Tras generaciones de casi esclavitud, las mujeres occi-
dentales están alcanzando finalmente la igualdad, no sólo en el trabajo, donde ahora están representadas en los nive- les más altos de profesiones antiguamente reservadas a los hombres, sino también en otras áreas de la vida. Pocas per- sonas cuestionarían esto y muchas dirían «ya era hora, ¿no?». A mi entender, en lo que se refiere a la pregunta de por qué fuman las mujeres, el aspecto más importante de este éxito es cómo ganaron la batalla las pioneras del movi- miento feminista. Aquellas mujeres se atrevieron a retar las reglas exis- tentes. Se negaron a aceptar la situación como la única es- tructura social posible y presentaron convincentes argumentos para rechazar los convencionales roles femeninos que se les adjudicaban. Evidentemente había muchas mujeres que, a pe- sar de apoyar en secreto a sus «hermanas», estaban de- masiado asustadas como para seguir su ejemplo; y más mu- jeres aún que aceptaban la situación sin cuestionarla. Ocurre a menudo, aunque parezca extraño, que las equi- vocaciones de la vida sólo nos resultan evidentes cuando las cuestionamos. Si no las cuestionamos, aceptamos la situa- ción, sea la que sea. Ese lavado de cerebro existe práctica- mente en todos los aspectos de nuestra vida. En este libro nos ocuparemos de sólo dos facetas del lavado de cerebro: las que se relacionan con el hábito de fumar per se, y las que tienen que ver con las diferencias entre hombres y mu- jeres. Mi diccionario define el lavado de cerebro de la siguien- te manera: Causar un cambio radical en las ideas y creencias de una persona. Seguramente te estarás preguntando qué tiene que ver
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eso con dejar de fumar. Todos sabemos que fumar es un há-
bito sucio y desagradable que estropea nuestra salud, y nues- tro bolsillo. En la actualidad, hasta los propios fumadores lo consideran como un entretenimiento decididamente antiso- cial. Por tanto, ¿por qué necesitas cambiar tus ideas y cre- encias para dejar de fumar? Seguro que hay alguna pastilla mágica o algún truco para hacer desaparecer las ganas de fumarte otro cigarrillo. También es posible que te estés pre- guntando cómo puede ayudarte a dejar de fumar leer un sim- ple libro. Deja que te lo explique: ¿Qué es lo que quieres conseguir? Eso es evidente: apagar tu último pitillo y no tener ganas de encender otro jamás. Sin duda conocerás a muchos ex fumadores que han conseguido dejar de fumar. Pero, ¿acaso no lo intentaron sin éxito en varias ocasiones antes de lograrlo? Y aunque lo con- siguieran, ¿no tuvieron que utilizar la fuerza de voluntad además de pastillas, parches o chicles? ¿Y no pasaron días, semanas, meses o años de sufrimientos? ¿Y cuántos de ellos no desearon, o incluso suplicaron, fumarse un pitillo de cuando en cuando? Apuesto a que algunas personas te habrán dicho que, aunque prefieren no fumar, las comidas y las ce- lebraciones sociales sin el tabaco no son ya tan divertidas, y que siempre que suena el teléfono se encuentran a sí mis- mas buscando una cajetilla que ya no existe. ¿Realmente es eso lo que quieres conseguir tú? No obstante, por el momento olvida lo de intentar no vol- ver a fumar jamás. Trata de contestar a esta importante pre- gunta: ¿Cuál es la diferencia entre un fumador y un no fu- mador? La respuesta parece fácil: uno fuma y el otro no. Cier- to. Pero no es tan fácil como eso, ¿verdad? Nadie te ha obli- gado a encender un cigarrillo. Por tanto, ¿los fumadores sólo encienden un cigarrillo cuando les apetece? Bueno, no. Tú sabes que muchas veces enciendes un cigarrillo no porque
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te apetezca, sino porque tienes ese hábito. De hecho, la ma-
yoría de las personas que fuman una cajetilla diaria reco- nocen que de los veinte pitillos sólo disfrutan realmente de dos, el resto los fuman por hábito. Sin embargo, si eso fue- ra cierto, resultaría relativamente fácil controlarnos a noso- tros mismos. Guardaríamos los cigarrillos en un cajón ce- rrado con llave, y ese obstáculo práctico haría que nos parásemos a pensar cada vez que nos entraran ganas de fu- mar. Cuando fuéramos a buscar la llave, nos preguntaríamos: ¿voy a encender este pitillo porque me apetece o porque tengo la costumbre de hacerlo? Si decidiéramos que es por esto último, tendría muy poco sentido que nos fumáramos ese pitillo. Ese sencillo truco permitiría que quienes fuman una ca- jetilla diaria redujeran la cantidad a dos pitillos al día sin ningún tipo de problema. Si has intentado poner en práctica ese truco o alguno parecido, sabrás de sobra que sólo fun- ciona durante un período de tiempo limitado. Es decir, hasta que se te agota la fuerza de voluntad. ¿Has intentado algu- na vez pedir ayuda a tus hijos, nietos o amigos, poniéndoles