poeta que dedicó el destino


a decir la postrera mirada de mi sino,
y si no la postrera, la que vendrá en seguida
del instante más alto y enorme de mi vida:
y a quien, sabiendo ser intérprete supremo
de los rayos del Sol en que mi mirra quemo,
me ha ofrecido en su verbo vibrante y misterioso
sus revuelos de cóndor, su aliento de coloso.

Darío, enfermo aun, se va finalmente el 31 de agosto a Europa, a París primero, a


España después, y empieza a preparar, para cumplir un contrato, la edición de El canto
errante, empresa para la que le pide a su nuevo joven seguidor que rastree algunos
poemas publicados en Buenos Aires, o regalados a sus amigos. Rojas cumple la misión,
para la que cuenta, además, con la ayuda del mendocino Evar Méndez, hace poco llegado

3Originalmente en Napolitano, Leonardo F., “Evocando figuras del pasado literario”, La Quincena
Social, Mendoza, números 678 y 679, 15 y 30 de octubre de 1947.

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a Buenos Aires desde su provincia, y autodefinido como “coleccionista de composiciones


del maestro”4, de Eugenio Díaz Romero, de Emilio Becher y de su propio archivo pues,
como le cuenta en una carta a Darío,

Vivía yo en mi provincia, y copiaba o recortaba en un cuaderno los versos que me


parecían buenos. Tenía entonces quince años.5

En el envío, Rojas cuela una copia del poema que Darío le había dedicado y que
este, sin embargo, no incluye en el libro de 1907. Un raro inédito, prueba de una amistad
de corto alcance en el tiempo, pero de cierta relevancia en la historia de la literatura
argentina.

*Fragmento de un ensayo en curso, La gare de Montparnasse en la historia de la


literatura argentina.

Martín Prieto (Rosario, Argentina, 1961) es novelista, poeta y ensayista. Es profesor de


Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario. Ha formado parte del
consejo de redacción de Diario de poesía y fue director del Centro cultural Parque
España en Rosario. Dirigió el proyecto de la expedición fluvial Buenos Aires-Asunción
del Paraguay, que dio como resultado un libro interdisciplinario Paraná ra’Anga. Un
viaje filosófico (2012). Tiene publicados los libros de poesía Verde y Blanco (1988), La
música antes (1995), La fragancia de una planta de maíz (1998), Baja presión (2004), Los
temas de peso (2009) y Natural (2014). Publicó poemas en los volúmenes colectivos
Poesía de Cuarta (1980) y Con uno basta (1982), y una novela, Calle de las Escuelas
número 13 (1999). Como ensayista es fundamental su Breve historia de la literatura
argentina (2006).

4 Méndez, Evar, “Ante una nueva edición de El canto errante”, Noticias literarias, 1924, citado por
Martín Greco en “Entre el modernismo y las vanguardias. Evar Méndez (1885-1955), Rosario,
Badebec número 4, marzo de 2013, http://www.badebec.org/badebec_4/sitio/pdf/Greco.pdf
5 Ver Sáinz de Medrano, Luis, “Ricardo Rojas y El canto errante”, Anales de literatura

hispanoamericana número 27, 1998.

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Elegir un color

Por Reina María Rodríguez

…-“¿qué se tiene en la almendra?


La nada.
…almendra vacía, azul real.”
Paul Celan, de “La rosa de nadie”.

Susan Sontag va a París por un año sin libros en las manos ni en los estantes del apartamento.
Pensar cómo escribir sin leer se convierte en su obsesión durante ese plazo: sin referentes ni
citas ni pensamientos de otros, nada a lo que asirse para intentar saber cómo y con qué
hacerlo. Es el peor espacio al que pueda enfrentarse un escritor: su vacío, su nada, su
almendra, su soledad.
No tengo aquí libros de Rubén Darío ni internet. Con el desierto en la memoria, pongo
la máquina y veo avanzar elefantes que luego colocaré sobre una repisa vaciándolos de
trayecto y procedencia tanto como de su realidad. Sé que provienen de alguna parte
inconclusa. Los veo avanzar hacia mí, lentos, difusos, sobre el reflejo de la arena entre el
dorado y el polvo. Se han vuelto figuras irreales al acercarse demasiado.
Durante la madrugada, recuerdo fragmentos de un poema de Darío: el “A Margarita de
Bayle”. Nunca olvidé su nombre. Después, casi al despertar, tengo un color. Elegir un color es
como elegir una vida. Supe entonces que había elegido el tisú. Pero, no supe hasta hoy, a mis
casi sesenta y cuatro años próximos que tisú no era el color del mar que me gustaba desde la
infancia; los lomos de los elefantes con mantas encima –de terciopelo bordado–; y el color del
deseo de unos ojos entre oleaje y cabalgata: la página, su lámina, el dolor.
Porque tisú es solo una fibra, un papel. Tampoco estoy segura de su procedencia
exacta, pero si lo intento, apuesto por lo que formaron dentro de mí esos lomos, sus
movimientos dentro de un poema donde Margarita va en busca de la estrella de plata, aunque
luego tenga que devolverla al firmamento por mandato de su padre, el rey. Este es el lujo más
caro que tengo, sin saber cómo, tenerlos entre un recuerdo y la página donde se han vuelto
otra cosa: “un gran manto de tisú” envuelve la historia con textura que arropa sin ser seda o
terciopelo, lo intercambiable en la mente.
Esperar siempre por un príncipe también se lo debo a él. “La princesa está triste, ¿qué
tendrá la princesa?”. Como esas canciones cuyos estribillos se repiten una y otra vez hasta el

