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Respecto a Descartes se ha escrito con perspicacia: «Por mucho que se lo pondere, resulta

difícil exagerar el significado que han tenido las Meditaciones metafísicas de Descartes. El
racionalismo posterior tiene en ellas una especie de código del filosofar. Por mucho que se aparten
de Descartes, es desde las Meditaciones metafísicas desde donde hay que entender a Malebranche,
e incluso a Spinoza y Leibniz. Kant seguirá la temática del ego cogito y Husserl tomará de aquí el
título de su obra nuclear, Meditaciones cartesianas. Son sólo unos ejemplos. Y creemos que se
bastan por significativos. Si fuera posible suprimir las Meditaciones metafísicas de Descartes, habría
planos enteros del pensamiento moderno que perderían cuando menos su sentido histórico. Desde
Descartes, aunque sea contra él, ha de entenderse, al menos en buena medida, lo que sobre
gnoseología se escribió en los dos siglos siguientes hasta llegar a Kant, que será el coreógrafo que
cambie totalmente el decorado de la teoría del conocimiento» (Sergio Rábade, El conocer humano 1,
ed. Trotta, 2003, página 22).

Descartes y la teoría del conocimiento


Resumiendo las líneas principales de la propuesta de Descartes puede decirse lo siguiente:

1. Puso de relieve la certeza de la autoconciencia, la evidencia de la reflexión de yo cuando éste


vuelve sobre sí mismo (apartándose y separándose del mundo, de lo sensible, etc.); esta tesis
ha tenido un desarrollo específico en la tradición posterior del idealismo alemán (en el arco
que va desde Kant hasta Husserl, pasando por Fichte, Hegel, etc.).
2. El conocimiento del mundo externo (de la realidad física) tiene lugar, según Descartes, a
través de las ideas intra-mentales (de ideas ubicadas en la interioridad de la mente
consciente). Se defiende, así, el dualismo entre lo mental temporal por un lado y lo físico
espacial por otro (lo interno y lo externo, en definitiva). Por otro lado, en el conocimiento cierto
y seguro de la verdad las ideas principales, las ideas básicas, son ideas innatas (inherentes a
la mente, congénitas a ella).
3. Además de lo anterior Descartes sostiene un estricto y riguroso “matematicismo” (siguiendo
así, bajo claves modernas, una tesis platónico-pitagórica); es decir: afirma que lo cognoscible
en general puede ser enteramente explicado y reducido a “cantidades”, esto es: a fórmulas
matemáticas.
4. La concepción del conocimiento propuestas por Descartes es, también, “causalista” en un
sentido nuevo: sólo admite “causas eficientes” (rechazando las causas finales que habían
afirmado Platón, Aristóteles y los teólogos medievales) y conduce a una tesis “determinista”
(el mundo externo, la realidad física, es enteramente explicable en razón de una “causalidad
lineal sucesiva”: a un ente físico sólo debe seguirle, como efecto suyo, uno y el mismo ente
físico). La concepción de la Naturaleza aquí operante es, pues, “mecanicista” (se compara a la
Naturaleza con un “artefacto”, con una “máquina”).
5. Descartes sostiene respecto al conocimiento un estricto e inflexible metodologismo: el
conocimiento científico lo es porque sigue a pie juntillas y siempre igual el único método del
conocimiento.
6. Descartes, finalmente, realizó la fundamentación última del conocimiento físico-matemático de
un modo “teológico”: existe una Substancia Infinita y Perfecta (etc.) que garantiza que el
conocimiento interno de la mente (pues la mente conoce primariamente sus ideas) es
enteramente adecuado a la externa realidad física. “Dios”, por lo tanto, asegura que hay una
completa “armonía” entre las ideas y las cosas (la res cogitans y la res extensa).

Para estudiar con más detalle el segundo punto del cartesianismo (punto relacionado con el
denominado “problema del mundo externo”) puede consultarse el artículo siguiente:
http://www.lacavernadeplaton.com/articulosbis/conocimiento0809.htm

Recapitulando:

Respecto a Descartes -en el marco de esta asignatura- es importante fijarse más en cuestiones
como la primacía del método, la definición de la verdad como certeza, el conocimiento por ideas
interiores a la mente, etc., que en los asuntos teológicos (es decir, la esencia y la existencia de Dios).
Es cierto que es imprescindible entender bien qué papel desempeña “Dios” en el conocimiento:
según Descartes él es el único fundamento definitivo de la verdad (es decir, de la ciencia físico-
matemática) porque garantiza la armonía y la adecuación de las ideas de la mente con lo que
sucede en la realidad material (en el mundo físico –básicamente procesos causales explicables
cuantitativamente).Por otra parte, hay que aclarar que las tres pruebas de la existencia de Dios
propuestas por Descartes proceden de la teología cristiana medieval, aunque están adaptadas a los
supuestos filosóficos del siglo XVII por lo que al final son otra cosa distinta a la ideada por los
autores del medievo.

Descartes y la moderna tecnociencia

En la sexta parte de su Discurso del método escribe Descartes:

«Pues tales nociones me han hecho ver que es posible lograr conocimientos muy útiles para la
vida y que, en lugar de la filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, se puede encontrar
una filosofía práctica en virtud de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del
aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean con tanta precisión
como conocemos los diferentes oficios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlos de la misma
manera en todos los usos para los cuales son apropiados y convertirnos, de este modo, en dueños y
poseedores de la naturaleza».

Diciendo esto Descartes dio una precisa expresión filosófica a un proceso histórico propio del
mundo moderno: el intento (tan tenaz como en el fondo ilusorio) de dominar y controlar la naturaleza
a través de la alianza entre la ciencia y la técnica (una cuestión esta que está siendo uno de los
principales temas de discusión filosófica en el siglo XX y XXI una vez que han ido emergiendo las
consecuencias negativas de este peculiar “proyecto”). Esta idea, conviene subrayarlo, subyace a las
dos revoluciones industriales que han marcado el modo de producción propio de la modernidad (el
“capitalismo”). Además, implica una entera concepción de la Naturaleza en la que ésta comparece
como una “máquina” (es decir, aparece bajo la pauta de un férreo “determinismo mecanicista” –
convirtiéndola así en un “sistema” enteramente predecible, monótono, calculable de antemano).

Añado el enlace a dos textos en los que desde una óptica contemporánea se abordan distintas
facetas de esta problemática tan compleja y de tanto calado

http://www.lacavernadeplaton.com/histofilobis/histofiloalese1112.htm

http://www.lacavernadeplaton.com/articulosbis/decrecimiento1314.htm

Heidegger expuso en este polifacético fenómeno constitutivo del mundo moderno en un


ensayo titulado “La época de la imagen del mundo”. La “tecnociencia” –sostiene Heidegger- es una
ciencia que en su raíz misma está ya articulada “técnicamente”, es decir: lo técnico marca tanto su
“origen” como su “fin” (Heidegger inició una discusión de esta configuración histórica del
conocimiento en su ensayo “La pregunta por la técnica”). El ensayo de Heidegger titulado "La época
de la imagen del mundo" es complejo porque pretende decir muchas cosas, pero una de las ideas
principales es que en la era moderna el “mundo” se va convirtiendo poco a poco en una "imagen" -
esto tiene un importante punto inflexión cuando triunfa el 'antropocentrismo' pues con éste el mundo
resulta, o eso se cree, "creado" a imagen y semejanza del nuevo "dios": el Hombre, el Sujeto, el
Fundamento; otro punto de inflexión, propio de la modernidad tardía, tiene que ver con lo que
llamamos "sociedad de la imagen", pero este es ya otro asunto que habría que estudiar a fondo,
pues es el mundo en el que vivimos). Dos enlaces con textos sobre estas dos cuestiones:

https://www.lacavernadeplaton.com/histofilobis/heideggertecnica1819.htm

https://www.lacavernadeplaton.com/artebis/imagen1819.htm

http://www.revistadefilosofia.org/index.php/ERF/article/view/240

Respecto al dualismo antropológico cartesiano y su incidencia en la teoría del conocimiento se


ha escrito con lucidez lo siguiente:

«Reconociendo el peligro de exageración , sería posible decir que con el dualismo de


Descartes se nos pierde el cuerpo y se descarna la noción de mente (o alma). Es decir, se pierde el
cuerpo animado, tal como el aristotelismo lo había definido, y que, por lo mismo, tenía innegables
funciones gnoseológicas. Ahora se nos va a ofrecer un cuerpo-extensión (materia física), un cuerpo-
máquina, que puede funcionar tan bien como un reloj, pero que no puede conocer, como el reloj no
conoce la hora que marca. El cuerpo no pasa de ser un compañero de viaje del alma en este mundo,
por lo que el conocimiento es puesto en el haber exclusivo de la mente o la conciencia. Este repudio
cartesiano del cuero va a pesar secularmente sobre la filosofía posterior. Y mucho van a tener que
cambiar la cultura, la filosofía, la gnoseología, la antropología, para que se puede pasar de la
afirmación de que tenemos un cuerpo, a la afirmación de que somos cuerpo. Este cambio de
enfoque ha de esperar al romanticismo. Hacemos a Schopenhauer el precursor, para seguir con
Nietzsche y, sobre todo, con la corriente fenomenológica, donde tienen un puesto de relevancia
Sartre y Merleau-Ponty. La mayor parte de las explicaciones defectuosas de la experiencia con que
nos encontramos en la filosofía moderna tienen su raíz en una insuficiente asunción del cuerpo o,
incluso, en el olvido total del cuerpo» (Sergio Rábade, El conocer humano 1, ed. Trotta, 2003,
páginas 38-39).

Adjunto algunos archivos complementarios respecto al tema sexto.


Un cordial saludo y ánimo en el estudio!!!

Descartes Eduardo Bello 1.pdf


Descartes Eduardo Bello 2.pdf
El racionalismo AEscudero.pdf

GONZALEZ - miércoles, 15 de noviembre de 2023, 09:05

Buenos días.

Profesor, estaba reflexionando sobre las similitudes existentes entre la anámnesis platónica, la
doctrina de la iluminación agustiniana, y el innatismo cartesiano, que, podríamos decir, tienen su
desembocadura lógica en el apriorismo kantiano. Está claro que existen enormes diferencias y que
son precisamente sus particularidades las que mejor las definen y las distinguen. Todo esto me
hacía recordar una frase que escribiste el otro día en uno de los foros: hay un nexo en la historia de
la filosofía que enlaza muchas de las ideas.
Esta conexión me parece muy interesante y se podría desarrollar sobre muchas de las doctrinas
fundacionales de la filosofía.

Un cordial saludo

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - miércoles, 15 de noviembre de 2023, 10:26

Buenos días Marcos, sin duda, ahí tienes una línea subterránea que se puede seguir en sus
variaciones, así que, en efecto, se puede rastrear algo como lo que apuntas. Por recomendar un libro
reciente que tiene interés: "El innatismo (orígenes, variaciones y vitalidad de una idea)" de Guillermo
Lorenzo y Víctor M. Longa, ed. Cátedra. Sólo añadir que Aristóteles marcaría una línea distintas, con
sus propias variaciones. Un cordial saludo!!!

Un apunte sobre Kant/Descartes.

Kant rechazó enteramente el ‘innatismo’ cartesiano (aceptando, eso sí, que en el conocimiento hay
elementos a priori); Kant, pues, tomó nota del cuestionamiento empirista de las ‘ideas innatas’ (clave
de bóveda del ‘racionalismo’). Así pues las formas a priori del conocimiento (ubicadas por Kant en el
‘sujeto cognoscente’ como fundamento del conocer) no son ideas innatas principalmente porque
‘carecen de contenido’ (las ideas innatas de Descartes siempre tenían un ‘contenido’: ideas
matemáticas, la idea de substancia, etc.). Por este motivo Kant combinó elementos del racionalismo
(lo a priori del conocer) y del empirismo (la necesidad de factores ‘sensibles’ sin los cuales el
conocimiento se movería en el aire y perdería toda concreción).

Re: Consultas Tema 6


de ANTONIO RODRIGUEZ MARTINEZ - lunes, 20 de noviembre de 2023, 18:26

Buenas tardes profesor,

Dos dudas : En sus apuntes utiliza indistintamente "substancia" y "sustancia". ¿Hay alguna
diferencia?.Segunda pregunta, lo que Descartes entiende como modos, son una expresión del
atríbuto? ¿Se puede aprehender el atributo directamente desde la rzón especulativa? . Existe un
conocimiento intuitivo "noético " propio a las res cogitans?
Saludos y gracias

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - lunes, 20 de noviembre de 2023, 19:08

Buenas tardes Antonio, vamos con tus dudas, que tienen enjundia.
El término latino que emplea Descartes es ‘substantia’ (y cuando escribe en francés: ‘substance’). Ya
en castellano –el del siglo XX- se escribe tanto ‘substancia’ como ‘sustancia’. Y no hay más aquí,
esto es todo. La expresión latina ‘substancia’ significa: lo que está debajo, o sea, lo que subyace, lo
que soporta algo (ya si vamos al griego encontramos más problemas y dificultades serias, pues, si
nos fijamos en Aristóteles, resulta todo muy complicado: ousía, hypokeimenon, etc. –omito entrar en
esto aquí, que es un lío enorme; en todo caso, en el trasfondo de los cambios semánticos –explícitos
en las traducciones, pero también en la ‘reutilización’ de vocabulario heredado- lo que hay son las
profundas e implícitas mutaciones en el ‘sentido del ser’ que rige de antemano en una época del
mundo).
La idea de atributo –y el contenido de esa idea- es una idea innata, por eso mismo la razón (o el
entendimiento) lo capta intuitivamente con total evidencia y certeza (Descartes insiste en este punto:
sólo las ideas innatas son plenamente ‘claras y distintas’, y, por eso, sólo ellas están implicadas en el
conocimiento en sentido estricto). Y ya sobre el trasfondo del atributo –‘extensión’ como magnitud
tridimensional, por ejemplo- se presentan los modos de éste.
Por último, Descartes afirma una y otra vez que la ‘res cogitans’ es captada intuitivamente (en la
reflexión de los actos de conciencia sobre los actos de conciencia: en la auto-reflexión o conciencia
de sí mismo del yo). Esta captación es tan cierta y segura –eso sostiene Descartes- que es la
primera verdad de la metafísica: ‘ego sum: res cogitans’ (no es la ‘verdad última’, pero sí la verdad
primera, la que inicialmente despeja la duda radical con la que comienza la filosofía cartesiana).
Sobre este asunto es importante leer la segunda de las ‘Meditaciones metafísicas’, por ejemplo.

Se puede añadir a lo anterior un conjunto de precisiones y complementos:

a) En el vocabulario cartesiano los términos ‘substantia’(latín) y ‘substance’ (francés) son


estrictamente sinónimos de ‘res’ (latín) y ‘chose’ (francés).

b) En Descartes sucede que una idea es declarada ‘innata’ cuando es ‘clara y distinta’ (y viceversa:
cuando es ‘clara y distinta’ se la declara ‘innata’); hay aquí, pues, una circularidad completa; por eso
las ideas que no son abordadas como ‘innatas’ son aquellas que en distintos grados resultan
‘oscuras y confusas’.

c) El rechazo del innatismo cartesiano lo tenemos, en primer lugar, en el empirismo inglés, por
ejemplo, cuando Locke compara a la ‘mente’ con una ‘tabula rasa’ –es decir, con un ‘papel en
blanco’; en segundo lugar, Kant también rechaza el innatismo cartesiano: aunque admite elementos
a priori en el conocimiento subraya que son elementos formales, es decir, ‘vacíos de contenido’ (las
ideas innatas de Descartes, en cambio, se definen siempre por un ‘contenido representativo’).

Y esto es lo principal sobre lo que planteas. Un cordial saludo!!!

Re: Consultas Tema 6


de ANTONIO RODRIGUEZ MARTINEZ - viernes, 24 de noviembre de 2023, 18:40

Buenas tardes profesor,


Vivamente impresionado por la personalidad de Spinoza y su fuerza interior para sostener su
filosofía y la enorme dificultad con la que debió vivir, qué libro me recomendaría sobre la articulación
de su vida y si filosofía.
Gracias. Saludos
Re: Consultas Tema 6
de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - sábado, 25 de noviembre de 2023, 11:07

Buenos días Antonio, en efecto, Spinoza es una de las joyas secretas de la filosofía moderna, uno de
los autores más importantes de este periodo; en el siglo XX, y no es casualidad, hay una renovada y
amplia reapropiación, en muchas direcciones, de sus logros filosóficos, que son muchos (en el
Programa de esta asignatura estudiamos preferentemente a Descartes, pero sólo por ser el iniciador
del racionalismo -de Spinoza se podrían extraer enseñanzas enormemente relevantes para una
teoría del conocimiento que no las encontramos en el cartesianismo, mucho más simplón). Cuando
era estudiante me deslumbró el libro de Gilles Deleuze 'Spinoza y el problema de la expresión' (libro
que, eso sí, ya requiere unos ciertos conocimientos avanzados sobre Spinoza, no vale como
'introducción'); también el libro de Pierre Macherey 'Hegel o Spinoza es estupendo. En fin, un filósofo
enormemente relevante y del que aún tenemos mucho que aprender. Adjunto unos pocos textos
sobre su impresionante obra. Un cordial saludo!!!
Espinosa Rubio Luciano Spinoza versión general.pdf
Martinez Francisco Jose - Spinoza En Su Siglo.pdf
Moreau Pierre Francois - Spinoza Y El Spinozismo.pdf
Tatian Diego - Una Introduccion A Spinoza.pdf

Re: Consultas Tema 6


de IGNACIO GIMBEL URBANEJA - martes, 5 de diciembre de 2023, 16:20

Buenas tardes profesor,

Acabo de terminar con el tema 6. Voy al grano, tengo 1 pregunta. Mas que pregunta es mas una
reflexion de barra de bar, pero me lanzo.

Sobre Leibniz. Mantiene la tesis de que la realidad actual no es una necesidad, si no la mejor de las
realidades posibles. Adicionalmente a las explicaciones sobre las mónadas y la armonia establecida,
no he dejado de relacionarlo con la física cuántica. En ella, si no me equivoco, el estado real de las
particulas no se puede conocer hasta que se observa. Anteriormente al momento de observación
solo podemos representar su estado en un conjunto de todos los estados teoricamente posibles, los
cuales se cuantifican en una "funcion de onda", y solo con la observacion se nos revela el estado
real, esto es, la mejor de las realidades posibles, como decia Leibniz.

¿Estoy asociando temas que no tienen nada que ver?

Si resulta que hay alguna relación, entonces me surge la pregunta: ¿la ciencia actual, como la fisica
cuantica, debe en parte su existencia a aquellas intuiciones que se dieron 300 años antes como la de
Leibniz, o es independiente? Bajo mi punto de vista, muy ignorante en su mayor extensión, estoy
comenzando a intuir un parmenídeo "nada surge de la nada".

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - martes, 5 de diciembre de 2023, 17:22

Buenas tardes Ignacio:

Dos cuestiones a propósito de lo que expones, que, desde luego, tienen interés pues tocan temas
relevantes que hay que abordar:

En primer lugar, respecto a la física cuántica había que separar enteramente la cuestión del
‘indeterminismo’ (parcial) respecto de las partículas elementales de una tesis gnoseológica más o
meno idealista (según la cual se afirma, sin más, que es el ‘sujeto’ cognoscente el que ‘construye’ el
objeto conocido –lo cual ya son palabras mayores). Caben, pues, versiones ‘realistas’ del principio
de indeterminación de Heisenberg (en las que no se acepta, entonces, ese idealismo más o menos
implícito en muchas consideraciones precipitadas sobre unos cuantos temas –es obvio que esto es
un amplio tema de debate que no se puede zanjar fácilmente). Que en el conocimiento de todos los
estratos del orden físico intervenga un ‘observador’ –el cual está definido desde unas coordenadas y
un sistema referencial- no implica que éste sea el protagonista de lo que sucede en lo conocido. Así
que, al menos, para empezar, habría que deslindar estas dos cuestiones (en la exposición que
propones aparecen juntas, como si tuvieran un encadenamiento obvio y no problemático –pero sí
encierran unos cuantos problemas que hay que exponer con un bisturí). Una lectura estimulante
sobre estos temas: Lee Smolin.

En segundo lugar, Leibniz era un autor enteramente ‘realista’ que en ningún caso aceptaría una
versión idealista de la determinación de los fenómenos físicos. Por otro lado, el asunto leibniciano
del ‘mejor de los universos posibles’ nada tiene que ver con la física cuántica y sí con una discusión
directa con Newton (adjunto un libro que expone con detalle los términos de este debate de altura en
el centro de la física del siglo XVII, y merece mucho la pena adentrarse en esos vericuetos para ver
qué sucedía en la física moderna; aunque Newton es un científico más célebre realmente Leibniz era
bastante más perspicaz en muchos temas relevantes y, por lo tanto, no tiene nada que envidiarle, al
contrario).

Y ya respecto a Parménides: el asunto que éste plantea no es una cuestión ‘genética’ (relacionada
con la ‘génesis’ –con la cosmogénesis, por así llamarla) sino una cuestión ‘sincrónica’ (es ahí donde
tiene sentido la primacía –la aprioridad- del ser-uno –esférico, finito- respecto a la multiplicidad
cambiante de lo real).

Un detalle más sobre Leibniz: este inauguró una tesis ‘perspectivista’ (cada ‘mónada’ tiene una
perspectiva parcial sobre la totalidad –y entre ellas hay una peculiar ‘convergencia’) que más tarde,
con nuevos matices, encontramos en Nietzsche y Ortega. Una buena exposición de este tema se
puede encontrar en el libro ‘El Pliegue (Leibniz y el Barroco)’ de Gilles Deleuze.

Y esto, con brevedad, es lo que puedo comentar sobre lo que has expuesto, unos cuantos asuntos
bien complicados. Un cordial saludo!!!

Krauss Lawrence M - Un Universo De La Nada.pdf


La polémica Leibniz Clarke Libro completo.pdf
Lindley David Incertidumbre Einstein Heisenberg Bohr y la lucha por el alma de la ciencia ed.
ariel.pdf
Martinez Marzoa Felipe - Calculo Y Ser - Aproximacion A Leibniz.pdf
Re: Consultas Tema 6
de IGNACIO GIMBEL URBANEJA - martes, 5 de diciembre de 2023, 20:09

Muchisimas gracias por la respuesta tan precisa y aclaratoria, asi como por las lecturas añadidas.
Cada cuestión queda en su sitio y tomo nota de las correcciones. Saludos!

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - miércoles, 6 de diciembre de 2023, 10:00

Gracias a ti Ignacio por compartir lo que has cavilado al realizar tu lectura del tema de Leibniz, un
cordial saludo y ánimo con el estudio!!!

Un punto más: frente al espacio y el tiempo ‘absolutos’ postulados por Newton ya Leibniz afirmaba
que ambos no son nada ‘absoluto’ sino dos órdenes de relaciones de los fenómenos (Kant seguirá
esta senda, la cual, ya con la física einsteniana del siglo XX, tendrá nuevos matices –pero siempre
bajo la tesis del espacio y el tiempo como orden relacional).

Polémica físico metafísica entre Leibniz y Newton resumen.pdf

Re: Consultas Tema 6


de MARIA PILAR TORRUBIA ATIENZA - sábado, 9 de diciembre de 2023, 20:42

Buenas tardes. Me han surgido algunas dudas con este tema.


En Spinoza no consigo distinguir modo y atributo.
En Leibniz la diferencia entre percepción, apercepción y apetición.
Espero que me lo aclaren.
Gracias

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - domingo, 10 de diciembre de 2023, 10:03

Buenos días Pilar, vamos con tus dudas.


En primer lugar, en este tema el autor en el que tienes que concentrar tu estudio es Descartes (no
porque sea más o menos ‘importante’ que los demás, sino porque fue el pionero del racionalismo); la
mención a Spinoza o Leibniz, pues, en el conjunto del tema, es ‘secundaria’ (realmente una
exposición amplia y suficiente de ambos autores tendría que ser muchísimo más elaborada, lo poco
que aparece en el tema son apenas unas pinceladas).
Un par de notas sobre lo que planteas. Para que veas la diferencia entre atributo y modo en Spinoza
un ejemplo; el ejemplo lo tomaré de Descartes pero aproximadamente vale para Spinoza. Partimos
de la ‘extensión’ (magnitud tridimensional espacial) como atributo de la ‘substancia física’ (el mundo
externo en Descartes), pues bien: las figuras geométricas (un triángulo, un cuadrado, un cubo) son
modos del atributo extensión (la extensión es algo amplio supuesto en una multiplicidad de modos
distintos –en el ejemplo, las figuras geométricas); y esto puede ser trasladado a Spinoza (un atributo
es lo que admite dentro de sí una multiplicidad amplísima de ‘modos’ –los cuales dependen del
atributo pues salen de él). En Leibniz la ‘mónada’ (unidad básica) la apercepción es la ‘conciencia de
sí misma’ (su captarse a sí misma); la percepción es la captación desde los cinco sentidos (ver una
mesa o un árbol); la apetición es la inclinación que nos lleva a desear algo. Y esto es lo principal. Un
cordial saludo!!!

Re: Consultas Tema 6


de MARIA PILAR TORRUBIA ATIENZA - miércoles, 13 de diciembre de 2023, 19:12

Muchas gracias por la aclaración

Re: Consultas Tema 6


de DANIEL LAMAS NOVOA - domingo, 31 de diciembre de 2023, 20:27

Buenos días y feliz fin de año.

Profesor, tengo 2 dudas concretas sobre este tema.

No entiendo la diferencia que se hace entre los aristotélico-escolásticos y descartes cuando se habla
de la substancia de Dios. Se dice en los apuntes que para ambos la substancia es un término
análogo. Para Descartas la substancia divina es el analogado principal y las creadas los
secundarios. Esto lo entiendo. Lo que no entiendo es por que para los aristotélico-escolásticos es al
revés. (quizás esta pregunta encajaría mejor en el foro de escolástica)
La otra pregunta es sobre la verdad como adecuación. Al principio del tema se dice que descartas
rechaza no solo la tesis tradicional de verdad como adecuación, sino que considera la verdad como
certeza y evidencia. Sin embargo, cuando se habla de la res Infinita, se dice que el papel
fundamental de esta en el conocimiento es precisamente adecuar el conocimiento de la res extensa
en la res cogitans. ¿El concepto tradicional de adecuación no es el que usa después Descartes? ¿En
que se diferencian?

Un saludo

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - martes, 2 de enero de 2024, 09:03

Buenos días Daniel, feliz año nuevo!!! Vamos con estas dos dudas, muy interesantes para
comentar pues permiten introducir una serie de aclaraciones relevantes.
Entre Santo Tomás (y su teología con fuente aristotélica –aunque con algunos elementos platónicos
también) y Descartes hay un punto de coincidencia: ambos recurren a ‘Dios’ atribuyéndole el papel
de ente supremo, de fundamento, del absoluto sobre el que todo se sostiene. Pero, más allá de esto,
las diferencias son abismales: las mismas que separa la fase final de la Edad Media del comienzo de
la Modernidad (en el alba de la modernidad, en el siglo XVII, subsistieron planteamientos
teocéntricos, pero estos, poco a poco, en el siglo XVIII fueron siendo sustituidos por un pujante
antropocentrismo que tiene en Kant un decisivo punto de inflexión). En Descartes ‘Dios’ (la
substancia infinita y perfecta) tiene el papel de justificar y garantizar la validez universal y necesaria
de la física matemática-moderna (es ciencia a la que el propio Descartes contribuyó de un modo
importante y que culminaría con Newton y Leibniz). Esto es muy distinto de lo que encontramos en
Santo Tomás (donde ‘Dios’ es el puntal de un universo religioso, principalmente). Sin embargo, el
papel de la ‘analogía’ no es aquí lo que marca una distinción relevante entre el tomismo y el
cartesianismo: en las doctrinas que pone el acento en la ‘analogía’ (puesto que suponen siempre un
dualismo jerárquico) siempre hay una ‘analogado’ supremo al que está subordinada toda entidad que
se considera ‘inferior’. Hay aquí, dentro del racionalismo del siglo XVII, un debate muy importante: la
refutación que Spinoza emprender respecto al cartesianismo; lo que –argumentado de un modo
enormemente riguroso y coherente- afirma Spinoza es que Descartes aunque aluda a una presunta
‘analogía’ está empleando el concepto de ‘substancia’ de un modo equívoco: si una substancia se
define por su ‘subsistencia independiente’ sólo se puede aplicar propiamente al ente supremo, por lo
que es confuso llamar substancias a la res cogitans y la res extensa (pues en modo alguno son
‘auto-suficientes’ si nos atenemos al modo en que Descartes las presenta). Hay aquí, pues, un
asunto clave en el racionalismo que habría que exponer, comentar y debatir de un modo muy
minucioso.