a cargo de tus pitillos? Entonces conocerás los extremos a los que has llegado para recuperar esos pitillos, aunque habías pedido que se ignoraran tus súplicas cuando te vol- vieran a entrar ganas de fumar. Poco importa su resolución de no devolverte los cigarrillos. Nada puede superar el páni- co, la destreza y la determinación de un fumador que ha lle- gado al punto de querer un pitillo ¡AHORA MISMO! Todo el mundo reconoce los instintos maternales y pro- tectores de las mujeres y su sentido de la justicia si se les hace algún daño a sus hijos y, sin embargo, escuchamos histo- rias terroríficas sobre madres que dejan a sus pequeños so- los en casa mientras lo pasan bien por ahí o incluso viajan al extranjero. Despreciamos a esas mujeres por su falta de res- ponsabilidad. Pero sé completamente sincera contigo mis- ma, ¿no recuerdas ocasiones en las que te escapaste de
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casa —aunque sólo fuera durante un momento— dejando a
los niños dormidos para ir al bar a comprar tabaco? ¿Y no ha habido ocasiones en las que los has dejado en el coche, con el motor encendido, para entrar un momento en un estanco? A mí me han contado la historia de una señora ingresada en una maternidad tan desesperada por fumarse un cigarrillo, que le suplicó a una enfermera que cuidara de su bebé para sa- lir a comprar una cajetilla. La enfermera, que estaba hasta arri- ba de trabajo, contestó que no. No hace falta decir que no era fumadora, nunca había fumado, así que no se trataba de una ex fumadora. Sus comentarios: «Sabes que no necesitas fu- marte un pitillo», «No es bueno para tu salud ni para la de tu bebé», «Has pasado por un parto de catorce horas sin fu- marte uno», únicamente sirvieron para alimentar el senti- miento de culpabilidad de la mujer, pero no para evitar que saliera a comprar tabaco, aunque los medios de comunica- ción estaban en aquella época volcados en informar exten- samente sobre el caso de un bebé secuestrado de un hos- pital. Cuando la señora volvió, el bebé había desaparecido, así que le entró un ataque de pánico y sus gritos se oían en todo el hospital. Afortunadamente, el bebé estaba en bue- nas manos. Una enfermera se lo había llevado a otra habi- tación. Pero imaginad cómo se sintió la madre durante los minutos que pasaron hasta que la situación se aclaró. He utilizado este ejemplo para ilustrar tanto los efectos como el poder del lavado de cerebro. Es muy frecuente que unas mujeres critiquen a otras porque no dejan de fumar cuando se quedan embarazadas y, sin embargo, son inca- paces de dejar de fumar cuando ellas se quedan encinta. Es difícil creer que el incidente que acabo de describir pudiera ocurrirle a una madre responsable, pero, antes de conde- narla, sé sincera contigo misma. ¿Has conducido alguna vez varios kilómetros para encontrar una gasolinera o una tien- da abierta porque te habías quedado sin tabaco? ¿Has ex- perimentado alguna vez la sensación de pánico que te entra
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cuando te quedan los últimos cigarrillos o, en el peor de los
casos, se te ha acabado el tabaco? Claro que sí. Si pudieras fumar o no fumar a tu voluntad, como afirman muchos fumadores, ¿por qué diablos ibas a estar leyendo este libro? Lo estás leyendo por una única razón:
MIEDO
No te preocupes. El miedo es el único motivo de que el
fumador siga fumando. Esa señora no puso en peligro a su bebé por el placer de meter humo cancerígeno en sus pul- mones. Lo hizo porque sentía el pánico de no tener tabaco. Imagina un adicto a la heroína sin heroína. Visualiza el espanto, los temblores, el dolor, el miedo. Ahora imagina el alivio que siente cuando se le permite inyectarse heroína en un brazo que parece un colador. ¿De verdad crees que los heroinómanos disfrutan cuando se pinchan? A los que no son adictos a la heroína les resulta difícil creer que gocen con ello. A los no fumadores también les resulta difícil creer que los fumadores disfruten metiéndose humo letal en los pulmones. Lo mismo pensabas tú antes de que te engan- charas a la nicotina. A mí me lavaron el cerebro para creer que los heroinómanos se pinchaban para obtener unas alucina- ciones o sueños inmensamente placenteros, cuando la rea- lidad es que se pinchan para que acabe la sensación de pa- vor y de inseguridad que domina su cuerpo cuando la droga va desapareciendo. Una de las muchas ideas equivocadas que hay sobre la adicción a las drogas consiste en que los adictos sólo sufren el síndrome de abstinencia cuando intentan dejar la droga. Lo cierto es que lo sienten desde el mismo momento en que la primera dosis empieza a consumirse en su cuerpo, y la úni- ca razón de meterse la segunda dosis es que acabe la sen- sación de vacío y de inseguridad que ha creado la dosis an- terior.