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cansancio en nuestros oídos, toda la vida. Pues tengo, arbitrariamente, en mi cabeza, pedazos
sueltos de “Sonatina”, ese poema que desde que era una niña mi madre me lo leyó alguna vez,
algún tiempo.
Paul Klee escribió un diario sobre el color y el dolor que he leído muchas veces. Es un
diario sobre el gris, entre el blanco y el negro; sobre el anaranjado entre el rojo y el amarillo.
Jorge Luis Borges habló sobre la raya amarilla del tigre que fue lo último que pudo ver.
Claudio Magris escribe con tizas de colores, dijo, recientemente, en la entrega de un premio.
José Kozer insiste en el azul: “gris azul”, “azul claro”, “azul cielo”, llegando a un color diluido
por el propio color.
Darío confiscó el azul y dejó desprendimientos, porque sin querer hacer un diario
sobre el azul, lo hizo. Hoy tenemos un azul diferente: azul Darío podríamos decir: “no te he
dicho que el azul no hay que tocar” -advierte el rey a su hija. Una gradería de tonos se
precipita corrompiéndolo y tal vez, por eso, hoy sé elegir un color dentro de muchos y elegir
un color es tan difícil como elegir una vida. Rubén Darío me dio el tisú que no era color sino
color hecho fibra, transparencia. Tampoco quiero buscar su definición, si se mueve entre un
morado violeta fuerte y un prusia, rebajado hasta el agua de la profundidad, podría cambiar.
Pues, es solo el mío, ese manto delgado que atravieso.
Cuando levantamos con esfuerzo el presente –que no es culminación del pasado, sino
advertencia al revivir pinceladas de otros tiempos que por instantes nos dieron chispas, esa
certeza de que estamos aquí, en este juego, entrelazando acontecimientos, sabemos cuál es la
deuda impagable por su claridad: así supe esta madrugada al devenir el día, que le debo a
Darío mi ilusión de ser ella –Margarita, la princesa en su templo de malaquitas–, y el deseo de
encontrar el amor por cada estrella vista desde un alero, una ventana. Porque las princesas
“cortan astros”, son así.
No creo que pueda importarle a alguien, pero es suficiente para que en una madrugada
tan lejana, me sienta acompañada, cuando esa niña haya recordado su poema preferido en la
voz de la madre que la acuna e intenta deletrear con huellas ajenas, dedos pálidos, caravanas
de elefantes: misterios –aunque no haya desierto por ninguna parte, sino un asfalto pobre,
recalentado contra su deseo.

II
Cuando escribí el poema “Elegiste azul” para Elis, mi hija, no sabía cuánto estaba involucrado
Rubén Darío en él. Me estaba refiriendo a un azul que no tiene nunca un tono preciso, una

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edad ni un sitio, ni siquiera un color definido, sino a aquel azul impreciso que Darío me dio.
Igual cuando hablé de las estrellas en otro. La imprecisión daba margen a la precisión, al
resguardo del color: lo puro se había mezclado con la impureza en la conciencia, y el color
tenía subterfugios más allá del color.
No quiero descifrar ahora si tisú es un borde de ese azul, un reflejo de los ojos de
alguien que amé en diferentes rostros y épocas: una intensidad. “Ojos azules pelo negro” de la
novela de Duras que también marcan por su alto contraste, ese deseo del que me apropio,
mientras el cuarto donde escribe Sontang, en París, es un estímulo que se confunde con los
tonos de un mar al fondo que no se ve, pero se huele, y obtengo por el salitre compartido, la
idea de cuán difícil es desde los marcos de la madera azul de las ventanas de un barco,
presentirlo.
Sin tener ahora el presente frente a mí más que en esta página nocturna, podría ver la
sucesión de tonos que traspasan mi mente hasta llegar a la elección de uno que está en un mar
próximo alrededor de mi impaciencia por darle una definición con palabras. También es el
mar de la separación que nos une al que vuelvo, dándome la textura suficiente, al menos, la
que necesito para que sea un regazo todavía: una madre, una hija, princesas con las que
conviví siempre rodeándome –como al príncipe soñado desde un cuento que no hace
milagros–, pero define una intención posterior a los acontecimientos, aunque tenga que elegir
otra vida para hallarlo.
Un poema crea un trayecto sinuoso que de alguna manera seguí cuando lo perdí.
Cuando en lugar de adelantarme y avanzar, retrocedía. Es la pérdida de un lazo que se zafa
cuando más nos une: su definición en un color que nos ata y que aún atravieso: un ritmo, una
obsesión; unos trozos de realidad que sigo mezclando a unos trozos de sueños. Sin esa
fantasía la vida sería aburrida, indiferente.
Las estrellas sobre el mar que he visto en el desierto sobre el techo, no son las mismas
ya. Fueron elaboradas para que las vea desde otra altura. Igual, la tristeza, ya no será la misma
nunca. Es una tristeza extraviada y a la vez, compartida desde un poema que ha llegado desde
tan lejos a esa niña, a mí. Y se la debo a la boca, las sílabas y la paciencia de mi madre.
Volverme poco a poco una princesa fue su legado, darme una varita, un nombre: Margarita.
Y así, cuando la tristeza se apacigua totalmente dentro de uno, se convierte en bondad
que viene con el cuento y nos protege como leche espumosa y caliente. Me siento protegida a
pesar del insomnio por el texto de Darío –como nos protege un abrazo que es más que una
referencia. Un abrazo que ha durado tantos años: un abrigo de color tisú– aunque nunca,