El asunto de la verdad se plantea en Descartes en los términos siguientes: por un lado hay una
primacía de la ‘certeza’ (la evidencia intuitiva de las ideas claras y distintas; los modelos de lo cierto y
lo evidente son dos: la autoconciencia explicitada en el ‘ego cogito’ y, como siempre en Descartes, la
omnipresencia del conocimiento matemático –no se olvide la importante contribución cartesiana en
este terreno: la geometría analítica, un hallazgo clave en la historia de esta disciplina). La primacía
de la ‘certeza’ (la cual implica que sólo es conocimiento lo que resulte ‘infalible’ –y, por eso, algo
blindado ante todo intento de enmienda o rectificación) es tan nítida que constituye la primera de las
reglas del método (un método que, por cierto, está obtenido, también, a partir de la consideración de
cómo se opera en el conocimiento matemático). Pero la verdad, además de la evidencia intuitiva de
las ideas claras y distintas (las ideas innatas) tiene otra dimensión: la adecuación; hay que subrayar
que la posición –no exenta de enormes dificultades, por otro lado- de Descartes es un
‘representacionismo gnoseológico’ según el cual lo único conocido de modo directo e inmediato para
el ‘ego cogito’ son sus propias ideas (internas, intramentales). Las ideas, pues, tienen siempre un
‘contenido representativo’: son un reflejo de algo anterior (en el conocimiento físico son un reflejo de
la ‘res extensa’, la realidad material organizada según el espacio como magnitud tridimensional). Sin
embargo –y aquí hay que leer atentamente la tercera de las ‘Meditaciones metafísicas’- el ego cogito
–encerrado en sus ideas- es, por su finitud, incapaz de garantizar que a sus ideas internas les
corresponde algo ‘exterior’. Para evitar esta deriva ‘solipsista’ –que arrojaría por la borda todo lo que
Descartes pretende: refutar el escepticismo, es decir, atajar la duda de un modo definitivo- el ‘ego
cogito’ tiene que buscar un ente que siendo una idea en él no pueda provenir de él y, por eso,
implique que hay algo previo que, precisamente, tiene que cumplir el papel de garantizar que las
representaciones internas son además de evidentes y ciertas también ‘adecuadas’. Por lo tanto,
como conclusión, en Descartes la verdad es tanto certeza como adecuación (con una peculiar
primacía de la primera, pero sin volver por ello irrelevante la segunda).

Y esto es, muy resumido, lo principal sobre lo que has preguntado. Un cordial saludo y ánimo en el
estudio!!!
Las ‘Meditaciones metafísicas’ de Descartes (publicadas en 1641) fueron incluidas en el índice de
libros prohibidos en 1693 (y tiempo después sucedió lo mismo con el ‘Discurso del método’). Lo cual
muestra su distancia con el tomismo medieval, etc. Si Descartes, por otro lado, vivió en Holanda era
porque allí podía desarrollar su tarea científica y filosófica en un ambiente tranquilo y propicio, algo
muy difícil en la Francia del siglo XVII. Un libro reciente sobre estos temas es el del profesor Pedro
Lomba, titulado ‘Teo-racionlismo (ensay sobre la metafisica de Cartesio)’, ed. G. Escolar, 2023.
Lomba Pedro la doctrina cartesiana de la substancia.pdf
Rodríguez Ramón Correlacionismo fenomenologia y nuevo realismo.pdf
Rodríguez Ramón Nota sobre el nuevo realismo.pdf

Re: Consultas Tema 6


de ANTONIO RODRIGUEZ MARTINEZ - sábado, 13 de enero de 2024, 13:08

Buenos días Alejandro,


En su texto sobre el racionalismo, en concreto en el epígrafe sobre el dualismo de Descartes,
menciona un artículo sobre el tema que no consta como subid. Podría adjuntarlo, por favor. Me
interesa mucho leerlo. Gracias
Saludos

Re: Consultas Tema 6


de ANTONIO RODRIGUEZ MARTINEZ - sábado, 13 de enero de 2024, 13:16

Otra petición, profesor:


Según Spinoza sólo tenemos acceso a dos de los atributos de la divinidad: entendimiento y
extensión. Cómo ha demostrado Albiac, Spinoza conocía muy bien la sabiduría de la Cábala. Podría
decirse ,siguiendo la doctrina de las 10 sefirots o dimensiones de lo real , que podría haber alguna
relación con lo propuesto por Spinoza. ? Ya que la mayoría de esas dimensiones no pueden
aprehenderse sólo desde el pensamiento ( Bina) y la materia ( Maljut). Gracias por su atención

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - domingo, 14 de enero de 2024, 10:05
Buenos días Antonio, el dualismo antropológico de Descartes (la tesis de que somos esencialmente
una 'mente' que tiene accidentalmente un 'cuerpo' que utiliza como un instrumento) ha tenido una
enorme influencia en el mundo moderno (aunque es cierto que ya Spinoza inició su cuestionamiento
y que en el siglo XX distintos autores han buscado alternativas al mismo que restauren la 'unidad'
compleja de la existencia humana) -cabe destacar aquí a Merleau-Ponty, entre muchos otros). Te
adjunto un par de textos sobre el tema (enormemente amplio y con muchísimas investigaciones
realmente fascinantes).
Respecto a la profunda oscuridad y confusión propia del fenómeno de la mente y lo mental es
recomendable la lectura del libro clásico de Gilbert Ryle titulado 'El concepto de lo mental' (algunas
de cuyas ideas fueron también desarrolladas por Wittgenstein). Por último: actualmente una corriente
llamada 'enactivismo' desarrolla todas estos planteamientos a través de lo que denomina 'cognición
encarnada' (en la que se rechaza la tesis 'cartesiana' de las representaciones mentales internas
como elemento central de la cognición).
Un cordial saludo!!!
En el libro 'Hojas de ruta' (en mi página web en academia.edu) hay un capítulo sobre el tema.
Battan Ariela filosofia del cuerpo filosofía del alma.pdf
Daturi D E Merleau-Ponty y el cuestionamiento de la metafísica del sujeto.pdf
García Esteban Existir corpóreo sujeto moderno Merleau Ponty.pdf
Garcia Esteban Merleau Ponty Filosofía Corporalidad Percepción.pdf

Re: Consultas Tema 6


de ALEJANDRO ESCUDERO PEREZ - domingo, 14 de enero de 2024, 10:08

Buenos días Antonio, aunque es cierto que Spinoza conocía la cábala él niega expresamente que le
influyera positivamente en su libro 'Tratado teológico-político'; aún así es un asunto controvertido. En
el texto que te adjunto, en la página 174, se menciona el tema por el que preguntas. Un cordial
saludo!!!
Tatián Diego Spinoza disidente.pdf

La moderna teoría del conocimiento y el problema del mundo externo


AlejandroEscuderoPérez

(UNED). Abril de 2009.

Introducción

En el siglo XIX fraguó una interpretación de la filosofía en la que se entendía que el logro específico de
la era moderna frente al pensamiento griego y medieval consistía en haber dado forma, por distintas vías, a una
“teoría del conocimiento”. Con razón, pues, J. L. Blasco afirma: «La Teoría del Conocimiento resulta ser casi
identificable con la “filosofía moderna”: es un tópico decir que la modernidad consiste, filosóficamente
hablando (y simplificando) en anteponer el problema del conocimiento al problema del ser, o de la realidad, o
de la naturaleza o del mundo» (J. L. Blasco, "Metafísica y teoría del conocimiento", Anales del seminario de
metafísica, número extra, 1992, pg. 212).

El conocimiento se entiende, en general, como algo constituido por tres términos: un sujeto, un objeto y
su relación. Johannes Hessen en un libro publicado en 1926 lo explicaba así: «En el conocimiento se hallan
frente a frente la conciencia y el objeto, el sujeto y el objeto. El conocimiento se presenta como una relación
entre estos dos miembros, que permanecen en ella eternamente separados el uno del otro. El dualismo de sujeto
y objeto pertenece a la esencia del conocimiento» (Teoría del conocimiento, ed. Espasa Calpe, 1991, p. 58).
Cuando se sostiene que el elemento protagonista es el sujeto cognoscente se define una posición “idealista” en
la cuestión del conocimiento; cuando se atribuye el papel protagonista al objeto se formula una posición
“realista” en este campo temático. Manuel Trevijano lo expone así: «En todo conocimiento hay un sujeto
cognoscente y un objeto conocido. Se trata de una relación entre los dos: ¿de qué tipo? Se pueden dar dos
interpretaciones extremas que graficamos así: S → O y S ← O. En la primera, idealismo, es el sujeto el que
crea o construye el objeto … En la segunda es el objeto el que domina la relación» (En torno a la ciencia, ed.
Tecnos, 1994). En todo caso, sea cual sea la posición finalmente adoptada, se erige en fundamento de la
relación cognoscitiva aquel elemento que sea considerado independiente y autosuficiente; el otro elemento, a su
vez, es entendido como dependiente, por sí sólo insuficiente, es decir: fundamentado (establecido en su
consistencia desde y por el fundamento). Tenemos, pues, como descripción del conocer lo siguiente: primero se
afirma una escisión entre dos elementos (sujeto/objeto) y, después, se sostiene que desde uno de ellos se
construye el puente que, finalmente, une las dos orillas previamente separadas, distanciadas y aisladas (la
escisión inicial, por lo tanto, se resuelve estableciendo entre sus términos una jerarquía, un vínculo de
fundamentación).

Desde estas coordenadas se pretende abordar el problema de la verdad, de la verdad del conocimiento,
concebida como su “objetividad” (es “verdadero” únicamente el “conocimiento objetivo” –ante lo que cabe
inquirir ¿qué significa exactamente este término?-). Pero la cuestión, la dificultad recurrente, obsesiva, es ésta:
si el Sujeto, por definición, está escindido y separado del Objeto ¿Cómo lo alcanza? ¿Cuál es el origen y
fundamento del posible “puente” entre esas dos orillas? Etc. Insistimos en que es en este punto preciso donde
adquieren sentido los dos tipos generales de solución que a este respecto se proponen: las “idealistas” y las
“realistas”; para los primeros tanto las condiciones de la validez del conocimiento como su fundamento recaen
exclusivamente en el Sujeto, para las segundas, en cambio, en el Objeto (en la “realidad substancial” sería mejor
decir). Un esclarecedor texto de Husserl recapitula lo que estamos diciendo y nos permite, además, poner de
relieve la vertiente del tema que pretendemos afrontar:

«El conocimiento, en todas sus formas, es una vivencia psíquica; es conocimiento del sujeto que conoce.
Frente a él están los objetos conocidos. Pero ¿cómo puede el conocimiento estar cierto de su adecuación
a los objetos conocidos? ¿Cómo puede transcenderse y alcanzar fidedignamente los objetos? Se vuelve
un enigma el darse de los objetos de conocimiento en el conocimiento, que era cosa consabida para el
pensamiento natural. En la percepción, la cosa percibida pasa por estar dada inmediatamente. Ahí, ante
mis ojos que la perciben, se alza la cosa; la veo; la palpo. Pero la percepción es meramente vivencia de
mi sujeto, del sujeto que percibe. Igualmente son vivencias subjetivas el recuerdo y la expectativa y
todos los actos intelectuales edificados sobre ellos gracias a los cuales llegamos a la tesis mediata de la
existencia de seres reales y al establecimiento de las verdades de toda índole sobre el ser. ¿De dónde sé,
o de dónde puedo saber a ciencia cierta yo, el que conoce, que no sólo existen mis vivencias, estos actos
cognoscitivos, sino que también existe lo que ellas conocen, o que en general existe algo que hay que
poner frente al conocimiento como objeto suyo?» (La idea de la fenomenología, FCE, pg. 29).

Resulta interesante reparar en cómo presenta el asunto general, además se ve aquí con nitidez que un aspecto
esencial del problema del conocimiento (de la verdad y el fundamento del conocimiento), lo constituye
precisamente el problema del “mundo externo”, es decir la cuestión de su “existencia” o de su “realidad”. ¿Hay
una “realidad extramental”? ¿Cómo lo “extramental” alcanza a lo mental? ¿Vive el Sujeto cognoscente
encerrado en sus internas representaciones o algunas de ellas alcanzan lo que está situado “fuera” de ellas? Etc.
Vemos así que implícitamente se superponen aquí un conjunto de dualismos (inseparables en el fondo de la
moderna teoría del conocimiento): el dualismo de lo interno (o inmanente) y lo externo (o trascendente), la
dualidad de lo psíquico y lo físico (entendidos como las dos principales clases de realidad); estos dualismos se
completan con la introducción del tiempo y el espacio: lo externo y físico se muestra como “espacial” (como
“siendo en el espacio”) y lo interno y psíquico como “temporal” (algo que solamente “ocurre en el tiempo”).

Para llevar a cabo examen detallado de este magma temático y problemático expondremos cómo dos
eminentes filósofos de la edad moderna -Descartes y Kant- han planteado e intentado solucionar el “problema”
al que nos estamos refiriendo. Ambos afirman que, en efecto, existe un “mundo externo”: el conocimiento
verdadero es aquel al que precisamente le corresponde una realidad exterior a la realidad interna o inmanente
del cognoscente (a sus “representaciones” –ubicadas en sus facultades-). ¿Qué nos dicen sobre el “mundo
externo” ambos clásicos de la filosofía? Es lo que abordaremos en el primer apartado del artículo.
Ahora bien, ¿con qué objetivo principal traemos a colación todo lo anterior? Con el propósito de
deconstruirlo. Nuestra meta será, pues, negar que estemos aquí ante un conjunto de cuestiones legítimas que
requieran o reclamen ser seriamente enfrentadas. Este intento de deconstrucción incluye, por otro lado, poner
fuera de juego la serie de dualismos que hemos mencionado (sujeto/objeto, interno/ externo, psíquico/físico,
tiempo/espacio, etc.). La segunda parte del artículo dará unos pocos pasos en esta dirección.

1.- Pero, ¿existe real y verdaderamente el mundo externo?

En la estela de la moderna Física-matemática una importante tradición filosófica, ejemplificable en R.


Descartes e I. Kant, considera, en primer lugar, que la existencia del “mundo externo” es dudosa e incierta.
Debe, entonces, ser probada para poder ser legítimamente afirmada. Descartes –por la vía de un realismo de
fundamento teológico- y Kant –por el camino del idealismo transcendental en el que el Sujeto humano se alza
con un entero protagonismo- han formulado una demostración que cree haber solucionado el problema de un
modo firme y definitivo.
Veamos cómo estos dos eminentes filósofos de la edad moderna han planteado y solucionado el problema al
que nos estamos refiriendo. ¿Qué sostienen sobre el “mundo externo” y su “existencia” cada uno de ellos?

1.1. Descartes y el mundo externo

En primer lugar, ¿cómo se plantea la cuestión del “mundo externo” en las Meditaciones metafísicas de
Descartes? En el tratado de 1641, y es lo que a continuación expondremos, se presentan dos pruebas -muy
distintas en su rango, sentido y alcance- de que hay un mundo “fuera de mí”, exterior y distinto a la mente y sus
internas representaciones, las “ideas” de las que tengo indudablemente conciencia.

Como tarea general Descartes se propone, en consonancia con la revolución científica iniciada en el
Renacimiento y a la que él mismo contribuyó, proporcionar un nuevo fundamento al conocimiento científico
que por entonces despuntaba. Su objetivo era «... empezar de nuevo, desde los fundamentos, si quería establecer
algo firme y constante en las ciencias». El conjunto del saber, que Descartes concebía como un único y
sistemático encadenamiento de verdades, necesita reposar sobre bases sólidas. Así el proceso de duda
desarrollado en la primera de las seis “meditaciones” tiene como horizonte el hallazgo de alguna verdad
inconmovible que sirva de punto de partida para cimentar una Metafísica, un conocimiento que actúa como la
raíz del árbol de la ciencia. La duda afecta, por un lado, a los sentidos y, con ellos, al mundo sensible de la
experiencia ordinaria, y, por otro lado, al entendimiento, y, por lo tanto, al mundo inteligible presuntamente
conocido en su esencia misma por la ciencia físico-matemática (o sea, la duda se dirige a socavar las dos
principales facultades del cognoscente).

Sólo después de poner en duda todo lo que hasta ahora se daba por válido en la meditación segunda se
alcanza y formula la primera verdad que no admite ningún género de duda: la conciencia del yo que se piensa y
que, en esa misma medida, existe como una substancia con ideas (una mente con facultades). La primera certeza
es, pues, la de la substancia pensante y sus ideas (unas ideas sobre cuyo alcance cognoscitivo aún no se puede
afirmar nada). De éstas afirma que «... unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y oriundas de fuera, y
otras hechas e inventadas por mí»; así, y veremos luego la relevancia de esta clasificación, hay ideas del
entendimiento (representaciones innatas), de la sensibilidad (ideas adventicias, se las llama en el Discurso del
método) e ideas de la imaginación (ideas facticias). En este punto es importante destacar lo siguiente: según
Descartes lo único que puede captar la mente son sus ideas y nada más que éstas; la mente, entonces, está
encapsulada en sus ideas –unas ideas provistas a su vez de un “contenido representativo” (una “realidad
objetiva” en el vocabulario cartesiano)-.

En la tercera meditación, una vez que se define lo cierto y verdadero como lo claro y distinto y se
demuestra la existencia de Dios como garantía de toda verdad y como ente supremo del que todo depende
causalmente, se presenta la primera y fundamental prueba de que, en efecto, existe un “mundo externo”. Ya en
la meditación anterior, y al hilo del análisis de un “pedazo de cera”, se había concluido «que los cuerpos no son
propiamente conocidos por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino por el entendimiento sólo, y que no
son conocidos porque los vemos y los tocamos, sino porque los entendemos o comprendemos por el
pensamiento...». ¿Qué es, pues, lo que se concibe de los cuerpos –de lo externo a una mente encerrada en sus
ideas- con claridad y distinción? En primera instancia un atributo fundamental o una propiedad esencial: la
“extensión” (el espacio como magnitud tridimensional), una idea innata del entendimiento. No sólo existe,
como se probó en la meditación segunda, la sustancia pensante, sino también la sustancia extensa: los cuerpos
externos, unas porciones de materia definidas por propiedades matematizables como la figura y el movimiento y
explicados bajo férreas leyes causales (se dibujan así las coordenadas básicas del mecanicismo determinista
cartesiano). Y con esto ¿qué ha sido probado? Nada menos que la realidad de verdad de lo conocido por la
física matemática, gracias a la cual accedemos a la esencia del mundo, al único mundo verdadero (un mundo
inteligible, suprasensible, inmutable, necesario –regido por leyes mecánicas).
Al llegar a este punto, una vez establecida la distinción real de esas dos sustancias, Descartes ha logrado
ya su principal objetivo filosófico. Lo que no evita que, en la sexta meditación, nos ofrezca otra prueba respecto
a la existencia de “otro mundo externo”. ¿De qué se trata en esta segunda demostración? Sobre todo de
averiguar respecto a las ideas adventicias, las ideas de la sensibilidad -que abarcan sensaciones y sentimientos-
lo siguiente: ¿Poseen algún correlato real? ¿Representan adecuadamente el mundo externo tal y como este es
“en sí mismo” (con independencia del cognoscente)? Si en la meditación tercera se decía que la mente
encuentra ideas que “parecen extrañas y oriundas de fuera” la meditación sexta se encarga de confirmar este
aserto: en efecto, esas ideas, se argumenta aquí, provienen de fuera de la mente, es decir, tiene su origen –y su
causa- en el mundo exterior. Ahora bien, no por eso -y frente a lo que después, por ejemplo, defenderá Locke y
el empirismo inglés-, merecen algún tipo de crédito cognoscitivo: la sensibilidad, a diferencia del
entendimiento, es irremediablemente el dominio de lo oscuro y lo confuso. Las ideas adventicias no informan
en modo alguno de la verdadera esencia de los cuerpos, por lo que el mundo externo sensible del que dan
noticia no deja de ser un mundo aparente (insustancial, inconsistente), pues en el fondo se resiste a ser
matematizado, a ser conocido bajo la transparente cuadrícula de lo claro y distinto. Esto no significa, explica
Descartes, que la sensibilidad nos engañe sistemáticamente y que Dios, malévolamente, nos haya dotado de una
facultad enteramente absurda y embaucadora: sus datos o noticias deben aceptarse, eso sí, con precaución y sólo
en el restringido círculo de la vida diaria, cuando intentamos evitar lo perjudicial y buscar lo conveniente. La
sensibilidad –como facultad de la mente-, es apta para llevar a cabo su cometido, aunque nos confundiríamos si
le atribuyésemos un alcance propiamente cognoscitivo del que por entero carece.

Resumiendo, en Descartes encontramos dos pruebas de la existencia del mundo externo: una atañe al
mundo inteligible explicado por la física mecanicista (un mundo distinto e independiente del yo cognoscente
que es el único que merece el nombre de mundo “real y verdadero”); otra prueba alude al mundo sensible con el
que tratamos en la vida ordinaria y que causa en nosotros, a través del cuerpo y sus órganos sensoriales,
diferentes ideas adventicias (la “existencia” de este “mundo” es a lo sumo probable –o sea en el fondo: incierta).
Descartes, así, promueve un enorme descrédito respecto a las ideas de la facultad sensible: ésta es incapaz de
darnos a conocer la verdadera esencia de las “cosas exteriores” –identificadas con “lo físico”, “lo cuantificable”,
de tal manera que en adelante “mundo externo” significa, sin más, “naturaleza”, eso sí, en la acepción moderna
del término (poco que ver con la physis griega)-. Por su parte la ascesis filosófica –auxiliada por el
conocimiento matemático- debe enseñarnos a desligarnos de los sentidos, a separarnos del cuerpo: sólo así
purificados gracias al severo esfuerzo de un proceso de intraversión se impondrá para nosotros una mente
cargada de “ideas innatas”, unas “semillas de verdad” inscritas desde siempre y para siempre por Dios en el
entendimiento humano (unas ideas a partir de las cuales tiene que organizarse el auténtico conocimiento
verdadero e indudable). Es cierto que estas tesis cartesianas dan lugar a numerosos problemas pero no es éste el
momento de discutirlos con el detenimiento que merecen (por ejemplo el de cómo las cualidades primarias –
cuantificables- pueden producir causalmente las “cualidades secundarias” o cómo interaccionan la mente y el
cuerpo en la experiencia sensible, etc.).

1.2. Kant y el mundo externo

¿Cómo Kant, el segundo de los autores clásicos al que vamos a acudir, plantea y resuelve este “problema”?
Antes de nada diremos que lo aborda, principalmente, en un texto añadido a la segunda edición de la Crítica de
la razón pura titulado “Refutación del idealismo”. Para hacerse una idea del importante lugar que esta cuestión
ocupa dentro del conjunto de la primera crítica kantiana basta una enumeración de los temas con los que
mantiene una conexión directa:

-En primer lugar enlaza con la afirmación de la Estética transcendental de que el espacio es la forma de la
sensibilidad externa y el tiempo es la forma a priori de toda la sensibilidad, es decir, de todos los fenómenos.
-Tiene que ver también con la difícil temática de la “apercepción pura” (el “Yo pienso” como núcleo de la
facultad del Sujeto llamada “entendimiento”), o sea con la suprema unidad sintética, esto es, con la clave de
bóveda de la deducción transcendental de las categorías (los conceptos puros extraídos de la tabla de los
juicios).

-Además está relacionado con los “axiomas de la intuición” (en tanto define al espacio y lo externo como
magnitud extensa) y con la primera de las “analogías de la experiencia” (en la que resultan definidas las
nociones correlativas de “cambio" y “permanencia”).

-Finalmente la discusión de los paralogismos en que incurre la psicología racional apela a resultados puestos
de relieve al tratar esta cuestión: aquí Kant declara que la categoría de substancia no se puede aplicar
legítimamente al sujeto cognoscente (sólo el objeto externo espacial puede ser propiamente una substancia).

Es más, y es de lo que principalmente nos ocuparemos, en ese breve texto kantiano hallamos lo que
propiamente dota de sentido y contenido a la declaración de que el “idealismo transcendental” es en el fondo
un “realismo empírico”.

La cuestión, pues, y en definitiva, es ¿Qué se sostiene en esa importante “Refutación del idealismo”?

Kant entiende, de entrada, que es un auténtico “escándalo” que desde la filosofía no se haya
conseguido ofrecer una prueba rigurosa de, en sus términos, “la realidad objetiva de la intuición externa”. Y
es esto lo que intenta hacer en el fragmento llamado “Refutación del idealismo”. Su tesis principal dice así:
«La mera conciencia, aunque empíricamente determinada, de mi propia existencia demuestra la existencia de
objetos en el espacio fuera de mí» (Crítica de la razón pura, B 275).

La idea básica es esta: la autoconciencia empírica (la constatación, a la vez, de mis representaciones y de
mi existencia como yo fenoménico o como individuo empírico) requiere y necesita, para darse, para ocurrir,
de la experiencia externa, de la intuición de objetos exteriores (objetos en el espacio). Sin esta última no
habría la primera, y no cabe duda de que la hay –pues la autoconciencia es indudable- por lo tanto, concluye
el argumento, existe verdaderamente también y a la vez un “mundo externo”. Pero, ¿Por qué la “experiencia
interna” (temporal) necesita de la externa (de la intuición de un objeto físico)? Porque lo cambiante en mí, la
sucesión temporal de representaciones que aprehende el sentido interno –el, valga la expresión, “Yo siento”-
sólo puede ser captado a partir de algo permanente que no hallándose en mí está situado, precisamente, y por
contrapartida, “fuera de mí”, siendo, a la postre, algo externo y espacial, concebido o conocido a través de la
categoría de “substancia”. Es importante, por otro lado, distinguir esta “autoconciencia empírica” de la
“autoconciencia intelectual” que se expresa en la fórmula “Yo pienso” –pero esto introduce un difícil tema
que no vamos a abordar aquí.

Dos textos del Prólogo de la segunda edición de la Crítica de la razón pura permiten hacerse cargo de cómo
plantea el problema y de qué solución –qué tipo de prueba- propone:

-«... tengo conciencia, por la experiencia interna, de mi existencia en el tiempo (y, consiguientemente, de la
determinabilidad de la misma en el tiempo). Lo cual, aunque es algo más que tener simplemente conciencia de
mi representación, es idéntico a la conciencia empírica de mi existencia, la cual sólo es determinable en
relación con algo que se halle ligado a mi existencia, pero que está fuera de mí. Esta conciencia de mi
existencia en el tiempo se halla, pues, idénticamente ligada a la conciencia de una relación con algo exterior a
mí. Lo que une inseparablemente lo exterior con mí sentido interno es, pues, una experiencia y no una
invención, es un sentido, no una imaginación. Pues el sentido externo es ya en sí mismo relación de la
intuición con algo real fuera de mí, y su realidad descansa simplemente, a diferencia de lo que ocurre con la
imaginación, en que el sentido se halla inseparablemente unido a la misma experiencia interna, como
condición de posibilidad de ésta última, cosa que sucede en este caso» (Kant, Crítica de la razón pura, B XL,
edición castellana en editorial Alfaguara, pg. 32-33).
-«... la intuición interna, única que puede determinar mi existencia, es sensible y se halla ligada a la condición
del tiempo. Pero esta determinación y, por tanto, la misma experiencia interna, depende de algo permanente
que no está en mí, de algo que, consiguientemente, está fuera de mí y con lo cual me tengo que considerar en
relación. Así, pues, la realidad del sentido externo se halla necesariamente ligada a la del interno, si ha de ser
posible la experiencia. Es decir, tengo una certeza tan segura de que existen fuera de mí cosas que se
relacionan con mi sentido como de que yo mismo existo como determinado por el tiempo» (Ibíd., pg. XL-
XLI., ed. Alfaguara, pg. 33).