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La gente no adicta a la heroína nunca padece esa sen-
sación de inseguridad. Lo mismo ocurre con el tabaco. A los no fumadores no se les puede ni pasar por la cabeza que al- guien quiera llenarse de humo los pulmones, y mucho menos gastarse una fortuna en ello y arriesgarse a contraer terri- bles enfermedades. En cuanto a poner en peligro la vida de tu bebé porque no puedes esperar ni una hora más, eso no sólo resulta abominable para un no fumador, sino absoluta- mente incomprensible. Como adicto que fui, no puedo justi- ficar el comportamiento de esa señora, pero sí intentar com- prender el hecho de que llegara a ese estado de ansiedad. No es especialmente agradable ponerte una bolsa de plás- tico en la cabeza, aunque sepas que te la puedes quitar en cualquier momento. Pero es incluso peor cuando te la pone otra persona, aunque sea una persona que te quiere, espe- cialmente si piensa que te está haciendo un favor con eso. Tomémonos unos momentos para considerar las con- secuencias de lo que he dicho. Te he pedido que pensaras en las diferencias entre un fumador y un no fumador. La res- puesta obvia es que uno de ellos fuma y el otro no. Y ésa es la respuesta correcta. Como resulta tan obvia, y correcta, sin darnos cuenta nos planteamos el problema al revés. Dicho de otra manera, intentamos solucionar el asunto no volvien- do a fumar. Puede que, a estas alturas del libro, esto te re- sulte lógico, pero te explicaré por qué no lo es planteándote la siguiente cuestión: A tu techo le falta una teja. Cada vez que llueve, en tu carísima moqueta queda una mancha de humedad. ¿Cómo lo solucionas? Puedes dar los siguientes pasos: cambiar la moqueta o dejar un cubo permanentemente debajo de la go- tera, o incluso tomar la drástica decisión de mudarte de casa. Sin embargo, ninguno de estos pasos lo solucionaría. La so- lución más sensata y económica sería acabar con su causa, sustituyendo la teja que se ha caído. Existe la tendencia de aplicar esa misma conducta a
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otros problemas de la vida. A menudo decidimos no enfren-
tarnos a las causas subyacentes. Si la rueda de tu coche o de tu moto parece un poco deshinchada, probablemente re- solverás el problema hinchándola. Si al cabo de unos pocos días vuelve a estar deshinchada y eres un vago o un optimista —o, como yo, ambas cosas—, puede que la vuelvas a hin- char y que repitas varias veces el mismo proceso. Pero da igual lo vago o lo optimista que seas: si la rueda se deshin- cha por segunda vez, sabrás que tiene un pequeño pincha- zo y que la única solución es arreglarla. La verdadera diferencia entre un fumador y un no fu- mador no consiste en que uno fume y el otro no. Encender un cigarrillo es únicamente un efecto del verdadero proble- ma. Esperar dejar de fumar no volviendo a encender un ci- garrillo equivale a dejar el cubo debajo de la gotera en vez de sustituir la teja, o tener que hinchar la rueda cada pocos días en lugar de arreglar el pinchazo. La auténtica diferencia entre un fumador y un no fuma- dor consiste en que el primero tiene la necesidad y el deseo de fumar, mientras que el segundo no. Ése es el verdadero problema: equivalente a la teja que falta o a la rueda pin- chada. Acepta este hecho indiscutible: nadie te obliga a en- cender un cigarrillo. Aunque quienes nos rodean muevan cie- lo y tierra para impedírnoslo, nosotros encontraremos la manera de que no lo hagan. También debes aceptar el hecho indiscutible de que, aunque estemos intentando reducir el número de cigarrillos o incluso intentando cortar del todo, hay una parte de nuestro cerebro que grita: «¡Quiero un pi- tillo!». Si no fuera cierto, dejar de fumar sería algo muy fácil. Puede que te resulte difícil creerlo, pero dejar de fumar es fá- cil para cualquier fumador, siempre que lo haga de forma adecuada. Por tanto, para dejar de fumar necesitamos solucionar el problema de raíz: tenemos que eliminar la necesidad o el de- seo de fumar no sólo durante unas pocas horas, días, meses
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o años, sino de manera definitiva. Ni siquiera a las autorida-