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seguramente, podría definirlo en un color, y esa es la impotencia que compartimos los que
creemos en convertir este acá en un allí que sea además, un luego.

III
No he leído más el poema de Darío y no quiero –y no podría, creo–, volver sobre él tampoco.
Se volvería una trampa, otra cosa, una impostura. Esos poemas-cuentos sospecho que se
convirtieron en “Elegiste azul”, el mío. Quedará la explicación quizás, en esos intentos de
cantos o rezos vagos de mi madre tarareándolos a sus noventa y cinco años hoy: un balbuceo
donde ha puesto algo más intenso que su precisión, que su recuerdo y que su dicción de ahora.
Lo que ya no es recuerdo al perderse completamente sus bordes, procede de otra zona y
configura algo que se ha convertido en promesa: la promesa del deseo de ella para que sea yo,
donde su seguridad al dármelo con mi inseguridad al retenerlo nos fortifica a ambas.
Si volviera a empezar sería de nuevo Margarita: aquella princesa esperando a su
príncipe en un tiempo lejano. Es lo que he sido toda la vida, alguien que espera dentro de un
poema. El grito de esa niña quebrándose en la voz de la madre me hizo vieja a mí también,
acompañada solo por un color protector e indefenso a la vez: una capa, una inocencia y su
mentira. Sería demasiado obvio decir que los colores tienen alma y nos protegen, pero a estas
alturas es lo que siento y tengo: la obviedad de lo que trasciende es solo un cuento; una
advertencia de la figura que hemos hecho en retrospectiva.
Nunca pude ver ni he visto el color que estaba dentro de las olas cuando se agitaban o
cuando se calmaban frente al dolor. He visto solo ese que no me fue indiferente, me atrajo, y
dio una pertenencia en el mundo donde quería vivir como intermediaria entre su pasión, la
perfección, y mi extrañeza al encontrarlo. Una posesión desde entonces: brecha para colocar
palabras entre la textura desaparecida por la prisa de los demás. Porque un color se va
tragando al suyo: lo reivindica. “Demasiada felicidad” –como el título de un cuento de Alice
Munro–, me ha dado un sueño. A él se lo agradezco.

La Habana, 17 de mayo 2016

Reina María Rodríguez (Cuba), poeta y narradora cubana. Fue Premio Nacional de Literatura
en 2013, es autora de títulos como: Para un cordero blanco, poemario que le valió el Premio
Casa de las Américas en 1984, En la arena de Padua (1991 y 1992), La foto del invernadero
(1998). En su narrativa se destacan: Te daré de comer como a los pájaros (2001), Tres maneras

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de tocar un elefante (2004) y Variedades Galeano (2008). Fue merecedora además de la Orden
de Artes y Letras de Francia, con Orden de Caballero en 1999 y de la Medalla Alejo Carpentier
en 2002. Fue fundadora de su famosa “Azotea”, el espacio de intercambio y lecturas de poesía
en la azotea de su casa en La Habana, durante los años 90.