Hemos dicho que esta “Refutación del idealismo” contribuye en gran medida a aclarar el concreto
significado de que al “idealismo transcendental” le sea correlativo un “realismo empírico”. El idealismo
transcendental, como tesis sobre el origen y la validez del conocimiento, sostiene que las condiciones de
posibilidad del conocimiento válido están en el Sujeto cognoscente, en unas formas a priori que le pertenecen
por entero (este Sujeto es, en el fondo, en su raíz, pre-mundano en la medida en que el “mundo” es un
resultado de su “actividad constituyente” o de su “operación objetivante”). Los objetos conocidos dependen –
eso afirma Kant- de las condiciones necesarias y universales del Sujeto; pero no por eso, y es aquí donde tiene
consecuencias la mencionada refutación, los objetos pueden ser considerados como meras “representaciones”
que disuelvan la “consistencia” de “lo externo respecto al sujeto cognoscente”. El “realismo empírico” del
conocimiento implica que el conocimiento representa objetos externos (extensos, espaciales) distintos del
Sujeto cognoscente, aunque siempre dependientes de él (tesis ésta que Descartes no comparte: la res extensa
es considerada una substancia independiente de la res cogitans). Y esto es de lo que, precisamente, expone y
sostiene la “Refutación del idealismo”. Con ello se pretende, además, reforzar una idea de la Estética
transcendental: la “materia” del conocimiento –su “contenido”- la proporciona enteramente la intuición
empírica externa. Si esto rehabilita, a su manera, el dualismo cartesiano, y por lo tanto también las dificultades
y oscuridades de este, es algo que no podemos discutir en este momento. Intentaremos, al menos, explicarlo
un poco introduciendo los siguientes elementos: según el idealismo transcendental los objetos conocidos
dependen de las condiciones formales –espacio y tiempo más las categorías- propuestas a priori por el Sujeto
cognoscente; la tesis de un “realismo empírico” –vinculada con la afirmación de que existen “cosas reales
fuera de mí”, o sea: “objetos ubicados en el espacio”- afirma que el objeto conocido es distinto del Sujeto
cognoscente –el cual “sólo” pro-pone una serie de condiciones “formales”-; así la expresión “fuera de mí”
(aplicada a los objetos) significa “distinto de mí” en la medida en que atribuyo al objeto la “extensión
espacial”; desde luego, e importa insistir en ello, en ningún caso “distinto de mí” quiere según Kant decir
“independiente de mí”: si así fuese la idea principal del idealismo transcendental sería insostenible. El Sujeto
cognoscente propone desde sí mismo condiciones de carácter “formal”: la “materia” del conocimiento es
recibida en y por la “sensibilidad externa”, esa facultad cuya forma a priori es el espacio. Desde luego la
dificultad enorme está en compaginar las dos nociones aplicadas aquí al objeto conocido: “dependiente de mí”
(en lo que respecta a su forma) y “distinto de mí” (o sea: el objeto es “algo más” que su pura “representación”
por parte del Sujeto cognoscente –pero, ¿qué más? ¿aclara Kant alguna vez este punto? ¿es posible hacerlo o
lo errado del propio planteamiento lo impide de raíz?). Desde luego, y como acabamos de sugerir, la
dificultad puede tener –al menos en parte- una salida “cartesiana”: entender “dualísticamente” el “realismo
empírico” del que habla Kant: el objeto en tanto espacial o extenso no es asimilable al Sujeto pues sus
representaciones sólo son algo “en el tiempo” y nunca pueden darse “en el espacio”. Desde luego si
finalmente se desembocan en una conclusión como ésta el viaje kantiano –interesante en cuanto niega que
quepa algún tipo de “experiencia interna” separada y ajena a la “experiencia externa”- es mucho menos
radical de lo que sería deseable. En el fondo si Descartes terminaba desdoblando el mundo (mundo sensible
aparente/mundo inteligible verdadero), Kant, por su parte desdobla jerárquicamente al “hombre” (yo soy, por
un lado, Sujeto transcendental y por otro un mero yo empírico –un objeto con una cara física y otra psíquica-)
y considera, como también hacía Descartes, que el mundo externo es sin más idéntico a la “naturaleza física”
(en el sentido de lo conocido por una ciencia que provee de una serie de explicaciones causales formulables
matemáticamente).

2. ¿Es un problema la existencia del “mundo externo”?


Relevantes autores del siglo XX –M. Heidegger, M. Merleau-Ponty, entre otros- niegan no sólo la
validez de estas demostraciones sino, sobre todo, la necesidad de ofrecer una prueba a este respecto. Si, como
ellos sostienen, “ab initio soy o somos en el mundo” el problema mismo del mundo externo desaparece pues
son revocados los supuestos a partir de los que tal prueba estaba planteada (por ejemplo la distinción entre la
mente y el cuerpo, la separación y contraposición entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, o una
realidad física espacial y otra realidad psíquica temporal, etc.).

De este otro enfoque, y de sus consecuencias para la filosofía contemporánea, intentaremos hacernos cargo
preguntando: ¿cuál de esas posiciones –la que afirma o la que niega el problema mismo- es más consistente y
fructífera?

A partir de la exposición y discusión de las tesis filosóficas planteadas en torno a la cuestión propuesta
cabe, entre otras cosas, poner de relieve cuál es el “fenómeno básico” del que parte la indagación filosófica (¿La
relación de un sujeto enfrentado a un objeto o la existencia siempre mundana de los seres humanos? Etc.).

2.1. Unas pistas heideggerianas

Acudiremos, con el fin de empezar a desenredar el tema conductor, a algunas ideas expuestas por Heidegger,
ideas que brindan en este punto una inestimable ayuda. Tanto Heidegger como Wittgenstein –dos de los
filósofos merecidamente más influyentes del siglo XX- han contribuido ha desmontar en sus principales
supuestos y coordenadas la pregunta que da título a este apartado. Alejandro Herrera nos señala algo interesante
al respecto: «Suele suceder en la discusión filosófica que cuanto un debate en torno a alguna cuestión se
prolonga, agotándose los argumentos a favor y en contra, surja una tercera posición que intente superar las dos
primeras argumentando que éstas han planteado mal el problema o que han creado un problema donde no lo
hay. La cuestión sobre la existencia del mundo externo no es la excepción. Dos figuras sobresalientes del siglo
XX y filosóficamente muy diferentes –Heidegger y Wittgenstein-, han optado por criticar el debate mismo. Para
Heidegger no debemos escandalizarnos de que aún no se haya encontrado una prueba contundente de la
existencia del mundo externo. De lo que sí debemos escandalizarnos, según él, es de que aún se continúe
buscando dicha prueba, pues este supuesto problema no existe ni metafísicamente ni epistemológicamente … A
una conclusión muy similar llega Wittgenstein, armado éste además de su propósito metodológico de disolver
los viejos problemas filosóficos, poniendo así al desnudo su carácter seudoproblemático» (El conocimiento,
editado por Luís Villoro, ed. Trotta, 1999, pg. 204). Gracias a ambos se puede entender por qué ante la cuestión
de la existencia del “mundo externo” –externo al yo o al sujeto cognoscente y su “esfera interna” (poblada por
“estados de conciencia”)- nos encontramos ante un lío innecesario, ante un enredo artificioso. Hay muchos
problemas filosóficos a los que tenemos que enfrentarnos lo mejor que sepamos, pero este no es uno de ellos.
Una buena manera de demostrar que aquí nos las habemos con un pseudoproblema es explicar cómo ha surgido
la pregunta misma. Heidegger nos ha hecho ver que esta presunta cuestión se formula a partir de distintos tipos
de intentos de “desmenuzar” una serie de “fenómenos” que son propiamente “irrompibles” (pueden, sí, ser
estudiados “analíticamente” –parte a parte- pero no es posible en sentido último “descomponerlos”). Esos
intentos son, pues, “ilusorios”; tal “ilusión” es, sin embargo, “constitutiva” y, por eso mismo, recurrente: puede,
sin duda, ser corregida o enmendada pero no cabe suprimirla o superarla. El principal efecto de la ilusión a la
que nos referimos es desfigurar, tergiversar, tapar o sepultar “estructuras originarias” (por ejemplo el “a priori
de correlación” o el “ser-en-el-mundo”). Con el fin de aclarar lo que estamos sugiriendo Heidegger oficiará de
guía un trecho del camino.

Ya en 1923 decía Heidegger –con su contundencia característica- en el curso que impartió en la Universidad
de Friburgo: «Lo primero que hay que evitar es el esquema de que hay sujetos y objetos, conciencia y ser; de
que el ser es objeto del conocimiento; que el ser verdadero es el ser de la naturaleza; que la conciencia es el “yo
pienso”, esto es, yoica, la yoidad, el centro de los actos, la persona; que los yoes (personas) tienen frente a sí lo
ente, objetos, cosas de la naturaleza, cosas de valor, bienes. En fin, que la relación entre sujeto y objeto es lo
que se ha de definir y que de ello se ha de ocupar la teoría del conocimiento. En este terreno de cuestiones se
hallan todas las posibilidades que una y otra vez vienen a ensayarse, dando lugar a interminables discusiones,
una tras otra: que si el objeto depende del sujeto, que si el sujeto del objeto, o ambos, el uno del otro. Esta
orientación constructiva, difícilmente extirpable ante la insistencia tenaz de una tradición empedernida, impide
de una manera fundamental y definitiva el acceso a aquello que se quiere indicar con “vida fáctica” o “existir”:
No cabe modificación alguna del esquema que permita soslayar su inadecuación. El esquema mismo se ha ido
configurando en la historia de la tradición a partir de un constructo con sus elementos, sujeto y objeto, en
principio aislados para luego, en cada caso, ser compuestos de una u otra manera … El noventa por ciento de la
literatura filosófica se ocupa de hacer que estos problemas en su tergiversación no desaparezcan,
complicándolos siempre de nuevo más y más … Entretanto, de modo inadvertido, hay quienes sin llamar la
atención han acabado con el falso problema (¡Husserl en sus Investigaciones lógicas!) y se ocupan de que
aquello que así lo han entendido no tengan que investigar determinadas cosas nunca más» (Ontología.
Hermenéutica de la facticidad, ed. Alianza, 1999, pg. 105-106).

En este orden de cosas es importante muchas veces reparar en “fenómenos” aparentemente triviales y
presuntamente consabidos –pese a su obviedad, sin embargo, pasarlos por alto acarrea casi siempre nefastas
consecuencias, por ejemplo nos impiden entender lo que constantemente está ocurriendo y nublan así la
inteligencia desviándola y enredándola en galimatías sin fin-. Heidegger nos llama la atención sobre ello cuando
decía en 1928: «Lo primero que observamos fue: el enunciado sobre la tiza surge en el contexto de nuestro estar
cabe … Esta forma de ser nos conviene a nosotros, es decir, se predica de nosotros, los enunciantes. Este
inmediato y directo ser cabe la tiza no nos lo hemos inventado a través de ninguna teoría sobre el enunciado o
sobre la relación sujeto-objeto, sino que precisamente ésta es la relación que se nos mostró en cuanto dejamos
de lado toda teoría y simplemente nos aplicamos a considerar aquello que se encierra en el modo más natural de
enunciar. Nos hemos preguntado acerca de aquello a lo que el enunciado sobre la tiza se endereza conforme a lo
que en el enunciado mismo –en la forma propia y viva de éste- quiere decirse. Nada, pues, de conciencia, de
alma, nada de representaciones, o de imágenes de cosas; sino que sólo nosotros mismos, tal como nos
conocemos, estamos referidos a la tiza; se trata de nuestro estar cabe las cosas en el sentido más amplio. Pero
esto es de nuevo una consideración bien trivial. La dificultad no radica en que se hubiese pasado por alto ese
referirse a las cosas, en que no se hubiese reparado en ello, sino que la dificultad radica en que se tomó muy a la
ligera su trivialidad, por ejemplo, en las argumentaciones habituales por las que incluso el realismo se deja
atemorizar y se deja conducir a caminos fundamentalmente equivocados, y en que se pasara adelante con tanta
premura a la búsqueda de explicaciones. Eso que en cierta manera se constató siempre, eso de lo que en cierto
modo siempre se tomó nota, a saber, el ser-cabe …, no logró, sin embargo, hacerse valer y quedó oculto bajo un
montón de teorías. Tanto en esta como en todas las correspondientes constataciones triviales de este tipo, la
dificultad y lo decisivo radica en conseguir fijar aquello que se constata, de suerte que a partir de lo que
empieza mostrándose, y tal y como empieza mostrándose, sea de donde propiamente resulten, broten, los
problemas. Se cree poder eliminar estas trivialidades y elevarlas al rango de conocimiento por vía de lanzarse y
precipitarse a toda clase de teorías en la cuestión acerca de cómo la conciencia se relaciona con las cosas, de
suerte que, por utilizar una analogía, se desarrolla un elaborado y quizá valioso sistema de terapia sin haber
hecho antes el diagnóstico. Mediante un tremendo gasto y lujo de sutiles teorías y argumentos se busca explicar
esta relación sin haber asegurado antes el conjunto de fenómenos que hay que convertir en problema. Se ocupa
uno esforzadamente de problemas que no existen en absoluto y no se ven aquello que resultan cuando, en lugar
de eliminar las trivialidades, va uno al centro de ellas» (Introducción a la filosofía, ed. Cátedra, pgs. 78-79). Ya
estamos, siempre, una y otra vez, tratando con una serie de fenómenos (en esos entornos mundanos en los que
se desenvuelven las más variadas ocupaciones y actividades); nada, sin duda, más trivial que esto, pero es esto
mismo lo que obstinadamente ignoran todas las teorías sobre el sujeto y el objeto y su tan oscura y confusa
“relación”.

Uno de los errores básicos que conducen a este tipo de “problemas” es la idea de que cada uno de
nosotros somos algo así como una “cápsula” –una esfera interna en la que habitan una serie de ideas,
pensamientos, vivencias, representaciones mentales que se suceden unas a otras en el tiempo propio de la
conciencia. Heidegger ha cuestionado en numerosas ocasiones este persistente “encapsulamiento del yo”
(encerrado en una intrincada interioridad psíquica). En los dos siguientes textos veremos qué nos dice al
respecto:

«Así pues, en cuanto que el Dasein es vuélvese manifiesto el ente, lo que hay, las cosas. Y volvemos una
y otra vez a este ingrediente básico de la esencia del Dasein porque es de central importancia. Lo que es se
vuelve manifiesto con el Dasein … en cuanto, pues, el Dasein es, es ya cabe el ente desoculto que él no es,
cualquiera sea el uso que haga de ese desocultamiento, de ese venirle desocultado ese ente, es decir: no es que
sólo en el curso de su existencia salga el Dasein de su inmanencia para dirigirse a un ente distinto de ella. El
Dasein no es nunca de suerte que, en cierto modo, viviese encerrado de por sí y para sí en una cápsula; el
Dasein no es nunca sujeto en este mal sentido» (Introducción a la filosofía, ed. Cátedra, pg. 131).

«Así como el planteamiento, en apariencia libre de supuestos, de que “en principio sólo hay un sujeto,
al cual luego se le añade un mundo” resulta desde el punto de vista crítico poco adecuado a los fenómenos, así
también resulta poco acertado suponer que en principio se dé un sujeto solo y la cuestión sea cómo llegar a otro
sujeto, cómo es posible que alguien a quien de entrada únicamente le son dadas las vivencias en su interior
aprehenda también las vivencias de los demás, sea capaz de sentirlas, de empatizar con ellas. Se parte del
supuesto de que hay un sujeto encapsulado en sí mismo, que tiene luego el cometido de empatizar con otro
sujeto. Éste es un planteamiento absurdo, y absurdo porque jamás hay un sujeto que sea así, como el aquí
supuesto. Si, por el contrario, se ha visto sin supuestos la constitución de lo que es el Dasein, su estar-siendo-en
y su co-estar-siendo en la inmediatez de la cotidianidad, entonces estará claro que el problema de la empatía es
tan absurdo como la pregunta acerca de la realidad del mundo exterior» (Prolegómenos a una historia del
concepto de tiempo, ed. Alianza, pgs. 303-304).

¿Qué tenemos, pues, en el mismo punto de partida? Un amplio y holgado campo en el que los entes se
muestran siendo esto o aquello –portando tal o cual “sentido”- a una comunidad orientada hacia ellos en el seno
de una serie de actividades (ciencia o arte, por ejemplo). A partir de aquí entra en juego –es lo que veremos de
soslayo en los dos siguientes textos- el delicado asunto de la “verdad” –de la verdad del sentido, de la verdad
del fenómeno que se destaca en el seno de un campo o entorno roturado internamente por una u otra
“actividad”-. La moderna teoría del conocimiento –indecisa entre una posición realista o idealista, pero segura
de que lo que hay es un sujeto, un objeto y su “relación”- ha desenfocado gravemente la cuestión de la verdad,
llevándola en último término a un callejón sin salida:

«Ambos cabos, es decir, sujeto y objeto, son a su vez resultado de un planteamiento no aclarado e
inadecuado, y no pueden recobrar ni determinar el de antemano indeterminado carácter de totalidad del todo por
el solo hecho de que se los asocie o conecte de la manera que fuere. Al revés, tenemos más bien que decir:
precisamente el tan discutido problema de la relación sujeto-objeto con todas sus modalidades, es un signo de
que no se ha ido más allá del viejo planteamiento de la Antigüedad y de que el problema central sigue sin
abordarse. Este problema sólo podrá plantearse cuando se haya entendido que la cuestión de la relación sujeto-
objeto y sobre todo toda “teoría del conocimiento” descansan sobre el problema de la verdad y no a la inversa,
como suele ser la opinión corriente. Se pueden inventar siempre nuevas teorías para solucionar el problema
sujeto-objeto. Pero estos inventos tienen el dudoso mérito de que aumentan la confusión y no hacen sino
suministrar nuevas pruebas de que manifiestamente se sigue sin abordar el problema decisivo. Éste no consiste
en otra cosa que en el desarrollo de la cuestión de la esencia de la verdad, lo cual significa a la vez: en la
cuestión de los presupuestos y del problema esencial para una determinación o aclaración de la esencia de la
verdad. La supuesta “nueva situación” de la teoría del conocimiento puede ser muy interesante y se puede
entretener y divertir al lector con toda clase de inventos, sólo que no se le dice nada en absoluto acerca de la
situación del problema si se silencia qué es lo que en medio de toda esa problemática se tiene que decir (si es
que se tiene algo que decir) sobre la esencia de la verdad» ( M. Heidegger, Introducción a la filosofía, ed.
Cátedra, 1999, pg. 72-73).

«Se viene así a decir que la verdad es, en cierto sentido, una determinación de la mente, algo dentro de ella,
inmanente a la conciencia. Surge, entonces, el problema: ¿cómo algo inmanente a la conciencia se refiere a algo
trascendente, fuera de ella, en los objetos? El planteamiento de la cuestión se lleva así inexorablemente a una
situación sin salida, porque nunca podrá lograrse una respuesta dado que la cuestión misma se plantea de forma
equivocada. Las consecuencias de este planteamiento imposible se muestra en que la teoría es forzada a
inventar todo tipo de recursos: por ejemplo, se ve que la verdad no está en los objetos, pero tampoco en los
sujetos, así se llega a un tercer ámbito, el del significado o sentido, una invención que no es menos dudosa que
la especulación medieval acerca de los ángeles. Si se quiere evitar este planteamiento imposible, la única
posibilidad estriba en reflexionar sobre lo que sería el sujeto “dentro” del cual algo así como el ser-verdad ha de
tener su propia existencia» (Los problemas fundamentales de la fenomenología, ed. Trotta, pg. 263).

Vamos ahora, como resumen de lo hemos estado subrayando, con una exposición del tema que incluye,
al final, una interesante pista sobre cómo cabe reformular las cuestiones de modo que estén alimentadas por
auténticos problemas:

«Desde pronto se caracterizó la relación del Dasein para con el mundo primordialmente a partir de la
manera de ser del conocer, o, como se suele decir, lo que, por cierto, no coincide con lo anterior: la “relación del
sujeto con el objeto” se concibió de entrada en cuanto “relación cognoscitiva” para luego incorporársele
posteriormente lo que se llama una “relación práctica”. Aun cuando fuera aceptable considerar primordial ese
modo de ser –un estar en el mundo que consiste en conocer-, cosa que no sucede, lo que hay que hacer antes de
nada es ver los fenómenos auténticos. La consideración habitual, cuando se reflexiona acerca de esa relación de
ser entre sujeto y objeto, es que se da de antemano, dicho sea en el sentido más amplio, un ente llamado
naturaleza, que es el que se va a conocer y que el Dasein de entrada justamente por ser ese estar-siendo-en-el-
mundo, siempre se encuentra, y cuida y se ocupa de él. En dicho ente no se halla el conocimiento que lo conoce;
así pues, si hay conocimiento, tiene que estar en algún otro lugar. Pero tampoco en la cosa ente que conoce, en
la cosa hombre se encuentra presente el conocimiento, no es perceptible e identificable como lo son el color y la
extensión de esa cosa hombre. Mas como el conocer debe estar en esa cosa, si no “fuera”, estará “dentro”; así el
conocer está “dentro”, “en” la cosa-sujeto, in mente. Cuanto más unívocamente se establece que el conocer está
primaria y verdaderamente “dentro”, tanto más se cree estar avanzando sin supuestos en la cuestión acerca de la
esencia del conocimiento y en la caracterización de la relación de ser en la cual el sujeto se sitúa con respecto al
objeto. Así surge luego la pregunta: ¿cómo logra salir el conocer, que según su ser está dentro, en el sujeto, de
su “esfera interior” para llegar a la “otra esfera, exterior”, del mundo? En este planteamiento de la cuestión del
conocer, de modo expreso o no, se ha supuesto ya desde un principio una relación de ser entre dos entes que
están-ahí. Y esa relación entre dos entes que están-ahí, al preguntarse luego cómo es posible esa relación de ser
entre ambos entes, sujeto y objeto, acaba reduciéndose más exactamente a la caracterización de una relación de
interior y exterior. Y se pregunta cómo sea posible esa relación, en supuesta correspondencia con el hecho del
conocer, sin haber definido en lo más mínimo el sentido de ser de ese conocer, el sentido de ser de esa relación
de ser entre sujeto y objeto, sin haber aclarado el sentido de ser de ese sujeto ni haberlo delimitado con respecto
al del objeto. Verdad es que se insiste en que ese interior, esa “esfera interior” del sujeto, no son realmente
espaciales, que ese interior no es ninguna “cápsula” ni nada de ese estilo, pero qué pueda querer decirse
positivamente con eso, qué sea en absoluto esa inmanencia en la que el conocer se encuentra encapsulado, cómo
hay que entender el ser del sujeto que en principio, siendo inmanente, se encuentra a solas consigo mismo, eso
no se llega a saber. Mas sea como fuere que se caractericen tal interior y el sentido de esa esfera interior, en
cuanto se plantea la cuestión de cómo el conocer saldrá de ella “fuera” para llegar a …, se deja ver que el modo
de tratar el fenómeno del conocer no se funda sino en una apariencia. En todo el planteamiento de la cuestión,
aun en el caso de que vaya envuelta la problemática de la teoría del conocimiento, se está ciego ante lo que se
viene a decir acerca del Dasein cuando se le atribuye el conocer en cuando manera suya de ser. Pues lo que se
está diciendo con esto es ni más ni menos que: conocer el mundo es un modo de ser del Dasein tal que se funda
ónticamente en lo que es su constitución básica, el estar-siendo-en-el-mundo» (Prolegómenos para una historia
del concepto de tiempo, ed. Alianza, pgs. 201-203).

Una de las “estructuras originarias” de cuyo descuido u olvido depende en gran medida el surgimiento
del presunto problema de la existencia del mundo externo, etc. es, pues, el “ser-en-el-mundo”. Si se atiende a lo
que éste fenómeno significa se tornan erróneos y disparatados a la vez el realismo y el idealismo; es lo que bien
nos recuerda Alejandro G. Vigo en el siguiente texto: «… Heidegger presenta su propia concepción …. como
una superación de la alternativa entre el abordaje objetivista y el abordaje subjetivista, que, al mismo tiempo
conserva, dentro de un nuevo marco teórico, el momento positivo contenido en cada una de las dos posiciones
enfrentadas. La crítica de Heidegger a ambos posibles modos de abordaje unilateral, desde el “sujeto” y desde el
“objeto”, respectivamente, combina, por cierto, una serie de elementos, pero apunta, en el fondo, a un único
hecho fundamental: ambas posiciones, aunque opuestas entre sí, presentan la misma deficiencia metodológica
de base. En una primera aproximación, que, como se verá después, es de carácter meramente aproximativo,
puede decirse que dicha deficiencia consiste en perder de vista, ya desde el comienzo, la unidad estructural ‘ser
en el mundo’, al buscar orientación, desde el punto de vista ontológico, básicamente en la relación teórico-
cognitiva entre “sujeto” y “objeto” … el punto de fondo de la crítica de Heidegger, tanto al abordaje subjetivista
como al abordaje objetivista apunta al desconocimiento de la estructura del ‘ser en el mundo’ como tal … En
efecto [Heidegger] … apunta, en definitiva, a desactivar uno y el mismo error básico en el punto de partida de
una analítica del Dasein: el desconocimiento de la estructura unitaria del ‘ser en el mundo’ como tal. La
objeción de fondo que Heidegger dirige tanto al abordaje objetivista como al subjetivista del mundo es, pues, la
de que la relación ‘sujeto’-‘objeto’, en la cual ambos buscan su orientación básica, no puede sustituir
funcionalmente a la estructura del ‘ser en el mundo’ sino que, más bien, la presupone» (Alejandro G. Vigo,
Arqueología y aleteiología, ed. Biblos, 2008, pgs. 71-72).

Intentaremos, en lo que sigue, atenernos a lo que gracias a las pistas de Heidegger nos parece que se ha
ganado de cara a enfocar acertadamente los genuinos problemas.

2.2. El principio de exterioridad

Ha llegado el momento de exponer las líneas básicas –mucho sería decir que las “líneas principales”- de
una propuesta que evite los escollos que paso a paso hemos ido poniendo de relieve. Haremos, pues, un breve y
rápido esbozo cruzando algunas de ellas.

En el punto de partida nos topamos con un comportamiento enderezado a un fenómeno (siempre en el


seno de una actividad y su entorno mundano). ¿Qué “estructura originaria” lo posibilita? Una “correlación a
priori” entre dos polos –a los que sería enteramente inadecuado llamar polo subjetivo y polo objetivo o,
simplemente, sujeto y objeto, pues precisamente lo que ese a priori de correlación nos muestra (posibilitando
que los comportamientos y los fenómenos estén imantados entre sí) se desfigura en el mismo instante en que los
introducimos. Esta “estructura originaria” a la vez que constituye un “todo unido” puede sin duda ser estudiada
“parte a parte” –pero nunca puede ser propiamente “desmembrada”; cuando –sucumbiendo a una recurrente
ilusión- se intenta romperla se precipita la indagación en embrollos o enredos interminables. Tampoco debe
aquí aplicarse la idea –como hacen una y otra vez el “realismo” o el “idealismo”- de que uno de los dos
términos de la correlación a priori tiene forzosamente que ser el fundamento del otro en razón de su presunta
“independencia” o “subsistencia” aislada y precedente. Nada de eso se encuentra en la descripción y, por lo
tanto, resulta absurdo introducirlo aquí por las bravas y sin más miramientos.

Una primera consecuencia de lo que acabamos de apuntar puede formularse así: en razón del a priori de
correlación sucede que las condiciones de posibilidad de la comprensión -de la “experiencia” en su más amplia
acepción- incluyen y abarcan tanto al que comprende (un ser vivo inteligente, una existencia corpórea) como a
lo comprendido (los fenómenos, el sentido –algo siendo algo-). Es decisivo mantener firme la indagación
ulterior en este punto y no perderlo nunca de vista: es el único modo, insistimos, de evitar errores y
tergiversaciones siempre al acecho. Pese a ser una “estructura originaria” no puede decirse del “a priori de
correlación” que sea una “estructura última”: si se ahonda en este “fenómeno” cabe llegar a una instancia algo
más profunda, el “ser-en-el-mundo”. Pero en este ensayo no vamos a seguir esta ruta de la investigación. A
cambio formularemos cinco tesis de amplio espectro y diverso calado y una conclusión que incluya un punto de
partida respecto a estudios más minuciosos, detallados y en la medida de lo posible probatorios.

- La filosofía es un saber ontológico, es decir, se orienta hacia el planteamiento de la pregunta por el ser.
Esto significa negativamente dos cosas: en primer lugar nunca se pronuncia directamente sobre la cuestión de
“esencia” o de “existencia” de tal o cual ente o conjunto de entes. La filosofía, tampoco, y en segundo lugar,
ofrece “clasificaciones” de la “realidad” (por ejemplo hablando de la realidad física, psíquica e ideal –como ha
hecho Popper, etc.), estas clasificaciones suelen ser, en el fondo, proyecciones “sobre la totalidad de lo óntico”
de estados del conocimiento científico, además nunca nadie ha probado en serio que la “realidad” se divida
según “clases” o “géneros supremos” (a nuestro juicio el “ente en su totalidad” se “divide” según ámbitos del
saber –pero explicar y justificar esto se escapa al marco de este artículo-). Si la filosofía –como ontología- no se
ocupa de la esencia ni de la existencia ni tampoco de llevar a cabo clasificación alguna entonces ¿qué hace? De
entrada explicita todo lo sistemáticamente que puede las condiciones a priori de posibilidad de la comprensión
óntica –de los saberes fenoménicos o de las formas de experiencia, es decir: la ciencia, la técnica, la moral, la
política, el arte, la religión-; éstas condiciones de posibilidad se asientan y residen en la “comprensión del ser”
(del ser en su recurrente acontecer), brotan de ella.