des les resulta fácil creer que se pueda dejar de fumar sin te- ner que echar mano de un ápice de fuerza de voluntad. Pero, piénsalo bien, si nunca volvieras a sentir la necesidad o las ganas de encender un cigarrillo, ¿por qué ibas a necesitar la fuerza de voluntad para no hacerlo? Quizá estés pensando: «Suena muy bien, y no puedo discutir lo que dices. De hecho, no puedo sino aceptar que, como no hay nadie que me obligue a fumar, debe de haber algún fallo autodestructivo en mi personalidad. ¿Cómo pue- de un libro solucionar ese fallo?». ¡EUREKA! Has dado en la diana del problema. En los ejemplos de la teja y del pinchazo podemos ver con claridad tanto la causa del problema como la solución. En el caso de fumar, podemos ver con claridad que la solución es que de- saparezca la necesidad de fumar, permanentemente. Es fá- cil decirlo, pero, ¿cómo lo conseguimos? Tenemos que dar un paso más. Antes de acabar con esa necesidad o deseo de fumar debemos comprender por qué los tenemos. Al fin y al cabo, no nacimos con ellos. La especie humana sobrevivió cientos de miles de años sin fu- mar. Evidentemente, nadie creerá que hay algo natural en respirar humo perjudicial y cancerígeno. Es un hecho que ninguno de nosotros siente la necesidad de fumar antes de haber encendido el primer pitillo. Si eres uno de los desafor- tunados que cayeron en la trampa a una edad tan temprana que ya ni siquiera recuerdas cuándo no necesitabas fumar, no te preocupes. Si hubieras sentido que te faltaba algo, te habrías acordado. Anteriormente di la definición de lavado de cerebro: Causar un cambio radical en las ideas o creencias de una persona. La realidad es que nos bombardean desde que nace- mos con supuestos «hechos». En el caso del tabaco, se nos dice que fumar nos relaja, nos ayuda a concentrarnos y ali-
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via el estrés y el aburrimiento. También se nos dice que es
un hábito feo y desagradable que nos engancha y que, si continuamos con él, podría arruinar nuestra salud y nuestra economía. Irónicamente, las personas que con más frecuencia nos cuentan las cosas malas de fumar, nuestros padres, a me- nudo están fumando cuando nos lo dicen. Les creemos, pero, no importa cuánto énfasis pongan en los inconvenientes de fumar, no somos tontos. Sabemos que mamá va corriendo por su cajetilla cuando se pone tensa, o que papá no es capaz de contestar al teléfono sin encender un pitillo. Les hemos oído decir muchas veces «¡Me muero por un pitillo!», ¡Salgamos de aquí, necesito fumarme un pitillo!» o, cuando están in- tentando dejarlo, «Mataría por un pitillo», además de haber- les visto el mal humor y los nervios que acompañan la ne- cesidad de nicotina. Sería equivocado afirmar que, en esa fase de nuestra vida, nos están lavando el cerebro, porque nuestras ideas y creencias no están siendo cambiadas, sino que se están for- mando. Ese bombardeo de información —los pros y los con- tras de fumar— no tiene ningún efecto sobre nosotros. En ese momento creemos a ambas partes. Pero, como no te- nemos necesidad ni ganas de fumar antes de habernos en- ganchado, y podemos disfrutar de los acontecimientos so- ciales y enfrentarnos al estrés sin sentir la necesidad de un cigarrillo, estamos en la feliz situación de no tener nada que ganar y sí mucho que perder con fumar. No hay ningún fu- mador en la historia del planeta—como tampoco ningún al- cohólico o drogadicto— que haya creído que se iba a en- ganchar. De pensar que había alguna posibilidad de ello, nunca se hubiera metido la primera dosis. El que nos en- gañemos y pensemos que nunca nos vamos a enganchar se debe a que el primer cigarrillo sabe fatal. El lavado de cerebro causa efecto tan sólo después de que hayamos caído en la trampa. Dicho de otra manera, an- tes de tragarnos el anzuelo consideramos que fumar es un
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hábito sucio, poco saludable y caro. El primer cigarrillo úni-
camente sirve para confirmar esta percepción. Echa por tie- rra el mito de que fumar es un pasatiempo agradable. A pe- sar de ello, enseguida fumar empieza a parecer algo grato, relajante y que estimula la seguridad en uno mismo. Poco después, los cigarrillos resultan indispensables y luego ya no podemos vivir sin ellos. No importa si el proceso ocurre rá- pidamente o poco a poco: nosotros estamos ciegos ante él. Pero no se puede negar que nuestra percepción ha cambia- do. Para un optimista, la botella está medio llena. Los pesi- mistas piensan que está medio vacía. ¿Cuál es la percep- ción correcta?
¿LA BOTELLA ESTÁ MEDIO LLENA
O MEDIO VACÍA?
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