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Rubén Darío: “De invierno”

Por José Kozer

Darío es experto en ocultamientos, su escritura es brillo encaminado a obnubilar


al lector, insertarlo en un mundo de esplendor y belleza, cuya función consiste en
esconder la tragedia, la devastación existencial, y el horror. O en un sentido más
primario y realista, la injusticia social.
Ora consciente, ora inconscientemente, Darío va creando un mundo altamente
poético que “extravía” al lector del fondo subyacente que necesita transmitir: lo hace
forjando belleza, estados mentales poéticos, lenguaje preciso “modernista” que nos aleja
cada vez más de ese fondo o fondos de horror y de devastación del ser, vacío ulterior,
noción de la Nada: supremas realidades últimas, ajenas a las ideas de vida eterna que
prometen las religiones, o de un Dios creador que consuela de la brevedad de la vida, de
modo que el lenguaje, la imaginería que Darío urde y trama en muchos de sus poemas
están ahí para que leamos eso y sólo eso, lenguaje suntuario inscrito para esconder el
sentimiento trágico y de terribilidad de la existencia que considero es esencial para
comprender la obra del poeta nicaragüense.
En “De invierno” tenemos un doble horror (social y existencial): el social, donde
un hombre viejo (“dejo mi abrigo gris” es metonimia de vejez) retrata a su mantenida,
esa mujer, probablemente de clase baja, que él aúpa y mantiene para su usufructo y
objeto de deseo, rodeándola de objetos que la encierran más y más “para gusto del
consumidor”. París, ciudad lejana y de ensueño, central a la vez que extranjera, centro
descentrado para el poeta latinoamericano de la época, es aquí ciudad que lo esconde
todo: la nieve esconde el calor humano de una inexistente relación amorosa de igualdad
y compatibilidad anímica y espiritual, al igual que la hermosa Carolina esconde a una
mantenida que no deja de ser objeto del deseo de una sexualidad, probablemente
devastada, del señor y amo ricachón que se puede dar el lujo de mantenerla para su uso
y abuso, incluso diría para su beneficio social, ya que la puede sacar del apartamento y
exhibirla por las calles de París como propiedad privada en cuanto llegue la primavera.
La belleza creada por Darío nos va envolviendo y alejando del fondo oculto que
se propone revelar: nos sometemos al imperativo con que el poema se inicia (mirad) y
empezamos a mirar, y miramos ora un lenguaje cercano a lo ordinario (apelotonada,
hocico, jarras, abrigo gris, rosa roja, nieve) ora un lenguaje sublime y exaltado,
extranjerizante y de ensueño (marta cibelina, fino angora, falda de Alençon, porcelana

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china, biombo de seda, sutiles filtros, flor de lis) ora la caída de la nieve, la concomitante
tristeza de situación creada por Darío, y un París soñado, a la vez lejano pero central a
sus aspiraciones, cercano y descentrado a sus deseos de poeta abierto a lo nuevo, todo
ahí para ocultar la verdad del texto.
La verdad que implica a un Darío doloroso, dolido por su condición de pobre
infeliz latinoamericano ante una Europa prepotente, condición que lo lleva de la
soberbia al desastre personal, a un erotismo a veces perverso, y a una situación servil
ante la “grandeza” europea (su relación, por ejemplo, con Verlaine, poeta para mí de
segunda fila y bastante torpe como ser humano) a todo lo cual subyace, capa más
profunda, un auténtico sentimiento trágico de la vida (uso el término unamuniano para
acentuar indirectamente otra difícil relación de autor como la que hubo entre Darío y
Unamuno) y que en “De invierno” se sostiene en la noción de lasitud del personaje
(Carolina) que no es más que la lasitud existencial, desgarrada de Darío ante la atroz y
escandalosa realidad de la Muerte. Así, a mi juicio, el dulce sueño de que se nos habla
oculta un sueño más hondo, que es el de la caverna de la Nada, la imposibilidad de una
vida eterna, de una encarnación renovada en una esfera trascendente en la cual, estoy
convencido, Darío, espíritu laico, no creía. La blancura que realza el texto (invierno,
marta cibelina, angora blanco, la porcelana, el rostro de esa Carolina que bien puede ser
Marta y una marta animal despellejada, y la flor de lis) nos conmina a sacudirnos de los
paramentos del poema, alzar sus capas de ocultamiento establecido por la vía del
lenguaje suntuario y bello, hasta topar (tropezar) con la verdad del texto en cuanto
horror de blancura (a lo Edgar Allan Poe) y en cuanto destitución del ser y de toda
esperanza de continuidad en el momento de la muerte. Cielo oculto por la blancura lenta
e indefectible de la nieve que cae y que oculta (impide) una posible y feliz, radiante,
asunción.

“De invierno”

En invernales horas, mirad a Carolina.


Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta en su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.

El fino angora blanco junto a ella se reclina,


rozando con su hocico la falda de Alençon,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.

Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño;

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entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;


voy a besar su rostro, rosado y halagüeño

como una rosa roja que fuera flor de lis.


Abre los ojos; mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de París.

José Kozer (Cuba). Autor de una extensa obra poética, recibió en 2013 el Premio
Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Entre sus libros de poemas se mencionan
Jarrón de las abreviaturas (1980 y 2003), Bajo este cien (1983), La garza sin sombras
(1985 y 2006), El carillón de los muertos (1987 y 2006), La máquina ilimitada (1998), No
buscan reflejarse (2001), Rosa cúbica (2002), Satori (2013), Una huella destartalada
(2014) y Suite Guadalupe (2015).