- Toda “experiencia” –toda comprensión o todo saber- es de índole “mediata”, es decir: está sostenida
y atravesada por una maraña de “mediaciones”, de “condiciones”. No cabe, pues, una experiencia
“directa e inmediata” ni, por lo tanto, ningún tipo de “conocimiento intuitivo” de algo óntico. Desde
luego también el “representacionismo” de la moderna teoría del conocimiento parece sostener algo de
este estilo, pero lo que estamos diciendo tiene muy poco que ver con él: la “mediación” a la que
aludimos nunca consiste en una serie de “representaciones del yo cognoscente” (las ideas de Descartes,
las intuiciones y los conceptos de Kant, etc.). Contradice la más elemental descripción de los
“fenómenos” referirse a las “representaciones internas” –mías o en mí- como lo primero conocido por el
“yo cognoscente” (y no importa mucho que esas “representaciones internas” se entiendan como dotadas
de un “contenido” –las ideas cartesianas- o como formas vacías –las intuiciones y los conceptos puros de
Kant-). Es preciso, de entrada, insistir en esta “trivialidad”: inicialmente nos encontramos con
comportamientos enderezados a fenómenos. Nada menos y nada más. Por otro lado, y conviene
apuntarlo, el que toda experiencia sea siempre “mediata” no impide en modo alguno que lo
experienciado en cada caso pueda ser “la cosa misma” (pues en el fondo el conjunto de rasgos con los
que algo comparece son “suyos” –y no algo “puesto” unilateralmente por “mí” o por “nosotros”).

- Yo no soy –o nosotros no somos- una “mente con un cuerpo” (como sostiene Descartes) ni un
Sujeto transcendental (universal, necesario, único) erigido sobre individuos empíricos (contingentes,
particulares) como sostiene Kant. Tampoco estoy provisto –como creen tanto Descartes como Kant- de
unas rígidas e inamovibles “facultades” (el ser vivo inteligente está de tal modo abierto que esta férrea
constricción es imposible). Es obvio que a la luz de lo que estamos exponiendo resulta importante volver
a plantear en su raíz la pregunta que Kant puso sobre el tapete “¿qué es el hombre?” Como primer atisbo
de respuesta diremos dos cosas: por un lado yo soy una parte o un ingrediente de las condiciones de
posibilidad de la comprensión; por otro lado en vez de por “facultades” estoy constituido por una serie
de “capacidades” lábiles y flexibles moduladas en cada caso por el aprendizaje (por el ingreso en tal o
cual ámbito del saber en este o aquel estado y estadio suyo –por la incorporación a un mundo fáctico, en
definitiva).

- El espacio no debe pensarse más, de un modo restrictivo, como definitorio de lo “físico-


externo” ni el tiempo, tampoco, como propiedad de lo “interno-psíquico”. Por otro lado todo
“fenómeno” –todo lo que aparece y se muestra- es a la vez “espacial y temporal”. Pero resulta
igualmente insostenible que “espacio y tiempo” se sigan entendiendo como vacíos continentes
indiferentes a cualquiera de sus contenidos o como dos continuos homogéneos ilimitados (es decir:
indefinidamente divisibles en partes homogéneas). Debe volver a pensarse qué son y cómo son “tiempo
y espacio” bajo el siguiente hilo conductor: hay una inagotable multiplicidad –explorada por los distintos
saberes ónticos- de espacios y tiempos, o, mejor dicho: espacio y tiempo se espacializan y se
temporalizan pluralmente (como parte del recurrente “acontecer del ser” –recogido y acogido en una
comprensión suya).

- Es menester redefinir a fondo la “moderna teoría del conocimiento”. Así en una acepción restringida
podría convertirse en una teoría filosófica de la comprensión científica de los entes. En una acepción amplia, en
cambio, puede transformarse en una teoría filosófica del saber óntico o de la comprensión fenoménica orientada
a sacar a la luz sus “condiciones de posibilidad”; propiamente sólo hay comprensión científica o artística o
política (incardinadas todas ellas en un complejo institucional); pero esto no es óbice para que, tal vez, se
constate que cabe encontrar condiciones de posibilidad de la comprensión “en general y en total” –en su
“generalidad y en su totalidad”. La indagación filosófica no tiene porqué renunciar de antemano a localizar algo
así –y rectificará este propósito sólo si en efecto no se topa con nada que se acredite pertenecer a esa dirección
del análisis-.
En conjunto lo que estamos planteado nos conduce a la siguiente “conclusión”: como punto de partida
puede formularse un peculiar “principio de exterioridad”. El “campo fenoménico” originario –el orbe del
sentido y la verdad, del saber y la experiencia, de la comprensión- es propiamente un “afuera”, una
“exterioridad” (un claro abierto, una abertura) en la que es innecesario y artificioso distinguir entre un “interior”
y un “exterior” o una “inmanencia” y una “trascendencia”. Ese “campo” está ya siempre roturado por una serie
de saberes ónticos provistos de unas fácticas posibilidades. Tal vez –pues hasta aquí no hemos probado en
sentido estricto lo que ha sido afirmado- siguiendo estas pistas e indicaciones se consiga dar con una filosofía
que esté verdaderamente a la altura de los retos del mundo en el que y con el que nos ha tocado bregar. Una
filosofía, pues, que no se agote en el fatigoso tratamiento de pseudoproblemas o que parta de premisas
propiamente insostenibles o sólo aparentemente defendibles.

Diez calas en la Historia de la Filosofía (2ª Parte)

Alejandro Escudero Pérez (UNED). Septiembre de 2011.


Sección tercera. Modernidad

Introducción

Denominamos “moderna” a la filosofía que ha afrontado desde dentro los complejos procesos de
modernización del mundo, unos procesos que se iniciaron en los siglos XVI y XVII y se consolidaron
en el siglo XVIII –hasta el punto que gran parte de ellos llegan a nuestros días. Cada uno de esos
procesos históricos ha organizado internamente su correspondiente campo del saber: la ciencia, la
técnica, la moral, la política, el arte, la religión. Martin Heidegger recapitula así este conjunto de
acontecimientos en los que se fue definiendo un mundo: «Uno de los fenómenos esenciales de la
Edad Moderna es su ciencia. La técnica mecanizada es otro fenómeno de idéntica importancia y
rango. Pero no se debe caer en el error de considerar que esta última es una mera aplicación, en la
práctica, de la moderna ciencia matemática de la naturaleza. La técnica mecanizada es, por sí
misma, una transformación autónoma de la práctica, hasta el punto de que es ésta la que exige el
uso de la ciencia matemática de la naturaleza. La técnica mecanizada sigue siendo hasta ahora el
resultado más visible de la esencia de la técnica moderna, la cual es idéntica a la esencia de la
metafísica moderna. Un tercer fenómeno de igual rango en la época moderna es el proceso que
introduce al arte en el horizonte de la estética. Esto significa que la obra de arte se convierte en
objeto de la vivencia y, en consecuencia, el arte pasa a ser expresión de la vida del hombre. Un
cuarto fenómeno se manifiesta en el hecho de que el obrar humano se interpreta y realiza como
cultura. Así pues, la cultura es la realización efectiva de los supremos valores por medio del cuidado
de los bienes más elevados del hombre. La esencia de la cultura implica que, en su calidad de
cuidado, ésta cuide a su vez de sí misma, convirtiéndose en política cultural. Un quinto fenómeno de
la era moderna es la desdivinización o pérdida de dioses. Esta expresión no se refiere sólo a un
mero dejar de lado a los dioses, es decir, al ateísmo más burdo. Por pérdida de dioses se entiende el
doble proceso en virtud del que, por un lado, y desde el momento en que se pone el fundamento del
mundo en lo infinito, lo incondicionado, lo absoluto, la imagen del mundo se cristianiza, y, por otro
lado, el cristianismo transforma su cristiandad en una visión del mundo (la concepción cristiana del
mundo), adaptándose de esta suerte a los tiempos modernos. La pérdida de dioses es el estado de
indecisión respecto a dios y los dioses. Es precisamente el cristianismo el que más parte ha tenido
en este acontecimiento. Pero, lejos de excluir la religiosidad la pérdida de dioses es la responsable
de que la relación con los dioses se transforme en una vivencia religiosa. Cuando esto ocurre es que
los dioses han huido. El vacío resultante se colma por medio del análisis histórico y psicológico del
mito»[1]. Desde luego la recapitulación de Heidegger no es completa: en el campo político es
necesario mencionar la articulación del Estado de Derecho y la democracia liberal y en el terreno
moral puede destacarse, por ejemplo, la extensión de éticas centradas en la libertad. En todo caso
importa destacar que las filosofías de la modernidad han explicitado los entresijos de estos procesos,
sin dejar de tener en cuenta sus interferencias, sus desajustes, su propia conflictividad.

En la medida en que no es posible abordar todas estas cuestiones vamos a realizar una
breve incursión en la problemática específica que plantean a la filosofía la ciencia y la técnica; la
política y la religión –entendidas ambas en su peculiar configuración moderna; para concluir
trataremos del cientificismo y la crítica que le han dirigido desde filosofías que lo rechazan.

7. Ciencia y filosofía

Lo característico de la era moderna del mundo es la aparición de la “tecnociencia”, es decir, de una


ciencia subordinada a y absorbida por la técnica. Ambas –en su profunda alianza- ocupan la posición
central que en la Edad Media tuvo la religión (dando pie al conflicto de la fe y la razón); en este
contexto si el riesgo para la filosofía medieval era convertirse en una “ancilla theologiae” el peligro
que acecha a la filosofía moderna es volverse una mera “ancilla scientiae”. Huelga decir, por otro
lado, que la conjunción de la ciencia y la técnica ha modelado con enorme fuerza –y lo sigue
haciendo hoy en día- al mundo moderno –no se olvide que esa conjunción subyace tanto a las
distintas revoluciones industriales como a la economía capitalista (y que la profunda crisis ecológica
que padecemos no es ajena al engranaje de estos tres factores).

Con el fin de acercarnos a la vertiente filosófica del tema nos fijaremos en la obra de un
autor que fue a la vez científico y filósofo: René Descartes (1596-1650). Como científico pertenece al
movimiento que partiendo de Copérnico llega a Newton pasando por Kepler, Galileo o Leibniz: es
decir, a los padres fundadores de la física matemática [2]; sus mayores logros se cifran en la
geometría analítica, la formulación de la ley de inercia y en sus estudios de óptica y anatomía [3]. El
Discurso del método (1637) y las Meditaciones metafísicas (1641) constituyen sus más célebres
contribuciones a la filosofía. Descartes entiende que la filosofía está llamada a ofrecer una
fundamentación de la ciencia, por eso acude a la metáfora del “árbol de conocimiento”: «De este
modo, la totalidad de la filosofía se asemeja a un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la
física y las ramas que brotan de este tronco son todas las otras ciencias que se reducen
principalmente a tres: a saber, la medicina, la mecánica y la moral»[4].

¿Cómo define Descartes a la ciencia, al conocimiento científico? Básicamente a partir de


tres rasgos: unidad, certeza y método. Entiende Descartes a la ciencia como un único sistema
deductivo, una cadena de verdades en la que las más complejas se apoyan en las más simples: de
las verdades de la metafísica (conocimiento de la esencia y la existencia de tres substancias, etc.) se
extraen los principios de la física, y así sucesivamente. La certeza, por otra parte, es la divisa de la
ciencia: sus conocimientos deben ser enteramente invulnerables ante la duda. Por último insiste
Descartes en que sin método no hay ciencia alguna: «El método es necesario para la investigación
de la verdad de las cosas» [5]. La vía hacia la verdad es única: se trata de un procedimiento
indefinidamente reiterable que está inscrito en el entendimiento del cognoscente, en la facultad en la
que, además, están implantadas las ideas innatas gracias a cuya combinación surge la ciencia
misma.

¿Dónde expuso Descartes su propuesta de fundamentación de las ciencias? Principalmente


en su libro Meditaciones metafísicas. En la primera de ellas se ponen en duda todos los
conocimientos adquiridos. En la segunda Descartes presenta lo que considera la primera verdad
indudable: la existencia del cognoscente entendido en su esencia como “substancia pensante”. A
partir de ella, en la meditación tercera, urde Descartes una prueba de la existencia de Dios, una
substancia infinita y perfecta encargada de garantizar la definitiva validez del conocimiento
proporcionado por la física-matemática. Así la “naturaleza” es concebida como una substancia
extensa cuyas leyes causales aparecen reflejadas en la ciencia. De este modo Descartes promueve
un mecanicismo determinista (“mecanicismo” porque la naturaleza es comparada a una máquina;
“determinismo” porque se afirma en la naturaleza una cadena unilineal, cerrada y constante de
causas y efectos)[6].

Llegamos aquí al punto central de lo que estamos exponiendo, así en la sexta parte del
Discurso del método nos dice Descartes: «Pues tales nociones me han hecho ver que es posible
lograr conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía especulativa que se
enseña en las escuelas, se puede encontrar una filosofía práctica en virtud de la cual, conociendo la
fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás
cuerpos que nos rodean con tanta precisión como conocemos los diferentes oficios de nuestros
artesanos, podríamos aprovecharlos de la misma manera en todos los usos para los cuales son
apropiados y convertirnos, de este modo, en dueños y poseedores de la naturaleza»[7]. En esta
declaración reveladora resuena una de las principales ambiciones del hombre moderno: se percibe,
sin tapujos, una voluntad de dominio y un afán de control de su entorno conseguido gracias a la
ciencia y la técnica. Esa voluntad y ese afán resultan confirmados y avalados por autores como Kant,
Fichte, Hegel, Comte o, en nuestros días, Habermas. Nos detendremos un momento nada más en
Kant, pues en él tiene lugar una interesante y significativa inflexión.

¿Qué se verifica en la obra kantiana? Nada menos que el paso de un antropocentrismo de


raíz teocéntrica –el que hemos visto en Descartes- a un antropocentrismo que pretende defenderse
por sus propios medios, sin recurrir a Dios como fundamento y garantía. En la Crítica de la razón
pura (1781) Kant lleva a cabo una fundamentación de la ciencia según la cual las condiciones de
posibilidad del conocimiento verdadero (esto es, de la física-matemática) residen en las facultades
del Sujeto cognoscente (espacio y tiempo en la sensibilidad, categorías en el entendimiento, Ideas
en la razón). Por otro lado en los parágrafos 83 y 84 de la Crítica del Juicio puede leerse con la
misma rotundidad que en el texto de Descartes que acabamos de citar la afirmación de que el
hombre, en tanto es el Sujeto del mundo, su principio y su fin, está destinado a dominarlo, a ponerlo
a su entero servicio, a asimilarlo a sus necesidades: sólo así realiza sus fines y satisface su razón [8].

Estas ideas han permanecido incólumes hasta que se han mostrado –a lo largo del siglo XX-
los daños colaterales o los efectos perversos –por ejemplo en la crisis ecológica [9]- de la conjunción
moderna de la ciencia y de la técnica. Tomaremos como ejemplo el capítulo sexto del libro de
Herbert Marcuse El hombre unidimensional (1954), titulado “La racionalidad tecnológica y la lógica
de la dominación”. Como aperitivo de su contenido Marcuse cita dos textos de C. F. von Weizsäcker:
«Definimos la materia como un posible objeto de la manipulación por el hombre»; «la ciencia tiene la
visión de la naturaleza que corresponde a la era de la técnica» [10]. Partiendo de aquí Marcuse explica
así el objetivo de este capítulo: «Las estrellas que observaba Galileo eran las mismas en la
antigüedad clásica, pero el diferente universo de discurso y acción –en una palabra, la diferente
realidad social- abrió una nueva dirección, con nuevas posibilidades de organizar los datos
observados. Mi propósito es demostrar el carácter internamente instrumentalista de la racionalidad
científica moderna, gracias a la cual es tecnológica a priori, y el a priori de una tecnología específica;
esto es, una tecnología que se desarrolla como forma de control social y de dominación … Los
principios de la ciencia moderna fueron estructurados a priori de tal modo que pueden servir como
instrumentos conceptuales para un universo de control productivo autoexpansivo. El método
científico que lleva a la dominación cada vez más eficaz de la naturaleza lleva a promover así los
conceptos puros tanto como los instrumentos para la dominación cada vez más efectiva del hombre
por el hombre a través de la dominación de la naturaleza» [11]. Marcuse describe así, pues, la lógica
paradójica del “cazador cazado”: dominando la naturaleza el hombre cree liberarse o emanciparse
pero cuando ese dominio aparentemente se consigue se descubre –con sorpresa y perplejidad-
esclavo de su misma liberación[12]. Escribe Marcuse: «La fuerza liberadora de la tecnología –la
instrumentalización de las cosas- se convierte en un encadenamiento de la liberación: en la
instrumentalización del hombre»[13]. A la vez que sucede esto –y como parte del mismo proceso [14]- lo
técnico (incluyendo en ello lo útil y rentable, lo eficaz y manejable, lo calculable y previsible) se erige
en la medida de todo, en el patrón único de lo aceptable y lo inteligible. Se consolida así un nexo
entre “razón tecnocientífica” y la voluntad de dominio y control que Descartes –en el alba de la
modernidad- subrayaba con el fin de atarlo y avalarlo y que, por su parte, Marcuse –atisbando el
ocaso de esa época del mundo- intenta desanudar; se dibuja así la meta ante la que este filósofo
pretende situarnos, la de «… plantear relaciones cualitativamente nuevas entre los hombres y entre
el hombre y la naturaleza»[15]. Con el fin de esclarecer y reforzar su posición en este capítulo acude
Marcuse a dos filósofos: Husserl y Heidegger, veamos sucintamente por qué.

En su último gran libro, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental,


Husserl emprende una crítica del “cientificismo” –del “positivismo”, como también lo conocemos. Éste
anuda una tesis ontológica –“todo lo real es o físico o reductible a lo físico”- y una tesis gnoseológica
–“sólo la ciencia alcanza la verdadera realidad, es, pues, el único tipo legítimo de conocimiento y
experiencia del mundo”-. Ambas tesis son pacientemente desmontadas por Husserl mostrando que
bajo ellas late un profundo dogmatismo tan cerrado como extendido. Por su parte Heidegger –en
escritos como “La pregunta por la técnica” [16]- sostiene tres cosas: el saber técnico es una vía
irreductible del desocultamiento del ente; el saber técnico se despliega “modalmente” (no cabe algo
así como “la Técnica” y sí modos de ser técnica de la técnica); el saber técnico moderno (definido
gracias a la noción de “Gestell”) es una configuración de la técnica intrínsecamente destructivo,
avocado a socavar eso que lo sostiene (la “tecnosfera” organizada desde este modo de ser de la
técnica vampiriza el ecosistema en el que se implanta y a costa del cual prospera).

Como colofón a este apartado citaremos un texto de Luís Sáez Rueda: «… la cosificación de
lo real estaría en el fondo movida por una “voluntad de dominio”, una voluntad mediante la cual,
pretendiendo enseñorearse el hombre sobre el mundo, termina siendo arrastrado por su propia
compulsión dominadora y sucumbiendo en la autonegación. Sobre su propia tradición ha lanzado la
filosofía continental esta crítica. Y ciertamente no desde la voz minoritaria de una única perspectiva.
Es, de un modo o de otro, un motivo presente en las principales corrientes. En el ámbito de la
hermenéutica, sigue siendo influyente el conocido el diagnóstico heideggeriano de la metafísica de la
presencia como voluntad técnica de dominio: si lo real es convertido en objeto representable, es
hecho también disponible para el hombre que lo representa, o sea, calculable, manipulable,
configurable en función de metas subjetivas; metas de un ser que, a fuerza de imponerse como
canon y medida de las cosas, termina oponiéndose al mundo y, consecuentemente, perdiéndose a sí
mismo, es decir, olvidando la esencia de su ser como ser-en-el-mundo. Reverberaciones de este
tema son fáciles de encontrar en toda la línea contrailustrada que, de un modo o de otro ha sido
influida por Heidegger. Así, el “pensamiento de la diferencia” reconoce en el “pensamiento
representativo” una voluntad homogeneizadora que no deja ser en libertad a la heterogeneidad de
los juegos lingüísticos en los que habita, siempre fragmentaria, la comprensión del mundo, dando
lugar a una actitud que sustituye la escucha de lo que la experiencia reclama desde sí (porque se
configura como acontecimiento) por la construcción lógica y matemática de lo que haya de valer
como “mundo”. Ahora bien, una crítica semejante no es extraña al pensamiento ilustrado. Baste
recordar el dramático análisis de Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración. La promesa
de una vida autonomizada y libre que antaño erigió la Ilustración ha sido arruinada –dictaminan los
autores- por la regresión histórica del Logos en racionalidad instrumental, lo que guarda relación con
la cosificación del mundo y la voluntad de dominio. Para superar el terror mítico ante la fuerza de la
naturaleza, el hombre había desplegado un proyecto iluminista, oponiendo el orden y la luz
racionales al caos y al enigma. Pero el cauce seguido por ese despliegue de la razón adoptó, por su
eficacia, la consigna del cálculo y la positivación. A su través, la naturaleza llegó a ser desacralizada,
al no reconocerse ya en ella la autoría de misteriosas fuerzas irracionales, sino la ley formalizable y
la materia medible. Si a pesar de los beneficios de esta naturalización de la existencia, “la tierra
enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad” es porque, al mismo
tiempo, toda cualidad es recudida a cantidad, todo ser a objeto previsible y, de este modo, el mundo
a orden de cosas dispuestas para la instrumentalización por parte del hombre. Una
instrumentalización cosificadora que, convirtiéndose en el Logos fundamental de la comprensión
humana, termina esclavizando a su presunto autor, pues se hace global y adquiere un movimiento
autónomo cuyo vigor absorbe la voluntad de los sujetos» [17]. Hasta aquí el esbozo de una de las más
urgentes, decisivas y controvertidas cuestiones contemporáneas –en la que se ve que acudir a la
“historia de la filosofía” resulta necesario para entender lo que hoy por hoy pasa y, a la vez, por qué
pasa.

8. Política y filosofía

La configuración de la política en la modernidad constituye, desde luego, un tema complejo,


lleno de aristas y de recovecos. El gran punto de inflexión, sin duda, viene marcado por el
acontecimiento de la Revolución Francesa de 1789. Pero antes de ella, en el siglo XVII, tuvo lugar lo
que cabe denominar “revolución inglesa”, mas silenciosa y menos estridente, pero no por eso menos
relevante. Acudiremos, en razón de esto último, a John Locke (1634-1704). Gracias a él nos
adentraremos –un poco al menos- en la vertiente filosófica de este complicado proceso cuyos vivos
ecos resuenan en nuestros días. John Locke es uno de los principales padres del “liberalismo” [18], un
liberalismo presentado aquí en su versión “contractualista” [19]. Las distintas teorías del “contrato” –
defendidas por autores como Pufendorf, Hobbes, Rousseau o Kant [20]- combatieron audazmente la
fundamentación teocrática del orden político, es decir, discutieron el derecho divino de los reyes a
gobernar. Así, por ejemplo, Locke se enfrentó a Sir Robert Filmer (1590-1653), que en su influyente
libro Patriarca o el poder natural de los Reyes defendía con nuevos argumentos el núcleo de la
doctrina política medieval. Al respecto escribe Locke: «… resulta evidente que la monarquía
absoluta, considerada por algunos como el único tipo de gobierno que puede haber en el mundo es,
ciertamente, incompatible con la sociedad civil, y excluye todo tipo de gobierno civil»[21].

¿Qué sostenía John Locke? Para empezar –y como toda la corriente contractualista- se
refería a un inicial “estado de naturaleza”: una situación presocial y prepolítica en la que vivían los
individuos. Sin duda ya aquí se dibuja una tesis decisiva: los individuos son, a la vez, lo anterior y lo
superior respecto a toda otra instancia que se pueda articular –y que por principio tendrá que estar
subordinada a lo que el individuo supone e implica. Pero, ¿qué define a un “individuo”? Una libre
disposición de sus propiedades y un afán inextinguible de conservarlas e incrementarlas[22]. Partiendo
de aquí Locke nos explica que el “estado de naturaleza” en el que viven los individuos resulta ser
una situación internamente inestable e incierta y, por ello, provisional. ¿Qué sucede entonces? Que
los individuos se ven avocados a firmar un contrato (a suscribir un pacto o a sellar un acuerdo) del
que surgen tanto la sociedad civil como el Estado político. Sobre este momento crucial escribe
Locke:

- «Al ser los hombres, como ya se ha dicho, todos libres por naturaleza, iguales e
independientes, ninguno puede ser sacado de esa condición y puesto bajo el poder político de otros
sin su propio consentimiento. El único modo en que alguien se priva a sí mismo de su libertad natural
y se somete a las ataduras de la sociedad civil, es mediante un acuerdo con otros hombres, según el
cual todos se unen formando una comunidad, a fin de convivir los unos con los otros de una manera
confortable, segura y pacífica, disfrutando sin riesgo de sus propiedades respectivas y mejor
protegidos frente a quienes no forman parte de dicha comunidad».

- «… el comienzo de la sociedad política depende del consentimiento de los individuos,


los cuales se juntan y acuerdan formar una sociedad; y cuando están así incorporados
establecen el tipo de gobierno que les parece más adecuado»[23].

Gracias a esta cesión o renuncia se consigue –partiendo de un desorden que siempre amenaza con
regresar- un Orden social y político firme, seguro, permanente. Por supuesto esta cesión o renuncia
incluida en el pacto o contrato es cualquier cosa menos “desinteresada”: sólo se realiza por propio
beneficio. Así, por un lado, la “sociedad civil” no es sino una asociación de individuos en la que cada
uno persigue sus propios fines y promueve sus particulares intereses, por otro lado, el Estado
político tiene que operar como un árbitro neutral que regule –interfiriendo lo mínimo posible- las
transacciones que ocurren en la sociedad civil. ¿Cuál es, entonces, el fin principal del Estado
político? Salvaguardar la propiedad privada de los individuos libres, explica Locke. De esta trama –
en la que se define en buena medida en qué consiste la política y lo político en el mundo moderno-
se deducen, al menos, cuatro consecuencias que son visibles en el texto de Locke:

- Tanto la sociedad civil como el Estado político son “medios” respecto a los únicos fines
legítimos: los fines e intereses de los individuos.

- En la medida en que pueda afirmarse algo así como un “interés general” éste sólo
puede entenderse como una suma, yuxtaposición o agregación de los intereses
particulares.

- La sociedad civil aunque ordinariamente obedece el arbitraje del Estado político se


reserva un inalienable “derecho de resistencia” que debe ejercer cuando el Estado se
extralimite en sus atribuciones. Escribe Locke con firmeza: «La razón por la que los
hombres entran en sociedad es la preservación de su propiedad. Y el fin que se proponen
al elegir y autorizar a los miembros de la legislatura es que hagan leyes y normas que sean
como salvaguardas y barreras que protejan las propiedades de todos los miembros de la
sociedad, para así limitar el poder y moderar el dominio que cada miembro o parte des esa
sociedad pueda tener sobre los demás … Por lo tanto, siempre que el poder legislativo
viole esta ley fundamental de la sociedad, ya sea por ambición, por miedo, por insensatez
o por corrupción, trate de acumular excesivo poder o de depositarlo en manos de cualquier
otro, es decir, un poder sobre las vidas, las libertades y los bienes del pueblo, estará
traicionando su misión … Y al hacer esto, estará devolviendo al pueblo el poder que éste le
dio, y el pueblo tendrá entonces el derecho de retomar su libertad original y el de
establecer un nuevo cuerpo legislativo que le parezca apropiado, y que le proporcione
protección y seguridad, que es el fin que perseguía al unirse en sociedad»[24].

- El liberalismo político tiene su reflejo, en el seno de la sociedad civil, en el “liberalismo


económico” (en la economía capitalista de mercado –sostenida, a su vez, en la alianza
entre la ciencia y la técnica que la que hablamos en el apartado anterior-)[25].
Puede añadirse, por resaltar otros puntos destacados de los planteamientos de Locke, que dentro
del Estado político sostiene la separación entre el poder legislativo y el ejecutivo (la versión más
refinada de este tópico la encontramos, como es sabido, en Mostesquieu), además defiende que los
gobernantes están tan sujetos a la ley como los gobernados (aspecto de lo que hoy entendemos por
“Estado de Derecho”). De nuevo, pues, el pensamiento social y político de Locke dispara en la línea
de flotación de las monarquías absolutistas. En medio de todas estas consideraciones legibles en la
obra de Locke que sucintamente hemos reseñado despuntó poco a poco la configuración política
que ha prevalecido en el mundo moderno: la –llamémosla así- “democracia liberal”. Gracias a Locke,
en definitiva, nos topamos con una serie de temas y problemas cuya actualidad es indudable[26].

9. Religión y filosofía

El lugar y el papel de la religión en el mundo moderno –así como su propia y específica


configuración- posee un perfil tan complejo que resulta difícil de abarcar y abordar [27]. Con el fin de
acercarnos a este poliédrico asunto adoptaremos la obra de David Hume (1711-1176) como hilo
conductor.

En este denso y abigarrado ámbito del saber, ¿de qué se ocupó concretamente Hume? Nos
lo explica con las siguientes palabras: «Si toda investigación referente a la religión es de la máxima
importancia, hay dos cuestiones en particular que llaman especialmente nuestra atención, a saber: la
que se refiere a la fundamentación racional de la religión y la que se pregunta por el origen de la
religión en la naturaleza humana»[28].

Al segundo de estos temas dedicó, principalmente, su Historia natural de la religión, publicada


en 1757; en ella estudia el origen del “sentimiento religioso” y su peculiar desarrollo en las diferentes
religiones históricas.

El primer tema –la “fundamentación racional de la religión”- se refiere a lo que se ha


denominado “teología natural”; ésta –concebida en la Edad Media como complemento a la “teología
revelada”, sostenida sobre la fe y la interpretación de las Sagradas Escrituras- se ocupa de articular
lo que la “razón” puede conocer sobre la esencia y la existencia de Dios [29]. Hume le dedicó su libro
Diálogos sobre la religión natural; aunque fue escrito en 1751 su publicó –después de numerosos
avatares- tres años después de su muerte (si lo hubiese editado en vida probablemente hubiese
terminado con sus huesos en la cárcel –y esta es una buena muestra de cómo estaba el patio en el
muy civilizado y tolerante Reino Unido de entonces-).

Como observación general puede afirmarse que Hume es implacable con la teología racional
y condescendiente –hasta cierto punto- con el sentimiento religioso. Hume, en todo caso, rechaza de
plano y sin contemplaciones la ignorancia oscurantista y la superstición desatada que conducen a la
peligrosa pendiente del fanatismo y la intolerancia –a la que son especialmente proclives los
monoteísmos en la medida en que se ufanan de profesar la única religión verdadera. Muchas
religiones –nos dice- consiguen sacar a la luz lo peor del género humano; ¿cuándo? Cuando se
organizan en torno a dos operaciones: primero inculcan un profundo temor y un constante miedo y, a
continuación, se prodigan en administrar vanas esperanzas que dejan inermes a los adeptos,
volviéndolos dóciles y manejables[30].

Haremos una breve incursión en los Diálogos sobre la religión natural[31]. El blanco de sus
críticas lo constituye, como dijimos, la teología natural. Hume niega –desplegando numerosos
argumentos- que sea factible conocer racionalmente tanto la esencia como la existencia de Dios, así
en las partes segunda a la octava pone en tela de juicio las “pruebas a posteriori”, en la parte novena
las “pruebas a priori” y, además, en las partes décima y onceava se enfrenta a la pretensiones de la
“teodicea”.
Hume se ocupa con detalle, ante todo, a las pruebas a posteriori de la existencia de Dios, nos
ceñiremos, pues, a lo que expone sobre ellas. En las pruebas a posteriori se intenta realizar una
inferencia causal que parte del “orden del universo” (efecto) remontándose hacia su causa: Dios.
Este orden presenta dos aspectos: uno nomológico (el orden legal, la regularidad previsible, etc.) y
otro teleológico (adecuación de medios y fines, etc.). Muchas de las pruebas a posteriori mezclan
ambas consideraciones, y aunque Hume entiende que ambas vías son igualmente intransitables se
refiere principalmente a la que se orienta por la vertiente “teleológica” de la cuestión. Lo específico
de esta prueba de la existencia de Dios es que acude a una “analogía” –propiciada por el
“mecanicismo” propio de la ciencia moderna de la naturaleza- con la “actividad técnica” (es decir, con
la labor de artesanos o arquitectos). Manuel Garrido –en el estudio prelimar a los Diálogos sobre la
religión natural- explica así cómo discurre esta prueba: «Si hay una casa, suponemos que hay, o que
hubo, un arquitecto; y si un reloj, un relojero. El orden o finalidad que apreciamos en el mundo, en
particular en los seres vivos, parece invitarnos a inferir, análogamente, la existencia de un Arquitecto
supremo a cuyo inteligente Designio obedece ese orden. A esta inferencia, denominada por Kant
prueba físico-teleológica, se la conoce más vulgarmente como el argumento del designio. Su origen
se remonta a Platón y Aristóteles, es la quinta de las “vías” propuestas por Tomás de Aquino en la
Summa Theologica y fue en el siglo XVIII la prueba más popular de la existencia de Dios y caballo de
batalla en la polémica de cristianos y deístas con el ateísmo. Hume dedica expresamente más de la
mitad de las páginas de sus Diálogos sobre la religión natural al análisis y la discusión de este
razonamiento»[32]. Veamos lo que dice el texto de Hume:

«Para no perder tiempo alguno en circunloquios, dijo Cleantes dirigiéndose a Demea, y


menos aún en réplicas a las piadosas disertaciones de Filón, explicaré brevemente cómo concibo yo
este asunto. Pasead vuestra mirada por el mundo, contempladlo en su totalidad y a cada una de sus
partes: encontraréis que no es sino una gran máquina, subdividida en un infinito número de
máquinas más pequeñas, que a su vez admiten subdivisiones hasta un grado que va más allá de lo
que pueden rastrear y explicar los sentidos y facultades del ser humano. Todas esas diferentes
máquinas, y hasta sus partes más diminutas, están ajustadas entre sí con una precisión que cautiva
la admiración de cuantos hombres las han contemplado. La curiosa adaptación de medios y fines, a
lo largo y ancho de toda la naturaleza, se asemeja exactamente, aunque excediéndolos con mucho,
a los productos del humano ingenio: del designio, el pensamiento, la sabiduría y la inteligencia
humanas. Puesto que los efectos, por tanto, se asemejan unos a otros, nos sentimos inclinados a
inferir, por todas las reglas de la analogía, que también las causas se asemejan, y que el Autor de la
naturaleza es en algo similar a la mente del hombre, aunque dotado de unas facultades mucho más
amplias, que están en proporción con la grandeza de la obra que ha ejecutado. Por este argumento
a posteriori, y sólo por él, podemos probar a un mismo tiempo la existencia de una Deidad y su
similaridad con la mente y la inteligencia humanas»[33].

Se acude aquí, pues, a una peculiar inferencia analógica en la que el universo se entiende
a imagen y semejanza de una máquina (una casa o reloj), y en la medida en que una máquina
supone a un artífice que la ha diseñado y fabricado se afirma que el universo es el efecto de una
causa: un Dios artesano o arquitecto[34].

Pues bien, lo que arguye Hume es que esta “inferencia analógica” es errónea, pues no
respeta las reglas elementales que permiten llevar a cabo una inferencia correcta cuando el
argumento o prueba pretende sostenerse sobre una “analogía”. Así expone Carlos Mellizo las
consideraciones críticas que –en boca de Filón- despliega Hume: «El argumento de Cleantes es, en
cierto modo, humeano, por lo menos en lo que tiene de aplicación del método experimental. A la
base de este tipo de prueba opera el convencimiento de que sólo la experiencia puede
proporcionarnos –aunque jamás de un modo terminante e irrefutable- algún tipo de conocimiento
acerca de las causas. Si a Cleantes le toca en los Diálogos desempeñar el papel de “filósofo
experimental” a ultranza, a Filón le corresponde el de “escéptico especulativo en materia de religión”.
Pues, concediendo en principio, alguna validez al método de Cleantes, se niega a extender su esfera
de aplicabilidad más allá del ámbito de lo sensible. Con abundancia de ejemplos y de hipótesis
descabelladas, pero verosímiles, Filón presenta a su interlocutor las dificultades que surgen frente a
la pretensión de establecer una analogía entre los productos debidos al artificio humano, y el mundo,
interpretado como producto de una planificación divina. Después, pregunta a su antagonista si en
realidad el conocimiento humano tiene datos suficientes para afirmar que sólo la mente es capaz de
organizar la materia, y si el hecho de que tal sea el caso en la pequeña esfera de objetos que caen
bajo nuestro conocimiento, nos proporciona una base adecuada para pronunciarnos de un modo
decisivo respecto al todo. Y la crítica adquiere su máxima fuerza cuando Filón señala que todas las
inferencias causales que tienen alguna validez se fundan en la observación de la unión constante
entre dos clases de objetos. Privados de esa experiencia cuando nos referimos a la relación Dios-
Mundo, nos vemos obligados a reconocer que esa posible relación es “particular, única y sin paralelo
alguno”. ¿Cómo, por tanto, puede tener la palabra causa, aplicada a Dios, un significado
humanamente inteligible? No contento con lo que lleva ganado en el debate, Filón hace alarde de
sus poderosas facultades dialécticas, y hasta llega a avanzar un paso más dando por válida la
suposición de su contrincante según la cual el Universo obedece a un plan de una Mente Divina.
Suponiendo, pues, que el todo respondiese a los designios de una razón superior, dice Filón,
también esta razón requeriría, a su vez, otra causa. Así pues, o bien nos embarcamos en un proceso
in infinitum, o, admitiendo nuestra ignorancia, nos contentamos desde el punto de vista
epistemológico con el hecho de la naturaleza misma»[35]. Por su parte –y complementando lo
anterior- José L. Tasset resume de este modo las objeciones de Hume a este aspecto concreto de la
teología natural: «La crítica de Hume lo único que hace es establecer cuáles son las reglas del
razonamiento analógico y ver si el argumento teleológico las cumple o no. Esta crítica humeana de
una parte muy importante de la teología natural muestra muy bien a las claras el ingenio de Hume;
su talento reactivo, más que constructivo, se muestra en casos como este … Las reglas de todo
razonamiento analógico rigurosos dicen que los hechos con circunstancias similares dan lugar a
analogías (es decir, a razonamientos analógicamente construidos acerca de sus causas) con un alto
grado de fiabilidad; pero los hechos con circunstancias muy diferentes nunca podrán relacionarse
mediante analogías en las que se pueda confiar. De modo general podemos decir que la norma
fundamental de la analogía que se aplicará a todo razonamiento de este tipo es: en la medida en que
aumenta la diferencia entre los efectos de que partimos, disminuirá proporcionalmente la evidencia
de la prueba, hasta llegar en algunos casos a una certeza mínima, que no sirve, en absoluto, para
establecer la conclusión deseada acerca de sus causas. Después, lo que hace Hume es aplicar su
análisis de la analogía al caso concreto del argumento teleológico: “… la desemejanza entre una
casa y el universo es tan abrumadora, que lo único que podrías pretender sería, quizá, la conjetura o
la vaga suposición de que las causas de esas dos realidades se parecen en algo” (Diálogos, parte
2ª). En opinión de Hume, por tanto, el argumento teleológico encierra dos fallos … En primer lugar, el
argumento incumple una norma de prudencia científica: no se puede transferir la experiencia de un
fenómeno a otro si observamos el más mínimo cambio en las circunstancias; así pues, el teísta
experimental o físico-teólogo no tiene en cuenta la diferencia de circunstancias entre el universo y los
artefactos humanos. El segundo error consiste en transferir una experiencia particular –es por medio
de una causa activa como algunas partes de la naturaleza producen alteraciones en otras partes- a
la generalidad de un fenómeno: la totalidad del universo. Pero, ¿cómo sabemos que lo válido para
una parte lo es también para el todo? La gran desproporción que existe entre el todo y las partes,
¿no prohíbe toda comparación e inferencia? … En conclusión, como la probabilidad de una analogía
es proporcional a la semejanza de las experiencias que son objeto de tal analogía, en este caso, la
creación del mundo y la producción de una casa, la probabilidad del argumento teleológico es nula,
pues de una de ellas no podemos tener ninguna experiencia» [36]. Las pruebas a posteriori de la
existencia de Dios, a partir de todo este conjunto de consideraciones, se consideran refutadas
(recuérdese que poniendo en juego otra serie de recursos Kant, en la “dialéctica transcendental” de
la Crítica de la razón pura, llegaba a esta misma conclusión).

Hume dedica una parte de su libro a las cuestiones que suscita la “teodicea”; ésta se
pregunta –partiendo de los males que tienen lugar en el mundo (catástrofes naturales,
enfermedades, guerras, crímenes, etc.) y de la benevolencia infinita que la teología atribuye a Dios-
si se muestra aquí, o no, algún tipo de contradicción o de incompatibilidad. ¿Cómo casa lo uno y lo
otro? Manuel Garrido nos presenta así la cuestión: «Para el hombre común es un hecho que hay mal
en el mundo tanto físico (dolor, enfermedad, muerte, catástrofes), como moral (la injusticia, el crimen,
la guerra). El problema filosófico del mal surge cuando uno se pregunta por la razón de ser de este
hecho: Desde los supuestos del teísmo, la solución del problema exige conciliar dos premisas
antagónicas: 1) la experiencia del mal en el mundo, y 2) la creencia en un Dios que es sabio, bueno
y poderoso en grado sumo. Es la tarea filosófica que Leibniz bautizó con el nombre de teodicea
(etimológicamente, “justificación de Dios”). Hume dedica las partes X y XI de los Diálogos al análisis
de este problema. Ya en la primera de estas dos partes, después de haber descrito –estando en ello
de acuerdo con Demea y en descuerdo con Cleantes- al mundo como un valle de lágrimas, adelanta
en breves palabras su respuesta a la cuestión, que es negativa: “Supongamos que el poder divino es
infinito; todo lo que Dios quiera se cumplirá; pero ni el hombre ni ningún otro animal es feliz; por
consiguiente, él no quiere la felicidad de esas criaturas. Su sabiduría es infinita; jamás yerra al elegir
los medios para un fin; pero el curso de la naturaleza no tiende a la felicidad humana o animal; por
consiguiente, dicho curso no ha sido establecido para tal propósito. En todo ámbito del conocimiento
humano no hay inferencias más ciertas o infalibles que éstas. ¿En qué sentido, entonces, se
asemejan la benevolencia y misericordia divinas a la benevolencia y misericordia humanas?”
(Diálogos, parte X). El teísmo es sólo una entre las diferentes explicaciones alternativas al problema
del mal. Frente al maniqueísmo, que contempla la lucha entre el bien y el mal como una batalla entre
dos príncipes que capitaneasen ejércitos igualmente poderosos, la solución teísta prefiere atenuar la
primera de las dos premisas antagónicas que mencioné más arriba: o bien minimizando, como
sugiere Cleantes, el número o la proporción de los males que circulan por el mundo; o bien
definiendo en mal, al estilo de la tradición escolástica, como “privación del bien” y negándole, por
tanto, existencia positiva; o bien apelando, según propone Demea –en una línea de pensamiento que
se remonta a San Agustín- a una perspectiva más amplia que aprecie, como en las obras de arte, la
contribución de un defecto puntual a la belleza y perfección de la totalidad del universo y que sepa
tener en cuenta además que el mal puede ser condición o consecuencia necesaria del bien, tal y
como implica, por ejemplo, la libertad el poder de pecar» [37]. Por su parte José L. Tasset resume en
estos términos la posición de Hume: « Los teístas suelen atribuir a Dios justicia, benevolencia,
generosidad y rectitud. Pero la existencia del mal físico y moral en el mundo va en contra de tal
atribución si aceptamos, como hace la teología natural, que vamos a realizar nuestras inferencias a
partir sólo de la experiencia. Por eso, si el mal en el mundo es un hecho, entonces se puede
cuestionar la naturaleza moral de la Deidad. En esta cuestión, como en otras, Hume acude a los
planteamientos de Epicuro: si bien el mal en el mundo no puede demostrar fehacientemente la
inexistencia de Dios, sí constituye una prueba de que Dios es totalmente ajeno a los asuntos,
intereses y finalidades humanos. Para la expresión de la antinomia Dios/Mal en el mundo, Hume
recurre a la fuerza expresiva del conocido trilema de Epicuro sobre Dios: “¿Es que quiere evitar el
mal y es incapaz de hacerlo? Entonces, es que es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere?
Entonces, es malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal” (Diálogos,
parte X). Sostener que los males presentes se rectifican en un periodo futuro de existencia, o que un
mal puede ser un medio de evitar uno mayor, no supera la objeción de Hume …Parece, pues, que el
único modo de refutar el razonamiento de Hume –si hay mal, no hay un Dios que se interesa por
nosotros- es negar la miseria y la injusticia humanas. La teología natural podría objetar que el bien y
en placer exceden siempre al mal y al dolor, pero –explica Hume- decir que los “exceden” implica
reconocer explícitamente que hay mal y dolor, y no es esto “lo que esperamos de un poder infinito,
de una infinita sabiduría y de una infinita bondad” (Diálogos, parte X). Pregunta Hume: “¿Por qué
existe siguiera un mal en el mundo? Ciertamente que no es debido a la casualidad. Entonces
proviene de alguna causa. ¿Proviene de la intención de la Deidad? Pero Él es perfectamente
benevolente. ¿Es este mal contrario a su intención? Pero Él es todopoderoso” (Diálogos, parte X).
Incluso reconociendo que el mal fuese compatible con la bondad y la omnipotencia de la Deidad esta
atribución no es en sí misma legítima, pues los atributos de la Deidad tienen que ser demostrados -
según el razonamiento experimental que es la base de la teología deísta y de gran parte de la
llamada teología natural o racional- tan sólo a partir de los fenómenos observados. Incluso si el
mundo fuera bueno, el bien contemplado sería finito, y ¿cómo se puede inferir una benevolencia
infinita a partir de un bien manifiestamente finito?»[38].

En definitiva, y considerando el conjunto de sus escritos sobre cuestiones religiosas, ¿qué


tarea propone Hume como adecuada a la razón? Extirpar en las distintas religiones los elementos
dogmáticos que las convierten en fuente de cerrazón y fanatismo; más que tirar por la borda el
conjunto de la experiencia religiosa –o pretender erradicar este ámbito del saber- Hume entiende que
el esfuerzo debe concentrarse en combatir las falsas religiones. Además señala dos importantes
requisitos de un genuino acercamiento a la religión y lo religioso: en primer lugar es inadecuada una
concepción de lo divino que lo defina como el fundamento del mundo (su causa creadora, etc.), en
segundo lugar –y en beneficio de ambas, pues sólo así se reconoce su mutua irreductibilidad- tienen
que separarse la religión y la moral. Desde luego, y sea dicho para terminar, si nos preguntamos
¿Consigue Hume aclarar cuál es la índole propia de la “experiencia religiosa”? La respuesta –nos
parece- debe ser negativa: apelar a un “sentimiento religioso” no basta. Pero con ello nos topamos
con el límite histórico de su perspectiva, es decir, ante una carencia que hoy es menester
subsanar[39].

10. El cientificismo y su crítica filosófica

El cientificismo es una posición filosófica ampliamente difundida, ella impregna profundamente,


además, la mentalidad común del ciudadano medio [40]. Buena parte de la “filosofía analítica” lo
profesa con más o menos intensidad y, según los casos, con una peculiar variedad de matices (no
es casual que a la propuesta avalada por el Círculo de Viena –de donde parte la filosofía analítica
angloamericana- se la denomine tanto “empirismo lógico” como también “neopositivismo”) [41]. Con el
fin de penetrar en la entraña de esta posición acudiremos a su raíz: el positivismo decimonónico.
Repararemos, así, en el autor del Discurso sobre el espíritu positivo (1844): Auguste Comte (1798-
1856)[42]. Él comparte con la burguesía urbana una extrema confianza en el mundo moderno, un
mundo que surgió de la confluencia de dos revoluciones [43] y que en el siglo XIX pretendía
estabilizarse, asentarse, consolidarse. En Comte confluyen la hostilidad al idealismo filosófico [44] y
una reivindicación de la herencia de F. Bacon y R. Descartes (así lo explica él mismo en el prólogo a
su obra Catecismo positivista). ¿En qué puntos puede cifrarse la relevancia general de los escritos
de Comte? J. M. Navarro y T. Calvo apuntan al respecto: «… el positivismo comtiano, como toda
verdadera filosofía y más que muchas de ellas, ha influido y configurado el modo como el hombre
entiende y realiza su vida. Así cabría hablar de una “total positivización del hombre y de su vivir”,
cuya plasmación se puede reconocer claramente en nuestra edad ciencista y tecnológica»[45].

De la obra de Comte estudiaremos con brevedad su concepción de la Historia Universal, su


definición y clasificación de las ciencias y su concepción sobre la función social de la ciencia.

Comte sostiene que la Historia Universal está evidentemente gobernada por una ley única;
según ésta la Historia está organizada por la necesaria sucesión de tres estadios de tal manera que
cada nuevo estadio supera al anterior representando respecto a él un invencible Progreso. La
Historia, pues, dibuja una clara y nítida línea ascendente. El tercer estadio –“ese en el que
comenzamos a entrar nosotros”, afirma Comte- es el estadio final, el definitivo: el que supone la
cima, la cumbre, ese en el que la máxima perfección a la que cabe aspirar se satisface de una vez
por todas y para siempre (“happy end”, pues, y amén). ¿Qué caracteriza a este estadio último y
superior? La prioridad –que debe imponerse poco a poco en todas las esferas de la vida- de la
ciencia. ¿En qué consiste, entonces, el estadio final? En un mundo gobernado en todos sus rincones
por la ciencia y su único aliado fiable: la técnica [46]. En esto se resuelve la Historia Universal de la
Humanidad: al estadio religioso sucede el metafísico y a éste, por fin, el “estadio positivo”, ese que,
poco a poco, se va concretando y afianzando en la modernidad [47]. ¿Qué es, por cierto, lo que
legitima y prueba la absoluta prioridad de la ciencia y la técnica? ¿Qué demuestra sin lugar a duda
que ella debe ocupar el lugar central o que sea el foco principal del que irradia la luz que todo lo
ilumina? El Progreso de la Historia, nada más y nada menos.

Sentado esto Comte emprende dos tareas: definir la ciencia y ofrecer una clasificación las
ciencias. Veamos qué dice al respecto.

El “estadio positivo” –y a esto debe su nombre- es el presidido por la “ciencia positiva”. La


ciencia reconoce y se rige por un puro y definitivo “positum”: algo “puesto” de una vez por todas
antes que ella y con independencia de ella. ¿Y qué es eso ya siempre y enteramente “puesto”? Los
“hechos”: lo único realmente existente, la única fija y permanente realidad de verdad. Ellos -en tanto
son “lo ya ahí dado de antemano”- constituyen la última piedra de toque de la ciencia: la dura roca
sobre el que se eleva su férreo edificio. “Observar los hechos y nada más que los hechos”: éste es el
primer y último imperativo de la ciencia. ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo lograrlo? Desprendiéndose de
todo prejuicio y liberándose de todo supuesto (los prejuicios y los supuestos –según el relato
positivista- eral los que obnubilaban el recto juicio en los estadios religioso y metafísico). Estamos
aquí, pues, en el plano gnoseológico, ante una estricta concepción “realista”[48].

Pero la ciencia aunque reposa sobre la pura y desnuda observación de los hechos no se
limita a esto. La ciencia debe conseguir reflejar sin distorsiones las leyes de los hechos. Éstas leyes
registran conexiones causales entre los hechos recogidas –al menos en las ciencias más firmes y
solventes- en fórmulas matemáticas. El horizonte de la ciencia –afirma Comte- es, pues, el
“determinismo”: las leyes –ellas mismas fijas e inmutables- deben expresar lo constante y
permanente de los hechos. Es por esto que la ciencia alcanza –refleja en su pulido espejo- la
realidad de verdad. Además lo que caracteriza a la ciencia es que emplea un método: un
procedimiento infinitamente reiterable que permite asegurar la verdad de las hipótesis a través de la
programación de experimentos. El método es, así, una garantía infalible de la validez de los
resultados de la ciencia. Cuando algo está “metódicamente comprobado” sólo cabe el unánime
asentimiento: cualquier duda o pregunta sobra, está de más. En definitiva Comte define a la ciencia
como el conocimiento de los hechos bajo leyes explicativas obtenidas a posteriori comprobando
metódicamente hipótesis.

Una vez definida Comte lleva a cabo una clasificación de las ciencias. Consigue, así,
introducir entre ellas una determinada jerarquía y un reparto de funciones. Ocupará la cúspide –
erigiéndose en la ciencia modélica y ejemplar- aquella cuyos objetos sean los más simples y sus
leyes las más universales; la ciencia inferior, en cambio, será esa cuyos objetos sean los más
complejos y sus leyes las más particulares. Felipe Martínez Marzoa expone qué resulta de aplicar la
pauta que acabamos de señalar: «La primera tarea, en orden a conseguir esta organización total, es
la de hacer una “clasificación” de las ciencias que revele el efectivo orden de dependencia entre
ellas, el cual es a la vez el orden de sucesión en el que las ciencias entran en el estado positivo.
Ocuparán el primer lugar aquellas que versan sobre objetos más generales y más simples, los
cuales están supuestos en los más particulares y más complejos. La ciencia de los cuerpos
inorgánicos (“física inorgánica”) tiene un objeto más general y más simple que la de los cuerpos
orgánicos (“física orgánica”); dentro de aquélla, siguiendo también el orden de simplicidad y
generalidad decreciente, habrá primero una “física celeste” (física de los cuerpos celestes) y, luego,
una “física terrestre”, la cual, a su vez, será (también por este orden) “física” propiamente dicha y
“química”; por su parte la física orgánica será, en primer lugar, “física fisiológica” y, en segundo lugar,
“física social”. La “enciclopedia” de las ciencias quedará, pues, de menor a mayor complejidad,
organizada así: Astronomía, Física, Química, Biología, Sociología. No están incluidas las
matemáticas, porque no son ninguna ciencia particular, sino el fundamento de toda ciencia» [49]. Se ve
así que lo óptimo en la óptica de Comte es la cuantificación de las leyes explicativas, es decir: una
ley lo es cuando se expresa en una fórmula matemática.

Es el momento de considerar cuál es, dentro del positivismo, la “función social” que se
asigna a las ciencias. En este punto el positivismo efectúa un peculiar “giro antropológico” [50]. El
primer paso de este giro consiste en “tecnificar la ciencia”: según Comte la ciencia, para serlo, deber
ser “aplicada técnicamente” (propugna así una alianza entre la tecnociencia y el sistema productivo);
explica sobre esto J. I. Morera: «Ciencia y técnica, teoría y práctica deben conjugarse con el fin de
evitar en todo momento y en cualquier ámbito la dispersión que representa tener, por ejemplo, un
nivel de positividad en el campo técnico pero estar en una instancia teológico-metafísica en al campo
teórico. La técnica permite que la teoría llegue a la acción y resulte útil, de otro modo, como ocurre
con frecuencia, las teorías carecen de interés práctico y son estériles» [51]. Gracias a la aplicación
técnica de la ciencia se logra el control de los objetos [52]. Felipe Martínez Marzoa lo subraya diciendo:
«Para Comte toda ciencia es teoría … pero el sentido profundo de esto es –según el propio Comte-
que no es este o aquel contenido de la ciencia, sino el sentido general de la ciencia misma, lo que es
dominio de las cosas»[53]. ¿Por qué, a partir de aquí, cabe hablar de un “giro antropológico” del y en
el positivismo? Porque la alianza entre la ciencia y la técnica propugnada por Comte afirma que todo
debe subordinarse en último término “al hombre y sus necesidades” [54]. Partiendo de esto resulta
importante, sin duda, averiguar cuáles son las genuinas “necesidades del hombre” y esto sólo puede
hacerlo –entiende Comte con coherencia- la propia ciencia. ¿Cuál de ellas? Nada menos que la
“sociología”. Dos autores nos concretan los detalles de esta respuesta:

-«Referido a la sociología esto quiere decir que que ella ha de convertirse en la base de un
orden social sociocrático, es decir: en el que sociología ha de constituir el elemento dirigente. Incluso
la investigación científica ha de estar al servicio de “las verdaderas necesidades intelectuales del
hombre”, y la sociología es el tribunal que determina qué “necesidades” son “las verdaderas”, y lo
determina conforme al criterio de un necesario “progreso” como “perfeccionamiento” constante de la
humanidad y “creciente predominio de las tendencias más nobles de nuestra naturaleza”»[55].

-«La sociología, cuya situación en el concierto de las ciencias básicas es la más compleja y la más
precaria, posee sin embargo, de entrada, el valor decisivo de posibilitar la convergencia de todo el
saber al contemplar las diversas ciencias en su relación con los hombres. Los variados campos
científicos, con sus objetos y métodos propios, no permiten la conjunción de los mismos en una
síntesis objetiva, pero sí es viable llevarlo a cabo desde la “subjetividad” de lo humano,
presentándose entonces todo el proceso de conocimiento como un discurrir histórico desde lo
exterior la hombre hacia los aspectos que más directamente lo constituyen y configuran. Esto es así,
como ya hemos visto, en tanto en cuanto el estudio sobre el hombre ha superado fases anteriores y
se ha instalado en la positividad. La sociología, por tanto, posee un carácter de subordinación a la
vez que directivo y ordenador respecto a las ciencias. Por una parte, depende de las ciencias,
especialmente de la biología, que permite un conocimiento fundamental de la naturaleza humana, y
de las ciencias inorgánicas en general que hacen posible el estudio de las condiciones en las que se
desarrolla la vida en el mundo. Por otra parte, es la clave que da explicación y sentido a las demás
ciencias dirigiéndolas según el valor que poseen en orden a solventar las necesidades humanas. La
función teórica de unificación e integración de las ciencias se conjuga ahora ya con la función
práctica, reformadora de lo social. El conocimiento previo de las leyes que configuran lo social
permitirá su necesaria reorganización, pues sólo controlando el entorno se puede dinamizar con
éxito la renovación progresiva»[56].