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Rubén Darío

Por Roberto Echavarren

Prosas profanas es el primer libro de poemas que leí en mi vida, supongo que a los doce
años, de un ejemplar encuadernado en rojo en la biblioteca de mi padre. Al releerlo,
siempre me quedan algunos poemas, “Era un aire suave”, “Blasón”, “El coloquio de los
centauros”, “Sinfonía en gris mayor”. Son los poemas inolvidables. “Era un aire suave”,
reminiscente de Les Fêtes Galantes de Paul Verlaine, es más rotundo y logrado que
cualquiera de los poemas de ese libro de Verlaine. Ya sabemos que Prosas profanas es un
prodigio de asimilación de tradiciones literarias. En “El coloquio de los centauros” y otros
recoge la tradición grecolatina a través de la poesía francesa del diecinueve. En Darío
siempre triunfa lo descriptivo sobre lo especulativo. Los decorados son estupendos. La
cabalgata de los centauros es mejor que un cuadro de Puvis de Chavannes.
Quizá el fragmento más vivo del poema son estos versos acerca del misterio:

Las cosas
tienen raros aspectos, miradas misteriosas,
toda forma es un gesto, una cifra, un enigma;
en cada átomo existe un incógnito estigma;
cada hoja de cada árbol canta un propio cantar
y hay un alma en cada una de las gotas del mar;
el vate, el sacerdote suele oír el acento
desconocido; a veces enuncia el vago viento
un misterio; y revela una inicial de espuma
o la flor; y se escuchan palabras de bruma.

El misterio griego contrasta con la invocación cristiana en su poesía. Aquí también


es afín a Paul Verlaine, que se reconvirtió al cristianismo. El “Responso a Paul Verlaine”
empieza por homenajearlo a la griega:

que púberes canéforas te ofrenden el acanto

Pero termina:

el sátiro contemple sobre un lejano monte


una cruz que se eleve cubriendo el horizonte
y un resplandor sobre la cruz.

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El contraste entre la poesía de inspiración pagana y las composiciones religiosas


caracteriza la literatura española desde el siglo de oro. Darío le da una vuelta de tuerca. Su
virtuosismo le permite crear decorados griegos, o practicar metros medievales
castellanos, o componer al ritmo de la seguidilla. De hecho lo decorativo en Darío es su
mejor virtud, y por eso escojo dos poemas, “Blasón” y “Sinfonía en gris mayor”, su culmen
para mí.
Los decorados no son para Darío parafernalia inerte. Adquieren dinamismo y
drama a través de la enjundia de los versos. Baste este ejemplo de “Era un aire suave”:

y bajo un boscaje del amor palestra,


sobre rico zócalo al modo de Jonia,
con un candelabro prendido en la diestra
volaba el Mercurio de Juan de Bolonia.

O estos otros versos de “Blasón”:

boga y boga en el lago sonoro


donde el sueño a los tristes espera,
donde aguarda una góndola de oro
a la novia de Luis de Baviera.

Darío nos encanta. Un mundo de sonoridades mágicas encastradas en el ritmo y la


sintaxis, palabras como piedras de colores, precisas desde el punto del sonido y el sentido.
Practica metros flexibles y de aliento libre, pero lo que me produce un efecto
verdaderamente entrañable es su artificiosidad, su don del ritmo dentro de la exigencia
del metro exacto. “Sinfonía en gris mayor” está en dodecasílabos acentuados siempre en
la quinta sílaba, y casi siempre en la octava. Nunca suena maquinal.
En un escenario a la Joseph Konrad, los decorados de Darío son dinámicos. Así
empieza el poema:

El mar como un vasto cristal azogado


refleja la lámina de un cielo de zinc;
lejanas bandadas de pájaros manchan
el fondo bruñido de pálido gris.

El sol como un vidrio redondo y opaco


con paso de enfermo camina al cenit;
el viento marino descansa en la sombra
teniendo de almohada su negro clarín.

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Su don de imagen resalta el bochorno atmosférico del cielo encapotado. Como en


un cuadro de Degas o Derain, a veces el elemento preponderante resalta por sí sólo, a
veces se resume en una sola pincelada, desprendida de la composición:

entre sonrisas y perlas y flores


Iban las casacas de los chambelanes.

Las casacas son el impacto llamativo del cuadro. Adquieren vida propia. No hay
personas, sino casacas. Esta imagen repercute en el primer soneto de Los éxtasis de la
montaña de Julio Herrera y Reissig:

La sotana del cura se pasea gravemente en la huerta.

En Darío no podemos encontrar rigor filosófico y sí penetrante inteligencia. Es un


monstruo por su capacidad de transcreación de las resonancias poéticas del
parnasianismo y simbolismo franceses. Trajo esa tradición izada de la nuca y la depositó
en el espacio poético hispanoamericano como si fuera algo propio y natural. El
modernismo no parte de la poesía romántica española. Nace de pies a cabeza con Darío. Es
el fundador de la modernidad en nuestra lengua. De allí salen todos, pero en particular
Julio Herrera y Reissig y una década después César Vallejo. Mucho menos Vicente
Huidobro, que recuperó el contacto directo con lo francés en el momento en que Darío
moría.