Surge así una curiosa paradoja: la ciencia inferior es, al final, y en razón del “giro
antropológico” del que estamos hablando, la ciencia directiva, la ciencia llamada a gobernar en el
estadio positivo. Si en la utopía platónica los gobernantes tenían que ser “los filósofos” en la
propuesta de Comte se los sustituye por “los científicos”, más concretamente por “los sociólogos”,
entendidos como “ingenieros sociales”. En definitiva: Comte sostiene que el fin de la Historia
Universal, la culminación del Progreso, la constituye la era científico-industrial [57] a la que
corresponde un régimen político “tecnocrático”. ¿Qué tiene entonces la primacía y la prioridad en el
“estado positivo”? Lo útil, lo eficaz, lo eficiente, lo rentable, lo funcional, es decir: todo lo que depende
de la “razón instrumental”. Expresado en vocabulario hegeliano: “todo lo real es racional” –según el
positivismo- cuando todo está bajo el gobierno de la ciencia y la técnica, es decir: allí donde la
tecnociencia moldea todos los rincones del mundo.

A partir de estos elementos –y ya en su última etapa- Comte declaró a los cuatro vientos el
surgimiento de una “nueva fe” ¿Fe en qué? En la incontrovertible e infalible autoridad de la ciencia.
La ciencia resulta así proclamada la “nueva (y única) religión de la humanidad”. Escribe José María
Atencia en su documentado libro sobre Comte: «Por su parte, la ciencia se manifiesta ya como un
factor verdaderamente moderno, progresivo, eficaz e indiscutible. Ha heredado la autoridad moral
que antaño tuviera la religión. La ciencia es por naturaleza dogmática y en ella no hay libertad de
conciencia. Por ello es coherente, firme, fidedigna en toda la fuerza del término» [58].

En el contexto dibujado por el positivismo: ¿cuál es el destino de la filosofía? ¿cuál su lugar y


papel? La respuesta oscila entre cuatro opciones sin decantarse por ninguna en exclusiva –cada una
de ellas ha sido asumida por distintas versiones de la “filosofía analítica” (genuina heredera del
positivismo)-:

1.- Eliminación de la filosofía; la filosofía se disuelve a sí misma en la ciencia al quedarse sin


cometido ni territorio propio.

2.- La filosofía se encarga de lograr una “fundamentación” de la ciencia.

3.- La filosofía debe refundir los resultados de las ciencias en una “concepción (científica) del
mundo”.

4.- La filosofía tiene que volcarse en llevar a cabo análisis lógicos y/o metodológicos de los
conocimientos científicos.

Sea cual sea la opción adoptada en todas ellas la filosofía aparece siendo “ancilla scientiae”,
tal como en la Edad Medio fue “sierva” de la teología cristiana.

De todos modos el cientificismo –algunos de cuyos rasgos hemos delineado gracias al


positivismo- ha sido tema de “crítica filosófica”. Enfocaremos el asunto –por seguir con el ejemplo
adoptado- con algunos argumentos críticos dirigidos contra el positivismo (tanto en su versión
decimonónica como en las versiones que –con nuevos matices- han proliferado en el siglo XX).

Importa resaltar, de entrada, lo siguiente: la crítica al cientificismo no implica tanto un


cuestionamiento de la propia ciencia como la puesta en tela de juicio de una errónea concepción de
la misma –muy extendida sin duda, muy influyente también-. ¿Qué decir aquí? Para empezar que
una fe ciega en la ciencia no es otra cosa que un puro dogmatismo incompatible con la “actitud
crítica” consubstancial a la filosofía. Por paradójico o contradictorio que pueda parecer cuando el
positivismo se presenta como el remedio contra el dogmatismo de la metafísica lo hace impulsando
una “metafísica” de nuevo cuño[59]. ¿En qué elementos suyos cabe localizar el rígido dogmatismo de
la posición positivista? Por ejemplo en los dos siguientes:

1.- Por una lado el positivismo considera que la ciencia –y sólo ella- es un fiel y exacto reflejo
del “mundo verdadero”, de la “realidad en sí” (postula pues –como la vieja metafísica- que la
“realidad” es ya siempre y definitivamente todo lo que es y nada más que lo que ya es –
constituyendo entonces una pura “actualidad” sin potencialidad o virtualidad alguna-). De este
modo se convierte a la ciencia (se de facto o de iure) en un “saber absoluto” (completo,
exhaustivo, definitivo, infalible).

2.- Por otro lado el positivismo implica un drástico y rotundo “reduccionismo” en la medida en
que es inseparable –en el plano ontológico- de un “monismo fisicalista” según el cual “lo real”
es o físico o reductible a términos físicos (este “materialismo cientificista” está implícito en
buena parte de la filosofía analítica del siglo XX).

Por cierto –y lo señalamos sin entrar en los detalles de la cuestión- la crítica del positivismo
(firme matriz del cientificismo) es inseparable de una crítica del mundo moderno pues ha sido
en él donde ha brotado y donde ha arraigado. Esta crítica, desde luego, puede ser conducida
por distintos derroteros en los que no vamos adentrarnos ahora.

De la mano de unos pocos textos señalaremos algunos puntos críticos del positivismo. Por
ejemplo Felipe Martínez Marzoa pone en duda uno de los principales pilares del positivismo: su
creencia en que es posible un acceso puro y desnudo a “los hechos”; dice así: «No se encuentra en
la obra de Comte ninguna averiguación acerca de qué es lo que la propia actitud científica pone,
como exigencia absoluta a priori, en su mismo modo de acoger la presencia de los fenómenos; por
ello no es de extrañar que el término “positivismo” haya quedado para designar aquella actitud de
“atenerse a los hechos” que se cree libre de supuestos por el hecho de que, habiendo decretado la
ausencia de supuestos, lo que en realidad ha prohibido es toda averiguación acerca de lo que hay
supuesto en la misma actitud neutral y objetiva presencia de los fenómenos, y lo que de este modo
ha conseguido es que sus propios supuestos permanezcan desconocidos, por lo tanto no criticados
y, por lo tanto, pedestremente constituidos»[60]. Por su parte J. M. Navarro y T. Calvo sostienen: «En
fin, el positivismo comtiano ha llevado a cabo una interpretación “reductivamente positivista” de la
razón: la positivización de la razón. Con esta expresión se quiere designar la amputación de la
naturaleza y tarea crítica de la razón con respecto a la realidad social e histórica dada, y su
sometimiento ciego a las ciencias y a la técnica como únicos y omnipotentes modos del ejercicio
práctico-racional del pensamiento. En una palabra, con esa expresión se quiere designar la
reducción de la razón a “organización” y su sometimiento a los hechos y a la experiencia dada: la
razón positiva e instrumental»[61]. Por último José María Atencia afirma con ecuanimidad: «La
ilegitimidad del programa comteano salta a la vista tan pronto como se considera de cerca. Pero
entonces se abre ante nosotros una serie de interrogantes que transcienden el plano de una
investigación histórica sobre el pensador francés para adquirir la gravedad de una pregunta
sistemática y filosófica en sentido estricto: ¿es posible, o lo será algún día, la construcción de un
sistema de ideas apoyado en la ciencia? ¿tiene la sociedad derecho a esperar de la ciencia algún
tipo de respuesta a los problemas de la convivencia humana? Sobre todo, ¿cabe la posibilidad de
que se convierta la ciencia en el dogma moderno? Y si así fuera, ¿cuáles serían las consecuencias?
¿cuál el papel de los científicos en la sociedad? Es evidente que las respuestas de Auguste Comte
no son ni pueden ser plenamente actuales. Pero para nosotros no es menos cierto que el rigor de su
planteamiento y la profundidad de su percepción sobre estos problemas le dan derecho a una nueva
lectura y a un reexamen, al tiempo que nos brindan a todos nosotros la ocasión de recuperar a unos
de los más grandes clásicos del pensamiento moderno»[62].

Para terminar, y con suma brevedad, mencionaremos algunos hitos –dentro de la filosofía
continental del siglo XX- de la crítica filosófica del cientificismo: La crisis de las ciencias europeas y
la fenomenología transcendental (1938) de E. Husserl (en esta obra se denuncia el ingenuo
“objetivismo” del realismo cientificista); Verdad y método (1960) de H. G. Gadamer (en él se discute
la exagerada confianza en el “método” –entendido como el único modo de establecer alguna
“verdad”-); Ciencia y técnica como “ideología” (1968) de J. Habermas (aquí se cuestiona la visión
tecnocientífica de la sociedad y de la política). En el estudio atento de éstos y otros textos se
encontrarán un buen conjunto de argumentos desde los que llevar a cabo con rigor y acierto una
crítica filosófica del cientificismo (una posición, como hemos señalado repetidamente, muy arraigada
y, por eso, muy difícil de contrarrestar).
[1]
M. Heidegger, Caminos del bosque, ed. Alianza, 1996, pp. 75-76.
[2]
Véase el esclarecedor libro de Alexander Koyré, Del mundo cerrado al universo infinito, ed. siglo
XXI, 1979.
[3]
Respecto a la física cartesiana es recomendable el artículo de Juan Antonio Valor “La fábrica
cartesiana del mundo: un paseo por los jardines de Versalles” incluido en El taller de las ideas (diez
lecciones de historia de la ciencia), compilado por José Luís González Recio, ed. Plaza y Valdés,
2005. Una clara exposición de la filosofía de Descartes es la redactada por Jacinto Rivera de
Rosales, “Descartes o la subjetividad racionalista”, en Filosofía y cultura, compilado por Moisés
González, ed. Siglo XXI, 1999.
[4]
R. Descartes, Los principios de la filosofía, ed. Alianza, 1995, p.15.
[5]
R. Descartes, Reglas para la dirección del ingenio, ed. Alianza, 1995, p. 82.
[6]
La física del siglo XX está marcada en buena medida por la crisis del mecanicismo y el
determinismo. Como introducción al tema cabe citar el capítulo tercero de La ciencia contemporánea
y sus implicaciones filosóficas, A. Pérez de Laborda, ed. Cincel, 1985; el capítulo cuarto de Materia,
universo y vida, Juan Arana, ed. Tecnos, 2001; David Lindley, Incertidumbre (Einstein, Heisenberg,
Bohr y la lucha por la esencia de la ciencia), ed. Ariel, 2008.
[7]
R. Descartes, Discurso del método, ed. Tecnos, 1987, p. 85. El subrayado es nuestro.
[8]
Jacinto Rivera de Rosales explica así cual es el designio principal del Sujeto moderno: «… la
acción de la subjetividad … parte de un principio o exigencia de la razón: de su interés sistemático,
de sus fines, o sea, de los fines de la libertad de dominar lo otro para su propia afirmación», Kant: La
Crítica del Juicio teleológico y la corporalidad del sujeto, ed. UNED, 1998, p. 95. El Sujeto humano,
pues, “se afirma a sí mismo” como tal cuando y porque consigue “dominar” (prever, calcular, someter
a su única ley, etc.) el mundo entero.
[9]
Sobre esta sólo citaremos: Jorge Riechmann, Todo tiene un límite: ecología y transformación
social, ed. Debate, 2001.
[10]
H. Marcuse, El hombre unidimensional, ed. Ariel, 1987, p. 183. Marcuse explica así el paso del
realismo cartesiano al idealismo kantiano: «La filosofía de la ciencia moderna empezó con la
concepción de dos substancias, res cogitans y res extensa; pero conforme la materia extensa se
hace comprensible en ecuaciones matemáticas que traducidas a la tecnología “rehacen” esa
materia, la res extensa pierde su carácter independiente», p. 179; «El dualismo cartesiano incluía en
germen su negación pues abría el camino hacia el establecimiento de un universo científico
unidimensional en la naturaleza que se concibe como algo del sujeto. Y este sujeto está relacionado
con su mundo de una manera muy peculiar: la naturaleza es puesta bajo el signo del hombre activo,
del hombre que inscribe la técnica en la naturaleza. La ciencia de la naturaleza se desarrolla así bajo
un a priori tecnológico que la proyecta como un instrumento potencial», p. 180; «La ciencia galileana
es la ciencia de la anticipación metódica y la proyección sistemática, pero –y esto es lo decisivo- de
una anticipación y proyección específicas en la que se abarca y experimenta el mundo en términos
de relaciones calculables y predecibles entre unidades exactamente identificables: En este proyecto
la cuantificación universal es un prerrequisito para la dominación de la naturaleza», p. 191.
[11]
H. Marcuse, op. cit., pp. 185-186.
[12]
Este planteamiento se encuentra también en Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer.
[13]
H. Marcuse, op. cit., p. 187. Complementariamente dice: «El mundo tiende a convertirse en la
materia de una administración total, que absorbe incluso a los administradores. La tela de araña de
la dominación ha llegado a ser la tela de araña de la razón misma y esta sociedad está fatalmente
enredada en ella», p. 196.
[14]
Proceso en el que, además, “lo ente” –lo que es- resulta definido como “mercancía” (véase al
respecto el importante libro de Felipe Martínez Marzoa, La filosofía de “El Capital”, ed. Taurus, 1983).
[15]
H. Marcuse, op. cit., p. 192.
[16]
Incluido en Conferencias y artículos, ed. Serbal, 1994. Para acceder a este enfoque pueden
mencionarse: Jorge Acevedo, Heidegger y la época de la técnica, ed. Universitaria, 1999 y el
excelente Filosofía de la técnica de la naturaleza, Félix Duque, ed. Tecnos, 1986 o su reciente
Habitar la tierra, ed. Abada, 2008.
[17]
Luís Sáez Rueda, El conflicto entre continentales y analíticos, ed. Crítica, 2002.
[18]
Sobre éste nos dice Fernando Rampérez en su libro Katabasis, ensayo sobre el pensamiento
político contemporáneo, ed. Sek, p. 55: «El liberalismo es la base de la sociedad occidental actual.
Revolucionario en su nacimiento (alrededor del XVII), como alternativa al absolutismo, sostuvo la
práctica emancipadora de las revoluciones burguesas; triunfante, después (en torno al XIX), se fue
acercando a la posición conservadora y debió dejar la bandera del “progresismo” en manos de la
izquierda de raíz socialista. En nuestros días, el neoliberalismo se convierte en la ideología de la
globalización económica. Este panorama extremadamente simplificado, en cualquier caso, tiene mil
matices, y en algunos nos detendremos. Suele considerarse el primer gran nombre del liberalismo
político a John Locke, aunque las bases de esta teoría política están en el giro antropológico de la
modernidad misma y en su fundamento metafísico también. Claro representante de la Ilustración
británica y sus modos reformistas, Locke subraya en su Carta sobre la tolerancia la actitud inicial del
liberalismo: el respeto máximo por el individuo, la separación de lo político con respecto a lo
religioso. La tolerancia lo es en Locke sobre todo en el terreno religioso; después de los
considerables problemas que la religión ocasionó en el Reino Unido, la emancipación de la política
constituía un reto fundamental; y el fundamento de lo político había que encontrarlo ahora, ya que no
en la soberanía del monarca ni en legitimación trascendente alguna, en la libertad del hombre
individual (la libertad esencial y metafísica del cogito cartesiano)».
[19]
En la teoría política angloamericana del siglo XX se han desarrollado posiciones denominadas
“neocontractualismo”, una introducción a ellas puede consultarse en Fernando Vallespín, Nuevas
teorías del contrato social: J. Rawls, R. Nozick, J. Buchanan, ed. Alianza, 1985.
[20]
Cada uno de estos autores representa una posición y una opción –definida por unos matices y
énfasis peculiares- dentro del círculo de posibilidades inherentes a la moderna configuración de la
política y de lo político.
[21]
J. Locke, Segundo tratado del gobierno civil, ed. Alianza, 1990, p. 105.
[22]
Véase C. B. Macpherson, La teoría política del individuo posesivo, ed. Fontanella, 1979.
[23]
J. Locke, op. cit., respectivamente pp. 111 y 119.
[24]
J. Locke, op. cit., pp. 212-213.
[25]
Proyectando este aspecto de la cuestión hacia nuestros días dice Fernando Rampérez, op. cit., p.
58: «Todos estos datos, en definitiva, nos llevan a la conclusión de que, desde el inicio, el liberalismo
diseña una política a medida de la revolución burguesa que comenzaba a llevarse a cabo en
occidente: es decir, una política adecuada a un orden económico capitalista, que se ve capaz de
extender su lógica (e incluso sus valores) al orden social y acabar así con las estructuras del Antiguo
Régimen. El liberalismo político, por tanto, resulta indisociable del liberalismo económico, y ambos lo
son de un capitalismo progresivamente triunfante. El usual postulado liberal de la no intervención de
la política en las cuestiones de economía (derivado de ese papel exiguo del Estado como servidor de
los intereses individuales) debe ser entendido en esta dirección. Sin embargo, paradójicamente dará
lugar a una subordinación de la política a la economía, como ocurre en la práctica neoliberal
contemporánea. Quizá por eso se está entendiendo desde el principio lo social –e incluso lo moral-
desde categorías mercantilistas (contrato, beneficio, interés, iniciativa individual …). El debate, de
hecho, del liberalismo incluso en el XX ha consistido especialmente en ajustar la función
redistributiva del Estado, tendente a cero según la teoría original y la práctica reciente, con la
corrección de los desajustes producidos a nivel social e internacional por la economía de mercado.
El vínculo con lo económico está en la raíz del problema».
[26]
Sobre esta densa constelación de cuestiones citaremos, por ejemplo: C. B. Macpherson, La
democracia liberal y su época, ed. Alianza, 1982; el capítulo X de Felipe Martínez Marzoa, La
filosofía de “El capital”, ed. Taurus, 1983; los volúmenes quinto y sexto de la compilación de
Fernando Vallespín titulada Historia de la teoría política, ed. Alianza, 1995; por último los libros de
Francisco Fernández Buey Guía para una globalización alternativa, ed. B., 2004 y de Félix Ovejero
Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, ed. Katz, 2008, ofrecen un
panorama de las discusiones y debates más candentes.
[27]
En la tercera parte del libro de Eugenio Trías La edad del espíritu, ed. Destino, 2000, se puede
consultar un interesante diagnóstico al respecto. En nuestro artículo “La religión en la modernidad”,
publicado en la revista “La Caverna de Platón”, nos referimos a esta cuestión apoyándonos
precisamente en el interesante planteamiento de Trías.
[28]
David Hume, Historia natural de la religión, ed. Tecnos, 1992, p. 3.
[29]
En la Edad Media se entendía que entre la teología natural y la revelada hay una perfecta
armonía: ninguna puede contradecir a la otra; en la era moderna, en cambio, su equilibrio se vuelve
inestable, dando lugar a una serie de posiciones divergentes, por ejemplo el “deísmo” ilustrado
rechaza la teología revelada y pretende formular una teología natural que sea enteramente
compatible con la ciencia moderna.
[30]
En este enfoque coincide Hume con Spinoza y con lo que han puesto de relieve lo que Ricoeur
llama “maestros de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud.
[31]
En él discuten Filón (un escéptico), Cleantes (un teísta) y Demea (un fideísta).
[32]
Estudio Preliminar, Diálogos sobre la religión natural, ed. Tecnos, 1994, p. 27.
[33]
D. Hume, Diálogos sobre la religión natural, op. cit., parte II, p. 76. Carlos Mellizo –en su prólogo a
este mismo libro- resume la exposición humena del tema: «Cleantes, por su parte, propone el
argumento a posteriori que, en síntesis, podría formularse así: es evidente que se da un cierto orden
en el mundo. Ese orden podría, teóricamente, provenir de dos causas distintas: o bien la materia
contiene en sí misma un principio secreto de autoordenación, o bien actúa según los principios que
le dicta una realidad superior, externa a ella. Ambas hipótesis son posibles, consideradas en
abstracto. Pero la experiencia cotidiana nos muestra que la materia es incapaz de organizarse por sí
misma. Las piedras, la madera y el hierro, dejados a merced de las inclinaciones que les son
propias, jamás podrían organizarse de por sí hasta el extremo de constituirse, por ejemplo, en una
casa. Observamos, sin embargo, que existen las casas, los barcos, los relojes y una serie numerosa
de productos artificiales. La experiencia, por tanto, nos dice que, de hecho, los productos artificiales
obedecen a un plan mental, a un designio humano, capaz de poner ese elemento organizador que
sólo la mente puede segregar. Y así, del mismo modo que al ver una casa deducimos la existencia
de una mente arquitectónica que se encargó de construirla, podemos también deducir, por analogía,
la existencia de una Mente Superior, encargada de organizar la totalidad del Universo», Diálogos
sobre la religión natural, ed. Aguilar, 1981, p. 19. Esta descripción de la “actividad técnica”, por cierto,
en tanto organizada exclusivamente desde coordenadas diacrónicas y parámetros atomísticos,
puede, pese a su aparente obviedad, ser puesta seriamente en duda (más adecuada y satisfactoria
sería una descripción “sincrónica” y “holística”).
[34]
Resulta algo más que curioso –pues apunta hacia temas de gran calado- que el “creacionismo”
contemporáneo –opuesto a la teoría de la evolución de Darwin- tenga su principal recurso
“probatorio” en el llamado “diseño inteligente”. Por eso no es extraño que el filósofo de la biología
John Dupré en el capítulo cuarto de su excelente ensayo El legado de Darwin (qué significa hoy la
evolución), ed. Katz, 2006, retome expresamente la argumentación de Hume con el fin de refutar a
autores como Behe o Dembski. Reflexionando sobre el sorprendente destino de las ideas filosóficas
–en este caso las de Hume- escribe Manuel Garrido: «Si se mide la influencia de un autor por el
impacto directo en el gran público, la de Hume con este libro no ha sido muy grande. Baste
considerar el siguiente par de datos. No muchos años después de la muerte de Hume, vio la luz un
libro de filosofía de la religión que gozó de una extraordinaria popularidad en la Inglaterra de primera
mitad del siglo XIX: la Natural Theology (1802) de William Paley, quien cimentaba su defensa
racional del cristianismo en el argumento del diseño, continuando impertérrito la tradición de Butler y
demás autores del siglo XVIII, como si, entretanto, la obra de Hume no hubiese sido escrita (hasta
ese punto debió de pesar sobre ella la conspiración de silencio con que responden las autoridades a
los libros “malditos” cuando no está en su mano anatematizarlos). La desgracia para Paley, y éste es
el segundo dato por considerar, fue la emergencia de Darwin. La publicación en 1859 de El origen
de las especies significó para el argumento del diseño, al menos en su versión “teleológica”, una
aplastante derrota de la que apenas ha logrado recuperarse hasta hoy … [así] desde el punto de
vista de la influencia indirecta la repercusión de la obra de Hume en la conciencia popular ha sido
extraordinaria», op. cit., pp. 45-46.
[35]
Prólogo a los Diálogos sobre la religión natural, ed. Aguilar, pp. 20-21. Cabe resaltar que lo que
Hume presentaba como una mera hipótesis –“la naturaleza incluye en sí misma un principio de
autoorganización”- es, en la cosmología actual, una tesis explícita.
[36]
“Introducción a la filosofía de la religión de David Hume”, estudio preliminar a la compilación D.
Hume, Escritos impíos y antirreligiosos, ed. Akal, 2005, pp. 43-45.
[37]
Estudio preliminar a los Diálogos sobre la religión natural, ed. Tecnos, pp. 34-35.
[38]
Estudio preliminar a la compilación D. Hume Escritos impíos y antirreligiosos, ed. Akal, pp. 47-48.
Carlos Mellizo explica así la posición de Hume: «Filón, guiándose únicamente según las normas del
sentido común y la experiencia compone el argumento que inclina a su favor el resultado de la
controversia: el mal existe en el mundo, no como mera privación, sino como algo positivo; por lo
tanto, debemos concluir que, o el Artífice de universo es benevolente, pero incapaz de impedir el
mal, o que es todopoderoso, en cuyo caso debemos hacerle responsable del mal que Él pudo haber
evitado. Quizá el tono de Filón al exponer su razonamiento empaña la idea que quiere comunicar.
Pues su propósito no es el de la simple irreverencia, sino el de poner de manifiesto hasta qué punto
el conocimiento humano, rigiéndose por sus propias leyes, es incapaz de justificar racionalmente los
principios de la fe. Lo que se pone en duda no son los atributos perfectos de la divinidad, sino la
posibilidad de explicarlos a la mera luz de la razón», Diálogos sobre la religión natural, ed. Aguilar,
pp. 21-22.
[39]
Unos pasos importantes en esta dirección pueden encontrarse, por ejemplo, en el libro de
Eugenio Trías Pensar la religión, ed. Destino, 1996. A este respecto puede consultarse nuestro
artículo “Religión y filosofía” (La Caverna de Platón …).
[40]
Como veremos más adelante en el plano gnoseológico se inclina hacia el “realismo” y en el
ontológico hacia el “monismo fisicalista” o el “monismo materialista”.
[41]
El libro de J. López Positivismo y neopositivismo, Vicens-Vives, 1988, estudia los nexos entre
ambos planteamientos.
[42]
El positivismo inglés está representado por autores como J. Stuart Mill, H. Spencer o T. H. Huxley;
el alemán por E. Laas, W. Schuppe, G. T. Fechner, H. L. F. von Helmholtz, O. Liebmann, R.
Avenarius, E. Mach. Aunque con sus innegables peculiaridades el “pragmatismo americano” (W.
James, Ch. S. Pierce, etc.) comparte algunas características con el positivismo europeo.
[43]
La revolución industrial (sostenida sobre la alianza entre la ciencia y la técnica) y la revolución
francesa (con sus “antecedentes” inglés y norteamericano).
[44]
«El positivismo, considerado como corriente histórico-cultural, representa en buena medida una
reacción frente al idealismo. No sorprenderá por eso ni que el idealismo organizara en círculos
filosóficos su “reacción contra la ciencia positiva” ni que, allí donde el idealismo ha tenido mayor
arraigo, éste fuera criticado con más dureza si las ideas positivistas, o algo parecido, quisieran
instalarse», Julián Pacho, Positivismo y darwinismo, ed. Akal, 2005, p. 28. De todos modos, como
veremos más adelante, a pesar de esta mutua hostilidad hay un importante punto de coincidencia
entre idealismo y positivismo.
[45]
J. Navarro Cordón, T. Calvo Martínez, Historia de la filosofía, ed. Anaya, 1990, p. 355.
[46]
«Es un lugar común, justificado, que el positivismo, aunque no en todas sus versiones, alberga
una confianza ingenua y casi ilimitada en la misión histórica de la ciencia. Pero esta confianza es
también la que alimenta el entusiasmo de la sociedad decimonónica sobre el progreso. El positivismo
es en este sentido la actitud intelectual del siglo XIX, la conciencia de una cultura que, sin poder
sospechar siquiera lo que en este campo depararía el futuro próximo, asiste entusiasmada a lo que
considera el advenimiento de la época científica», J. Pacho, op. cit., p. 11.
[47]
«Modelo decisivo para operativizar cualquier cambio será el proporcionado por las ciencias … La
ciencia, exaltada “románticamente”, asume ser punto obligado de referencia: cualquier aspecto de la
realidad será valorado desde lo científico o incluso reducido a lo científico, ya que el destino del
hombre y de la historia depende directamente de la dinámica y de los logros de las ciencias», J. I.
Morera, “Revisión del concepto de filosofía en Comte”, M. González (comp.), Filosofía y cultura, ed.
Siglo XXI, 1999, p. 321.
[48]
Convencionalmente el asunto se explica y expone en los siguientes términos: «En todo
conocimiento hay un sujeto cognoscente y un objeto conocido. Se trata de una relación entre los dos.
¿De qué tipo? Se pueden dar dos interpretaciones extremas que graficamos así: S → O y S ← O.
En la primera, idealismo, es el sujeto el que crea o construye el objeto. La idea o concepto
predomina sobre la realidad exterior … En la segunda es el objeto el que domina en la relación. La
realidad se impone sobre nuestra mente. Su postura extrema es un realismo ingenuo exagerado,
conocemos las cosas tal cual son, y nuestro acto de conocer no las toca ni cambia para nada», M.
Trevijano, En torno a la ciencia, ed. Tecnos, 1994, p. 87. Ya en la segunda década del siglo XX, por
cierto, José Ortega y Gasset proclamaba la necesidad de plantear y desarrollar una filosofía “ni
idealista ni realista” –que algo así se haya logrado plenamente puede ponerse en duda aunque
interesantes pasos se han dado para conseguirlo, pero el reto está ahí para quiénes se atrevan a
recoger el guante del filósofo madrileño-.
[49]
F. Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, ed. Istmo, 1994, volumen II, pp. 227-228
[50]
Este es el punto de coincidencia entre idealismo y positivismo al que aludimos en una nota
anterior. A ambas posiciones le es común una radical opción antropomórfica y antropocéntrica; si J.
P. Sartre escribió un ensayo titulado “El existencialismo es un humanismo” Comte podría haber
redactado otro sosteniendo que “El positivismo es un humanismo”.
[51]
Juan Ignacio Morera, op. cit., p. 328.
[52]
La tecnificación de la ciencia y la defensa del determinismo son la cara y la cruz de la misma
moneda.
[53]
F. Martínez Marzoa, op. cit., pp. 228-229.
[54]
Comte, para exponer esto, acuñó un lema o una máxima: “conocer para prever, prever para
proveer”.
[55]
F. Martínez Marzoa, op. cit., p. 229.
[56]
Juan Ignacio Morera, op. cit., p. 330.
[57]
Dice sobre esto J. I. Morera: «Por último, se alcanza el estado definitivo de positividad en el que
se consolida la ciencia, el ámbito de los hechos y de sus relaciones, y se combina la razón con la
observación haciendo posible el establecimiento de las leyes efectivas … El orden social que le
corresponde es el científico-industrial, que afecta a la humanidad entera y que, con el surgimiento de
la sociología, posibilitará la superación de la crisis y el establecimiento de la convivencia pacífica.
Colaboran en esta empresa los sabios, los directores de producción y los ingenieros, siendo estos
últimos los auténticos organizadores de la relación entre teoría y práctica, entre la ciencia y la
industria, por cuanto son ellos los que poseen el dominio sobre la técnica. La época industrial
inaugura la época de la tecnología, que canaliza y activa cualquier teoría científica permitiendo la
eficaz transformación de la naturaleza y la sociedad», op. cit., p. 325.
[58]
Esta es una de las ideas centrales del citado libro de José María Atencia.