Roberto Echavarren (Uruguay) es poeta, narrador, ensayista y traductor. Entre muchos


otros libros publicó, en poesía: El mar detrás del nombre (1969), La planicie mojada
(1981), Animalaccio (1986), Aura Amara (1988), Poemas largos (1990), Universal ilógico
(1994), Casino Atlántico (2004), Centralasia (2005), El expreso entre el sueño y la vigilia
(2009), Ruido de fondo (2010), El monte nativo (2015). Fue el compilador, junto a José
Kozer y Jacobo Sefamí, de la importante antología Medusario. Muestra de poesía
latinoamericana (1996 y 2010), prologada junto a Néstor Perlongher. Es además el
fundador y director de la editorial La flauta mágica.

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Sobre Darío y su ‘filosofía’

Por Mario Montalbetti

Reconozco que hay un cierto facilismo en lo que voy a decir y que lo que va a salir será
algo muy personal que no me alegra gran cosa hacer público. Escribo como lector y poeta.
Creo que lo del facilismo es evidencia de lo mal que ha envejecido Darío. No estoy seguro
tampoco de que haya tenido una madurez envidiable. Por decirlo de una vez, Darío me
empalaga, me hace no querer seguir leyendo, sobre todo me irrita mucho su esplendorosa
banalidad. Esto último me preocupa: ¿por qué no simplemente ignorarlo y dejarlo de lado?
A veces pienso (casi como disculpa) que uno debe considerar que Darío escribió en el XIX
pero entonces pienso inmediatamente en una serie de escritores que también lo hicieron y
que no son tan escolares como Darío. Pienso en Emily Dickinson, Baudelaire, Robert
Browning, a quienes puedo leer sin irritación hoy en día. He dicho de Darío que es escolar.
Leo “Lo fatal” (aparentemente uno de sus puntos altos) y no puedo esquivar su pavorosa
ingenuidad ni sus pesadas consonancias.
Hay un poema suyo que conocí muy temprano. Se titula “Filosofía”. El poema
comienza diciendo

Saluda al sol araña, no seas rencorosa.


Da tus gracias a Dios, ¡oh sapo!, pues que eres.

Puede ser ingenioso, admito. No mucho más. Pero detrás del ingenio hay olor a ese
yo que fue inventado por la modernidad, un yo cómodamente sentado en el centro del
lenguaje o de lo que ese yo cree que es el centro del lenguaje. Está en el centro y habla
desde ahí, pontificando, poniendo las cosas en orden; es un olor a casa de tía un domingo
por la tarde o a seminario religioso: espeso, acre, inciensudo (si se pudiera decir). Los
seres inferiores (arañas, sapos) deben rendirle homenaje a los supuestamente superiores
(el Sol, Dios). Curioso que la luminosidad inorgánica del sol esté por encima de la vida
animal o que la existencia evidente del sapo deba ceder e inclinarse ante un ser cuya
improbabilidad se hace cada vez más probable si requiere, para subsistir, de dicha
pleitesía. Tal vez no sea tan extraño encontrar todo esto en Darío. El brillo sobre la
opacidad, la apariencia sobre cualquier otra cosa. No olvidemos que fue periodista y
diplomático. La continuación es temible,

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El peludo cangrejo tiene espinas de rosa


y los moluscos reminiscencias de mujeres.

Darío insiste en que los seres inferiores participan de ciertos atributos que
corresponden a seres superiores. Los cangrejos se acomodan con las rosas, los moluscos
con las mujeres. Confieso que estas asociaciones me confunden y me parecen de mal gusto.
No es muy reconfortante tampoco que Darío ponga sus versos bajo el título de “Filosofía”.
¿Se trata de su filosofía, de sus creencias? Pero hay más:

Sabed ser lo que sois, enigmas siendo formas;


dejad la responsabilidad a las Normas,
que a su vez la enviarán al Todopoderoso…

El metro ahora se vuelve torpe y las ideas más aún. “Sabed ser lo que sois” es un
lema digno del mejor conformismo social, de una stasis paralizante. ¿No leyó a Nietzsche,
casi exactamente su contemporáneo, quien prefería la fórmula “llegar a ser lo que se es”?
La torpeza es cuasi platónica: asignarle al enigma de las formas una solución primero
autoritaria (las Normas, así con mayúscula y todo) y luego más autoritaria aún (el
Todopoderoso, también con prestigio tipográfico).
Estoy dispuesto en este punto a abandonar cualquier posibilidad de salir
decorosamente del poema. Pero falta la última línea,

(Toca, grillo, a la luz de la luna, y dance el oso.)

Nada mejora mucho, es verdad: el insecto hace música, el oso danza. Más animales
ennoblecidos por participar en ejercicios que Darío identifica con seres superiores. El
grillo “sabe ser lo que es” haciendo sus ruidos que son música y el oso danza. Darío parece
aprobar este circo en el que las bestias se humanizan apenas. Pero si algo sabemos es que
los animales bailan mal o decimos que lo hacen sólo como concesión metafórica. Extraño
espectáculo ‘filosófico’ éste de peludos cangrejos y arañas envidiosas.
Y, sin embargo, justo en el momento en el que todo no hace sino confirmar mi
irritación y empalago, algo me llama la atención. ¿Ha colocado Darío el último verso entre
paréntesis? ¿Por qué? No lo sé y supongo que hay muchas soluciones posibles. Es un gesto
inusual e incluso inadecuado pero brilla como una señal de socorro en medio de un mar
opaco. No logra salvarme el poema pero reconozco en esos paréntesis una intriga
llamativa. Tal vez el poema se haya quedado conmigo todo este tiempo justamente por ese
enigma de la forma, pero es un enigma que ninguna Norma ni Todopoderoso puede

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explicar ni regular. No hay nada dentro de esos paréntesis, ni grillos ni osos, sino un hueco
sin Darío desde el cual, cien años después, algunos de nosotros logramos escribir.

Mario Montalbetti (Perú). Es poeta y ensayista. Fundó la revista Hueso Húmero, junto a
Mirko Lauer y Abelardo Oquendo en 1979 y es, hasta la actualidad, miembro del consejo
editorial. Publicó los libros de poesía Perro negro. 31 poemas (1978), Fin desierto (1995),
Fin desierto y otros poemas (1997), Llantos Elíseos (2002), Cinco segundos de horizonte
(2005), El lenguaje es un revólver para dos (2008), 8 cuartetas contra el caballo de paso
peruano (2008), y Apolo cupisnique (2012). Lejos de mí decirles es el título de su obra
reunida, publicada en México en el año 2013 y reeditada en España en 2014. Entre sus
libros de ensayo se cuentan Cajas (2012) y Cualquier hombre es una isla (2014). Es
Profesor Principal de Lingüística en la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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Terremoto

Por Igor Barreto

“Terremoto” es un soneto escrito en París en 1912, quizás en el delirio de una grave crisis de
salud. Como sabemos, al delirio se le llega ahondando en el tiempo presente. Y la pesadumbre
de la vida consciente impulsa los pensamientos de Darío hacia Nicaragua. Este poema forma
parte de un tríptico junto con otros dos textos: “Los Bufones” y “Eros”. Atrás, podríamos decir,
ha quedado lo más denso de su obra y de su vida. La muerte, que es el regreso al Cosmos (al
orden, al número 1, a la unidad) acerca su fecha de cumplimiento: 1916. Así que me parece,
supongo, que “Terremoto” es un poema escrito desde la perspectiva de lo “entrevisto”; el
poeta aparta los pliegues del artificio que le ocuparon con gran exceso y entrevé imágenes de
apariencia más concreta. Siempre son “imágenes” pero estas tienen la cualidad de lo
reconocible y lo compartido. Veo en todo poema un hecho artificial que simula lo orgánico. El
Modernismo aborda esta posible definición colocando un definitivo acento en lo artificial.
Algunas de sus construcciones tienen la cualidad de lo distanciado y lo decorativo, como si
estas fueran creadas para ser exhibidas en la vitrina de un pasaje parisino: sus princesas y
cisnes de cuello interrogador, la cursilería amorosa tan mediática, o esas menciones clásicas
de solera parnasiana. Ahora bien, luego de ocurrido el despliegue de toda esta utilería
modernista se presenta este poema provocando un terremoto, y el sismo abre una grieta que
nos permite ver una estampa donde el hombre y la naturaleza americana comparten en
igualdad de condiciones un mismo espacio “aterrorizante”. Al usar este calificativo pienso en
Joseph Brodsky (Del dolor y la razón, 1994) quien hablando de Robert Frost caracteriza el
encuentro con la naturaleza americana, como el choque entre “dos poderes primarios, sin
referencias”. Y es esto lo que aquí ocurre; el poema pone en escena este encuentro, dicho
enfrentamiento. Debería hablar también de la armoniosa orquestación de los versos de
variada y atrevida métrica. Se alternan versos de 16 sílabas con alejandrinos y endecasílabos
insinuando en sus transiciones rítmicas la libertad del poema de verso libre y del poema en
prosa. En el primer verso del poema: “Madrugada. En el silencio reposa la gran villa”, tiene ese
punto y seguido (después de Madrugada.) que marca de forma definitiva un primer
hemistiquio. Es una mención de carácter temporal que plantea el desarrollo del texto dentro
de una estrategia de suspenso, de espera dramatizada ante la inminencia de un fenómeno
natural que va a ocurrir. Dicho punto provoca una detención brusca que insinúa el carácter