[59]
Esta es una de las ideas centrales del citado libro de José María Atencia.
[60]
F. Martínez Marzoa, op. cit., p. 228.
[61]
J. M. Navarro y T. Calvo, op. cit., p. 355.
[62]
J. Mª Atencia, op. cit., p. 17
Todo tiene un límite. Decrecimiento y crisis de la modernidad

Alejandro Escudero Pérez (UNED)

Octubre de 2013

I
Bajo este título vamos a realizar una presentación de la idea de “decrecimiento”: en torno a ella en
la última década han ido cuajando reflexiones teóricas y movimientos sociales interesantes, es esto
lo que espero ir mostrando paso a paso.

Cuando hoy aludimos a “la crisis” nos referimos directamente a una crisis
económica. Pero lo cierto es, si vemos el asunto mismo con la amplitud
suficiente, que el siglo XX entero ha estado atravesado por una crisis múltiple y
polifacética, una profunda crisis de la modernidad, una crisis, para ser más
precisos, ubicada en los diferentes procesos de modernización del mundo. En
el estricto terreno filosófico esa crisis de la modernidad tiene un destacado
reflejo –una, “traducción” por así llamarla- en la denominada “crítica del Sujeto”;
aunque el tema mismo tiene antecedentes notables en el siglo XIX –por
ejemplo en lo que Paul Ricoeur bautizó como los “filósofos de la sospecha”,
Marx, Nietzsche, Freud- el impulsor más destacado de este peculiar línea de
crítica filosófica ha sido Martin Heidegger (en este punto cabe citar textos
emblemáticos como la “Carta sobre el Humanismo”, “La época de imagen del
mundo” o “La pregunta por la técnica”). Exponer en qué consiste exactamente
esa “crítica del Sujeto” desborda lo que aquí podemos emprender [1]. Unos pocos
y rápidos esbozos, sin embargo, son imprescindibles, y ellos nos llevarán a la
cuestión central de esta exposición.

Vamos con esos trazos mínimos. La tesis de que “el Hombre” en su esencia
racional es el Sujeto del mundo (es decir, su Fundamento, su alfa y su omega)
es –como bien señala el diagnóstico heideggeriano- el principio rector de la
modernidad, la raíz metafísica de los complejos y diferenciados procesos de
modernización del mundo acaecida en Occidente (unos precisos procesos
desplegados en su ciencia, en su técnica, en su moral, en su política, en su
arte, en su religión). ¿Cuándo surgió y se afianzó esta peculiar “tesis” o ese
“principio” (incrustado, como decimos, en el mundo moderno mismo, en su
entraña más íntima)? En el siglo XVIII. ¿Qué sucedió entonces? Ocurrió –a la
vez poco a poco y de un modo súbito- que el teocentrismo medieval y el propio
de la primera modernidad (Renacimiento y Barroco) fue sustituido o relegado
por un radical antropocentrismo y antropomorfismo. ¿En qué autor de la historia
de la filosofía podemos “leer” con todas las letras esta crucial y originaria
transformación (tan potente que ha dado lugar a un mundo entero con una
irrepetible y peculiar fisonomía)? En Kant, en el Idealismo kantiano [2]; así, en la
Crítica de la razón pura se declara al Hombre que usa su razón como el Sujeto
de la Ciencia, en la Crítica de la razón práctica se lo declara el Sujeto del Moral
y el Derecho, y en la Crítica del Juicio se eleva al Hombre a la categoría de
sujeto del arte y sujeto de la teleología progresiva de la Historia Universal (una
historia racional que culmina con la propia modernidad en la medida en que
sólo en esta el Hombre, mayor de edad, puede lograr su auténtica
emancipación). La tesis o el principio del Sujeto es, como acabamos de
insinuar, inseparable de dos ideas convergentes que son las que le otorgan
consistencia o potencia: la idea de que la Historia Universal tiene un único Fin
(la emancipación del sujeto, su liberación de todo aquello ajeno a él) y la idea
de que el mundo moderno es la cima del Progreso (ambas ideas son, pues, la
cara y la cruz de una única moneda). Llegamos aquí a la inflexión decisiva:
¿cuándo se habrá afianzado definitivamente el principio del Sujeto (la tesis del
Hombre Racional como Sujeto o Fundamento del mundo)? Cuando todo lo que
no es él (eso que es su exterior, eso que es para él extraño) esté bajo su
dominio y control. Y lo que ya desde la crítica del Sujeto propia de distintas
filosofías del siglo XX se dice sobre esto es que en esa misma idea late una
desmesura que ha tenido y está teniendo desastrosas consecuencias
(nihilistas, destructivas, suicidas). Sobre este particular han escrito brillantes y
decisivas páginas muchos autores (Ortega, Benjamin, Adorno y Horkheimer,
Heidegger, Marcuse, Arendt, Jonas). Voy a mencionar ahora tres libros
recientes en los que se aborda de un modo sugerente y bien argumentado el
asunto de la desmesura del Hombre –la desmesura de un hombre endiosado
en la que ha fraguado el mundo moderno, la desmesura de un hombre que se
ha creído el dueño y señor de todo “el jefe de todo esto” por recordar el título de
una película de Lars von Trier). Esos libros son La barbarie interior, de Jean-
François Mattéi, ed. El Sol, El crepúsculo de Prometeo (Contribución a una
historia de la desmesura humana), de Fraçois Flahault, ed. Galaxia Gutenberg,
Los mitos de nuestro tiempo, de Umberto Galimberti, ed. Debate[3].

Una parte de esta desmesura humana entronca directamente con el tema y el


problema del decrecimiento: la idea moderna de Progreso va acompañada de la
creencia en un Crecimiento Ilimitado (mezclando y enlazando “crecimiento” con
“mejora”, “avance”, “desarrollo” –o sea, con términos llenos de connotaciones
positivas, favorables). ¿Y dónde ha arraigado principalmente lo que estamos
subrayando? En el terreno económico, y esto en dos sentidos: en el propio
modo de producción y consumo vigente inicialmente en el occidente moderno y
en la ciencia económica que está injertada en éste. Aquí localizamos el motivo
de fondo de que el primer despuntar de la propia noción de decrecimiento
tuviese lugar en la propuesta por parte de Nicholas Georgescu-Roegen de una
economía “ecosistémica”[4]. Pero antes de exponer un poco más en qué
consiste ésta daremos un pequeño rodeo fijándonos en algo que sucedió en
1972.
II

En el contexto de una presentación de la temática y la problemática del


decrecimiento es inevitable mencionar el informe que el Club de Roma publicó
en 1972, un informe titulado “Los límites del crecimiento”. Entonces como ahora
–y ya solo si nos fijamos en el título- hay aquí algo insólito para la ‘mentalidad’
moderna: poner juntas dos palabras, “crecimiento” y “límite”. Aunque el texto
tuvo cierta repercusión lo cierto es que fue rápidamente ignorado u obviado (se
le descalificó como un escrito pesimista, catastrofista, agorero, aguafiestas;
contenía, ciertamente, una verdad incómoda, un enorme sapo difícil de tragar –
la “prosperidad” del primer mundo depende, en su centro mismo, de los ciclos
económicos expansivos, es decir, de que haya, al menos como tendencia de
fondo, más acá de los ciclos recesivos, un crecimiento ilimitado –volveré sobre
esto al final de esta ponencia).

Fue en 1992, en la Cumbre organizada por la ONU en Río de Janeiro, cuando


se lazó a los cuatro vientos la nueva palabra mágica destinada a sepultar todos
los problemas: “Crecimiento Sostenible”. La noción que actúa como hilo
conductor de nuestra exposición –“decrecimiento” (una noción negativa, y por lo
tanto a bote pronto antipática)- fue perfilándose y afinándose en buena medida
contra la de “crecimientos sostenible” (considerada desde la óptica del
decrecimiento como una trampa ideológica, una coartada para empecinarse en
lo mismo pero ahora ya con la conciencia limpia, es decir: una mera cortina de
humo).

Insistamos en la incómoda verdad de los límites del crecimiento (ilimitado por


definición). En un planeta finito el “decrecimiento” va ocurrir “sí o sí”. La
cuestión relevante, por supuesto, es cómo se va a decrecer después de dos
siglos de crecimiento desatado. Puede ser de un modo caótico y catastrófico
(en el que el Progreso moderno dará paso a un crudo periodo de barbarie –por
ejemplo con guerras por recursos escasos o exterminio de las poblaciones que
emigren masivamente de zonas devastadas por el cambio climático, etc.-). El
decrecimiento puede encauzarse según modos más ordenados, aunque
también será distinto si ese orden viene impuesto desde arriba –por élites
internacionales, por ejemplo- o si es impulsado desde abajo, desde
movimientos democráticos y populares. Todo esto constituye la encrucijada de
nuestro presente, las opciones de nuestro mundo actual (una crisis es siempre
una “oportunidad”, pues con ella se abre un abanico concreto de direcciones).
Ante ellas el pesimismo realista o el optimismo idealista son enteramente
insuficientes. Reina, eso sí, la incertidumbre, esto es, y por recalcarlo otra vez:
el cómo del decrecimiento.

Como movimiento social incipiente y como reflexión teórica el Decrecimiento


reúne un diagnóstico de la crisis actual que pretende agarrarla en su raíz (en
vez de, como es habitual, en factores secundarios o subordinados) y una serie
de apuestas o de propuestas más concretas o específicas. Lo que no es, por
supuesto, es una panacea. Decrecer en un mundo orientado frenéticamente al
crecimiento será dificilísimo. Echar el freno cuando se viaja a toda pastilla está
lleno de peligros. Es menester ahora subrayar lo siguiente: los principales
problemas –en la ciencia, la técnica, la moral, la política, el arte, la religión- que
definen la crisis de la modernidad (y con ella los dilemas inherentes a la
globalización del modelo occidental) son círculos viciosos, nudos gordianos,
auténticas aporías que apenas sabemos cómo encarar (los tránsitos de un
mundo a otro son así: los graves momentos en los que lo viejo no termina de
morir y lo nuevo no acaba de emerger).

Urgando en las raíces de la crisis actual el decrecentismo destaca dos


aspectos a los que dirige un conjunto de análisis (y con los que pretende
engarzar una serie de prácticas organizativas que vayan explorando rutas
viables que puedan llegar a consolidarse, primero localmente y después en
territorios más amplios): una dimensión ecológica y otra dimensión social.

En la dimensión ecológica pone el acento en dos cuestiones: a) los procesos


destructivos del complejo ecosistema del Planeta Tierra; b) el agotamiento de
materias primas y energías fósiles.

En la dimensión social se subrayan dos cuestiones que nos demandan una


respuesta, que nos solicitan algún tipo de reacción: a) el exponencial aumento
de la población; b) el incremento en las últimas décadas de la desigualdad, el
incremento de la injusticia social.

La mera mención de estás dificilísimas cuestiones –poliédricas, complejas- da


una idea de los retos enormes (analíticos por un lado, organizativos por otro) a
los que estamos aludiendo. En los textos decrecentistas –por solo mencionarlos
a ellos- se aborda estos temas (y en los buenos textos –por ejemplo los de
Serge Latouche- se hace de un modo sólido, solvente, sin ceder a la
propaganda bienintencionada pero carente de mordiente y perspicacia). Voy a
concentrar en adelante mi intervención en dos temas: la economía ecosistémica
y la crítica de la sociedad de consumo.

La economía ecológica sitúa su énfasis en el arraigo de cualquier sistema


económico en el variado ecosistema del planeta (entre ambos hay un más o
menos óptimo acoplamiento, una sinergia sistémica). Desde luego la ciencia
económica ordinaria (tanto la liberal-social o keynesiana como la neoliberal de
Hayek) desconsidera cualquier orientación que ponga el punto de mira en ese
arraigo. Operan, en el fondo, del mismo modo que el modo de producción y
consumo vigente en occidente (tanto en su versión capitalista como en la
versión del socialismo real): actúan como si el ecosistema fuese un factor
ajeno, inexistente, un puro estorbo, un elemento irrelevante o superfluo. Esta
manera de desplegarse –tanto de la ciencia económica como del propio
sistema económico en su organización interna- tiene su razón última en lo que
mencionamos al comienzo: en la tesis o el principio del Sujeto (el Hombre,
cuando se concibe como el Sujeto, y por lo tanto cuando vive y actúa como tal,
se entiende como autosuficiente, como independiente, como incondicionado –
algo que, por ejemplo, se refleja nítidamente en el marcado dualismo
antropológico según el cual el hombre es una Mente que tiene un cuerpo a su
disposición, etc.)[5]. ¿A dónde nos conduce una ciencia económica en la que no
se pierde de vista la implantación ecosistémica de los modos históricos de
producción y consumo? Por ejemplo a mostrar –con ayuda, entre otras cosas,
de la termodinámica- que la eficiencia de la que presume de puertas adentro
nuestro sistema económico se convierte en completa insostenibilidad a largo
plazo cuando se deja de obviar la finitud del planeta tierra.

Uno de los caballos de batalla del decrecentismo es la sociedad de consumo,


las sociedades de la opulencia y el despilfarro que se han expandido por
doquier después de la Segunda Guerra Mundial. El concepto de “huella
ecológica” permite armar un diagnóstico preciso de en qué punto estamos
(contando, por otra parte, con que el 20% de la población mundial consume el
80% de los recursos). No podemos entrar en detalles sobre cómo se calcula
ésta, pero sí mencionaremos ahora el llamativo resultado de su aplicación. La
huella ecológica del norteamericano medio –la más alta- indica que para que su
nivel de consumo fuese viable a medio plazo harían falta cinco planetas (el del
europeo medio arroja un resultado no menos sorprendente: en unas décadas
nos tragaríamos enteritos tres planetas). Pero, dejando de lado este asunto de
la huella ecológica, respecto a la Sociedad de Consumo el ingrediente suyo que
más llama la atención al decrecentismo es la publicidad. ¿Por qué? Porque es
ella la que provee de una poderosa ideología estéticamente presentada –o sea,
con una enorme fuerza seductora- que de entrada blinda a la gente contra el
profundo mensaje de esta corriente de pensamiento (la publicidad, por otra
parte, es la principal fuente de financiación de los medios de comunicación
masivos, del cuarto poder en definitiva). Serge Latouche insiste en que un paso
importante en la buena dirección se dará cuando se logre “descolonizar” el
imaginario colectivo de los mensajes consumistas que constantemente envía el
bombardeo publicitario. Si preguntamos: ¿por qué es en el fondo tan poderosa
la Publicidad? Cabe responder: porque de un modo u otro incide en un conjunto
de resortes psicosociales que operan como aglutinantes de la socializad
(introduce pues una específicos ingredientes en el “cemento social”). Fijémonos
en esto: cualquier mercancía, sea un bien o un servicio, está sostenida y
atravesada por la convergencia de tres valores (valor de uso, valor de cambio,
valor de marca). La publicidad, especialmente a partir de la década de los
cincuenta del siglo pasado, se ha concentrado en inyectar valor en el caso del
valor de marca. El siguiente texto lo explica así: «Cuando la marca marcaba al
producto, la publicidad metaforizaba el producto: lo condensaba. Cuando la
marca marca al consumidor, la publicidad metonimiza el consumidor y lo
desplaza. Su posición y su estado de movimiento –una posición real y un
estado de movimiento imaginario- quedan fijados por la publicidad. Antes, la
marca era una garantía de la competencia del producto: connotaba las
propiedades del producto (para qué servía). Ahora, la marca garantiza la
disponibilidad del consumidor (a quién sirve): connota las propiedades del
consumidor (a qué propiedad pertenece). Los consumidores son clasificados,
ordenados y medidos por las marcas que consumen. El consumidor, al ser
marcado por la marca, queda clasificado, como miembro de la clase de los
consumidores de la marca»[6]. El valor de marca, al menos en uno de sus
aspectos, opera como catalizador de la vida social, permitiendo que los agentes
sociales se reconozcan mutuamente y de este modo puedan interactuar
significativamente[7]. Hay otro ingrediente del valor de marca inducido por el
entramado de la propaganda comercial que merece destacarse: los mensajes
publicitarios –a la vez que “marcan” a los consumidores dotándolos de unas
señas de identidad- convierten los deseos y anhelos, eso que queremos o que
buscamos, en imperiosas necesidades, en algo que debemos poseer o adquirir
si de verdad nos importa nuestra felicidad individual. Lo paradójico de la
publicidad, sin embargo, es que a la vez que tiene que prometer que la felicidad
se compra con la tarjeta de crédito en las cajas de pago de los grandes
almacenes o los supermercados está obligada a promover la insatisfacción, un
estado perpetuo de ansiedad y desasosiego, pues si las masas de individuos
estuviesen satisfechas no consumirían con la frecuencia que requieren las
empresas que financian las campañas publicitarias (un personaje de la novela
de Fréderic Beigbeder, 11,99 euros, dice con altivo cinismo: «Soy publicista:
esto es, contamino el universo. Soy el tío que os hace soñar con esas cosas
que nunca tendréis. En mi profesión, nadie desea vuestra felicidad, porque la
gente feliz no consume»).

III

Terminaremos este rápido recorrido por algunos de los vericuetos del


decrecentismo con dos ideas más.

En plena y cruda recesión –el estado en el que hoy estamos


especialmente en el sur de Europa- referirse al decrecimiento puede parecer
inapropiado, cínico incluso. ¿No estamos en un punto en el que lo que ahora
hace falta es volver a la senda del crecimiento, regresar una fase expansiva del
ciclo económico de modo que termine así disminuyendo la catástrofe social del
paro? A corto plazo, ciertamente, esa senda, si se consigue caminar por ella,
aliviará una situación social desesperada y cruel. Pero a pesar de esto es
legítimo seguir preguntado si es así como se conseguirá solucionar
auténticamente los problemas de fondo. El origen de la crisis, es importante
insistir siempre en ello, está en la economía financiera[8]. ¿Tiene ésta algo
relevante que ver con lo que estamos exponiendo aquí? Sí. Veámoslo. La
modernidad es un mundo sin límites, un mundo ilimitado (es eso lo que impone
el principio del Sujeto, ese Hombre que se estima autosuficiente, no limitado por
nada ni por nadie); por ello el crecimiento económico inherente al Progreso de
la Historia debe ser también ilimitado: sin esta poderosa ilusión –una apariencia
con consecuencias en la realidad- el sistema económico colapsaría, y lo haría
precisamente porque su motor no es otro que el incremento de la tasa de
ganancia. Sin embargo el crecimiento ilimitado no es realmente posible –los
recursos naturales se agotan, el cuerpo de los trabajadores se cansa, etc.-
¿qué sucede entonces? Que la ilimitación –por ser inviable en la “economía
productiva”- se instala en el corazón de la economía financiera, o sea, en un
plano imaginario, ficticio, virtual. No es casual que hoy día el setenta por ciento
de la actividad económica mundial corresponda a la economía financiera y sólo
un exiguo treinta por ciento tenga que ver con la economía productiva, con
ofertar en el mercado unos bienes y servicios. En la economía financiera, dada
su entraña especulativa, el dinero se multiplica o se divide a sí mismo en la
gran Ruleta del Casino Global, y lo hace viajando a golpe de click de una
burbuja a otra (primero las genera, según mecanismos específicos en cada
caso, después extrae de ellas astronómicas plusvalías, finalmente, cuando la
cosa ya no da más de sí, las pincha y a otra cosa, caiga quien caiga). ¿Puede
detenerse esa Ruleta del Capital financiero especulativo? Sólo si desde la
política se la somete a una drástica limitación cortocircuitando (a través de
leyes e impuestos) su ilimitación irreal. Sin embargo, la política –y esto es así
también allí donde los gobiernos son elegidos por el voto, asunto éste que da
qué pensar- está subordinada a los poderes fácticos que se enriquecen
desmesuradamente en el mercado financiero.

Frente a toda esta densa trama ¿cuál es el corazón palpitante de la apuesta


decrecentista? La sobriedad (un libro excelente sobre esto es el de Pierre
Rabhi, Hacia una sobriedad feliz, ed. Errata Naturae). En esta apuesta a largo
plazo, de entrada, se reconoce que todo tiene un limite (el suyo propio, el que le
corresponde según el recíproco juego al que juega cada orden de cosas). Se
trata de localizarlo y de asumirlo. Así de simple. Así de complicado. Termino
leyendo el subtítulo del libro Objetivo decrecimiento. En él una pregunta nos
interpela. La respuesta parece obvia, pero no es cosa fácil articularla:
“¿Podemos seguir creciendo hasta el infinito en un planeta finito?”

Bibliografía

Son muy recomendables como primer acercamiento al tema del decrecimiento


los libros de Denis Bayon, Fabrice Flipo, François Schneider, Decrecimiento,
ed. El Viejo Topo y Serge Latouche, La apuesta por el decrecimiento, ed. Icaria
(de este autor pueden destacarse también La sociedad de la abundancia frugal
o Sobrevivir al desarrollo). Son libros rigurosos, sugerentes, bien documentados
y argumentados. Interesante es el libro de Giorgio Mosanguini Decrecimiento y
justicia norte-sur, ed. Icaria (en cambio el libro de Nicolas Ridoux, Menos es
más, ed. Libros del Lince, a pesar de que aquí y allá contiene algún apunte de
interés, en conjunto es flojo, blandito). Entre nosotros escriben sobre el tema
autores como Carlos Taibo, Joaquim Sempere, Yayo Herrero o Ramón
Fernández Durán, por nombrar unos pocos. Mención especial, a mi juicio,
merecen los numerosos libros de Jorge Riechmann (por ejemplo Un mundo
vulnerable o Biomímesis).

[1]
En los artículos “Dos vías de la crítica del sujeto: hermenéutica y
estructuralismo” (en la revista online ‘La Caverna de Platón’) y “Darwin y el
posthumanismo” (en la revista online ‘Eikasía’, nº 30) hemos expuesto el tema
con más detalle y amplitud.
[2]
En el escrito “Kant: idealismo y modernidad” explicamos esto con más detalle
(puede localizarse en la revista online ‘La Caverna de Platón’, sección ‘artículos
y fuentes’). En el siguiente texto de Felipe Martínez Marzoa –redactado desde
un enfoque por decirlo así “heideggeriano”- se realiza un interesante esbozo de
una “explicación” o “aclaración” del “giro antropológico” propio de la era
moderna del mundo a partir de las coordenadas de la “pregunta por el ser” (lo
“heideggeriano” de esta orientación se encuentra en lo siguiente: la “pregunta
por el hombre” –considerada por Kant la principal pregunta filosófica- está
“subordinada” a una pregunta más radical y originaria: la pregunta por el “ser”.
El texto dice: «En Kant el poner objetos es la operación “del sujeto” como tal, el
acto de la razón pura. Sin embargo, esto no quiere decir que sea operación “del
hombre” o que acontezca “en el hombre”, esto es: de o en un ente determinado
llamado “hombre”; ni siquiera si la operación en cuestión se concibe como una
de un tipo muy especial llamada “conocimiento”, y ni siquiera si, además, “el
hombre” se entiende únicamente como la constitución universal de “todo
hombre”. Lo que son “Sujeto” y “Razón” no se determina en manera alguna a
partir de “el hombre” o de la esencia o “naturaleza humana”; es al revés: lo que
se entiende por “humano”, la manera en que se entiende “el hombre” y “lo
humano”, en la Edad Moderna, se determina a partir de lo que significan
“Razón” y “Sujeto”, que, por cierto, son literalmente (y no accidentalmente, sino
a través de una tradición esencial) la traducción de lógos y hýpokeimenon
respectivamente. Ni el término “razón” (ratio, lógos) ni el término “sujeto
(subiectum, hýpokeimenon) proceden de “antropología” alguna; ambos
proceden del ámbito de las designaciones para condiciones de aquello en lo
que consiste en general ser.», El sentido y lo no-pensado, ed. Universidad de
Murcia, páginas 50-51.
[3]
El asunto del decrecimiento, con se verá más adelante, enlaza con
investigaciones que emprendimos anteriormente, por ejemplo la que culminó en
el libro El tiempo del sujeto (un diagnóstico de la crisis de la modernidad), ed.
Arena. Dicho así: el tema aquí abordado es una continuación y una concreción
de lo que “abstractamente” expusimos en ese ensayo. En efecto, cuando nos
tomamos como el “Sujeto” del mundo (algo que pasa, entre otras cosas, por
negar nuestra animalidad y olvidar nuestra corporalidad ignorando así nuestro
radical “ser-en-el-mundo”) vivimos bajo el enorme espejismo de que de nada
“dependemos” (ser Sujeto implica postular la pura autarquía, por eso la idea de
Sujeto es inseparable de la tesis de la “autonomía”: Kant, cuando declara al
Hombre Racional como el Sujeto lo considera como el legislador autónomo, el
que provee al mundo mismo de ley y de orden). Tirando de este hilo –aunque
saltando unos cuantos pasos en la argumentación- puede llegar a probarse, si
nuestro diagnóstico no está equivocado, que la raíz última de la crisis ecológica
inherente a la era moderna del mundo está precisamente en esta ilusión: la de
que el Hombre –como ente supremo, como (nuevo) Dios- es independiente,
sólo depende de sí mismo y de nada más (aspirando a reducir a nada eso que
le recuerda su radical dependencia).

Una magnífica presentación de ésta la encontramos en el artículo de Jacques


[4]

Grinevald “Georgescu-Roegen: bioeconomía y biosfera”, publicado en el libro


Objetivo decrecimiento, ed. Leqtor. El italiano Mauro Bonaiuti ha escrito dos
buenos libros sobre este economista pionero. En castellano puede destacarse
el libro de Óscar Carpintero Redondo, La bioeconomía de Georgescu-Roegen.
En esta línea de trabajo hay que reseñar la tarea investigadora de Joan
Martínez Alier.

No es casual que en la modernidad naciente un autor como Descartes


[5]

reuniese en un mismo planteamiento filosófico un marcado dualismo


antropológico (en el que el hombre está compuesto por una mente –superior- y
un cuerpo –inferior-) y la tesis de que el destino de la Mente es el dominio
tecnocientífico de la naturaleza (he analizado este tema en el artículo “Diez
calas en la historia de la filosofía (II)”, en la revista online ‘La Caverna de
Platón”, sección ‘historia de la filosofía’).

Jesús Ibáñez, Por una sociología de la vida cotidiana, ed. Siglo XXI, página
[6]

178.

El cuerpo social (el lado o vertiente “social” del cuerpo, de eso que somos) es
[7]

intrínsecamente un “cuerpo marcado” (un cuerpo investido por “marcas” que


lanzan señales que permiten una interacción significativa; lo peculiar de la
“sociedad de consumo” es que esas “marcas” tienen a ser monopolizadas por la
propaganda comercial). Respecto al “cuerpo social” es recomendable el libro de
David Le Breton La sociología del cuerpo, ed. Nueva Visión (este autor ha
escrito un puñado de libros excelentes).
El documental Inside Job (2010) de Charles Ferguson ofrece una pavorosa
[8]

radiografía de este catastrófico suceso. Son interesantes también los libros El


estallido de la burbuja de Robert J. Schiller, ed. Gestion, 2009 y Cleptopia:
fabricantes de burbujas y vampiros financieros en la era de la estafa de Matt
Taibbi, ed. Lengua de Trapo, 2011

Heidegger: una teoría crítica de la tecnociencia moderna


Alejandro Escudero Pérez
UNED
A pesar de las cruciales aportaciones de Martin Heidegger a la filosofía del siglo XX y XXI hay
sobre su figura y su obra un insidioso halo de suspicacia, un sentimiento de hostilidad y
animadversión. ¿Por qué? Porque -junto con otros autores como Nietzsche, Wittgenstein o Derrida-
es un pionero que pacientemente socaba las “evidencias” sobre las que está cómodamente instalado
el moderno sentido común. Hay un temor atávico a deshacerse de las que se tienen por sólidas
certezas (aunque ya no pasen el tamiz de un escrutinio racional). Por ello es lógico que a Heidegger
-y a tantos otros- se los mire con desconfianza. En su caso, además, padece recurrentes y
monótonas campañas de desinformación -con mentiras hábilmente manipuladas y masivamente
servidas por unos medios de comunicación entregados al negocio del sensacionalismo-;
últimamente, a raíz de la publicación de los llamados “Cuadernos negros”, circula una absurda y
falsa acusación de “antisemitismo” promovida por panfletos oportunistas firmados por personajes
que, desde un ciego “prosemitismo”, alientan los constantes crímenes del Estado de Israel contra el
pueblo palestino y aplauden la política de Donald Trump, cuya campaña electoral fue generosamente
financiada por un lobby sionista de extrema derecha. Lo que dice Heidegger sobre el “judaísmo” en
estos célebres “cuadernos” puede ser rebatido, desde luego, pero lo que afirma sobre esta forma
cultural e histórica de vida se refiere, exclusivamente, a su complejo lugar y papel en la geopolítica
del mundo occidental en las primeras décadas del siglo XX. Dicho esto, no sorprende, sin embargo,
y por el motivo que acabamos de apuntar, que siga siendo un constante blanco de insidias y
calumnias. La ignorancia es, ya se sabe, tan imprudente como atrevida1.

Uno de los puntos fuertes de su legado está en cómo Heidegger ha meditado sobre la técnica.
Por nuestra parte, vamos a exponer, con brevedad, cuáles son algunas de las principales
aportaciones de Heidegger a una filosofía de la técnica entendida como una de las vertientes de una
ontología de la actualidad, es decir, como una teoría crítica del statu quo.

El punto de partida de Heidegger es la discusión de una arraigada y difundida concepción de


la técnica -procedente de la metafísica del sujeto, esto es, del idealismo moderno- que suele
considerarse obvia y evidente. Se trata de una concepción instrumentalista, antropocéntrica y
neutralista. Respecto a ella Heidegger explica que, aunque sea acertada superficialmente -pues roza
aspectos significativos de la técnica (en tanto lo técnico consiste en instrumentos, la técnica implica
la participación de seres humanos y los utensilios son, hasta cierto punto, polivalentes en su uso)- no
puede aceptarse como una teoría lo suficientemente sólida y profunda. Entre otras razones porque
parte de dos supuestos erróneos: a) describe la técnica desde el modelo sujeto/objeto, un modelo
causal y diacrónico; b) cree que el hombre es el fundamento de la técnica, su arché y su télos, su
sujeto, en definitiva. Esta convencional concepción de la técnica afincada en el sentido común del
ciudadano medio, y, por ello, en la comprensión cotidiana del mundo, no carece, por otro lado, de
consecuencias (puede ser superficial, incluso errónea, pero esto no impide que sea inocua); por
ejemplo estas: lleva a sostener que gracias a la técnica el mundo moderno es la cima del Progreso
de la Historia Universal de la Humanidad y fomenta la ilusión de que gracias a la técnica el Hombre
domina y controla la naturaleza, poniéndola a su servicio impunemente, sin, por así expresarlo,
padecer ninguna clase de “efectos secundarios” o de “daños colaterales”.

Si la filosofía es “ontología” es porque remite, una y otra vez, el ente (lo que es, lo que
aparece siendo esto o siendo aquello) al “ser” (a las condiciones a priori de ese comparecer). Por
eso, subraya Heidegger, es importante distinguir lo técnico -los entes útiles- de la técnica (en tanto
ésta se asienta y arraiga en el “ser” en su diferencia con lo óntico). Este es uno de los puntos más
difíciles de su propuesta, pero, también, uno de los más relevantes. Ante la pregunta filosófica “¿qué
es la técnica?” responde Heidegger: la técnica no se limita a los utensilios -los denominados “medios
técnicos”- sino que, más radical y originariamente considerada, es un ámbito específico e irreductible
dentro del cual los entes resultan desocultados a partir de unas fácticas posibilidades de
desvelamiento o manifestación (en ese ámbito, también, se definen las necesidades de los seres
humanos, los artefactos que pueden contribuir a su satisfacción, etc.). Respecto a ese ámbito de la
comprensión puede, inicialmente, destacarse lo siguiente: a) está circunscrito por la convergencia,
en simultaneidad, de una serie de factores y componentes (por ejemplo, plexos de útiles, contextos
de su uso, unos específicos usuarios y demandantes, etc.); b) está modalizado históricamente,
articulado por paradigmas técnicos que pivotan, en última instancia, sobre un acontecer del ser que
los abre y envía recurrentemente (a cada época histórica le corresponde un paradigma técnico,
como bien expone Félix Duque en su libro Filosofía de la técnica de la naturaleza, editorial Tecnos,
1986).

Partiendo de estas coordenadas Heidegger propuso, en la segunda mitad del siglo XX, un
perspicaz diagnóstico del statu quo, del estado del mundo en el que vivimos, en el que habitamos. La
modernidad, en su apogeo, nos dice el autor alemán, está marcada por el imperio -primero
occidental, luego planetario- de la Tecnociencia, la específica modalidad actual del saber técnico,
vigente en esta época del mundo2. En ella, entre otras cosas, la ciencia está, a priori, absorbida y
acaparada por la técnica, como es evidente en las revoluciones industriales que signan y canalizan
la era moderna del mundo.

Insiste Heidegger en que, por expresarse en estos términos, una teoría filosófica debe evitar
tanto la tecnofobia -demonizando la técnica- como la tecnofilia -la ciega confianza en los “avances”
de la técnica, sean cuales sean. Pese a esto, conviene, aunque sin exagerar, resaltar el lado
sombrío y oscuro de la tecnociencia -sus “daños colaterales”- pues él nos alerta de que no todo va
tan bien como la propaganda oficial quiere que creamos. Por eso, cuando tematiza el universo de la
tecnociencia desde conceptos como “Gestell” o “Bestand” subraya lo que denomina el “peligro” que
ésta incluye y despliega en su expansión planetaria de la mano del capitalismo globalizado. El
peligro inherente a la moderna tecnociencia es doble: por un lado, por su propio carácter, la
modalidad moderna de la técnica tiende a esquilmar la naturaleza sin detenerse ante nada; por otro
lado, esta versión histórica de la técnica tiende a considerarse a sí misma como la única necesaria,
como la única racionalmente posible. ¿Dónde arraigan, por lo tanto, las dos caras de este específico
“peligro” propio de la tecnociencia moderna? En la creencia, enraizada en el idealismo filosófico, de
que el Hombre es Sujeto racional de la técnica, su dueño y su señor. Regresamos, aquí,
precisamente, al punto de partida: una concepción de la técnica instrumentalista, antropocéntrica y
neutralista.

El apogeo de la modernidad en el universal despliegue de la tecnociencia, sin embargo,


destaca Heidegger, encierra en su núcleo una profunda crisis más o menos notoria o evidente. Y
toda crisis es, a la vez, tanto la propagación de un peligro -un riesgo, una amenaza- como una
profunda oportunidad de alcanzar algo distinto y mejor. Dicho filosóficamente, la tecnociencia,
desatada, hipertrofiada, es el apogeo de la metafísica del sujeto -con su afán de dominio y su ansia
de control- pero, también, aquí, en su auge, reside la seña de su desmesura y, con ella, el anuncio
de su ocaso.

¿Qué tareas específicas despuntan aquí tanto para el pensar filosófico como para las formas
de vida inmersas en el vértigo de una tecnociencia nihilista? Una primera tarea consiste en acometer
el complejo proceso de deconstrucción del Gestell y sus discursos legitimadores, una deconstrucción
ocupada en diluir los obstáculos que bloquean la llegada de lo posible del futuro, en quitar los
puntales que engañosamente sostienen un edificio en ruinas que aparenta esplendor y brillo. La
deconstrucción, pues, señala las grietas, indica las brechas del statu quo, esas rendijas por las que,
convenientemente despejadas, puede, acaso, entrar un acontecimiento que sea portador de inéditas
posibilidades aún por jugar. El reto, pues, ante el que nos sitúa tanto Heidegger como otros autores
significativos de nuestro tiempo, es preparar la llegada de otro modo de ser técnica de la técnica en
la que la depredación ilimitada del “sujeto racional” ceda el paso a una técnica sostenida en el
cuidado y la mesura3.

BIBLIOGRAFÍA

Acevedo, Jorge, Heidegger: existir en la era de la técnica, ed. Univ. Diego Portales, 2014

Duque, Félix, Filosofía de la técnica de la naturaleza, ed. Fondo ITM, 2014 (1ª ediciónTecnos, 1986)

Habitar la tierra, ed. Abada, 2008

Esquirol, Josep M., Los filósofos contemporáneos y la técnica (de Ortega a Sloterdijk),ed. Gedisa,
2011

Heidegger, Martin, Filosofía, ciencia y técnica, ed. Universitaria, 1997

Inde, Don, Heidegger’s Technologies, Fordham University Press, 2010

Latouche, Serge, La megamáquina (razón tecnocienfíca, razón económica y mito del progreso), ed.
Diaz & Pons, 2016

Linares, Jorge Enrique, Ética y mundo tecnológico, ed. FCE, 2008

Mitchan, Carl, ¿Qué es la filosofía de la tecnología?, ed. Anthropos, 1989

Noble, David, La religión de la tecnología, ed. Paidós, 1999

Parente, Diego, Del órgano al artefacto (acerca de la dimensión biocultural de la técnica), ed.
Universidad Nacional de La Plata, 2010

Postman, Neil, Tecnópolis (la rendición de la cultura a la tecnología), ed. Galaxia Gutenberg, 1994

Sabrovsky, Eduardo, La técnica en Heidegger, ed. Universidad Diego Portales (2 volúmenes), 2006

Xolocotzi, Ángel (coordinador), La técnica: ¿orden o desmesura?, ed. VR, 2009

NOTAS

1 En los dos libros siguientes se alude a esos “cuadernos” sin caer en la pura y cruda desinformación
destinada, exclusivamente, a estigmatizar a los lectores y estudiosos de Heidegger: Francesca
Brencio (ed.), La pietà del pensiero. Heidegger e i Quaderni Neri, ed. Aguaplano, 2015; F. W. von
Herrmann, Francesco Alfieri, Martin Heidegger: la vérité sur les “Cahiers noirs”, ed. Gallimard, 2018.

2 Ya en los años treinta y cuarenta Heidegger subrayó que la tecnociencia encaja como un guante
en la mano con los Estados totalitarios. Sobre esta cuestión, en su costado histórico, pueden
consultarse con provecho dos libros: John Cornwell, Los científicos de Hitler (ciencia, guerra y pacto
con el diablo), editorial Paidós; Philipp Ball, Al servicio del Reich (la física en tiempos de Hitler),
editorial Turner. Como es conocido, por otro lado, las potencias occidentales del liberalismo
democrático no tuvieron ningún reparo a la hora de reclutar a los científicos “nazis”, por ejemplo, el
célebre Wernher von Braun, sin el cual la “carrera espacial” de los USA sería inconcebible.

3 Sobre este conjunto de cuestiones pueden consultarse, por ejemplo: François Flahault, El
crepúsculo de Prometeo, editorial Galaxia Gutenberg, 2013; Carlos Taibo, Colapso, editorial
Catarata, 2016; Jean-François Mattéi, La barbarie interior, ediciones del Sol, 2005

La imagen arquetípica: la seducción publicitaria


Alejandro Escudero Pérez
(UNED)

Introducción

El título del artículo delimita su tema: “la imagen arquetípica: la seducción publicitaria”. En efecto, la imagen
publicitaria es, en nuestra época, una imagen arquetípica (ejemplar, modélica).

Comenzaremos citando una frase de un libro que va a acompañarnos en esta incursión en el denso el bosque de
las imágenes contemporáneas; dice así:
«En ninguna otra época, en ninguna otra sociedad, ha habido una profusión de imágenes como en la nuestra»
(Raúl Eguizábal, Teoría de la publicidad, editorial Cátedra, 2010, página 326).

En este tupido enjambre de las imágenes que emergen en las pantallas destaca o sobresale un tipo de imagen
1

por su omnipresencia, por su ubicuidad: la imagen publicitaria (la audiovisual comunicación comercial).

Nos ocuparemos de ella porque ella nos ocupa, no asedia, nos persigue, nos asalta (y lo hace, a la vez, de un
modo tan explosivo e impactante como discreto y latente).

La imagen publicitaria tiene -como toda imagen- un marco, un contexto en el que surge y se difunde: la
sociedad del espectáculo (Debord), la sociedad de consumo (Baudrillard). Espectáculo y Consumo -en tanto
parámetros de nuestra actualidad- constituyen, a la vez, paradójicamente, el auge y el declive del mundo
moderno.

El contexto, pues, de la Imagen Publicitaria es, por sintetizarlo en una única expresión, la hipermodernidad
nihilista. Y para caracterizar rápidamente lo que denota basta acudir a los títulos de algunos libros de Gilles
Lipovetsky (títulos bien significativos, bien certeros): la era del vacío; el imperio de lo efímero; el crepúsculo
del deber; el lujo eterno; la pantalla global; la estetización del mundo.

7. Un hilo conductor (fenomenología de la imagen)

Desde la fenomenología -una tradición con muchos recovecos, sin duda- cabe acometer una descripción
de la imagen publicitaria y también, como colofón, una crítica de este tipo de imagen (crítica que resalte
sus aspectos positivos y su lado oscuro o negativo).

Alrededor de este tema o esta cuestión rondan -apuntando a su corazón- una serie de preguntas
ineludibles: ¿qué es una imagen? ¿una imagen es únicamente una “representación”? ¿una imagen sólo es
una “apariencia? ¿en qué consiste el darse de una imagen?

Sin estas preguntas -o, mejor dicho, sin una respuesta a estas preguntas- la indagación en el universo de
la imagen publicitaria carecería de un sólido hilo conductor y, por lo tanto, no podría llevarse a cabo con
solvencia alguna.

8. Un marco teórico (análisis de la imagen publicitaria)

Hemos dicho que la fenomenología proporciona un marco teórico imprescindible de cara a desarrollar
cabalmente un análisis crítico de la imagen publicitaria. Ese marco teórico contiene, al menos, dos
series de claves que resumiremos así:

A. La imagen, en primer lugar, está habitada por un intrínseco doblez o una intrínseca duplicidad: hay un
aparecer de la imagen y un aparecer en imagen.

En segundo lugar, las condiciones mínimas del aparecer de la imagen y en la imagen incluyen tres
factores engarzados: quien ve la imagen, la imagen vista, la visibilidad misma (estos factores están
atravesados y sostenidos por un a priori de correlación).
En tercer lugar, la visibilidad está siempre regida y articulada por un código (código que define
unidades mínimas y posibles combinaciones de éstas según patrones recurrentes).

En cuarto lugar, la visibilidad de las imágenes -en nuestro caso las imágenes publicitarias de la
sociedad de consumo o de la sociedad del espectáculo-, está siempre (de)limitada por una
invisibilidad que la atraviesa y la sostiene. En su libro Vida y muerte e la imagen (historia de la
mirada en Occidente), Regis Debray dice: «Sin un fondo invisible no hay forma visible» (editorial
Paidós, página 25).

En quinto lugar, la imagen es un cruce de ausencia y de presencia (es la ausencia de una presencia
y la presencia de una ausencia).

B. El universo de la imagen publicitaria: un platonismo invertido.

En un libro de imprescindible lectura sobre estas cuestiones -titulado La banalidad (editorial


Anagrama, 1989)- afirma José Luis Pardo: «El platonismo es una referencia obligada, un punto de
partida (y de eterno retorno) inevitable a la hora de caracterizar una experiencia de la comunicación
vinculada a la -así llamada- cultura de la imagen» (páginas 18-19). Volveremos sobre este asunto al
final de la exposición, pero quede aquí lanzada la siguiente insinuación: los hogares poblados por
pantallas en las que desfilan interminablemente imágenes (especialmente publicitarias, aunque no sólo
éstas) se asemejan a la Caverna platónica con su continuo desfile de “sombras”.

9. La imagen publicitaria: algunas tesis

Partiremos de un texto de Raúl Eguizábal procedente del libro mencionado con anterioridad (su Teoría
de la publicidad). Dice así: «La publicidad es una ingeniería semántica que inyecta contenidos en los
productos previamente vaciados de materialidad» (op. cit., página 27).

Ampliando y prolongando esta tesis inicial: el sentido inyectado por la publicidad es el Valor de Marca
(una mercancía posee tres vectores: valor de uso; valor de cambio; valor de marca). Se trata de un
concepto complejo: habría que desgranarlo minuciosamente. Destacaremos, sólo, tres ingredientes
suyos:

a. Define e identifica las “cosas”, las “personas” y la situaciones o escenarios en los que cosas y personas
interactúan y comparecen en respectividad.
b. Estimula e inviste el deseo del espectador y/o consumidor. Subraya José Luis Pardo en el libro citado:
«… los medios [de comunicación de masas en la imagen publicitaria] son edificantes, forman el deseo
del destinatario» (op. cit., página 78). Esto es: el mensaje publicitario -su contenido de sentido (el valor
de marca)- introyecta hábitos en el yo, en lo que somos cada uno de nosotros en tanto somos
espectadores y/o consumidores. En el libro de Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate El spot
publicitario (las metamorfosis del deseo), editorial Cátedra, 1995, se expone esta tesis con todo detalle
(desde unos parámetros psicoanalíticos).
c. La imagen publicitaria es a la vez Modelo y Espejo. Dice Raúl Eguizábal: «La publicidad es el espejo y
el sueño» (op. cit., página 337).

A estos apuntes -un mero esbozo de la cuestión- añadiremos un detalle: el primer consumo es el
consumo de imágenes audiovisuales (eminentemente imágenes publicitarias). ¿Cuál es su contenido?
¿cuál es su sentido? El valor de marca. Pero éste, ¿en qué consiste? ¿qué comunica? Trae ante nosotros,
una y otra vez, con reiterada monotonía, el Paraíso del Consumo, la utopía del Capitalismo. O dicho en
otras palabras (de raigambre fenomenológica): comunica la “Urdoxa”, urde el “Lebenswelt”, eso que
con perspicacia José Luis Pardo llama “la banalidad”. Aquí reside el secreto de su enorme poder, el
resorte de su eficacia. Como afirma Raúl Eguizábal, al que acudimos de nuevo: «El poder de las marcas
es el poder mágico de la imagen» (op. cit., página 332).

10. Un ejemplo (desentrañando los mecanismos publicitarios)

En el caso de la publicidad es muy importante acudir a ejemplos: al análisis concreto de “anuncios”


(contando con que éstos forman un sistema, una serie). Sin contar con ejemplos la teoría filosófica sería
hueca y sus conceptos estarían vacíos (con lo que su argumentación sería endeble). Con razón insiste la
tradición fenomenológica en la relevancia de la experiencia concreta del campo de fenómenos
investigados.

Por otra parte, este análisis es imprescindible para impulsar la vertiente crítica de la indagación en el
fenómeno publicitario. Es importante conseguir una recepción compleja de los mensajes comerciales,
una recepción que desentrañe sus mecanismos, su intríngulis (cuando conocemos qué truco está detrás
de la magia el hechizo que nos admiraba y nos sorprendía se desvanece). El reto, pues, de los análisis de
casos se concentra en ayudar a que los ciudadanos breguen -a que breguemos- con su faceta – hoy
central- de consumidores (es esta una parte clave de su identidad actual, la parte forjada en su familiar
contacto con los mass media y la imagen publicitaria que circula por ellos).Adoptaremos como ejemplo
un anuncio de una bebida alcohólica de la Marca francesa “Marie Brizard” (un anís dulzón,
empalagoso).

El anuncio combina una fotografía (un fotomontaje, un collage) y una frase (un slogan más un corolario
que dice así: «“Las copas claras”. Exigencias lógicas de nuestro tiempo. Un lugar de moda, agradable
compañía, buena música y las copas claras»). Fijémonos en la imagen, en la fotografía (una composición
en diagonal): en ella una mano masculina sirve una copa de la bebida promocionada, esa copa
metaforiza la luna, astro que ilumina una nocturna escena de seducción entre un hombre y una mujer. En
el cortejo la mujer sostiene una copa y, sonriente, mira de soslayo ante el solícito y fascinado varón.

Es un anuncio típico con un obvio y evidente reclamo sexual, un gancho constante en la imagen
publicitaria de todo tipo de productos comerciales (acentuado, aquí, además, por la “masculinidad” de la
botella y la “feminidad” del vaso). El trasfondo aquí, sin duda, es una moral hedonista omnipresente en
los mensajes publicitarios.

Conclusión
Tras este breve y raudo recorrido por el universo de la imagen publicitaria formularemos dos
conclusiones:

11. Hay un nexo por explorar entre la publicidad y eso que últimamente se denomina “postverdad”. La
publicidad es una mentira socialmente consentida y aceptada, mentira (y no sólo “ficción”, habría que
aclarar) que contribuye con su grano de arena a que finalmente se vuelva irrelevante o superflua la
distinción entre la verdad y la falsedad . Podría creerse que esta mentira es inocua, pero no es así en
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absoluto, por lo que diremos a continuación.


12. En la publicidad, como apuntamos anteriormente sin adentrarnos en ello, opera un peculiar y curioso
“platonismo invertido”. Daremos una pista sobre esta compleja cuestión (sobre la que podemos remitir a
autores como Jean Baudrillard, entre otros) . La imagen publicitaria esencializa (idealiza) la apariencia (el
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look, el aspecto) de tal manera que cuando impera la publicidad la Imagen de algo es todo para ese algo
(absorbiéndolo, anulándolo, amputando o cercenando su intrínseca riqueza) . Este es el fondo dogmático de la
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publicidad (en tanto clausura el aparecer, lo estrecha ilegítimamente); fondo que una teoría filosófica tiene que
explicitar y combatir.

Ahora bien, y terminamos con esto, salir del universo publicitario es algo enormemente difícil. Una crítica
de la publicidad no aboca a la complicada tarea de remover uno de los pilares de nuestro mundo histórico.

Sin embargo, frenar o contrarrestar el enorme impacto de la Imagen Publicitaria es clave respecto al futuro de
nuestro mundo pues el puro consumismo -la entraña última del mensaje publicitario- es insostenible tanto
desde el punto de vista social como desde la inserción de nuestro mundo en los ecosistemas naturales.

Dos textos -del libro de Raúl Eguizábal que nos está acompañando- nos ayudan a recapitular lo que
acabamos de exponer:

13. «La publicidad ya no es más una mediación entre productores y consumidores. La publicidad se
interpone entre unos y otros, oculta los objetos más que ensalzarlos, sustituye la realidad, ocupa el lugar
de la realidad… Las imágenes han sobrepasado las cosas y saltan de pantalla en pantalla. Las imágenes
ya no son imitación de la vida, sino que remiten a otras imágenes… La publicidad es “Matrix”, pero sin
máquinas perversas. Nosotros mismos hemos sustituido la realidad por el anuncio, por la imagen que
remite, no a la realidad, sino a otra imagen, a otro anuncio. Y es tan difícil salir del anuncio en que
vivimos como salir de Matrix. Porque es también doloroso abandonar el orbe de hermosas apariencias
que hemos creado, de ficciones, de objetos que representan y se representan. ¿Acaso estaríamos de
verdad dispuestos a renunciar al automóvil, la televisión, el móvil, la ropa de moda, el perfume de
marca, el veraneo…? ¿Acaso estaríamos dispuestos a renunciar al mundo de ensoñaciones publicitarias,
de delirios de grandeza, de ilusiones de belleza, de ficciones seductoras? “Hay otros mundos, pero están
en éste”, parece ser que dijo Paul Éluard. Lo que no sabía el notable surrealista es que los “otros
mundos” son meros anuncios fascinadores de “éste”» (Teoría de la publicidad, op. cit., páginas 223-
224).
14. «El hombre del siglo XXI se sentiría probablemente angustiado por la desaparición del discurso
publicitario» (Teoría de la publicidad, op. cit., página 285).

¿Por qué la eventual -y aún lejana- desaparición de las imágenes publicitarias llenaría nuestra existencia de una
inmensa angustia? Aquí, en la siguiente viñeta, está, nos parece, la razón profunda de esta angustia ante la que -como
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nos indican Heidegger y Sartre- huimos despavoridos:


En efecto, repetimos con la lúcida meditación de El Roto: “Si no existiese la publicidad, ¿cómo sabríais lo que
deseáis?”

El día en que -afrontando o enfrentando la angustia que está en el fondo de la existencia- respondamos a esta
pregunta sin mirarnos y verlo todo en el Espejo Publicitario, ese día, algo -aún minúsculo, pero relevante-
empezará a cambiar.

BIBLIOGRAFÍA

Alonso, Luís Enrique, La era del consumo, ed. Siglo XXI, 2005

Aumont, Jacques, La imagen, ed. Paidós, 2007

Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro, ed. Kairós, 1978

El espejo de la producción, ed. Gedisa, 2009

Bredekamp, Horst, Teoría del acto icónico, ed. Akal, 2017

Debray, Régis, Vida y muerte de la imagen (historia de la mirada en Occidente), ed.Paidós, 1994

Eguizábal, Raúl, Teoría de la publicidad, ed. Catedra, 2010

González Requena, Jesús, Ortiz de Zárate, Amaya, El espot publicitario (las metamorfosis del deseo), ed.
Cátedra, 1995

Heidegger, Martin, “La época de la imagen del mundo” (en Caminos del bosque, ed.Alianza, 1995)

Lowe, Donald, Historia de la percepción burguesa, ed. FCE, 1986

Mattelart, Armand, La publicidad, ed. Paidós, 1991

Palao, José Antonio, La profecía de la imagen-mundo, ed. La filmoteca, 2004

Pardo, José Luis, La banalidad, ed. Anagrama, 1989

Pérez Tornero, José Manuel, La seducción de la opulencia (publicidad, moda, consumo),ed. Paidós, 1992

Sánchez Noriega, José Luis, Crítica de la seducción mediática, ed. Tecnos, 1997

Villafañe, Justo, Introducción a la teoría de la imagen, ed. Pirámide, 2006

NOTAS
1 Sobre esta cuestión puede consultarse los libros: José Antonio Palao, La profecía de la imagen-mundo: para
una genealogía del paradigma informativo, editorial La Filmoteca, 2004; Israel Márquez, Una genealogía de la
pantalla, editorial Anagrama, 2015.

2 En la publicidad actúa lo que José Luis Pardo llama, en su libro La banalidad, una intrínseca “presunción de
falsedad” (sin la cual estos mensajes no serían recibidos); esta cuestión se analiza a partir de la página 58.

3 El platonismo invertido, por lo tanto, alude al momento en el que la Imagen lo es todo (algo es su Imagen y
nada más que eso). Sobre este peculiar régimen de la Imagen, ese que impera en nuestra época, dice Régis
Debray en su libro Vida y muerte de la imagen (historia de la mirada en Occidente), editorial Paidós, 1994: «Se
trata, en todo caso de una revolución de la mirada. Ahora la simulación elimina el simulacro, levantando así la
inmemorial maldición que unía imagen e imitación. Antaño la imagen estaba encadenada a su estatuto especular
de reflejo, calco o añagaza, a lo mejor sustituto, a lo peor superchería, pero siempre ilusión. Este es, pues, el fin
del milenario proceso de las sombras, la definitiva rehabilitación de la mirada en el campo del saber platónico…
la imagen ya no es copia secundaria de un objeto anterior, sino lo contrario. Al eludir la oposición del ser y del
parecer, de lo aparente y lo real… la imagen ya no tiene por qué seguir imitando una realidad exterior, pues es
el producto real el que deberá imitarla a ella para existir, Toda la relación ontológica que devaluaba la Imagen y
dramatizaba, a la vez, desde los griegos, nuestro diálogo con las apariencias ha resultado enteramente invertida.
El “re” de representación salta en el punto de conclusión de una larga metamorfosis donde las cosas ya
aparecían cada vez más como pálidas copias de las imágenes. Liberada de todo referente, al menos en principio,
la imagen es autorreferente… este es, en definitiva, el reino de lo visual en sí mismo… La paradoja es que,
entonces, la Imagen y la Realidad se hacen indiscernibles…», páginas 237-238.

4 «La civilización del consumo es en realidad la civilización de las apariencias» (Raúl Eguizábal, Teoría de la
publicidad, op. cit., página 235).

5 La angustia, en tanto comportamiento de la existencia humana, es una experiencia de la nada, de la ausencia


de sentido (aquí el sentido proporcionado por las imágenes publicitarias y realizado en los actos de compra y
ostentación del valor de marca).

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