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poderoso de la naturaleza. Este verso lapidario abre un período temporal que el poema
desarrollará describiendo el advenimiento de un evento trágico y la gestualidad humana que
lo refleja. Al final, luego de ocurrido el sismo, nos encontraremos con el primer verso del
último terceto: “La atmósfera es pesada como plomo. No hay viento”. Son palabras de una
sobriedad definitiva, sin duda se trata de un verso más poderoso que el primero,
simplificando de manera notable la supremacía de la naturaleza que ha demostrado con el
terremoto su innegable poder. La naturaleza es el “otro” con el que dialogamos en América;
nos recuerda nuestra condición animal y nos reduce como afirma el zoólogo Adolf Portmann a
una “mera apariencia como fin en sí mismo”. En el verso final del poema “Terremoto” hay una
imagen categórica de esta apariencia que nos exige aceptar la tragedia como parte de nuestra
normalidad, y Darío simplemente se queja “ante la impasibilidad del firmamento”.

“Terremoto”

Madrugada. En el silencio reposa la gran villa


donde de niño supe de cuentos y consejas,
o asistí a serenatas de amor junto a las rejas
de alguna novia bella, timorata y sencilla.

El cielo lleno de constelaciones brilla,


y su oriente disputan suaves luces bermejas;
de pronto, un terremoto mueve las casas viejas
y la gente en los patios y calles se arrodilla,

medio desnuda, y clama: “¡Santo Dios! ¡Santo fuerte!


¡Santo inmortal!”. La tierra tiembla a cada momento.
¡Algo de apocalíptico mano invisible vierte!...

La atmósfera es pesada como plomo. No hay viento.


Y se diría que ha pasado la muerte
ante la impasibilidad del firmamento.

Coda

Rubén Darío fue una personalidad carismática que generó un ansia de duplicación en otros
poetas tal vez menos señalados, o en personas comunes que veían en él un modelo fulgurante.
Cabalgó como una estrella de cine o de rock sobre un instinto colectivo: el deseo de que el

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El jardín de los poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana.
Año II, n° 2, primer semestre de 2016

mundo nos perteneciera, apropiándonos de su gestualidad cultural, de sus formas. En los


desiertos del sur de Venezuela existió un poeta llamado Juan Vicente Torres del Valle (“Vienen
del sur los recuerdos”. J. L. Borges) que era también joyero, y el año de la muerte de Rubén
Darío publicó su único libro: Oro y Nácar. Ese año de 1916 también murió su esposa, Eloisa
Torres, cantante de una compañía de opereta que fue de visita a San Fernando y allí conoció a
Juan Vicente y se quedó a vivir con él, en la trastienda de su taller de orfebre. San Fernando es
una ciudad de puerto a orillas del río Apure; y en ese entonces era un centro de acopio y de
exportación de plumas de garzas para los sombreros de las damas de Londres y de París. En
su puerto, frente a un edificio de comercio de arquitectura veneciana, atracaban barcos de
chapaletas (El San Cristóbal, El Nuevo Fénix) que trajeron la encomienda de los libros de
Rubén Darío para la librería Española, que estaba enfrente de una barbería y una plaza. Al
amparo de esos libros y de las estampas cifradas de otros mundos impresas en cada poema,
escribió Juan Vicente Torres del Valle su modesta obra. Entre los jacintos de agua sólo vio
sílfides y ondinas. Imaginó una vida de corte, cuando las calles al caer la noche eran tomadas
por el ganado que dormía entre bufidos o sacudiendo la cola para espantar la densa nube de
zancudos. Imitó a Darío hasta que murió Eloisa. Y el terremoto de aquella muerte abrió una
hendija por donde Juan Vicente se asomó para escribir con ánimo despojado un último
poema:

“Mediodía”

Está callado y sombrío


el bosque, como un desierto.
Las moscas, con vuelo incierto
producen sueño y hastío.

Bajo el inmenso vacío


de blancas nubes cubierto,
va un caimán flotando muerto
sobre las ondas del río.

Tristemente navegando
un zamuro miserable
va sobre el despojo inerte:

como si fuera estudiando


el misterio impenetrable
de la Vida y de la Muerte.

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El jardín de los poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana.
Año II, n° 2, primer semestre de 2016

Igor Barreto (Venezuela). Nació en Venezuela, en 1952, y residió varios años en Rumania; a
su regreso se incorporó al taller Calicanto. Luego cofundó, tras su ruptura, el conocido Grupo
Tráfico. Realizó estudios de cine y dramaturgia, y ha escrito libros como Tiempo de ausencia
(1971), Y si el amor no llega? (1983), Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987,
Premio Municipal de Literatura), Crónicas llanas (1989) y Tierra negra (1994, Premio
Universidad Central de Venezuela), entre otros. Es profesor de la Escuela de Letras de la
Universidad Central de Venezuela, y ha representado al país en diferentes encuentros
internacionales en Rumania, España, Estados Unidos, Colombia, Cuba y Argentina. Sus poemas
son incluidos en las antologías de poesía venezolana contemporánea y algunos de ellos
traducidos al inglés y al francés.

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